Lázaro
(1906)
I
Cuando Lázaro salió de la tumba donde había estado tres días y tres noches bajo el poder enigmático de la muerte, y regresó vivo a su morada, durante mucho días no se percibieron en él esas rarezas funestas que con el tiempo hicieron terrible incluso su nombre. Mientras disfrutaban de la alegría luminosa de su regreso a la vida, amigos y allegados lo mimaban sin cesar y entre las preocupaciones por la comida y la bebida y por ropa nueva para él se apaciguó la atención voraz. Le vistieron pomposamente con los colores brillantes de la esperanza y la risa, y cuando él, cual novio con la indumentaria nupcial, se sentó de nuevo a la mesa con ellos y comió de nuevo y bebió de nuevo, lloraron de ternura e invitaron a los vecinos para que vieran al milagrosamente resucitado. Llegaron los vecinos y se alegraron enternecidos; llegaron desconocidos de ciudades y pueblos lejanos y con exclamaciones agitadas manifestaban su adoración al prodigio: como abejas zumbaban sobre la casa de María y Marta.
Y lo nuevo que apareció en el rostro de Lázaro y en sus movimientos se interpretó, naturalmente, como huellas de la grave enfermedad y de la conmoción sufrida. Por lo visto, la labor destructora de la muerte sobre el cadáver había sido simplemente detenida por un poder prodigioso, pero no suprimida del todo; y lo que la muerte ya había tenido tiempo de hacer en la cara y el cuerpo de Lázaro era como el dibujo inacabado de un pintor bajo un cristal fino. En las sienes de Lázaro, debajo de los ojos y en los hoyuelos de las mejillas se percibía un azul fuerte terroso; igual de azul terroso eran los dedos largos de las manos y en las uñas que habían crecido en la tumba el azul se había vuelto purpúreo y oscuro. Por algunas partes de los labios y del cuerpo la piel se había rajado, al haberse inflado en la tumba, y en esos lugares habían quedado unas finas grietas rojizas que relucían como si estuvieran cubiertas de mica transparente. Y se había vuelto gordinflón. El cuerpo hinchado en la tumba conservó esas dimensiones colosales, bultos horrorosos a través de los que se percibía la humedad hedionda de la descomposición. Pero el olor penoso, a cadáver que impregnaba la ropa mortuoria de Lázaro, y parece que también su cuerpo, pronto desapareció del todo, y después de cierto tiempo se atenuó el azul de las manos y de la cara, y se alisaron las grietas rojizas de la piel, aunque nunca desaparecieron del todo. Con ese rostro apareció ante la gente en su segunda vida; pero a aquellos que le habían visto sepultado les pareció natural.
Aparte del rostro, el carácter de Lázaro parecía haber variado; pero tampoco esto sorprendió a nadie y no le prestaron la atención debida. Antes de morir, Lázaro estaba siempre alegre y despreocupado, le gustaban las risas y las bromas inofensivas. Por esa alegría agradable y característica, desprovista de maldad y oscuridad, le amaba el Maestro. Sin embargo ahora estaba serio y taciturno; no bromeaba y no respondía con risas a las bromas de los demás; y las palabras que de vez en cuando pronunciaba eran las palabras más sencillas, comunes e imprescindibles, tan desprovistas de contenido y profundidad como los sonidos con los que un animal expresa dolor o placer, sed o hambre. Tales palabras las puede decir un hombre durante toda su vida y nadie sabrá nunca por qué sufre o se alegra su profunda alma.
Así, con la cara de un cadáver al que tres días había dominado entre tinieblas la muerte, con suntuosas ropas nupciales que resplandecían por el oro amarillo y el púrpura rojo sangre, serio y taciturno, excesivamente diferente y peculiar, pero sin que aún nadie lo hubiera reconocido, se sentó al banquete entre amigos y allegados. En olas amplias, ya delicadas, ya torrencialmente sonoras, a su alrededor se propagaba el júbilo; y tibias miradas de amor eran lanzadas a su cara que aún conservaba el frío de la tumba; y la mano cálida de un amigo acariciaba su mano azul, pesada. Y sonaba música. Habían llamado a músicos y éstos tocaban con alegría: el tímpano y el caramillo, la cítara y la gusla. Como abejas zumbaban —como cigarras chirriaban— como pájaros cantaban sobre la casa dichosa de María y Marta.
II
Algún imprudente descorrió el velo. Alguien con el hálito imprudente de una palabra suelta rompió el hechizo y descubrió la verdad en toda su fea desnudez. Todavía el pensamiento no se había aclarado en su cabeza cuando los labios, sonriendo, preguntaron:
—¿Y por qué no nos cuentas, Lázaro, qué había allí?
Todos callaron, estupefactos por la pregunta. Como si sólo ahora se hubieran dado cuenta de que Lázaro había estado muerto tres días y le miraron con curiosidad, esperando una respuesta. Pero Lázaro guardaba silencio.
—No quieres contárnoslo, —se sorprendió el que había interpelado—. ¿Acaso es tan horrible?
Y de nuevo su pensamiento iba detrás de la palabra; si hubiera ido delante, no hubiera planteado una cuestión por cuya causa un miedo insoportable estaba oprimiendo su propio corazón. Todos se inquietaron y con angustia aguardaban las palabras de Lázaro, pero éste guardaba un silencio frío y severo y había bajado la vista. Y de nuevo fue como si por primera vez repararan en el azul horrible de la cara y en el grosor repulsivo; en la mesa, como olvidada por Lázaro, yacía su mano azul purpúrea, y todas las miradas se quedaron sin movimiento ni voluntad clavadas en ella, como si de ella esperaran la respuesta deseada. Los músicos seguían tocando, pero entonces les llegó el silencio y, al igual que el agua apaga el carbón diseminado, así aquél sofocó los alegres sonidos. Calló el caramillo; callaron el tímpano sonoro y la gusla susurrante; y como una cuerda desgarrándose, murió incluso la canción: la cítara respondió con un sonido vacilante, desgarrador. Y se hizo el silencio.
—¿No quieres? —repitió el que había interpelado, impotente para controlar su lengua charlatana. Reinaba el silencio y la mano azul purpúrea yacía inmóvil. Y he aquí que se movió ligeramente y todos suspiraron aliviados y levantaron la vista: fijamente, abarcándolos a todos con la mirada, penosa y terriblemente les miraba Lázaro, resucitado.
Habían pasado tres días desde que Lázaro saliera de la tumba. Desde entonces muchos habían experimentado la fuerza perniciosa de su mirada, pero ni aquellos que ya habían sido doblegados por ella para siempre, ni aquellos que en los mismos orígenes de una vida tan enigmática como la muerte habían encontrado voluntad para oponerse, nunca han podido explicar el horror que se encontraba inmóvil en el fondo de las pupilas negras. Lázaro miraba con tranquilidad y sencillez, sin deseo de ocultar nada, pero también sin intención de contar nada; incluso tenía una mirada fría, como el que siente indiferencia sin límites hacia lo vivo. Y muchas personas despreocupadas se topaban con él y no lo advertían, pero después con sorpresa y miedo se daban cuenta de quien era ese gordinflón tranquilo que les había rozado con el borde de sus vestimentas suntuosas y vistosas. El sol no dejaba de lucir cuando él te miraba, no dejaba de sonar la fuente e igual de azul y despejado permanecía el cielo, pero la persona que caía bajo su mirada enigmática ya no sentía el sol, ya no oía la fuente ni reconocía el cielo. A veces esa persona lloraba amargamente; a veces, desesperado, se tiraba de los pelos y, como loco, pedía socorro a otra gente; pero lo que más solía ocurrir era que empezara a morir impasible y tranquilamente, y moría durante largo tiempo ante los ojos de todos, moría descolorido, mustio y aburrido, como un árbol que se seca en silencio en un terreno pedregoso. Los primeros, los que gritaban y actuaban como locos, a veces volvían a la vida; los segundos, nunca.
—Y entonces, Lázaro, ¿no quieres contarnos que viste allí? —por tercera vez repitió el que había interpelado. Pero ahora su voz era indiferente y opaca, y desde sus ojos un aburrimiento mortal, gris, observaba inexpresivo. Y a todos los rostros los cubrió, como el polvo, ese mismo aburrimiento mortal y gris y con asombro torpe empezaron a examinarse unos a otros y no comprendían por qué se habían reunido y estaban sentados a una mesa tan abundante. Dejaron de hablar. Con indiferencia pensaban que probablemente debían irse a casa, pero no podían superar ese aburrimiento pegajoso e indolente que les debilitaba los músculos, y continuaban sentados, apartados unos de otros como llamas débiles desparramadas por un campo nocturno.
Pero a los músicos les habían pagado para que tocaran y de nuevo cogieron los instrumentos y de nuevo empezaron a fluir y empezaron a saltar sonidos artificialmente alegres, artificialmente tristes. Seguían desplegando la misma armonía habitual, pero los huéspedes atendieron sorprendidos: no sabían por qué eran necesario y por qué era bueno que la gente tire de una cuerda, toquen un caramillo fino inflando las mejillas y produzcan un ruido extraño, polifónico.
—¡Qué mal tocan! —dijo alguien.
Los músicos se ofendieron y se fueron. Tras ellos, uno a uno, se fueron los huéspedes, pues ya se había hecho de noche. Y cuando una oscuridad serena les envolvió por todas partes y ya les resultaba más fácil respirar, de repente frente a cada uno de ellos se levantó entre un resplandor terrible la imagen de Lázaro: el rostro azul de difunto, las vestimentas de novio, suntuosas y vistosas, y la mirada fría en cuyo fondo se había quedado inmovilizado el horror. Como petrificados estaban en diferentes lugares y la oscuridad les rodeaba, y en esa oscuridad con más viveza brillaba la terrible visión, la imagen sobrenatural de quien había estado tres días bajo el poder enigmático de la muerte. Tres días había estado muerto: tres veces salió y se puso el sol y él estaba muerto; los niños jugaban, murmuraba entre las rocas el agua, el polvo abrasador se levantaba en el camino, y él estaba muerto. Y ahora está de nuevo entre la gente, les toca, les mira, —¡les mira!— y desde los círculos negros de sus pupilas, igual que tras unos cristales oscuros, mira a la gente el mismísimo e incomprensible Más Allá.
III
Nadie se preocupaba por Lázaro, no le quedaron allegados ni amigos, y el enorme desierto que abrazaba la ciudad santa se acercó hasta el mismo umbral de su vivienda. Y entró en su casa y se instaló en su lecho, como una esposa, y apagó las luces. Nadie se preocupaba por Lázaro. Una detrás de otra se fueron sus hermanas, María y Marta, durante mucho tiempo Marta no quiso dejarlo, pues no sabía quién le iba a dar de comer o a compadecerle, lloraba y rezaba. Pero una noche en que el viento volaba hacia el desierto y los cipreses se encorvaban silbando sobre los tejados, se vistió en silencio y en silencio se fue. Probablemente Lázaro oyó como batió la puerta, como, al no estar bien cerrada, golpeaba contra el quicio bajo las ráfagas de viento, pero no se levantó, no salió, no miró. Y toda la noche hasta la mañana silbaron sobre su cabeza los cipreses y lastimeramente golpeteó la puerta, dejando pasar a la vivienda el desierto frío que correteaba con avidez. Como a un leproso, todos le evitaban, y como a un leproso, querían colocarle una campanita en el cuello para evitar a tiempo un encuentro. Pero uno que estaba pálido dijo que daría mucho miedo si por la noche bajo las ventanas resonara el sonido de la campanilla de Lázaro, y todos, palideciendo, estuvieron de acuerdo con él.
Y puesto que ni siquiera él se preocupaba de sí mismo, quizá hubiera muerto de hambre si los vecinos, temiendo no se sabe el qué, no le hubieran dejado comida. Se la llevaban los niños; ellos no tenían miedo de Lázaro, pero tampoco se reían de él, como suelen reírse de los infelices con crueldad inocente. Él les era indiferente y con la misma indiferencia les pagaba Lázaro: no tenía ganas de acariciar la cabecita negra y de mirar a sus ojos inocentes, brillantes. Entregada al poder del tiempo y el desierto, su casa se deshizo y sus cabras hambrientas se dispersaron balando entre los vecinos. También se le quedaron viejas las vestimentas nupciales. Igual que se las puso aquel día feliz en que tocaron los músicos, así las llevaba, sin cambiarse, como si no viera la diferencia entre lo nuevo y lo viejo, entre lo desgastado y lo firme. Los colores vistosos se deslucieron y se ajaron; los perros malos de la ciudad y el espino afilado del desierto transformaron en harapos la tela delicada.
A mediodía, cuando el sol implacable se volvía asesino de todo lo vivo e incluso los escorpiones se ocultaban bajo las piedras y allí se contraían por el inmenso deseo de picar, él se quedaba sentado sin moverse bajo los rayos con el rostro azul y la barba desgreñada, salvaje, hacia arriba.
Cuando todavía le hablaban, una vez le preguntaron:
—¡Pobre Lázaro! ¿Te resulta agradable quedarte sentado y mirar el sol?
Y él respondió:
—Sí, es agradable.
Seguramente tan intenso fue el frío en su tumba de tres días, tan profunda la oscuridad que no hay en la tierra ni el calor ni la luz que pueda calentar a Lázaro e iluminar las tinieblas de sus ojos —pensaba el que le había interrogado y se alejaba suspirando.
Pero cuando la esfera rojo púrpura, aplastada, descendía hacia la tierra, Lázaro partía al desierto y andaba en dirección al sol, como si ambicionara alcanzarlo. Siempre andaba en dirección al sol, y a los que intentaron seguir su camino y averiguar qué hacía por las noches en el desierto se les grabó en la memoria de manera indeleble la silueta negra de un hombre alto, gordinflón, sobre el fondo rojo de un enorme disco comprimido. La noche y sus amenazas les expulsaron y por eso no averiguaron qué hacía Lázaro en el desierto, pero la imagen del negro sobre el rojo se marcó a fuego en su cerebro y no se iba. Igual que una fiera a la que le ha entrado algo en el ojo se restriega el hocico con las patas, así se restregaban tontamente los ojos, pero lo que Lázaro daba era indeleble y se olvidaría, quizá, sólo con la muerte.
Sin embargo, había gente que vivía lejos y que nunca había visto a Lázaro y sólo había oído hablar de él. Con curiosidad temeraria, que es más fuerte que el miedo y se alimenta del miedo, con la burla oculta en su alma, llegaban hasta el que estaba sentado bajo el sol y entablaban conversación. En esa época el aspecto de Lázaro ya había mejorado y no era tan horrible; y al principio chasqueaban los dedos y con desaprobación pensaban en la estupidez de los habitantes de la ciudad santa. Pero cuando la breve conversación se acababa y se iban a casa, tenía tal aspecto que los habitantes de la ciudad santa enseguida les reconocían y decían:
—Ahí va otro insensato al que ha mirado Lázaro, —y, apenados, chasqueaban los labios y alzaban los brazos.
Vinieron blandiendo las armas guerreros intrépidos que no conocían el miedo; vinieron entre risas y canciones jóvenes felices; también hombres de negocios abrumados echaron a correr al instante, haciendo resonar sus dineros; y los arrogantes servidores del templo colocaron sus báculos junto a las puertas de Lázaro, pero nadie regresaba como había llegado. La misma sombra espantosa se posaba en sus almas y daba un aspecto nuevo al viejo mundo conocido.
Así interpretaban sus sentimientos los que aún tenían ganas de hablar.
Todos los objetos visibles y tangibles se volvieron vacíos, ligeros y diáfanos, parecían sombras claras en medio de la oscuridad; pues la gran oscuridad que abarcaba a todo el universo no se desvanecía ni con el sol ni con la luna ni con las estrellas, al contrario, un manto negro infinito cubría la tierra, la abrazaba como una madre; penetró en todos los cuerpos, en el hierro y la piedra, y se quedaron solos las partículas de cuerpo al perder sus vínculos; penetró hasta el fondo de las partículas y se quedaron solas las partículas de las partículas, puesto que el gran vacío que abarcaba el universo se llenaba con las cosas visibles, no con el sol, la luna o la estrellas, y tenía un poder ilimitado, infiltrándose por todas partes, desuniendo todo: un cuerpo de su cuerpo, una partícula de sus partículas; en el vacío extendían las raíces árboles y ellos mismos se quedaban vacíos; en el vacío, amenazando con caídas fantasmagóricas, se erguían templos, palacios y casas, pero estaban vacíos; y en el vacío se movía con inquietud el hombre, pero estaba vacío y ligero, como una sombra; pues el tiempo desapareció y el inicio de cada cosa se aproximaba a su fin: aún estaban construyendo un edificio y los constructores aún estaban dando martillazos, y ya podían verse sus ruinas y el vacío en el lugar de las ruinas; no acababa de nacer una persona y sobre su cabeza ardían velas funerarias y ya se han extinguido y el silencio se ha instalado en el lugar de esa persona y de las velas funerarias; y, envuelto en el vacío y las tinieblas, temblaba desesperado el hombre ante el horror de ese infinito.
Así hablaban aquellos que aún tenían ganas de hablar. Pero seguramente mucho más hubieran podido decir aquellos que no querían hablar y que morían en silencio.
IV
En esa época en Roma vivía un escultor famoso. De arcilla, mármol y bronce creaba cuerpos de dioses y de personas, y tal era la belleza de los dioses que la gente la calificaba de inmortal. Pero él no estaba contento y afirmaba que existía algo realmente mucho más bello que no podía fijar en mármol o en bronce. «Aún no he recogido un claro de luna, —decía—, no me he embriagado con la luz del sol y mi mármol no tiene alma, no tienen vida mis hermosos bronces». Y cuando en las noches de luna caminaba despacio por los caminos, atravesando sombras negras de cipreses, haciendo refulgir su túnica blanca bajo la luna, los que se le encontraban se reían amistosamente y le decían:
—¡No digas que vas a recoger la luz de la luna, Aurelio! ¿Y por qué no has cogido una cesta?
Y también de broma éste señalaba a sus ojos:
—Éstas son las cestas en las que recojo la luz de la luna y el brillo del sol.
Y era verdad: la luna brillaba en sus ojos y el sol resplandecía en ellos. Pero no podía trasladarlos al mármol y en ello residía el sufrimiento evidente de su vida. Procedía de una familia ancestral de patricios, tenía una mujer buena e hijos y no soportaba la escasez de nada.
Cuando le llegó un rumor poco claro sobre Lázaro, pidió consejo a su mujer y a sus amigos y emprendió el largo viaje hasta Judea para contemplar al resucitado. Estaba un poco aburrido por aquel entonces y por el camino esperaba agudizar su atención fatigada. Lo que le habían contado sobre el resucitado no le asustaba: había reflexionado mucho sobre la muerte, no le gustaba, pero tampoco le gustaban los que la confundían con la vida. Por este lado, la vida maravillosa, por ese lado, la muerte enigmática —cavilaba, y el hombre no puede inventar nada mejor que, al vivir, gozar de la vida y de la belleza de lo vivo. Y hasta tenía cierto deseo vanidoso: convencer a Lázaro de lo cierto de su opinión y traer su alma de vuelta a la vida, igual que regresó su cuerpo. Parecía fácil, tanto más cuanto que los rumores acerca del resucitado, temerosos y raros, no comunicaban toda la verdad sobre él y sólo advertían vagamente de algo horrible.
Ya estaba levantándose Lázaro de una roca para seguir al sol que partía al desierto, cuando se le acercó un romano rico, acompañado de un esclavo armado, y le llamó en voz alta:
—¡Lázaro!
Lázaro vio un rostro bello y orgulloso, iluminado por la fama, ropas claras y piedras preciosas que resplandecían bajo el sol. Los rayos rojizos le daban a la cabeza y al rostro un parecido con un bronce de brillo opaco, y Lázaro lo percibió. Se sentó obediente en su sitio y bajó la mirada cansinamente.
—En efecto, tienes mal aspecto, mi pobre Lázaro, —dijo tranquilamente el romano mientras jugueteaba con una cadena de oro—, incluso horrible, mi pobre amigo; y la muerte no fue perezosa el día en que tan imprudentemente caíste en sus manos. Pero estás gordo como un tonel, y la gente gorda no suele ser mala, decía el gran César, y no comprendo por qué la gente te tiene miedo. ¿Me permites hacer noche en tu casa? Ya es tarde y no tengo refugio.
Todavía nadie le había pedido a Lázaro pasar la noche en su casa.
—No tengo lecho, —dijo.
—Tengo algo de guerrero y puedo dormir sentado, —respondió el romano—. Encenderemos fuego…
—No tengo fuego.
—Entonces a oscuras, como dos amigos, charlaremos. Supongo que algo de vino tendrás…
—No tengo vino.
El romano se echó a reír.
—Ahora entiendo por qué estás tan tristón y no te gusta tu segunda vida. ¡No hay vino! Qué le vamos a hacer, no nos queda otra: y es que hay palabras que dan más dolor de cabeza que el falerno.
Con un movimiento de mano despidió al esclavo y se quedaron los dos solos. Y de nuevo empezó a hablar el escultor, pero como si junto con el sol que se retiraba, se retirara la vida de sus palabras y éstas se volvieron pálidas y vacías, como si se tambalearan sobre unas piernas poco seguras, como si resbalaran y cayeran tras embriagarse con el vino de la angustia y la desesperación. Y un foso negro apareció entre ellos, como indicios lejanos del gran vacío y la gran oscuridad.
—¡Ahora soy tu invitado y no puedes ofenderme, Lázaro! —dijo—. La hospitalidad es obligatoria incluso para los que han estado tres días muertos. Porque me han dicho que estuviste tres días en la tumba. Debía hacer frío… y de allí te trajiste esta mala costumbre de pasar sin fuego y sin vino. Pero a mí me gusta el fuego, aquí oscurece tan rápidamente… Tienes unas líneas muy interesantes en las cejas y en la frente: como traídas por la ceniza de las ruinas de varios palacios después de un terremoto. ¿Pero por qué llevas esa ropa tan extraña y fea? He visto a los novios en vuestro país, se ponen un vestido como ése, un vestido tan ridículo, un vestido tan horrible… ¿Es que eres un novio?
Ya se había ocultado el sol, la enorme sombra negra había echado a correr desde el este, como si unos pies enormes y descalzos susurraran por la arena, y el hálito de esa carrera ligera hacía sentir frío en la espalda.
—A oscuras pareces todavía más grande, Lázaro, parece que hubieras engordado en un instante. ¿No te alimentarás de las tinieblas?… Pues a mí me gustaría tener fuego, aunque sea un fuego pequeño, aunque sea un fuego pequeño. Tengo un poco de frío, en vuestro país las noches son salvajemente frías… Si no estuviera tan oscuro, diría que me estás mirando, Lázaro. Sí, creo que estás mirando… Me estás mirando, puedo sentirlo, y ahora has sonreído.
Se hizo de noche y el aire se llenó de oscuridad penosa.
—Se estará bien cuando mañana vuelva a salir el sol… Sabrás que soy un gran escultor, así me dicen mis amigos. Yo creo, sí, se llama crear… pero para eso necesito el día. Al mármol frío le doy vida, fundo en el fuego al bronce estridente, en el fuego brillante, cálido… ¡Para qué me tocas!
—Vamos, —dijo Lázaro—. Eres mi invitado.
Y se fueron a la casa. Y una noche larga cayó sobre la tierra. El esclavo no esperó más a su amo y fue en su busca cuando el sol ya estaba en lo alto. Y lo vio: justo bajo sus rayos abrasadores estaban sentados juntos Lázaro y su amo, miraban hacia arriba y guardaban silencio. El esclavo se echó a llorar y empezó a gritar:
—Amo, ¿qué te ocurre? ¡Amo!
Ese mismo día salió para Roma. Durante todo el camino estuvo pensativo y silencioso, examinaba todo con atención: a la gente, el barco y el mar, como si estuviera intentando memorizar algo. En el mar los sorprendió una violenta tempestad y en todo momento Aurelio estuvo en cubierta y escrutaba ansioso los golpes de mar que se aproximaban y caían. En su casa se asustaron por la terrible transformación que había experimentado el escultor, pero éste tranquilizó a su familia al decir con aire de importancia:
—Lo he encontrado.
Con la misma ropa sucia que no se había cambiado en todo el camino, se puso a trabajar y el mármol empezó a sonar con humildad al son de los golpes estridentes del martillo. Larga y ávidamente estuvo trabajando sin dejar entrar a nadie y, por fin, una mañana dijo que la obra estaba lista y ordenó llamar a todos los amigos, a los severos especialistas y entendidos en arte. Mientras los esperaba, se vistió suntuosamente con vistosa ropa de fiesta que resplandecía por el oro amarillo, que había coloreado con púrpura de biso, de seda marina.
—Esto es lo que he creado, —dijo con aire pensativo.
Los amigos lo ojearon y una sombra de profundo dolor cubrió los rostros. Era algo monstruoso que no tenía ni una sola de las formas conocidas por el ojo, pero tampoco privado de alusiones a una figura nueva, ignorada. Sobre una ramita fina, curva, o algo monstruoso que lo parecía, yacía atravesada y de forma extraña un cúmulo borroso, deforme y abierto con una parte metida hacia dentro, otra parte sacada hacia fuera, con algunos fragmentos ridículos que sin fuerza se afanaban por salir fuera de sí mismos. Por casualidad, debajo de uno de los salientes que gritaban absurdos, repararon en una mariposa maravillosamente tallada de alas transparentes que pareciera estremecerse por un deseo impotente de volar.
—¿Para qué es esa mariposa tan maravillosa, Aurelio? —preguntó uno con poca decisión.
—No lo sé, —respondió el escultor.
Pero había que decir la verdad y uno de sus amigos, el que más amaba a Aurelio, dijo con firmeza:
—Es horroroso, mi pobre amigo. Hay que destruirlo. Dame un martillo.
Y de dos golpes echó abajo el monstruoso cúmulo, dejando sólo la mariposa maravillosamente tallada.
Desde ese momento Aurelio no volvió a crear nada. Con indiferencia profunda miraba el mármol y el bronce y sus anteriores creaciones de dioses, en las que se había quedado dormida la belleza inmortal. Con intención de inspirarle su antiguo fervor por el trabajo, de despertar su alma muerta, le llevaban a ver creaciones preciosas de otros, pero se quedaba igual de indiferente y ninguna sonrisa animaba su boca cerrada. Y sólo cuando le hablaban largo y tendido de la belleza, replicaba agotado e indolente:
—Pero es que todo eso es mentira.
Pero un día soleado, salió a su magnífico jardín, arreglado con maestría, y al encontrar un lugar sin sombra entregó la cabeza descubierta y los ojos opacos al resplandor y al bochorno. Revoloteaban mariposas rojas y blancas; en el aljibe de mármol corría, derramándose, el agua de los labios contraídos de un sátiro entre feliz y ebrio, pero él seguía sentado inmóvil, como un reflejo pálido de aquel que muy lejos, a las mismas puertas del desierto pedregoso, también estaba sentado inmóvil bajo el sol ardiente.
V
Y entonces Lázaro fue invitado a visitar al divino y gran Augusto.
Vistieron suntuosamente a Lázaro, con ropa nupcial solemne, como si el tiempo la hubiera legitimado y hasta el momento de su muerte debiera seguir siendo el novio de una novia misteriosa. Se parecía a cuando a un féretro viejo, que se está pudriendo y ha empezado a desmoronarse, vuelven a dorarlo y le cuelgan borlas nuevas, alegres. Solemnemente le condujeron, todos elegantes y vistosos, como si en verdad estuviera moviéndose un cortejo nupcial, y las avanzadillas hacían sonar las trompetas con fuerza para abrir camino a los mensajeros del emperador. Pero despoblado estaba el camino de Lázaro: toda su tierra natal había maldecido ya el odioso nombre del milagrosamente resucitado y el pueblo se dispersaba ante la primera noticia de su terrible cercanía. Solitarias sonaban las trompetas de bronce y sólo el desierto respondía con un eco prolongado.
Después le llevaron por mar. Y fue el barco más elegante y más triste que se haya reflejado nunca en las olas azules del mar Mediterráneo. Había mucha gente en él, pero, como un sepulcro, estaba silencioso y tranquilo, y el agua parecía llorar desconsolada mientras cercaba la proa saliente bellamente encorvada. A solas se sentaba Lázaro ofreciendo la cabeza descubierta al sol, escuchaba el murmullo de la corriente y callaba, y a gran distancia en un montón confuso de sombras abatidas estaban echados, sentados, impotentes y flojos los marineros y los mensajeros. Si por entonces un trueno hubiera retumbado, el viento hubiera dado un tirón a las velas rojas, seguramente el barco hubiera naufragado, puesto que ninguno de los que se encontraba en él tenía fuerza ni ganas de luchar por vivir. En un último esfuerzo algunos se acercaron a la borda y ansiosamente escrutaron el abismo azul, transparente: ¿no surgiría en las olas el hombro rosado de una náyade, no trotaría salpicando con los cascos un centauro alegre hasta la locura y bebido? Pero el mar estaba desierto y el abismo marino mudo y desierto.
Indiferente pisó Lázaro las calles de la Ciudad Eterna. Como si toda la riqueza, toda la grandeza de sus edificios erigidos por gigantes, todo el brillo, la belleza y la música de la vida refinada fueran sólo el eco del viento en el desierto, el resplandor de arenas movedizas muertas. Volaban las cuadrigas, se desplazaban multitudes de hombres fuertes, guapos y arrogantes, de constructores de la Ciudad Eterna y de participantes orgullosos en su vida. Sonaba una canción: se reían las fuentes y las mujeres con su risa perlada, filosofaban los borrachos, los escuchaban sonriendo los sobrios y golpeaban las herraduras, golpeaban las herraduras contra el empedrado. Y rodeado por todas partes de ruido alegre, como una mancha fría de mutismo se movía en medio de la ciudad un hombre gordinflón, serio, e iba sembrando a su paso enfado, ira y melancolía angustiosa y oprimente. «¿Quién osa estar triste en Roma?» —se indignaban los ciudadanos y fruncían el ceño, pero dos días después ya toda la Roma del correveidile sabía del milagrosamente resucitado y, temerosa, se mantenía aparte de él.
Pero también había mucha gente valiente que deseaba poner a prueba su fuerza y a su llamada irreflexiva acudía obediente Lázaro. Ocupado en asuntos de estado, el emperador tardaba en recibirlo y hasta siete días anduvo entre la gente el milagrosamente resucitado.
Y así llegó Lázaro junto a un borracho alegre y el borracho lo recibió con una risa en sus labios rojos.
—¡Bebe, Lázaro, bebe! —gritaba—. ¡Anda que no se va a reír Augusto cuando te vea borracho!
Se reían las mujeres bebidas y desnudas, y pétalos de rosa caían sobre los brazos azules de Lázaro. Pero el borracho le miró a los ojos… y se acabó su alegría para siempre. Se quedó borracho toda la vida, ya no bebía, pero se quedó borracho, pero en lugar de las ilusiones alegres que da el vino, sueños horribles ocuparon su cabeza desgraciada. Los sueños horribles se convirtieron en el único alimento de su alma derrotada. Los sueños horribles día y noche le mantuvieron embriagado de creaciones monstruosas y la muerte misma no era más terrible que los crueles presagios con los que se había manifestado.
Y llegó Lázaro junto a un joven y una muchacha que se amaban y a quienes el amor les hacía bellos. Mientras estrechaba con orgullo y firmeza la mano de su enamorada, el joven dijo con un poco de lástima:
—Míranos, Lázaro, y alégrate con nosotros. ¿Acaso hay algo más fuerte que el amor?
Y Lázaro los miró. Y toda su vida se siguieron amando, pero triste y sombrío se volvió su amor, como los cipreses sepulcrales que nutren sus raíces de la descomposición de las tumbas y con el afilado de sus cimas negras buscan en vano el cielo en la tranquila hora vespertina. Arrojados a los brazos del otro por la fuerza misteriosa de la vida, sus besos se mezclaban con lágrimas, el placer con dolor y se sentían esclavos por partida doble: esclavos sumisos de una vida exigente y siervos humildes de la Nada que guardaba un silencio amenazador. Unidos para siempre, separados para siempre, prendían como chispas, y como chispas se extinguían en una oscuridad sin límites.
Y llegó Lázaro junto a un sabio orgulloso, y el sabio le dijo:
—Ya conozco todo el horror que puedas contar, Lázaro. ¿Con qué más puedes aterrarme?
Pero pasó un poco de tiempo y el sabio sintió que el conocimiento del horror no es horror de verdad, y que la visión de la muerte no es morir de verdad. Y sintió que la sabiduría y la estupidez son exactamente iguales en presencia del Infinito, puesto que el Infinito no los conoce. Y desapareció la frontera entre el conocimiento y la ignorancia, entre la verdad y la mentira, entre arriba y abajo, y su pensamiento amorfo quedó suspendido en el vacío. Entonces se agarró la cabeza canosa y empezó a gritar frenéticamente:
—¡No puedo pensar! ¡No puedo pensar!
Así perecía bajo la mirada indiferente del milagrosamente resucitado todo lo que invitaba a la afirmación de la vida, del pensamiento y de sus alegrías. Y empezaron a decir que era peligroso permitir que fuera ante el emperador, que mejor sería matarle y, tras enterrarlo en secreto, decir que había desaparecido. Ya estaban afilando las espadas y jóvenes entregados al bien del pueblo se preparaban con abnegación para ser asesinos, cuando Augusto exigió que por la mañana se presentara ante él Lázaro y con ello se desbarataron los violentos planes.
Si no era posible eliminar a Lázaro, sí deseable al menos suavizar un poco la impresión que producía su cara. Y a ese fin reunieron a hábiles pintores, barberos y artitas y toda la noche estuvieron atareados con la cabeza de Lázaro. Le cortaron la barba, se la ondularon y le dieron un aspecto aseado y bonito. El azul cadavérico de sus manos y cara era desagradable y lo eliminaron con pintura: le blanquearon las manos y le enrojecieron las mejillas. Repulsivas eran las arrugas de sufrimiento que surcaban su cara y las cubrieron, pintaron y alisaron por completo, y sobre el fondo limpio con pincelitos finos hábilmente trazaron arrugas de risa bondadosa, de alegría agradable y dulce.
Con indiferencia acató Lázaro todo lo que hicieron con él y en breve se transformó en un anciano gordo por naturaleza, hermoso, en un abuelo tranquilo y bondadoso de numerosos nietos. Todavía no había salido de sus labios la sonrisa con la que relataría cuentos graciosos, todavía no llevaba en el ángulo de sus ojos la ternura sosegada de un anciano… y ya lo parecía. Pero la ropa nupcial no se atrevieron a quitársela, pero no pudieron cambiarle la mirada: los cristales oscuros y terribles tras los que miraba a la gente el mismísimo e incomprensible Más Allá.
VI
No emocionó a Lázaro el esplendor de los aposentos imperiales. Como si no viera la diferencia entre su casa desmoronándose a la que había llegado el desierto y el palacio de piedra hermoso y sólido, así de indiferente miraba y no miraba al pasar. El mármol sólido de los suelos bajo sus pies se volvió semejante a la arena movediza del desierto, y la multitud de soberbios magníficamente vestidos se volvió, bajo su mirada, similar al vacío del aire. No le miraban a la cara cuando pasaba, temiendo quedar expuestos a la influencia terrible de su mirada; pero, cuando por el sonido de su andares pesados intuían que iba esquivando a los que estaban en pie, levantaban la cabeza y con curiosidad temerosa examinaban la figura del anciano gordinflón, alto y ligeramente encorvado que despacio se internaba en el mismísimo corazón del palacio imperial. De haber pasado la propia muerte, no se hubiera asustado más la gente, puesto que hasta entonces había sucedido que la muerte sólo la conocían los muertos, mientras que los vivos sólo conocían la vida y no había habido puentes entre ellas. Pero éste, el extraordinario, conocía la muerte y ese saber maldito era enigmático y terrible. «Matará a nuestro divino y gran Augusto» —pensaba la gente asustada y lanzaban débiles maldiciones tras Lázaro, quien se adentraba con lentitud e indiferencia cada vez más lejos, cada vez más profundamente.
También el César sabía ya quién era Lázaro y se había preparado para el encuentro. Era un hombre valeroso, sentía su fuerza inmensa e invencible y en el fatal duelo con el milagrosamente resucitado no quiso apoyarse en la ayuda débil de la gente. A solas, cara a cara, se encontró con Lázaro.
—No levantes la vista hacia mí, Lázaro, —le ordenó según entraba—. He oído que tu cabeza es igual que la cabeza de Medusa y convierte en piedra a todo aquél al que miras. Pero yo quiero observarte y hablar contigo, antes de convertirme en piedra, —añadió con chispa regia no exenta de miedo.
Mientras se acercaba, observó con detenimiento el rostro de Lázaro y su extraña ropa de fiesta. Y se dejó engañar por la hábil falsificación, aunque era de mirada perspicaz y penetrante.
—Bueno. Tu aspecto no da miedo, viejecito venerable. Pero para la gente es peor cuando el horror toma un aspecto tan respetable y agradable. Y ahora, hablemos.
Augusto se sentó e, interrogando con la mirada tanto como con las palabras, empezó a hablar:
—¿Por qué no me has saludado al entrar?
Lázaro respondió indiferente:
—No sabía que había que hacerlo.
—¿Eres cristiano?
—No.
Augusto aprobó con la cabeza.
—Eso está bien. No me gustan los cristianos. Están agitando el árbol de la vida sin haberle permitido cubrirse de frutos y dispersan al viento su flor odorífera. Bueno, ¿quién eres?
Con cierto esfuerzo Lázaro respondió:
—Fui un muerto.
—Eso he oído. ¿Pero quién eres ahora?
Lázaro tardó en responder y al final repitió indiferente y opaco:
—Fui un muerto.
—Escúchame bien, desconocido, —dijo el emperador expresando con distinción y severidad lo que ya había pensado de antemano—, mi reino es el reino de los vivos, mi pueblo es un pueblo de vivos, no de muertos. Y tú sobras aquí. No sé quién eres, no sé qué viste allí, pero si estás mintiendo, odio tu mentira, y si estás diciendo la verdad, entonces odio tu verdad. En el pecho siento temblores de vida; en las manos siento poder, y mis ideas majestuosas como águilas recorren circunvuelan el espacio. Y allí, detrás de mí, bajo la protección de mi poder, al amparo de leyes hechas por mí, la gente vive, trabaja y está contenta. ¿Oyes esa armonía maravillosa de vida? ¿Oyes esa grito belicoso que lanza la gente a la cara del porvenir invitándolo a combatir?
Augusto tendió las manos piadoso y exclamó solemnemente:
—¡Bienaventurada seas, vida grandiosa, divina!
Pero Lázaro guardó silencio y el emperador continuó con severidad incrementada:
—Aquí sobras. Tú, un residuo miserable que no terminó de devorar la muerte, inspiras a la gente melancolía y aversión a la vida; tú, como una oruga en el campo, mordisqueas las espigas fértiles de la alegría y expulsas flemas de desesperación y pesar. Tu verdad es como una espada oxidada en manos de un asesino nocturno, y como al asesino, haré que te ejecuten. Pero antes quiero mirarte a los ojos. Quizá sólo los cobardes les teman, y en el intrépido despierten ansia de lucha y de victoria: en ese caso merecerás no la ejecución, sino una recompensa… Mírame, Lázaro.
En el primer instante al divino Augusto le pareció que un amigo le estaba mirando… así de dulce, así de encantadoramente tierna era la mirada de Lázaro. No horror, sino reposo sereno prometía, y a una amante cariñosa, a una hermana compasiva, a una madre se parecía el Infinito. Pero cada vez más fuertes se fueron volviendo los abrazos cariñosos y los labios ávidos de besos empezaban a cortarle la respiración, a través de la tela suave del cuerpo se filtraba el hierro de unos huesos que se empalmaban formando un círculo de hierro, y unas garras obtusas, frías, le rozaron el corazón y con indolencia se hundieron en él.
—Me duele, —dijo el divino Augusto palideciendo—. ¡Pero sigue mirando, Lázaro, sigue mirando!
Parecía que muy despacio se estuvieran separando unas puertas pesadas, cerradas desde hace siglos, y por la abertura en aumento se vertiera fría y tranquilamente el horror terrible del Infinito. Y como dos sombras entraron el vacío inmenso y la oscuridad inmensa y apagaron el sol, a los pies le quitaron el suelo, el techo le quitaron a la cabeza. Y dejó de doler el corazón al helarse.
—¡Sigue mirando, sigue mirando, Lázaro! —ordenó Augusto mientras se tambaleaba.
Se detuvo el tiempo y terriblemente se acercaba el inicio de cada cosa a su final. Apenas acabado de erigir y ya se había destruido el trono de Augusto y ya había vacío en el lugar del trono de Augusto. Sin ruido se deshizo Roma y una ciudad nueva apareció en su lugar y fue tragada por el vacío. Como gigantes fantasmagóricos rápidamente caían y desaparecían en el vacío ciudades, estados y países, y con indiferencia los tragaba, sin saciarse, las entrañas negras del Infinito.
—Para, —ordenó el emperador. La indiferencia ya sonaba en la voz y sin fuerzas cayeron los brazos y en la lucha vana contra la oscuridad que avanzaba, se inflamaban y extinguían los ojos de águila.
—Me has matado, Lázaro, —dijo opaco e indolente.
Y esas palabras de desesperación le salvaron. Recordó al pueblo cuyo escudo estaba destinado a ser, y un dolor agudo, salvador, atravesó su corazón yerto. «Condenado a morir», pensó con melancolía. «Sombras claras en la oscuridad del Infinito», pensó con espanto. «Recipientes frágiles con un corazón vivo, emocionante, con un corazón que conoce el pesar y numerosas alegrías», pensó con ternura.
Y así, reflexionando y sintiendo, inclinando la balanza bien al lado de la vida, bien al lado de la muerte, lentamente regresó a la vida para entre sus sufrimientos y alegrías encontrar la defensa contra la oscuridad del vacío y el horror del infinito.
—No, no me has matado, Lázaro, —dijo con firmeza—, pero yo te mataré a ti. ¡Lárgate!
Con especial alegría saboreó esa noche la comida y la bebida el divino Augusto. Pero a ratos una mano alzada se quedaba rígida en el aire y un brillo opaco sustituía el resplandor deslumbrante de sus ojos de águila, era el horror que corría en oleadas glaciales por sus piernas. Vencido pero no muerto, esperando su hora con frialdad, se convirtió en una sombra negra junto a su cama durante toda su vida, dominando las noches y cediendo los días claros a los pesares y alegrías de la vida.
Al día siguiente por orden del emperador quemaron con hierro candente los ojos de Lázaro y le enviaron a su patria. El divino Augusto no se decidió a darle muerte.
Regresó Lázaro al desierto y lo recibió su desierto con la respiración silbante del viento y el bochorno del sol incandescente. De nuevo se sentó en una roca alzando la barba desgreñada, salvaje, y dos agujeros negros en el lugar de los ojos quemados miraban al cielo inexpresiva y terriblemente. A lo lejos, inquieta, alborotaba y se movía la ciudad santa, pero las cercanías estaban despobladas y silenciosas: nadie se acercaba al lugar donde acababa sus días el milagrosamente resucitado, y hacía tiempo que los vecinos habían abandonado sus casas. Acorralado por el hierro candente a las profundidades del cráneo, su saber maldito se quedó oculto allí como para una emboscada; como si salieran de una emboscada se quedaron fijos miles de ojos invisibles para el hombre. Y ya nadie se atrevió a mirar a Lázaro.
Por las tardes, cuando enrojeciendo y ensanchándose, el sol declina, tras él avanzaba lentamente Lázaro ciego. Tropezaba con las piedras y se caía, gordinflón y débil, se levantaba con dificultad y echaba de nuevo a andar; sobre el velo rojo del crepúsculo el torso negro y los brazos extendidos asemejaban una cruz.
Y sucedió, una vez se fue y no volvió más. Así, al parecer, acabó su segunda vida Lázaro, quien había permanecido tres días bajo el poder enigmático de la muerte y milagrosamente resucitó.