El ladrón
(1904)
I
Fiódor Yúrasov, tres veces juzgado por robo, se disponía a visitar a su antigua amante, una prostituta que vivía a unas sesenta verstas de Moscú. En la estación se sentó en el bufé de primera clase, comió empanadillas y bebió cerveza, y le atendió un hombre con frac; pero después, mientras todos se dirigían a los vagones, se mezcló entre la multitud y de un modo casi casual, dejándose llevar por la agitación general, le birló la cartera a su vecino, un caballero de edad avanzada. Yúrasov tenía bastante dinero, incluso mucho, y ese robo fortuito, irreflexivo, sólo podía perjudicarle. Y así fue. Al parecer, el caballero se dio cuenta del hurto, porque miró a Yúrasov muy fijamente y de forma extraña y, aunque no se detuvo, sí que giró varias veces la cabeza. Vio al caballero por segunda vez ya desde la ventana del vagón: muy inquieto y desconcertado, con el sombrero en las manos, el caballero andaba de prisa por el andén y observaba los rostros, miraba hacia atrás y buscaba a alguien en las ventanas de los vagones. Afortunadamente, sonó la tercera campanilla y el tren emprendió la marcha. Yúrasov se asomó con cuidado: el caballero, todavía con el sombrero en las manos, estaba de pie al final del andén e inspeccionaba atentamente los vagones que pasaban deprisa, como si los estuviera contando; y en sus gruesas piernas, separadas con torpeza, de cualquier modo, se percibía la misma inquietud y desconcierto. Estaba de pie, pero probablemente él tenía la sensación de estar moviéndose: tan ridícula y excesivamente estaban separadas sus piernas.
Yúrasov se enderezó, tras extender las rodillas, con lo que se sintió aún más alto, más recto y gallardo, y con cariñosa credulidad se estiró el bigote con ambas manos. Su bigote era bonito, enorme, claro, como dos hoces doradas que le sobresalían por los bordes de la cara; y, mientras los dedos se deleitaban con la agradable sensación del cabello esponjoso, sus ojos grises miraban con severidad ingenua e indefinida hacia abajo, hacia los raíles cruzados de la vía contigua. Con sus reflejos metálicos y sus curvas silenciosas parecían serpientes huyendo precipitadamente.
Tras contar en el retrete el dinero robado −había veinticuatro rublos y un poco de calderilla,− Yúrasov manoseó con repugnancia la cartera: estaba vieja, mugrienta y se cerraba mal, y, a la vez, olía a perfume, como si hubiera estado mucho tiempo en manos de una mujer. Ese olor viciado, pero estimulante, hizo que Yúrasov se acordase con alegría de la que iba a visitar y sonriente, contento, despreocupado, dispuesto a una conversación amistosa, se fue a su vagón. Ahora intentaba ser como todos: cortés, decente, discreto; llevaba puesto un abrigo de auténtico paño inglés y botas amarillas, y creía en ellos, en el abrigo y en las botas, y estaba seguro de que todos le tomarían por un joven alemán, un contable de alguna respetable casa comercial. A través de los diarios seguía la bolsa, conocía la cotización de todos los títulos, sabía conversar sobre asuntos comerciales y a veces le parecía que, en efecto, no era el campesino Fiódor Yúrasov, ladrón tres veces juzgado por robo y encarcelado, sino un joven alemán honrado, de apellido Walter y de nombre Henrich. Henrich le llamaba a la que iba a visitar; los colegas le llamaban «el alemán».
—¿Está libre? —se informó cortés, aunque a la primera era obvio que el sitio estaba libre, puesto que en los asientos sólo había dos personas, un oficial retirado, un viejecito, y una dama y sus compras, a lo que parece, una veraneante. Ninguno le respondió y con pulcritud afectada se dejó caer sobre el muelle blando del asiento, extendió cauteloso los pies largos dentro de las botas amarillas y se quitó el sombrero. Después contempló amistoso al anciano oficial y a la dama y apoyó en la rodilla la mano blanca y ancha, de forma que repararan en el dedo meñique y en una sortija con un diamante enorme. El diamante era falso y brillaba aplicado y desnudo y, efectivamente, todos repararon en él, pero no dijeron nada, ni sonrieron ni se volvieron más amistosos. El anciano pasó a la siguiente página del periódico, la dama, joven y bella, fijó la vista en la ventana. Y ya con un vago presentimiento de que lo habían descubierto, de que una vez más, sin saber por qué, no le habían tomado por un joven alemán, Yúrasov escondió despacito la mano, que le parecía demasiado grande y demasiado blanca, y con voz totalmente decente preguntó:
—¿Tiene ganas de llegar a la dacha? —La dama puso cara de no haberle oído y de estar muy pensativa. Yúrasov conocía muy bien esa repugnante expresión de la cara, cuando una persona disimula su estado de alerta, sin resultado y con maldad, y se vuelve ajeno, dolorosamente ajeno. Girándose, le preguntó al oficial:
—¿Sería tan amable de consultar en el periódico cuál es el valor de Rybinskie? No me acuerdo muy bien.
El anciano apartó lentamente el periódico y, tras hacer una mueca severa le miró fijamente con ojos de cegato, como si se hubieran ofendido.
—¿Qué? ¡No le oigo!
Yúrasov lo repitió y, mientras hablaba, separando con cuidado las palabras, el anciano oficial lo examinó con desaprobación, igual que a un nieto que ha hecho una travesura o a un soldado cuyo uniforme no está del todo correcto, y poco a poco empezó a enfadarse. La piel del cráneo entre su cabello ralo y canoso se enrojeció y la barbilla comenzó a moverse.
—No lo sé, —rezongó enfadado—. No lo sé. Aquí no hay nada de eso. No entiendo qué es lo que pregunta la gente.
Y, tras dedicarse de nuevo a la hoja del periódico, la inclinó varias veces para mirar enfadado al caballero pesado. Para entonces, todas las personas del vagón le parecían a Yúrasov ruines y ajenas y se le hizo raro estar sentado en un vagón de segunda clase en un asiento de muelles blando, y con congoja y cólera velada le vino a la memoria que en todas partes, y siempre entre gente honrada, encontraba ésta a veces oculta, pero a menudo abierta, patente hostilidad. Lleva un abrigo de auténtico paño inglés, botas amarillas y un anillo de gran valor, pero ellos parecen no verlo, sino que ven otra cosa, algo propio que él no puede descubrir ni frente al espejo ni en su conciencia. Ante un espejo es igual que todos, e incluso mejor. No lleva escrito que es el campesino Fiódor Yúrasov, un ladrón tres veces juzgado por robo, pero tampoco el joven alemán Henrich Walter. Y es imperceptible, incomprensible, traicionero que vean todo de él y que sólo él no vea y no sepa si despertará en ellos velada inquietud y miedo. Le entraron ganas de escapar y, mirando a su alrededor con desconfianza y sagacidad, ya sin parecerse a un honesto contable alemán, salió dando pasos grandes y fuertes.
II
Era el inicio del mes de junio y ante sus ojos todo, hasta la franja inmóvil de bosque más apartada, verdeaba con juventud y fuerza. Verdeaba la hierba, verdeaban las posturas en las huertas desnudas aún, y todo estaba tan enfrascado en sí mismo, tan ocupado en sí mismo, tan profundamente sumido en sus silenciosas meditaciones de creación, que, si la hierba y los árboles tuvieran cara, todas las caras estarían dirigidas hacia la tierra, todas las caras estarían pensativas y lejanas, todos los labios estarían paralizados por un inmenso silencio sin fondo. Y Yúrasov, pálido, afligido, de pie solo en la plataforma vacilante del vagón, con ansiedad sentía inquieto estas meditaciones accidentales e inabarcables, y por culpa de los campos hermosos, silenciosamente enigmáticos, empezó a sentir el mismo frío de distanciamiento que por las personas del vagón. Arriba por encima de los campos estaba el cielo y también se miraba a sí mismo; en algún lugar detrás de Yúrasov se estaba poniendo el sol y extendía por todo el vasto espacio de la tierra sus rayos largos, rectos. Y en este desierto nadie le miraba, nadie pensaba en él o le conocía. En la ciudad donde Yúrasov nació y creció, las casas y calles tienen ojos y miran con ellos a la gente, unas con hostilidad y malicia, otras con cariño, pero aquí nadie le mira ni sabe nada de él. También los vagones están pensativos: en el que va Yúrasov corre inclinado mientras se balancea enfadado; el otro, el de atrás, no corre ni más rápido ni más despacio, como si estuviera solo, y también como si mirara a la tierra y le prestara oídos. Y por la parte inferior, bajo los vagones, se extiende un estruendo y rumor polifónico: ya como una canción, ya como una música, ya como una conversación incomprensible de alguien ajeno, y siempre sobre algo ajeno, siempre sobre algo lejano.
Aquí también hay personas. Pequeñas, están haciendo algo en este desierto verde y no tienen miedo. Incluso están alegres: de algún lugar han llegado fragmentos de una canción y han desaparecido entre el estruendo y la música de las ruedas. Aquí también hay casas. Pequeñas, están diseminadas libremente y sus ventanas miran hacia el campo. Si por la noche te acercas a la ventana, entonces verás el campo, un campo abierto, libre, oscuro. Y hoy y ayer y todos los días y todas las noches pasan por aquí trenes, y todos los días se esparce aquí este campo silencioso con personas y casas pequeñas. Ayer Yúrasov a esta misma hora estaba sentado en el restaurante «Progress» y no pensaba en ningún campo, pero éste era igual que hoy, igual de silencioso, de bonito, y también pensaba. Justo ha pasado un pequeño bosquecillo de abedules grandes y viejos con nidos de grajos en sus cimas verdes. Y ayer, mientras Yúrasov estaba en el restaurante «Progress», bebía vodka, se desgañitaba con los colegas y miraba un acuario en el que nadaban peces insomnes, igual de profundos y tranquilos se erguían estos abedules y las tinieblas estaban debajo y alrededor de ellos.
Con la extraña idea de que sólo la ciudad es de verdad y de que todo esto es una visión, y que si cierra los ojos y luego los abre, no habrá ningún campo, Yúrasov entornó los ojos con fuerza y se calmó. Y al instante se sintió tan bien y especial que ya no tenía ganas de volver a abrir los ojos, además, no hacía falta: desaparecieron las ideas y las dudas y la permanente y velada inquietud; su cuerpo se agitaba dulcemente sin voluntad al compás de la respiración del vagón, y por su rostro se esparcía con ternura el aire cálido y prudente de los campos. Alzó confiado su bigote vaporoso y susurró para sus oídos, mientras abajo, bajo sus pies se extendía el sonido regular y melódico de las ruedas, parecido a una música, a una canción, a una conversación de alguien sobre algo lejano, triste y amado. Y Yúrasov soñó confuso que desde sus propias piernas, de su cabeza inclinada y de su cara, que temblorosa sentía el suave vacío del espacio, comenzaba un abismo azul verdoso repleto de palabras tranquilas y dulzura tímida, oculta. Y tan raro, como si en algún lugar lejano estuviera cayendo una lluvia silenciosa y cálida.
El tren ralentizó la marcha y se detuvo un momento, un minuto. Y al instante desde todas partes envolvió a Yúrasov un silencio tan inabarcable y mágico, como si no hubiera sido un minuto el tiempo que estuvo parado el tren, sino años, decenas de años, una eternidad. Todo estaba en silencio: la pequeña piedra oscura manchada de grasa pegada al raíl de hierro; el rincón del andén rojo cubierto, bajito y desierto; la hierba del talud. Olía a hoja de abedul, a prados, a estiércol fresco, y este olor seguía siendo el mismo silencio inabarcable de siempre. En la vía contigua, agarrándose con torpeza al pasamano, bajó un pasajero y se fue. Y resultó tan raro, extraño en este silencio, como un pájaro que siempre está volando y ahora tiene intención de ir a pie. Aquí hace falta volar, pero él iba andando; el camino era largo, ignoto, y sus pasos pequeños y cortos. Y movía las piernas de una forma tan graciosa, en este silencio inabarcable.
Sin ruido, como avergonzándose de su griterío, el tren se puso en movimiento y sólo a una versta del andén silencioso, cuando éste se perdió sin dejar huella en el verde del bosque y de los campos, empezó a retumbar libremente con todos los eslabones de su tronco de hierro. Yúrasov se paseó inquieto por la plataforma, tan alto, flaco, ágil, se estiró el bigote sin darse cuenta mientras miraba hacia arriba con ojos brillantes, y se pegó ansioso al pasador de hierro desde el lado del vagón por donde se hundía en el horizonte un inmenso sol rojo. Descubrió, comprendió algo que alejaba toda su vida de él y que hacía a esa vida tan torpe y pesada como el pasajero que tendría que haber volado, como un pájaro, pero que iba andando.
—Sí, sí, —serio y preocupado repitió y cabeceó categórico—. Por supuesto, eso es. Sí, sí.
Y las ruedas lo corroboraron sonoras y polifónicas: «Por supuesto, eso es, sí, sí». «Por supuesto, eso es, sí, sí». Y justo como si fuera necesario así, no hablar, sino cantar, Yúrasov empezó a cantar primero bajito, pero después cada vez más alto, hasta que su voz se fundió con el rumor y el estruendo del hierro. El ritmo de la canción era el ruido de las ruedas, y su melodía, toda una ola flexible y transparente de sonidos. Pero no había palabras. No les daba tiempo a formarse; distantes y confusas y terriblemente extensas, como el campo, corrían muy rápido a saber dónde y la voz humana las seguía libre y ligera. Se elevaba y caía; y se extendía por el suelo deslizándose por los prados, atravesando la espesura del bosque; y con ligereza se elevó hacia el cielo perdiéndose en su inmensidad. Cuando en primavera se pone en libertad a un ave, debe volar justo como esta voz: sin objetivo, sin ruta, ambicionando hacer líneas, abarcar, sentir toda la sonora amplitud del espacio celeste. Seguramente así cantarían los campos verdes, si se les diera voz; así cantan en las tardes tranquilas de verano esas personas pequeñas que andan trajinando por el desierto verde.
Yúrasov cantaba y el reflejo purpúreo del sol poniente brillaba en su cara, en su abrigo de paño inglés y en las botas amarillas. Cantaba acompañando al sol y su canción se volvía de lo más triste, como si el ave sintiera la sonora amplitud del espacio celeste, se estremeciera a causa de una melancolía ignota y llamara a alguien: ven.
El sol se ha puesto y una redecilla gris ha caído sobre la tierra silenciosa y el cielo silencioso. Una red gris cayó sobre la cara, palidecieron los últimos reflejos del ocaso y ella queda muerta. ¡Ven conmigo! ¿Por qué no vienes? El sol se ha puesto y se oscurecen los campos. Tan solitario, y siente tanto dolor un corazón solitario. Tan solitario, tanto dolor. Ven. El sol se ha puesto. Se oscurecen los campos. ¡Ven ya, ven!
Así lloraba su alma. Los campos seguían oscureciéndose y sólo el cielo sobre el sol retirándose estaba cada vez más claro y más profundo, igual que un rostro bello vuelto hacia aquél a quien se ama y que en silencio parte, en silencio.
III
Pasó el control y el revisor, de paso y con grosería, advirtió a Yúrasov:
—No se puede estar en la plataforma. Vaya al vagón. —Y se fue tras dar enfadado un portazo. E igual de enfadado Yúrasov le soltó a sus espaldas:
—¡Estúpido!
Se le ocurrió que todo eso, las palabras groseras y el golpe enfadado de la puerta, todo eso venía de allí, de la gente honrada del vagón. Y de nuevo, sintiéndose el alemán Henrich Walter, susceptible e irritado, alzando los hombros, le dijo a un respetable señor imaginario:
—¡Vaya, qué groseros! De siempre todo el mundo se ha quedado en la plataforma, y él, que no se puede. ¡De dónde se habrá sacado eso!
Después hubo una parada y su silencio repentino y autoritario. Ahora, al acercarse la noche, la hierba y el bosque olían aún más fuerte y la gente que se apeaba ya no parecía tan divertida y pesada: el crepúsculo diáfano parecía darles alas y dos mujeres de vestido claro daban la sensación no de andar, sino de volar como cisnes. Y de nuevo se sintió bien y triste y le entraron ganas de cantar, pero su voz no obedecía, en su lengua se amontonaron algunas palabras innecesarias y aburridas, y la canción no salía. Le entraron ganas de meditar, de llorar dulce y desconsoladamente, pero en lugar de eso volvió a aparecerse cierto señor respetable al que le hablaba con convicción y autoridad:
—¿Ha observado usted cuánto ha subido Sormovskie?
Y los oscuros campos desplazados pensaban de nuevo en sus cosas, eran incomprensibles, fríos y extraños. Disonantes y torpes se empujaban las ruedas y parecía que todas ellas se iban agarrando entre sí y se molestaban unas a otras. Algo hacía ruido entre ellas y con un chirrido mohoso chirriaba, algo repiqueteaba de forma entrecortada: era parecido a una multitud de gente bebida, tonta, que vagabundeaba sin sentido. Después esa gente empezó a amontonarse, a formar, y todos resaltaban por sus vistosos trajes de café-cantante. Después avanzaron y todos a una, en un coro borracho, desenfrenado, se desgañitaban:
—Malania mía, tus-o-jos-sal-to-nes…
Con repugnante claridad a Yúrasov le vino a la memoria esta canción que había oído en todos los jardines públicos, que habían cantado sus colegas y también él, que le daban ganas de espantar con las manos, como a algo vivo, como piedras lanzadas desde detrás de la esquina. Y tenían poder tan despiadado esas palabras terriblemente absurdas, pegajosas e insolentes, que todo el extenso tren empezó a acompañarlas con cientos de ruedas girantes:
—Malania mía, tus-o-jos-sal-to-nes…
Algo amorfo y monstruoso, turbio y pegajoso con miles de labios gordos se adhirió a Yúrasov, le dio besos húmedos y sucios, se rió a carcajadas. Y soltó miles de berridos, silbó, aulló, levantó remolinos por la tierra como un loco. Las ruedas se convirtieron en hocicos anchos y redondos y, riendo descaradamente mientras se alejaban entre torbellinos ebrios, todas golpeaban y aullaban:
—Malania mía, tus-o-jos-sal-to-nes…
Sólo los campos callaban. Fríos y tranquilos, sumidos en meditaciones puras y creativas, no sabían nada sobre la persona de una lejana ciudad de piedra y eran extraños para su alma inquieta y aturdida por recuerdos dolorosos. El tren llevaba a Yúrasov hacia delante, pero la canción insolente y absurda lo llamaba hacia atrás, a la ciudad, lo arrastraba con rudeza y crueldad, como a un desafortunado fugitivo atrapado en el umbral de la cárcel. Él aún se empeña, aún tiende los brazos hacia el feliz espacio sin explorar, pero en su cabeza ya se levantan, como una inevitabilidad fatídica, las imágenes crueles del cautiverio entre paredes de piedra y rejas de hierro. Y el que los campos sean tan fríos e indiferentes y no quieran ayudarle, como a alguien ajeno, llena a Yúrasov de un sentimiento de inconsolable soledad. Y Yúrasov se asusta, tan inesperado, tan enorme y horrible es ese sentimiento que le está excluyendo de la vida, como a un muerto. Si se hubiera quedado dormido durante mil años y se hubiera despertado en un mundo nuevo entre nuevas personas, no hubiera estado más solo, no hubiera sido más extraño para todos que en este momento. Quiere despertar en su memoria cualquier cosa cercana, querida, pero no hay, y la canción insolente ruge en su cerebro avasallado y engendra recuerdos tristes y siniestros que arrojan sombras sobre toda su vida. Ahí justo está el jardín donde cantaban «Malania». Y en ese jardín robó algo y le pillaron y todos estaban borrachos: tanto él como los que le perseguían gritando y silbando. Se escondió en algún sitio, en algún rincón oscuro, en un boquete negro, y le perdieron. Se quedó largo rato sentado allí, junto a unos tableros viejos de los que sobresalían clavos, cerca de un barril desarmado de cal seca; se sentía el frescor y la tranquilidad de la tierra mullida y había un fuerte olor a álamo joven; por los senderos, cerca de él, paseaba gente vestida de domingo y se oía música. A su lado pasó una gata gris, pensativa, indiferente al bullicio y a la música, tan inesperada en ese lugar. Era un buena gata: Yúrasov la llamó «¡Bis-bis!» y ella se acercó, ronroneó un poco, se restregó contra su rodilla y se dejó besar en el suave hociquillo que olía a pellejillo y a arenque. A causa de sus besos ella empezó a estornudar y se fue, tan altiva e indiferente como una dama de alta alcurnia, después de ello se arrastró fuera de su celada y lo capturaron.
Aunque al menos allí había una gata y aquí sólo hay campos indiferentes y saciados, y Yúrasov empieza a odiarlos con toda la fuerza de su soledad. Si le dieran poder, los cubriría de piedras; reuniría a miles de personas y les ordenaría pisar hasta dejar en cueros el verdor tierno y falso que causa alegría a todos, pero que bebe de su corazón la última sangre. ¿Para qué se habrá ido? Ahora estaría sentado en el restaurante «Progress», bebería vino y estaría charlando y riéndose. Pero empieza a odiar a ésa a la que va a ver, a la amiga miserable y sucia de su vida sucia. Ahora es rica y ella misma mantiene a chicas para venderlas; le quiere y le da dinero, todo el que quiera, y él llegará y le golpeará hasta hacerle sangre, hasta que grite como un cerdo. Y después beberá hasta emborracharse y se pondrá a llorar, a estrangularse y a cantar entre sollozos:
—Malania mía…
Pero las ruedas ya no cantan. Fatigadas, como niños enfermos, zumban lastimosamente y parecen acurrucarse unas a otras, buscando cariño y sosiego. Desde lo alto le mira con tranquilidad el cielo estrellado severo y desde todas partes lo abrazan las tinieblas severas, virginales, de los campos, y en su interior hay llamas solitarias, como lágrimas de compasión pura en un bello rostro pensativo. Y allá delante se divisa el resplandor de los faroles de una estación y, desde allí, desde esa mancha luminosa, junto con el aire cálido y fresco de la noche, llegan volando sones suaves y dulces de música. La pesadilla ha desaparecido y, con la habitual facilidad de una persona que no tiene sitio en el mundo, Yúrasov enseguida la olvida y aguza el oído con emoción para captar la melodía conocida.
—¡Están bailando! —dice y sonríe con inspiración y con ojos felices mira a su alrededor, mientras se pasa las manos como si estuviera lavándose—. ¡Están bailando! Pero bueno, ¡qué diablo! ¡Están bailando!
Estira los hombros, sin darse cuenta se encorva al ritmo del baile conocido, todo él se llena con un sentimiento vivo de movimiento rítmico y bello. Le gusta mucho bailar y, cuando baila, se vuelve muy bueno, amable y cariñoso, y ya no es ni el alemán Henrich Walter ni Fiódor Yúrasov, a quien continuamente juzgaban por robo, sino otro, un tercero del que él no sabía nada. Y cuando una nueva ráfaga de viento se lleva la afluencia de sonidos hacia el campo oscuro, a Yúrasov le asusta que sea para siempre y por poco no se echa a llorar. Pero aún más fuertes y alegres, como si hubieran recobrado fuerzas en el campo oscuro, regresan los sonidos huidizos y Yúrasov sonríe feliz:
—Están bailando. Pero bueno, ¡qué diablo!
IV
Estaban bailando justo al lado de la estación. Los veraneantes habían organizado un baile: contrataron música, colgaron todo alrededor de la plazoleta farolillos rojos y azules tras arrojar las tinieblas nocturnas a la mismísima cima de los árboles. Estudiantes de gimnasia, señoritas con vestidos claros, estudiantes de universidad, un oficial jovencísimo con espuelas, tan joven que parecía haberse ataviado a propósito de militar, giraban suavemente por la amplia plazoleta levantando arena con los pies y los vestidos ondeantes. Bajo la engañosa luz crepuscular de los farolillos todas las personas parecían bellas, y los bailarines, unos seres extraordinarios, enternecedores en su levedad y pureza. Es tarde, pero bailan; si uno se aleja apenas diez pasos del círculo, la oscuridad inabarcable y omnipotente se traga a las personas, pero ellos bailan y la música suena para ellos tan encantadora, tan soñadora y tierna…
El tren se detiene cinco minutos y Yúrasov se mezcla entre la multitud de curiosos: como un cerco oscuro y descolorido rodean la plazoleta y se sujetan con fuerza al alambre, tan innecesarios, descoloridos. Y algunos de ellos esbozan una sonrisa extraña y reservada, otros están hoscos y afligidos, es esa particular pena pálida que nace en las personas al ver la alegría ajena. Pero Yúrasov está alegre: con mirada inspirada de entendido observa a los bailarines, asiente, taconea suavemente e, inesperadamente, decide:
—No sigo. ¡Me quedo a bailar!
Del círculo, apartando sin cuidado al gentío, salen dos: una muchacha de blanco y un joven alto, casi tan alto como Yúrasov. A lo largo de los vagones medio dormidos, hacia el final del andén de tablas, donde la oscuridad se enfurruña cautelosa, caminan hermosos y como si llevaran consigo partículas de luz; a Yúrasov hasta le parece que la muchacha brilla: tan blanco su vestido, tan negras sus cejas sobre su cara blanca. Con la seguridad de una persona que baila bien Yúrasov alcanza a los caminantes y les pregunta:
—Por favor, ¿dónde se pueden sacar entradas para el baile?
El joven no tiene bigote. Echa una severa mirada de medio perfil a Yúrasov y responde:
—Es sólo para los de aquí.
—Soy un viajero. Me llamo Henrich Walter.
—Ya se lo he dicho: es sólo para los de aquí.
—Me llamo Henrich Walter, Henrich Walter.
—¡Oiga! —El joven se detiene amenazador, pero la muchacha de blanco tira de él.
¡Si al menos ella hubiera reparado en Henrich Walter! Pero no le ha mirado y completamente blanca, brillante como una nube frente a la luna, aún brilla largo tiempo en la oscuridad y, sin hacer ruido, se disipa en ella.
—¡Me da igual! —orgulloso tras ellos susurra Yúrasov, pero su alma se vuelve tan blanca y fría como si le hubiera nevado: nieve blanca, limpia, muerta.
Por alguna razón el tren sigue detenido y Yúrasov deambula a lo largo de los vagones tan guapo, severo e importante dentro de su fría desolación que ahora nadie le tomaría por un ladrón tres veces juzgado por robo y que ha pasado muchos meses en las cárcel. Está tranquilo, todo lo ve, todo lo oye y comprende, sólo sus piernas son de goma, no sienten el suelo, y en su alma algo está muriendo, en silencio, tranquilo, sin dolor ni temblores. Y ahora acaba de morir.
La música suena de nuevo y con los rítmicos sonidos bailables se entremezclan fragmentos de una conversación extraña, de miedo:
—Oiga, revisor, ¿por qué no se mueve el tren?
Yúrasov afloja el paso y presta atención. Más atrás el revisor responde con indiferencia:
—Está parado, así que será por algo. El maquinista se ha ido a bailar.
El pasajero se echa a reír y Yúrasov continúa andando. En el camino de vuelta oye a dos revisores hablando:
—Al parecer, está en este tren.
—¿Y quién le ha visto, eh?
—Nadie le ha visto. Lo ha comentado un gendarme.
—Entonces tu gendarme miente. No va a ser la gente más tonta que él…
Suena la campanilla y Yúrasov duda un momento. Pero desde el lado del baile camina una muchacha de blanco cogida del brazo de alguien y él salta dentro de la plataforma y cruza al otro lado. Allí no ve ni a la muchacha de blanco ni a los bailarines; sólo la música por un instante baña su nuca en una ola de sonidos cálidos y todo se pierde en la oscuridad y en el silencio de la noche. Está solo en la plataforma vacilante del vagón, entre confusas siluetas nocturnas; todo se mueve, todo va a algún lugar, sin engancharle, tan extraño y fantasmagórico como las imágenes de un sueño para el que duerme.
V
Tras empujar con la puerta a Yúrasov y no reparar en él, rápidamente atravesó la plataforma un revisor con una linterna y desapareció tras la siguiente puerta. Ni sus pasos ni el portazo se han oído a causa del estruendo del tren, pero toda su figura confusa, borrosa, con movimientos apresurados y amenazantes ha causado la impresión de un grito momentáneo, bruscamente interrumpido. Yúrasov se ha quedado frío al comprender rápidamente, como un fuego estalló en su cerebro, en su corazón, en todo su cuerpo un pensamiento colosal y horroroso: andan a su caza. Han enviado un telegrama, le han visto, le han reconocido y ahora andan a su caza por los vagones. Ese «él» sobre el que tan enigmáticamente hablaban los revisores es precisamente Yúrasov; y da mucho miedo reconocerse y descubrirse en un «él» impersonal sobre el que hablan personas desconocidas y extrañas.
Y ahora ellos continúan hablando de «él», «lo» están buscando. Sí, allí, vienen desde el último vagón, lo siente con su olfato de animal experimentado. Tres o cuatro, con linternas, examinan a los pasajeros, se asoman a los rincones oscuros, despiertan a los que están durmiendo, cuchichean entre sí y, paso a paso, en una gradación fatídica, con una inevitabilidad cruel se van acercando a «él», a Yúrasov, que está en la plataforma y aguza el oído con el cuello estirado. Y el tren vuela ferozmente rápido y las ruedas ya no cantan ni hablan. Gritan con voces férreas, susurran a escondidas y sigilosas, aúllan con maldad en un encantamiento salvaje: una jauría rabiosa de perros despiertos.
Yúrasov aprieta los dientes y, obligándose a permanecer inmóvil, reflexiona: saltar a tanta velocidad es imposible, la siguiente parada aún queda lejos; tiene que pasar a la parte delantera del tren y esperar allí. Mientras registran todos los vagones, puede que pase algo, una parada o una disminución de la marcha, entonces saltará. Por la primera puerta entra tranquilo, sonriendo para no parecer sospechoso, y tiene preparado un «pardon!» refinadamente cortés y convincente, pero el vagón semioscuro de tercera clase estaba tan concurrido, tan revuelto en un caos de sacos, baúles y piernas estiradas por todas partes que pierde la esperanza de alcanzar la salida y se pierde en un sentimiento de un miedo nuevo e inesperado. ¿Cómo atravesar esta pared? La gente duerme, pero sus piernas tenaces se estiran desde todos lados hacia el paso y le cercan: salen desde abajo, caen desde las literas rozándole la cabeza y los hombros, cruzan de un banco a otro, flácidas, como flexibles y excesivamente hostiles en su propósito de regresar a su antiguo sitio, de retomar su antigua postura. Como muelles se combaban y se enderezaban otra vez empujando toscas y exánimes a Yúrasov, causándole pavor con su resistencia absurda y terrible. Por fin está junto a la puerta, pero igual que fallebas de hierro, la obstruyen dos piernas con enormes botas fruncidas; echadas con maldad, obstinadas y obtusas regresan a la puerta, se apoyan en ella, se doblan como si no tuvieran ni un hueso, y por una abertura estrechísima se cuela Yúrasov a duras penas. Creía que ya era la plataforma, pero sólo era un nuevo compartimento del vagón, con una red igual de espesa de cosas amontonadas y miembros humanos como arrancados. Y cuando, tras inclinarse como un toro, alcanza la plataforma, sus ojos están sin expresión, como los del toro, y el sombrío espanto de un animal al que acosan y que no comprende nada, le envuelve en un círculo vicioso negro. Respira con dificultad, aguza el oído, capta en el estruendo de las ruedas los ruidos de los perseguidores acercándose e, inclinado como un toro, sobreponiéndose al espanto, anda hacia la puerta oscura, silenciosa. Y tras ella de nuevo una lucha sin sentido, de nuevo la oposición absurda y terrible de piernas humanas ruines.
En el vagón de primera clase, en un pasillo estrecho, se agolpa junto a una ventana abierta un grupillo de viajeros que se conocen y que no tienen ganas de dormir. Están de pie, sentados en bancos desplazados, y una joven dama de pelo ondulado mira por la ventana. El viento ondea la cortinilla, lanza hacia atrás los anillitos del pelo y a Yúrasov le parece que el viento huele a algún perfume pesado, artificial, de ciudad.
—Pardon! —dice aburrido—. Pardon.
Los hombres se apartaron lenta y desganadamente, examinando a Yúrasov con hostilidad; la dama de la ventana no le ha oído y otra dama reidora durante un tiempo le toca el hombro redondo, cubierto. Por ella se da la vuelta y, antes de dejarle pasar, despacio y durante un momento terriblemente largo examina a Yúrasov, sus botas amarillas y su abrigo de auténtico paño inglés. En sus ojos lleva la oscuridad de la noche y entorna los ojos como si dudara en dejar pasar a ese señor o no.
—Pardon! —dice Yúrasov suplicante y la dama y su falda de seda susurrante se pegan a la pared con desgana.
Y luego otra vez los horribles vagones de tercera clase, como si hubiera atravesado ya decenas, cientos de ellos, y delante nuevas plataformas, nuevas puertas intratables y piernas tenaces, ruines, crueles. Y ahí está por fin la última plataforma y delante de ella la pared oscura, ciega, del furgón y Yúrasov se queda petrificado por un momento, parece haber dejado de existir para siempre. Algo está corriendo cerca, algo está retumbando y el suelo se tambalea bajo sus piernas dobladas, temblorosas.
Y, de repente, lo siente: la pared, la fría y dura pared sobre la que se ha apoyado extenuado, le está apartando poco a poco pero con insistencia. Le empuja y vuelve a empujarle, como si estuviera viva, como un enemigo astuto y precavido que no se atreve a atacar abiertamente. Y todo lo que Yúrasov ha experimentado y visto se enlaza en su cerebro en una única imagen salvaje de enormes perseguidores despiadados. Le parece que el mundo entero, al que él creía indiferente y ajeno, ahora se ha levantado y le persigue sofocándose y clamando de rabia: y los campos saciados, hostiles, y la dama pensativa de la ventanilla y las piernas obtusamente testarudas y ruines que se entrelazaban unas a otras. Ahora están soñolientas y flácidas, pero van a levantarlas y toda su mole pateadora se lanzará a por él saltando, brincando, aplastando todo lo que encuentren por el camino. Él está solo y ellos son miles, son millones, el mundo entero: por detrás de él y por delante, por todos lados, y en ningún sitio se está a salvo de ellos.
Los vagones vuelan, se balancean con furia, se dan empujones y parecen monstruos de hierro furiosos de patas cortitas que se han agachado, que se han inclinado sobre la tierra y corren. La plataforma está a oscuras y en ningún sitio hay indicios de luz, todo lo pasa ante sus ojos está sin forma, confuso e indefinido. Algunas sombras de piernas largas que caminan de espaldas, algunos montones fantasmagóricos que ya se aproximan al mismísimo vagón, ya instantáneamente desaparecen en la oscuridad uniforme, infinita. Han muerto los campos verdes y el bosque, sólo sus sombras siniestras planean silenciosas sobre el estruendoso tren, pero allí, unos cuantos vagones detrás, quizá cuatro, quizá sólo uno, igual de silenciosos se van deslizando ellos. Tres o cuatro, con linternas, examinan cuidadosamente a los pasajeros, intercambian miradas, cuchichean entre sí y con lentitud salvaje, ridícula y terrible van avanzando hacia él. Justo acaban de abrir una puerta… y otra más…
Con un último esfuerzo de voluntad Yúrasov se obliga a tranquilizarse y, mirando lentamente a su alrededor, trepa al techo del vagón. Se pone de pie sobre la estrecha barra de hierro que cierra la entrada e, inclinándose, lanza los brazos hacia arriba; casi está colgado sobre el vacío nebuloso, vivo, siniestro, que rodea sus pies con viento frío. Las manos se resbalan por el hierro del techo, se agarran a un vierteaguas y éste se dobla suavemente, como un papel; los pies buscan en vano un apoyo y las botas amarillas, duras como la madera, desesperadamente se balancean alrededor de la barra lisa e igual de dura y, por un segundo, Yúrasov experimenta la sensación de estar cayéndose. Pero ya en el aire, con el cuerpo encorvado como un gato cuando cae, cambia de dirección y cae sobre la plataforma, al mismo tiempo sintiendo un fuerte dolor en la rodilla, que se ha golpeado con algo, y oyendo el crujido de una tela que se desgarra. Es su abrigo que se ha enganchado y roto. Y sin pensar en el dolor, sin pensar en nada, Yúrasov palpa el jirón suelto, como si fuera lo más importante, sacude la cabeza con tristeza y chasquea la lengua.
Tras el desafortunado intento Yúrasov se debilita y le entran ganas de tumbarse en el suelo, echarse a llorar y decir: cogedme. Y ya está eligiendo el sitio para tumbarse, cuando en su memoria aparecen los vagones y las piernas entrelazadas y lo escucha con claridad: ellos, tres o cuatro con linternas, vienen. Y de nuevo el absurdo terror animal se apodera de él y lo lanza por la plataforma como a un balón, de un extremo a otro. Y ya quiere otra vez, repitiéndose irreflexivamente, trepar al techo del vagón cuando un bramido fogoso y ronco, amplio como un bostezo, no era un silbido, no era un grito, no era parecido a nada, penetra en sus oídos y le anula la conciencia. Era la máquina que había empezado a silbar sobre su cabeza saludando a un tren que venía en dirección contraria, pero a Yúrasov le pareció algo infinitamente espantoso, lo último dentro de su terror, algo irrevocable. Como si el mundo le hubiera dado alcance y todas sus voces alzaran una única y fuerte voz:
—¡A-já!…
Y cuando desde la oscuridad delantera resonó el bramido de respuesta, que iba en aumento, que iba acercándose, y sobre los raíles de la vía contigua cayó la luz embaucadora del tren expreso que se aproximaba, apartó el travesaño de hierro y saltó allí donde tan cerca serpenteaban los raíles iluminados. Se hizo daño al golpearse los dientes con algo, dio varias vueltas y, cuando levantó la cara con el bigote arrugado y la boca desdentada, justo sobre ella pendían tres linternas, tres débiles lamparitas tras cristales convexos.
No entendió su importancia.