Primera parte
«Esto va a cambiar el mundo»
El aduanero observaba como la lluvia azotaba el cristal trazando en él furiosos arabescos. Se estremeció. Mal tiempo para quienes se hallasen en el mar. En la noche sus ojos enrojecidos distinguían el panorama familiar del puerto de Nueva York, las luces de los docks centelleando en el Hudson, la punta de Governo's Island, la lejana guirnalda luminosa del puente de Verrazano[1].
Un teletipo crepitó detrás de él. Consultó su reloj. Medianoche, ya. El primer carguero que atracaría en Nueva York este viernes, 4 de diciembre, acababa de pasar por delante del barco faro de Ambrose y de franquear la frontera marítima americana. El hombre volvió a su pupitre de trabajo. Desde este observatorio, alojado en el sexto piso del World Trade Center casi en la punta de Manhattan, debía vigilar el sector aduanero del mayor puerto del mundo hasta las ocho de la mañana. Abrió su libro registro en la página todavía blanca de un nuevo día. Arrancó el mensaje transmitido por el teletipo y, con la aplicación de un escriba de la Edad Media copiando un salmo, consignó las distintas informaciones referentes al 7.422º navío que penetraba en el puerto desde el comienzo del año.
NOMBRE: Dyonisos. PABELLÓN: panameño. DESTINO: muelle número tres de Brooklyn Ocean Terminal. AGENTE MARÍTIMO: Hellias Stevedore Company.
Cumplida esta formalidad pulsó el nombre del barco en el teclado del terminal de ordenador instalado en la consola antigua. Este aparato estaba conectado al CNIC; Centro Nacional de Información Criminal. Dentro de pocos segundos aparecería la ficha Judicial del Dionisos. La menor infracción registrada en su historia, ya fuese el descubrimiento de una bolsita de heroína bajo una tabla falsa de su bodega, ya una riña de un marinero borracho, aparecería automáticamente en la pantalla. El aduanero observó el baile de los palitos verdes, que compusieron, al fin, tres palabras: «Nada a señalar». Satisfecho, escribió «NAS» en la casilla correspondiente de su registro, confirmando de este modo que la Aduana americana no tenía que inquietarse por la llegada de la vieja carraca que se presentaba en la entrada del canal de Ambrose.
El Dyonisos era uno de los últimos barcos Liberty de la Segunda Guerra Mundial, uno de esos camiones oceánicos que seguían navegando. Durante casi cuarenta años, desde el desembarco en Normandía hasta esta noche de diciembre, había transportado mercancías y contrabando por todo el mundo, bajo media docena de pabellones diferentes. La compañía que lo había fletado esta vez, Transocean Shippers, había sido constituida seis meses antes por escritura registrada con el número 5.671 en el Ministerio de Comercio de la ciudad de Panamá. La dirección que figuraba en el certificado de registro era la de un oscuro bufete de abogados instalado en la calle del Mercado, de Panamá. Como ocurre a menudo en los negocios de transporte marítimo, ya se trate de superpetroleros, ya de insignificantes embarcaciones de pesca, todo rastro de los verdaderos propietarios del Dyonisos se perdía en el anónimo de un apartado de correos de la ciudad de Lucerna, Suiza, donde tenía su sede la compañía.
Libre de la marejada del Atlántico, el barco remontó el camino real hacia el corazón de Nueva York. Franqueó los narrows bajo la blonda metálica del puente de Verrazano. De pronto, a la luz de la naciente aurora, apareció ante su gastada proa el prodigioso espectáculo que había llenado de alegría febril y de esperanza a tantos millones de hombres: la silueta vestida de verde de la estatua de la Libertad, y, después, las torres iluminadas de Manhattan perforando la bruma, troncos incandescentes de un bosque de vidrio y acero lanzado al asalto del cielo.
Indiferente a la lluvia, el único pasajero del carguero contemplaba el panorama desde lo alto de la pasarela superior. Flaco y musculoso, de mediana estatura, el palestino Kamal Dajani parecía tener unos treinta años. Llevaba ajustados vaqueros de tela azul y chaqueta de cuero con el cuello levantado. Un gorro a cuadros le cubría la cabeza hasta los ojos. Había embarcado en la escala de El Pireo.
Pretextando un mareo incoercible, había pasado los dieciséis días de travesía encerrado en su camarote con un montón de novelas policíacas. Pero cada mañana, al amanecer, se había deslizado, bien abrigado, hasta la cubierta superior. Allí, durante veinte minutos, y sin importarle el estado de la mar, había simulado asaltos de judo y golpeado la batayola con golpes de karate, ejercicios encaminados a conservar su dominio de las artes marciales.
Una sirena desgarró el aire húmedo. Apartándose de los rascacielos de Manhattan, el Dyonisos viró a estribor, en dirección a la línea baja de los piers de Brooklyn. Bordeó los depósitos donde los Jefes de la mafia habían edificado uno de sus fabulosos imperios, el muelle abandonado de State Street, por el cual había introducido el gángster Johnny Dio montañas de heroína en América, y llegó ante los tres antiguos desembarcaderos montados sobre pilotes de madera cubiertos de algas y de conchas.
Desde estas plataformas carcomidas del antiguo depósito militar de Brooklyn, habían partido dos generaciones de GI hacia las trincheras de la Argonne y hacia las playas de Normandía. Rebautizadas hoy con el nombre de Brooklyn Ocean Terminal, simbolizaban también otro pasado. Figuraban entre los últimos piers de Nueva York donde aún podía verse un abigarrado revoltijo de mercaderías: bidones de aceite de oliva griego, sacos de anacardos indios, de especias yemeníes, de café colombiano; reliquias de un tiempo en que los estibadores de los muelles se agrupaban ante los hombres de la mafia para implorar una jornada de trabajo. Sobre el techo se conservaba un vestigio de la gran cruzada que había empezado y terminado aquí: las palabras de bienvenida dirigidas a los millones de soldados que volvían de Europa. Pintadas a la sazón con un azul tan luminoso como la dicha del retorno, eran hoy de un gris tan sucio y triste como la niebla de los docks de Brooklyn.
«Welcome home», pudo leer el pasajero solitario, mientras el Dyonisos viraba hacia su amarradero.
Un inspector de la Aduana americana y un oficial del Servicio de Inmigración cruzaron muy pronto el portalón del barco. El capitán, un griego barrigudo, les condujo al comedor de la tripulación para someterles el indispensable «sésamo» de todo comercio marítimo: el manifiesto de la mercancía transportada.
Dada la nota de «Nada a señalar» registrada la noche anterior, la inspección aduanera se limitó a lectura de este documento.
Por su parte, el contramaestre había reunido a la tripulación. Cada marinero presentó su cartilla al oficial de Inmigración y recibió un permiso del modelo 1-95 que le autorizaba a desembarcar y a circular libremente durante el tiempo de la escala. Antes de hacerle firmar la lista de tripulantes, el oficial de Inmigración formuló al capitán la pregunta ritual:
—¿Ningún pasajero?
El griego se echó a reír y mostró las polvorientas pin up que decoraban el mezquino comedor, donde flotaba un olor a aceite rancio.
—¡Vaya! ¿Ha tomado mi carraca por el Queen Elizabeth?
Desde el tragaluz de su camarote, Kamal Dajani observaba la partida de los dos funcionarios. Cuando vio que bajaban a tierra, se quitó el cinturón cartera y descorrió la cremallera que cerraba su bolsillo interior donde llevaba varios fajos de billetes de cien dólares. Separó cinco de ellos y los metió entre las páginas de un número de Playboy tirado en el suelo. Al ver al mojigato Benjamín Franklin de los billetes apoyado sobre el seno de una vampiresa, se desternilló de risa. Colocó la revista bien a la vista sobre la litera y se encerró en el cuarto de baño.
Unos momentos después, llamaron a la puerta.
—¿Quién va? —gritó— en inglés.
—Le traigo un sobre de parte de Leila —respondió una voz.
Métalo en el Playboy que está encima de la litera. En él hay algo para usted. Cójalo y lárguese.
Un mocetón barbudo, de unos veinte años, con una cicatriz en la sien izquierda, abrió la revista, agarró los dólares, depositó el sobre y desapareció.
Kamal Dajani esperó unos minutos antes de salir de la ducha y coger el sobre. Este contenía un permiso del modelo 1-95, para desembarcar, y una hoja de papel con una dirección y un número de teléfono. Al pié, leyó: «Welcome». Sonrió. Esta vez, el término no podía ser mas adecuado.
Por la noche, el pasajero del Dyonisos abandonaba los docks con los marineros que salían en tropel. Nadie comprobaba su identidad. Kamal Dajani se sumió en la oscuridad de Brooklyn.
Nueve días más tarde, un gélido domingo de diciembre tocaba a su fin. Como consecuencia del temporal de nieve que había azotado el este de Estados Unidos el jueves anterior, montones de nieve obstruían las calles de Washington. La temperatura polar había retenido en sus casas a la mayoría de los 726.000 habitantes de la capital americana. La familia que ocupaba la célebre residencia del 1600 de Pensilvania Street se disponía, como tantas otras, a comer en la intimidad. Los acordes solemnes del poema sinfónico Finlandia, de Sibelius, llenaban las habitaciones privadas de la Casa Blanca; concierto que atestiguaba la afición del presidente de Estados Unidos a la música clásica. Las llamas de los leños de abedul que ardían en la chimenea daban al comedor un aire de cálida comodidad. Y elevaban también en unos grados la temperatura que el termostato presidencial, dando ejemplo de economía de energía, había limitado a 17 grados centígrados.
A las siete en punto, el presidente y su esposa se sentaron a la mesa de caoba barnizada. Su hijo menor y la esposa de éste comían con ellos, así como su tercer retoño, una rubia de doce años. Componían el símbolo perfecto de la familia americana. El presidente vestía vaqueros y camisa de lana a cuadros; su mujer, pantalón de terciopelo y chándal.
Como todos los domingos, la primera dama de Estados Unidos había despedido a los criados y preparado ella misma la sobria comida dominical que tanto gustaba a su marido: sopa de alubias rojas, unas lonchas de jamón de Virginia a la brasa y crema de caramelo. Única bebida: leche. Antes de sentarse, el presidente invitó a su nuera a recitar la acción de gracias, y los cinco comensales se asieron de la mano, pidiendo al Señor que bendijese su alimento. Está oración era una de las muchas plegarias que pronunciaba diariamente el hombre piadoso que gobernaba Estados Unidos. Sólo el oficio religioso de la primera iglesia baptista de Washington le había hecho salir de su casa en este día tan frío. Revestido de su sobrepelliz de diácono, había leído a los 1.400 fieles blancos y negros de su parroquia los salmos del segundo domingo de Adviento y comentado con fervor el mensaje de amor y de reconciliación que traía a los hombres la próxima venida del Mesías.
El presidente sonrió a su esposa y empezó a comer la sopa. Desde que ocupaba esta residencia, habían aparecido patas de gallo junto a sus ojos azules, habían encanecido sus cabellos rubios y rizados, y había desaparecido, poco a poco, su apostura juvenil. Después de cuatro años de estar en el poder, este hombre de cincuenta y cuatro seguía siendo un enigma para la mayoría de sus compatriotas, uno de los jefes de Estado menos querido y menos comprendido del siglo actual. El destino había querido que su presidencia no estuviese marcada por ninguna de esas grandes crisis que agrupan una nación alrededor de su jefe, sino por un alud de engorrosos problemas, como la inflación, la baja del dólar y la decadencia del prestigio americano en el extranjero.
Ante la imposibilidad de galvanizar el patriotismo de sus conciudadanos con la conquista de alguna nueva frontera o con algún New Deal, había tenido que resignarse a ofrecerles las amargas realidades de las reducciones presupuestarias, de las restricciones de energía y de las otras limitaciones de un mundo que no marchaba ya al compás de los tambores americanos. Sus confusas cruzadas en favor de los derechos humanos, de la reducción de los gastos del Estado y de las reformas fiscales y sociales, sus desdichadas disputas con el Congreso, las vacilaciones, las torpezas y las mudanzas de su política exterior, habían dado a América y al mundo la imagen de un líder que andaba a tientas en vez de gobernar y que, en vez de vencer las situaciones se dejaba dominar por ellas.
El país que dirigía no dejaba por ello de ser la nación más poderosa, más rica, más derrochadora, más envidiada y más imitada del planeta. Su producto nacional bruto era tres veces mayor que el de la URSS y superior al de Francia, Alemania Occidental, Gran Bretaña y Japón, en su conjunto. Era el primer productor mundial de carbón, de acero de uranio y de gas natural. Su agricultura seguía siendo una maravilla de productividad, capaz de alimentar al mismo tiempo a su población y a la de la URSS. Nueve décimas partes de los ordenadores del mundo, casi todos los microprogramadores, tres cuartas partes de los aviones civiles y un tercio de los automóviles salían de sus fábricas.
Esta capacidad industrial iba acompañada de una potencia militar que —a pesar de los acuerdos de desarme SALT—, representa una fuerza de destrucción única en la historia de la Humanidad. Durante treinta años, Estados Unidos habían gastado anualmente, por término medio, ciento treinta mil millones de dólares para alcanzar este poderío y dotarse de un arsenal termonuclear de tan terrible eficacia que el presidente podía, en su calidad de jefe supremo de los ejércitos, destruir cien veces la URSS y borrar todo rastro de vida en el planeta, mientras que la integridad del territorio americano quedaba garantizada por el sistema de vigilancia electrónica y de alerta por satélites más sofisticado que podía producir la tecnología moderna. Siete redes detectoras observaban el espacio circundante Americano con precisión capaz de detectar a cientos de millas de las costas, el paso de un pato migrador.
Así, protegidos por el valor disuasorio de su poder nuclear, los americanos podían considerarse como una casta privilegiada. De todos los habitantes de la Tierra, eran los que corrían menos peligro de ser víctimas de un exterminio atómico.
El jefe del Estado acababa de comer la sopa cuando sonó el teléfono en el salón contiguo. Esto ocurría muy raras veces en las habitaciones privadas de la Casa Blanca. Al contrario de sus predecesores, el presidente prefería la lectura de un informe a las conversaciones por teléfono, y sus colaboradores tenían órdenes de limitar el empleo de su línea a los mensajes de gran urgencia.
Su esposa fue a contestar a la llamada y volvió con rostro preocupado.
—Es Jack Eastman. Desea verte enseguida.
Jack Eastman era el consejero del presidente en cuestiones de seguridad nacional. General de Aviación, de cincuenta y seis años y cabellos grises cortados a cepillo, acababa de sustituir a Zbigniew Brzezinski en la oficina de la esquina del ala oeste de la Casa Blanca, hecha célebre por Henry Kissinger.
El presidente se disculpó y salió. Dos minutos después, penetró en el despacho de sus dependencias privadas. Le bastó una mirada a su colaborador para comprender la gravedad de su visita. Tan parco en palabras como en ademanes, Eastman le entregó inmediatamente una carpeta de cartón.
—Señor presidente, creo que debe enterarse de este pliego. Es la traducción de una cinta grabada en árabe y dirigida a usted que fue depositada a primera hora de la tarde en el puesto de guardia principal.
El presidente abrió la carpeta y leyó las dos hojas mecanografiadas.
Consejo Nacional de Seguridad
Ref.: 412.471 - 136.281
TOP SECRET
Exposición: Hoy, 13 de diciembre, a las 15.31 horas ha sido entregado al oficial de guardia de la puerta Madison de la Casa Blanca, por una mujer no identificada, un sobre cerrado. Este sobre contenía:
- Un plano, levantado a escala industrial, de un aparato de naturaleza desconocida.
- Un legajo compuesto de cuatro páginas de cálculos matemáticos y físicos.
- Una casete de treinta minutos, grabada con la voz de un hombre que hablaba en árabe.
Traducción de la cinta, realizada por E. F. Sheenan, del Departamento de Estado:
Día sexto del mes de Jumad al Awal, del año 1401 de la Hégira.
Yo te saludo, ¡Oh, presidente de la República de Estados Unidos de América! Que al recibir este mensaje goces, por la gracia de Alá de la bendición de una salud feliz.
Me dirijo a ti porque eres un hombre misericordioso, sensible a los sufrimientos de los pueblos inocentes y martirizados.
Afirmas que quieres restablecer la paz en el Próximo Oriente, y ruego a Dios que te bendiga por este esfuerzo, pues también yo soy hombre de paz. Pero no puede haber paz sin justicia, y no habrá justicia para mis hermanos árabes de Palestina mientras los sionistas, con la bendición de tu país, sigan robando la tierra de mis hermanos para instalar en ella sus colonias ilegales.
No habrá justicia para mis hermanos árabes de Palestina mientras los sionistas les nieguen, con la bendición de tu país, el derecho a volver a la patria de sus padres.
No habrá justicia para mis hermanos de Palestina mientras los sionistas ocupen nuestra mezquita sagrada de Jerusalén.
Por la gracia de Dios, yo estoy hoy en posesión del arma de destrucción absoluta. Te envío, con este mensaje, la prueba científica de esta afirmación. Doliéndome en el alma, pero con clara conciencia de mi responsabilidad para con mis hermanos de Palestina y todos los pueblos árabes, decidí hacer transportar este arma al interior de tu isla de Nueva York, donde se encuentra actualmente. Y me veré obligado a hacerla explotar en un plazo de treinta y seis horas a contar desde la medianoche de hoy, o sea a las doce de pasado mañana, martes quince de diciembre, hora de Nueva York, si, en el intervalo no has obligado a tu aliado sionista a:
- Evacuar sus colonias ilegalmente instaladas en los territorios robados a la nación árabe en el curso de su guerra de agresión de 1967.
- Evacuar a todos sus súbditos residentes en la zona este de Jerusalén y en el sector de nuestra santa mezquita.
- Anunciar al mundo su intención de permitir a todos mis hermanos palestinos que lo deseen el regreso inmediato a su patria y el goce de todos sus derechos como pueblo soberano.
Debo advertirte, además, que, si dieses publicidad a esta comunicación o empezases de alguna manera la evacuación de Nueva York, me vería obligado a hacer explotar inmediatamente la bomba aniquiladora colocada en la ciudad.
Pido a Dios que en esta hora tan grave, te otorgue el don de su misericordia y su sabiduría.
MUAMAR EL GADAFI
Presidente de la Jamahiriya Árabe Libia Popular Socialista.
El presidente interrogó, estupefacto, a su colaborador:
—¿Es una broma, Jack?
—Esperemos que así sea. Todavía no hemos podido comprobar si este mensaje procede realmente de Gadafi o si es obra de unos siniestros guasones. Sin embargo, nos preocupa que el Servicio de Urgencia Nuclear del Ministerio de Energía haya dicho que el plano que acompaña al mensaje es un documento sumamente complicado. Ha sido enviado al laboratorio de Los Álamos para una peritación a fondo. Esperamos el resultado. He convocado el Comité de Crisis para las 20 horas, por si fuese necesario. Pensé que debía informar a usted de ello.
El presidente agachó la cabeza, con aire de consternación. Era el primer jefe de Estado de un gran país de la Era atómica que tenía un sólido conocimiento de los misterios de la física nuclear. Y ninguna región del mundo le había causado tantas preocupaciones e inspirado tanta compasión como el Próximo Oriente. La paz en el Próximo Oriente había sido su obsesión casi permanente desde el día en que se había instalado en la Casa Blanca. Y es que, de una manera extraña, en cierta forma, simbólica, conocía y amaba los djebels y las llanuras rocosas de aquel país, casi tanto como las gredosas colinas de su Georgia natal. Los visitaba cada día en su imaginación al leer la Biblia.
—Jack, me parece inverosímil que semejante amenaza proceda de Gadafi —dijo, apretando el dedo índice sobre el hoyuelo de su mentón—. Se trata de una acción demasiado irracional. Ningún jefe de una nación soberana se atrevería a hacernos un chantaje como éste, ocultando una bomba atómica en Nueva York. Aunque matase a treinta mil personas, no puede ignorar que nosotros no vacilaríamos, como represalia, en destruirle a él y a toda la población de su país. Tendría que haberse vuelto loco para hacer una cosa tan disparatada.
—Soy de su misma opinión. Por esto me inclino personalmente a pensar que se trata de una broma pesada o, en el peor de los casos, de una comedia urdida por un grupo terrorista que se escuda en el nombre de Gadafi.
Eastman veía las luces del árbol de Navidad plantado en el césped de la Casa Blanca como un ramillete de estrellas multicolores centelleando en la oscura noche de diciembre. El timbre del teléfono le sacó de su contemplación.
—Debe de ser para mí —dijo, excusándose—; avisé al operador de que estaría con usted.
Mientras su consejero se dirigía al teléfono, el presidente se acercó a la ventana y observó con melancolía los faros de los escasos coches que subían por Pensilvania Avenue. No era el primer presidente americano que tenía que enfrentarse con un chantaje terrorista nuclear en una ciudad americana. Gerald Ford había tenido este triste privilegio en 1974, y también a propósito del conflicto del Próximo Oriente. Unos palestinos le habían amenazado con hacer estallar una bomba atómica en el corazón de la ciudad de Boston, si once camaradas suyos no eran sacados de las cárceles israelíes. Como la mayoría de otra cincuentena de casos semejantes producidos a continuación, la amenaza había resultado falsa. Pero, durante varias horas, Gerald Ford había tenido que prever la evacuación de la capital de Massachussets. Los habitantes de Boston no se enteraron de nada.
—¿Señor presidente? El jefe del Ejecutivo se volvió y vio que su consejero había palidecido intensamente. Acaban de llamar desde el laboratorio de Los Álamos. Según el primer análisis, el plano corresponde a una verdadera bomba atómica.
Una elegante joven envuelta en un abrigo de piel de lobo penetraba en aquel momento en una cabina de los lavabos de la estación central de Washington. Se quitó la peluca rubia que se había puesto para ir a entregar el sobre del coronel Gadafi en la Casa Blanca, y peinó cuidadosamente sus cabellos negros recogidos en un moño. Metió la peluca en el fondo de su bolso y salió apresuradamente a la inmensa rotonda flanqueada de concavidades copiadas de las de los baños romanos de Diocleciano.
Leila Dajani era hermana del pasajero del Dyonisos. Torció a la izquierda y se dirigió a una galería, donde encontró lo que buscaba: las casillas metálicas de la consigna automática. Abrió una al azar, depositó un sobre en ella, introdujo en la ranura dos monedas de veinticinco centavos y retiró la llave. Volvió a cruzar el vestíbulo, entró en una cabina telefónica y marcó un número. Cuando la persona llamada descolgó el aparato, se limitó a murmurar el número de la llave que tenía en la mano: «K-602».
Tres minutos más tarde, llegaba corriendo al andén número seis y tomaba el último tren metroliner con destino a Nueva York.
La llamada de la joven palestina había sonado en una cabina telefónica de la esquina de Broadway y la calle 42, de Nueva York. Después de anotar el número de la llave, el ocupante de la cabina introdujo cuatro monedas de veinticinco centavos en el aparato y marcó el prefijo 202 y, después, el 456.14.14. Era el número de la Casa Blanca. Habló unos momentos con la telefonista, colgó, se ajustó el gorro de astracán, salió y se perdió entre la multitud de noctámbulos de Times Square.
Cuarentón y corpulento, con una seria expresión intelectual en su rostro rubicundo, fino bigote negro y gafas de gruesa montura, Whalid Dajani era el tercer miembro del trío familiar palestino a quien las circunstancias habían puesto al servicio de Gadafi para el cumplimiento de su amenaza contra Nueva York.
Dajani saboreó maravillado el espectáculo de Broadway. «No se nota la crisis de energía en la gran vía blanca, en aquel reguero de luces» pensó, contemplando los escaparates resplandecientes, los tapices de colores que formaban los gigantescos anuncios eléctricos al trepar por los muros de la noche. El espectáculo de las aceras le sorprendió aún más. En la esquina de la calle 43, coristas del Ejército de Salvación, temblando en sus uniformes azul marino, cantaban resueltamente: Venid a mí, hijos de Dios, a pocos metros de un enjambre de prostitutas que exhibían sus encantos bajo provocativos pantalones de lentejuelas. Había un muestrario poco común de humanidad en aquella muchedumbre. Turistas que iban de parranda; noctámbulos distinguidos, de smoking y vestido de noche, que se dirigían al teatro o al cabaret; chulos con abrigo de cuero y botas de tacón alto; muchachos de los barrios de barracas de la ciudad alta, que venían a soñar en esta orgía de luces; mendigos que tendían la gorra; policías regordetes que patrullaban con la porra en la mano; carteristas y descuideros en busca de víctimas; soldados y marinos cantando a voz en grito. En la esquina de la calle 46, un hombre de negra levita increpaba a los transeúntes con voz amenazadora: «¡El fuego del infierno y la condenación os esperan, habitantes de Sodoma y Gomorra!» Un poco más arriba, en la misma Broadway, un papá Noel, tan flaco que los postizos de su traje no conseguían darle el físico propio de su función, agitaba una campanilla ante un caldero en el que llovían las limosnas. Detrás de él, dos travestis con pelucas de un rubio oxigenado, camelaban a sus clientes en el umbral de una puerta, con voces de falsete que no dejaban la menor duda sobre su sexo. Una humanidad bulliciosa, pegajosa, múltiple, deslizándose en un congosto de luces; un mosaico breugheliano cuya vibrante enormidad percibía el palestino a cada paso. Al cruzar la avenida, Whalid Dajani sintió de pronto como una puñalada en el fondo del estómago. ¡Su úlcera! Entró precipitadamente en el primer milk-bar que encontró y pidió un vaso de leche. Tragó ésta con la misma avidez que un alcohólico echándose al coleto el primer whisky del día. Después, reanudó su marcha por Broadway.
Al poco rato, el eco de la voz de Frank Sinatra cantando una de sus viejas tonadas le indicó el emplazamiento de la tienda que buscaba. Entró en un establecimiento de radio y de discos violentamente iluminado, pasó por delante de la exposición de álbumes y de casetes y se detuvo ante el mostrador de casetes vírgenes. Hurgó en los casilleros hasta encontrar una de treinta minutos y de marca BASF.
—Oiga, amigo —le dijo el vendedor— estamos haciendo una promoción de las Sony. Tres casetes por 4 dólares y 9 centavos.
—Gracias, pero prefiero las BASF —respondió Whalid Dajani.
Al salir, atrajo su mirada el gigantesco cartel del fumador de cigarrillos Winston, lanzando anillas de humo. Todavía faltaban dos horas para su cita. Siguió su paseo por la legendaria avenida, hoy invadida por una profusión de sex-shops, salones de masaje y salas de cine pornográfico. Eligió una película cuyo título prometedor, Los ángeles de Satán, le hizo sonreír.
A varias manzanas de Times Square, las Hermanas de la Caridad, de la Orden de San Vicente de Paúl, del centro Kennedy para niños inadaptados, se disponían a presentar un espectáculo de clase muy diferente. Tierna y cariñosamente, conducían un grupo de niños hacia el árbol de Navidad, que se alzaba en medio de la sala de fiestas como una antorcha de esperanza. Sus pasos inseguros, sus miradas oblicuas, sus bocas deformadas, delataban la maldición que había caído sobre ellos. Eran mongólicos.
La madre superiora hizo sentar a sus protegidos en semicírculo alrededor del abeto. Al ver las guirnaldas de bombillas que lo iluminaban, la alegría de los asombrados niños estalló en una charla patética y discordante. Entonces, la superiora se dirigió a los padres asistentes.
—Maria Rocchia inaugurará nuestra fiesta cantando Nació el Niño divino.
Tomó de la mano a una niña de unos diez años y largas trenzas castañas sujetas con cintas de color de rosa. Paralizada por el miedo, la criatura permaneció muda. Por fin, emitió un sonido que no era más que un ronco lamento. Presa de violentos temblores, empezó a patalear. Todo su cuerpecito experimentaba sacudidas, como bajo los efectos de una descarga eléctrica.
Sentado en primera fila, un hombre de unos cincuenta años, que vestía un serio traje gris, se enjugaba la frente. Cada convulsión de la niña, cada sonido incoherente que brotaba de sus labios, le herían dolorosamente. Era su único hijo. Desde que su madre había muerto de leucemia, hacía tres años, vivía en la casa de las hermanas.
Ángelo Rocchia miraba a su hija con apasionado amor. La tempestad que sacudía la frágil silueta amainó. Y al fin se oyó una palabra vacilante, y después, otra, y otra más. La voz seguía siendo ronca, pero no desentonaba al cantar la melodía.
Nació el Niño divino,
cantemos su advenimiento.
Ángelo se enjugó las sienes grises y se desabrochó la chaqueta, suspirando aliviado. Uno de los atributos de su profesión apareció entonces sobre su cadera derecha. Era un Smith Wesson de servicio, calibre treinta y ocho. El padre de la niña que luchaba con las estrofas de su canción de Navidad era el inspector principal de la brigada criminal de la policía neoyorquina.
En un puesto de mando subterráneo de los alrededores de Germantown, Maryland, a cuarenta kilómetros de la Casa Blanca, un hombre descolgó el teléfono. Aquella noche de Domingo, Jim Davis estaba de guardia en el puesto de mando de Urgencias Nucleares del Departamento de Energía, uno de los numerosos fortines secretos desde los que sería gobernada América en caso de guerra nuclear.
Siguiendo las órdenes que Jack Eastman, consejero del presidente de Estados Unidos en cuestiones de Seguridad nacional, había dado unos minutos después de la llegada del informe preliminar del laboratorio atómico de los Álamos sobre la naturaleza de la bomba de Gadafi, Davis se disponía a poner en movimiento el proceso más eficaz inventado por el Gobierno norteamericano para hacer frente a una amenaza nuclear terrorista. Su teléfono le daba acceso directo al sistema protegido de Comunicaciones militares Autodin Autovon, red cuyos números de cinco cifras se consignaban en un volumen verde de setenta y cuatro páginas que era, probablemente, el anuario más confidencial del mundo.
—Centro del mando militar nacional, comandante Evans —anunció una voz, contestando desde otro puesto de mando subterráneo construido debajo del Pentágono.
—Aquí el centro de operaciones de urgencia del Departamento de Energía —dijo Davis—. Tenemos una emergencia nuclear. Prioridad «Flecha rota».
Reprimió un estremecimiento al pronunciar este nombre en clave, que significaba la más alta prioridad atribuida por el Gobierno norteamericano a una crisis nuclear en tiempo de paz.
—Lugar de la emergencia— siguió diciendo— la ciudad de Nueva York. Pedimos los medios de transporte aéreo necesarios para el traslado de la totalidad de nuestro personal especializado y de su material.
Esta petición iba a lanzar al combate una de las organizaciones más secretas del Estado norteamericano, un areópago de sabios y de técnicos mantenidos en estado de alerta de día y de noche, en la sede del Departamento de Energía, así como en diversos laboratorios atómicos de Estados Unidos. Era oficialmente conocida por las iniciales NEST, de Nuclear Explosive Search Teams, brigadas de busca de explosivos nucleares. Con sus ultrasensibles detectores de neutrones y rayos gamma, y sus técnicas de investigación sumamente perfeccionadas, los equipos Nest ofrecían la única posibilidad científica de hacer fracasar la amenaza dirigida por la tarde al presidente de Estados Unidos.
En su puesto de mando del Pentágono, el comandante Evans compuso inmediatamente una serie de fórmulas en clave en el teclado de un terminal de ordenador. En un segundo apareció en la pantalla la lista de las operaciones que tenía que realizar para cumplir la misión que acababa de serle confiada. Debía asegurar el transporte por aire de doscientos hombres con su equipo, partiendo de las bases de Kirkland (Nueva México) y de Travis (California). Para esto, el mando del transporte aéreo de la base de Scott (Illinois) tenía cuatro Starlifter C ciento cuarenta y uno en alerta permanente. El ordenador concretó, en fin, que todo el personal y sus materiales deberían ser desembarcados en secreto en la base de McGuire, de Nueva Jersey. Era la base más próxima a Nueva York, capaz de recibir los aviones de carga Starlifter. Solo estaba a una hora en automóvil de Manhattan.
Evans volvió a teclear, y nuevas indicaciones aparecieron en la pantalla.
—Su primer aparato aterrizará en Kirkland a las dieciocho treinta, hora local —pudo precisar un segundo más tarde al oficial del Departamento de Energía que le había llamado.
En el cielo de Kansas, un Starlifter que transportaba motores de recambio con destino a una base de Texas, cambió bruscamente de rumbo para dirigirse al Sudoeste, a buscar en Nuevo México los primeros elementos de las brigadas Nest. Inclinado sobre sus mapas, en la penumbra de la cabina el piloto preparaba ya su plan de vuelo hacia Nueva York.
A las 20 horas, el presidente de Estados Unidos hizo su entrada en la sala de conferencias del Consejo Nacional de Seguridad, emplazada en el subsuelo del ala oeste de la Casa Blanca. Todos se pusieron en pie. La familiar aparición provocaba siempre una viva curiosidad. Incluso para sus ministros más curtidos, una especie de aureola envolvía la persona del jefe del Estado. El peso de sus responsabilidades, el alcance de sus poderes, la fuerza que encarnaba, hacían de él un ser singular, aunque absolutamente humano. Esta noche, como siempre que se producía una crisis, se añadía a este sentimiento habitual el peso de la angustia y el impulso de una sorda esperanza que sólo él podía despertar.
—Les agradezco que hayan venido, señores, y les pido que recen conmigo para que la crisis que nos reúne aquí no sea más que una broma detestable.
Con su vulgar mesa ovalada y sus sillones tapizados de escay rojo, la sala del Consejo Nacional de Seguridad de Estados Unidos parecía la de juntas de un pequeño banco de provincias. Sin embargo, era allí, entre aquellas paredes de un verde pálido, donde Kennedy había previsto el estallido de la Tercera Guerra Mundial, durante la crisis de los mísiles cubanos; donde Johnson había decidido enviar medio millón de americanos a Vietnam; donde Nixon, había proyectado la caída de Salvador Allende y el reconocimiento de China. El propio presidente había discutido, en esta sala, las consecuencias del derrocamiento del sah del Irán y la respuesta de América a los dramáticos desafíos lanzados por su sucesor.
La aparente vulgaridad de la estancia era engañosa. Un simple botón hacía que se desenrollasen gigantescas pantallas de proyección y mapas del mundo. Delante de cada sillón, un cajón contenía un teléfono, equipado con un sistema automático de interferencias. Y, sobre todo, por ser contigua al centro de telecomunicaciones de la presidencia de Estados Unidos, esta pieza estaba enlazada por hileras de pupitres de transmisión provistos dé pantallas vídeo a todos los órganos de mando del Estado: el Pentágono, la CIA, el Departamento de Estado, la Agencia Nacional de Seguridad, el alto mando de las fuerzas aéreas estratégicas. Las instrucciones emanadas de esta sala podían ser de este modo transmitidas a todas las instalaciones americanas de todo el mundo ya fuese al oficial artillero del portaaviones Kitty Hawk, situado delante del estrecho de Ormuz, frente a las instalaciones petrolíferas iraníes ya fuese a todos los aviones militares de Estados Unidos en vuelo en todos los cielos del Globo. En un rincón se encontraba el famoso «teléfono rojo» entre la Casa Blanca y el Kremlin, y que no es un teléfono propiamente dicho, sino un teletipo.
Con un ademán, el jefe del Estado invitó a sus colaboradores a tomar asiento. Curiosamente, la asamblea parecía un equipo de golfistas de regreso de una competición, más que el Estado Mayor del Gobierno de Estados Unidos para momentos de crisis. Los secretarios de Defensa y de Energía los directores de la Agencia Central de Información (CIA), de la Oficina Federal de Investigación (FBI) Seguridad Federal norteamericana, el presidente del comité de jefes de Estado Mayor y el subsecretario de Estado, lucían el sensible atuendo dominguero que llevaban al ser sorprendidos por la llamada del general Eastman: vaqueros, camisas de cowboy, chaquetas deportivas e incluso camisetas de gimnasia.
La acerada mirada del presidente recorrió la asamblea y se detuvo en Eastman.
—Jack, ¿por qué no está aquí James?
En los momentos graves todo hombre aspira a tener a su lado un ser, masculino o femenino, que pueda ponerse completamente en su lugar y aconsejarle como amigo en el momento crítico de las decisiones. Aunque se supiese rodeado de los mejores cerebros de la nación, el presidente no escapaba a esta necesidad. Por esto había traído de su Georgia natal un pequeño equipo de fieles, de cómplices, de boys, y los había instalado en la Casa Blanca. James Mill, de treinta y cuatro años, antiguo estudiante de ciencias políticas, era uno de ellos.
Cada vez que se hallaba ante un problema, el presidente empezaba analizando sus principales elementos. Esta manera de proceder, un poco lenta, pero metódica, la debía a su formación militar. Pidió al general Eastman que leyese la carta de Gadafi recibida por la tarde, y dijo seguidamente:
—Creo, señores, que, antes de pensar en emprender la menor acción, tenemos que responder a una primera pregunta: esta amenaza, ¿va realmente en serio?
Un murmullo de aprobación acogía su sugerencia, cuando brotó una voz del amplificador colocado en el centro de la mesa de conferencias. La comunicación venía de Nuevo México. Harold Wood, director del laboratorio atómico de Los Álamos, hablaba desde el otro extremo de la línea.
Con sus tupidos cabellos rubios estriados de blanco y su complexión atlética, el hombre que se disponía a hablar parecía más un leñador sueco que un investigador de laboratorio. Sin embargo, Harold Wood era uno de los últimos supervivientes del prestigioso equipo de sabios que una noche de invierno de 1942, había hecho entrar el mundo en la Era atómica. Sus compañeros, Einstein, Oppenheimer, Bohr, Fermi, habían desaparecido, pero sus relatos estaban allí, en las paredes de su despacho, como fiel homenaje al recuerdo de los pioneros de la epopeya nuclear. El centro de Los Álamos, dirigido por él, era el templo de la ciencia atómica norteamericana. Era allí, en pleno corazón del gran desierto pedregoso de Nuevo México, al pie de las vertiginosas escarpas de la Meseta del Pajarito, donde Agnew y sus compañeros habían construido, en 1945, la primera bomba atómica.
Treinta y seis años más tarde, en el mismo lugar, Agnew acababa de enterarse de que sus trabajos, realizados por el bien de América, amenazaban con volverse contra ella. Rodeado de su equipo, había empleado toda la tarde en pasar por el tamiz los documentos técnicos adjuntos a la casete de Gadafi, comprobando las columnas de fórmulas matemáticas, las densidades neutrónicas, los factores calóricos, las curvaturas de las lentes. A medida que los ordenadores escupían los resultados, la realidad aparecía, inexorable. Y ahora, con un nudo de emoción en la garganta, Harold Wood iba a comunicar el resultado de un estudio a la suprema autoridad de su país. Desde su despacho percibía las luces de Los Álamos, sus lindas villas de estilo mexicano, su iglesia con campanario de espadaña, sus escuelas floridas, la atractiva ciudad cuya única razón de existir era la fabricación de las mortíferas armas nucleares.
Apenas alterada por la distancia, la voz del físico llenó la sala de conferencias de la Casa Blanca. Los semblantes eran graves, atentos. Como en todos los momentos solemnes, el presidente había cruzado las manos sobre la mesa. Y escuchaba, concentrado, tenso.
—Señor presidente, el diseño y las indicaciones que figuran en los documentos que nos han sido enviados no corresponden a una bomba atómica… Un «¡Ah!» general de alivio sofocó momentáneamente su voz. El diseño en cuestión corresponde en realidad a una bomba de hidrógeno. —El sabio carraspeó—. Una bomba H de tres megatones. Ciento cincuenta veces más potente que la bomba de Hiroshima.
Kamal Dajani, el pasajero del Dyonisos llegado clandestinamente a Nueva York tres días antes, observó cuidadosamente las casas a su alrededor. Ni una ventana estaba iluminada. En cuanto se hubo asegurado de esto, se agachó y avanzó a gatas sobre el tejado helado. Arrastraba un saco de golf que contenía los elementos de una antena de televisión, así como los de una antena de radio de sensibilidad especial, debido a la aleación de bronce fosforoso que la componía. Cuando llegó a la chimenea fuera de servicio que había descubierto por la tarde, fijó en ella las dos antenas con una inclinación de 180 grados Sur Sudeste. El hombre que había elegido aquel viejo almacén de depósito del bajo Manhattan había seguido perfectamente sus instrucciones. Ningún obstáculo perturbaría allí la recepción de una señal.
El palestino comprobó minuciosamente su instalación. Un breve destello de su linterna le tranquilizó. Todo estaba en orden.
Siempre a gatas, emprendió el camino de regreso desenrollando detrás de él el cable que había fijado a la base de la antena. De pronto, escuchó un estruendo de risas en la calle de abajo. Un grupo de noctámbulos salía de un bar próximo. Kamal contuvo el aliento. Tumbado sobre el borde del tejado, permaneció inmóvil hasta que la última carcajada se hubo extinguido en el fondo de la noche invernal.
Unas calles más allá, el jefe de redacción del New York Times, contemplaba el grueso fajo de galeradas colocado encima de su mesa. Aunque la actualidad de este domingo no era muy interesante el New York Times permanecía fiel a su divisa. El número de mañana ofrecería, en sus 248 páginas, todas las noticias dignas de ser publicadas, es decir, más informaciones que cualquier otro periódico del mundo: más comentarios, entrevistas, reportajes, resultados, estadísticas, consejos; más despachos de más lugares del Universo, desde la Casa Blanca hasta la frontera ruso china; desde los pasillos de Wall Street, hasta los palacios de los emires del petróleo; desde los vestuarios del Yankee Stadium hasta las antecámaras del Kremlin. El diario que nacía cada noche en los catorce pisos del venerable edificio de la esquina de Broadway y la calle 43 era una institución única. Era la conciencia de América, un espejo de la historia tan universal que, según se decía, «si un suceso no aparecía en las páginas del New York Times, era que no se había producido».
Antiguo redactor deportivo, Myron Pick dirigía la redacción neoyorquina del diario: un equipo de unos setecientos periodistas instalados en una sala tan grande como la nave de una catedral. Su alta silueta filiforme señoreaba sobre ellos en una especie de puente de mando que dominaba una multitud de mesas metálicas llenas de máquinas de escribir, teléfonos y teletipos. El ambiente era el propio de Nueva York, confuso, ruidoso, superpoblado. Tabiques de cristal dividían la sala en un mosaico de especialidades que llevaban por nombres, «Información General», «Economía», «Sociedad», «Ciencias», «Deportes», «Arte y Espectáculos», «Inmobiliaria», «Ocio», «Necrológicas»…. Pick había tardado años en identificar a sus ocupantes: reporteros deportivos que aparecían fugazmente, críticos de teatro con horarios de pájaros nocturnos, comentaristas de ajedrez ceremoniosos como notarios, viejos especialistas en sucesos, redactores de páginas necrológicas, taquígrafos de prensa trabajando en la sombra para la CIA, lobeznos hambrientos de primeras noticias, columnistas, reporteros de sociedad, investigadores, cronistas, rewriters, algunos emboscados detrás de las columnas o colocados tan lejos, que los predecesores de Pick empleaban antaño gemelos para vigilarles. Un mundo heterogéneo también a imagen y semejanza de Nueva York, con su mezcolanza de genios, artistas, chiflados y vagabundos.
Como siempre, una viva agitación precedía al cierre. Se multiplicaban las idas y venidas de los periodistas los timbrazos de los teléfonos, las crepitaciones de las máquinas de escribir. Pick y sus ayudantes recorrían los departamentos para apremiar a los que se retrasaban y comprobar la fotocomposición de los últimos artículos. Dentro de unos minutos, las rotativas empezarían a imprimir el periódico. Esta agitación febril no cesaría en toda la noche, porque las ediciones se sucederían hasta el alba, en una cadena sin fin de papel que devoraba anualmente más de cinco millones de árboles.
«Grace Knowland ¡la llama Mr. Pick!»
Todavía funcionaba el altavoz que había hecho temblar a generaciones de reporteros. Una joven alta con pantalón y chaqueta de tweed, respondió a la llamada. Grace Knowland, de treinta y cinco anos, hacía seis que trabajaba como redactora de las páginas neoyorquinas del Times. Había subido uno a uno los peldaños de la rígida jerarquía que obligaba a las recién llegadas a sentarse primero en el fondo de la sala para recoger algunas migajas de actualidad: la ruptura de una canalización en Brooklyn, el nacimiento de un oso panda en el zoológico del Bronx o la fiesta nacional ucraniana. Un año ocupándose de los «sucesos» del distrito de policía del sur de Manhattan había completado su experiencia haciéndola avanzar unos cuantos grados. El asesinato de una joven en una acera de un pacífico barrio del East Side le había dado su oportunidad. En el curso de su investigación, había descubierto que al menos treinta y ocho personas habían oído los gritos de socorro de la víctima. Y nadie se había movido. Su artículo había trastornado a los lectores del Times y ascendido a Grace a la tercera fila de la sala de redacción. Esta joven alta, fisgona, seria, eficaz, era precisamente la clase de reportero que necesitaba Myron Pick para realizar las ideas que bullían en su espíritu inquieto. Le gustaba enviarla a explorar las realidades neoyorquinas: la contaminación, los transportes, los hospitales, el sistema de educación pública, los conflictos raciales, los corredores de apuestas la corrupción municipal. Su artículo de la antevíspera, denunciando la incapacidad de los servicios urbanos para limpiar las calles de Nueva York después de la última nevada había provocado un alud de correspondencia y de llamadas telefónicas aplaudiendo sus críticas.
Myron Pick tenía una manera casi hipnótica de comunicarse con sus periodistas. Rodeó el cuello de la joven con un brazo y la arrastró al pasillo para hablarle al oído. Este tono confidencial daba siempre un relieve particular a lo que tenía que decir.
—Parece que tu artículo ha hecho cundir el pánico en el Ayuntamiento. El alcalde acaba de anunciar que dará una conferencia de prensa, mañana por la mañana, a las nueve, para rebatir tus acusaciones contra el servicio urbano de limpieza. Tienes que ocuparte de esto querida —Su tono se hizo más confidencial—. Ya sabes, estas historias apasionan a la gente.
En la Casa Blanca había caído un silencio angustioso sobre los miembros del Comité de Crisis. Todos estaban aturdidos por las conclusiones del laboratorio nuclear de Los Álamos. La bomba de hidrógeno representaba el refinamiento supremo descubierto por el hombre en su incansable carrera hacia su destrucción. Contrariamente a la bomba atómica corriente, resultado de la aplicación práctica de una teoría científica universalmente conocida, la fabricación de una bomba H dependía de un secreto, el secreto más colosal desde que los trogloditas de la antigüedad habían aprendido a dominar el fuego. Sin duda el secreto más furiosamente guardado del planeta. Decenas de millares de físicos competentes conocían el principio de la bomba atómica. Pero sólo trescientos, o quizá menos, poseían la fórmula mágica de la bomba de hidrógeno.
La voz metálica de Harold Wood llenó de nuevo la sala.
—Se trata de un ingenio parecido a «Mike», nuestra primera bomba H, probada en el atolón de Eniwetok en 1952. Está concebido para ser colocado en un cilindro del tamaño de un barril de petróleo. Calculamos que debe pesar, aproximadamente, una tonelada. Una toma de corriente hembra, fijada en la parte superior del aparato, permite conectarlo con un dispositivo de ignición. Este dispositivo, independiente, funciona probablemente bajo la acción de un impulso radioeléctrico.
Una sorpresa cada vez más viva se reflejaba en la mayor parte de los semblantes alrededor de la mesa. Sólo el presidente permanecía impávido. Aprovechando una pausa, preguntó:
—Mr. Wood, ¿puede indicarnos qué tipo de bomba atómica debe hacer explotar esta bomba H? — Esta pregunta denotaba la experiencia del presidente en materia de armamento nuclear.
—Una bomba de plutonio 239, señor presidente. Absolutamente simple y clásica. Dos hemisferios de plutonio de un peso de 2,4736 kilogramos. ¡Lo suficiente para provocar una buena masa crítica!
—¿Y el explosivo para hacer detonar la bomba A?
—Tserdlov 6. Un excelente producto ruso.
—¿Y las lentillas?
El presidente se refería a los minúsculos sistemas ópticos destinados a convertir las numerosas ondas de choque provocadas por la explosión del Tserdlov en una serie de haces perfectamente simétricos y capaces de aplastar de un solo impacto el plutonio en el corazón de la bomba A.
—Se trata de una variante de las viejas lentillas Greenglass. Rudimentarias, pero eficaces.
Cada respuesta provocaba una mueca imperceptible en el rostro del presidente. Mirando el altavoz con dolorosa intensidad, siguió preguntando:
—¿Y los materiales para la bomba H, Mr. Wood? ¿Es concebible que el coronel Gadafi haya podido procurárselos?
—¡Con toda facilidad! Debió de empezar empleando cloruro de litio. Es un producto químico que se encuentra en el comercio. Se utiliza en ciertos acumuladores eléctricos. Cuesta a menos de un dólar la libra. También necesitó un poco de agua pesada. Pero cualquier receta científica o médica permite comprarla.
La voz del físico se hizo grave, casi solemne:
—Lo terrible del caso, señor presidente, es que cuando se conoce la fórmula, no es muy difícil construir una bomba de hidrógeno. Basta con tener una bomba atómica y unos cuantos productos químicos muy corrientes.
Estas palabras flotaron un largo momento en el saturado aire de la sala de conferencias. Esforzándose en parecer tranquilo y objetivo el jefe del Estado formuló entonces la pregunta capital que angustiaba a todo el mundo:
—En la hipótesis de que la bomba que acaba de describirnos exista en realidad, en la hipótesis de que se encuentre realmente oculta en Nueva York, y en la hipótesis, en fin, de que llegase a explotar, ¿cuáles serian sus efectos?
El altavoz permaneció mudo durante unos interminables segundos. Después, como si viniese de otro planeta, la voz súbitamente derrumbada de Harold Wood, llenó de nuevo el salón:
—Nueva York sería borrada del mapa.
El inspector Rocchia contemplaba con orgullo el lento movimiento de las cabezas: los hombres se volvían siempre al pasar aquella joven alta, de pantalón y chaqueta de tweed, cabellos rubios y echarpe de pelo de camello flotando sobre los hombros, que se deslizaba con marcha felina y aire decidido entre las mesas del restaurante. Unos ojos alegres, un cutis espléndido y una nariz respingona, como de un retrato de Reynolds, hacían olvidar definitivamente que la periodista Grace Knowland tenía treinta y cinco años, un hijo de doce, y un pasado un tanto agitado.
—¡Salud, ángel mío! —dijo— depositando un beso furtivo en la frente del inspector, que empezaba a levantarse.
Se sentó al lado de él, en el banco tapizado de terciopelo, debajo del cuadro de la bahía de Nápoles y el Vesubio, que tanto apreciaba Ángelo. Mientras ella encendía un cigarrillo, Ángelo llamó al camarero.
Aunque era una noche de domingo, el restaurante Forlini estaba lleno de gente. Como decía el policía era uno de esos sitios «donde se traslucen cosas». Su proximidad al Palacio de Justicia lo había convertido en lugar predilecto de reunión de oficiales de policía, magistrados, abogados, periodistas y cierto número de pequeños mafiosi.
Ángelo ofreció un Campari con soda a Grace y levantó su vaso de Chivas seco. Bebía poco, pero le gustaba el viejo whisky y los alegres chianti de Toscana.
—Cheers! —dijo.
—Cheers! ¿Cómo está Maria? Confío en que no te haya resultado demasiado penoso.
—Siempre ocurre lo mismo, ¿sabes? Uno se imagina que está curtido y… Descascarilló un cacahuete desvió la mirada. Lo más duro es tener que confesar que no hay esperanza.
—Pidamos la comida —dijo Grace, esforzándose en sonreír—. Estoy muerta de hambre.
—Buenas noches, inspector. Les sugiero piccate a la marsala. ¡Son algo delicioso!
Ángelo levantó los ojos. Había reconocido la voz de uno de sus confidentes titulares, un siciliano gordo que vestía traje azul petróleo y corbata de seda blanca. Le miró con condescendencia.
—¿Cómo van los negocios, Salvatore? ¿Estas un poco tranquilo estos días?
La sequedad del tono sorprendió a la joven. Siempre le asombraba la rapidez con que recobraba él sus reflejos de policía. Sin embargo, eran motivos profesionales los que habían motivado este nuevo encuentro. Una encuesta sobre la gran criminalidad la había conducido un día a una oficina de la Homicide Squad de Maniatan. Con su perfil de emperador romano, sus cabellos grises y ondulados, su fino bigote a lo Vittorio de Sica y su tendencia a prolongar las eres como los tenores del metropolitan Opera, el inspector que la había recibido tenía mas aspecto de señor de mafia que de policía. Ella había observado el botón negro de luto que llevaba en la solapa y su manera nerviosa de mascar cacahuetes. Para no fumar, había explicado él.
La había invitado a almorzar. Las relaciones amistosas con un policía de alta graduación nunca son inútiles para un periodista, y por esto había aceptado ella. Pero ciertas circunstancias particulares habían dado pronto un matiz más personal a sus relaciones. Rocchia acababa de perder a su esposa, y ella, de divorciarse. Se habían visto con creciente asiduidad. Después, una noche tórrida de agosto habían ido a cenar a una marisquería de Shipshead Bay. Grace llevaba un vestido de algodón estampado, de generoso escote. Su maravilloso cutis hacía inútil el maquillaje. Sólo una sombra azul sobre los párpados y un toque de carmín para acentuar la curva de los labios.
Ángelo la había contemplado aquella noche con nueva ternura, la brisa marina, la dulce euforia del Lecanina fresco, el bienestar de aquella noche de verano, habían cristalizado sus sentimientos. Grace le había asido del brazo y se había apretado contra él. Estaban en período de vacaciones; su hijo estaba con la abuela, y ella se sentía libre por primera vez desde su divorcio. Habían regresado lentamente en coche, por la orilla del mar. Ángelo vivía muy cerca de allí, en la punta de Coney Island, frente al mar, en un gran inmueble de Atlantic Avenue. Habían escuchado algunos discos clásicos y bebido un par de whiskies y después, con toda naturalidad, habían terminado la noche juntos.
Sin embargo, la felicidad de aquella primera noche no había despertado una pasión devoradora en aquellos dos seres cuyas heridas eran demasiado recientes. Pero el bienestar tranquilo y satisfecho que experimentaban cada vez que se encontraban era su manera de amarse.
Grace lanzó un grito de alegría al ver las picccate que trajo el camarero. Su manera exuberante de expresar su regocijo encantaba a Ángelo. Ella olió el perfume del marsala.
—Esto me dará fuerzas para enfrentarme con el sátrapa del alcalde. Porque, ¿no sabes?, ha convocado a la prensa para mañana a las nueve. Para replicar a la campaña de críticas contra los servicios municipales de limpieza de las calles. Cuatro días después del temporal de nieve del viernes, hay calles que aún no han sido limpiadas y gente que no puede salir de los garajes. Al menor incidente, ¡esta ciudad se convierte en una trampa gigantesca!
Ambos sentían el mismo amor por su ciudad. Sabían tomarle el pulso, respirar sus olores, escrutar sus ruidos, espiar su alma. Nueva York fluía por sus venas como el Ganges sagrado por las de los sadhúes de Benarés.
El camarero había servido los cafés. Era tarde. Habían hablado mucho. Ella había bebido demasiado Soave Bolla y sentía un ligero vértigo. Aplastó su cigarrillo en el cenicero.
—No podré almorzar contigo el martes —declaró.
—¿Un reportaje?
Ella le miró con ternura, hundido el rostro entre las manos, con las largas cejas sombreando sus mejillas.
—No —dijo—. Debo someterme a una pequeña intervención.
Parecía turbada. El aire inquieto de Ángelo la sorprendió y le dio aliento.
—A mi edad es una estupidez. No deberían ocurrir estas cosas. —Permaneció un momento silenciosa—. Estoy embarazada.
El presidente levantó la mano para imponer silencio a sus colaboradores, que se habían recobrado de su estupor. «Las discusiones —pensaba—, sólo servirían para embrollar la situación». Dominando su emoción declaró:
—Caballeros, hay que pasar enseguida a la segunda cuestión: el chantaje de una bomba H en Nueva York, ¿procede realmente del coronel Gadafi?
La respuesta incumbía a las tres organizaciones que, gracias a sus medios casi ilimitados, hacían teóricamente de América la nación mejor informada del mundo. El presidente se volvió a su ex condiscípulo de la Escuela Naval, al cual había puesto al frente de la Central Intelligence Agency. Desde la revolución iraní, las deficiencias de la CIA habían sido una de sus constantes preocupaciones. El almirante Tap Bennington, de cincuenta y siete años, parecía muy confuso.
—No hemos podido establecer con certeza si la voz de la cinta es la de Gadafi —confesó—. Las grabaciones que tenemos de él se realizaron en condiciones demasiado diferentes como para que sea concluyente un estudio comparativo.
—Sin embargo, debe de haber en Washington algún diplomático libio capaz de identificar esta voz, de decirnos si se trata o no de la de Gadafi —dijo el presidente, con impaciencia.
El ex fiscal que dirigía el FBI, intervino con su cantarino acento de Luisiana.
—Lamento decirle, señor presidente, que no hemos podido encontrar uno solo de ellos —declaró Joseph Holborn con aire compungido—. Ni aquí, ni en Nueva York. Parecen haberse evaporado todos.
El presidente masculló un juramento que sólo pudieron oír sus vecinos inmediatos.
—Sin embargo, tenemos razones para pensar que los documentos que le han enviado no han sido preparados en Estados Unidos. Nuestro laboratorio acaba de descubrir que la máquina de escribir utilizada para la redacción de los cálculos matemáticos es suiza. Una Olimpyc. De un modelo fabricado entre 1965 y 1970, que, según hemos podido averiguar, no se vendió nunca en Estados Unidos. El papel utilizado para el plano es de origen francés. Y, al parecer, solo se vende en Francia. La casete es de la marca BASF, de Alemania Occidental. Un modelo muy corriente. Puede obtenerse, en América, en la mayor parte de las tiendas de material radiofónico. La ausencia total de ruidos de fondo y de parásitos indica que la grabación debió de realizarse en un estudio. Desgraciadamente, no hemos podido encontrar ninguna huella digital.
—¿Esto es todo?
—De momento, si.
El presidente agarró un lápiz de encima de la mesa y apuntó con él al representante del Departamento de Estado.
—¿Y qué dice nuestra gente de Trípoli?
Las luces de neón acentuaban la melancolía habitual del semblante del subsecretario de Estado Larry Middleburger, que sustituía a su ministro, en viaje oficial a América del Sur. De sus veinticinco años de servicio en el Próximo Oriente, este diplomático había traído una úlcera de estómago y una tenaz desconfianza de los árabes.
—Naturalmente, en cuanto recibí la noticia, puse sobre aviso a nuestro encargado de Negocios. Este llamó inmediatamente al Ministerio de Asuntos Exteriores libio y a la secretaría de la Presidencia; pero no pudo encontrar a ningún responsable. En Trípoli son ahora altas horas de la noche, y nadie parece estar al corriente de nada. Nuestro representante ha ido incluso al cuartel de Bab Azziza, donde residen habitualmente el coronel Gadafi y la mayoría de sus ministros. Los guardias no le han dejado entrar. Le han rogado que vuelva mañana. En todo caso, está seguro de una cosa: Trípoli está absolutamente tranquila esta noche; todo parece allí normal.
—¿Cuándo ha sido visto Gadafi en público por última vez?
—El jueves pasado, en la gran explanada del Castillo de Trípoli, con motivo de una manifestación en pro del desarrollo rural. Según parece, estaba en excelente forma.
—¿Ninguna señal de nerviosismo, de tensión?
—Todo lo contrario. Según nuestro encargado de Negocios, parecía excepcionalmente tranquilo y de buen humor.
—¿Le han confirmado que se encuentra aún en Trípoli?
—Todavía no, señor presidente.
El imprevisible jefe de Estado libio había acostumbrado al mundo a sus fugas. Estas duraban algunos días y, a veces, más. Sus desplazamientos se envolvían en un velo de misterio tal que, generalmente, nadie sabía sus motivos ni su destino. Sin duda el presidente de Estados Unidos y sus consejeros se habrían sorprendido mucho de haber sabido que el joven coronel se encontraba, en esta noche del 13 de diciembre a cuatrocientos kilómetros al sudeste de Trípoli, bajo un sencillo techo de pelo de cabra de una tienda plantada en las arenas del desierto de la Gran Sirte.
Aunque era jefe de un país petrolero cuyos ingresos se contaban por miles de millones de dólares, ningún accesorio de la tecnología del siglo XX turbaba su espartano campamento. Nada de télex crepitantes, ni de pupitres de pantalla catódica, ni de emisores receptores de radio, ni de teléfonos. Ni siquiera un simple aparato de transistores. Nada capaz de turbar el silencio del desierto unía esta noche a Muamar el Gadafi, con su capital ni con el resto del mundo.
Una larga mancha grisácea empezaba a disolver las tinieblas en el horizonte. Apuntaba el alba sobre la inmensidad vacía del desierto. Los discípulos del Profeta llaman «El Fedji», primera aurora al instante que precede a la aparición del disco solar. Sólo dura unos pocos minutos, el tiempo necesario para recitar la primera de las cinco suras, oraciones cotidianas prescritas por el Corán.
El coronel libio salió de su tienda. Llevaba capa de campesino, de lana gruesa, con franjas pardas y blancas y un keffieh blanco ceñido a la frente por un cordoncillo negro. Dio unos pasos y desplegó una alfombra de oración sobre la arena. Volviéndose al Sol naciente, invocó el nombre de Alá, «Señor del mundo, todo misericordioso y compasivo, soberano supremo del juicio final».
—Tú eres aquel a quien adoramos, Tú eres aquel cuyo auxilio imploramos —salmodió—. Condúcenos por el camino de la verdad.
El coronel se arrodilló y se prosternó tres veces rozando cada vez el suelo con la frente, alabando el nombre de Dios y el de su Profeta. Terminada la oración, se puso en cuclillas sobre la alfombra y observó cómo abrasaba el Sol la bóveda celeste sobre su desierto. Este espectáculo le permitía volver a establecer contacto con los verdaderos valores de la existencia. En la austeridad de este infinito desnudo se encontraba de nuevo cara a cara consigo mismo. Era un hijo del desierto.
Había venido al mundo hacía cuarenta y dos años en una tienda de piel de cabra como aquella en la que acababa de pasar la noche. Su nacimiento había sido saludado por un duelo de artillería empeñado a la sazón entre los soldados del África-Korps de Rommel y el VIII Ejército de Montgomery. Había pasado su infancia vagando por este desierto con su tribu, creciendo al ritmo de las ráfagas ardientes del gueblí, de las bienhechoras lluvias del invierno, del renacimiento de los pastos. Desde el borde de las Sirtes hasta los palmerales del Fezzán, ni un arbusto espinoso, ni una mata de hierba, ni un charco en un ued habían pasado inadvertidos a su mirada de depredador en busca de pastos para su rebaño. Su cuerpo anguloso y seco había sido alimentado con leche de camella y dátiles; su espíritu, con leyendas heroicas de su tribu y con un odio visceral hacia los extranjeros que, durante tres milenios, habían manchado la pureza de su desierto con el estruendo de sus armas.
Esa ruda existencia de beduino había dado a este árabe el sabr, una tenacidad indomable para triunfar sobre una naturaleza hostil, una voluntad feroz de sobrevivir bajo un cielo y en un medio donde todo, salvo los hombres de su raza, se marchita y muere. Pero, sobre todo, era aquí, en la inhumana soledad del desierto, donde había encontrado a Dios.
Meditando sobre las enseñanzas del Corán en un universo donde el hombre se esfuma ante el infinito había creído oír la voz de Alá. Como los morabitos habían recorrido antaño el desierto, desde el golfo Pérsico hasta el océano Atlántico, para llamar a los musulmanes a vivir la realidad de su religión, él quería emprender una cruzada para regenerar el decadente Islam, para sacar del fango la bandera del Profeta, para resucitar la unidad de sus hermanos árabes y devolverles su dignidad y sus derechos. El joven beduino, convertido en jefe todopoderoso, quería arrebatar al viejo ayatolá de Qom, el sable de los caballeros de Alá. Poniendo los fabulosos recursos de su país al servicio de su ambición de visionario, había obligado a las naciones de Occidente a suministrarle sus armas más modernas y su tecnología más secreta a cambio de su precioso petróleo, sin el cual no habrían podido sobrevivir.
Se levantó y escrutó fijamente el horizonte, que empezaba a enrojecer. Este movimiento instintivo, heredado de su infancia, era común a todos los nómadas que observaban la señal precursora de la llegada del eterno enemigo de los beduinos, el gueblí, el viento agotador llegado de las entrañas del Sahara. Cuando sopla el gueblí, las alas de la muerte se abren sobre el desierto, y hombre y animales se apretujan unos contra otros para protegerse de unos tornados de arena que pueden sepultar tribus enteras. Pero el cielo de este amanecer del 14 de diciembre era de un azul incandescente.
Tranquilizado, paseó su mirada sobre la llana inmensidad, hasta el infinito. ¡Cuántas veces, durante sus estancias en Inglaterra, como joven oficial, se había asombrado de que los europeos pudiesen tener ideas claras con tantas nubes sobre sus cabezas y con tantos árboles y colinas que impedían la visión de los lejanos horizontes!
Su penetrante mirada de halcón se volvió hacia el Sur, hacia el mar de arena que cabrilleaba bajo la brisa. Allá, detrás del horizonte, a cuatrocientos o quinientos kilómetros de distancia se hallaba tal vez su pozo, la fuente inagotable hacia la que había marchado sin descanso desde que Alá le había encargado que rompiese las cadenas de sus hermanos oprimidos.
Un servidor, cuidando muy bien de no turbar la meditación de su amo, depositó junto a él una bandeja en la que había un tazón de cobre lleno de leben cremoso, que es un yogur de leche de cabra, y un cuenco de dátiles pardos, desayuno tradicional de los beduinos. Pero el joven coronel no lo tocó.
Muamar el Gadafi esperaba, fijos los ojos en la inmensidad.
—Suponiendo que el coronel Gadafi sea realmente el autor de este chantaje —dijo el presidente de Estados Unidos—, esto no significa que sea capaz de llevar su amenaza a la práctica, ¿verdad? Por consiguiente, la última pregunta que debemos formularnos es ésta: ¿Tenemos alguna prueba de que el coronel Gadafi esté en posesión del arma atómica?
Era la pregunta clave; en realidad, todo lo demás dependía de ella.
—No tenemos ninguna prueba positiva —respondió el almirante Bennington, jefe de la CIA—. Sólo sabemos que el coronel Gadafi pretende, desde hace mucho tiempo, entrar en el club de las potencias nucleares. He aquí un documento que le ilustrará a este respecto, señor presidente.
Alargó un memorando de cuatro páginas al jefe del Estado. El presidente se caló las gatas, se arrellanó en su sillón y leyó:
Agencia Central de Información.
Clasificación: SECRETO
Objeto: Síntesis de las acciones emprendidas por el presidente de la República árabe de Libia para dotar a este país de una industria nuclear.
Verano de 1972.— Negociaciones con Westinghouse para la compra de un reactor de agua ligera de 600 megavatios. Veto del Gobierno norteamericano.
Principios de 1973.— Intento de compra de un reactor experimental Triga a la Gulf General Atomic, de San Diego. Veto del Departamento de Estado.
Finales de 1973.— Iniciación de las obras de construcción de una Ciudad de las Ciencias en el sur de Trípoli. Reclutamiento de un ingeniero tunecino que trabajaba en el laboratorio atómico de Saclay (Francia), para dirigir el programa nuclear libio, bautizado con el nombre de El Sable del Islam.
1974.— Anexión de un territorio en los confines del Tchad, poseedor de yacimientos de uranio. Permiso de investigación otorgado a prospectares argentinos. Construcción de una refinadora de mineral de uranio.
1975.— Convenio secreto con el Pakistán, con vistas a la compra de plutonio.
1976 (febrero).— Compra a Francia de un reactor de agua ligera, de seiscientos megavatios.
1976 (abril).— Tentativa de contratación de cinco fiscos nucleares europeos de fama internacional.
1976 (diciembre).— Adquisición del 10 por ciento del capital de Fiat.
1978.— Negociaciones con la URSS para la compra de un reactor de cuatrocientos megavatios.
1979 (enero).— Puesta en funcionamiento del reactor francés bajo el control de la AIEA[2].
Los siete hombres sentados alrededor de la mesa tenían sus miradas fijas en el jefe del Estado, absorto en su lectura. El presidente llegó a la conclusión del memorando. La leyó una vez; después, otra y, por fin, una tercera. La conclusión decía:
A pesar de los obstinados esfuerzos del coronel Gadafi para implantar una industria en Libia, nada permite afirmar actualmente la presencia de materias fisibles confines militares en dicho país. Por consiguiente, la Agencia Central de Información estima que el coronel Gadafi no dispondrá del arma nuclear antes de un plazo de tres a cinco años.
El presidente dejó el documento sobre su carpeta, se quitó las gafas y observó los semblantes que le rodeaban. La lectura había acentuado el azul intenso de sus ojos. Se mordió los labios. Parecía aliviado.
—Esperemos, mi querido Tap, que su conclusión sea correcta.
Pero, bruscamente, su rostro se endureció. Volvió a calarse las gafas y examinó de nuevo el texto.
Los franceses deberían ser los mejor informados sobre el estado actual del programa nuclear libio, ¿verdad? Fueron ellos quienes vendieron a Gadafi su primer reactor. Seguramente tienen personas que aún trabajan allá abajo.
Se volvió al jefe de la CIA.
—¿Ha hablado con París, Tap?
Con sus cabellos demasiados largos, su camisa abigarrada, sus vaqueros en acordeón y sus zapatos de baloncesto atados a medias, el personaje que entró en la sala del consejo de la Casa Blanca parecía un estudiante contestatario más que un alto funcionario del Estado Mayor personal de un jefe de Estado. La arrogancia del secretario general de la Casa Blanca, su desdén por el establishment washingtoniano, su vulgaridad y su desenvoltura, habían granjeado muchos enemigos al georgiano de treinta y cuatro años, James Mills. Pero bajo este anticonformismo agresivo se ocultaba un trabajador encarnizado, meticuloso, fanáticamente entregado al servicio de su amo; una especie de Mazarino, omnipresente y omnipotente.
Al entrar, Mills sintió que flotaba en la sala una atmósfera de crisis que era como un perfume malo. Las palabras del físico de Los Álamos habían dejado mudos de estupor a los hombres que rodeaban al presidente. Sus semblantes eran tensos, inquietos. Las reglas del juego acababan de cambiar. La paz del mundo se fundaba hasta ahora en el equilibrio del terror entre los dos grandes, América y URSS. «Yo te mato, tú me matas», el principio de la vieja comedia rusa donde todo el mundo muere, impedía que se produjese el enfrentamiento.
La crisis desencadenada en noviembre del 79 por la llamada de Jomeini a la guerra santa no era más que una broma comparada con la amenaza de Gadafi, que trastornaba trágicamente la estrategia del equilibrio. Significaba el fracaso de la política de no proliferación tan ardientemente defendida por el presidente y por la mayoría de los jefes de Estado responsables. Erigía a nivel de Estado el recurso al terrorismo como arma de conquista, y coronaba la violencia política con una aureola suprema. «Si esta bomba existe en realidad —pensaba amargamente el presidente—, un país que, hace menos de una generación, vivía aún bajo la tienda de los nómadas, tendrá poder para arrasar la ciudad más grande de Estados Unidos, la zona urbana más densa del mundo, y para asesinar a un número de habitantes tres veces mayor que el de su propia población. El acto de terrorismo más formidable de la Historia: el kidnapping de diez millones de personas. Y, como precio de rescate, las extravagantes exigencias de un fanático». Se volvió al general Eastman.
—Jack, ¿qué plan tenemos para hacer frente a una situación de este tipo?
Eastman esperaba esa pregunta. Una cámara blindada en el ala oeste de la Casa Blanca contenía un montón de archivadores de cuero de imitación con grandes letras doradas sobre la cubierta. Encerraban los planes de acción elaborados por el Gobierno norteamericano en previsión de todas las crisis imaginables, desde el estallido de una guerra entre URSS y China, hasta la toma de rehenes en una Embajada americana, en un país árabe. Jack Eastman agachó la cabeza.
—No tenemos ningún plan para enfrentarnos a una crisis semejante —confesó afligido.
Un coro de suspiros acogió esta declaración. Los ojos azules del presidente adquirieron un tono gris. Entonces, James Mills se levantó bruscamente sobre sus zapatos de baloncesto.
—Señor presidente —exclamó—, ¡esta bomba no existe! Es un farol. Un enorme farol. Tomó a los presentes por testigos. Veamos, señores, ¿cómo quieren ustedes que un árabe como Gadafi posea la tecnología, los cerebros, la capacidad científica, necesarios para concebir y fabricar un ingenio parecido?
—¿Y qué dice usted de los documentos que nos ha enviado? —objetó Herbert Green, sensato neoyorquino de cincuenta y cuatro años que desempeñaba el cargo de ministro de Defensa.
Green era también doctor en física nuclear.
—Debería usted saber, profesor Green, que entre la teoría y la práctica media un abismo, replicó brutalmente Mills. ¿Cuántos años necesitaron los rusos, los ingleses, los franceses y los chinos, para hacer explotar sus primeras bombas H? Y debe confesar que, en el campo industrial, la URSS o Inglaterra están muy por encima de Libia, ¿no?
Se volvió de nuevo al jefe del Estado. Su voz se hizo incisiva.
—Se trata seguramente de una amenaza más refinada, más elaborada, que las anteriores. Probablemente, sus autores han contado con la colaboración mejor dicho, con la complicidad de científicos calificados; pero créame usted, señor presidente, jamás un árabe de la categoría de Gadafi podría construir una bomba H. Este asunto es, sin la menor sombra de duda, una nueva broma pesada.
A trescientos metros de la Casa Blanca, en la esquina de Pensilvania Avenue con la calle 10, la fortaleza del FBI resplandecía de luces. En la sexta planta funcionaba día y noche un departamento de urgencia nuclear, creado en 1974, cuando el FBI atribuyó al chantaje atómico una prioridad absoluta, compartida únicamente por algunos sucesos vitales, como, por ejemplo, el asesinato del presidente. Este servicio había intervenido ya en más de cincuenta casos de esta naturaleza.
La mayor parte de ellos habían resultado ser lucubraciones de locos o de ideólogos desquiciados, del género de «si tocas la tundra de Alaska, arrojaremos una bomba A sobre Chicago». Pero, como en el caso de Boston, había habido que tomar en serio algunas amenazas, en particular las que iban acompañadas de diseños de ingenios nucleares que, en opinión de los ingenieros de Los Álamos, eran capaces de explotar. Entonces, el FBI había enviado al lugar en cuestión varios centenares de agentes y de técnicos. Ninguna de estas intervenciones había sido conocida nunca por la población.
En cuanto se produjo la alerta el FBI envió varios agentes y técnicos a los Carriage House Apartments, inmueble residencial de cuatro plantas, en la esquina de la calle L y Hampshire Avenue, contiguo al edificio de la Embajada de Libia en Washington. Dos familias fueron invitadas a instalarse en el Hilton, a cargo del Estado, durante el tiempo necesario para instalar micrófonos en las paredes de sus apartamentos medianeras con la Embajada. La misma operación se desarrolló en Nueva York, junto a la casa de la delegación Libia en la ONU. Las líneas telefónicas de todos los diplomáticos libios acreditados en Estados Unidos y en la ONU fueron intervenidas para su escucha.
A las 20.30, en cuanto el físico Harold Wood, de Los Álamos, hubo confirmado que los planos adjuntos al mensaje de Gadafi correspondían a una bomba H, el centro de transmisiones del FBI había puesto todas sus oficinas en estado de alerta general. Todos los equipos del territorio norteamericano y de ultramar recibieron la orden de estar preparados «para una acción urgente que requería prioridad absoluta y movilización general de todo el personal disponible». Hombres que estaban pescando el pez espada en la costa del Pacífico, que asistían a un rodeo en la frontera mexicana o a un partido de rugby en Denver que entraban con sus hijos en un cine de Chicago o que lavaban los platos de la comida familiar en sus casas de Nueva Orleans, recibieron también la orden de trasladarse inmediatamente a Nueva York, con la advertencia formal de que debían hacerlo «con la máxima discreción».
Los agentes de enlace del FBI con el Mossad israelí, la DST francesa, el M-15 británico y los servicios de información de Alemania Occidental, recibieron el encargo de revisar todos sus ficheros y transmitir los nombres, las señas y, eventualmente, las huellas dactilares y las fotografías de todos los terroristas árabes registrados en el mundo.
Un gigante de cabellos grises cuidadosamente peinados y severo traje azul marino acababa de llegar a su oficina del séptimo piso para asumir el mando de las operaciones. A sus cincuenta y seis años, Quentin Dewing era director adjunto de investigación del FBI. Decidió concentrar su acción en tres direcciones. Ordenó averiguar el paradero y vigilar a todos los palestinos conocidos por sus ideas extremistas, o sospechosos de tenerlas, así como a todos los miembros de organizaciones revolucionarias tales como el Frente de Liberación puertorriqueño del que se pensaba que simpatizaba con la OLP. En Nueva York y en varias ciudades de la costa Este, agentes del FBI se distribuyeron por los guetos negros y los barrios de alta delincuencia, para incitar a los confidentes —rufianes, traficantes, pilluelos y encubridores—, a reunir toda la información interesante sobre los árabes: los que buscaban armas, un escondrijo, papeles, cualquier cosa, con tal de que se tratase de árabes.
Al mismo tiempo, inició una gigantesca búsqueda de la bomba y de los que la habían introducido en el país. Una veintena de Feds, como son comúnmente llamados los agentes del FBI, estaban ya interrogando a los ordenadores de los servicios de inmigración y de naturalización, repasando metódicamente todas las fichas modelo I 94 de los árabes que habían entrado en Estados Unidos durante los seis últimos meses. Inmediatamente transmitían por télex, a la oficina más próxima, la dirección aparecida en la ficha. Otros agentes revisaban los archivos de la Asociación Marítima del puerto de Nueva York, en busca de barcos que, durante el mismo período, hubiesen hecho escala en Trípoli, Bengasi, Lataquié, Beirut, Basora o Adén, y que, después, hubiesen descargado mercancías en la costa atlántica. Iguales investigaciones se hallaban en curso en los servicios de flete de todos los aeródromos internacionales situados en un radio de mil kilómetros alrededor de Nueva York.
Por último, Dewing ordenó que todos los norteamericanos que tuviesen o hubiesen tenido una autorización Cosmic top secret, que daba acceso a las instalaciones de construcción de bombas H, fuesen sistemáticamente interrogados. Poco antes de las 21 horas, un automóvil lleno de Feds se detuvo delante del 1822 de Old Santa Fe Trail, antigua ruta de la conquista del Oeste, convertida en zona residencial de la capital de Nuevo México. El buzón plateado para las cartas, el buzón amarillo para los periódicos y el pequeño jardín que rodeaba la casita, hacían de ésta el símbolo perfecto de la clase media americana. Sin embargo, su ocupante no era un ciudadano corriente.
De origen polaco, el matemático Stanley Ulham era el cerebro que había descubierto el secreto de la bomba H. Por curiosa ironía, precisamente la mañana en que había hecho su fatal descubrimiento, el sabio estaba tratando de demostrar en la pizarra la imposibilidad de conseguir aquella bomba. Estaba a punto de terminar su demostración cuando tuvo una intuición fulgurante. Habría podido borrarlo todo de golpe con un trapo; pero esto no habría sido propio del sabio que era en realidad. Fumándose en cadena todo un paquete de Pall Mall, bailando febrilmente delante de su encerado con sus pedazos de tiza, había puesto al descubierto, en menos de una hora de frenéticos cálculos, el terrible secreto.
Los agentes del FBI tardaron mucho menos en absolver al padre de la bomba H de toda complicidad en el drama que amenazaba a Nueva York. Plantado ahora en el umbral de su casa, viendo alejarse a los Feds, Ulham no podía dejar de recordar las palabras que había murmurado a su mujer la mañana de su descubrimiento: «Esto va a cambiar el mundo».
Un joven marino contemplaba con aire arrobado a la belleza morena que se apeaba del tren que acababa de llegar a la estación de Nueva York. Leila Dajani estaba acostumbrada a las miradas masculinas. Con sus grandes ojos oscuros y su boca de vampiresa oriental, atraía a los hombres desde que era niña. Sonrió amablemente a su admirador y apuró el paso. Detrás de ella, debajo del asiento del compartimiento, había dejado la peluca rubia que se había puesto para entregar el mensaje del coronel Gadafi en la Casa Blanca. Tomó la escalera mecánica, cruzó el vestíbulo de la estación, volviéndose discretamente para asegurarse de que nadie la seguía, y salió. El Cadillac de alquiler que utilizaba regularmente desde su llegada a Nueva York la esperaba aparcado junto a la acera. Al volante del mismo se hallaba un negro rollizo, tocado con una gorra de color azul marino.
—¿Ha tenido buen viaje, señora?
—Excelente, gracias.
El chófer abrió la portezuela y Leila se deslizó sobre el blando asiento que aún olía a nuevo. El coche descendió la rampa en dirección a la avenida. La joven sacó un espejo del bolso y fingió arreglarse los cabellos, aunque lo que hizo en realidad fue asegurarse una vez más de que nadie la seguía. El lujoso automóvil y su estilizado chófer eran fruto de una de las reglas de oro que le había enseñado el célebre terrorista venezolano Carlos: el terrorista inteligente sólo viaja en primera clase. La manera más segura de navegar por el mundo sin llamar la atención, afirmaba, es seguir las costumbres de la burguesía acomodada a la que uno quiere precisamente destruir.
El pretexto elegido por Leila para sus dos estancias en Estados Unidos, a fin de preparar la misión de sus hermanos, respondía exactamente a aquel criterio. Se hallaba en Nueva York en viaje de compras por cuenta de La Rive Gauche, lujosa tienda de modas de la calle de Hamra, de Beirut, que había sobrevivido, como algunos otros establecimientos de su clase, a las convulsiones de la guerra civil libanesa. Obtener un pasaporte falso había sido juego de niños. En Beirut resultaba tan fácil procurarse un pasaporte robado como comprar unos sellos de correos. Leila no había tenido mayores dificultades para conseguir uno de los doscientos mil visados americanos que se otorgan todos los años a ciudadanos del Próximo Oriente. El cónsul, abrumado de trabajo, no se había tomado siquiera la molestia de comprobar su identidad. La carta de recomendación con el membrete de La Rive Gauche había sido suficiente para él.
Así, bajo el nombre de Linda Nahar, libanesa cristiana de la alta sociedad de Beirut Leila Dajani se había convertido en figura conocida en los salones de alta costura de Bill Blass, Calvin Klein y Oscar de la Renta. Su belleza y su atractivo habían hecho de ella, a no tardar, una de las mujeres en boga de la jet set neoyorquina. Pasaba los fines de semana en Long Island almorzaba en la Caravelle y bailaba hasta el alba en el extravagante esplendor de discoteca del Studio 54.
El Cadillac se deslizó suavemente a lo largo del Central Park South y se detuvo delante de la marquesina de Hampshlre House. El portero de rojo dormán y botones dorados se adelantó para abrir la portezuela. Leila le saludó, dio las buenas noches al chófer, recogió su llave y tres mensajes en el mostrador de recepción y se metió en el ascensor. Dos minutos más tarde penetraba en el simpático desorden de la suite que había alquilado en el piso treinta y dos. La moqueta estaba cubierta de accesorios de su presunta profesión: muestras de tejidos y números de Vogue, de Harper Bazaar, de Glamour, de Woman's Wear Daily. Su fotografía en traje chinesco, aparecida en Woman's Wear a raíz de un desfile de modas en beneficio del metropolitan Opera la había inquietado momentáneamente. Afortunadamente para ella, aquel periódico no era de los que suelen revisar los especialistas de la CIA en asuntos palestinos.
Arrojó su abrigo sobre un sillón, se sirvió un whisky y se acercó al balcón que daba a Central Park. El parque dormía bajo un manto de nieve recién caída, como encerrado en un estuche de diamantes por la centelleante línea de los buildings iluminados. Se estremeció, subyugada, como hechizada por la belleza del espectáculo, incapaz de apartar de él su mirada. Bebió varios sorbos de whisky y pensó en Carlos. Este tenía toda la razón. El verdadero terrorista no debe preocuparse nunca por las consecuencias de sus actos. Apuró su vaso de un trago, corrió bruscamente la cortina delante del cristal y se dirigió al cuarto de baño. Echó unas gotas de aceite de Roger & Gallet en la bañera y abrió del todo los grifos, en un gran chorro de cálida espuma que esparció un olor suave.
Antes de meterse en el agua Leila se contemplo con aire satisfecho en el espejo. A pesar de la vida de noctámbula a que la había obligado Nueva York, sus líneas no habían perdido nada de su frescura. Palpó con sus largos dedos la curva perfecta de los muslos, de las nalgas y del vientre y acarició delicadamente la piel suave y firme dé los senos. Después, se tendió en el agua espumosa y se dejó invadir por el calor en deliciosa sensación. Atrapando la perfumada espuma a manos llenas, se frotó delicadamente el cuello, las orejas, los hombros y, de nuevo, los senos, hasta endurecer su punta. Sacó lánguidamente una pierna fuera de la espuma. La vista del esmalte escarlata que adornaba las uñas del pie la hizo sonreír. ¿Se había visto jamás una terrorista que se pintase los dedos de los pies? Se echó hacia atrás, cerró los ojos y se estiró, como un gato, gozando del suave calor que penetraba hasta lo más íntimo de su ser. El cristalino retintín del teléfono mural encima de su cabeza la sacó de su nirvana. Percibió un barullo lejano y reconoció la voz de Michael.
—¿Donde estás? —le gritó, casi secamente.
—Acabamos de comer en casa de Elaine. Ahora vamos a tomar una copa en Studio 54. ¿Por qué no te reúnes con nosotros allí?
—¿Me das una hora?
—¿Una hora? Si quieres, ¡te doy la vida, encanto!
A pesar del eficaz sistema de aireación, una espesa nube de humo de cigarrillos flotaba en la sala de conferencias de la Casa Blanca. Tazas y platos de cartón, conteniendo restos de potaje de judías coloradas y de bocadillos, aparecían desparramados sobre la mesa y los asientos no ocupados.
Tres oficiales de la US Air Force acababan de colgar una serie de cuadros y de mapas en una de las paredes. Un joven coronel pelirrojo tomó la palabra. Había sido encargado por el Pentágono de presentar al presidente un informe sobre los medios técnicos que podrían utilizar el presidente de Libia o un grupo de terroristas para hacer estallar a distancia una bomba nuclear oculta en!a ciudad de Nueva York. También debía indicar los recursos de que se disponía para impedir una acción de este tipo.
—Señor presidente, señores: según el esquema que nos ha sido comunicado, el ingenio en cuestión está concebido para ser conectado a un aparato capaz de producir, cuando se quiera, una descarga eléctrica de cinco voltios, que provocaría la ignición. En términos generales, hay tres maneras de provocar este impulso. Aunque no muy interesante en el caso actual, no hay que descartar a priori la primera: se trataría de la acción de un kamikaze, que permanecería junto a la bomba hasta la hora H y accionaría él mismo el mando de ignición. Un método infalible, si el hombre está realmente dispuesto a perecer.
El jefe de la CIA sacudió de forma ruidosa su pipa en un cenicero.
—Coronel —objetó— si Gadafi es realmente el autor del chantaje con que nos enfrentamos, esta solución será la última que escoja. Pues querrá ser el único dueño de todo hasta el fin, el único que pueda provocar o anular la explosión.
El coronel asintió con un respetuoso movimiento de cabeza y prosiguió a toda prisa:
—Entonces, solo quedan dos medios: el teléfono o la radio. Conectar el mecanismo de ignición de la bomba a una línea telefónica ordinaria es un juego de niños. Conectando dos hilos, como para un sencillo contestador automático, es posible transmitir un mensaje cifrado que provoque la explosión. Si este mensaje coincide con la programación del sistema de ignición, la explosión se produce instantáneamente. Una combinación equivocada no podría producirla. He aquí la garantía absoluta de este método. En realidad, para hacer explotar su bomba, Gadafi solo tendría que hacer una cosa: telefonear desde cualquier lugar del mundo y transmitir su señal.
—¿Tan fácil seria? —preguntó el presidente, visiblemente turbado.
—Temo que sí, señor presidente.
—¿De qué tipo de telecomunicaciones dispone Libia? —preguntó el secretario de Defensa.
—Como los demás países, Libia utiliza el satélite Intelsat. Posee estaciones terrestres aquí —el coronel señaló con el puntero un lugar del planisferio colgado detrás de él—, y aquí. Ambas construidas por los japoneses.
—Una incursión aérea podría destruirlas en menos de diez segundos —observó el presidente del Comité de jefes de Estado Mayor. Entonces, Libia quedaría aislada del resto del mundo, ¿no es cierto?
—Telefónicamente hablando, sí.
—¿Seria posible, en vez de esto, aislar Nueva York, impedir la llegada de toda comunicación exterior? —preguntó el jefe del Estado.
—No, señor presidente; esto es técnicamente imposible —respondió categóricamente el coronel.
Después, prosiguió:
—Calculamos, además, que, en una situación como ésta, el presidente libio o cualquier grupo terrorista preferirían emplear la radio. Este medio posee una mayor elasticidad y tiene la ventaja de ser independiente de las redes de comunicaciones existentes.
»Si la orden para la ignición debe recorrer una gran distancia, la señal será emitida en onda larga que rebota en la capa superior de la atmósfera antes de volver a caer sobre la tierra. Esto equivale a bajas frecuencias.
—¿De qué número de frecuencias dispondría Gadafi para una emisión de este género? —preguntó el presidente.
—De Trípoli a Nueva York, un megahercio. Un millón de ciclos.
—¡Un millón! —El presidente se frotó la barbilla—. ¿Se podrían interferir todos ellos?
—Si lo hiciese usted, cortaría al mismo tiempo todas nuestras comunicaciones. La policía, el FBI, el Ejército, los servicios de incendios, todos los enlaces indispensables en caso de urgencia quedarían paralizados.
—Supongamos que, a pesar de todo, diese esta orden. ¿Sería realizable?
—No, señor presidente.
—¿Por qué?
—Sencillamente, porque no tenemos los medios de interferencia adecuados.
—¿Y todas nuestras instalaciones en Europa?
—Serían inútiles en este caso. Demasiado lejanas.
El Jefe de la CIA intervino:
—Para que ese mensaje fuese captado en Nueva York, ¿no necesitaría Gadafi un equipo adecuado, al menos una antena de dirección?
—Desde luego. Pero bastaría fijar ésta a una antena de televisión ordinaria con amplificador.
—¿No sería posible barrer todas las frecuencias susceptibles de ser utilizadas por Gadafi, lanzando una escuadra de helicópteros sobre Nueva York? —preguntó el presidente—. ¿Interrogar a su circuito de radio y descubrir su emplazamiento partiendo de sus respuestas? ¿Por triangulación o por radiogoniometría?
—Efectivamente, tenemos medios para intentar esta operación. Pero sólo sería eficaz si el dispositivo de radio libio estuviese también concebido para emitir si no es más que receptor no obtendremos ninguna respuesta.
—Hay otra manera de resolver el problema —farfulló entonces el tejano Delbert Crandell, secretario de Energía—. Hagamos estallar media docena de misiles en la atmósfera de Libia. Le garantizo que esto envolverá a todo el país en una capa electromagnética que cortará todas las comunicaciones allá abajo durante muchísimo tiempo.
El ministro se engalló y descargó un puñetazo sobre la mesa. James Mills abrió un ojo y se irguió en su asiento.
—Señor presidente, sigo pensando que la amenaza no procede de Gadafi. Sin embargo, para el improbable caso de que viniese de él, debemos tener en cuenta cierto número de hipótesis —hizo una pausa y prosiguió—, metódicamente: La primera es que, si tuviese la manera de dar un golpe como éste, tendría también el ingenio de prepararlo bien. No se expondría a unas represalias tan sencillas. Habría encontrado sin duda un sistema infalible: por ejemplo un barco cualquiera en pleno Atlántico desde el que él o cualquiera que actuase en su nombre podría provocar la explosión de la bomba en Nueva York, en el caso de que lanzásemos un ataque preventivo sobre su país…
Mills hablaba todavía cuando se encendió una lucecilla roja en el teléfono de Jack Eastman. Llamaba el suboficial responsable de la centralita de la Casa Blanca. El semblante de Eastman palideció.
—Señor presidente —anunció, con voz helada—, un comunicante anónimo acaba de llamar. Ha colgado antes de que se pudiese identificar el lugar desde el que telefoneaba. Dijo que un segundo mensaje, dirigido a usted, ha sido depositado en la casilla número K-602 de la consigna automática de la estación central de Washington.
Un cordón de policías mantenía a distancia a varias docenas de viajeros retrasados. Unos agentes de la brigada de explosivos del FBI, con casco y traje de material refractario, avanzaban, cubriéndose con sendos escudos, hacia la consigna automática. Resiguieron prudentemente la larga pared de metal con contadores Geiger. Al no encontrar rastro alguno de radiactividad, trajeron tres perros policías adiestrados para oler los explosivos. Por último, con la precaución de cirujanos abriendo un corazón, dos artificieros provistos de un juego de útiles para el robo desmontaron la puerta de la casilla K 602.
Para gran alivio suyo, solo encontraron un sobre apoyado en la pared del fondo. Las señas del destinatario aparecían escritas a máquina: «A la atención del presidente de Estados Unidos de América».
El mensaje era breve. Decía que a medianoche hora de Washington (7 de la mañana, hora de Trípoli), en un lugar situado a 249 kilómetros al este de la intersección del paralelo 25 con el meridiano 10, en el extremo sur del mar de arena de Ambari, al sudoeste de Libia, Muamar el Gadafi daría una prueba irrefutable de su capacidad de llevar a efecto la amenaza anunciada en su comunicación anterior.
Para facilitar la observación de su demostración, el jefe de Libia ofrecía un pasillo aéreo exactamente delimitado, desde el mar Mediterráneo hasta el lugar indicado, que podrían emplear los aviones de reconocimiento americano, sin temor a ser inquietados.
El portero del dormán rojo de Hampshire House detuvo el primer taxi que pasó por Central Park South.
—Studio 54 —indicó al chófer, mientras habría la portezuela.
Vistiendo un fastuoso conjunto de lamé negro y oro de Yves Saint Laurent, con una falda estrecha y abierta hasta muy arriba, y una estola orillada de plumas, Leila Dajani se metió en el coche. El chófer echó un vistazo al espejo retrovisor.
—Bueno, ¡menudo éxito debe tener usted! —dijo, con admiración.
La joven le dio las gracias con una sonrisa.
Cuando el taxi se acercaba a la famosa discoteca neoyorquina, Leila se inclinó hacia delante.
He cambiado de idea. Lléveme a la esquina de la Avenida del Parque y la calle 32.
Unos momentos más tarde, el taxi se detuvo en el cruce indicado. Leila pagó la carrera y dio las buenas noches al chófer. Cuando las luces traseras del coche hubieron desaparecido, llamó a otro taxi que pasaba por la Park Avenue y pidió al chófer que la condujese a su verdadero punto de destino.
Los dos hermanos Dajani y su hermana Leila se habían vuelto a encontrar. La débil luz amarillenta que brotaba de la única bombilla ennegrecida por las cagadas de las moscas, dejaba en la sombra la mayor parte del garaje. Al fondo del edificio, una plataforma de cemento comunicaba con un almacén abandonado y del que llegaba un ruido extraño. Leila aguzó el oído.
—¡Ratas! —gritó, aterrorizada.
Su hermano Kamal, el pasajero clandestino del Dyonisos, estaba sentado sobre una litera de campaña cerca de una carreta elevadora, en medio de la plataforma. Desperdigados a su alrededor, había varias cajas de cartón llenas de restos de pizzas, botellas vacías de Coca Cola y de cerveza bolsas todavía llenas de patatas fritas frías y desperdicios de hamburguesas. Tenía en una mano una pistola de aire comprimido y, en la otra, una linterna eléctrica. Sus últimas víctimas yacían junto al muro: dos ratas grandes como gatos.
Doblado por la mitad, con aire dolorido, el mayor de los Dajani andaba de un lado a otro de la plataforma, sujetándose el vientre. Gotas de sudor perlaban su frente.
—Whalid, toma uno de los sellos que te he traído —le aconsejó su hermana.
—Ya he tomado cinco —gimió su hermano—. Es la dosis máxima diaria.
Whalid se detuvo. El enorme barril de 1,60 metros de altura y 80 centímetros de diámetro estaba delante de él, negro y amenazador, sujeto a la tabla en la que había sido transportado. El nombre y la dirección de la empresa importadora formaban un cinturón de letras blancas a media altura. Contemplando aquella masa sombría, el palestino se pregunto cómo podía caber tanto horror y tanta devastación, la muerte potencial de millones de personas, dentro de sus metálicas paredes. Se enjugó la frente con el pañuelo. Sin embargo, en Trípoli le habían inculcado duramente esta idea: «No pienses en nada. En nada que no sea tu misión».
Pero, ¿cómo no pensar? ¿Cómo apartar de su recuerdo los rostros neoyorquinos que había visto en los dos últimos días, un mar de rostros, jóvenes y viejos, hermosos y feos, pobres y ricos; rostros tristes, indiferentes, dichosos; los rostros del amor y de la soledad? Las caras de las niñas que se deslizaban en trineo sobre la nieve del Central Park; del policía negro que había ayudado a una anciana a cruzar la calle en la esquina de la Quinta Avenida; del gordo vendedor de periódicos de Times Square, que gritaba Good morning!, sin quitarse el cigarro de la comisura de la boca. ¿Cómo podía olvidarlos? ¿Cómo no evocar, por el contrario, como en una película de movimiento retardado, las multitudes presurosas, las hileras de automóviles los escaparates iluminados, los buildings que se elevaban hasta el cielo; todas estas imágenes que representaban tantas vidas?
Whalid oyó crujir la litera de campaña.
—Tengo sed —declaró Kamal, levantándose.
Buscó en el fondo de una de las cajas de cartón y sacó una botella medio vacía de whisky Ballantine's, que ofreció a su hermano.
—¡Tal vez es este medicamento el que necesitas! Antes tomabas buenas dosis de él.
—¡Se acabó desde esta maldita úlcera! —gruñó Whalid.
Leila se impacientaba. Las lentejuelas de su vestido de baile brillaban en la penumbra como luciérnagas. También a ella le impresionaba el barril; pero, a diferencia de su hermano, no se imaginaba exactamente el infierno que estaba a punto de provocar.
—¿Cuánto tiempo nos queda? —preguntó.
—Treinta minutos —respondió Kamal, agachándose para agarrar una caja de cartón que contenía un trozo de pizza.
Leila vio en la caja la marca de un restaurante.
—¿Estás seguro de que nadie se fijó en ti cuando fuiste a buscar las provisiones? — preguntó, con inquietud.
Kamal le dirigió una mirada irritada. ¡Siempre la misma! ¡Tenía que meterse en todo!
Leila observó un momento a su hermano. «Parece nervioso —se dijo—. Es natural. A fin de cuentas es su bomba. Y si falla, sólo podrá hacer una cosa saltarse la tapa de los sesos».
El joven palestino consultó su reloj.
—Vamos, Whalid —enciende el aparato. Trípoli enviará la señal dentro de veinte minutos.
La señal en cuestión era el impulso cifrado que debía provocar la explosión de la bomba. Para estar seguro de que funcionaría correctamente cuando decidiese cumplir su amenaza, Gadafi había organizado un ensayo con sus tres enviados a Nueva York.
Whalid Dajani se dirigió a un maletín metálico gris del tamaño de una cartera grande de documentos cubierta de marcas de la TWA, de Lufthansa y de varios grandes hoteles europeos. Nada podía parecer más anodino, más inofensivo que aquella maleta.
Al llegar, el jueves anterior, al aeropuerto Kennedy, Whalid había mostrado un pasaporte libanés a nombre de Ibrahim Jalld, ingeniero electrónico. Al ver el maletín, el aduanero le había pedido que lo abriese.
—Es un controlador de microprogramadores —le había explicado el palestino—. Un aparato para detectar las averías de los ordenadores.
¡Demasiado complicado para mí! —había bromeado el aduanero, con admiración—, y le había dejado pasar.
Y, en efecto, nunca habría podido imaginar el aduanero hasta que punto era complicado el dispositivo que acababa de ver. En su origen, el maletín era ciertamente un sencillo controlador de microprogramadores, un Testline Adit 1000, de fabricación americana. Hacía siete meses, un alto funcionario del Ministerio libio de Telecomunicaciones había llamado a su despacho de Trípoli al ingeniero Hidé Kamaguchi, representante de la empresa japonesa Oriental Electric, que había instalado la nueva red telefónica hertziana de Libia. Le había explicado que su Gobierno deseaba comprar un aparato capaz de producir un impulso eléctrico por radio a distancia El sistema debía ser infalible y absolutamente inviolable. Seis semanas después, Kamaguchi había llevado al libio el maletín, junto con una factura de 165.000 dólares.
Sólo el genio de los japoneses para la miniaturización podía concebir el arsenal de sistemas que ponían al aparato al abrigo de toda tentativa de neutralización. Una pantalla interior protegía sus mecanismos de los rayos ultravioleta, a fin de que nadie pudiese anular las informaciones programadas en su mini ordenador. Si alguien tratase de destruir su memoria por medio de imanes, un detector de campo magnético activaría inmediatamente el circuito de ignición: filtros antiparásitos tenían por objeto evitar toda interferencia en el receptor de radio. En fin, tres tubos supersensibles a las variaciones de presión hacían imposible la destrucción del maletín por medio de proyectiles o explosivos. Una vez conectados los circuitos, el simple cambio de presión producido por la caída de una caja de cerillas sobre el aparato bastaría para provocar el impulso fatal.
Whalid maniobró en la cerradura de triple combinación y abrió la tapa. Apareció un tablero azul pálido, en uno de cuyos lados había una pequeña pantalla catódica y un teclado de seis piezas con las cifras, letras y símbolos de las diferentes operaciones: ARRANQUE, DATOS, AUTO, FIN, CONTROL.
En el centro del tablero había un lector de casetes que sólo podía abrir una orden cifrada que se pulsase en el teclado. En su interior, se hallaba colocada una casete BASF de treinta minutos, que contenía las instrucciones programadas en Trípoli para el mini ordenador. Dos cables eléctricos estaban enrollados en el hueco de la tapa. Uno de ellos debía conectarse en la bomba; el otro, a la antena que Kamal había instalado en el tejado. Todo intento de desconectarlos después de colocados activaría inmediatamente el sistema de ignición. Ocultos en el interior del maletín, se hallaban, por último, un receptor de radio, un mini programador, el mini ordenador y una serie de poderosas pilas de litio de larga duración.
Whalid sacó un pedazo de papel cuidadosamente doblado de debajo del forro de su chaqueta; la lista de las dieciséis operaciones cifradas a realizar para controlar el buen funcionamiento del maletín y poner en marcha el sistema de ignición cuando llegase la orden final de Gadafi. Pulsó la tecla de ARRANQUE, y la palabra «Identificación» apareció en la pantalla catódica. Con dedos húmedos por la emoción, el palestino compuso entonces en el teclado la clave 01C2. La pantalla dio la palabra «Correcto». Si Whalid hubiese compuesto una clave inexacta, habría aparecido la palabra «Incorrecto» y el palestino solo habría tenido treinta segundos para rectificar su error y para que el maletín no se destruyese automáticamente.
Entonces apareció en la pantalla la indicación «Recibidos los datos». Whalid consultó la lista y pulsó las teclas F 19A. Por la ventana del lector del casete vio desfilar la cinta magnética. Ésta se desenrolló durante un minuto exacto, el tiempo necesario para transmitir a la memoria del mini ordenador su programa grabado. Las palabras «Datos Recibidos: O.K.» indicaron que la operación era conforme.
Este ordenador era el cerebro electrónico del aparato. Ahora que estaba programado controlaría los circuitos, los dispositivos de protección, la carga de las pilas, y ordenaría la autodestrucción del maletín en caso de necesidad. Pero, sobre todo «leería» el mensaje de radio procedente de Trípoli lo autenticaría, y ordenaría en la hora H, cuando el maletín estuviese realmente conectado con la bomba, que se produjese la explosión.
—Okey! —anunció Whalid, enjugándose nerviosamente la frente—. Todo funciona correctamente. Sólo falta comprobar la ignición manual.
Pues aunque el maletín había sido concebido para hacer explotar una bomba en respuesta a una señal radiada, tenía también un sistema de emergencias que los Dajani podían utilizar en caso de accidente.
Whalid pulsó cuidadosamente las cuatro cifras 0636 en el teclado. Este número había sido elegido como clave de ignición manual porque ninguno de los tres palestinos podría olvidarlo jamás. Era la fecha de la batalla de Yarmok, en que los guerreros de Omar sucesor del Profeta, habían derrotado a los bizantinos cerca del lago Tiberíades y establecido la dominación árabe sobre su patria hoy perdida. Cuando el dedo de Whalid pulsó la última cifra se extinguió la luz verde y la pantalla tomó un color rojizo durante un par de segundos. Después, se encendió la indicación «Ignición manual: O.K.».
¡Esto funciona! Whalid consultó su reloj. Solo faltan diecisiete minutos para la llamada de Trípoli.
En algún lugar del espacio infinito, una bola de metal gira bajo la bóveda celeste. Oscar es un pájaro abandonado, un pobre y pequeño satélite perdido en medio de la galaxia de sus hermanos mayores de las telecomunicaciones, de la meteorología, de la vigilancia militar, de la navegación, de todas las observaciones que saturan la órbita terrestre. Fue lanzado por la NASA en 1961, por cuenta de un grupo de radioaficionados. Al no estar sujeto a ningún control internacional, fue rápidamente olvidado. En realidad, está tan olvidado que su nombre no aparece siquiera en el inventario ultra secreto de satélites que el Gobierno norteamericano lleva constantemente al día.
Para destruir Nueva York, Gadafi solo tendría que transmitir su señal a este satélite olvidado, que la transmitiría a través del espacio hasta la antena fijada en el tejado del garaje. Así de sencilla era la cosa.
Sólo la roedura de las ratas turbaba ahora el silencio. Acurrucados sobre la plataforma de cemento húmedo, los tres Dajani esperaban sin decir palabra, sumido cada uno de ellos en sus propios pensamientos. «¿Estoy viviendo un sueño o una pesadilla?», se preguntaba Leila.
Whalid observaba el maletín mientras la saeta de su reloj avanzaba hacia las veintidós y quince horas. En voz baja, casi imperceptible, contó los últimos segundos. «Tres… Dos… Uno…» No había tenido tiempo de decir cero cuando se oyó una señal sonora en Morse, mientras se apagaba la luz verdosa de la pantalla de control y era inmediatamente sustituida por otra luz, en respuesta a una señal llegada del otro lado del mundo. Era una luz roja idéntica a la que había aparecido un cuarto de hora antes.
Leila observaba sin atreverse a respirar. Aliviado y horrorizado al mismo tiempo, Whalid se inclinó hacia el aparato. Solo Kamal permaneció impasible.
Se apagó la luz roja y se encendieron las palabras «Control radio global: O.K.». Estas desaparecieron a su vez y fueron sustituidas por la palabra «Conexión». Ahora que se habían realizado con éxito todas las comprobaciones, se habría dicho que el maletín gris asumía la dirección de las operaciones, eliminando para lo sucesivo el incierto recurso a toda intervención humana.
Whalid conectó entonces el enchufe de cincuenta y cuatro púas del cable eléctrico que salía del maletín con el enchufe hembra inoxidable colocado sobre la pared de la bomba. La próxima vez que apareciese un resplandor rojo en la pantalla, una descarga eléctrica producida por las pilas de litio pasaría por las púas y haría explotar el ingenio termonuclear colocado sobre la plataforma.
Whalid contempló la impresionante masa negra. Pensó en los miles de horas que había pasado concibiéndola, diseñándola, montándola. El era su padre. Y ella era suya. Solo suya. No de Gadafi, de su hermano, de su hermana, de sus colegas de la Ciudad de las Ciencias de Trípoli. Si alguna vez recibía impulso eléctrico, él, y solo él sería responsable de todos los horrores que provocaría. «¡Dios mío, Dios mío! —pensó—, ¿por que me has dado este poder?»
—¿Qué te pasa? —gruñó Kamal.
Whalid se sobresaltó como un alumno distraído sorprendido por el maestro. Todavía tenía el reloj en la mano.
—La luz roja no ha estado encendida durante dos segundos enteros —balbuceó—. ¿Estás seguro de haber conectado correctamente la antena del tejado?
—¡Naturalmente!
Sin embargo, creo que deberíamos comprobarlo. —Whalid encendió su linterna eléctrica—. Subiré contigo y te alumbraré mientras compruebas la conexión.
Los dos hombres se dirigieron a la escalera. De pronto, Whalid se llevó las manos al vientre y lanzó un gemido de dolor.
—¡Maldita úlcera! Ve tú en mi lugar —Leila —dijo tendiendo la lámpara a su hermana.
Cuando volvieron Leila y Kamal, vieron que la crisis de Whalid había pasado. Su hermano parecía súbitamente apaciguado.
—Todo está perfectamente allá arriba —declaró Kamal.
Whalid pudo entonces pulsar la tecla FIN del maletín. El sistema quedó entonces completamente cerrado.
—Harías bien en pasar la noche aquí conmigo, Whalid —sugirió Kamal—. Sería más prudente.
—No, no, ya me siento bien.
—¿Y tu, Leila?
—¡No te preocupes por mí! A nadie se le ocurrirá buscarme en el sitio al que voy.
A fin de envolver su desplazamiento en el secreto más absoluto, el presidente y sus colaboradores se dirigieron por el túnel que enlazaba la Casa Blanca con el Ministerio de Hacienda hasta los dos Ford corrientes que les conducirían al Pentágono.
Eran las 23.30 cuando los coche torcieron a lo largo del Potomac y penetraron en el recinto del Pentágono. Los visitantes pasaron bajo el pórtico del Comité de jefes de Estado Mayor y se detuvieron delante de una sencilla puerta blanca que llevaba el número 2 B 890. Dos centinelas armados y una batería de cámaras automáticas comprobaron su identidad, y se abrió la puerta. El jefe del Estado y sus colaboradores se metieron entonces en un ascensor, que se hundió a cincuenta metros bajo tierra. El Centro de Mando Militar Nacional es uno de los dos puestos de mando operacionales del presidente de Estados Unidos en casos de gran emergencia. Verdadera cueva de Alí Babá de la era electrónica, encierra una serie ultra secreta de sistemas de comunicación que permiten al presidente ver y escuchar el mundo desde su sillón; seguir en directo, gracias a la red de satélites K 11, cualquier acontecimiento, y dictar órdenes a todos los centros de poder norteamericanos dispersos en todos los rincones del Universo. Las imágenes transmitidas por los satélites a las seis pantallas que tapizan las paredes de la estancia son de tal fidelidad, que el presidente puede distinguir literalmente una vaca de Jersey de una vaca de Guernesey en un prado de Sussex; determinar el color y la marca de un automóvil que cruce la entrada del Kremlin y seguir la trayectoria de un misil disparado por el piloto de un F-15 en vuelo sobre el Bósforo. Gracias a los sistemas de escucha de la CIA, puede oír el diálogo entre un piloto ruso de MIG 13 y su controlador aéreo de Sebastopol; el ruido de las pisadas de los dirigentes comunistas en los pasillos de sus ministerios de Moscú, Berlín Este o Praga; sus conversaciones más íntimas, y el tintineo de los vasos de vodka. En fin, desde su sillón, el presidente podría ser a la vez espectador y actor de la tragedia final. Podría ordenar el disparo de un cohete Minuteman desde un silo de Dakota del Sur, y contemplar enseguida, como cualquier espectador de una sala de cine, el espectáculo del horror termonuclear devastando la población, las calles y las casas de cualquier ciudad soviética.
Más allá de la mesa de conferencias había tres pupitres ocupados por oficiales de transmisiones. Detrás de un cuarto pupitre, un poco más elevado, se hallaba el comandante del centro, un contra almirante de blanco uniforme, tan impecable, que parecía más propio de una soirée de gala.
Se apagaron las luces de la estancia y el almirante proyectó en las seis pantallas una serie de imágenes que revelaban la situación de las fuerzas soviéticas, tal como estaban desplegadas en aquel preciso instante: los submarinos nucleares en misión, representado cada uno de ellos por el destello de una luz roja en un planisferio; los emplazamientos de los cohetes intercontinentales, filmados con tanta precisión que podían distinguirse los centinelas que patrullaban alrededor de sus recintos; los parques de vehículos blindados; los bombarderos atómicos Backfire, en sus alvéolos de las bases de Alemania Oriental y del mar Negro; las baterías de misiles nucleares Sam, a lo largo del Oder.
Las imágenes desaparecieron y se encendieron de nuevo las luces.
—Señor presidente, no existe señal alguna que permita deducir que las fuerzas armadas soviéticas se hallen en estado de alerta —declaró el almirante.
Se inclinó sobre su pupitre para accionar una nueva serie de palancas. Las luces se apagaron de nuevo. Una franja de desierto, rojizo bajo el sol naciente, apareció en una de las pantallas. En el centro, apenas visible, se elevaba una especie de torre metálica.
—He ahí el lugar indicado en el mensaje depositado en la estación de Washington.
Una segunda pantalla mostró una vista ampliada de la torre metálica. Parecía un viejo derrick de prospección petrolífera. En su cima, podían observarse los contornos de un gran recipiente cilíndrico, parecido al barril que figuraba en el plano adjunto a la casete del coronel Gadafi.
El almirante explicó que ningún satélite se hallaba sobre Libia en el momento en que el sobre había llegado a la Casa Blanca. Sus órbitas eran fijadas una vez al mes por el Consejo Nacional de Seguridad, y casi todos ellos eran utilizados para vigilar la URSS y la Europa del Este. Al producirse la primera alarma, se había modificado la órbita de tres satélites KHII, dirigiéndola sobre Libia. Las imágenes transmitidas por un segundo satélite aparecieron en aquel instante en otra pantalla. Mostraban un grupo de edificios en la periferia de Trípoli, el cuartel de Bab Azziza, donde el encargado de negocios norteamericano no había podido entrar unas horas antes. Ante el portal de entrada, el presidente y sus colaboradores distinguieron siluetas que iban y venían, sin duda los mismos centinelas que habían cerrado el paso al diplomático. Entonces apareció el conjunto del campamento y, a continuación, se amplió la imagen, para mostrar sólo una serie de pequeñas construcciones un poco apartadas. El almirante deslizó un disco blanco sobre el laberinto de tejados y lo detuvo sobre un rectángulo.
—He ahí la residencia del coronel Gadafi. Pero no hemos observado en ella ninguna actividad especial, ni siquiera señales de que esté actualmente habitada.
—¿Qué le hace pensar que se trata realmente de la residencia del coronel? —preguntó el presidente.
El almirante desplazó ligeramente la imagen. Entonces apareció ante la casa un pequeño patio cercado en cuyo centro se levantaba una tienda de nómada. Al lado de ésta, destacaba la silueta de un dromedario.
—Según nuestros informes, esa tienda es utilizada como salón privado por el coronel, y ese animal le suministra la leche que más le gusta.
Entonces apareció una imagen de la costa Libia en una tercera pantalla. Una lucecilla roja centelleaba en medio del golfo de Bidra, entre Trípoli y Bengasi. El almirante indicó que se trataba del destructor US Allan, navío de vigilancia electrónica, parecido al que los israelíes habían torpedeado en 1967 frente a Gaza, porque espiaba sus comunicaciones por radio. Estaba equipado con aparatos sumamente perfeccionados, capaces de interceptar, descifrar y estudiar todas las emisiones de radio libias, así como de escuchar las conversaciones de cualquier abonado al teléfono de la red hertziana de telecomunicaciones libias. El Pentágono había transmitido ya al destructor muestras de las voces de Gadafi y de los cinco principales responsables libios. Millares de comunicaciones interceptadas serian cotejadas con aquellas muestras por ordenador, aislándose inmediatamente todas las llamadas de los dirigentes libios.
La costa mediterránea desapareció y fue sustituida por una vista general del territorio libio. Sobre la parte sudoeste de la imagen veíanse las dos líneas rojas paralelas que indicaban el pasillo aéreo propuesto por Gadafi en su segundo mensaje. Una luz roja se desplazaba hacia el Sur por el eje de este pasillo.
—Hemos pedido a un Blackbird de Adana que nos facilite información complementaria —explicó el almirante.
Los Blackbird SR 71 son una versión moderna del viejo avión espía U2. Vuelan a treinta mil metros de altura, a velocidad triple de la del sonido. Están equipados con instrumentos ultrasensibles de detección de radiaciones y de calor, con el fin de vigilar los experimentos nucleares franceses y chinos, y también con cámaras multidimensionales, capaces de proceder al desmenuzamiento fotográfico completo de un territorio.
El presidente fijó su atención en las dos pantallas que mostraban el presunto lugar del experimento. Alrededor de la torre se veían ahora claramente numerosas huellas de ruedas en la arena.
—¿Qué dice usted a eso, Green?
—Que se parece al viejo lugar de Trinity. Es sencillo y eficaz —respondió el secretario de Defensa.
Trinity es el nombre en clave del primer experimento atómico realizado en el desierto de Nuevo México, en el mes de julio de 1945.
El secretario de defensa examinaba la pantalla, con las cejas fruncidas, como un profesor buscando un error en el trabajo realizado por el alumno.
—Deberíamos ver en alguna parte señales de un puesto de mando cualquiera —dijo con inquietud.
—Hemos registrado toda la zona, pero no hemos encontrado nada —terció el almirante.
—¡Naturalmente! —saltó James Mills—. ¡Porque no hay nada que encontrar! ¡Repito que todo esto no es más que un enorme farol!
—Dios le oiga, James —murmuró el presidente, con un matiz de irritación—. Pero si se equivoca, se corre el riesgo de que el mundo entero se entere al mismo tiempo que nosotros.
—No forzosamente —objetó Green—. Ese desierto está realmente en el fin del mundo. La población mas próxima debe hallarse a varios cientos de kilómetros…
A trescientos catorce kilómetros exactamente, precisó el almirante. Es la aldea de Sidi Walfi.
El presidente agachó la cabeza.
—Aparte algunos nómadas, esperemos que la explosión, si se produce, no tendrá muchos testigos. Pero, ¿y los residuos?
Un mapa del nordeste de África y de la península Arábiga apareció entonces en una de las pantallas. Superpuesto a él, un arco en forma de morcilla partía del sur de Libia, rozaba el desierto de Chad y torcía hacia el Este, en dirección al Sudán y al extremo de Arabia Saudita.
—He aquí el probable eje de los residuos, según los vientos dominantes que soplan esta mañana en las capas altas de la atmósfera sobre el lugar —explicó el almirante.
El ministro de Defensa esbozó una sonrisa.
—¡Perfecto! No existen aparatos de medición de radiaciones en esa zona. Los sismógrafos de Europa del Próximo Oriente registrarán un temblor; de cuatro o cinco grados según la escala de Richter. Un fuerte temblor, pero nada que pueda alarmar al mundo.
Faltaban cuatro minutos para la medianoche. Sólo había que esperar. Las cifras luminosas de los segundos saltaban en los seis relojes del fondo de la estancia. La mirada del presidente volvió a la imagen de la residencia de Gadafi, cercada de blanco, con su patio, su tienda de nómada, sus palmeras, y su dromedario. «¿Es posible que un hombre que vive en una casa tan sencilla, un hombre profundamente creyente, un padre de familia, sea capaz de planear un crimen tan abominable? —pensó—. ¿Que odio, que afán de poder, qué deseo de vengar unos males que no han sido padecidos por él ni por su pueblo, pueden impulsarle a querer realizar una acción tan irresponsable? Si realmente ha hecho colocar esa bomba en Nueva York, ¿cómo será posible discutir con semejante fanático?»
Las 23.59. La carrera inexorable de los relojes seguía el ritmo del sordo ronroneo de los aparatos de climatización. Ningún otro ruido turbaba el pesado silencio. Detrás de sus pupitres, hasta los militares, por muy acostumbrados que estuviesen a las crisis, contenían el aliento. Nadie vio aparecer los cuatro ceros de la medianoche en las esferas. Todas las miradas estaban fijas en la torre metálica plantada sobre la arena del desierto, como vestigio petrificado de algún bosque soterrado.
Cinco segundos, diez segundos. Nada. Las doce y treinta segundos. Nada. El primer crujido de un sillón rebajó la tensión del ambiente. Las doce y cuarenta y cinco segundos. Y la torre metálica seguía en su sitio, como tímida antorcha de una esperanza que renacía.
Las doce y un minuto. Se oyeron carraspeos suspiros, ruidos de pies. Una especie de alivio físico reanimaba poco a poco a los reunidos. El acento lánguido de James Mills expresó una vez más lo que muchos pensaban. El georgiano tema el rostro carmesí. Rebosaba entusiasmado.
—¿No se lo había dicho? Ese libio bastardo no es más que un miserable baladrón. ¡Lo único que se merece es…
—Una buena lección —dijo el jefe de la CIA—. Sugiero, señor presidente, que estudiemos con urgencia las modalidades de una acción militar contra Libia.
—¡Eh, no tan deprisa! —terció Middleburger, subsecretario de Estado—. No tenemos ninguna prueba de que Gadafi esté realmente detrás de todo eso.
Mills saltó, enfurecido:
—No vamos a dejar que ese perro se salga de rositas porque no ha podido hacer explotar…
No terminó su frase. Una masa de luz blanca brotó de las pantallas de la sala 2 B 890. El relámpago fue de tal intensidad, el reflejo fue tan cegador, que todos tuvieron que protegerse los ojos con las manos. Desde una distancia de ciento cincuenta kilómetros, las cámaras del satélite captaron la bola de fuego que rugía sobre el mar de arena libio y la lanzaron contra las pantallas del Pentágono, como un hongo de gas en fusión girando en un ciclón multicolor de luz y de fuego.
La visión de pesadilla de los jinetes de san Juan sembrando el Apocalipsis se hizo realidad ante los horrorizados ojos del presidente. Pero ahora un quinto jinete galopaba en cabeza: Muamar el Gadafi, salido de las entrañas del infierno para asolar el mundo.
Mudos de estupor, el jefe del Estado y sus acompañantes contemplaron durante largos segundos el increíble espectáculo. El primer ruido que vino a turbar el silencio total procedía del Blackbird SR 71, que volaba a treinta y dos mil metros sobre el lugar de la explosión. Indiferente a la nube mortal que se extendía bajo sus alas, el piloto transmitía los datos de los instrumentos de a bordo: el número de rayos gamma y de partículas beta que chocaban con sus detectores, la intensidad de los neutrones, el efecto térmico de los rayos X. Pero estas informaciones tenían ya poca importancia para los espectadores de la sala 2 B 890. Para ellos, sólo contaba la horrorosa visión de la pantalla: aquella bola de fuego que subía de la arena.
El presidente estaba muy pálido. Sus dedos agarraron la manga del ministro de Defensa.
—¡Señor! —exclamó—. ¿Cómo habrá conseguido fabricar esa bomba?
Hizo un esfuerzo para levantarse. Todos observaron su semblante desencajado. Habló con voz clara:
—Quisiera que los que lo deseen se unan a mi para implorar al Señor que nos preste su ayuda y su inspiración en esta crisis que se cierne sobre nosotros.
Dicho lo cual, el presidente de Estados Unidos se hincó de rodillas y empezó a rezar.