Los burros

(1915)

I

El célebre Enrico Spargetti con justicia se consideraba el favorito de dioses y hombres. Fuerte y apuesto, estaba dotado una voz encantadora, inigualable en el bel canto y ya desde la primera actuación eclipsó a todos los demás cantantes conocidos y recibió el apodo de Orfeo; a los treinta y tres años su fama se había extendido por todo el Viejo y el Nuevo Mundo, desde la ardiente por el sol Río de Janeiro hasta los países fríos hiperbóreos.

Sus padres eran gente de clase sencilla y vivían en la pobreza, pero Enrico, con su don divino, adquirió riquezas incalculables y fue amigo de personas de muy alta posición: pares ingleses, condes alemanes e incluso el príncipe de Mónaco entonces reinante. Y muchos filósofos, ajenos a ilusiones baratas, se arrimaron al gran cantante ambicionando resolver el misterio de su extraordinario don, mientras que pintores y escultores competían entre ellos con representaciones e inmortalizaciones de su bella cabeza y de su rostro, en cuyos rasgos se veía claramente la marca del elegido. Es innecesario mencionar que las mujeres de todo el mundo le regalaban sus favores, que en ocasiones llegaban hasta el frenesí de una pasión que no se detenía con nada; pero, como era una persona juiciosa que ante todo amaba su arte, Enrico a menudo dejaba sin respuesta las solicitudes imprudentes y sabía conservar, a la par que la poligamia de los turcos, todo el encanto y las comodidades de la vida de soltero. A los numerosos niños resultado de esas relaciones amorosas ocasionales no los abandonaba, sin embargo, sin preocuparse y opulentamente los mantenía en colegios de París, Londres, Petersburgo, Nueva York o de otras ciudades.

En la época en la que actuó Enrico Spargetti aún no se había inventado el gramófono, y no tenemos la posibilidad siquiera de juzgar en la distancia los rasgos y la fuerza de su voz, pero en las memorias de sus contemporáneos y en los periódicos de entonces encontramos numerosas indicaciones de que esa voz tenía un poder de seducción que superaba todas las posibilidades y parecía pertenecer a un hechicero todopoderoso.

Cuentan que miles de congregados al escuchar a Enrico perdía toda su voluntad y sumisamente pasaban, obedeciendo al hechicero, de las lágrimas amargas a la risa incontenible, de la desesperación al entusiasmo deslumbrante y casi a un éxtasis demencial. Ya con el primer sonido de una voz que se elevaba hacia el cielo sobre las alas de la inspiración libre, sometía al alma más indómita y arrastraba a una persona como el lazarillo al ciego o el imán a las limaduras de hierro; en verdad muchos orgullosos intentaron resistirse al encantamiento secreto, pero aún no había habido un solo caso en que tal oposición se hubiera coronado con éxito y el infeliz no se hubiera convertido en el más apasionado admirador de Enrico Spargetti.

Por ejemplo cuentan que un hombre de Estado, un grande en su provincia, fundador de reinos y de legiones de hierro, pero totalmente indiferente a la música y la belleza, durante mucho tiempo no accedió a escuchar a Spargetti asegurando que con los primeros sonidos se quedaría dormido en el sillón, igual que en otro tiempo se quedaba dormido con los cantos de su niñera.

—Con un barril de vino y acompañado de un tambor, quizá esté dispuesto a escucharle, e incluso puedo acompañarle, como hacía en nuestras juergas de estudiantes; pero esos trinos y el piano… perdone pero ¡estoy demasiado ocupado! —respondía enfadado a los allegados que intentaban convencerle de que fuera a un concierto del cantante que había venido.

¿Y qué sucedió? Invitado a su palco por un miembro de la familia de los zares, y sin atreverse a rechazar una invitación similar a una orden, el gran hombre no solo no se durmió, sino que se sumió en un estado cercano al éxtasis y a la pérdida del conocimiento. Rojo de entusiasmo, se expresó así al terminar el concierto mientras hablaba con el miembro de la familia real:

—¡Su Excelencia! Si me hubieran dado tal voz, sin verter una sola gota de sangre hubiera derrotado y puesto a vuestros pies Francia, Austria y Gran Bretaña. Sólo hubiera cantado una cosa: ¡marchen! ¡detrás de mí! Hubiera cantado también: ¡habéis sido conquistados! ¡Firmes! Hubiera sido cosa segura con el permiso de su Excelencia. Debo reconocer que esto tiene más fuerza que una bayoneta e incluso… ¡más fuerza que un cañón!

Y Enrico, premiado con una gran condecoración, siguió viaje, sembrando fascinación por todas partes y sin ver los límites de su poder maravilloso. Puesto que eso con lo que sólo había soñado el hombre de Estado, ya en parte se le había cumplido al gran cantante, que en una ocasión había tenido la oportunidad de ensayar su poder sobre una muchedumbre grosera. Fue en Londres, en uno de sus barrios oscuros y peligrosos donde Enrico se coló solo, sin compañeros, para ir a una cita: de improviso rodeado por una multitud de asaltantes que amenazaba su vida, con canciones les obligó a desistir de su intención criminal y, al seguir cantando, les condujo, como una institutriz hacendosa, hasta las mismísimas puertas de la comisaría de policía, donde los entregó mudos de admiración y sorpresa.

Es completamente natural que en estas condiciones Enrico Spargetti estuviera lleno de fe en su poder sobrenatural y a veces, mirándose en el espejo, reflexionara de veras sobre su origen divino.

II

Como todos los cantantes que no tenían tiempo para trabajos literarios, durante mucho tiempo Enrico no supo en absoluto quien era Orfeo, cuyo nombre a menudo le daban sus admiradores y periodistas; y una vez acudió con una pregunta al respecto a su secretario y amigo, Honorio di-Vietri:

—Dime, ¿quién era ese Orfeo cuyo nombre oigo tan a menudo como elogio? Estoy harto. ¿Cuándo vivió? ¿Y hasta ese punto fue ese tenor mejor que yo que a mí me adornan con su nombre? Tengo serias dudas al respecto.

El respetable y muy instruido Honorio respondió contándole al cantante el mito de Orfeo, quien con sus cantos hechizaba bosques, rocas y bestias salvajes del desierto.

—Los árboles, —narró Honorio—, atraídos por la fuerza de los seductores sonidos, se apiñaban alrededor del cantante y le daban sombra y fresco; las rocas hechizadas se agolpaban junto a él; las aves del bosque abandonaban la espesura y las fieras sus rincones y en silencio y con dulzura atendían las dulces canciones de Orfeo…

—¡Así que es un cuento! —con un suspiro de alivio dijo el cantante orgulloso—. Bueno, ¿y cómo murió Orfeo?

—De una forma muy tonta, Enrico, —respondió Honorio—, le resultaban indiferentes las mujeres a las que atraía con sus cantos y por eso las tracias lo despedazaron hasta que murió. ¡Ten cuidado, Enrico!

El cantante se echó a reír:

—Sí, en eso nos parecemos, a mí también me despedazarán en algún momento. Y dime, amigo mío, ¿ese Orfeo hubiera podido conquistar al conde que me dio la condecoración?

—Creo que sí.

—¿Y hubiera podido llevar a los asaltantes a la policía?

—También, creo. Pero eso es un cuento y tú estás vivo, y no tienes nada que envidiarle, incomparable.

Enrico se quedó pensativo y, tras aguardar un momento, dijo:

—Sí, yo estoy vivo. Si quieres, mañana por la mañana salgo a la plaza y alzo en armas a Italia.

—No dudo que puedas hacerlo, —respondió cauteloso y prudente Honorio di-Vietri—, pero no sé que vas a hacer luego con los sublevados. Para dirigirlos tendrás que cantar sin cesar, día y noche, ¡y a duras penas lo soportará tu salud!

Ambos rieron la broma y así terminó su conversación. Pero el orgulloso Enrico y su amor propio no podían reconciliarse con el hecho de que, aunque fuera un cuento, Orfeo se mantenía en la opinión de la gente más arriba que él y, cada vez que volvía a oír el nombre pronunciado como un elogio, siempre sentía un pinchazo en el corazón. ¡Si pudiera escuchar los cantos de Orfeo al menos una vez y comparar las voces y el estilo! Es muy posible que la comparación indicara lo exagerado de la fama de Orfeo y disipara el prejuicio por el que ahora debía sufrir tan injustamente. ¿Pero las rocas que se agolpaban junto al cantante? Claro que las rocas son una tontería de las que no merece la pena hablar, pero ¿y las aves y las fieras? Es cierto que las aves de ahora se asustaban ante los hombres y no son tan confiadas como eran entonces; y a las fieras sólo se las puede encontrar en las casas de fieras, ¿y entonces qué le quedaba?

Ya se había olvidado por completo de la conversación el ocupado Honorio cuando el cantante le preguntó inesperadamente, tenía la costumbre de guiarse por sus conocimientos y consejos:

—Escucha… ¿y ese Orfeo podía amansar y cautivar con sus cantos a los animales domésticos? Por ejemplo a vacas, perros, gallinas.

Honorio pensó un rato y respondió cauteloso:

—No sé si entonces existían los animales domésticos que has enumerado, pero si existían, entonces seguro que Orfeo los hechizaba con su canto. Pero si es un cuento, Enrico, en balde le estás dando tantas vueltas.

—¡Me da igual que sea un cuento! —respondió enfadado el cantante—. Pero ya me he hartado. ¡Que nunca vuelva a oír hablar de ese Orfeo del que tanto mienten!

El asustado secretario enseguida estuvo de acuerdo, pero esto sólo tranquilizó en apariencia al cantante agitado y agraviado. Y cuanto más grandes eran sus éxitos, cuantas más flores, dinero, amor y admiración le proporcionaba el destino, más odiosa se volvía la imagen engañosa del insuperable Orfeo, que había hechizado no sólo a la gente, sino también a los animales. La salud del célebre cantante se deterioró visiblemente y a menudo las admiradoras sorprendidas y asustadas no sabían a qué se podían atribuir los arrebatos de cólera e irritación con los que el desdichado Enrico recibía sus miradas tiernas, sus flores y besos. Y éste, sombrío y abatido, respondiendo parcamente a los besos de labios ardientes y olorosos, pensaba desolado: «¡Ay, ojalá fueras una vaca por mí hechizada! ¿De qué me vale ahora tu admiración? De nada».

Al final la paciencia de Enrico se agotó y un día memorable le dijo secamente a su secretario, Honorio di-Vietri:

—Escúchame y, por favor, no repliques ni discutas. Es mi decisión. Quiero demostrar a Orfeo y a sus admiradores que yo, Enrico Spargetti, puedo hacer más que él y que mi don de encantamiento no se limita sólo a los hombres. Para el próximo domingo reúne en mi jardín de las afueras a tres o cuatro docenas de burros…

—¡Burros! —exclamó Honorio sorprendido y horrorizado, pero el cantante pataleó colérico y empezó a gritar con las notas altas de su maravillosa voz:

—¡Eso es, burros! ¡Burros te he dicho! Si tú y los que son como tú podéis entenderme, ¿por qué te atreves a pensar que los burros no me comprenderán? Tienen buen oído.

Honorio inclinó la cabeza respetuosamente:

—Tu deseo será cumplido, incomparable. Pero es la primera vez que oigo que los burros tienen buen oído, al revés: los refranes y la experiencia del pueblo nos enseña que los animales de esa raza están completamente privados de oído y de intuición crítica. Por ejemplo, en la fábula sobre el ruiseñor…

—¿Y a ti te gusta mucho un vulgar ruiseñor? —replicó el cantante y añadió—: Olvida, Honorio, esa calumnia lamentable sobre los burros sobre la que estoy convencido que es tan exagerada y falsa como la fama de ese maldito Orfeo. La desgracia de los burros no es que estén privados de voz, sino que no lo están de oído o de necesidad de cantar; su necesidad básica de gritar, que tan caro les cuesta y añade a su grito un carácter de gran dramatismo, evidencia su gran musicalidad. ¿A quién oyen mientras viven? Sólo a los arrieros, cuya voz es basta y desagradable. Pero ya verás, amigo mío, lo que va a suceder cuando mi voz inspirada roce sus oídos: les cantaré todo lo que canté al emperador brasileño, al conde, a los asaltantes y a la reina de Inglaterra.

Vanos fueron los intentos de persuadirle del cobarde y juicioso Honorio: creyendo firmemente en su poder mágico y en su omnipotencia, Enrico no quiso escuchar nada y al final incluso hizo vacilar al propio secretario; quizá Enrico tuviera razón, —pensaba aquel mientras se dirigía a alquilar los burros—, y en estos animales no todo se haya extinguido para el arte, ¡y la fuerza de Enrico es en verdad ilimitada!

Seguro de su triunfo, Enrico deseó añadir a la competición una suntuosidad especial y ordenó invitar al síndico y muchas otras personas honorables de la ciudad, sin contar la habitual cantidad de admiradoras y admiradores que eran inevitables y aparecían en cualquier momento nada más abrir él la boca para cantar. Pero las primeras tres filas de butacas, con la correspondiente disculpa ante los invitados honorables, las reservó para los burros, pues deseaba tenerlos directamente frente a sus ojos, y a los demás oyentes les dejó los sitios laterales y traseros.

Sólo una circunstancia sorprendió un poco e incluso afligió al famoso cantante: resulta que por cada burro invitado hubo que pagar al propietario de tres a cinco liras. Fue el primer caso en la vida de Enrico en que el publico no le pagó a él, sino que él pagó al público; pero Honorio le tranquilizó al decirle que no era caro en comparación con los precios habituales de las primeras filas en sus conciertos; y, suspirando piadosamente, añadió:

—Y si ganas la competición, de lo que no tengo ninguna duda, con pleno derecho subiré el precio de tus próximos conciertos y, así, conseguirás beneficios. ¡Lo importante es ganar!

—De eso puedes estar seguro, —respondió Enrico riéndose y pensando casi con amor en los burros que todavía no sospechaban el placer que les esperaba.

III

Entre tanto, mientras los trabajadores construían a toda prisa en el jardín del cantante un tablado para los invitados y una plataforma para el artista y los decoradores decoraban todo esto con guirnaldas de flores, banderitas y farolillos, mientras toda la ciudad hablaba alterada de la temeraria empresa del genial Spargetti y discutía, divididos en grupos, sobre el resultado de la competición, el propio Enrico y un preocupado Honorio hacían su trabajo.

Dudando de la tradicional opinión sobre los burros, pero aun así no definitivamente seguro, Honorio di-Vietri tomó todas las medidas posibles para que, aunque sólo fuera un poco, preparar a esos insólitos oyentes de cara al placer inminente; tras decidir gastar dinero de más, durante tres días mantuvo a los burros en el jardín, frente a la plataforma, para acostumbrarles a las condiciones, y diligente les defendió de toda emoción, aflicción e irritación capaz de perturbar su tan necesario equilibrio espiritual. Bajo la suposición justificada de que, estando saciados, los burros adquieren gran capacidad para concentrarse y atender, les alimentó intensamente e incluso, siguiendo el consejo de un médico, a escondidas agregó a la comida unas dosis significativas de bromo y otros sedantes.

Sus esfuerzos culminaron con éxito y para el domingo los burritos buenos, cepillados minuciosamente, con sus pequeñas patas de niño y ojos soñadores, incluso afligidos, recordaban más bien a un grupo de ángeles transformados que a los animales tozudos y bastos; rendidos por el bromo y la saciedad, casi habían dejado de gritar y sólo durante la salida del sol, al amanecer el domingo, dos o tres burritos enunciaron con penosas tentativas un saludo fuerte al astro resplandeciente, despertando y asustando ligeramente a Honorio, que dormitaba atento.

Por su parte, Enrico Spargetti se preparó a conciencia y reflexionaba sobre lo que, en contraposición a las preocupaciones utilitarias de Honorio, se podría denominar «alimento espiritual» de los burros. Tras revisar todo su rico repertorio, el artista se concentró en esta selección de canciones: para la primera parte algo lírico, amoroso y soñador, pensativo, que sumiera el alma en una especie de sueño mágico y de tristeza tierna.

Para la segunda, después de un entreacto corto, una cascada de sonidos alegres y alborotadores, de canciones de juegos, trinos caprichosos como si señalaran la ascensión del sol después de una noche de luna y el gorjeo de los pájaros; y, por último, para el tercero, el definitivo, una explosión trágica de pasión, del clamor de la vida vencida por la muerte, un tormento de separaciones eternas, de amor desesperado y amargo… ¡algo que haría sollozar hasta a las piedras! Y si las rocas que se acercaron a Orfeo todavía no han perdido definitivamente la capacidad de trasladarse, vendrán para ovacionar junto con todos al cantante victorioso.

Llegó el domingo. El concierto se había fijado a mediodía y el sol primaveral resplandecía deslumbrante cuando los invitados empezaron a ocupar su sitio, admirando la belleza mágica del jardín y esperando con emoción la aparición en el escenario de su ídolo, de Enrico Spargetti.

Las primeras cuatro filas, destinadas a los burros, habían sido transformadas en establos pequeños y refinados, tapizados con terciopelo rojo; y cuando los animales, adornados con haces de cintas y plumas altas, ocuparon su sitio, el resto del público los recibió entre susurros de admiración; mansos y soñadores, ¡estaban preciosos con el pelaje gris brillante que se volvía color plata bajo los rayos del sol! Por si acaso, para que alguno de los burros no saltara antes, estaban atados a su sitio con gruesos cordones de seda.

Y entonces, entre un estruendo de aplausos, apareció en el escenario Enrico Spargetti, algo pálido, algo emocionado, pero decidido y hermoso en su valentía; como contaría él más tarde, ni siquiera ante el emperador había sentido tanta emoción como esa vez. Tras responder con la habitual reverencia suave a los saludos, envió con ligera malicia, apreciada por los periodistas, unos cuantos besos a los burros y, poniendo rostro impasible, ordenó empezar al acompañante.

Y todo calló.

Ya con los primeros sonidos de una voz que hechizaba, que convertía todo lo terrenal en celestial, los oyentes estaban conquistados y se olvidaron por completo de los burros que antes habían despertado esa curiosidad tan inquieta; y cuando acabó la primera canción, y durante la segunda y la tercera, nadie reparó en el ensueño conmovedor, en la atención profunda con que los burros estaban escuchando al cantante. Pero Enrico y Honorio lo celebraban intercambiando miradas y Enrico hasta le murmuró efusivo a su acompañante:

—Es… ¡victoria!…

—Si, signor… —respondió el acompañante con entusiasmo y humildad.

Es posible que el silencio de los burros estuviera condicionado más bien por algunas razones propias que por el encanto y la fascinación de los sonidos, puesto que durante la cuarta romanza, precisamente la más conmovedora, de pronto dos burros empezaron a rebuznar: al principio, como siempre, ahogándose impotentes y gimiendo, a la mitad alzando la voz casi hasta atronar con un grito profético, y acabando con las mismas espiraciones impotentes y dolorosas. Este grito fue tan inesperado que las filas de atrás, aturdidas, gritaron: «¡Silencio!», y Enrico, pálido pero cortés, hizo al acompañante una señal para que esperara y permitiera que los señores burros terminaran de gritar.

Pero nada más volver a abrir Enrico la boca, ya no dos, sino diez, veinte burros empezaron a rebuznar desordenadamente, mezclando unas voces con otras y ahogando con su estrépito atronador no sólo el pianísimo delicado del cantante, sino hasta los forte frenéticos. En vano un apesadumbrado Enrico alzaba la voz y ponía toda la intensidad de su fuerza expresiva al servicio de gestos elegantes, sólo por momentos, durante los arranques ocasionales del grito de los burros, podía percibir el oído sus trinos divinos, sus sollozos y lágrimas: ya las cuatro decenas de burros, contagiándose unos a otros, lanzaban rebuznos lúgubres, como si fuera el último día de la tierra.

Y así, entre el silencio sepulcral de los ofendidos admiradores y los lamentos de burro extinguiéndose, acabó la primera y desafortunada parte.

—¡No puede ser! —decía Enrico en el camerino llorando y consolando al también trastornado Honorio—. ¡Por poco no se me han roto las cuerdas vocales! ¿Tú me oías? ¡Porque yo no me oía!

—Claro que te oía, mi pobre amigo. Pero ya te dije que los burros…

—¡Ah, basta! —exclamó Enrico—. ¿Pero por qué empiezan a dar alaridos en cuanto yo abro la boca y se callan a la vez que yo? Ya lo oyes: ahora están tranquilos como angelitos. ¿Y eso por qué?

Honorio respondió no muy seguro:

—Sí, están callados. Por lo visto, tu voz sí que actúa sobre ellos, y en cuanto tú…

—¡Pero eso es absurdo! ¡Si no pueden oír nada! Ay, Honorio, ¡si con esa canción el mismísimo emperador de Brasil se echó a llorar! —exclamó con pesar el cantante derramando gruesas lágrimas de brillante—. ¡Y cómo me he esforzado! Yo mismo, ¡yo!, he llorado para esos burros, algo que no hice ni siquiera para la reina de Inglaterra… No, voy a traspasarles: fuera la lírica, les voy a dar drama y entonces veremos. ¡Gritaré más fuerte que ellos!

—Apiádate de tu voz, Enrico, ¡te lo suplico! —lloraba Honorio apoyado por el acompañante que sollozaba:

—¡Apiádese, señor!

—¿Se apiadó Orfeo? No, ¡gritaré más fuerte! Aullaré más fuerte, si no hay otra manera. ¡Timbre!

Con silencio sepulcral de la gente y de los burros empezó el segundo acto: la gente parecía inquieta y agotada, mientras que los burros estaban frescos y tranquilos, como si acabaran de darse un baño. Pero también esta vez todos los esfuerzos de Enrico resultaron inútiles; tras rebuznar en armonía durante las primeras notas, los burros llegaron casi al éxtasis y se hacía difícil entender de donde sacaban un poder tan salvaje esos animales pequeños y angelicales. Tronaban como un alud y en vano, corriendo por la escena, poniéndose de puntillas y rojo por el esfuerzo, se esforzaba en superarlos el cantante divino: los espectadores sólo veían su boca abierta, callada, como un pozo. Aprovechando un momento de calma, Enrico le gritó al acompañante:

—Mira a ese del lado izquierdo: ¡está callado todo el rato!

—Si, signor.

—¡Será mi primer alumno! ¡Empieza!

—Si, signor.

Y de nuevo rebuznaron los burros en armonía y —¡qué horror!— a ellos se unió aquél al que Enrico, con esperanza vana, iba a instruir como uno de sus primeros alumnos; es más, justo él resultó un gritón ciertamente incomparable por su potencia, e hizo que el resto de la competición fuera imposible sin riesgo para la vida y la salud de los presentes. Lleno de fuerzas nuevas y de vigor, bromeando, ahogaba la voz de Enrico, que por entonces ya estaba ronco, en el momento en que el resto del coro se martirizaba penosamente y se atragantaba, y entre las flores y las sillas ya se colaban los arrieros con varas y palos guiados por Honorio, que les gritaba.

Así de triste acabó la competición de Enrico Spargetti con Orfeo, y los invitados se estaban separando en silencio cuando Enrico dijo de forma apenas audible a su horrorizado secretario:

—Honorio, llama al médico. Creo que he perdido la voz.

Epílogo

Afortunadamente, fue una falsa alarma y un mes después la voz extenuada del célebre cantante se recuperó hasta su anterior brillo y fuerza. Al mismo tiempo, gracias al empeño de Honorio, al incidente en sí se le dio una interpretación lisonjera para el cantante, y las revistas estuvieron completamente de acuerdo en explicar los rebuznos incesantes de los burros precisamente porque estaban encantados y cautivados por el bel canto hechizante del gran artista. Y el apodo de Orfeo quedó para siempre establecido.

El propio Enrico decía, sonriendo, que los burros eran buenos para transportar carga y para otros trabajos, pero que como oyentes dejaban mucho de desear y aquel que intentara gritar más que un burro estaba loco.

Así bromeaba con sus amigos, bello y radiante. Pero nadie sabía, ni siquiera Honorio, que durante el resto de su vida su alma sufrió por la ofensa y que la visión de un burrillo apacible llevando diligente un carro le provocaba temblores y un sentimiento cercano al pánico.