Dos cartas

(1916)

I. Todo llega demasiado tarde

Quería una explicación, aquí la tiene. Sé que sentirá frío y dolor, que va a llorar toda la tarde, quizá también mañana, pero no me da pena, no. Es demasiado joven para merecer mi pena. Joven su corazón, joven su risa y jóvenes sus lágrimas, yo no puedo compadecerme de usted, no me reproche mi frialdad. A una persona joven parecida a usted le vi una carta parecida a la mía, o de género similar, y en la carta había huellas de lágrimas. En esa misma carta había otra huella posterior: el redondel de una taza de café que la persona joven gustaba de beber… ¿y sabe cuántos años habían pasado entre las amargas lágrimas y el confortable café? Un año. Un año, querida.

¿Creerá ahora que estoy cansado? Sólo los cansados así son indiferentes a las lágrimas jóvenes, a todo un año de luto joven y bello; sólo a ellos les resulta penosa una mano fría. Un cadáver no se levanta y no pelea, pero la caída de su brazo flácido es más penosa que un golpe. Sí, estoy cansado. Ayer, mientras usted llamaba a mi puerta, yo estaba en casa solo, a oscuras, pero no dormía. Y oí su voz y el roce de su lindo vestido… Casi podía oír el golpeteo abatido y asustado de su corazón estrellándose contra una puerta cerrada y muda. Pero no me levanté a abrir, y con igual acierto podría haber llamado a la lápida de un sepulcro: nadie saldrá. No, éste no es el cansancio del que lleva un tiempo dedicado a una tarea y que tan tiernamente me reprochó mientras me apartaba de mi trabajo, éste no es un sueño de fuerzas agotadas, la quietud antes del movimiento: éste es el cansancio de toda una vida y, a cambio de toda esa vida, una quietud penosa, un pasillo frío en cuyo final está la puerta de la Muerte. Como si me hubieran arrojado de golpe todos los años vividos, como si durante una única hora hubiera dado todos los pasos con los que he caminado por la redondez de la Tierra, hubiera pintado todos mis cuadros, hubiera experimentado todas las tristezas y alegrías de mi agitada existencia. El corazón no quiere latir, ¿puede entenderlo, querida? Se cansa con cada uno de sus latidos, igual que un reloj de torre antiguo que lleva mucho tiempo haciéndonos saber la hora.

Los fatigados tienen días así. Hoy ya estoy en movimiento y mis ojos desean ver, atisban la belleza de las nubes, y mi mano ya se estira hacia el pincel y el lienzo tirante parece tentador. ¿Qué pueden hacer los ojos, sino ver? ¿Qué puede hacer la mano, sino trabajar? Y hoy ya he pasado por la barbería, ¡oh, cuánto trabajo van a tener los fígaros el día de la resurrección de los muertos!, y mi Jean hizo una observación acertada al terminar la ceremonia: «Cómo ha rejuvenecido». Sí, he rejuvenecido, mis ojos mienten luminosos y serenos y todo yo soy como un caballo gitano en un mercado que entusiasma a los compradores por su aspecto bravo; y hace falta una mirada terrible y muy atenta para advertir la sombra de cansancio mortal sobre ese rostro que irradia armonía. Lo expresaré de forma poética: una serpiente ha dormido entre las flores toda la noche, pero ¿quién va a sospecharlo por la mañana?

Y de haber llamado hoy, quizá le hubiera abierto la puerta demasiado de prisa; y una vez más hubiera pasado toda la tarde estafándola a usted y a mí mismo, a dios y a la gente, a la muerte y al amor. ¿Recuerda nuestro paseo, aquella vez que yo, dejándola atrás, subí corriendo todo valiente a un cerro muy alto? Mientras jadeaba por las intermitencias de mi corazón, para los viejos tales experimentos son un peligro, esperé arriba la corona de laureles de sus manos, igual que un joven griego en la palestra, pero usted ni siquiera reparó en mi agilidad, ¡para usted era tan natural! Claro que fue una auténtica tontería, mi mentira de hoy sería más hábil, ya siento en la boca su sabor dulce, a cloroformo, a narcótico. Hablaría de mis futuros cuadros. Igual que un tenor de moda en una cita entona los arias en falsete —¿qué puede hacer un tenor, sino cantar?— yo pintaría mis cuadros en falsete, me brillarían los ojos, me inspiraría y mentiría a la gente y a la carrera, igual que el peor de los truhanes. ¡Para animar vuestros ojos lindos e infantilmente sabios estoy dispuesto a convertirme en un genio durante una hora! Pero es una simple estafa, amiga mía, una simple estafa. No soy un genio. ¿Qué cuadros? No voy a pintar MÁS cuadros.

Estoy cansado. No les diga esto a mis compradores de la feria, aún necesito alargar el día de trabajo… pero estoy terriblemente cansado. Todo ha llegado demasiado tarde a mi vida, y no se enoje, querida mía, no llore, mi niña: no necesito su amor. Y qué bien que no se haya dicho ni una palabra sobre ello y que la semilla maldita de la mentira no haya brotado: ¡hubieran sido unas flores horribles, despreciables! Querida mía, he visto todo. Hace ya un mes o más que busca dolorosamente el pretexto y el momento para abrirse conmigo y decir: le amo. Hace ya un mes que yo, cual experto donjuán y el cobarde más ruin, me deleito con la visión de esa lucha, la empujo, con gestos de hipnotizador inspiro aún más amor, la llevo hasta el borde y corro asustado, simplemente me largo. El pelo se levanta en mi cabeza, siento un miedo trágico, puesto que me acosan las Euménides, pero voy al trote, como el miserable carterista al que persigue la policía. Habrá notado que al principio de cada una de nuestras veladas es usted quien habla, yo guardo silencio, sin embargo al finalizar parloteo como poseído por la palabrería, cual personaje moralizante en una mala obra, y usted calla desconcertada, muda, afligida, sin saber a qué agarrarse en ese mar de palabras. Y así, callada, la acompaño a la puerta, con hipocresía retengo su mano, fría por culpa de la pena y la perplejidad, y de prisa cierro la puerta: por hoy estoy salvado. Usted se aparta enseguida de la puerta, ¿o aún se queda allí? Yo me aparto enseguida. Pero esa semana, ¿se acuerda? Me quedé diez minutos frente a esa estúpida puerta tras la cual yo acababa de despedir a mi última, pero tardía, demasiado tardía, felicidad. Parece que por primera vez comprendí lo que significaba esa puerta al contemplar durante diez minutos su plano iluminado; y si oyera su suspiro… ¡No!

Todo llega demasiado tarde.

Mi tren parte por la mañana, las maletas están preparadas y la caja de pinturas está lejos, no tengo nada que hacer en toda la noche: una ocasión excesivamente oportuna para este último acceso de razonamiento. Mire lo que eso significa. Cuando era un crío de siete u ocho años, me apasionaban las rosquillas de menta baratas que vendían en nuestra apartada calle, en el pequeño puestecito los llamaban, no sé por qué, melindres y por un kopek te daban dos. No sé por qué nunca tuve suficientes kopeks para darme un atracón: en esa época mis padres no eran pobres y no sufrí ninguna otra carencia, pero para los melindres nunca tenía suficiente. Claro que era una pequeña locura, una manía infantil. Pero recuerdo mis sueños con los melindres y la envidia insana de quienes los comían; recuerdo su extraordinario sabor y su aspecto, la fina corteza caliza que se quebraba suavemente entre los dedos, recuerdo mi tormento por un millón de melindres, ¡por una montaña entera de rosquillas! Probablemente, comía muchos, pero quería más y más; y hasta ahora, muchas décadas después, mi hambre ha quedado insatisfecha. ¿Lo comprende? Puedo comprar un millón de melindres y, a veces, es cierto que compro una libra o dos y se las comen los criados: éstos no los necesito, son extraños y no reconozco su sabor.

Llegó, pero demasiado tarde. Todo llega demasiado tarde y mis queridos melindres eran sólo el timbre del inicio de este estúpido espectáculo. Deseaba seguir viajando… ¡y cómo lo deseaba! Usted comprende esa pasión por los países nuevos y las orillas nuevas, y más de una vez, mientras hablaba de mis vagabundeos por Europa y América, advertí en sus ojos el imprudente fuego de la curiosidad, de la sed del movimiento continuo, la ansiedad sumisa y sagrada del alma humana arrojada a la tierra para vagar. En los nómadas y los aventureros innatos ese fuego se convierte en llama devoradora, pero en mí probablemente sólo ardía débilmente, tal y como corresponde a un joven culto útil a su patria y consuelo de sus padres; y no me fui a ningún sitio mientras no acabé todos los cursos correspondientes. Y cuando me fui…

La verdad, es agradable y cómodo viajar en un vagón internacional o con suelas herradas de turista deambular por el Tirol, y es totalmente parecido, engaña por completo, a un viaje. ¿Pero por qué, cuando miro por la ventana espejada del vagón, siempre veo la imagen del estudiante de ojos hambrientos que rápida y desesperadamente se precipita al tren, desaparece sin dejar huella en las ruidosas estaciones y de nuevo vuela hasta el tren, aparece y desaparece como una pequeña sombra sobre los valles soleados del Arno, sobre los rápidos de Noruega, sobre el vasto espacio agitado de la Atlántida? Puesto que persigue a los barcos igual que a los trenes, y sólo en los Grand Hotels o en los suntuosos Excelsiors no lo verás nunca. ¡Y qué aburrido se ha vuelto un mundo en el que el turista ha sustituido al aventurero, y las almas muertas, en lugar de Caronte, las transporta Cook!

Llegó, pero demasiado tarde. Todo llega demasiado tarde y ahí está el misterio de mi desesperación. El amor… Sí, el amor. He aquí el país maldecido por dios donde el retraso es ley, donde ni un solo tren llega según su horario y los jefes de estación de gorro rojo están todos locos o son idiotas. ¡Pero aquí hasta los guardas se volvieron locos por culpa de un accidente! Llegan tarde todas las declaraciones y besos, siempre son demasiado prematuros para uno y demasiado tardíos para el otro, mienten todos los relojes y encuentros y, como un corro de espectros bebidos, unos corren en círculo, otros les dan alcance aspirando el aire con las manos extendidas. Todo en el mundo llega demasiado tarde ¡pero sólo el amor sabe convertir un minuto de retraso en la eternidad infinita de la separación eterna!

Le he hablado poco de mi gran pasado, y ahora no voy a molestarlo: hay muchos muertos y por los muertos he empezado a sentir simpatía y su tranquilidad me parece digna de respeto. Sin embargo a una mujer no le dejaría en paz ni en la tumba, tan tonta era la mujer, inconcebiblemente tonta; y si se muere y yo aún sigo vivo, contrataré a una persona con un bastón que todo el tiempo, día y noche, va a golpear su losa, no le va a dejar reposar ni de día ni de noche. ¡Piense, querida mía, que supo retrasarse seis años!

Durante seis años solicité su amor, todas las fuerzas de mi alma estaban encaminadas a servirle, y durante seis años ella se opuso, llegaba tarde a las citas mendigadas, se casaba con uno, se divorciaba, volvía a casarse. Y de este mundo lo último en lo que pensaba era en mí y mi amor. ¡Seis años enteros! No voy a despertar sus gentiles celos con un relato demasiado largo sobre las tonterías que hice con aspecto lamentable y demente… sí, era lamentable y un demente, como todos en este maldito país de horarios falsos y trenes que chocan a cada instante. Sólo diré que la última de mis locuras fue el hachís, que arrastró mi corazón a un país aún más salvaje de terrores seductores y encantamientos terroríficos; y cuando regresé de allí estaba en los huesos, como un maniquí, amarillo como el ocre y tranquilo como un turco. Ha tenido ocasión de ver los árboles viejos junto al camino grande a los que les cayó un rayo: verde en las ramas, pero un hueco negro carbonizado en lugar de médula. Yo convertí mi amor en cenizas, querida mía, y hasta ahora, si no tengo a mano ocupación mejor, con orgullo recuerdo mi heroica contienda y la gloriosa victoria.

Y ella… mientras tanto ella me amaba. No era importante el que entre nosotros hubiera dos mil verstas de distancia y que a su lado revoloteara un segundo o puede que incluso un tercer marido, ella me amaba, como una Margarita un poco ajada a un Fausto no del todo fresco. A mí no me reciben en el despacho del diablo y no conozco sus planes: probablemente fuera el habitual deseo de fastidiar, nada más. Pero ella me encontró y vino en un tren rápido, ¡se dio mucho prisa!, y durante dos semanas bajo el cielo maravilloso de Italia tuvo lugar una de las comedias más disparatadas, de esas que sólo un genio humano puede crear. Perdone a esa tonta, querida mía, había llorado y sufrido tanto.

Sí, fue una época de extraordinaria suerte para el maniquí amarillo como el ocre. Al mismo tiempo que la mujer, y por lo visto en el mismo rápido, vino a verme otra amante atrasada: mi fama. Le he hablado un poco de ese tiempo y se acuerda de la rápida serie de fogonazos deslumbrantes: exposición en Roma, exposición en Venecia y París, mi nombre por todas partes y carteles luminosos y las bengalas, ¡simplemente era maravilloso! Y además el sillón de académico, muchísimo dinero y muchísimos retratos en el pésimo papel de los periódicos baratos donde parecía un negro que había palidecido… hace nada que me estuve riendo de una de esas dulces imágenes, y usted me miró con sorpresa y reprobación: esa sucia mancha tipográfica le parecía el máximo de la belleza humana y de la gloria. Claro que sí, que la vean todos, incluso los que no lo necesitan. ¿Qué más debo enumerar como prueba de mi fama? Sí, un automóvil propio que por poco no me rompe la crisma; vendí a ese asesino. ¿Una villa para el reumatismo a la orilla del mar? ¿Flores frescas en la mesa, el aire deteriorado de mi estudio? Antes me gustaban las flores… antes, ¡antes!

¿Debo decirle, luz de mi vida, que también esto llegó demasiado tarde? Respeta usted con tal sinceridad e inocencia mi gloria otoñal, en sus ojos claros hay orgullo y brillo cuando camina a mi lado, ¡y debe entender, encanto, que esa gloria maravillosa y tan sabrosa de repente puede ser innecesaria! Y así es, luz de mi vida, hace tiempo que prefiero un ama de llaves buena y sensata a esta patrona bulliciosa y sucia que ni siquiera sabe hacer una comida pasable. ¡Y cómo se ha relajado el servicio! Cuántas huellas sucias se quedarán así en mi parqué: en lugar de limpiarlas con un trapo húmedo, la tonta de mi patrona marca los contornos con carboncillo y las cubre con fijador… ¡de lo contrario los nuevos visitantes pueden no dar crédito a mi fama!

Por otra parte, a todos los maridos ancianos les gusta regañar a sus jóvenes esposas y es muy posible que mi joven fama no sea para nada tan ramera y que sea incluso una persona seria con rarezas pequeñas e inocentes. Una esposa respetable. Pero esta esposa respetable tiene una falta: llegó demasiado tarde y no cuando se la quería con ardor, no entonces. ¿Dónde estaba mientras yo la llamaba día y noche? ¿Dónde se ocultaba cuando yo la buscaba en todos mis lienzos y sorprendía miradas indiferentes que mataban mis cuadros, que desposeían del lenguaje a mis pinturas? ¿Alternaba con otros que tampoco la querían?…

Disculpe mi vocabulario grosero, querida mía, en la amargura está mi absolución: dios la ampare, a la que llegó tarde, que siga alborotando y danzando. Estoy cansado igual que un picador al caer la tarde, mis maletas están preparadas para el remoto viaje, y yo me separo de usted para siempre y por eso soy tan perverso y odiosamente injusto. Que siga alborotando. Pero permítame sólo una cosa, con todo no puedo no hacerle un reproche: para qué subió tanto el precio de mis cuadros. Compréndalo, tengo mucho dinero, pero soy pobre para comprar mis propios cuadros… ¡así que son caros y accesibles sólo para los ricachones! Y precisamente los primeros, los extinguidos, los en su momento no conocidos, que vendí por un haz de leña para la estufa de hierro de mi estudio helado. Precisamente esos aprecian los coleccionistas y hace poco, en un ataque de sentimentalismo propio de un anciano, estuve admirando uno de esos valiosos bocetos: un coleccionista bondadoso me dejó pasar a verlo, me explicó sus méritos y prometió dejarme entrar en lo sucesivo, cuando yo quiera, un ignorante muy bondadoso y atento, el coleccionista. Una pena no haber ido con usted; en las ventanas brillaba tantísimo el sol y se veía un patio cubierto de hierba verde.

Todos llegan demasiado tarde y ahí está el misterio de mi litera y de las maletas liadas. No, no son cosas de valor, es mi vejez, mi desesperación y mi cansancio mortal que voy a arrastrar no sé a donde, y en vano los maleteros se quejarán de su peso, a mí también me gustaría que fueran un poco más ligeras, un poco más ligeras. La noche se acaba… ¿ya ha comprendido todo, querida mía?

Oh, no, claro que no lo ha comprendido, y tiene usted razón. ¿Qué le importan una mujer tonta que llegó seis años tarde, mi cansancio y las quejas gruñonas de mi bonita fama? Esto es sólo un prólogo para usted con una numeración especial de las páginas, y el presente empezará sólo allí donde empiece a hablar de usted: ésa será la cuestión y entonces aceptará comprender. ¿No es verdad, querida mía? Dejemos que sea así: cerremos el prólogo y pasemos a la novela.

Entonces, usted me ama. ¿Es verdad? Sí, es verdad y me emociono descaradamente al subrayar esa palabra: amor. Aunque su significado hace mucho que se perdió para mí, el sonido en sí tiene tanta magia, tanto encanto sagrado, que no puede quedarse tranquilo el corazón de un mortal y responde con un toque, igual que un reloj que se ha despertado en mitad de la noche. Las doce, dice. Medianoche, dice: el sol está en el otro lado de la tierra, duérmete otra vez, el sol está en el otro lado de la tierra… Pero, en verdad, me he despistado y aún sigo con el enojoso prólogo, puesto que este tema no le incumbe a mi lectora, el que ella me ame, eso ella ya lo sabe, sino este otro: lo que yo le diré. Veamos, ¿qué le diré?

Perdóneme, estoy ligeramente emocionado y… sí, yo también la amo.

Qué le vamos a hacer, la amo. Pero estoy terriblemente cansado… no, no es eso. ¿No encuentra usted que ha nacido demasiado tarde para mí, demasiado tarde? Hace ya tiempo que lo calculé: el retraso ha sido de veintiocho años, quiero decirle que se demoró en nacer exactamente veintiocho años. Entiéndalo, querida, usted aún no existía, simplemente no existía cuando yo ya existía, y hacía mucho que existía. ¿No encuentra usted que aquí se oculta un despropósito?… Diría que un crimen, si supiera quién es el criminal. Ya sabía todo, llevaba barba y ya tenía peluquero, iba solo en el coche de plaza y algo más: bebía vino, en una palabra, existía, pero usted aún no. Piénselo, semillas de cansancio ya había sido lanzadas a mi alma, pero usted aún no existía, ¡aún no! Después cierta niña de dos coletas empezó a ir a una pequeña escuela y jugaba con muñecas, era usted que vino al mundo. Pero tan pequeña que ni merece la pena hablar de ello: coletas y muñecas. ¡Dios mío, coletas y muñecas!

Después, tras convertirse en una belleza, llegó hasta mí, simplemente se abrió la puerta una vez y en ella apareció usted, convertida en belleza. ¿No encuentra usted que aquí se oculta un despropósito: para qué usted, precisamente usted, nació tan bella, precisamente ésa, punto por punto esa que siempre me había hecho falta? Ya había decidido que no existía la que me hacía falta y de repente se abrió la puerta… innumerables veces se había abierto, igual que la más corriente de las puertas. ¿Y qué sucedió esta vez? ¿A quién dejó pasar? Créame, querida, no necesito años para conocerla, en un instante la conocí, y supe que había llegado demasiado tarde, que era una desgracia. Así vio Dante a su Beatrice… Pero usted ha llegado demasiado tarde como para descubrir siquiera un trocito de su alma, ya estaba toda repartida entre otros, ¡él es pobre, Beatrice!

Es pobre, Beatrice —he escrito. Y en otro tiempo, al haber escrito algo así, seguramente me hubiera echado a llorar o hubiera ido a buscar un veneno, pero ahora… ahora he mirado el reloj y he meditado seriamente si me dará tiempo a desayunar antes de la partida, suelo sentirme mal todo el día, si no tomo algo por la mañana. ¿Comprende o sigue sin comprender? En ese caso: le he mentido al decirle que yo también la amaba. Yo no amo a nadie y no quiero nada, excepto soledad y reposo, reposo y muerte o como se llame eso donde ya nadie molesta, ni te nombra, ni viene tarde o pronto. Estoy cansado.

De nuevo le pido perdón por mi brusquedad involuntaria, querida mía, la noche de insomnio afecta a los nervios y engendra la imagen de ciertos miedos y terrores. No están en mí, es una simple representación, y sólo hay una cosa: el cansancio del picador en el ocaso, cuando cae el sol púrpura. Yo me iré tras él, eso es todo, y no hace falta preguntar nada más, ni decir… ¡nada más, querida mía! Hasta siempre. Beso su mano. Sí, esto sí es verdad: beso su mano.

¿Qué más? Usted vendrá y mi cuarto estará vacío… No, no es eso. Ya vale. Hasta siempre. Sea hermosa para otros, pero para mí ha llegado demasiado tarde… todo llega demasiado tarde, querida mía, ¡todo llega demasiado tarde!

Mi nombre miente, no voy a firmar con él. Llámeme:

El que se ha ido.

II. No quiero que sea demasiado tarde

… ¡Es indignante! Se ha ido de improviso, sin haber hablado conmigo, y ni siquiera ha dejado una dirección donde escribirle. Simplemente no entiendo qué voy a hacer ahora. Y, además, usted sabe muy bien que yo no sé escribir, ¿y qué puede haber de verdad en una carta?

Escuche, ¡para qué ha hecho todo eso sin haber hablado conmigo! Qué tontería. De haber sabido que usted podía ser tan imprevisible, no me hubiera apartado de su puerta y le hubiera vigilado día y noche. ¿Se ha ido por la mañana? La verdad, llegué antes incluso de su carta, pero el piso estaba vacío, y ha sido horrible, no veía ni el camino mientras regresaba, podía haberme atropellado un automóvil. Gracias a dios, sigue vivo… ¿Pero dónde está? ¿En un barco o en el tren? Estoy tan acostumbrada a saber siempre donde se encuentra, y ahora me resulta muy extraño. Por culpa de no saberlo y de haberle perdido, igual que a un portamonedas, en ocasiones es como si hubiera perdido el habla y guardo silencio. ¿A quién hablar? Hoy, por si acaso, he llamado a su número y me han respondido, por supuesto, que el teléfono está descolgado, no responden. ¡Faltaría más!

Es usted tan inteligente, ¿y cómo no comprendió que yo sabía todo? En primer lugar, aquel día, en el cerro, me di perfecta cuenta de que le costaba subir, y anduve más despacio a propósito, para que usted no fuera apurado, aún así usted fue corriendo y, claro, empezó a jadear. Estuvo tan encantador entonces y me dio tanta pena que estuviera tan pálido, porque no había necesidad de ello. Como si no supiera los años que tiene, me lo ha repetido miles de veces, así que lo recordaré aunque no quiera, ¡como si eso tuviera alguna importancia para mí! ¡Como si yo necesitara que usted sea capaz de subir corriendo una montaña! Además sabía, mientras llamaba, que estaba en casa y que no me respondía a propósito, porque está muy cansado y no quiere ver a nadie, sobre todo a mí. ¿Pero es que acaso es tan malo el que una persona esté cansada? Le diré que si su cansancio tuviera manos, las besaría de la misma forma que beso las manos a mi madre, sólo que usted es muy… ¡usted no es nada sencillo!

Por ejemplo, esa tarde pensó que yo llegaría y desearía sus atenciones, y que a usted le costaría. ¡Justo lo que necesita un hombre tan cansado que se siente casi muerto! No, yo ni siquiera le hubiera mirado, simplemente me hubiera sentado en silencio en otra habitación y hubiera leído, ni siquiera me hubiera movido para no rozar el vestido, y sólo saldría una finísima franja de luz desde la puerta, soy yo allí sentada. En realidad, en vano se ha esforzado en hablar tanto, a pesar de todo yo sabía que usted me ama y cerca de la puerta, cuando usted se quedó diez minutos, yo también me quedé al otro lado, pero no respiraba, sino que sonreía de felicidad. ¡Tan encantador era usted y yo le amaba tanto!

Pero su proceder es de locos. ¡De locos! Seamos lógicos. Si su vida es tan desgraciada porque todo le llega demasiado tarde, entonces hay que luchar contra ello y no hacer que para los demás también sea demasiado tarde. ¿Lo comprende? No quiero que sea tarde para mí. Y hubiera estado bien haber nacido veintiocho años antes, es el resultados de sus cálculos. ¡No, qué tontería! Sin nombrar que sería una vieja, es que, al conocernos, podíamos no habernos querido. Es muy posible. ¿Cómo sería usted entonces? Un joven de cabello largo siempre enamorado sin discernimiento de alguien con tal de estar enamorado. Quizá ahora hay pocos así, de cabello largo, pero ¿por qué no les quiero a ellos, sino a usted?

¡Qué ilógico es usted, qué loco! Usted se parece más a una mujer que yo. ¡De repente no tenía nada en claro y al mismo tiempo salió corriendo sabe Dios adónde! Entiéndalo, sucedió así a propósito, que yo naciera más tarde y que en el momento de nuestro encuentro, cuando se abrió la puerta, usted fuera como es y yo como soy. Porque también recuerdo cuando se abrió esa puerta y le vi, por primera vez en mi vida. Tiene una sonrisa que ni usted mismo conoce, porque ante un espejo esa sonrisa no puede salir, y entonces, cuanto usted sonrió así, al instante se puso fin a toda mi vida anterior. Incluso amo a vuestra gloria sólo porque es una recompensa no por su talento, como usted mismo cree, sino por esa sonrisa que usted ni adivina. ¡Qué encantador es!

Pero ahora tengo miedo, usted se ha ido. ¡Qué loco proceder! Y si, de pronto, no le encuentro nunca, o de pronto usted nunca lee lo que estoy escribiendo o la carta llega demasiado tarde. ¡Es terrible! Y no comprendo como puede llegar demasiado tarde, pero usted me ha asustado, y siento tanta tristeza y miedo y tanta congoja me oprime el corazón. Un corazón joven dijo usted, pero ¿acaso por eso duele menos?… No, no voy a ponerme a llorar sobre la carta, igual que vuestra joven, ni colocaré una taza de café sobre las lágrimas, pero si pudiera ser una bala, le alcanzaría y penetraría justo en su corazón. ¡Y que entierren juntos al asesinado y a la bala! Es usted un ingrato, un obtuso e, incluso, un poco cruel. Cariño mío…

De repente me escribe, se tortura y escribe que es demasiado tarde. No quiero discutir, dejemos que sus rosquillas de menta lleguen tarde y también la desdichada del tren rápido, pero yo no. Yo no quiero que sea tarde. Ay, ojalá supiera escribir, pero soy de lo más incapaz y, cuando escribo, hasta a mí me parece que soy rubia y que llevo una cinta azul en el pelo… ¡odio a las rubias y las cintas azules! Y creo que tampoco me gusta mucho cuando me llama «luz», no, yo soy toda oscuridad, y en mi alma hay una gama distinta a la de las rubias, para hacerme sonar son necesarias las teclas negras, en todo caso. Pero eso usted no lo sabe, de lo contrario, tampoco me amaría y no hace más que torturar con palabras vanas y crueles. No quiero que sea demasiado tarde, ¡no quiero!

De acuerdo, era una niña con trenzas y jugaba con muñecas mientras usted viajaba solo en coche de plaza… un joven de pelo largo bastante desagradable, ¡un hombre! Pero así tenía que ser para ambos. No me hace ninguna gracia la idea de haber podido cruzarme con vuestra desdichada dama del tren rápido e, incluso, competir con ella, no, yo quiero ser la única en vuestra alma, y la última, al igual en mi universo usted es el único, el primero, el último. Hasta resulta ridículo: el primero, el último… Sería como decir que hay dos mundos, dos razones, dos soles. El primer sol, el segundo sol, ¡qué tontería! ¿Acaso no le gusta ser usted el único que ilumine toda mi alma?

Pero me da tanto miedo el que se haya ido. Ahora me arrepiento de no haberle hablado antes de mi amor. Cree que me asustaba decírselo. Cierto, me asustaba un poco, pero aún más me gustaba ver como sonría, y siempre pensé que tenía tiempo. Porque lo que usted no sabe es que todo este tiempo yo fui locamente feliz, y que al finalizar nuestra velada yo callaba, pero no por pena y perplejidad, sino porque en mi interior poco a poco se desataba una música completamente extraordinaria. Por entonces dormía con los ojos abiertos y no oía en absoluto lo que decían de sus cuadros futuros, perdóneme, pero yo sólo le veía a usted y escuchaba mi música. Sí, es usted terriblemente obtuso.

Tengo mucho miedo, querido, mucho miedo. ¿Adónde ha podido irse? He vuelto a leer su carta una vez más y es horrible lo que escribe sobre su cansancio, sobre su desesperación. Gracias a Dios, está vivo… porque está vivo, ¿verdad, cariño mío? ¿Pero dónde? Enviaré esta carta «a lista de correos» y aún escribiré diez más como ella y las distribuiré por diferentes lugares, que avancen por todos los caminos, le alcancen, le custodien y acechen. Quizá en tierra extraña se le pase su cansancio y, de repente, le entren ganas de reclamar alguna carta, de acercarse, por si acaso, a correos y de repente ¡la mía!

No quiero que sea demasiado tarde y todos los días voy a enviar una carta a diferentes ciudades… porque una es suficiente para que regrese, ¿verdad, querido? ¿Regresará? Acuérdese de cómo soy y regrese cuanto antes, cuanto antes. Me da miedo estar sola y sin usted, me ha asustado. Confío en que mi carta le alcanzará a tiempo, sin embargo si por alguna razón resultara tarde… ¿puede suceder y yo no lo sé? ¿Por qué puede ocurrir? ¿O puede que muera antes de que usted la lea y regrese? ¿O qué? ¿Qué más hay? ¿Qué puede ser?

No puedo escribir por culpa de ideas terribles. Si le ocurriera algo o si ya le ha ocurrido… porque no sé nada, donde está, quien está junto a usted, como viaja. El mar… es tan terrible. La tierra también es terrible y los trenes se mueven tan rápido. Solo, sin mí. De repente usted recibe mi carta y le entran ganas de regresar y ya está de camino y ocurre un accidente… No, pensarlo es insoportable, ¡no quiero!

Regrese rápido. Envíe un telegrama en cuanto le llegue, yo voy a esperar. O yo misma iré hasta usted, será más tranquilo, la pena me consume, querido, ¡apiádese de mí! No estoy llorando sobre la carta, pero tengo tanto dolor y miedo que no puede no apiadarse de mí. ¡Regrese pronto, envíe un telegrama, dese prisa, dese prisa!

Le espero.

Su M.