Octava parte

«Hijos e hijas de Israel:
esta tierra es vuestra tierra»

La escena que se desarrollaba a nueve mil kilómetros de Nueva York ofrecía una imagen idílica de serenidad familiar. Sentada al piano de cola de la residencia del primer ministro de Israel, Hassia, la hija más joven de Menachem Begin desgranaba para su padre las cristalinas notas de un estudio de Chopin. Una menorah estaba colocada sobre el antepecho de la ventana. El propio Begin había encendido una de sus siete velas hacía una hora, para marcar el comienzo de la primera noche de Hanukka, la fiesta de Las Luces, que conmemoraba la reconquista de Jerusalén por Judas Macabeo.

Estaba sentado en un sillón de cuero, cruzadas las piernas, apoyado el mentón en la mano, aparentemente absorto en la música. Pero, a decir verdad, sus pensamientos estaban en otra parte, en otro universo. En el centro de la crisis con que se enfrentaba su país. Sus fuerzas armadas se hallaban en estado de alerta. Acababa de llamar al gobernador militar de los territorios ocupados y a su Embajada en Washington: Cisjordania estaba tranquila. Si estaban al corriente de la terrorífica acción emprendida a su favor, los palestinos no lo dejaban traslucir en absoluto. Idéntico mutismo en Washington. Nada se había filtrado que pudiese revelar al público norteamericano la crisis en curso. Peor aún: los informadores titulares de los israelíes en el interior de la Casa Blanca habían observado el mismo silencio.

La joven pianista se interrumpió al entrar su madre en la estancia.

—Menachem, el presidente te llama desde Washington.

Hassia vio que se ensombrecía el semblante de su padre. Éste le dirigió una cariñosa sonrisa y se alejó pesadamente. «Parece muy fatigado», se dijo ella.

Begin entró en su despacho, situado en el otro extremo de la casa, desde él había sostenido por la mañana su primera conversación telefónica con el jefe del Estado norteamericano. Escuchó, impasible, el relato que le hacía el presidente de sus difíciles negociaciones con Gadafi, y, después, su propuesta de solución para resolver la crisis: Estados Unidos ofrecían a Israel garantizar con su fuerza disuasoria nuclear sus fronteras de junio de 1967. El presidente del Presidium del Soviet Supremo se había avenido ya a hacer participar a la URSS en esta iniciativa. A cambio de ello, el Gobierno israelí debía anunciar su inmediata decisión de retirarse —fuerzas armadas, administración, colonias de población—, de los territorios ocupados y de restituirlos a la jurisdicción árabe.

Begin había palidecido al escuchar los términos del trato, pero permaneció completamente tranquilo.

—Dicho en otras palabras, señor presidente, usted nos pide, a mí y a mi país, que nos dobleguemos al chantaje de un tirano.

—Lo que yo le pido —replicó el presidente—, es sólo que acepte la única solución razonable a la más trágica crisis internacional con que jamás se haya enfrentado el mundo.

—La única solución razonable era la que los rusos nos impidieron aplicar esta mañana…, con o sin la complicidad de su país.

Como de costumbre, el líder judío había hablado con voz ponderada sin delatar en absoluto el tumulto interior en que se agitaba.

—Si su intervención hubiese sido razonable —arguyó el presidente—, yo habría sido el primero en proponerla. Pero mi mayor preocupación en esta crisis Mr. Begin, es salvar vidas humanas. Impedir el holocausto de seis millones de neoyorquinos inocentes, número igual al de judíos asesinados por los nazis, y de dos millones de libios también inocentes.

—¿Se da usted cuenta de que nos pide que pisoteemos los cimientos mismos de nuestra soberanía nacional, para ceder a un acto criminal sin precedentes en la Historia y capaz (usted mismo lo ha dicho esta mañana), de destruir las bases de la paz mundial y del orden internacional?

—¡Mi proposición no afecta para nada a su soberanía, señor primer ministro! —Begin percibió la exasperación del presidente—. Israel no tiene ningún derecho de soberanía sobre Cisjordania, ¡ni lo tuvo jamás! Esos territorios fueron atribuidos en 1947 por las Naciones Unidas a los árabes de Palestina, al mismo tiempo que el pueblo judío recibía un Estado nacional.

—Lamento tener que decirle, señor presidente, que Judea y Samaria no tenían que ser repartidas por las Naciones Unidas. —La fe vibraba en la voz del líder israelí—. Esas tierras fueron dadas al pueblo judío por el Dios de nuestros antepasados, de una vez para siempre.

—Sin embargo, no puede usted pretender, como hombre de Estado responsable del siglo XX, de la era termonuclear, ¡gobernar el mundo a base de una tradición religiosa incierta y de cuarenta siglos de antigüedad!

—Esta «tradición religiosa incierta», como usted la llama, ¡nos ha sostenido y alimentado, nos ha preservado y mantenido unidos, durante cuatro mil años! El derecho de un judío a instalarse en esta tierra es tan inalienable como el de un norteamericano a vivir en Nueva York o en California.

—¿El derecho a instalarse en la tierra de otro pueblo? —El presidente norteamericano se indignó—. Mr. Begin, ¡no puede usted hablar en serio.

—Jamás he hablado más en serio, señor Presidente. En realidad, lo que usted quiere es que Israel se someta a un diktat que reprueba, a un diktat que pone en entredicho el principio mismo de su existencia. Si nos forzase usted a abandonar Judea y Samaria Para obedecer a un dictador totalitario, convertiría de nuevo al pueblo judío en un pueblo de esclavos, destruiría nuestra fe en nosotros mismos y en nuestra patria.

—Mi proposición ofrece precisamente a su país lo que viene reclamando desde hace tanto tiempo: la garantía solemne de su supervivencia. Lejos de debilitar su voluntad nacional, la reforzaría.

La manera pausada, casi meticulosa, con que hablaba el presidente, revelaba a Menachem Begin el esfuerzo que hacía para dominarse.

—¡La garantía de nuestra supervivencia! ¿Qué confianza cree que tendrá mi pueblo en su garantía, cuando se entere de que América, la única nación que se dice amiga nuestra, aliada nuestra, nos habrá obligado a actuar contra nuestra voluntad, nuestros intereses y nuestro derecho a la existencia? Es como si…—. Begin vaciló un segundo en expresar lo que ardía en deseos de decir; pero sus convicciones eran tan fuertes, que no pudo contenerse: —Es como si Franklin D. Roosevelt nos hubiese dicho, en 1939: «Vayan a los campos nazis. Yo les garantizo el buen comportamiento de Hitler».

El presidente sintió que perdía la paciencia. Begin, Gadafi: se encontraba preso entre dos voluntades inflexibles, entre dos fanatismos religiosos.

—Señor primer ministro, no pongo en duda el derecho de Israel a su existencia. ¡Pero sí el derecho de Israel a seguir una política tendente a anexionarse la tierra de otro pueblo!

—Hubo una larga pausa. El presidente fue el primero en hablar de nuevo.

Su voz era cálida, casi vibrante.

—El pacto de protección que le propongo garantiza para siempre la existencia de Israel. Con solo renunciar a los territorios árabes que conquistaron ustedes por las armas, dará la paz a su país y salvará la vida de seis millones de neoyorquinos. En cambio, si insiste usted en su negativa, quiero que sepa que no permitiré que mis compatriotas sean asesinados, sin intentar una última acción. Y ésta será, sin duda, la orden más dolorosa que tendré que dar en mi vida. Declaro solemnemente, Mr. Begin, que, si no evacuan ustedes inmediatamente sus colonias de Cisjordania, ¡las fuerzas armadas de Estados Unidos se encargarán de hacerlo!

Begin estaba aterrado. Por fin estallaba en pleno día la amenaza de recurrir a la fuerza contra Israel que había sentido cernerse en el aire desde el principio de su conversación con el presidente norteamericano. Una extraña visión surgió de las profundidades de su memoria. El no era más que un niñito de cuatro años, temblando detrás de la ventana de su casa de Lodz, en Polonia, cuando una horda de cosacos había entrado al galope en su ghetto, blandiendo unos garrotes grandes como sables, machacando las cabezas y las espaldas de los judíos y pisoteando sus cuerpos con los cascos de sus caballos.

—Señor presidente —dijo, con voz enronquecida por la tristeza—, Israel es una democracia. No puedo asumir la responsabilidad de aceptar o rechazar su proposición…, o, más exactamente, su ultimátum. Sólo mi Gobierno puede hacerlo. Convocaré una reunión urgente del Gabinete y le comunicaré sus decisiones.

Después de colgar el teléfono, Begin pidió un vaso de agua a su mujer. Temblando ligeramente, tomó una de las píldoras que le habían recetado los médicos para casos de gran tensión. Acababa de dejar el vaso cuando el teléfono sonó de nuevo. Esta vez era el ministro del Interior.

—Ehud —le dijo, después de escucharle un momento—, ¡ciérreles el paso! No podemos dejar que hagan eso. ¡Sobre todo esta noche!

En invierno anochece muy pronto en Nueva York y el crepúsculo de aquel lunes 14 de diciembre envolvía ya la ciudad. Los cuatro hombres apostados detrás de la ventana del perista Benny Moscowitz podían apenas distinguir con sus gemelos los rasgos de los clientes que entraban en el Brooklyn Bar & Grill de la esquina de la calle.

—¡Mierda! —gruñó Angelo—. Si ese hijo de puta de árabe no se da prisa en llegar, no tendremos más remedio que encerrar a Benny en la jaula con el cartón de Tampax.

El «cartón de Tampax» era un viejo truco empleado por la policía. Consistía en proteger el anónimo de un confidente encapuchándole con un cartón de cajas Tampax en el que se habían hecho dos agujeros.

Benny consultó su reloj. Eran casi las cinco.

—Debería llegar ahora —murmuró. Siempre lo hace a las cinco en punto.

—Va a pasarlo mal si ese árabe no aparece —gruñó alguien detrás de Angelo.

El policía comprendió la alusión y se volvió. Había hablado el director adjunto de la oficina del FBI en Nueva York. Su jefe, Harvey Hudson, le había enviado allí para dirigir la operación de captura del árabe en cuanto se había enterado en el Puesto de Mando de las revelaciones del perista. Otros varios Feds iban y venían pasando por delante del escritorio de la secretaria de pestañas postizas que golpeaba el suelo con los pies mientras escuchaba en su transistor las canciones del hit parade de la semana, indiferente al tumulto que se había armado a su alrededor.

La colaboración del perista había sido total. Su cliente árabe, que venía todas las noches a beber su seven and seven en el Brooklyn Bar & Grill de la esquina de la calle, había establecido contacto con él por medio del barman. Un día le había alquilado un calibre 38 provisto de silenciador, y se lo había devuelto el día siguiente sin haberlo disparado. Dos días después, había dicho al perista que necesitaba «plástico», dos buenas tarjetas de crédito, sobre todo «frescas», con los documentos de identidad correspondientes. Benny había pensado que aquel tipo estaba forrado. Le había pedido —y conseguido— doscientos cincuenta dólares, precio muy por encima de la tarifa habitual. Después, el miércoles de la semana pasada, el árabe le había encargado un trabajo «a la medida»: hurtar una tarjeta, el viernes siguiente, a un tipo de unos treinta años, de estatura mediana, tez mate y cabellos que no fuesen rubios. Benny había cobrado quinientos dólares por este encargo.

Estas informaciones obligaron a los responsables del Puesto de Mando a reaccionar de prisa. En efecto, era muy improbable que el árabe en cuestión hubiese alquilado él mismo la furgoneta Hertz. Más bien parecía un intermediario. Pero sólo él podía llevar a la policía hasta la persona que le había contratado. El FBI había pensado al principio apretarle las clavijas al barman pero el jefe de policía y el de los inspectores se había opuesto a ello. Echarle la zarpa al barman sería correr el riesgo de «estropear» el bar. El árabe podía enterarse y desaparecer.

Y, en tal caso, la buena pista conduciría al vacío. Era mejor tender una trampa.

Ningún habitual de Union Street habría podido sospechar que pasaba algo insólito aquella tarde en la calle. Sin embargo, el barrio estaba lleno de inspectores y de Feds. Algunos de ellos, disfrazados de obreros de la Compañía de electricidad Consolidated Edison, estaban reventando el asfalto con sus martillos mecánicos. Vistiendo moños azules iban por turno a tomarse una cerveza en el mostrador del bar. Una camioneta con el rótulo de un reparador de televisores de Queens estaba aparcada detrás del establecimiento. Desde su interior, cuatro agentes vigilaban la entrada de servicio del bar. Más lejos, tres negros con aire de, junkies en busca de droga estaban al acecho, para impedir todo intento de fuga por la Sexta Avenida.

A las 17.05 no había aún señales del árabe en cuestión. Angelo, sin soltar sus gemelos, empezaba a impacientarse. No menos impaciente, el director adjunto del FBI acabó por dirigirse al Fed que montaba guardia junto al teléfono.

—Llama al Puesto de Mando y dile a Hudson que seria mejor entrar en el local y pillar al barman.

El Fed se disponía a hacerlo cuando el perista anunció:

—¡Ahí está!

Señaló a un joven delgado vestido con una chaqueta de piel de cordero, qué pasó por debajo del centelleante rótulo de la cerveza Budweiser y desapareció en el interior del Brooklyn Bar & Grill. Allí, un beep sonó en el miniauricular de los policías disimulados entre los parroquianos. Pudieron seguir el avance del árabe hasta su taburete. Tres asientos más allá, un Fed con jersey de cuello enrollado y vieja guerrera militar, de aire absorto hacía girar su jarra de cerveza entre las manos. Era Jack Rand. Angelo entró en el bar y recorrió sin prisa el mostrador. Se detuvo detrás del árabe, que bebía ya tranquilamente su seven and seven. Sin brutalidad, pero con firmeza apoyó en sus costillas el cañón de su calibre 38, mientras le mostraba su placa de inspector.

—Policía —dijo, en voz baja—. Sal conmigo. Tenemos que hablarte.

Antes de que pudiese hacer el menor movimiento, Rand y los tres falsos obreros le habían rodeado.

—¡Hola! —balbució el árabe—. ¿Qué pasa?

—¡Te lo diremos en la comisaría!

Como de costumbre el rostro del general Henri Bertrand permanecía impenetrable. Sin embargo, el hombre echaba chispas por dentro. Desde hacía más de una hora, Paul Henri de Serre examinaba las fotografías de físicos y de terroristas árabes desplegadas sobre la mesa del director del SDECE. Y aún no había descubierto alguna cara conocida. El general no dudaba de su buena voluntad. El hombre estaba dispuesto a todo para atenuar las consecuencias de sus tribulaciones libias. Además, durante el trayecto en automóvil, Bertrand se había convencido de que era inocente de toda complicidad en la muerte de su colega Alain Prévost. Este asesinato, así como la trampa tendida por los libios al mismo De Serre debían de ser obra de los Servicios Secretos de Gadafi. «Esos tipos han hecho progresos —se dijo—. Quizá la KGB les ha dado algunas lecciones. Habrá que averiguarlo cuando acabemos con este asunto».

Se volvió al ingeniero, que estudiaba por segunda vez todas las fotografías.

—¿Ninguna cabeza conocida?

—¡Ni una!

—¡Vaya mierda!

El Gitane tembló en la comisura de los labios del general. Este estaba seguro de tener aquí, sobre su mesa, la totalidad de los documentos disponibles. ¿Por qué no le había proporcionado la CIA todo lo que tenía? En cuanto al Mossad, le había dado, sin duda, todas sus fotos: Bertrand se hallaba, desde hacía casi treinta años, en las mejores relaciones de confianza y de amistad con el Servicio de Información israelí. El director de SDECE estaba perplejo. ¿Tendría que hacer confeccionar un retrato robot del sabio palestino? No confiaba mucho en este procedimiento.

Interrumpió el paseo por su despacho y descolgó el teléfono. La experiencia le había enseñado que había que buscar entre las personas más próximas a una de aquellas que le solían ocultar algo en los asuntos más delicados. Tuvo que marcar varios números antes de establecer comunicación con Paul Robert de Villeprieux, director de la DST, que cenaba esta noche fuera de casa.

—Dígame, querido amigo —preguntó a su colega, —¿habría por casualidad en sus archivos alguna información sobre árabes, probablemente palestinos, implicados en cuestiones nucleares y que no figuren en mis propios expedientes?

El silencio turbado que siguió hizo sonreír a Bertrand.

—Creo que no hace falta que le recuerde… —respondió al fin Villeprieux.

—No se tome ese trabajo, amigo mío. Llame simplemente al secretario general del Elíseo y pídale la autorización del presidente de la República para enviarme inmediatamente todo lo que tenga usted.

Media hora más tarde, un motorista de la Rue des Saussaies traía un estuche al director del SDECE. Este sacó de él un voluminoso sobre sellado y con una inscripción en tinta roja: «El contenido de este sobre sólo puede ser divulgado con autorización expresa del presidente de la República, o, si éste se halla ausente del territorio nacional, con la del primer ministro». En su interior había un largo informe —que había permanecido secreto— sobre la infructuosa tentativa de los Dajani de robar el plutonio de Caradache y sobre su expulsión de Francia.

Bertrand mostró a De Serre la fotografía de Whalid Dajani.

—¿Es éste su hombre?

El ingeniero palideció.

—Sí, es él.

Bertrand le alargó entonces la foto de Kamal.

—¿Y éste?

De Serre examinó atentamente el retrato.

—No me es desconocido… Me parece haberle visto en el laboratorio de extracción.

—¿Y ella?

Bertrand le había pasado la fotografía de Leila.

—No. Nunca había mujeres con nosotros.

El director del SDECE corrió al teléfono.

—Pónganse en comunicación por radio con Langley[21] —ordenó— y digan a nuestro amigo Whitehead que las fotos de las personas que busca están en camino hacia Washington.

Ningún sociólogo había podido reunir un muestrario mas significativo de la sociedad israelí que aquella muchedumbre heterogénea que acudía con la complicidad de la noche, al Muro de las Lamentaciones de Jerusalén. Había profesores de Física del Technikon de Haifa, estibadores yemeníes del puerto de Ashdod, carpinteros de Nazaret, talladores de diamantes de la calle Dizzengoff de Tel-Aviv, campesinos de los kibutzin del Neguev y de Galilea. Había un cantante folklórico, una autoridad mundial sobre el cáncer linfático, un piloto y dos azafatas de la Compañía Nacional israelí El AL. Había incluso un ex ministro de Ben Gurión. Convergían de todos los rincones de Israel, llevando mochilas, modernas maletas Samsonite o viejos maletines atados con cuerdas; menorahs antiguas, guitarras, picos y palas. Unos llegaban a pie; otros, en coches particulares, otros, en autobuses rojos de la Compañía Egged o en camiones de su kibutz.

Todos ellos pertenecían al Gush Emonim, el Bloque de la Fe, movimiento cuyos militantes habían poblado las colonias «salvajes» en los territorios tomados por Israel a Jordania durante la guerra de 1967. Una pasión común los agrupaba; el mismo deseo ardiente de que se cumpliese la promesa de Dios a Abraham: «Te daré, a ti y tu posteridad después de ti, la tierra donde hoy eres extranjero, la tierra de Canaán».

Fundado el día siguiente de la amarga victoria del Yom Kippur, en 1973, el Bloque había agrupado bajo su bandera una nueva generación y un nuevo estilo de sionistas, venidos algunos del extranjero, muchos de los cuales gozaban de situación acomodada, pero todos ellos resueltos a infundir de nuevo en el alma de Israel un espíritu pionero que, en su opinión, se había perdido. No importaba que el mundo entero y que los árabes —es decir, la mayoría de sus compatriotas— hubiesen condenado su acción y juzgado ilegales sus colonias: los hombres y las mujeres profundamente religiosos del Gush Emonim se consideraban hijos de la Redención, al cumplir, con la recuperación de cada parcela de su antiguo patrimonio el mandamiento más sagrado de su religión.

La columna franqueó la puerta de Jaffa, pasó bajo los muros almenados de la torre de David y entró en la Ciudad Vieja. Completamente ignorantes del ultimátum libio que amenazaba Nueva York y su país, se disponían a iniciar una de esas operaciones relámpago que los habían hecho famosos. Todos los detalles habían sido minuciosamente calculados para producir el máximo impacto político, emocional, propagandístico. El nombre en clave de la operación era la antigua orden del profeta Oseas al pueblo judío: Shuvah Israel («Vuelve a tu casa, ¡Oh Israel!»). Se había elegido esta hora, la medianoche, para recordar a estos hombres y mujeres el ejemplo de sus antepasados que en la historia de Palestina habían surgido de las tinieblas para fundar colonias en la tierra de sus padres. En una sola noche, la operación Shuvah Israel añadiría catorce nuevos puntos de población a través de los territorios árabes ocupados.

Esta operación tenía como punto de partida el muro occidental del templo de Salomón, el Muro de las Lamentaciones símbolo místico hacia el que habían vuelto los judíos, durante los dos mil años de la Diáspora, en busca de esperanza y de consuelo.

El responsable de Shuvah Israel, Yaacov Levine condujo su jeep hasta el centro de la explanada. Con su elevada estatura, sus cabellos finamente ensortijados, su frente despejada y su largo perfil rectilíneo, parecía un guerrero asirio de un bajorrelieve de la antigua Babilonia. A sus treinta y dos años, era ya un personaje de leyenda. Había nacido en abril de 1948, en el kibutz de Kfar Etzion, al sur de Jerusalén, poco antes de que ésta cayese, asaltada por la Legión árabe, en el curso de la guerra de la independencia de Israel. Recogido entre los escombros por un soldado beduino, había sido devuelto a los israelíes y criado en otro kibutz. Durante al guerra de 1967, Levine que tenía entonces diecinueve años, había llevado una compañía de paracaidistas a la reconquista del kibutz donde habían perecido sus padres. Era uno de los jefes del Bloque de la Fe.

A su lado se hallaba Ruth Navon, secretaria adjunta del movimiento, una joven alta cuya graciosa silueta, finas facciones y larga cabellera rubia, recordaban el físico de Catherine Deneuve. A diferencia de Levine, Ruth no era natural de Israel. Había nacido en la Argelia francesa, donde se había criado en la atmósfera de miedo y violencia de la guerra.

Mientras los colonos se agrupan a su alrededor, Levine conectó los hilos de un altavoz portátil a la batería de su jeep. De pronto, alguien empezó a soplar en un shofar, el cuerno de carnero con que los sacerdotes de Josué habían hecho que se derrumbasen las murallas de Jericó. La multitud saludó con un clamor el antiguo lamento, cuyos ecos llenaron la explanada. Un grupo de kibutznikin, en vaqueros y sandalias, pataleando al ritmo alegre de una hora, se acercó entonces al jeep. En el centro del circulo giratorio avanzaba un viejo escuálido, tocado con un sombrero redondo de ala ancha y vestido con una raída levita negra. Caminaba con paso vacilante arrastrando las zapatillas y andando a sacudidas, sostenido por dos jóvenes militantes cuya complexión le hacía parecer aún más frágil. Su larga barba hirsuta se movía al ritmo de sus murmullos de agradecimiento. Hacia pensar en un superviviente extraviado de un mundo desaparecido para siempre en las cámaras de gas de Treblinka y de Auschwitz, en un amable patriarca de un ghetto de la Europa Central disponiéndose a dar sabiduría y consuelo a sus nietos, al terminar la jornada.

Pero el rabino Zvi Yehuda Kook no era nada de esto. No eran Menachem Begin, ni Ariel Sharon, ni Moshe Dayan, ni ninguna de las figuras legendarias del Israel moderno, quienes dirigían la acción de los colonos de Gush Emonim. Era este rabino nonagenario, inverosímil heraldo del judaísmo militante, sucesor de los guerreros vengadores del Antiguo Testamento, donde había encontrado la fuente y la justificación de su visión mesiánica. Era el fundador, la fuerza espiritual que animaba este movimiento; el que había enviado millares de adeptos a reivindicar la posesión de los territorios árabes; el que había dado forma a la filosofía en cuyo nombre habían puesto aquellos en peligro la paz de su país y del mundo, desafiando a los vecinos árabes de Israel, a tres presidentes de Estados Unidos y a la dirección colegiada al frente de la Unión Soviética.

El rabino Kook había descubierto su mensaje profético en las venerables páginas de los Talmuds de Babilonia y de Jerusalén y en los escritos de los profetas y los sabios de Israel a los que había consagrado toda una vida de estudio. Como la mayor parte de las ideas capaces de inflamar a las multitudes, la suya sacaba su fuerza de su extremada sencillez. Dios había elegido al pueblo judío para que revelase, mediante la profecía, Su naturaleza y Su obra a la Humanidad. Había dado a Abraham y a los hijos de Israel la tierra de Canaán, para consagrar la naturaleza del lazo privilegiado que les unían, a fin de desarrollar el alma judía y proporcionar al pueblo de Dios el alimento espiritual y material que le haría falta para cumplir la misión que le había sido encomendada.

El anciano inspirado observó los extáticos rostros que le rodeaban. Se sentía animado por el soplo de los profetas, por la llama de los que habían asumido, como él en el día de hoy, la terrible responsabilidad de guiar al pueblo judío por los caminos oscuros y difíciles que Dios le había trazado.

—Hijos e hijas de Israel, hermanas y hermanos míos —exclamó Kook, a través del megáfono que sostenía Levine—, esta noche vais a cumplir, en nombre de todo el pueblo judío uno de los deberes más sagrados de nuestra fe. Después de dos mil años de ausencia, vais a consagrar nuestro retorno a nuevas parcelas de la Tierra Santa legada por Dios a nuestros padres.

Hizo una pausa para recobrar aliento.

—No dejéis qué nadie os engañe u os confunda. Esta tierra es VUESTRA tierra. Los que se instalaron en ella lo hicieron usurpando vuestros derechos. —Levantó una mano apergaminada en dirección a Samaria—. Es preciso que todos sepan, de una vez para siempre que allá no hay tierra ni territorio árabes. Es la tierra de Israel, la herencia eterna de nuestros padres. Aunque otros vinieron a instalarse en ella en nuestra ausencia, jamás renunciamos a nuestros lazos ni a nuestros derechos sobre ella, ¡jamás dejamos de denunciar el dominio cruel, ilegitimo, que unos extranjeros impusieron a nuestro suelo!

El viejo profeta se interrumpió de nuevo. La visión de este anciano gastando sus últimas fuerzas en exhortar a sus discípulos al cumplimiento de su sueño sagrado, había emocionado a los asistentes. Para Levine, el rabino Kook parecía ser esta noche «el enviado del Mesías, llegado, al fin, para anunciar la resurrección de Israel».

—Dejad que nos combatan los que quieren imponer una paz quimérica en el Próximo Oriente —prosiguió el viejo rabino—. Meditad en las palabras del profeta Ezequiel «¡Os libraré de los que se alzan y se rebelan contra mi! ¡Los expulsaré de la tierra que usurparon y no volverán a pisar el país de Israel!» Si nuestros enemigos quieren la paz en el Próximo Oriente, ¡que respeten, ante todo, la ley divina! ¡Hijos e hijas de Israel —dijo a voz en grito—, id a hacer triunfar el derecho! —Levantó los brazos—. ¡Id y cubrios de gloria! ¡Id en nombre de todos nuestros hermanos dispersados! ¡Esta noche sois instrumentos de la voluntad de Dios, vehículos de Su profecía!

El anciano se dejó caer despacio sobre el asiento del jeep y un vibrante clamor se elevó de la muchedumbre. El estridente sonido del silbato de Yaacov Levine hizo que los colonos corriesen a sus vehículos.

Cuando la caravana guiada por Levine y Ruth dejó atrás las antiguas murallas de Jerusalén para hundirse en el valle del Cedrón, dos jóvenes oficiales del Ejército israelí avisaron por radio al Puesto de Mando de su unidad. Uno de ellos preguntó a su camarada:

—¡Sabes dónde les esperan nuestras fuerzas?

—Precisamente delante de Jericó.

«¡Se está retrasando!» pensaba con impaciencia Leila Dajani, sintiendo decenas de miradas fijas en ella como sanguijuelas. Eran las 7.30 de la tarde y la calle 12 Oeste se veía invadida por una fauna de jovenzuelos que salían de La naranja mecánica y de homosexuales con traje ceñido y botas de cuero que se ofrecían por un bocadillo o una dosis de droga.

Leila vio, al fin, a su hermano que salía de una pizzería, con su gorra a cuadros hundida hasta las orejas, levantado el cuello de su chaqueta de cuero y con una caja llena de pizzas bajo el brazo. Kamal se puso al lado de su hermana y, juntos, empezaron a bajar por la calle 12 Oeste.

—¿Todo bien en Dobbs Ferry? —preguntó él.

Leila asintió con la cabeza.

—Salvo que Whalid ha empezado de nuevo a beber. Esta mañana se compró una botella de whisky.

—¡Déjale que beba! —rió su hermano—. Ahora ya no puede fastidiarnos. Sin duda se siente aliviado al no tener que ver más su juguete…

Kamal observaba los escaparates de los sex-shops, ante los cuales se aglutinaba la silenciosa multitud de pequeños empleados de los rascacielos de Manhattan. Su mirada se fijó en los ojos oscuros de una adolescente en minifalda que ofrecía su cuerpo flaco a la sombra de la puerta de un bar. Le dirigió una sonrisa. Se había acostado con ella hacía un momento por veinticinco dólares. Una escapada a la chita callando, maquinal, contraviniendo todas las reglas de prudencia aprendidas en Trípoli. «Quizá será la última vez», se había dicho, arrojándose sobre ella como una bestia.

«Decididamente odio esta ciudad —se dijo mientras caminaba—. No odio a los judíos de Israel, sino a los norteamericanos… Satisfechos, arrogantes, dando siempre lecciones a todo el mundo…, considerándose la conciencia del Universo. —Escupió en el suelo—. ¿Por qué nos dan tanto asco a todos nosotros? —Tanto a los tipos de la banda Baader que había conocido en Alemania como a sus amigos de las Brigadas Rojas italianas, a los iraníes y a los extraños y menudos japoneses con quienes se había adiestrado en Siria—. ¿Qué hay en ellos para que nos resulten tan detestables?»

—¿Qué haces esta noche? —preguntó de pronto a su hermana.

—Nada especial. He tomado una habitación en el Hilton. No saldré de ella hasta mañana. Hasta el momento de ir a buscarte.

—¡Perfecto!

Siguieron bajando por la calle 12 Oeste y pasaron por delante de una quincallería instalada en el número 74.

—¡Qué hora marca tu reloj?

—Las siete y treinta y seis.

—Nos encontraremos aquí a las once de la mañana. Si no estás, volveré a las once y diez y a las once y veinte. Si todavía no has llegado, volveré al refugio por mis propios medios.

Apoyó las manos en los hombros de su hermana.

—Pero, por lo que más quieras, si pasara algo y quisieras avisarme en el garaje, hazlo de manera que esté bien seguro de que eres tú. Porque, a partir de esta noche, al menor ruido sospechoso, dispondré el sistema de explosión automático.

Apretó el hombro de Leila.

Ma Salameh —dijo—, todo irá bien. Inch Allah!

Y desapareció entre la multitud, para su última noche de vela entre ratas, al lado de la bomba instalada en el corazón de la ciudad que ansiaba destruir.

—¡Échate ahí, muñeca!

El proxeneta Enrico Díaz se había tumbado sobre las sábanas de seda dorada, apoyada la cabeza y los hombros en la pared de laca negra, separadas las piernas, envuelto hasta los tobillos en los pliegues satinados de su chilaba. Gracias al polvo que acababa de aspirar por la nariz, flotaba deliciosamente en una ingravidez de nirvana.

Dos de sus chicas reposaban sobre una esquina del lecho, compartiendo el éxtasis de un porro cuyo acre olor se mezclaba con el del incienso cingalés que se consumía en los pebeteros de bronce fijados en el muro. Su tercera chica, Anita, estaba arrodillada a sus pies, como una suplicante ante su sumo sacerdote. Era una larga y delgada criatura de unos veinte años, oriunda de Minnesota cuya rubia cabellera caía revuelta sobre sus hombros. Se arrimó a él. Sus labios se habían inmovilizado en un mohín que le daba cierto aire de Marilyn Monroe. Llevaba un ajustado pantalón verde esmeralda que le había regalado Rico —con dinero ganado por ella—, y un sujetador de blonda negra, sin tirantes, que hacía saltar de un papirotazo ante sus clientes impacientes.

—¿Sabes qué ha hecho hoy tu hombre por ti? —le preguntó Rico.

Anita meneó la cabeza.

—Te ha librado de cinco años de chirona.

—¡Oh, querido! Tú…

—Si. He visto a un tipo. He hecho que retirasen la denuncia.

Anita iba a arrojarse en brazos de su hombre, cuando éste se irguió. La agarró de los cabellos y la hizo bascular hacia atrás.

—¡Pedazo de imbécil! ¡Te tenía dicho que nunca debes atracar a un cliente!

—¡Me haces daño, Rico! —gimió Anita.

El chulo tiró más fuerte.

—¡No quiero que los guripas vengan a husmear alrededor de mis chicas! ¿Lo has entendido?

Rico deslizó una mano debajo del colchón y sacó una navaja de muelle. Anita se estremeció al ver la hoja reluciente en la penumbra. Antes de que tuviese tiempo de hacer un ademán, Rico hizo silbar la hoja delante de su cara.

—¡Debería cortarte los labios!

Un corte en la boca con una navaja era la venganza tradicional del proxeneta contra la chica que infringía las consignas.

—Pero tengo otra idea…

Dejó caer la navaja y, con lento movimiento, se levantó los faldones de su chilaba, centímetro a centímetro, hasta dejar al descubierto su miembro ya erecto. Seguía sin soltar los cabellos de la muchacha.

—Y ahora, pequeña marrana —dijo, sacudiendo violentamente la cabeza de Anita, —¡vas a decirle a tu señor cuánto lamentas las molestias que le has causado!

En ese preciso instante sonó la campanilla de la puerta de entrada.

Rico se puso lívido al ver a los dos individuos de traje caqui y boina negra plantados en el umbral. El más alto señaló la escalera con la cabeza.

Vámonos —ladró—, ¡hay trabajo![22].

En Jerusalén empezaba a despuntar la aurora del martes 15 de diciembre detrás de los campanarios del Monte de los Olivos. Con los ojos medio cerrados detrás de sus gruesas gafas, Menachem Begin escuchaba con aire cansado el torrente de imprecaciones que lanzaban, desde hacia una hora, los miembros de su Gobierno. Como esperaba, la amenaza del presidente norteamericano había desencadenado la más fuerte tempestad que jamás se hubiese dado en la sala del Consejo; un temporal más violento que todos los debates que habían precedido a la Guerra de los Seis Días, más furioso que las recriminaciones que siguieron a la Guerra del Yom Kippur, más apasionado que las discusiones que habían llevado a la incursión de Entebbe. Dejando que las inflamadas frases se cruzasen a su alrededor, Begin trataba de contar sus partidarios entre los catorce personajes que compartían con él la responsabilidad del gobierno de Israel. Como había previsto, la reacción más brutal contra la amenaza norteamericana era la del ministro de la Construcción, Benny Ranan.

El antiguo paracaidista se había puesto en pie. Golpeando el aire con sus puños de boxeador, reclamaba la movilización inmediata y total de las fuerzas de defensa israelíes, para oponerse a toda intervención norteamericana en el suelo nacional. Su más ardiente partidario era el rabino Orent, representante del partido religioso. Una unión extraña, pero sumamente simbólica: el creyente místico y el ateo indiferente, la sinagoga y el kibutz, el hombre de la Biblia, aferrado a su tierra porque Dios la había dado a sus padres, y el hombre de la espada, obsesionado por la seguridad de su pueblo. «Una alianza —pensaba Begin—, ¡que encarna la fuerza de Israel!»

Para sorpresa suya, el partidario más encarnizado de su compromiso con los americanos era el ministro del Interior, Ehud Nero, un halcón a quien la opinión pública había atribuido siempre las decisiones más extremistas del Gobierno. Según él, había que aprovechar la ocasión para arrancar a los norteamericanos y a los soviets garantías que pusiesen para siempre a Israel a salvo de cualquier amenaza. Esto permitiría reducir el peso abrumador del presupuesto de defensa, que llevaba al país a la ruina, ¡con más seguridad que Gadafi y su bomba!

El viceprimer ministro, el calvo arqueólogo Jacob Shamir y el ministro de Defensa, antiguo comandante en jefe de la Aviación, Ariyeh Salamon eran de opinión de buscar un camino intermedio. La decisión a tomar era de tal gravedad, había dicho Shamir que había que invitar a los lideres de la oposición laborista a participar en el debate, a fin de que la decisión final contase con un consenso nacional. Begin no tenía la menor intención de dejarse pillar en esta trampa, consciente de que en tal caso perdería con toda seguridad el dominio de la situación.

Todavía decepcionado por la anulación, en el último momento, de su ataque contra Libia, el general Yaacov Dorit, jefe supremo de las fuerzas de defensa, se mantenía en prudente expectativa. Pero Begin estaba convencido de que, como buen militar, se mostraría, cuando llegase el momento, resuelto a resistir a los norteamericanos. El Primer Ministro podía contar pues, con cinco votos para oponerse al ultimátum de Washington: los del paracaidista Ranan, el rabino Orent y los ministros de Hacienda, de Asuntos Exteriores y de Educación. En contra, estaban el ministro del Interior Nero, el de Justicia y el de Energía y Comercio, los tres, observó Begin con pesadumbre, miembros de su propio partido y también los ministros de Comunicaciones y de Trabajo, pertenecientes al partido reformista. Al no haberse pronunciado Shamir y Salamon, había un desesperante empate en el Gobierno.

Begin carraspeó para llamar la atención del Consejo. Vestido tan severamente como de costumbre —chaqueta abrochada, nudo de la corbata en su sitio, cuidadosamente plegado el pañuelo del bolsillo del pecho—, seguía tan sereno, tan dueño de si como al amanecer, cuando había recibido la primera llamada telefónica del presidente de Estados Unidos.

—Quiero recordar a cada uno de ustedes nuestra responsabilidad fundamental ante el país y ante la Historia: tenemos que permanecer unidos. Cada vez que los judíos permitieron que nuestros enemigos o nuestros amigos nos dividiesen, las consecuencias fueron catastróficas.

La aparición de un miembro de su guardia personal interrumpió al primer ministro.

—Discúlpeme, Menachik —dijo aquél, con esa familiaridad israelí que horrorizaba a Begin—, pero llaman urgentemente por teléfono al general Dorit.

—Nuestras fuerzas no han conseguido detener a todos los colonos que partieron anoche de Jerusalén —declaró Dorit a su regreso.

Todo el mundo conocía la habilidad con que los militantes de Gush Emonim escapaban de sus perseguidores.

—La oscuridad, las circunstancias…—. dijo Dorit.

No hacía falta que dijese más. El Gobierno sabía que la caza de colonos no era tarea que galvanizase el celo de los soldados del Ejército israelí.

Begin se irguió, conteniendo mal su cólera.

—General ¡la incapacidad de nuestras fuerzas para neutralizar la operación de esta noche es trágica! Dentro de unas horas, los colonos se reagruparán para gritar su victoria a todos los vientos. ¡Gadafi o los norteamericanos no necesitarán otro pretexto para pasar a la acción!

—¡Hay que actuar con toda urgencia! —exclamó vivamente el ministro del Interior—. Esos fanáticos ponen la patria en peligro. Pido al Gobierno que ordene a las fuerzas de defensa que procedan a la inmediata expulsión de todas las colonias implantadas en los territorios ocupados. La publicidad de esta medida debería permitir a los norteamericanos iniciar las negociaciones con Gadafi y obtener la anulación de su ultimátum contra Nueva York. Después veremos si es posible hallar los términos de un acuerdo que podamos aceptar.

Begin se volvió al jefe de las fuerzas de defensa.

—General ¿podemos contar con el Ejército para evacuar las colonias por la fuerza? ¿Todas las colonias?

—¿Dirá usted a nuestras unidades los motivos de la operación?

Begin arqueó las cejas con aire perplejo.

—Porque si les dicen la verdad —prosiguió el general—, se negarán a obedecer. Nuestro Ejército es expresión de la mayoría y, sea cual fuere el sentimiento de la mayoría en lo tocante a esas colonias, nadie aceptará en este país que hagamos la guerra contra unos judíos. ¡Ni siquiera para salvar Nueva York!

—¿Y si no damos el verdadero motivo?

Dorit, confuso, se encogió de hombros.

—Ni siquiera en este caso podríamos estar seguros de la obediencia de nuestras tropas…

Extrañamente, Begin pareció casi aliviado. Miró al ministro del Interior.

—Ya ve usted, mi pobre Ehud, que, aunque quisiéramos, no podríamos capitular ante la amenaza de Gadafi. Nos expondríamos a arrastrar a nuestro país a una guerra civil.

Se había quitado las gafas y jugueteaba con la montura mientras hablaba.

—Sé que me acusarán de dejarme llevar también por el mito de Massada. Pero creo sinceramente que no tenemos alternativa. ¡No debemos ceder a Gadafi ni a los norteamericanos!

—Los norteamericanos se están tirando un farol —gruñó Ranan—. ¡Jamás se atreverán a venir aquí! Y si se atreven, ¡les daremos para el pelo!

Begin le miró con aire glacial.

—Me gustaría pensar como usted, pero temo que peque de optimista.

Volviéndose a Dorit, prosiguió:

—Pero exijo que hagamos un acto simbólico y que nuestras fuerzas evacuen, si es preciso manu militari, el cuartel general de los colonos en Samaria, la colonia de Elon Sichem. Allí residen todos los jefes del movimiento. La iniciativa que tomaron ayer constituye una intolerable provocación en las circunstancias actuales. Pida a nuestra Embajada que comunique esta decisión a los norteamericanos. Tal vez esto impedirá una acción por su parte.

«¡Qué barbaridad! ¡Deben figurarse que les traigo a Jomeini en persona!» pensó asombrado, Angelo Rocchia, empujando fuera del coche al árabe a quien acababa de detener en el bar de Brooklyn. En el rascacielos de Federal Plaza, varios Feds, con el dedo en el gatillo del revólver en el fondo del bolsillo, se precipitaron alrededor de los dos hombres para escoltarles hasta el ascensor reservado al FBI. Entonces pudo Angelo examinar a su gusto al prisionero. Era un hombre de unos treinta años, más bien enclenque, de tupidos cabellos negros y relucientes y un bigote que disimulaba unos labios finos y afeminados y el huidizo mentón.

Quentin Dewing; el jefe de policía, Bannion; Salisbury, de la CIA; Hudson, Al Feldman…, todos los jefazos estaban allí, en el rellano, cuando se abrieron las puertas del ascensor en el piso veintiséis. Durante un segundo, Rocchia tuvo la impresión de que era una vedette disponiéndose a recibir un Oscar.

—¡Buen trabajo! —dijo el jefe de policía—. ¡Es nuestro primer éxito!

Cuando le hubieron tomado las huellas digitales y fotografiado desde todos los ángulos, el árabe, que dijo llamarse Mustafá Kaddurri, fue conducido a la sala de interrogatorios del FBI. Blandas moquetas cubrían el suelo. El sitio reservado al sospechoso era un mullido canapé azul oscuro, cubierto de almohadones. Sobre una mesa baja había periódicos, cigarrillos, una cafetera y varias tazas. Frente al canapé, dos sillones para las personas encargadas del interrogatorio. Este ambiente refinado tenía por objeto tranquilizar y desarmar a los que habían de ser interrogados.

El menor ruido, el frotamiento de una cerilla, un suspiro, eran automáticamente registrados por micros ultrasensibles, disimulados en los brazos de los asientos. En las paredes, unas acuarelas ocultaban los objetivos de una serie de cámaras. En el tabique opuesto al canapé, un gigantesco espejo era, en realidad, un cristal sin azogue. Detrás de él había una cabina de control donde una veintena de personas podían ver y oír cuanto pasaba en la sala de interrogatorios. La detención del árabe daba derecho a Angelo Rocchia a ocupar un sitio allí. Fascinado, observó los rostros a su alrededor.

—Diga, jefe— murmuró, señalando discretamente a una joven morena con pulóver y pantalón, —¿quién es esa muñeca?

—Servicio Secreto israelí —murmuró Feldman. Mossad.

Liberado de sus esposas, el árabe se había sentado en el borde del canapé. Dos Feds rebullían a su alrededor, más preocupados —pensó Angelo con indignación— de asegurarse de su comodidad que de arrancarle enseguida lo que sabía. Cuando creyó que el interrogatorio iba a empezar, el neoyorquino vio que uno de los Feds sacaba del bolsillo una tarjeta y la mostraba al árabe.

—¡Serán cretinos! —murmuró al oído de Feldman. Tenemos al tipo que puede llevarnos hasta el barril, —¡y esos cagones pierden el tiempo mostrándole su maldita tarjeta!

Feldman se encogió de hombros, resignadamente. La «tarjeta» era el documento impreso que llevaban consigo los inspectores y los agentes del FBI. Tenía por objeto recordar a todos los que caían en manos de la policía los derechos civiles en que podían ampararse. Así, el árabe tenía derecho a exigir la presencia de un abogado antes de contestar a cualquier pregunta. El ambiente de la cabina de control se había puesto súbitamente tenso. Todos pensaban que los esfuerzos por encontrar la bomba podían terminar allí. Si el árabe pedía un abogado, quizá pasarían horas antes de que pudiese ser interrogado, y mas horas aún antes de que se pudiese lograr su confesión a cambio de su libertad.

El árabe rechazó la tarjeta: no necesitaba abogado. No tenía nada que decir. Entonces, un joven Fed irrumpió en la cabina de control.

—¡Nosotros lo tenemos ya fichado! —anunció, con aire triunfal.

Sus huellas digitales habían sido transmitidas al Cuartel General del FBI en Washington, donde la memoria del ordenador de la Seguridad federal las había comparado con los cientos de miles de huellas de todos los individuos detenidos en Estados Unidos durante los últimos diez años. Después, habían sido enviadas a Langley, donde el ordenador de la CIA conservaba en su memoria las de todos los terroristas palestinos fichados en los archivos de los principales servicios de información del mundo. Tres minutos después de haberlos ingerido, la máquina había hecho clic y comunicado los datos de la ficha del árabe.

Se trataba de un tal Nabil Suleiman, nacido en Belén en 1951, detenido por primera vez por los israelíes en 1969, después de una manifestación organizada por los alumnos del colegio árabe de Jerusalén. En 1972 había sido detenido de nuevo y condenado a seis meses de arresto por tenencia ilícita de armas. Al salir de la cárcel, su pista se perdía durante un año, desaparición que el Mossad atribuiría después a permanencia en uno de los campos de instrucción del FPLP de Georges Habache, en el Líbano. En 1975 había sido identificado como uno de los terroristas que habían colocado una carga explosiva en una cesta de provisiones, en el mercado Mahane Yehuda de Jerusalén. Tres ancianas habían resultado muertas, y otras diecisiete personas heridas, en aquel atentado. Después, el llamado Nabil Suleiman se había desvanecido en el aire.

—¿Han preguntado en el Departamento de Estado y en la Oficina de Inmigración? —preguntó Dewing, comparando la Fotografía de la ficha con el hombre de la sala de interrogatorios.

—Sí, señor —respondió el joven Fed—. No saben nada de ese individuo. Es un inmigrante clandestino.

Sin embargo, en la sala de interrogatorios el árabe había accedido a decir dónde se alojaba: Century Hotel, 8444 Atlantic Avenue, Brooklyn.

—Envíen enseguida dos muchachos allá abajo —ordenó Hudson.

Su dirección era, por lo visto, la única información que el palestino pensaba dar. Bajando los ojos, se encerró en una expresión de despectiva hostilidad.

Angelo le observaba atentamente. «Un tipo duro —se dijo—. Un hombre adiestrado en los campamentos de fedayines y que va a Israel a colocar bombas no puede ser un zoquete. Si los Feds se imaginan que van a derretirle con sus bellos cojines y su café ¡están aviados!» Rocchia no había digerido aún la humillación que le había infligido Rand en casa de Benny, el perista. Se inclinó hacia Feldman.

—Jefe, procure que, yo pueda estar diez minutos a solas con él. A fin de cuentas, yo le eché el guante, ¿no?

Cinco minutos más tarde, Angelo se instalaba en el sitio de los dos Feds, delante del árabe. Feldman había tenido que hacer intervenir al jefe de policía para que los señores del FBI se aviniesen a ceder su presa, aunque sólo fuese momentáneamente, a un vulgar inspector neoyorquino. En la cabina de control, la tensión estaba al máximo. Angelo sentía todas las miradas fijas en él. Sabía que, si fracasaba, los Feds no se lo perdonarían. Pero, a pesar de la urgencia, resolvió actuar con calma. Dirigió una sonrisa paternal al árabe y sacó su bolsita de cacahuetes.

—Coge uno, amigo.

«Cerrado como una ostra ese pequeño», pensó, al ver el seco movimiento de la cabellera negra. Angelo se echó atrás y se metió tranquilamente varios cacahuetes en la boca.

—Para comer cacahuetes, Nabil, no necesitas abogado.

Había soltado el nombre como un garrotazo. Vio que el árabe se estremecía. Angelo se retrepó en un sillón y masticó despacio el resto de sus cacahuetes, para que el otro tuviese tiempo de reflexionar sobre el hecho de que su verdadera identidad era conocida. Después, se inclinó hacia delante.

—No todos los polis tenemos los mismos métodos, ¿sabes?

Hablaba en el mismo tono grave, confidencial, que había empleado sin éxito con el perista.

—Los Feds tienen el suyo. Yo tengo el mío. A mí me gusta poner las cartas boca arriba. Por las buenas.

—No se canse —gruñó el árabe—. No hablaré.

—¿Hablar? —Angelo soltó una carcajada—. ¿Quién te ha pedido que hables? ¡Escucha! Sólo te pido que escuches.

Se desabrochó la chaqueta e introdujo los pulgares en las sisas del chaleco.

—Bueno vayamos al grano: has sido detenido por traficar con objetos robados. Debido a ese fajo de tarjetas de crédito robadas que Benny Moscowitz te vendió el viernes por quinientos pavos… —Angelo se interrumpió y dirigió una sonrisa amistosa al árabe—. A propósito, pequeño, pagaste demasiado. La mercancía valía doscientos cincuenta, no más.

Si lo hubiese dicho a un maniquí de cera, no habría obtenido otra reacción.

—¡Métete bien en tu linda cabecita que esto te costará tres años como mínimo! Dependerá del juez. En cuanto a mí, se me da una higa que vayas o no a chirona. Sólo me interesa saber a quién diste las tarjetas.

—Repito que no tengo nada que decir —insistió el árabe, siempre con la misma hosquedad.

—Muy bien, amigo. No estás obligado a hacerlo. Hace un momento has leído cuáles son tus derechos.

La voz de Angelo se hizo tranquilizadora, casi amistosa. Con aire pensativo, mostró el gran espejo instalado detrás de él.

—¿Ves eso…? Es un falso espejo. Al otro lado hay al menos veinte tipos que nos están mirando. Jueces, Feds, gente de toda clase. Incluso hay una ratita que se interesa mucho por tu persona.

Angelo hizo una pausa para dar tiempo al árabe de manifestar su curiosidad.

Pertenece a esa cosa israelí…, ¿cómo la llamáis? ¡ah, sí el Mossad!

Angelo se interrumpió de nuevo con el pretexto de ajustarse la corbata, pero sin dejar de mirar a su presa por el rabillo del ojo. Por fin vio una señal de inquietud en el palestino.

—Bueno, consideremos la situación. —Su voz había adquirido súbitamente un tono frío, indiferente—. Sabemos que eres un inmigrante clandestino. No tienes el visado norteamericano. Y nosotros tenemos un tratado con los israelíes. Para la extradición de los terroristas ¡Así! —Angelo hizo chascar los dedos—. Por cierto que ya hay un tipo en el tribunal que se ocupa de tus papeles de extradición. Y esa chica del Mossad tiene un avión dispuesto para ti, sólo para ti, en el aeropuerto Kennedy. Calcula que estarás a bordo antes de las ocho de esta tarde.

Angelo observó un brusco cambio de expresión en el semblante del árabe. «Unos minutos más, y habremos acabado», se dijo.

—No hay donde elegir, pequeño. Tendremos que entregarte a tus primitos de Israel. ¡Qué remedio! En realidad, no hay motivo para retenerte en América por unas insignificantes tarjetas de crédito robadas…

Se sacudió las cáscaras de cacahuete que habían caído sobre su chaleco y se abrochó la chaqueta, como disponiéndose a marcharse.

—¿No quieres decirnos nada? Estás en tu derecho, en tu perfecto derecho. Pero, en este caso, no tenemos ninguna razón para retenerte.

Angelo se levantó.

—Espere. ¡No comprendo!

—Sin embargo, es muy sencillo. Toma y daca. Tú nos echas una mano y nosotros te ayudamos. Te convertimos en testigo. En tal caso, nos vemos obligados a tenerte con nosotros. Ya no podemos pensar en enviarte a los judíos.

Angelo estaba ahora en pie. Se estiró, haciendo crujir sus articulaciones.

—Si continúas mudo, ¿qué podemos hacer? Tenemos que entregarte. Es la ley.

El policía daba ahora vueltas alrededor del árabe.

—Debes conocer mejor que yo a los colegas del Mossad. Por lo que me han dicho, no se molestan en exhibir tarjetitas como la que te han mostrado los Feds… —Una ligera sonrisa se dibujó en sus labios—. Sobre todo cuando tienen ocasión de pasar largas horas a solas en un avión con un árabe que puso una bomba en un mercado y mató a tres viejecitas de su país. ¿Ves lo que quiero decir? Quiero decir que no debes esperar que te sirvan champán en el avión.

El semblante del palestino se había petrificado al serle recordado el atentado de Jerusalén.

—Bueno —dijo—. ¿Qué quiere usted?

Angelo volvió a sentarse. Pellizcó delicadamente los pliegues de su pantalón y cruzó las piernas.

—Charlar contigo, pequeño; sólo charlar unos minutos.

Grace Knowland manifestó viva sorpresa al ver que su hijo Tommy esperaba delante de la puerta del cuartel del VII, en Park Avenue. Eran más de las siete de la tarde del lunes 14 de diciembre, y el partido de tenis habría tenido que empezar hacía diez minutos.

—¡Mamá! —gimió el chico, desesperado—. ¡El partido ha sido suspendido!

Grace trató de calmar con un beso la decepción del muchacho, que pataleaba enfurecido.

—¿Por qué razón querido?

—No lo sé. Dentro está lleno de gente, y nadie quiere dejarnos entrar. Ni siquiera me han permitido ir a buscar mi raqueta.

Grace suspiró. Decididamente, todo salía mal aquel día. Su viaje inútil a Washington, pues el alcalde no había vuelto a Nueva York en el avión de línea regular; sus infructuosos esfuerzos por tratar de arrancar al oficial de prensa algún detalle sobre la reconstrucción del South Bronx; los empujones para llegar hasta aquí, sólo para enterarse de que el partido de tenis de su hijo no se celebraba…

—Querido, al menos trataré de recuperar tu raqueta.

Se dirigió al soldado de la policía Militar que vigilaba la entrada del edificio.

—¿Qué sucede? ¡Mi hijo tenía que disputar aquel un partido de tenis, esta tarde!

El soldado hizo chocar las manos enguantadas de negro.

—No tengo la menor idea, señora. Lo único que sé es que me dieron la orden de impedir la entrada a este lugar. Se está celebrando un ejercicio en el interior.

—No creo que mi hijo les estorbase en lo que están haciendo, sólo por ir a buscar su raqueta en el armario —insistió Grace, en tono zalamero.

El soldado encogió los hombros, con aire turbado.

—¿Qué quiere usted que le diga? Me han dado una orden. ¡Prohibida la entrada!

Grace se amoscó. Los representantes del The New York Times no estaban acostumbrados a que les cerrasen la puerta en las narices.

—¿Quién es aquí el responsable?

—El teniente. ¿Quiere usted que le llame?

Unos minutos después el policía militar volvió en compañía de un joven y sonriente oficial. Este miró a Grace con interés.

—Teniente— dijo ella—, ¿qué sucede aquí tan importante que impide que un chiquillo de doce años vaya a buscar su raqueta de tenis en su armario?

—Nada muy importante señora. Sólo un ejercicio para estudiar la mejor manera de limpiar de nieve las calles de Nueva York y determinar la ayuda que puede prestar el Ejército al municipio, en caso de grandes nevadas como la de la semana pasada. Esto es todo.

Grace tuvo una inspiración. A fin de cuentas, quizá no habría perdido del todo su jornada.

—Soy Grace Knowland, de The New York Times, y estoy haciendo precisamente una encuesta sobre la cuestión. Me encantaría hablar con el responsable de este ejercicio y conocer sus conclusiones.

El joven teniente adoptó un aire afligido.

—Lo siento muchísimo, pero no puedo servirla —dijo—. Yo no tengo nada que ver. Sólo estoy aquí para la vigilancia del cuartel.

Tommy miraba con admiración el revólver que pendía del cinturón del oficial.

—¿Está cargado tu Colt?

—Claro que sí, pequeño.

Volviéndose a Grace, el teniente propuso:

— Escuche; si su hijo me dice donde está la raqueta, iré a buscarla. Y al mismo tiempo, diré al comandante que usted desea verle.

Cuando reapareció el joven oficial, golpeó fuertemente las cuerdas de la raqueta con la palma de la mano.

—He aquí unas cuerdas bien tensadas —dijo al joven Tommy—. ¡Debes de ser un buen jugador!

Luego, sonrió a Grace y explicó:

—Me han dicho que todas las preguntas referentes al ejercicio en curso deben dirigirse al comandante McAndrews, oficial de prensa del cuartel general del Primer Ejército. —Le tendió una hoja de papel—. Éste es el número de su teléfono.

El oficial se quedó contemplando a la joven con aire arrobado.

—Si volviese usted para hacer un reportaje —añadió tímidamente—, ¿podríamos tomar juntos un café?

Grace había observado el nombre inscrito encima del bolsillo de su guerrera.

—Será un placer, teniente Daly. Hasta pronto.

Arrellanado en su sillón, descuidadamente apoyados ambos pies sobre la mesa, Angelo Rocchia proseguía el interrogatorio del árabe.

—Conque hacías pequeños trabajos para la gente de la Embajada de Libia en la ONU. ¿Cómo se ponían en contacto contigo?

—Dejaban un mensaje en el bar de Brooklyn.

—¿Y cómo concertabais vuestras citas?

—Añadía cuatro unidades al día de la fecha indicada y esperaba en la esquina de la calle correspondiente y la Primera Avenida. Por ejemplo, si la cita era para el día 9, iba a la esquina de la calle 13 y Primera Avenida.

Angelo asintió con la cabeza.

—¿Siempre a la misma hora?

—No. Entre la una y las cinco de la tarde. Añadía una hora para cada encuentro y volvía a empezar.

—¿Y te encontrabas siempre con la misma persona?

—No siempre. Yo llevaba un número de Newsweek en la mano. Eran ellos quienes se dirigían a mí.

—En nuestro caso, ¿qué pasó?

—Vino una chica a la que no conocía.

—¿Recuerdas el día?

El árabe vaciló.

—Debía de ser el martes pasado, porque el encuentro fue en la esquina de la calle 12.

—¿Qué aspecto tenía ella?

—No estaba mal. Cabellos castaños, cortos. Y llevaba abrigo de pieles.

—¿Era de tu país?

El detenido bajó la mirada; estaba avergonzado.

—Probablemente. Pero hablaba inglés.

—¿Qué quería?

—Tarjetas de crédito frescas. Yo tenía que llevárselas a la mañana siguiente a las diez.

—Entonces fuiste a ver al perista.

El árabe asintió con la cabeza.

—¿Y después?

—Entregué las tarjetas a la chica. Ella me pidió que la acompañase a hacer un recado. Fuimos a una tienda de máquinas fotográficas. Me dijo que entrase y comprase un aparato.

—¿Y lo hiciste?

—Primero fui al lavabo de un bar para ensayar la firma, y me salió bien. El cajero no se dio cuenta de nada.

El árabe lanzó un suspiro súbitamente abrumado por la importancia de su confesión.

—Entonces ella me dijo: «Bueno, esto demuestra que la tarjeta es buena». Quería otras tarjetas frescas y un permiso de conducir para el viernes siguiente a las diez de la mañana. Para un tipo de treinta a cuarenta años, moreno y de cabellos oscuros. Me dio mil dólares.

—¿Y qué pasó el viernes?

—Esta vez, un hombre acudió a la cita. No le había visto nunca.

Quentin Dewing irrumpió entonces en la sala. Angelo se enfadó mucho por la interrupción de un interrogatorio que se desarrollaba tan bien.

—Discúlpeme, inspector Rocchia, pero quisiéramos que el Mr. Suleiman examinase estas fotos. Acaban de llegar de París.

Mostró al árabe la fotografía de Leila Dajani que había enviado por télex el general Bertrand a la CIA menos de veinte minutos antes.

—¿No es ésta, por casualidad, la persona que estableció contacto con usted?

El árabe observó la foto y miró al Fed.

—Sí, es ella.

Dewing le pasó la foto de Whalid Dajani.

—¿Y éste? ¿Es el tipo que fue a buscar las tarjetas el viernes?

El árabe examinó el documento y negó con la cabeza.

—¿Y éste?

Dewing le mostraba ahora la fotografía de Kamal. El árabe la estudió un momento y levantó la cabeza.

—Sí —dijo—. Sin duda es él.

En la cabina de control, Al Feldman no pudo reprimir una explosión de júbilo. Alzando los brazos al cielo, gritó:

—¡Ahora sí que les tenemos!

Si no hubiese sido por la gravedad de la situación, el espectáculo de aquellos caballeros vestidos de smoking alrededor de la mesa del Consejo Nacional de Seguridad habría sido más bien cómico. Empeñados en fingir que todo era normal, el presidente y sus ministros se disponían a reunirse con sus esposas, dentro de unos momentos, para una recepción en el Salón Azul de la Casa Blanca. Luego asistirían a un banquete servido en la vajilla de plata sobredorada de Lincoln, en honor del decano del Cuerpo Diplomático, el embajador de Bolivia, que abandonaba Washington. Durante toda la velada tendrían que comer, beber y charlar, como si no pasara nada.

—En todo caso, nada indica en los boletines de información de la noche, ni en la radio y la televisión, que la prensa sospeche lo más mínimo —declaró Eastman con alivio.

—Un pobre consuelo —suspiró el presidente examinando los mensajes llegados de Israel mientras él había ido a ponerse el esmoquin—. Mr. Middleburger —dijo dirigiéndose al subsecretario de Estado— ¡esta iniciativa de Jerusalén no es suficiente!

—Señor presidente —respondió el diplomático, casi en son de excusa—, el embajador israelí ha sido categórico. Es todo lo que Jerusalén está dispuesto a hacer. Afirma que el Ejército israelí no cumpliría jamás la orden de hacer evacuar la totalidad de las colonias.

—En este caso, Begin no nos deja más alternativa que hacerlo en su lugar, ¿verdad?

El tono áspero del presidente disimulaba mal su emoción. Todos sabían cuánto le repugnaba semejante acción. Pero ¿qué otra cosa podía hacer?

Se volvió al director de la CIA.

—Tap ¿qué probabilidades hay de que los israelíes se opongan por la fuerza a nuestra intervención?

—Yo diría que un cincuenta por ciento, señor presidente.

El jefe del Estado se irguió contra el respaldo de su sillón, cerró los ojos y apoyó la barbilla en las palmas de las manos, como absorto en una oración. Y es muy posible que aquel hombre tan piadoso estuviese rezando.

Bruscamente, abrió los ojos.

—Estamos entre los fuegos de dos fanatismos —gruñó—, el fanatismo judío y el fanatismo islámico, ¡y no vamos a sacrificarles seis millones de norteamericanos! Ya que nos obligan a ello, ¡reaccionaremos!

Se volvió al ministro de Defensa.

—Herbert, quiero que la fuerza de intervención rápida esté preparada para partir, ¡con un previo aviso máximo de una hora!

La fuerza de intervención rápida era una fuerza mixta que había sido constituida en 1979, en previsión de acciones inmediatas en cualquier punto del globo.

—Mr. Middleburger —ordenó acto seguido, al subsecretario de Estado—, quiero que avise, bajo el más absoluto secreto, al rey Hussein y a los sirios. Cuide de que, en caso necesario, podamos emplear sus aeródromos como bases de partida.

Se levantó. Su paso era firme, rápido. Había llegado a la puerta cuando el director del FBI le llamó.

—¡Señor presidente! —El rostro, generalmente impasible de Joseph Holborn, brillaba de excitación—. Nuestros hombres de Nueva York acaban de identificar a tres palestinos implicados en el asunto. ¡Más de cuarenta mil agentes saldrán en su busca en cuanto amanezca!

—¡Vaya pifia! —gruñó el director del FBI neoyorquino.

Uno de sus agentes le estaba explicando la visita de Grace Knowland al cuartel de Park Avenue.

—En cuanto el oficial de guardia le habló de un ejercicio sobre barrido de nieve, la joven pareció muy excitada. Sacó su carnet de prensa y exigió hablar con un responsable. Para quitársela de encima, le dieron el número de la línea que utilizamos para proteger los equipos Nest. Es una línea que, presuntamente, corresponde al oficial de prensa del Primer Ejército. Pero, en realidad, suena en la centralita del Cuartel. La periodista está en este momento al aparato. Reclama una explicación completa sobre el ejercicio en curso.

Harvey Hudson estaba consternado.

—¿Se da usted cuenta? Porque un chiquillo incordió a todo el mundo para recuperar su raqueta de tenis, ¡nos exponemos a que la prensa descubra todo el asunto!

Tiró de las puntas de su corbata de lazo, que pendían tristemente bajo el arrugado cuello.

—¡Cassidy! —ordenó a su ayudante—. Disfrace de oficial a alguno de los nuestros y que se plante mañana por la mañana en el cuartel para recibir a esa joven. Que se las apañe para endilgarle el discurso más sensacional que jamás se haya pronunciado sobre el barrido de la nieve en Nueva York. ¡Me importa un bledo lo que invente, con tal de que dé resultado! ¡Lo que menos nos interesa en este momento es que se nos eche encima The New York Times!

Era ya de noche en Nueva York. Aquel lunes 14 de diciembre tardaría poco en acabar. El viejo Toyota se deslizaba en silencio frente a la desierta hilera de los docks. El proxeneta Enrico Díaz iba en el asiento de adelante, entre sus dos compatriotas que acababan de privarle de una agradable velada por causa de una misión urgente. A la derecha a través de la reja que cerraba los almacenes de depósito de Jersey City, percibía la cinta brillante del Hudson y, más lejos, el resplandor de las luces de Manhattan.

El chófer se detuvo en la entrada de un desierto callejón que conducía a un barracón que parecía abandonado. Los tres hombres se apearon del coche sin decir palabra. Los dos puertorriqueños que precedían a Rico calzaban botas militares, de gruesa suela de caucho, de las que se usaban en las selvas de Vietnam. Avanzaban sin ruido como fieras en el bosque. Al llegar al barracón, uno de los dos acompañantes de Rico hizo una señal convenida. Se entreabrió una puerta y salió de ella el rayo de luz de una linterna eléctrica.

¡Venga![23] —ordenó el hombre que la sostenía después de haber reconocido a los tres visitantes.

En cuanto cruzó la puerta Rico comprendió la razón de su llamada. En el fondo del local se alineaban cinco sillas detrás de una tabla colocada sobre dos caballetes. En ambos extremos de la mesa improvisada, sendas lámparas de petróleo alumbraban con luz vacilante los retratos, colgados de la pared, de Che Guevara, Héctor Galíndez y Luis Cabral, los tres fundadores del Frente de Liberación de Puerto Rico.

Este movimiento puertorriqueño era la única organización terrorista sólidamente implantada en el territorio de Estados Unidos. Había conseguido mantener allí su cohesión gracias a unas prácticas implacables, como la que iba a desarrollarse esta noche. Se trataba del juicio de un traidor. Para su gran alivio, Rico vio que el acusado, fuertemente atado y amordazado, estaba ya en un taburete, delante de las cinco sillas.

En su calidad de dirigente del Frente, Rico era uno de los jueces de este tribunal revolucionario. Se esforzó en desviar su mirada de los ojos del acusado, que se agitaba, con mirada desesperada e hinchadas las venas del cuello, tratando en vano de disculparse a través de su mordaza.

En realidad, el juicio no era más que la justificación ritual de un asesinato. Fue muy breve. El acusado era un confidente de la policía traído de Filadelfia porque era más fácil ejecutar la sentencia en Jersey City. Una vez establecida su culpabilidad se procedió a la votación. Uno tras otro, los cinco «jueces» pronunciaron la palabra «muerte». Nadie habló para pedir clemencia al tribunal. A excepción de algunos personajes como Enrico Díaz, la dirección del Frente se componía de intelectuales de la pequeña burguesía, maestros fracasados y estudiantes profesionales: la compasión no era su punto fuerte.

Sobre la mesa había una pistola Walther P 38. Sin decir palabra, el presidente del tribunal la entregó a Rico. El proxeneta se esforzó en reprimir un estremecimiento de horror. Se trataba también de un ritual del Frente. Matar a sangre fría, por orden de la organización, constituía la prueba definitiva de lealtad de un militante. Rico tomó la pistola, se levantó y dio vuelta a la mesa. Luchando por no temblar, mirando fijamente al fondo de la sala, para no tener que aguantar la mirada de su víctima, levantó el arma, buscó el hueco de la sien y apretó el gatillo.

Se oyó un clic.

Rico escuchó entonces una risa ahogada que sacudía a su presunta víctima. Miró a los cuatro «jueces» detrás de la mesa. Sus caras eran tan inexpresivas como una pared de cárcel.

—Ciertamente, hay un traidor en esta sala, ¡pero no es él! —declaró el presidente del tribunal.

Seis hombres salieron acto seguido de una habitación contigua y rodearon a Rico. Este fue arrojado sobre una silla, atado y amordazado. Ahora no hacía falta una parodia de juicio. Este se había celebrado antes de la llegada del proxeneta Enrico Díaz.

El presidente sacó el cargador de la pistola, lo llenó metódicamente de balas de 9 mm y volvió a ponerlo en su sitio con un golpe seco. Tendió el arma al hombre que acababa de plantarse delante del condenado. Era Pedro, el pequeño traficante de drogas cuyo nombre había dado Rico al FBI, porque había llevado un medicamento a una mujer árabe que se alojaba en el Hampshire House.

Sin la menor vacilación, Pedro apoyó el frío cañón en la sien de su «delator». Saboreando su venganza, miró a Rico a los ojos durante un largo momento. Después, soltó una risotada salvaje y apretó el gatillo.

«¡No puede existir nada más bello!», pensó, extasiado, Angelo Rocchia, rojos los ojos de fatiga, pero hipnotizado por un espectáculo del que no se cansaba nunca. Los rascacielos de Manhattan le parecían aún más suntuosos de noche que de día, con su galaxia de ventanas de oro perforando las tinieblas. En el corazón de esta geometría de luces, los catorce pisos del Cuartel General de la policía y los de la sede federal del FBI resplandecían intensamente. Ni uno de los inspectores y de los Feds que habían corrido todo el día en busca del barril tenían permiso para volver a su domicilio o a su hotel. Todos habían recibido la orden de acampar en sus oficinas, prestos a responder a la primera llamada. Rand y Rocchia se habían separado después del interrogatorio del árabe, para volver a sus respectivos cuarteles generales y descansar algunas horas.

—¿Tú duermes también aquí?

Angelo reconoció el acento gutural de su viejo colega Ludwig, que le llamaba desde el despacho contiguo.

—¡Sí! Dejaré esto para las seis y media de la mañana.

Antes de tumbarse en la litera enviada por el servicio de protección civil tenía que llenar los innumerables documentos qué acompañan invariablemente toda investigación policial. Ni siquiera una jornada tan extenuante podía acabar sin la redacción del informe modelo DD5 y de las fichas concernientes a todas las personas interrogadas y a todos los lugares visitados. «Es una verdadera lata, pero, para ser un buen policía —había dicho a su joven compañero de equipo—, hay que llevar al día los papeles».

Angelo levantó la mirada de sus papelotes y se volvió a su amigo.

—Mira, Ludwig, ¡estoy hasta las narices de esos trabajos que comienzan con la aurora! ¡La edad, sin duda!

—También yo —dijo su colega, aflojándose la corbata—. ¿Recuerdas aquel jefe de mierda que tuvimos en el 52 cuando ingresamos en la novena comisaría? ¿Te acuerdas de él?

—¡Y que lo digas!

Durante toda una semana, Angelo y Ludwig habían tenido que plantarse a las seis de la mañana, bajo un frío polar, en el bulevar del West Side, para tratar de descubrir a un conductor que se había dado a la fuga después de un accidente mortal. Detenían todos los coches. «Discúlpenos señor, ¿pasa usted por aquí todos los días? ¿No vio por casualidad un automóvil que atropelló a un peatón el viernes por la mañana?» Sin duda hicieron esta pregunta a un millar de conductores. Por fin, un vendedor de corbatas les había dado la información que había permitido llegar hasta el culpable.

Angelo bostezó y se estiró. Sonrió al pensar en los viejos tiempos.

—¡Mira lo que tuvimos que bregar sólo para pillar a un mal conductor!

—¿Te imaginas la pasta que ganaríamos hoy por horas extraordinarias, si todavía nos encargasen asuntos de esta clase?

—No te hagas ilusiones, viejo: hoy no se preocuparían tanto por un chófer vulgar que pone pies en polvorosa —dijo Angelo, apagando la luz—. Hala, ¡buenas noches!

Estaba a punto de dormirse cuando sonó el teléfono. Alargó un brazo en la oscuridad y cogió el aparato.

—¡Grace! ¡Te llamé dos veces esta noche, querida!

—¡Y yo te he estado buscando durante todo el día! Pero, ante todo, ¿qué haces a estas horas en tu oficina?

«¡Caray con las periodistas! Peores que los polis para hacer preguntas». Adoptó un tono zumbón:

—Deberías saber, querida, que la jornada de trabajo de un inspector no termina nunca.

—¡Bah! —exclamó ella, riendo.

Pero enseguida añadió, con toda seriedad:

—Dime, Angelo, ¿qué me ocultas? ¿Qué sucede?

Había una pizca de inquietud en su voz.

—Nada… En todo caso, nada grave. Sólo mucho trabajo para buscar, como de costumbre, una aguja en un pajar.

Hubo una pausa. Oyó que Grace daba una larga chupada a su cigarrillo. Hacía meses que trataba de convencerla de que dejase de fumar.

—¿Angelo? —Grace vaciló unos segundos—. El miércoles podré almorzar contigo.

—Creía que…

—No. He cambiado de opinión. Se hizo un nuevo silencio. He decidido tener ese hijo.

—¿Lo dices en serio, Grace? —balbució él.

—Completamente en serio.

—¿Deseas de veras tener otro hijo?

—Sí.

El oyó que chupaba de nuevo el cigarrillo. Después, volvió a sonar su voz, tranquila, natural.

—Pero tranquilízate, ángel mío: esto no cambiará nada entre nosotros.

Las noches de invierno son frías en Samaria. Temblando, bajada sobre la frente la capucha de su chaqueta, golpeando la roca con las suelas de sus zapatos, el hombre de guardia en la entrada de la colonia «salvaje» de Elon Sichem veía amanecer el martes 15 de diciembre. Surgiendo de detrás de los montes de allende el Jordán, el sol empezaba a bañar los campos de una pálida luz ambarina. Allá abajo entre las cimas rocosas de los montes Ebal y Garizim, despertaba la gran aldea árabe de Naplús, la antigua Sichem de la Biblia. A sus puertas se hallaba uno de los grandes lugares de la historia judía, el llano donde Abraham levantó su campamento al llegar al país de Canaán. Era allí, a la sombra de un terebinto, donde, según la Escritura, se le había aparecido Dios para revelarle que la tierra en la que acababa de entrar era la tierra de Israel, que pertenecería a toda su descendencia. Jacob había morado después en estos lugares, antes de que Josué, obedeciendo la orden de Moisés, viniese a agrupar a los israelitas y a morir allí.

Cerca de cuatro milenios más tarde un puñado de militantes del Bloque de la Fe había vuelto para escribir, en estas colinas de Samaria, una nueva página de la historia judía. En la noche del 9 de abril del año 1974, aniversario de la destrucción del Templo de Jerusalén por las legiones de Tito, un comando había ocupado una colina desahbitada próxima a la aldea árabe de Kaddum para implantar en ella una colonia de una decena de caravanas. En recuerdo del lugar vecino donde Dios había dado la tierra de Israel a Abraham, los colonos la llamaron Elon Sichem.

Esta instalación ilegal, es un territorio árabe ocupado militarmente en 1967, sellaba el desenlace de largos meses de guerra de guerrilla entre los adeptos del Bloque de la Fe y el Gobierno del Estado de Israel, dirigido a la sazón por el general Itzak Rabin. Invocando el derecho sagrado de los judíos a colonizar la totalidad de la tierra legada por Dios a sus padres, los discípulos del viejo rabino Kook no vacilaron en desafiar sistemáticamente las prohibiciones gubernamentales. Ocuparon un hotel en Hebrón (Judea) y fundaron otras varias colonias «salvajes» en las regiones de Belén y de Jericó. Después, lanzaron sus comandos en dirección a Sebastiyé, la legendaria capital de Samaria. Después de expulsarles nueve veces por medio del Ejército el general Rabin acabó por ceder y toleró la implantación de treinta caravanas móviles en la árida loma de Elon Sichem. Pero negó toda ayuda a los colonos: ni agua, ni electricidad, ni carreteras, ni escuelas, ¡para los intrusos de Elon Sichem! Sin embargo, centenares, millares de familias fueron a reunirse voluntariamente con aquel primer núcleo judío que había vuelto a Samaria. La autorización para abrir una yeshiva permitió la introducción clandestina de algunos habitantes más. A raíz del primer aniversario, en diciembre de 1975, quince mil simpatizantes, llegados de todo el país, ascendieron a la desolada loma para testimoniar su solidaridad. Con ayuda de algunos tabiques prefabricados y de planchas onduladas, los colonos construyeron un local, donde instalaron su sinagoga. Colocaron en el centro el pupitre ritual, cubierto por un mantel de seda con franjas rojas y adornado con la estrella de David. Clavaron estantes a lo largo de las paredes, para guardar en ellos los libros sagrados ofrecidos por una familia rica de Tel-Aviv a los primeros judíos que consiguiesen instalarse en Samaria. El tabernáculo de madera dorada había sido donado en 1945, por una comunidad de israelíes italianos a soldados de la brigada judía. Treinta y cinco años después, éstos la ofrecieron a la colonia el día de su primer aniversario. En cuanto a las tres Torás ricamente iluminadas, eran regalo de los habitantes de Jerusalén.

Para subvenir a sus necesidades en la colina sin cultivar, los moradores construyeron un pequeño taller de ferretería, cuya producción vendían a Tel-Aviv y a Haifa. Pero sus condiciones de vida siguieron siendo tan precarias, que muchos cabezas de familia tenían que trabajar fuera de allí y sólo volvían para el descanso del sábado. Sin embargo, se organizó la vida. En diciembre de 1975 nació el primer bebé. Empezaron a florecer las buganvillas alrededor de las caravanas, símbolo de la irrevocable voluntad de estos judíos a arraigarse en esta tierra. La subida de Menachem Begin al poder marcó el principio de una nueva Era en su ruda existencia. Apenas elegido, el Primer Ministro acudió a Elon Sichem y prometió a sus habitantes el apoyo de su Gobierno. Recorrió las caravanas y los talleres, repitiendo a todos: «Os quiero, os quiero; sois mis hijos mejores». La pequeña colonia acabó por parecer una verdadera aldea. Pronto hubo un centenar de caravanas, unidas por toda una red de canalizaciones de agua, electricidad e incluso teléfono. Se inauguró una escuela y, después, un dispensario. Se amplió la sinagoga, que resultaba pequeña. Poco a poco, Elon Sichem se convirtió en trampolín y cuartel general de las operaciones de población emprendidas por el Bloque de la Fe en Cisjordania y, después, en el Golán, en el Sinaí y hasta en la franja de Gaza.

Igual que en las acciones anteriores, el puesto de mando de la operación iniciada la víspera, a medianoche, por el rabino Kook ante el Muro de las Lamentaciones de Jerusalén, fue instalado en el Hadar ha Okel, el refectorio de la colonia, largo barracón de Eternit y techo de plancha ondulada, que coronaba la cima de la loma. El fondo del local estaba adornado con una enorme fotomontaje, de cuatro metros de largo por dos de alto, mostrando la magnífica explanada del Haram ech Cherif, de Jerusalén. Pero la foto había sido alterada. Los santuarios musulmanes —la Cúpula de la Roca, desde donde Mahoma había subido al cielo, y la mezquita El Aqsa— que se alzan hoy en la explanada y hacen de Jerusalén la tercera ciudad santa del Islam, habían sido borrados y sustituidos por una imagen monumental del templo judío de Salomón antes de su destrucción por Tito en el año 70. En el cielo, sobre el panorama figuraba inscrito en grandes caracteres el mandato del profeta Josué al pueblo de Israel:

Reconstruye tu casa

tal como era al principio.

Una intensa animación había reinado en la colonia durante toda la noche. Después de haber guiado sus tropas hasta la salida de Jerusalén, Yaacov Levine y Ruth Navon habían vuelto a Elon Sichem para dirigir la operación por radio. En efecto, aquella noche los militantes del Bloque de la Fe inauguraban poderosos medios de telecomunicación. El artífice de este dispositivo inédito era un atlético rabino de treinta y cinco años, de ojos azules y barba roja. Nacido en Brooklyn y padre de cuatro hijos, Joel Ben Sira era oficial de transmisiones del cuerpo de paracaidistas.

De pronto, se oyó una llamada en uno de sus puestos.

—¡Yaacov, Yaacov! Aquí, Efraim. ¡Estamos cercados!

—¿Dónde estáis?

—En el kilómetro seis de la carretera de Ramalla-Jericó. Los soldados disparan al aire.

—¡Abandonad los vehículos y dispersaos! ¡Os reagruparéis más lejos!

La táctica era tan vieja y eficaz como la colonización judía en Palestina. Pero esta vez la dispersión de los grupos fue acompañada de una manifestación simbólica. Como habían jalonado los hebreos con grandes fogatas las tierras que invadían, para significar que eran suyas, los colonos de Shuvah Israel encendían hogueras en todos los sitios por donde pasaban, a través de los campos de Judea y de Samaria.

Yaacov Levine y Ruth Navon examinaron el mapa a escala 1/25.000 que cubría una pared del refectorio. El muchacho sintió contra su mejilla el rostro de la joven israelí. Reconoció el perfume de jazmín que había percibido la primera noche que se habían amado en su habitación de Katamon, en Jerusalén.

—¿Recuerdas una de las primeras cosas que me dijiste? —preguntó él, sin ambages.

—No.

—Me dijiste: «La acción es lo que agrupa a los hombres, no las ideas». No lo he olvidado nunca.

Ella le asió la mano y la estrechó cariñosamente. Después, los dos clavaron en el mapa unas banderitas con la estrella de David, que indicaban los sitios previstos para las nuevas colonias. Entonces llegó un capitán del Ejército encargado de entregar a los responsables de la colonia un sobre que llevaba el sello del despacho del Primer Ministro. Yaacov Levine hizo saltar el sello de cera y reconoció inmediatamente la firma de Menachem Begin al pie del mensaje. Leyó en voz alta:

Tengo el triste deber de informarle que, por una razón de Estado de máxima importancia, todos los habitantes de la colonia de Eloll Sichem tiene que evacuar ese lugar hoy martes, quince de diciembre, antes de las once de la mañana.

Las fuerzas de Defensa israelíes han recibido la orden de proporcionarles los medios de transporte necesarios para su traslado a la zona de refugio prevista para acogerles.

En caso de incumplimiento de este requerimiento dentro del plazo indicado, las fuerzas de Defensa israelíes procederán a evacuar el lugar por la fuerza.

Levine levantó despacio su barbuda cara. Todos pudieron ver en sus ojos el reflejo de su propio estupor. Se volvió a Abraham Katsover, jefe de la colonia.

—Abraham, hay que agrupar a todo el mundo. ¡No dejaremos que nos atrapen como a perros!

En su bella residencia de Gracie Mansions, a orillas del East River, el alcalde de Nueva York empezaba a comer sus huevos revueltos. Eran las 7.15 del martes 15 de diciembre. Abe Stern tenía el rostro macilento. Por fin se había decidido a abandonar el Puesto de Mando subterráneo a las tres de la madrugada, para dirigirse ostensiblemente a su casa y no despertar la curiosidad de los periodistas, siempre al acecho de cualquier indiscreción. Pero no había podido pegar un ojo en todo el resto de la noche, evocando una y otra vez las terribles imágenes de pesadilla que le perseguían. ¡Y ahora faltaban menos de cinco horas para que expirase el ultimátum de Gadafi!

El descubrimiento de radiaciones en el almacén de Queens y en la furgoneta que había servido para transportar la bomba, y la certeza de que era la misma persona, un palestino que había participado en el programa nuclear libio y el chófer que había retirado el cargamento del Dyonisos, habían destruido definitivamente la loca esperanza que Stern había alimentado inconscientemente durante las últimas horas. Sí; ¡la bomba era una realidad!

El alcalde de Nueva York fue arrancado de sus pensamientos por la entrada de su esposa, que envolvía su flaca silueta en un kimono de seda, de un rosa desvaído, que habían comprado los dos en Tokio, en 1960.

—¿Por qué te has levantado tan temprano? —preguntó él, con asombro.

En vez de responder, Esther Stern besó a su marido.

—¡Feliz cumpleaños, querido! ¡Que cumplas muchos más, con salud y alegría!

En el horror de estas trágicas horas, Abe Stern había olvidado completamente que este 15 de diciembre cumplía setenta y dos años.

—¿Te ocurre algo, querido? Te he oído agitarte toda la noche.

—Nada, nada en absoluto —gruñó él—. No he podido dormir, esto es todo.

Su mujer señaló el plato con dedo acusador.

—¿Por qué comes huevos en el desayuno? Sabes muy bien que el doctor Mori te los prohibió. Es malo para el colesterol.

—¡A la mierda mi colesterol!

Con súbito furor, Stern clavo el cuchillo en la pastilla de mantequilla y depositó una gruesa capa de esta sobre una tostada.

Si la diño de un infarto, no será a causa de los huevos, ¡puedes creerlo…! ¿A qué hora sale tu avión?

Esther Stern salía todos los años, en estas fechas para pasar las fiestas de Navidad en Miami, con sus nietos. Su partida estaba prevista desde hacía dos semanas. El hecho de que ella escaparía a la catástrofe era el único consuelo del alcalde de Nueva York.

—No tengo muchas ganas de marchar.

—¿Qué? —rugió él, dando un puñetazo sobre la mesa—. ¿Qué te pasa? ¡Tienes que irte!

—¿Por qué tienes tanto empeño en que me vaya? ¿Estás harto de mí?

—¡Esther!

Había en su voz un tono de reproche. Después de treinta y dos años de perfecta paz conyugal, ¿cómo podía decir ella una cosa así?

—Es preciso que tomes tu avión. Los niños tendrían una desilusión muy grande —dijo, simplemente.

Esther se sirvió una taza de café y lo bebió a sorbitos, con aire pensativo. Sus cabellos blancos flotaban como cabellos de ángel olvidados en un viejo árbol de Navidad.

—Lo he dicho en broma, perdóname—. Contemplaba a su marido con profunda ternura—. Pero tengo la impresión de que algo anda mal, Abe. Hay algo que te preocupa. ¿Qué es? Dímelo, por favor.

Stern suspiró. Después de tantos años juntos, no podía haber secretos entre ellos.

—Sí —respondió al fin—. Se trata de algo grave, muy grave. Pero no puedo decirte lo que es. Por lo que más quieras, Esther, toma ese avión. Dame al menos esta alegría. Ve a Miami…

Esther se levantó, se acercó a su marido y tomó su cara entre las manos deformadas por la artrosis.

—Abe, ya has dicho demasiado, o demasiado poco… No importa… Ya que se trata de una cosa grave, mi sitio está a tu lado, ¡no en Miami!

Detrás de los olmos desnudos del parque, el alcalde de Nueva York vio amanecer el día sobre las brumosas aguas del East River.

«¡Qué hermoso es! —pensó acariciando tiernamente las manos de su esposa—. ¡Qué hermoso es!»

En el puesto de mando subterráneo donde Feds y policías trabajaban sin descanso, la titánica operación de búsqueda había cambiado de pronto de dirección y tomado un nuevo rumbo. Se había abandonado el seguimiento de todos los árabes entrados en Estados Unidos desde hacía seis meses, así como las investigaciones en los muelles. Todas las fuerzas disponibles se concentraban ahora sobre los tres palestinos, en la caza del hombre más gigantesca que jamás se hubiese dado en una ciudad norteamericana.

Al Feldman se había pasado toda la noche coordinando con el FBI la acción de sus efectivos, esta vez, absolutamente todos. Identificados los tres sospechosos, se había resuelto lanzar al combate los treinta y dos mil guardias de orden público de Nueva York. Para preservar el secreto y evitar todo riesgo de pánico, los Dajani fueron presentados como los asesinos de dos motoristas de la policía de Chicago. Feldman sabía que los polis muestran un celo esencial por encontrar a los asesinos de sus camaradas.

Se habían impreso varios miles de copias de las fichas de los tres palestinos, con sus fotografías. Al amanecer, estos documentos fueron distribuidos a todos los agentes de servicio en todas las comisarías de la ciudad. Comprendidos los que terminaban su guardia nocturna y fueron movilizados para un nuevo turno de servicio. La consigna era la misma en todas partes: «Esta mañana, prescindan de todo lo demás: desvalijadores, ladrones por el sistema del tirón, accidentes de tráfico, borrachos, proxenetas, prostitutas. Su única misión es encontrar a los tres individuos que mataron a los policías y de los que tienen el retrato».

Persuadido de que al menos uno de los tres Dajani aparecería de un momento a otro, Feldman había trazado un plan general de búsqueda para cada comisaría. Había que mostrar la foto de los sospechosos a todos los vendedores de periódicos, empleados de drugstores, camareros de restaurantes, a todas las cajeras de self-services, de quioscos de hamburguesas, de pizzerías, a todos los vendedores de bocadillos y de patatas fritas, a todos los dueños de bares, mozos de tascas, encargadas de lavabos, chicas de guardarropas, a todos los patronos, empleados, vendedores, recaderos y cajeras de establecimientos de comestibles, desde la más humilde abacería de Brooklyn, hasta el mayor supermercado de Queens. Y también a los vendedores ambulantes de perros calientes y de bebidas gaseosas, a los guardianes de retretes y baños públicos y a los directores de baños turcos.

Se pidió a los inspectores de moral que investigasen entre las prostitutas, en los salones de masajes, en los clubs sicalípticos, en las casas de tolerancia y a los hombres de la Brigada de Estupefacientes, entre los drogadictos, aunque Feldman dudaba mucho de que unos terroristas de esta talla se dejasen caer en tentaciones tan alienadoras. Se situaron policías en las cajas de peaje de las autopistas, en las entradas y salidas de los puentes y los túneles con la consigna de examinar a los pasajeros de todos los vehículos. Los tres mil agentes de policía del metro fueron apostados en todas las entradas de la red.

Por su parte, Quenting Dewing había enviado a sus miles de Feds a investigar en todos los hoteles, pensiones y agencias de alquiler de automóviles. Algunos habían ido a las agencias inmobiliarias a revisar los contratos de alquiler suscritos en los últimos seis meses, con la esperanza de dar con el escondrijo de la bomba. Otros, en colaboración con los especialistas de prevención criminal de cada Comisaría, telefoneaban a centenares de comerciantes para recoger cualquier información sobre algo insólito ocurrido en su barrio. Y otros acompañaban a las brigadas Nest e inspeccionaban todos los inmuebles y locales abandonados con contadores Geiger y otros aparatos de detección.

Estas disposiciones se habían tomado después de una agria discusión. ¿Había que hacer intervenir en el asunto a los medios de difusión? Feldman era partidario de comunicar las fotografías y los datos de los tres Dajani a la prensa: periódicos, emisoras de radio y cadenas de televisión. Esperaba ganar un tiempo precioso asociando la población a las investigaciones. Pero, aceptando el consejo de Jack Eastman, Washington había puesto su veto formal. Desde el incidente del aparato detector y las gafas negras, el consejero del presidente sobre seguridad nacional desconfiaba extraordinariamente de Gadafi. Tenía motivos para pensar que el libio había enviado a Nueva York unos kamikazes dispuestos a saltar con la bomba. No quería exponerse a que la hiciesen estallar prematuramente, si descubría la situación a los periódicos.

Al Feldman se frotó el mentón sin afeitar y se sirvió una taza de café. Lo único que podía hacer era esperar. Mientras bebía despacio el líquido hirviente, pensaba si había podido olvidar alguna cosa. Varias veces experimentó un loco deseo de telefonear a su mujer en su casa de Forest Hills, al norte de Nueva York para decirle que no enviase a sus hijos al colegio, sino que se los llevase lo más lejos posible. Sin embargo, se contuvo. «Me pregunto si el viejo Bannion habrá avisado a su costilla, dijo para sus adentros».

Entonces entró el jefe de policía, ojeroso, macilento el semblante. El día siguiente al de su nombramiento, Bannion había abandonado su residencia de Long Island para instalarse en el corazón de Manhattan a fin de «testimoniar sus sentimientos de solidaridad con la población de Nueva York». Al ver su aire agotado, lleno de aflicción, el jefe de inspectores se avergonzó de lo que acababa de pensar.

—¿Qué cree usted, jefe? —le preguntó Bannion en tono fatigado—. ¿Queda alguna esperanza de triunfar?

Al Feldman había tenido siempre un temperamento pesimista. Apuró el último sorbo de café amargo de su taza y levantó unos ojos afligidos.

—Dado el poco tiempo que nos queda, francamente, no; no lo creo.