Conversación nocturna

(1915)

Parte 1

Era un día lleno de rabia.

Durante dos jornadas las tropas alemanas, en su avance hacia París, asaltaban sin éxito la ciudad belga de N., defendida por cuerpos mixtos de ingleses, belgas y franceses. Masas de gente pálida con horribles cascos puntiagudos iban al ataque y perecían a mitad de camino; los sustituían nuevas masas de gente igual de pálida y cascos puntiagudos y también perecían: más intenso que las gotas de lluvia, más intenso que el pedrisco, era la granizada de ametralladoras y de la artillería, y era más fácil no empaparse con la lluvia torrencial que esquivar las balas y la metralla. Porque sucedía que un muerto, mientras caía, en su corto camino hacia la tierra era de nuevo alcanzado por numerosas balas; el aire estaba atestado de ellas, volaban furiosas y carniceras, como si se les hubiera transmitido la rabia de la mano que había apretado el gatillo. Pero la reserva de los cascos puntiagudos parecía inagotable y su avalancha seguía creciendo. Devorando con los cuerpos las balas, embebiendo la muerte del aire y absorbiéndola como esponjas, redujeron la frecuencia del fuego y crearon un hueco por el que pasaban nuevas masas de gente pálida; y así llevaban dos jornadas, por el día bajo el brillo del sol, por la noche bajo la luz azul de los focos, bajo la cual los rostros de vivos y muertos parecían iguales y desde un montón de cadáveres caían sombras negras inmóviles.

Durante dos días Guillermo II casi no había comido, dormía mal y con unos anteojos, sosteniéndolos convulsivamente junto al rostro, observaba la batalla. Cuando la ciudad fue tomada y sus defensores en parte exterminados, en parte hechos prisioneros, entró con su séquito en sus calles y se alojó en el Grand Hotel; allí estuvo todo el día recibiendo felicitaciones, repartiendo condecoraciones y bromeando con los generales. La ciudad aún despedía emanaciones de sangre y en todas partes olía a ácido por el humo de la melinita sin asentar; parte de la ciudad aún ardía y en el crepúsculo las ventanas del Grand Hotel brillaban rojas desde la calle; después colgaron pesados cortinajes y encendieron velas, pero la melinita y la sangre olían como antes y el veneno azul de la combustión flotaba bajo los techos altos, como si se acabara de celebrar una enorme reunión y todos hubieran fumado cigarros malolientes, amargos.

Por orden de Guillermo por la mañana fueron fusilados los rehenes, doce distinguidos ciudadanos. Habían sido capturados por la mañana, en cuanto los alemanes entraron en la ciudad, pero durante el día alguien disparó a un soldado-merodeador prusiano que había saqueado una casa, y los rehenes fueron fusilados. En vista de que sólo había habido un disparo, de que a quien había disparado lo mataron en el acto y de que el soldado era un merodeador, en el Estado Mayor decidieron preguntarle a Guillermo en persona, pero éste respondió categórico:

—La sangre del peor soldado prusiano vale la sangre de toda Bélgica. Explíquenselo, que lo entiendan, y fusílenlos.

Y así hicieron.

Al llegar la noche la ciudad se calmó y en el incendio no quedó nadie: solo, en silencio y sin gente, chisporroteaba y se contraía el fuego, calmándose. Todos aquellos a los que el servicio no les había llamado a la vela dormían el sueño del cansancio infinito, del agotamiento espiritual; y parecía que sería más fácil despertar a un muerto en el campo que al que así dormía. Unos cuantos deliraban en sueños, pero sus voces eran sordas y apagadas, como las voces de las sombras del otro mundo: en su cabeza aún seguía el combate, y alrededor de su cabeza se extendía el silencio.

Como cajitas de música escondidas bajo la almohada, en su interior estaban llenos de voces, gritos y gemidos los hospitales de sangre provisionales, pero al exterior llegaba poco: todo se quedaba tras las paredes de piedra, y el que salía del hospital a la calle tenía la sensación de haberse sumergido de golpe en el silencio, como en el agua, y quien desde fuera entraba a las habitaciones iluminadas, a ése le parecía que había ido a parar a algún centro de dolor donde a miles de personas le dolían los dientes, le dolían los nervios, le dolía la piel desgarrada y los huesos fracturados.

Había un especial silencio alrededor del Grand Hotel. Hacía ya tiempo que el emperador sufría de insomnio y se tomaban todas las medidas para defender su sosiego: los guardias se relevaban sin el habitual pataleo, los convoyes atronaban en las calles más apartadas y ni un solo ruido surgía sin extrema necesidad. A lo lejos, donde las tropas alemanas ya estaban acosando a los aliados en retirada, rotundos y unidos silbaban los disparos de la artillería: como si varios gigantes acuclillados y con las mejillas infladas, regularmente se hincharan unos a otros, sin ira y sin especial pasión, más bien con aspecto tranquilo y bobalicón. Para los dichosos que estaban durmiendo, a quienes la vida insistentemente había arrancado de las representaciones de la muerte, ese rumor lejano se convirtió en sueños claros sobre tormentas de verano y tréboles aromáticos en campos de rosas; otros simplemente no lo oían, igual que el molinero no oye el molino. Tampoco oía los disparos el emperador, pero a veces su eco parecía esparcirse, el rumor se volvía más claro y preciso, pero esto no irritaba, sino que más bien tranquilizaba a Guillermo, pues en mitad de la noche y del silencio nocturno era agradable el golpe del guarda nocturno velando por los durmientes.

Pero no era por el ruido por lo que el emperador no conseguía dormir. Incluso dormía mejor con ruido y había dicho muchas veces, incluso lo había ordenado, que alborotaran, pero no le creyeron, puesto que no podían entenderlo; y sólo había que propagar por el palacio temporal el aviso de que el emperador se había retirado a su habitación, para que en ese mismo momento las voces disminuyeran por sí solas y se reforzara la gesticulación silenciosa. Así sucedía ahora: acababa de entrar a su habitación y ya estaba esperando al insomnio, y todo alrededor se había calmado, como si hubiera enmudecido, y le envolvía el silencio de un sarcófago. Entró un anciano ayuda de cámara y enfadó a Guillermo, que empezó a murmurar:

—¿Qué te crees, bobo? ¿Que me voy y enseguida estoy durmiendo? Largo de aquí.

El ayuda de cámara salió corriendo, pero en la otra habitación continuó hablando en susurros, sin entender la causa de la ira del emperador. Mientras, Guillermo continuó andando, aunque ya le dolían los riñones y las piernas del largo día de cansancio; pero como el Judío Errante, no podía detenerse y debía andar y andar, de una pared a otra. Tampoco podía detener sus pensamientos: éstos también se movían sin ruta y se estrellaban contra la pared; y en todo su cuerpo se había derramado cierto deseo confuso, agudo, pero obviamente irrealizable, y es que por eso era irrealizable, porque era desconocido. Así era el inicio del insomnio. Después la marcha de sus pensamientos de pared a pared se convertirá en una carrera loca, en un baile de brujas en Brocken, y el deseo irrealizable le agarrará por la garganta y empezará a estrangularle hasta que grite; será insoportable.

Además le inquietaba el champán bebido en la comida tardía, que hacía reír a una mitad de su alma, al mismo tiempo que la otra se enfurecía sin fuerzas consigo mismo y exigía tranquilidad; le irritaban las inalcanzables emanaciones de sangre, le apetecía hablar, le apetecía dar órdenes, le apetecía prolongar sin fin el día interminable. ¡Pero ellos dormían! Y si despertaba a alguien y le ordenaba escuchar, éste escucharía, pero su rostro estaría somnoliento y atontado y sus respuestas serían insufribles por absurdas. «¡Quiere dormir!».

Pero aún no se había retirado del rostro del emperador la mueca de aprensión con la que pensaba en los que querían dormir, cuando otro sentimiento le envolvió con calor y ternura: como si alguien le hubiera dado la vuelta a la desagradable idea sobre los durmientes y le hubiera dado un significado nuevo y enternecedor. Comprimido en un único rayo, refulgió antes sus ojos el cuadro abigarrado de los dos días de agotadores combates, del penoso trabajo en honor del emperador y de Alemania, ¡cómo trabajaron, cómo se cansaron, cómo quieren dormir y consiguen dormir gloriosamente sus cuerpos extenuados! «Soldados valientes» —Guillermo dio un parte breve, y su pecho se ensanchó y se alzó por una afluencia de fuerza y felicidad extraordinaria. ¡Soldados valientes!

La felicidad se volvió aún más aguda, creció como una nube y se apartó de la tierra y, de repente, en los ojos de Guillermo brillaron lágrimas enternecidas por la exhibición momentánea y brillante de cierta grandeza extraordinaria, por la imagen poderosa y clara en la que confluían los rasgos de todos los dueños del mundo, todos los tronos, todas las tierras y mares, todos los nombres enigmáticamente hechizantes de soberanos antiguos. Como una escalera de Jacob luminosa, en cuya cúspide, en el escalón supremo, el que desaparece, se encuentra él, el emperador de los germanos y de todo el mundo.

—Un texto, un texto, —pensó con alegría Guillermo mientras abría la Biblia de campaña—, debo encontrar un texto, debo leer un sermón, debo, debo…

Pero en el texto resultó no estar lo que debía y al instante se sintió apesadumbrado casi hasta la desesperación, hasta el frío mortal y la angustia. Después otra vez felicidad. Después otra vez desesperación y angustia. Ya empezaba el insomnio con sus convulsiones y aversión a la vida. Y aún no se había desvestido, ¿qué pasaría cuando se tumbara? ¡Angustia!

¡Angustia!

Y entonces se le ocurrió una idea feliz: entre los prisioneros hoy capturados probablemente había alguien con cabeza, con quien poder hablar y hasta discutir. Es magnífico: ¡discutir! Permitirá al prisionero expresar sus ideas y después empezará a hablar él y le fascinará, desacostumbrado a conversar con reyes. Incluso le pondrá en libertad: que vaya con los suyos y cuente a todo el mundo lo que piensa el emperador Guillermo, tan grande y terrible y tan sencillo.

¡Pero es indispensable que tenga cabeza!

Parte 2

Era un revolucionario ruso, un emigrante, que llevaba ya muchos años viviendo en Bélgica y que ocupaba una cátedra en la universidad de Bruselas. No estaba en su primera juventud, pero marchó voluntario al pequeño ejército belga, había participado ya en algunos combates y se había distinguido; había sido hecho prisionero en un combate a bayoneta y, por una feliz casualidad que siempre le salvaba, no había recibido ni una sola herida. Tampoco dormía cuando con gran cortesía le invitaron al palacio en que se había convertido el Grand Hotel; si no se sabía que era ruso, entonces era fácil tomarle por un belga o por un francés norteño; y, si se sabía, entonces su pequeña barba clara y sus ojos grises, fatigados por la lectura, resultaban extraordinariamente rusos, no parecían ninguna otra cosa. Pero aún no le habían apuntado en la lista de prisioneros, hasta los suyos creían que era belga y como tal fue conducido ante Guillermo. Por lo demás, sólo se había ordenado no llevar a un inglés.

El prisionero se inclinó, Guillermo también. Guillermo, por costumbre, miraba a los ojos y fijamente, el prisionero también, por el enorme interés que le suscitaba el emperador y también por costumbre. Estaba desarmado y había sido registrado concienzudamente antes de que se presentara ante el emperador y todo eso lo sabía Guillermo cuando ordenó que les dejaran solos.

—¿Está cansado? Siéntese, —ordenó Guillermo. El prisionero se sentó.

—¿Quiere fumar? —preguntó Guillermo, sonriendo.

—Sí, —respondió, también sonriendo, el prisionero y siguió mirando directamente al rostro amarillo, contraído, de Guillermo. Este último, según la costumbre alemana, le dio un cigarro con la mano: está cortado, fume. Él tomó un poco de champán de una copa y se sentó apartando bruscamente el faldón de la levita.

«¿No estará borracho?» —pensó el prisionero perplejo. Guillermo preguntó:

—¿Es belga?

—Ocupo una cátedra en la universidad de Bruselas. Soy profesor, doctor en derecho.

—¡Ah! Encantado, señor profesor. ¿Landsturm?

—No, voluntario.

—¡Ah! Eso es interesante. Supongo que contra mí.

—Sí, también contra usted.

«No me da ningún título, ¡pero tiene cabeza! Está claro». Y, tras pensar un rato, preguntó:

—¿Y qué tal se encuentra el rey Alberto?

—No sé cómo se encuentra el rey Alberto. Probablemente, mal.

Respondía con sencillez y tranquilidad y, a causa de esa tranquilidad de sus palabras y su voz, de repente se hizo patente que la mano que sostenía el cigarro, y la cara y el pie sucio dentro de una bota desgarrada, cruzado sobre el otro pie, que todos ellos temblaban en un ligero y continuo temblor y algo en él se contrae, se derrumba, se abigarra imperceptiblemente. Recordaba al propio Guillermo y era desagradable.

—¿Está herido? —pregunto éste con brusquedad, con disgusto.

—No. Estoy cansado y, claro, no del todo bien.

—¿No puede dormir?

—No. A ratos me apetece, luego se me pasa. Voy a permitirme el hacerle una pregunta: ¿fue por orden suya que fusilaron a los rehenes? Eso nos han dicho. Nos obligaron a presenciarlo, yo lo vi.

—Sí, yo lo ordené. La sangre del peor soldado prusiano vale la sangre de toda Bélgica —repitió Guillermo y, tras pensar un momento, añadió: —Para mí, claro. En Bélgica seguramente piensen al revés.

—No, allí no piensan eso.

—Tonterías; lo piensan, pero no se atreven a decirlo. ¡Tonterías! Los conozco. Y también conozco a su pequeño rey. No me da pena: ese bobo heroísmo, nada digno de las capacidades comerciales de los belgas. Profesor, ¿no cree usted que también hay un heroísmo bobo?

—No sé que…

—¿Le gusta Nansen? Yo lo adoro, ¡qué hombre! Los ingleses y los noruegos no lo apreciaron. Yo adoro sus libros. Irse al polo, al quinto infierno, puede hacerlo cualquier imbécil, pero él se preparó, ¡oh, cómo se preparó! Yo también. Soy el único que tiene ejército, mientras que ustedes tienen voluntarios y chusma y por eso les estoy venciendo y les voy a vencer. ¡Les estoy venciendo y les voy a vencer!

Y de nuevo un sentimiento de extraordinaria felicidad invadió al emperador: sonrió y se dispuso a decir algo afable al infeliz prisionero, que estaba tan agotado y humillado, pero vio en su mano temblorosa el cigarro y exclamó asustado:

—¡He! ¡Se le va a caer la ceniza! Tenga más cuidado.

El prisionero se estremeció por el grito y se enojó un poco poniéndose colorado. Le vinieron a la memoria los rehenes y como uno de ellos lloró y suplicó que no los mataran, a lo que parece, un cualquiera que no entendía nada de guerras ni de heroísmo.

—¿Y por qué hay que vencer? —preguntó el prisionero enrojeciendo aún más.

—¿Cómo que por qué? —se sorprendió sin comprender el emperador—. No le entiendo, ¡exprésese más claro, señor profesor!

—¿Por qué hay que vencer? —insistió el prisionero con cierta brusquedad.

Guillermo comprendió y le miró con desprecio, por encima del hombro.

—¡Ah, usted es pacifista! Bobadas. ¿Por ese motivo se entregó prisionero?

Pero el cautivo no prestó atención al sentido ofensivo de las últimas palabras, que apenas oyó. A él también le había invadido un sentimiento de felicidad extraordinaria, como si estuviera soñando, y se desperezó. Después se echó a reír débilmente mirando a los ojos a Guillermo con ojos extenuados y amables.

—¿Qué le pasa? Está medio dormido.

—¿Acaso esto no es un sueño?

—No. ¡Bobadas! Esto no es un sueño.

—Pues por un instante me pareció que era un sueño y quería hablar como en sueños. La verdad es que no soy belga.

—¿Qué quiere decir?

—Soy ruso, emigrante. Político. En 1906 fui condenado a muerte, pero conseguí salvarme. Desde entonces estoy en Bélgica y ahora aquí… con usted. Soy ruso.

—Esto ya es otra cosa, —dijo fríamente Guillermo—. Se ha cometido un error y puede irse, señor…

—Profesor. ¿Pero por qué no quiere hablar conmigo? Ya que le apetece hablar, y a mí también.

—Porque ahora empezará a representar al marqués de Poza, pero Poza es una ocurrencia demasiado alemana como para que yo me lo crea.

—«Made in Germany».

—Para exportar, pero no para uso propio. Revolucionario, emigrante, ¡ruso! ¿Qué significa este disparate? Muy señor mío, necesito un hombre de costumbres, necesito sangre latina vieja y buena con la que discuta la mía germana, necesito un hombre de la estúpida cultura antigua y no un ruso medio salvaje. No voy a discutir con usted, es lo mismo que con los turcos. ¿Qué son los rusos? Los derrotaré… incluso con los ojos cerrados.

El emperador se echó a reír ruidosamente por las palabras dichas con tanto acierto y repitió enfatizando las palabras con gesto áspero:

—¡Los derrotaré con los ojos cerrados!

Pero aún brillaban sus ojos grises con una sonrisa burlona cuando en su alma penetró repugnancia, frío y angustia, el sentimiento de la enorme inutilidad de todo: de la guerra, la paz, la muerte y la vida. Se puso de pie, sintiendo un dolor agudo en los riñones, y empezó a andar por el gabinete. Era el cansancio y el insomnio. Son exigentes el cansancio y el insomnio, quieren lo suyo y les subleva cada palabra decidida, cada idea atrevida y brillante; con su veneno emponzoñan la voluntad e invitan al sueño, a la muerte, al sosiego. Pero él no va a someterse a su poder. Mañana irá a las posiciones, dormirá bien, descansará y todo volverá a estar bien y a ser grandioso…

Y de nuevo empezó a conmoverle la alegría en aumento, los pasos se volvieron más rápidos y firmes, el sonido de las espuelas más preciso y claro; y tras mover la cabeza con placer, le llegó la frase del ruso:

—Soy doctor en derecho, un profesor belga, hable conmigo, como belga o como científico. Y estoy casado con una belga.

—Eso está bien, —aprobó el emperador—. Y usted hable conmigo como en sueños, ¿de acuerdo? ¿Quiere ser franco? Hable con franqueza, aquí no hay etiquetas, sino guerra. ¡Guerra! Y ahí están ustedes, revolucionarios rusos, pacifistas, doctores en derecho y todo lo demás gritando contra la guerra, pero ¿qué, sino la guerra, le hubiera dado la posibilidad de esta conversación? Piense, profesor, lo extraordinario que es esto, lo afortunado: de noche, dos personas, un revolucionario y… ¡el emperador germano! Que sea un sueño, pero no rutina, ¿lo comprende? ¡Al diablo la rutina! ¿Dónde está su cátedra? ¿Dónde mi trono? Fíjese, este antiguo y ridículo hotel belga donde se alojaban mercaderes, es mi palacio. ¡No me diga que no es una maravilla!

—¿Tiene usted insomnio?

—De mis enfermedades hablo con el médico imperial. ¡Deje la rutina, señor profesor! ¿O siente pena por su cátedra de madera, por su baja elevación a dos peldaños del suelo? ¿O siente pena por sus alumnos imberbes y sus cuadernos? Hoy yo soy su auditorio. Enseñe al emperador, haga propaganda, compórtese… ¡libremente!

El emperador se echó a reír y se sentó cruzando las piernas. Bebió champán y señaló con la copa en dirección a la ventana:

—¿Lo oye? Son mis cañones. Los suyos corren y mis tropas les persiguen. Mañana oiremos algo nuevo. ¿Hoy era su primer combate?

—No. No sé cuál era. Combatíamos todo el tiempo.

—¡Vaya! Sí, claro, son pocos. ¿Tiene condecoraciones?

—Sí, dos.

—¡Bravo, bravo! Respeto a los valientes, sean quienes sean. Pero ese heroísmo bobo… no, eso no lo respeto. O en su país no sabían que yo con toda seguridad, —enfatizó esta palabra—, inevitablemente voy a despachurrar Bélgica. Quizá no consiga comerme el huevo, como demuestran vuestros fantasiosos, pero la cáscara estará rota. ¿O no?

—¿Y usted siente el olor de la sangre?

—¿Eso qué es, ironía? ¿Ha comenzado la clase?

—No, una simple pregunta. Yo siento todo el tiempo el olor de la sangre, es muy especial y muy claro. También lo siento en sueños, mi comida está envuelta por ese olor. Si sobrevivo, creo que voy a sentirlo toda mi vida: el olor de la sangre fresca y de los cadáveres descomponiéndose. En una ocasión me dediqué a la medicina, a la anatomía, y este terrible olor no es nuevo para mí, pero aquí hay demasiados cadáveres, su hedor contamina el aire a decenas de kilómetros, países enteros se han convertido en depósitos de cadáveres, en salas preparatorias de estudiantes, en anatómicos, donde un hombre nuevo siente náuseas. Claro que usted no tendrá náuseas, está acostumbrado, yo también… pero hablo de otra cosa. Seguramente se haya dado cuenta de que el olor de un cadáver humano descomponiéndose tiene algo… casi ¿sacrílego? Un animal es distinto, ése sólo apesta y basta con taparse la nariz para tranquilizarse. Pero el cadáver de un hombre, ¿cuándo se echará a perder? Aquí lo terrible es que un familiar o un allegado pueda tener un olor tan espantoso. ¿No es verdad?

Guillermo sonrió:

—En lugar de una clase de derecho, ¿una clase sobre olores?

—¿Le hace gracia? Sobre eso quiero preguntarle, sobre su risa. A nosotros, la gente corriente, no nos gusta y tememos el olor de la sangre fresca y el olor de los cadáveres. ¿Y usted, emperador? ¿Qué efecto produce en usted? ¿Usted lo siente, qué le parece? Por ejemplo ahora, —el prisionero aspiró y frunció el ceño—, ¿siente el olor que hay aquí? ¡Porque es muy malo!

—Sí, el aire está viciado, —aceptó el emperador y también frunció el ceño—. Y no se pueden abrir las ventanas, huele aún peor. Pero usted ha preguntado cuánto me atañe a mí. Yo estoy por encima de ese olor, ¿lo entiende? ¡Por encima! ¿Por qué el olor de un cadáver es insólito y a las personas impresionables les inspira miedo e ideas supersticiosas? Sólo porque es habitual enterrar los cadáveres, es decir, que todo depende de fruslerías, del hábito, de determinadas prácticas. ¿Se imagina, querido profesor, qué olor colosal se elevaría desde todos los miles de millones de muertos sobre la tierra, qué hedor tan espantoso, qué pestilencia, si no se les ocultara tan rápidamente en la tierra? Se les oculta y sólo por eso no apestan.

—Cuántos cadáveres alrededor de nosotros. La noche, ellos yacen. Me parecer estar viéndolos, —dijo pensativo el ruso.

—Pues yo no los veo y mañana los enterrarán. ¿Ha oído hablar de mis arados a motor que cavan tumbas? Los tontos se ríen de ellos y se espantan; necesitan al tradicional sepulturero shakespeariano que seguramente cavaría el hoyo con las manos y soltaría tonterías al mismo tiempo, ¡holgazán! Todo ese romanticismo barato, ese sentimentalismo de la vieja y boba Europa, de la mojigata viciosa que ya chochea por culpa de la vejez y el libertinaje. ¡Voy a ponerle fin! ¿Por qué quemar los cadáveres rociándoles de queroseno, como hacen sus amigos los franceses, es más moral y bello que colocarlos en una rodada limpia y profunda, como al grano? ¿O es usted tan inocente, profesor, que aún quiere preguntarme por la piedad, si siento piedad? ¡Reconózcalo!

—Sí, quiero. Hoy uno de los rehenes, un viejecito, lloraba…

—¿Lloraba?

—Sí, lloraba y suplicaba que no le mataran. Sí, un viejo cualquiera. No entendía nada… seguro que nunca había pensado en la guerra. Me dio pena.

—¡Bah! ¡Avergüéncese, profesor! Pero espero que le fusilaran de todas formas.

—Sí.

—¡Soldados valientes! Calle, me conozco su razonamiento: por supuesto, por supuesto, era inocente. ¿Cómo un vejestorio insignificante que nunca ha pensado en la guerra puede ser culpable de que cualquier otro, cualquier joven de temperamento, haya disparado a uno de mis soldados? ¿Pero acaso eran culpables los mártires en tiempos de Trajano y acaso en su razonamiento son culpables mis soldados, a los que usted hoy ha disparado? ¿Por qué no llora sobre los mártires? ¡Llore!

La voz de Guillermo se tornó dura e irritada.

—Todos los humanistas me hablan continuamente de la piedad. ¡La piedad! ¡La piedad! Es absurdo, profesor, ¡absurdo! ¿Por qué debo sentir piedad por el que murió hoy, y por el que murió hace trescientos años, no debe sentirla? ¿En qué se diferencian? ¡Maldita sea! Durante cinco mil años tantos han sufrido, huido, pasado hambre, han perdido a sus hijos, han muerto, se han arrepentido, los han matado en guerras, han ardido en hogueras, que si has de sentir piedad por todos… ¿y qué diferencia hay? ¡No hay diferencia! Pero usted, encima ruso, usted eso no lo entiende. Los rusos están privados de conciencia, viven de emociones, como las mujeres y los niños, tienen muchos ojos, pero ni una sola mente. Sus lágrimas son baratas y accidentales. Lloran sobre un perro al que ha aplastado un taxi delante de sus ojos, ¡y fuman tranquilamente mientras hablan sobre la muerte de Cristo! ¿Es usted judío?

—No.

—Le felicito. ¿Y que diría usted de los pogromos de judíos en Rusia? ¿Un clavo en la cabeza, por ejemplo, eh?

El prisionero lanzó una mirada profunda y seria justo a las pupilas de unos ojos grises fríos y, en silencio, inclinó la cabeza.

Parte 3

El prisionero guardó silencio, mientras contemplaba el cigarro apagado, palpó la punta fría. El cañoneo bien se había alejado, bien había cesado, y la habitación estaba en silencio y parecía que olía menos a humo y a quemado. Guillermo miró severo a su cabeza: le parecía que en ella había cierta obstinación que aún no había dominado; y las botas desgarradas, sucias, eran indecorosas, como las de un pobre. ¡Un ruso!

—Coja uno nuevo. Ahí están los cigarros y las cerillas. Fume o se quedará dormido. ¿Quiere una copa de vino?

—No.

—Es mejor, se emborrachará. ¿Ha oído que en Rusia han prohibido el vino? ¡Qué carácter tan débil! Se parecen a un borracho que haya hecho juramento y tenga miedo hasta del vinagre; pueden no emborracharse sólo cuando el vino está bajo llave. Pero acabará la guerra que los ha asustado y volverán a morir por culpa del alcohol, como los esquimales. Usted no debe beber.

Con una sonrisa maliciosa dio un sorbo a la copa. El ruso guardaba silencio, lo que era un poco irritante. Guillermo sonrió de nuevo maliciosamente y dejó la copa haciendo ruido, de forma que el prisionero se estremeció y miró.

—Por este vino no he pagado ni pagaré un pfennig. ¿Eso tampoco le gusta, señor profesor? Pero es bueno que esté callado. Y es bueno que no haya respondido a lo de Cristo. ¿Qué puede responder? ¿Qué puede responder toda Europa? Leo a diario periódicos ingleses y franceses y es para reírse, ¿sabe?, para desternillarse. Vuestros periódicos no los leo pero seguro que es lo mismo, ¿no? Y seguro que también dibujan mi bigote, ¿no? ¿Y también deliberan sobre el humanitarismo y la Cruz Roja y me llaman pirata y bandido, mientras que ellos se llevan una parte de la leña, del pan y del papel en el que escriben? Oh, sí, claro. Dígame, ¿tienen en Rusia casas públicas? ¡Sí! ¿Y todavía no están cerradas? Oh, no, claro, es una necesidad natural; probablemente hasta Noé lo practicó en el arca, dirán ellos, ¡y había un diluvio! ¿A usted no le parece, señor profesor, que en la actual Europa hay una colección extraordinaria y sin precedentes de pícaros?

—En parte, creo que sí. Hay muchos pícaros. ¿Incluye también a Alemania?

—No, nosotros somos bandidos y piratas. Mire, usted que hablaba del olor de los cadáveres que siente de forma tan extraordinaria y agradecida, ¿no siente el olor de una mentira colosal? La verdad en Europa hace tiempo que murió, ¿no lo sabía?, y su cadáver se está descomponiendo, ése es el olor de la mentira. Y los países sólo huelen a cadáver, pero ¿y la mentira? Puf, su hedor pestilente se encuentra de polo a polo. ¿Por qué no siente ese olor? ¿Por qué no repararon, profesores y humanistas, en como moría vuestra agotada cultura, y continúan sosteniendo su cadáver, corrupto y hediondo? ¿O en Europa no queda nadie, salvo pícaros y tontos? No, yo no soy un malvado ni un asesino. Se mata sólo a lo que está vivo, se tortura sólo al inocente. Yo soy el sepulturero de la vieja Europa, enterraré su cadáver y al mundo, ¡sí, señor, al mundo!, lo salvaré de su mal olor. Y si mis profesores, que no se cansaban de leer a Shakespeare —¡que a mí también me gusta! ¡y mucho!— aún se esfuerzan en ser sepultureros hamletianos y cotorrean sobre el cráneo de Yorick; si mis demócratas aún son un poco… ñoños, ¿lo comprende?, y doran cada bala con fraternidad y con Marx, entonces yo, Guillermo II el Grande, seré directo y sincero, como la misma muerte. Yo soy el gran sepulturero, señor. Un arado de fuerza millonaria para los difuntos que surcan la tierra. ¡Y cuando todos esos surcos profundos, limpios y bonitos cubran toda Europa, usted mismo, profesor, me llamará grande!

—¿Y el insomnio?

—¿Otra vez con el insomnio? ¿Y mi obra? Olvídese de mi bigote y dígame honestamente: ¿hay aun en Europa una persona que pueda abarcar y superar tantas cosas como yo, el emperador germano? ¿Cuántos enemigos tiene Alemania, lo sabe? Y está sola, sola en todo el mundo. Sola y vence. ¿Cuál de los estados del Antiguo o del Nuevo Mundo hubiera podido resistir tal contienda, uno solo contra todos, excepto Alemania? Y Alemania soy yo. Oh, qué feliz sería yo en su lugar, profesor: ¡vio a Guillermo en esa hora fatídica, lo oyó! Por eso se puede dar no sólo la libertad, sino… la vida.

—¿Delirios de grandeza?

—Sí. Todo alemán, empezando por mí, tiene derecho a los delirios de grandeza. Usted no, dejemos para ustedes las demás enfermedades, ¿está de acuerdo? —Guillermo se echó a reír e incluso dio una ligera palmada en el hombro del prisionero tras ojear fugazmente un revólver que yacía en una mesa redonda, cerca del profesor. Era el revólver cargado del propio Guillermo, que alguien había colocado tan tontamente y olvidado en la mesa. Y continuó bromeando:

—¿No es verdad que es una noche muy interesante? ¡Quizá sea mejor que su cátedra, profesor! Hay tantos tablados de ésos en Europa para los actores del humanitarismo… pero mire qué extraña, qué circunstancia más extraña, profesor… ¿me lo explicaría usted? Yo mismo estudié un curso de la universidad y sé que todos los profesores enseñan raciocinio, justicia, bondad, belleza, etcétera. ¡Todos! Y ni uno enseñó maldad o bellaquería. Pero entonces ¿por qué todos sus estudiantes son unos pícaros y unos mentirosos tan terribles? ¿No les enseñaron bien o ellos no tomaron buenas notas en los cuadernos?

—¿Y qué le enseñaron a usted? Me gustaría ver sus cuadernos.

El emperador se echó a reír:

—Unos cuadernos excelentes, profesor, mi mujer se enorgullece de ellos. A mí me enseñaron a no creerles. ¿Acaso usted cree a un actor o llora al escuchar el gramófono? Son papeles, profesor, sólo papeles en boca de comediantes sin talento, incluso el populacho ya empieza a silbarles. Usted hace el papel de un profesor de derecho, ¿me equivoco?, pero quién que no esté loco le creería, ¡que usted es en realidad un profesor de derecho! Ahora tiene un papel nuevo: ha cambiado de maquillaje y lleva la guerrera de un soldado belga, pero… —Guillermo miró rápidamente el revólver—, pero no le diré que esté demostrando un talento especial. ¡Le falta sencillez y convicción!

Guillermo se echó a reír y continuó, no tenía fuerzas para dominar la alegría extraña y pesada que le dominaba, tras la que ya se había situado una sombra de angustia; lo sabía:

—Doctor en derecho, usted es doctor en derecho, ¿y no quiere que le descubra un importante secreto de estado que atañe al derecho? ¿Sabe quién deseaba y quién empezó la guerra? ¡Yo! ¿Está contento? ¡Yo! Alemania y yo. ¿No es verdad que esto es muy importante para la ciencia del derecho, para todos los tablados de dos peldaños y todos los gramófonos?

—Ahora eso no importa.

—Sí importa, señor, pero no en el sentido que usted supone. Sí importa: pues el Juicio Final le sobrevendrá al mundo no a invitación, sino en la hora desde arriba fijada, ¡no fijada por ustedes! —El emperador frunció el ceño y miró severamente al prisionero:

—Yo declaré la guerra, yo quería la guerra, yo dirijo la guerra. Mi joven Alemania y yo. Mientras que todos ustedes, ustedes sólo se defienden. Sí, claro, desde el punto de vista de su derecho es admirable, convierte incluso a sus intendentes en santos y es como si rociaran con hisopo sus cañones; pero hay algo más valioso en la vida: la fuerza. Usted es profesor, no permita que sus santones, ignorantes y mojigatos realicen una pregunta absurda: ¿qué es más sublime, la fuerza o el derecho? Porque usted sabe que la fuerza también es derecho. Usted es un revolucionario y, por supuesto, un demócrata.

—Sí.

—¡Por supuesto! Dígame como hombre honrado, no como actor: ¿respeta las leyes existentes?

—No, no todas.

—¡Por supuesto! ¡Porque no es tan idiota como para respetar una ley que le ha condenado a usted, inocente desde su punto de vista, a la pena de muerte! ¡O de respetar una ley contra la huelga! O de respetar las leyes sobre el robo, una vez que la propiedad es en sí misma un robo. ¿Dónde está su respeto por el derecho, señor doctor en derecho?

—Las leyes existentes no son una manifestación del derecho.

—Oh, claro: ¡para usted! Puesto que las leyes existentes son sólo la voluntad del fuerte que se le impone a usted, del fuerte, a quien usted combate. Cuando venza y se vuelva fuerte, usted escribirá sus propias leyes, y también serán bastante buenas, pero aun así alguien quedará descontento con ellas y va a asegurar con una bomba en las manos que el país del derecho verdadero está más allá. ¿O no es así? ¿Por qué no puedo dar a Europa mis propias leyes toda vez que la fuerza está de mi lado? El Código de Guillermo el Grande, eso es lo que va a sonar en la cátedra, en absoluto peor ni menos legítimo que el Código de Napoleón. ¡Sus alumnos tendrán que llevar cuadernos nuevos, señor profesor!

—¿Y está usted seguro de que la fuerza está de su lado?

—Por fin una pregunta juiciosa a la que responderé gustosamente. ¿No desea otro cigarro, señor profesor?

—Se lo agradezco.

—¡No hay de qué! Los cigarros no son malos. ¿Cómo se llama eso, cuando un emperador tildado casi de malhechor a la cara ofrece cortésmente un cigarro a un revolucionario y prisionero que acaba de ser incordiado, y el revolucionario se lo agradece cortésmente? Me parece que cultura, ¿no? —el emperador se echó a reír y de nuevo echó un ojeada rápida al revólver—. Estoy bromeando, fume tranquilo, simplemente quería que no se durmiera y elogiara mis cigarros. Sí, la fuerza está de mi lado, porque yo declaré y quería y empecé la guerra. Y quería la guerra por eso y no podía no quererla, porque de entre todos los estados sólo Alemania tiene una idea que le hará progresar. Una idea, ¿lo entiende? Un pueblo sin idea es un cuerpo muerto, ¿lo sabe?

—Nuestro escritor Dostoievski lo escribió hace mucho.

—No lo sé, no lo había oído… Todos ustedes tenían cañones, soldados y ministerios de la guerra, ¿por qué no atacaron? ¿No querían derramar sangre? No es verdad. Atacaron, pero al más débil: los franceses a los árabes, los ingleses a los bóers, ustedes a los japoneses, los italianos a los turcos… por cierto, ustedes se equivocaron con los japoneses. Creo que los venerables belgas no atacaron a nadie, sin embargo para todos hicieron revólveres. ¿Por qué no atacaron a Alemania? Porque para atacar Alemania hace falta una idea, y ellos tenían suficiente con el simple apetito, con el deseo de comer en abundancia. Y yo le puse obstáculos a vuestra comida: quiero tragarme a los que comen. Alemania tiene el corazón de un león, ¡y el apetito de un león!

El emperador se echó a reír y miró al prisionero con benevolencia. Sabía que, debido al insomnio, sus ojos tenían un singular brillo deslumbrante y majestuoso, y deseaba que el ruso se diera cuenta de ello. Parece que el ruso se dio cuenta.

—¿Es usted noble? —preguntó el emperador y, sin esperar respuesta, continuó—. ¡La guerra contra Alemania! Para ello no basta con cientos de inválidos, mercenarios y críos marchando de mala manera. La guerra contra Alemania sólo puede librarla un pueblo, todo un pueblo, niños, ancianos y ancianas, pero ¿cuál de los pueblos de la Europa corrupta es capaz de ello? ¿Cuál de esos pueblos tiene a su alcance tal explosión de energía, tanta valentía? Declarar una guerra es declarar una tempestad, señor, ¡es agitar los océanos, el cielo y la tierra! Declarar una guerra es lanzarse con orgullo a la balanza de la justicia divina, es no temer a nada: ni a la anarquía, ni a la muerte, ni a la conciencia ni a Dios. Y yo… ¡declaré la guerra! Yo ataqué. Yo, Guillermo II el Grande, ¡el corazón de león de la joven Alemania!

Sacó pecho con orgullo y continuó con ojos intensamente brillantes:

—¿Dónde está la idea de Francia? ¿Dónde la idea de Inglaterra? Sólo defienden lo que ya fue, querían sólo tranquilidad y saciarse en silencio, un mundo de mercachifles y pícaros. Ahora hasta los carteristas se indignan con Guillermo: ¡les impide trabajar! ¿Qué defiende vuestra Francia? ¿Las ideas del año 93? ¿Belleza y libertad? No, señor, defiende sus cajas de ahorros, a sus usureros y crápulas mundiales, su derecho sagrado a degenerar con gracia y brillantez. Ustedes, los revolucionarios rusos, me reprochan que haya reprimido con mi influencia su revolución minúscula y ciega, ese ímpetu neurasténico hacia la libertad; pero yo, un alemán precavido, sólo aconsejé —Guillermo se echó a reír—, ¡y el dinero para las horcas lo dio Francia! Defendedla, eso es, defendedla, y cuando consigan salvaguardar esa caja de empréstitos, volverá a construir vuestros cadalsos, ¡os recompensará con su agradecimiento! Pero yo no lo permitiré. Éste es mi plan, ¿quiere oírlo? La Francia del litoral la tomo para mí, el resto lo declaro neutral… ¿sabe lo que significa estado neutral? Es un plato que sigue en la cocina mientras ya se está poniendo la mesa. Me lo comeré más tarde, cuando esté en su punto. Y no tema, cuidaré de su París. ¿Acaso no existe Montecarlo? Y por qué no París, la indecorosa ciudad de cortesanas, de mujeres que no dan a luz, de decadentes y holgazanes de todo el mundo. Será la gran ciudad del placer con gracia, del éxtasis sexual y charlas sobre arte; allí se reunirán eunucos de ambos sexos y yo lo vigilaré personalmente. ¡Personalmente! Igual que el algodón absorbe en una herida todo el pus y la ignominia de la putrefacción, dejemos que exista… ¡hasta que llegue un sombrío anarquista ruso y lo haga volar por los aires!

La voz de Guillermo se volvió otra vez chillona e irritada:

—¡Un pueblo en el que las mujeres se niegan a parir y los hombres no quieren producir no debe existir! Los eunucos están bien para un harén, pero ¿dónde ha visto usted una nación de eunucos, un estado de cortesanas? Tengo ocho hijos y me enorgullezco de ello, ¡y estrecho la mano de cada alemán honrado que por el día hace fusiles y cañones y, por la noche, gallardos soldados! ¡Qué sería de su miserable Rusia si no hubieran parido con tanta insistencia y no hubieran creado esas masas, ese blindaje popular que hasta ahora ni siquiera mis 42 han podido horadar!

El prisionero replicó agotado y sin querer:

—Si también en Alemania han empezado a tomar medidas contra el exceso de nacimientos…

—¡Ésa no es Alemania! —Guillermo montó en cólera y se puso colorado—. En toda mi Alemania antes de la guerra no había ni un solo piojo, ¡ni un solo piojo, señor!, pero vuestros soldados los trajeron. ¿Y acaso esos piojos son Alemania? Y por eso me estoy dando prisa en destruir Francia, por su «idea» de libertinaje impune, su odiosa infección cubre también a mi pueblo lozano y fuerte. ¡Exceso de nacimientos!… perdone, profesor, pero eso es una tontería, se ha tragado el anzuelo, profesor. ¿Tiene hijos?

—Cuatro. Y de momento no he defendido a Francia. ¿Y en qué consiste la idea de Alemania?

—En convertirse en la Gran Alemania.

—Eso lo quieren todos los pueblos.

—¡Mentira! Simplemente lo gritan oradores, profesores y gacetilleros mientras el pueblo duerme. Pero cuando todas las personas de un pueblo, ¿lo entiende? ¡todas!, comienzan a quererlo y aspiran a la grandeza, cuando la pasión magnánima por la supremacía se convierte en la pasión predominante de niños y mayores, cuando cada voluntad particular se lanza a un único centro y todos los cerebros imaginan sólo una cosa, entonces ¡el sueño estéril de unos fantasiosos se convierte en idea nacional! Y aquí está la fuerza ante la que ustedes tiemblan.

—¿La supremacía para los amos? No es poco.

Guillermo miró con detenimiento al prisionero, al revólver… y sonrió malicioso.

—Si para usted es poco, entonces ya es algo, profesor. ¿Qué diría sobre la idea de regeneración? ¿Qué piensa de esas cosas, profesor, de cómo… del regreso a la barbarie?

—¿Está siendo gracioso o irónico?

—Igual de gracioso que el olor a sangre y cadáveres que usted siente con seriedad suficiente e incluso excesiva. No, no estoy bromeando. ¿Acaso no sabe que soy un germano? ¿Un bárbaro? Claro que sí. Ese mismo germano que ya en la selva de Teotoburgo sacudió a los romanos civilizados. Desde entonces hemos aprendido alguna cosilla de los latinos, pero al mismo tiempo nos hemos llenado de piojos latinos, tenemos que lavarnos muy bien, muy bien, señor.

—¿Con sangre?

—Si tanto le gustan esas expresiones efectistas, sí, con sangre. ¿Acaso ignora que ésta limpia mejor que cualquier jabón? Yo soy un bárbaro, soy el representante de una raza joven y fuerte, me resultan odiosas las arrugas seniles de su Europa decrépita, caducada, una mentirosa sin fuerzas. ¿Para qué miente? ¿Por qué no se muere, igual que vuestra Sara Bernhardt, y continúa gesticulando por las tablas? ¡A la tumba, a la tumba! Ustedes han comido demasiado como para digerirlo, están llenos de contradicciones históricas, ustedes… ¡son absurdos! Muéranse y yo seré su heredero: habrá algo de ustedes. Déjenme sus museos y bibliotecas: mis científicos analizarán esos trastos viejos y quizá dejen algo, pero incluso si tiraran todo, me alegraría. ¡No necesito una herencia que tiene tantas deudas! ¡A la tumba! ¡A la tumba!

Parte 4

—Se equivoca, —dijo el prisionero—. Le vencerán.

—¿Quién?

—La fuerza no está de su parte. Se hundirá.

Guillermo guardó silencio. Después dijo fría y hoscamente:

—Me avergüenza usted, señor. ¿Habla usted del hambre con la que van a derrotar a Alemania? ¿Ha recordado nuestras cortezas secas de pan sobre las que grita ahora toda la dichosa Europa mientras calcula el día en que no tendremos nada que comer? ¡Debería darle vergüenza! Yo me sonrojo cuando leo esos artículos en sus periódicos. Deberían volverse, como hizo Jafet, y podrán escuchar tras las puertas de Alemania de qué hablan sus mujeres, aunque se burlarán de su noble economía, cual lacayos derrochadores. No soy nada inclinado al sentimentalismo, señor, pero lloro, yo, el emperador, lloro cuando pienso en las mujeres y en los niños germanos; y cuando los traidores ingleses desde las alturas de sus cátedras calculan la leche de los pechos de nuestras jóvenes madres y si habrá suficiente durante mucho tiempo y si pronto empezarán a morir nuestros críos… y yo lloro de orgullo por mi gran pueblo. ¡Y que no lo celebren los ingleses! ¡Los pechos de la madre Alemania son inagotables! Y cuando no quede leche en los pechos de las mujeres, las lobas de los bosques amamantarán a los críos, igual que a Rómulo y Remo.

El prisionero, enrojeciendo ligeramente, replicó:

—No hablaba del pan. ¿Cómo puede explicar la enorme resistencia que se le ha opuesto? ¿Había contado con ella?

El emperador guardó silencio. Al prisionero le pareció que había palidecido un poco.

—¿O no le parece tan grande?

Guillermo se encogió de hombros:

—¡Instinto de conservación!

—¿Solo?

—¿Y qué sino? Se están defendiendo. En realidad, seré franco con usted: no esperaba tanta persistencia por parte de…

—¿Un cadáver?

Guillermo volvió a encogerse de hombros:

—Sí, de un cadáver, si usted quiere. El difunto es más pesado de lo que yo había pensado, y requiere una tumba más espaciosa. Pero ¿acaso no la estoy cavando? Escuche las voces de mis sepultureros, suenan bastante… serias.

El rumor del cañoneo se convirtió en un rugido, continuo y atroz. O bien el combate había vuelto a recrudecerse, o bien el viento cambiante hacía llegar los sonidos por completo, pero todo el lado que se encontraba el Oeste se agitaba con el ruido, silbaba, tronaba y aullaba. Como si allí donde estaba el Oeste se acabara todo lo humano y se abriera una catarata gigantesca y desconocida que precipitaba en la vorágine masas pesadas de agua, piedras y hierro, que lanzaba al abismo a gente, ciudades y pueblos.

—¿Oye a mis sepultureros? —repitió con dureza Guillermo.

El ruso, pálido, respondió en voz baja:

—Me parece que estamos navegando… y eso es el Niágara. Allí todo se cae.

El emperador se echó a reír.

—No, no es una catarata. ¡Son mis ganados de hierro mugiendo! ¿No es verdad que su voz es terrible? Y yo soy el pastor, en mi mano está la fusta ¡y los agrupo cada vez más y más! ¿Lo oye? Y les hago mugir con voz infernal… ay, aún no están lo suficientemente furiosos. ¿O eso es furia? ¡Bah! Hay que mugir de forma que todo el globo terráqueo tiemble, como con fiebre; de forma que —levantó el brazo—, allí, en Marte, sepan de mí, ¡del gran sepulturero de Europa! ¡A la tumba! ¡A la tumba!

Apretando los labios con fuerza y arrogancia, como si hubiera olvidado que no estaba solo, Guillermo empezó a moverse por la habitación. Había sacado pecho, un brazo metido bajo la solapa, la cabeza hacia atrás, los pasos precisos y exactos: estaba desfilando, medía la tierra y con cada paso confirmaba su poder cesariano sobre un mundo derrotado. Y tenía ojos de exaltado y de loco.

El ruso dijo:

—Es usted un hombre horrible.

—¿Lo comprende? —de forma entrecortada y sin mirarle soltó Guillermo. Apenas si entendía el significado de las palabras dichas y éstas resonaban en su corazón amplia, alegre y remotamente, como una voz confesándose, como un tributo tímido del entusiasmo y admiración mundial. Y de nuevo como una visión deslumbrante, ante él se alzó la escalera luminosa de Jacob y en su último escalón, en el superior que desaparece, estaba él, Guillermo, el emperador de Alemania y de todo el mundo. Y debajo de él, el pueblo germano, infinito, hermoso, brillantes por sus espadas y cascos, terrible y poderoso. Hasta donde alcanza la vista se agita su majestuoso campo cultivado, donde cada espiga es la bayoneta resplandeciente de un soldado, y se pierde confusamente en el humo azul del océano, entre el dorado y verde de islas fértiles y países aún desconocidos, llenos de fascinación seductora. Y el sol que luce amenazante, como una corona universal, justo encima de su cabeza.

Con el temor de que un movimiento descuidado ahuyente su sueño, entornando los ojos por el brillo de las velas, casi a ciegas, Guillermo alcanzó un sillón hondo y se sentó. Y se quedó sentado largo rato sin moverse, casi sin respirar, con los ojos cerrados pero como si estuviera viendo. Una meditación profunda parecida al sueño se apoderó de él y, como un sueño, suavemente le llevó a un fondo en movimiento de figuras confusas, imágenes claras y majestuosas semejantes al juego del sol sobre agua temblorosa. El rumor cesó. El terrible cañoneo primero se volvió no más fuerte que el tictac del péndulo del reloj —fue interrumpido por el silencio— y calló definitivamente en la mudez de visiones elevadas, flotantes, claras y majestuosas. De repente una ligera convulsión le recorrió el cuerpo. En silencio y con rapidez, como bajo una fuerte ráfaga de viento cálido, echaron a correr, empezaron a agitarse y a desvanecerse las claras visiones y su alma se cubrió con la profunda tranquilidad de un cielo estrellado o de la superficie lisa e infinita de las aguas marinas, descansando. Como en una noche serena, en silencio corta el agua dócil y profunda sobre un acorazado. Y el golpeteo regular de la máquina y el giro rápido de la hélice y el roce cauteloso de las olas espumosas sobre la borda de acero resbaladiza: todo se funde en un único sonido rítmico similar al latido de su propio corazón, deja de ser sonido, se convierte en respiración. Ahora él es el hierro, el acero y los cañones del buque; ahora él es su forja incandescente, sus palancas vigorosas, su hélice girando con fuerza y firmeza; ahora él es su proa afilada de acero que arieta el agua y el espacio con autoridad. Un solo cuerpo, una sola voluntad, un solo fin. Pero cuánta fuerza se necesita para respirar cuando en lugar de corazón se tiene una máquina con la fuerza de millones y costillas forjadas de acero…

El emperador se quedó dormido.

Pasaron tres, cinco minutos en silencio. Durante un minuto incluso el ruso cerró los ojos y colocó las piernas extendidas de forma más cómoda, pero el sueño no le llegó y el cansancio parecía ser menor. Tras estirar el cuello, desde el sitio fijó su vista corta en el rostro inmóvil de Guillermo, escuchó su respiración pesada, pero regular por el sueño, y sonrió. Llamó suavemente:

—¡Majestad!

No hubo respuesta. Y con un sentimiento nuevo de especial interés por todo lo que le rodeaba, casi de curiosidad infantil, el prisionero se puso en pie sin ruido y recorrió la habitación. Con cuidado echó una ojeada por la ventana tras apartar ligeramente el borde del cortinaje: abajo estaba oscuro y en silencio, pero tras el tejado de la casa opuesta se elevaba el resplandor chispeante de un incendio cercano. Prestó oídos al cañoneo: seguía igual. Dejó caer la cortina, la colocó y cerca de un minuto estuvo frente a un mapa de estrategia enorme y lleno de rayas fijado a la pared; pensó: ¡qué poco entiendo!

Lentamente se alejó hacia la mesa redonda en la que estaba el revólver cargado, y con cuidado, sin mirar al durmiente, lo tomó en sus manos, echó un vistazo al cargador: sí, está cargado. ¡Qué bobada y qué descuido!

Sujetando el revólver con ambas manos, con la cabeza inclinada sobre él como si estuviera escudriñando el secreto de su contenido, el ruso permaneció durante un minuto completamente inmóvil y pensaba algo con seriedad y en profundidad; ni un solo pelo, ni un solo pliegue se movió durante ese tiempo. Después, con igual cuidado y silencio puso el revólver donde había estado y sólo entonces dirigió la mirada hacia el emperador.

El emperador dormía.

Demasiado serio para sonreír e incluso para encogerse de hombros, el prisionero regresó a su sitio, se sentó y volvió a examinar la habitación. Ahora era nueva y distinta y el rugido pesado de las armas tras el muro perdió de repente todo su terrible y siniestro significado: costaba creer que allí se disparaban no cartuchos de fogueo, sino auténticos, que estaban matando. Pero el cansancio del prisionero se había pasado por completo, ya no le temblaban ni los brazos ni las piernas, y su voz era fuerte, tranquila y dura cuando por segunda vez llamó a Guillermo:

—¡Oiga!… Despierte. ¡Majestad!

Guillermo abrió los ojos sin entender nada.

Pero de repente comprendió y con el corazón latiéndole con fuerza se puso en pie. Del mismo modo el ruso se levantó sin querer y, con el gesto habitual de un soldado, colocó los brazos en posición de firmes y juntó los pies.

Parte 5

Las preguntas del emperador eran entrecortadas y bruscas:

—¿Me he dormido?

—Sí.

—¿He dormido mucho tiempo?

—Unos ocho o diez minutos. Puede que más.

—¿Se ha levantado?

—Sí.

—¿Ha andado?

—Sí.

—¡Cómo ha osado!

—Le he llamado, pero no me ha oído.

—¡Debería haber avisado a los demás!

—No quería que vieran eso.

Tranquilamente señaló con la mirada el revólver. Guillermo echó un vistazo rápido hacia allí y repitió:

—Sí. Eso. Puede que tenga razón. Sí. Eso. Siéntese. ¿Lo ha cogido? No estaba así.

—Sí, lo he cogido.

—¿Y lo ha vuelto a colocar? Se lo agradezco. ¿Pero por qué no se sienta? Siéntese, por favor. Y, por supuesto, ahora está libre, ¿lo entiende? Puede irse donde quiera. Ni siquiera le voy a pedir que prometa que no va a volver a combatir contra mí. ¡Combata!

—Se lo agradezco. Combatiré.

Guillermo, cortés, inclinó la cabeza:

—Lo lamento sinceramente, señor profesor. Es usted un hombre noble. Mi mujer sabrá de esta noche.

El ruso también se inclinó cortés. Guillermo ojeó con benevolencia su rostro pálido, sobrio en exceso, sabio en exceso, y añadió:

—Pero Alemania no lo sabrá. En absoluto necesita saber que su emperador fue durante unos minutos… un ordinario mortal, ¿verdad? Voy a llamar. Ahora me apetecer ver a alguien de los míos, ¿lo comprende?

Cuando entró el ayudante, el emperador, rojo de ira, lo midió largo rato con mirada centelleante y gritó tan fuerte que ambos se estremecieron, y el ayudante y el prisionero:

—¡Más vino!

Y siguió enojado y en silencio más tiempo, ruborizado, mientras que el anciano e inocente ayuda de cámara, el criado personal del emperador, no trajo una botella nueva de champán; pero lo contempló con la misma mirada colérica y le gritó igual de fuerte:

—¿Y bien? ¡Fuera, más rápido! —y rompió a reír alegremente señalando con la vista la espalda asustada y encorvada del anciano: —Ya ve cómo son. ¡No entienden nada! Coja un cigarro y fume. Hagamos que sea nuestra pipa de la paz.

—¿O de una tregua? —sonrió el ruso.

—¡También una cosa excelente! —respondió resuelto el emperador mientras fumaba un cigarro—. Fume. Hay que dar un descanso al sistema nervioso. ¡El viejo Hindenburg dice que la guerra la resistirá aquel que tenga nervios más templados! Silence!

Durante unos minutos ambos fumaron en silencio. Y sólo entonces, cuando la voz humana, siempre extraña e inquieta, no perturbaba el silencio de la habitación retirada, el emperador sintió toda la felicidad suprema de la vida recobrada. Sus pensamientos eran confusos y corrían en lo alto, como nubes en un día soleado, y todo su cuerpo se alegraba hasta angustiarse, hasta desear reír y cantar. Con un sentimiento de extraordinario placer Guillermo examinó la habitación, con benevolencia detuvo la mirada en el prisionero, valorándolo bondadosamente como una persona muy agradable, y centró su atención en el mapa de estrategia. Despedía amplitud y frescura, igual que un día de primavera invitando a un largo paseo; sus confusas líneas y sus débiles colores eventuales, sus nombres diminutos apenas visibles se transformaban en bosques y montañas, en anchos ríos sobre los que hay puentes tendidos, en miles de ciudades y aldeas repletas de movimiento ruidoso y apresurado.

En algún lugar tras la puerta estaban haciendo el cambio de guardia. El susurro apagado de una orden, el golpeteo cauteloso pero medido y preciso de unas botas herradas, el golpe de una culata contra el suelo de madera… y de nuevo el silencio. El Grand Hotel dormía. Y el cañoneo se calmaba al alejarse, o para los que luchaban había llegado ese momento de cansancio insuperable que llega justo antes del amanecer, cuando sin fuerzas se entumecen el cuerpo y el espíritu fatigados. Como perros grandes durmiendo, ladraban entrecortados cañones solitarios. Dominado por una agitación alegre, Guillermo se acercó a la ventana y descorrió los cortinajes. Quería abrir las ventana, pero el marco ajustado no cedió ante el esfuerzo de unos brazos débiles, y el prisionero le ayudó cortés empujando el marco con la mano. Por la ventana abierta de par en par se respiraba el fresco de una noche casi de verano y el olor a quemado.

—Necesitaba un poco de aire, —dijo el emperador sonriendo.

—Sí, esto estaba muy cargado, —convino el ruso.

Ambos estaban junto a la ventana, Guillermo justo al lado del alféizar, el prisionero un poco detrás. El resplandor sobre los tejados chispeaba aún turbio y el cielo estaba negro; pero las piedras redondas de la calzada se habían aclarado ligeramente: la noche se acercaba a su fin. Abajo seguía habiendo tranquilidad y silencio; pero por las calles lejanas retumbaban los convoyes como el rumor regular de una cascada que nunca duerme. Si se escuchaba con atención, se podía distinguir entre el estruendo pesado y agobiante de las armas y el traqueteo de carros y fogones, el golpeteo cercano de los cascos de la caballería y el paso rítmico, apenas audible pero potente en su continuidad, de la infantería. Con pitidos húmedos, crepusculares, se abrían camino los automóviles. En algún lugar lejano de las alturas zumbaban los aeroplanos, como cuerdas tensas, y todo el aire caliente estaba repleto de insomnio y aspiraciones abrumadoras.

«¡A París!» —pensó el emperador y su corazón empezó a latir con más regularidad y fuerza, como si fuera del brazo de un tambor. Una pequeña estrella en un mapa, sin calles y sin gente, es lo que le pareció por un instante la ciudad universal, y hacia allí avanzaba este torrente de gente arrastrando consigo su alma, ávida como el alma de un bárbaro en busca de conquistas y botín. La sonrisa desapareció de su cara pálida; su bigote se erizó con aspecto rapiñador. «¡A París!» —susurró más fuerte la palabra mágica estremeciéndose ante sus abrumadoras ansias de rapiña—, y, dándose la vuelta, quiso decir algo en voz alta a su ayudante, que respiraba en silencio detrás de él. Pero no era su ayudante, al emperador se le había olvidado. Era un soldado belga, un prisionero, ¡vaya usted a saber quién! Una mueca desfiguró el rostro de Guillermo y las palabras no dichas cayeron como una piedra en su alma.

—¿Quería decir algo? —preguntó el ruso.

—No. ¡Cierre la ventana! —ordenó el emperador irritado mientras se apartaba.

El prisionero cumplió la orden y preguntó:

—¿Ordena también correr los cortinajes?

—¡Sí! —respondió con igual brusquedad y añadió sin querer—: Por favor.

Los pesados cortinajes se movieron. Se hizo la sombra, el silencio y el sofoco, y la llama oscilante de las velas, agitada por el aire fresco, era desagradable por su baile silencioso y sin sentido y por sus reverencias. Si no fuera por ese ruso, hubiera abierto de nuevo la ventana y larga y placenteramente hubiera escuchado el rumor enérgico de las masas armadas avanzando, se hubiera quedado completamente solo, apagado las velas y escuchado largo rato alimentando su alma con imágenes de victoria y grandeza… ¡pero estaba ese señor! Y no podía ordenarle simplemente que se fuera, esos diez minutos en los que tuvo en sus manos al emperador y el destino de Europa le daban unos derechos extraños, totalmente especiales.

—¿Pero por qué no se sienta? Siéntese.

El prisionero se sentó con las piernas cruzadas.

Con los ojos entornados Guillermo echó un vistazo a la bota desgarrada y preguntó:

—Y dígame, señor profesor: ha obrado así con el revólver… ¿no desde la cobardía? Ah, hablo, claro está, de la cobardía moral, ¿me comprende?

—No.

Guillermo reflexionó un momento y pronunció con cierta solemnidad:

—De buena gana le creo. Hubiera sido bobo y fútil. ¿Pero adivinaría usted, señor profesor y verdadero humanista —Guillermo volvió severa su mirada y la fijó en los ojos del prisionero—, pero adivinaría quién justamente me salvó a mí, al emperador de Alemania? ¿No? Bueno, ¿quién retuvo vuestra mano que ya sostenía esto? ¿No? ¿Quién, al fin, dirigió vuestra voluntad por… un camino inescrutable?

El prisionero, perplejo, negó con la cabeza, pero Guillermo se levantó, se irguió como si estuviera pasando revista, y alzó ceremonioso su corto brazo izquierdo hacia el techo:

—¡Dios! Él es quien salvó al emperador de Alemania.

Y profunda, casi teatralmente, inclinó la cabeza, como susurrando una oración de agradecimiento. El ruso debía haberse puesto en pie durante la corta oración, pero no se levantó y esa falta de respeto no gustó al emperador. Tras dejarse caer lentamente en el sillón, echó una mirada hostil a la cara pensativa del prisionero y soltó brevemente:

—Es ateo, claro.

—No lo sé, no.

—¡Ah! Eso es ser sincero. «¡No sé!». Pero aunque admita la existencia de Dios, —el emperador movió irónico el bigote—, usted de ninguna manera puede admitir que Dios quisiera salvar al emperador germano, ¿verdad?

El prisionero reflexionó un minuto y respondió con gravedad:

—¡Tampoco lo sé! No se sorprenda. Todo mi razonamiento va por otros derroteros y por supuesto que a mí personalmente no se me hubiera ocurrido eso que usted ha dicho de forma tan directa y con tanta seguridad. ¡Dios! Pero cuando se ha puesto en pie y ha elevado el brazo hacia el cielo, de repente me ha parecido… muy serio. ¿Me permite ser un poco brusco?

Guillermo respondió categórico:

—Adelante.

—Intentaré no abusar…

—Puede hacerlo. Ese mal mayor que no hizo le da derecho a este mal pequeño. ¿Y bien?

—Bueno, antes hubiera respondido que le salvó mi voluntad. Pero durante este breve tiempo de guerra he aprendido muchas cosas en las que antes ni pensaba, y he visto a mi alma bajo una luz nueva. ¿Y por qué no admitir que a usted le protege una voluntad superior? Es muy posible. ¿Pero no cree usted que no es Dios, sino el diablo?

—¿El diablo? Se ha vuelto loco.

—¿Le ofende? Sin embargo, al tomar en consideración todo lo que nos rodea, ese cañoneo incesable de sangre, de sufrimientos de los que he sido testigo, de rehenes fusilados… de ninguna manera puedo unir eso con el nombre de Dios. Por otra parte, no voy a insistir; quizá también sea Dios, ¿por qué no admitir también a Dios?

Guillermo, en la más absoluta perplejidad, se encogió de hombros.

—¡Es raro! ¡Muy raro! ¿Hace esa pequeña diferencia entre uno y otro?

—Para ser más exactos, no hay ninguna. Y ese segundo nombre, diablo, se me ocurrió sólo como eco de ideas religiosas antiguas y generales: la rutina de los pensamientos, ¿lo comprende? Lo importante es que admita una voluntad superior. Pero la había admitido mucho antes, antes de su exclamación, cuando usted aún dormía y en mis manos estaba el revólver y la posibilidad de cambiar al instante todo el curso de los acontecimientos. Pero pensé: ¿qué derecho tengo yo a cambiar el curso de todos los acontecimientos? Y ya entonces me quedó claro que no tenía ese derecho ni podría tenerlo, que mi tarea en la guerra está limitada sólidamente por el lugar que ocupo, y no puede ser otra. Como soldado debo combatir con valentía, mantenerme firme, matar a muchos de vuestros soldados y que me maten, ése es mi derecho y mi obligación, y nada más. ¡Lo otro es un disparate absurdo y una solución errónea al problema!

Guillermo se encogió de hombros con menosprecio:

—¿Fatalismo oriental?

—No, simple conocimiento de mi lugar en el juego y un razonable sentimiento de medida. Para resolver correctamente el problema sin precedente que se le ha planteado al mundo, cada cifra debe significar lo que significa y ocupar con firmeza su lugar en una serie determinada. Esto lo sentí con claridad hace ya tiempo, ya aquel día en que me dije: ahora debo ser un voluntario belga y luchar contra los prusianos. Y nada más: ser voluntario y derrotar a los prusianos.

El rostro de Guillermo expresaba impaciencia. Ante las últimas palabras del prisionero saltó de su sitio y echó a andar furioso por la habitación, lanzando frases coléricas:

—¡Derrotar a los prusianos! Así hablan ellos. ¡Voluntarios! ¡Miserables combatientes que sólo irritan a mis valientes soldados! ¿O no entiende usted, señor, que con su generosa participación intensifica la resistencia de ese pueblo pequeño y comercial, que de otra forma ya hubiera aceptado mi voluntad? ¡Es usted y los ciegos como usted los que me obligan a borrarlo de la faz de la tierra! ¿Dónde está su Bélgica a la que tan valientemente ha ayudado? Estoy demoliendo sus últimas piedras. ¡Derrotar a los prusianos! ¿Puede oír los rugidos delante de nosotros? Mientras nosotros charlamos, mis héroes avanzan hacia París, ¡hacia París, señor!, ¡en dos semanas todos ustedes serán barridos al mar, como basura!

—Quizá. Pero cuando tiene lugar una explosión, las partículas de la materia circundante deben oponer resistencia al gas dilatándose. De lo contrario, no habría explosión, ¿lo comprende? Y cuanto más densa es la materia, cuanto más fuerte es su oposición, más violenta será la explosión. Y yo, yo sólo soy una partícula de una materia que está oponiendo resistencia. Ése es mi deber.

Guillermo miró atentamente el rostro pálido y serio del prisionero y exclamó medio en broma, con brusquedad cuartelera:

—¿Pero de qué está hablando esa cabeza rusa? ¡No comprendo nada! Una partícula de materia que opone resistencia. ¡Resistir para que la muerte sea más segura! Le aseguro, señor ruso, que ninguno de sus compañeros del frente piensa como usted. Quizá ellos sean tontos, pero quieren vencer, no morir… para resolver correctamente un problema. Ha mezclado las ametralladoras con la cátedra, señor profesor, ¡es absurdo!

El ruso respondió:

—¿Por qué piensa que no deseo la victoria? No, yo también quiero vencer, de lo contrario sería un mal soldado y modificaría mi significado numérico. Ya se lo he dicho: ¡le vencerán!

Guillermo se enderezó arrogante.

—¿Quién?

—Las partículas de la materia que oponen resistencia. Los voluntarios y los combatientes miserables. Las mujeres y los niños. El aire, la gente, las piedras, los troncos y la arena, todo lo que fue lanzado hacia arriba por vuestra explosión, y desde allí caerán sobre vuestra cabeza. Morirá bajo residuos ¡y vuestra destrucción es inevitable!