Jeff se echó a reír regodeándose en lo que acababa de oír.

—Bueno» Loui, francamente creo que la joven puede darte algunas clases de cómo convertirte en una anfitriona atenta y sincera. Es una pena que no estés en condiciones de apreciar la lección.

Louisa se enderezó y le lanzó una mirada llena de furia.

—¡Puedes tener la bondad de mantener tu sucia boca cerrada y dejar de mostrar lo obtuso que eres! —escupió. Branden soltó una carcajada mientras acariciaba el hombro de su esposa.

—Mi querido hermano, vas a tener que luchar por tu vida si sigues con esta locura. ¿No recuerdas el mal genio que tiene Louisa? —bromeó.

—No, Branden —Jeff sonrió—. Parece que eres tú quien lo ha olvidado. Si sigues acariciando a tu esposa delante de Loui, verás cómo el arañado eres tú.

El hermano mayor volvió a soltar una carcajada y retiró su brazo de Heather casi con pena. Luego se incorporó.

—Deberíamos irnos, Louisa. El viaje ha sido agotador para Heather, que desea descansar. Yo también estoy ansioso por llegar a casa.

Le agradeció los refrigerios y, dándole la mano a Heather, la ayudó a incorporarse mientras Jeff apuraba el contenido de su copa. En el recibidor, la ayudó a ponerse el abrigo y sostuvo su manguito mientras ella se abrochaba la prenda. Louisa observó sus atenciones con un sentimiento de angustia, sabiendo que la exquisita joven se le había adelantado en las cuestiones del corazón. Los acompañó hasta el exterior sin encontrar nuevas palabras con las que pudiera continuar el ataque verbal a Heather.

Brandon le tendió la mano frente al carruaje que los esperaba y se despidió educadamente. Jeff subió también al coche, sentándose enfrente de su cuñada, dejando el espacio que quedaba junto a ella para su hermano.

Louisa les vio partir desde la soledad del porche, inmersa en las sombras del atardecer.

Una vez en marcha, Jeff y Brandon conversaron con una tranquila camaradería que denotaba un excelente entendimiento, difícil de encontrar en una relación normal de amistad. Mientras los caballos trotaban en el tranquilo atardecer, ellos recordaron la complicidad de toda una vida.

Señalaron una enorme piedra cuadrada que marcaba los límites de su propiedad y Heather se estiró intentando vislumbrar la casa desde las ventanillas del carruaje. Al ver únicamente bosques interminables, se volvió, desconcertada, para encontrarse con la sonrisa divertida de Jeff.

—Pasará un rato antes de que lleguemos —le informó—. Nos quedan casi tres kilómetros.

Se volvió hacia Brandon con sus azules ojos abiertos de par en par.

—¿Queréis decir que todo esto os pertenece? —preguntó, señalando por la ventanilla.

Brandon asintió lentamente y Jeff rió, dirigiéndose hacia ella.

—No sabías en lo que te estabas metiendo cuando te casaste con un Birmingham, hermanita.

De pronto, Brandon señaló algo. —Eso es Harthaven —anunció. Heather siguió su dedo con los ojos, apoyando su cuerpo contra el de él para mirar por la ventanilla, pero lo único que vio fue una columna de humo que se alzaba sobre las copas de los árboles, a bastante distancia de la carretera.

Por encima del traqueteo de las ruedas y de los cascos de los caballos, pudo oír el sonido de alegres voces. Se estaban aproximando a un camino flanqueado de robles cuyas ramas aparecían cubiertas de musgo negro.

El carruaje tomó un nuevo camino. Ante la visión de la majestuosa casa, Heather se quedó sin habla. Enormes columnas dóricas sujetaban el tejado, junto a las copas de los robles, y sostenían un amplio porche en el segundo piso. En el centro del porche surgía la cornamenta de un ciervo imponente.

Ambos hermanos sonrieron ante la perplejidad de la joven, quien en ese preciso instante comprendió, que ése iba a ser el lugar en el que crecería el hijo que llevaba en sus entrañas, y con suerte... muchos más— Se recostó en el asiento llena de esperanza en el futuro y rebosante de felicidad.

Dos pequeños de color jugueteaban en el suelo, frente a la casa, cuando el carruaje se detuvo bruscamente. Al ver el rostro de Brandon, los niños se alejaron a toda prisa dejando un silencio sepulcral. De vez en cuando, .sin embargo, podían oírse sus risas en una de las esquinas de la casa o al otro lado del porche. Luego se oyó un fuerte «chist» y un estallido de carcajadas.

De la parte trasera de la casa, la voz estridente de un joven gritó:

—¡El señor Brandon está aquí! ¡Por fin ha llegado a casa!

Entonces, una voz femenina exclamó:

—¡Vaya! El chico ha regresado finalmente. Unas pisadas en el interior de la mansión retumbaron en dirección a la puerta principal. Una multitud de niños empezó a surgir de sus escondrijos y los matorrales, hasta que una veintena de ellos se quedó contemplando el carruaje. La puerta se abrió repentinamente y una mujer enorme de color se precipitó hacia el porche, limpiándose las manos en el delantal. Miró hacia el carruaje con los ojos entornados.

—Vaya, señorito Jeff, ¿por qué se ha molestado en traer a casa a ese desperdicio de los muelles? —bromeó la mujer.

Branden abrió la puerta del coche y bajó de un salto, sonriendo abiertamente.

—Hatti, vieja arpía, uno de estos días voy a retorcerte el cuello como te mereces —replicó.

La mujer soltó una alegre risotada y se apresuró a recibirle con los brazos abiertos. Branden la abrazó con cariño, estrechándola con fuerza mientras ella reía. Cuando la soltó, la mujer recobró el aliento, aliviada.

—Vaya, señorito Bran, veo que no ha perdido usted fuerzas —observó la mujer—. Estoy segura de que uno de estos días me va a romper una costilla

—añadió, intentando averiguar quién estaba en el interior del carruaje—.

¿Qué es eso que ha traído con usted, señorito Jeff? ¿Está intentando ocultarle algo a la vieja Hatti? Sáquela ahora mismo y deje que le eche un vistazo para saber de qué se trata esta vez, señorito Branden. La última se apareció con ese toro de Bartholomew. Pero está claro que ahora no es ningún toro y puedo ver que no se

trata de la señorita Louisa.

Mientras hablaba, Jeff bajó del carruaje y se volvió para ayudar a Heather.

Sin apenas detenerse, Hatti continuó impaciente.

—Dése prisa, señorito Jeff, que estoy ansiosa por verla. Y salga de en medio; siempre fue un niño muy patoso para su edad.

Jeff se apartó con un brillo alegre en los ojos y dejó que la buena mujer echara el primer vistazo a la joven. Hatti estudió atentamente el rostro de Healher. Al cabo esbozó una sonrisa de satisfacción y comentó:

—Vaya, si no es más que una niña. ¿Dónde ha encontrado este bombón, señorito Bran?

Al observar el abultado vientre de Heather se puso seria. Luego se volvió hacia Brandon con una mirada grave y consternada, sin dudar ni por un segundo que él era el culpable. Empezó a interrogarle, prescindiendo esta vez de su nombre de pila.

—Señorito Birmingham, supongo que se casará con esta criatura —gruñó—; le necesita mucho más que la señorita Louisa. Su pobre madre se revolvería en la tumba si no lo hiciera.

Branden repuso con una sonrisa:

—Ya me ocupé de eso en Londres, Hatti. Te presento a mi esposa, Heather.

—Oh, bendito sea, señorito Bran —gritó Hatti feliz—. Se ha dejado de pamplinas y por fin nos ha traído a Harthaven a una nueva señora Birmingham. Ahora vamos a tener bebés en esta casa, miles y miles de bebés. Ya era hora. Desde luego, nos dio un buen susto con la otra mujer.

Le aseguro que pasé un mal rato. Casi abandono a la familia. —Se volvió hacia Heather con una sonrisa radiante y los brazos en jarras—. Señora Birmingham... —Rió—. Sí, realmente le queda bien ese nombre. Es difícil encontrar a gente como los Birmingham. Pero es usted tierna como un melocotón y bella como una flor. —Sin darle tiempo a contestar, la tomó de la mano y continuó con su parloteo—. Venga conmigo. No deje que estos hombres la dejen aquí fuera en su estado. —Lanzó una mirada acusatoria a Brandon y prosiguió—: Debe de estar muy fatigada después de pasar tanto tiempo en ese barco con todos esos hombres. Pero ya no tiene de qué preocuparse, señorita Heather. Ahora está aquí con la vieja Hatti, que va a cuidarla como es debido. Primero le quitaremos la ropa del viaje y, luego, la pondremos guapa y cómoda. Ha sido un viaje muy largo desde Charleston para usted y el bebé. Necesitará descansar un rato antes de cenar.

Heather miró a su marido por encima del hombro, indefensa ante esa mujer que, agarrada a su brazo, se la llevaba riendo entusiasmada.

De camino a la casa, Hatti dio una serie de órdenes a dos chicas:

—Tú, ve a buscar un poco de agua para el baño de la señorita, y no pierdas el tiempo, ¿me has oído?

Jeff se echó a reír apoyado contra el carruaje mientras su hermano sacudía la cabeza observando la escena divertido.

—Esa vieja... —masculló Branden—. No ha cambiado nada;

—Díganle a George y a Luke que cuando lleguen se den prisa en subir los baúles —les ordenó Hatti sin mirarles—. Seguro que ese par de muías se tomarán su tiempo.

La puerta principal se cerró de golpe. Heather se encontró en medio de un vestíbulo enorme con un fuerte olor a cera procedente del suelo que, bajo sus pies, resplandecía con un brillo aterciopelado. No había una mota de polvo en toda la estancia, donde una escalera curva conducía a la segunda planta. Estaba decorada con muebles elegantes estilo rococó. La tapicería era de terciopelo amarillo y azulón con brocados de colores luminosos y las paredes, de color azul celeste, no presentaban una sola mancha.

Heather contempló la sala con los ojos muy abiertos y Hatti, al advertir el interés de la joven y sin parar de hablar, atravesó varias habitaciones dando un rodeo hasta llegar al salón. Le indicó el retrato de un hombre sobre la chimenea, muy parecido a Brandon y a Jeff, aunque con los ojos oscuros y expresión más seria.

—Ése es el viejo amo. Él y su esposa construyeron esta casa —informó Hatti.

En esa estancia las paredes estaban decoradas con papel color crema con relieves de terciopelo en mostaza. Las cortinas, también de terciopelo, eran de un tono un poco más oscuro y estaban adornadas con colgaduras de seda entrecruzadas en la parte inferior. Las puertas que conducían al porche eran de cristal y la carpintería de una cálida magnolia de color gris. El sofá era de seda verde, las sillas, estilo Luis XV, azul celeste y mostaza, y una alfombra persa en tonos crema y dorado cubría el suelo. Pero el lugar de honor lo ocupaban una cómoda Luis XV con dos sillas con respaldo de bejuco de la misma época y un espejo dorado estilo Chippendale que resaltaba su belleza. Un secreter alto y elegante conducía al comedor. Al igual que las habitaciones anteriores, estaba decorado en estilo rococó. Una mesa larga dominaba la estancia, en la que brillaba una lámpara de araña de cristal.

Heather observaba fascinada los espléndidos muebles al tiempo que Hatti reía orgullosa, empujándola de nuevo hacia el vestíbulo y escaleras arriba.

—¿De dónde es usted, señorita Heather? —le preguntó, y, sin dejar que contestara, prosiguió—: Debe ser de ese lugar, Londres. ¿La encontró allí el señorito Bran? Seguro que sí. Hemos encendido un buen fuego en su habitación para que se caliente y su baño estará preparado enseguida.

Vamos a ponerla muy guapa y cómoda.

Al llegar al final de las escaleras Hatti la condujo al dormitorio de Brandon.

Era una habitación grande con una cama gigantesca con cuatro columnas y dosel, en cuya cabecera aparecía tallado el escudo de la familia y de la que pendía un enorme mosquitero. Heather se sintió como en casa de inmediato pues la pieza era cálida y alegre. Al acercarse a la cama su corazón empezó a latir muy rápido pues allí es donde volvería a compartir el lecho con su marido esa noche. Súbitamente pensó que en ese lugar daría a luz a su hijo... y que engendraría a otros... si los había.

El baño estaba listo, y mientras Hatti la ayudaba a desnudarse, Heather descubrió sobre el tocador un diminuto marco dorado con el retrato de una mujer. Lo cogió con curiosidad y lo examinó. Sus ojos verdes eran inequívocamente parecidos a los de Brandon y la sonrisa revelaba un rasgo en común con la perpetua alegría de Jeff. Ninguno tenía el cabello castaño claro o el rostro pequeño, pero los ojos... ¡esos ojos!

—Ésa es la señorita Catherine —dijo Hatti, orgullosa—, la madre del señorito. Era tan dulce como usted, pero trabajaba muy duro para llevar esta casa. Con su manera peculiar de hacer las cosas conseguía que ese par de bribones y su padre la ayudaran en todo. Y cuando esos chicos hacían algo que no debían, ella les hablaba suavemente hasta que salían gateando por el porche. Pero nunca supieron que era ella la que mandaba en la casa.

Y aunque lo supieran, les gustaba que fuera de ese modo, porque nunca se oía una queja. Era dulce como la miel. Y amaba al viejo amo y a sus niños como si no existiera nadie más en el mundo. Pero el amo era otra cosa. Era tan rebelde y terco que hubiera luchado solo en la guerra y la hubiera ganado. El señorito Bran es como él. Y orgulloso, ¡vaya si lo es! No hay nadie como él. Creí que la señorita Louisa lo había pillado. Y eso hubiera sido un verdadero problema, porque estoy segura de que hubiera acabado matándola al cabo de poco tiempo.

Heather alzó la vista, sorprendida, y preguntó:

—¿Por qué dices eso, Hatti?

La mujer torció la boca con un gesto de desaprobación:

—El señorito dice que hablo demasiado —repuso, y se marchó a toda prisa en busca de aceite de baño.

Heather quedó atónita. La anciana había despertado su curiosidad, pero por el momento parecía haber perdido el habla.

Un grito y el relincho furioso de un caballo captaron su atención. Se acercó a la ventana y vio a Branden a horcajadas sobre un caballo negro que hacía cabriolas y resoplaba, tratando de librarse de su jinete. Jeff contemplaba cómo su hermano luchaba por controlarlo. Hatti se reunió junto a ella en la ventana para observar la escena. El animal, desesperado bajo las bridas y las espuelas, se encabritaba y coceaba levantando la tierra con los cascos, pero Branden, con una fusta en la mano, lo atizaba con el extremo entre las orejas hasta dominarlo. Al final la bestia emprendió el galope pero Brandon volvió a imponer su autoridad acortando las riendas. Lo llevó a través de los pastos hasta que, agotado, se detuvo junto a la verja.

Hatti sacudió la cabeza:

—Ese viejo caballo sólo se deja montar por el señorito Bran. Seguro que el frío y todo el trigo que se ha comido le está pasando factura. Cada vez que el señorito regresa a casa tiene que volver a domarlo.

Mientras Jeff abría la verja para dejar salir al caballo y a su jinete, Heather se acercó más a la ventana para apartar las cortinas que le impedían verlos partir. Por unos instantes animal y hombre se volvieron hacia la casa y Brandon pudo ver a su joven esposa asomada a la ventana con los ojos puestos en él. El corcel escarbaba la tierra y mascaba las riendas impaciente por emprender la marcha, pero su amo lo sujetaba con firmeza, distraído ante la visión. Heather se apartó y corrió la cortina. La atención de Brandon volvió al caballo, que salió al galope a través de la verja, extendiendo sus poderosos músculos y mostrando toda su furia. Brandon soltó las riendas dejando que corriera y disfrutó, una vez más, del ajetreo rítmico de aquel semental que tenía bajo sus piernas.

—Vamos, dulce niña —instó Hatti a Heather—. El baño está caliente y se va a enfriar si se queda mucho tiempo ahí. El señorito sabe cómo montar al viejo Leopoíd, así que no tiene de qué preocuparse.

Heather se metió en la bañera al tiempo que Hatti empujaba a George y a Luke escaleras arriba hasta la habitación de al lado con los baúles. Empezó a deshacerlos y a poner la ropa sobre la cama de su amo. Entre todos los vestidos, la anciana eligió uno de terciopelo de color malva para que Heather se lo pusiera, y lo extendió cuidadosamente.

—¿Le gusta este vestido, señorita Heather? Es bien bonito. Seguro que al señorito Bran le encanta. ¿Le ha comprado todo esto él? Ese hombre... sabe cómo cuidar de lo suyo.

La muchacha sonrió dejando que siguiera parloteando. Hacía rato que Hatti acertaba con sorprendente tino la mayoría de las suposiciones que formulaba.

La mujer de color se aproximó a la bañera con una toalla enorme extendida para secar a su joven ama.

—Levante su cuerpecito y deje que la vieja Hatti la seque —dijo—. Luego la frotaré bien con aceite de rosas y así podrá descansar un poco antes de cenar. El señorito Bran querrá que su baño esté preparado para cuando vuelva.

Poco después Hatti cerró la puerta sigilosamente dejando a Heather dormida en la cama, cubierta con un edredón aterciopelado. Ya era de noche cuando despertó, y la criada, intuyéndolo de alguna forma, entró a ayudarla a vestirse para la cena.

—Tiene un pelo precioso, señorita —dijo sonriendo mientras le cepillaba lentamente la larga cabellera—. Apuesto a que el señorito presume de ello

—y en voz baja añadió—: Bah, esa señorita Louisa no le llega a la suela de los zapatos.

De pronto oyeron los pasos de Branden en el vestíbulo y las manos de Hatti se movieron frenéticamente

para acabar su peinado.

—¡Válgame Dios, el señorito Bran está en casa y aún no he terminado con usted!

Se abrió la puerta y Branden entró en la habitación, todavía sofocado por la excursión, con el abrigo colgado del hombro.

—Ya, señor, ya. Acabo con ella en un minuto —se apresuró a decir Hatti.

Él rió con tranquilidad contemplando a Heather sentada en ropa interior frente al espejo.

—Cuidado, a ver si explotas en mil pedazos, Hatti. Tranquilízate o te dará un ataque.

—Ya está, ya. Parece que no se puede tener ni un momento de descanso.

—La dulce criada sonrió.

Brandon dejó el abrigo sobre una silla y empezó a desabrocharse el chaleco mientras Hatti le recogía el cabello a su esposa con una cinta. Luego, siempre bajo su atenta mirada le ayudó a ponerse el vestido. Cuando fue a abrochárselo, Brandon se levantó y se acercó a ellas.

—Deja, Hatti, lo haré yo. Tú ve a ocuparte de mi baño —le ordenó.

—Sí, señorito Bran —repuso la criada, y salió de la habitación arrastrando los pies.

Brandon le abrochó la parte trasera del vestido pausadamente, asegurándose de que todos y cada uno de los corchetes estuvieran bien sujetos. Con la proximidad, Heather advirtió el masculino olor a caballo y a cuero sudado. Las manos de él se lentificaron al llegar a los últimos corchetes, e inclinó la cabeza hasta que su rostro rozó el cabello de su joven esposa, inhalando su dulce fragancia. Ella permaneció inmóvil, con los ojos entornados, escuchándole, oliéndole, sintiéndole, temiendo que el más mínimo movimiento rompiera el encanto de ese momento.

Súbitamente, se oyó la voz de Hatti en las escaleras.

—Trae el agua ahora mismo. El señorito Brandon está esperando su baño.

Heather se volvió, pero su esposo se había alejado y ahora estaba desabrochándose la camisa. Hatti abrió la puerta para dejar entrar a varios niños con cubos de agua caliente. Llenaron la bañera y salieron a toda prisa apremiados por la ansiosa anciana. Ésta se detuvo en la puerta, se volvió y preguntó:

—¿Esto es todo lo que necesitan por ahora?

—Sí —contestó Branden al tiempo que empezaba a quitarse los pantalones.

Hatti se marchó cerrando la puerta tras ella-

Heather preparó la toalla y la ropa de su marido mientras observaba furtivamente cómo éste terminaba de desvestirse. Admiró sus músculos largos y fibrosos, su cadera estrecha y su espalda ancha. De repente experimentó un orgullo posesivo hacia él al saber que era suyo y que ninguna otra mujer tenía el derecho de reclamarlo, ni la propia Louisa.

Se sentó en la cama para ponerse las medias y los zapatos mientras Branden se metía en la bañera. Éste desvió su atención al ver que se recogía las faldas y, enjabonándose distraídamente, admiró sus piernas esbeltas.

—¿Hatti ya te ha enseñado la casa? —inquirió mientras la observaba deslizar por su muslo una liga con volantes.

Heather sacudió la cabeza.

—No —respondió alegremente—. Sólo el salón y el comedor. Pero tengo muchas ganas de ver el resto. Nunca pensé que la casa fuera tan grande ni tan bonita. —Con una encantadora risilla añadió—: Imaginé que viviríamos en una casita. No me dijiste que tuvieras una mansión.

Brandon sonrió mientras ella se bajaba las faldas y se las alisaba.

—No me lo preguntaste, cariño —repuso. Heather se echó a reír. Fue hacia la bañera, metió los dedos en el agua y le salpicó el pecho.

—Apresúrate, por favor, Brandon. Estoy hambrienta —lo acució.

Él estaba poniéndose un chaleco cuando unas risillas captaron su atención.

—¡Cielo santo! ¿Qué es esto? —gritó Hatti en la otra habitación—¡No había visto nada así en mi vida!

Brandon abrió la puerta para averiguar qué estaba ocurriendo. Heather se unió a él y ambos vieron que Hatti inspeccionaba los pantalones acolchados. Al entrar, miró a su amo de forma inquisitiva.

—Señorito Bran, ¿esto es suyo? —le interrogó—. Tiene mucho encaje.

Heather se llevó la mano a la boca para contener una carcajada.

—Son demasiado pequeños para usted, señor —prosiguió la criada—. ¿Para qué los compró? —Se volvió hacia Heather y, en tono de incredulidad, preguntó—:

¿Son suyos señorita Heather?

—Ahora te lo explico, Hatti —dijo Brandon—. Los mandé confeccionar para mi esposa, para que no pasara frío. —Brandon sonrió—. El Atlántico Norte en invierno no es lugar para que una señora se pasee sin nada debajo de las faldas.

—Sí, sí, señor —acordó la mujer en un tono burlón. Brandon se echó a reír y sacudió la cabeza.

—Hatti, largo de aquí. Ve a ver cuánto queda para la cena. Tu ama está a punto de desfallecer.

—Sí, señorito Bran —contestó la criada y salió a toda prisa.

Heather empezó a curiosear por el dormitorio ante la atenta mirada de su esposo. Tocó la cama, luego pasó delicadamente sus dedos por una silla.

Brandon terminó de ponerse el chaleco y le explicó:

—Esto antes era una sala de estar, pero mi madre hizo poner la cama aquí después de que yo naciera. No le gustaba molestar a mi padre cuando Jeff y yo nos poníamos enfermos, así que se quedaba aquí por si la necesitábamos. El cuarto de los niños está aquí al lado.

Heather continuó inspeccionando la habitación, familiarizándose con cada uno de los objetos que allí había. Los ojos de su marido seguían puestos en su delicado cuerpo y un impulso creció en su interior. Él deseaba atraerla hacia sí, acariciar sus mechones relucientes. Ella reparó en la colcha hecha a mano. Brandon se le acercó por detrás, pero se detuvo antes de abrazarla.

Qué pasaría si se le volvía a resistir otra vez, si volvía a luchar contra él. Si la tomaba con violencia podría hacer daño al bebé, o a ella, pensó.

Al sentir su proximidad, su olor, sus suaves bucles, se mareó. No lucharía con ella ni cedería ante sus deseos. Tenía que acercarse a él por voluntad propia.

Que elija, pensó. Esta habitación o la mía. Esta cama solitaria o que comparta mis atenciones. Dejaré que sea

ella la que escoja.

Se aclaró la garganta.

—Esta cama... Esta habitación... es tuya si la quieres, Heather. —Hizo una pausa buscando con torpeza las

palabras.

Heather se quedó helada, con el corazón en un puño, como si le hubieran clavado una daga en la espalda. Dios mío, pensó la joven. No entiendo por qué se acerca a mí de esa manera si me odia tanto. Ni siquiera puede compartir su lecho conmigo. Ahora que ha vuelto a casa y puede continuar su vida con Louisa, me apartará de su vida y se olvidará de que existo.

Se le llenaron los ojos de lágrimas al pensar en las esperanzas que había albergado acerca de llevar una existencia feliz y normal junto a él. Se inclinó consternada y alisó la colcha.

—Es una cama muy bonita —murmuró—. Y la habitación está muy cerca del cuarto de los niños. Imagino que es el mejor sitio para mí.

Brandon hundió los hombros, muy cansado. —Le diré a Hatti que vuelva a llevar tu ropa. Se volvió, abatido, y regresó a su habitación. Cerró la puerta y se apoyó contra ella frustrado, luego enfadado por haber sacado a relucir el tema. Se maldijo en voz baja:

—¡Estúpido! ¡Bocazas! ¡Idiota charlatán! ¡Podrías haberla metido en tu casa y en tu cama sin abrir la boca! —Se acercó a toda prisa al escritorio en el que había una botella de coñac y se sirvió una generosa ración. Luego se quedó mirando fijamente el vaso—. ¡Tenías que hacerte el galante y dejar que eligiera! —Se bebió el coñac de un trago y concluyó—: ¡Así que ahora apáñatelas solo con el frío del invierno, papanatas!

Dejó la copa de un golpe, agarró su abrigo bruscamente y salió enfadado de la habitación. En el pasillo topó con Hatti, y gruñó:

—La señora Birmingham ha decidido que prefiere la otra habitación.

Encárgate de que saquen su ropa de mi dormitorio antes de que yo regrese.

La criada, perpleja ante semejante cambio de humor, lo observó con la boca abierta y asintió con un susurro mientras él bajaba furioso por las escaleras. Abrió la puerta de la estancia, todavía sacudiendo la cabeza ante el mal humor de su amo, y se encontró con Heather llorando sentada en el borde de la cama. Al verla, la muchacha se volvió y se secó las lágrimas.

—Está muy bella, señorita —le aseguró Hatti con dulzura—. El señorito Jeff está esperando impaciente a que baje. Afirma que si su hermano no va con cuidado se la va a quitar delante de sus narices.

Heather se irguió y consiguió esbozar una trémula sonrisa. Los ojos marrones de Hatti buscaron el rostro de su joven ama reflejando, al verlo, el sufrimiento que había en él, pero se apresuró a continuar hablando en un tono alegre para aliviar su pena:

—Ahora vaya a asearse esa cara preciosa y a comer algo. Si no, ese bebé va a morirse de hambre dentro de nada.

El parloteo de Hatti disipó en parte la tristeza de la muchacha. Al cabo de unos minutos entró en el salón. Al verla, Jeff se levantó de su silla a toda prisa y, tomando sus manos, la agasajó con un rosario de cumplidos, Heather lanzó una mirada de incertidumbre a su esposo pero éste, de espaldas, parecía inaccesible. Jeff se inclinó sobre su mano como si se tratara de la mismísima reina, ante lo cual ella sonrió decidida a mostrarse alegre. No le daría a su esposo el placer de verla preocupada por haber sido relegada a la otra habitación.

—Ah, lady Heather, su belleza desborda a esta alma igual que las crecidas primaverales desbordan los bosques. —Jeff suspiró. Ya se había bebido varios whiskis durante la relativamente larga espera—. Para mí es usted tan tierna como la primera baya del verano.

La joven hizo una reverencia y respondió a su palabrería:

—Ciertamente, señor, se le nota el apetito. Quizá esta tardía cena lo haya indispuesto. Está claro que sería capaz de cubrir mi fealdad con sus halagos con tal de saciar su hambre.

El joven se echó atrás sintiéndose insultado y replicó:

—Oh, mi preciada hermana, me ha herido en lo más profundo de mi ser, pues en esta jungla de burda soltería la mera visión de semejante belleza aleja de mí cualquier deseo de alimento.

—Galante caballero —lo consoló—, aprecio enormemente sus amables palabras. —Extendió una mano hacia Branden y prosiguió—; Pero allá se esconde el dragón más malvado de todos, y temo que se lo zampará de un bocado. Temo también, gentil señor —añadió alzando una mano como para detenerlo—, que debamos echarle más comida pues de lo contrario la bestia cruel nos engulliría a los dos. —Heather rió divertida de su estúpido juego.

Jeff, también riendo alegremente, se dirigió al bar brincando como un bufón, sirvió una copa de vino ligero y se la tendió a la joven.

—Le ruego que se nos una, milady —la invitó—. Los dos hemos hecho un largo viaje para este sobrio placer.

Brandon se volvió de mejor humor después de haber sido el blanco de sus mordaces burlas.

—No tengo bastante con que mis preocupaciones me acosen —observó—, sino que debo soportar a un hermano idiota que estaría mejor haciendo de bufón en una compañía de teatro ambulante, y a una esposa ingenua cuya temeridad sólo sobrepasa su habilidad para burlarse de mí. Os agradecería que en cuanto acabéis con vuestros juegos infantiles procedamos con la cena. El hambre me altera más que vuestro ingenioso entretenimiento.

Jeff se echó a reír y le tendió un brazo a Heather.

—Creo que mi tosco hermano está muy enojado con nosotros, milady —

dijo—. Necesita que le sigamos la corriente, ¿no cree?

Ella vio que su marido estaba de pie observándola, y levantó la cara.

—Sí, por supuesto, querido hermano. Realmente necesita que le sigamos la corriente. Como sabes ha dejado la alegre soltería y ahora tiene que cargar con una esposa embarazada. Muchos hombres se enojarían ante semejante atadura.

Brandon la fulminó con la mirada, pero ella se volvió hacia Jeff con una sonrisa seductora, moviendo la cabeza con coquetería y haciendo que sus bucles sueltos se balancearan.

—Ahora, dulce hermano —prosiguió—, debemos encontrar una esposa para ti, así estarás tan serio, abatido y triste como él. ¿Pondría eso a prueba tu buen humor?

Jeff echó su cabeza hacia atrás riendo de buena gana.

—Sin ti, querida hermana, estaría así. Por lo tanto, seguiré esperando y de ese modo podré conservar mi encantadora forma de ser.

Se echaron a reír. Jeff la acompañó hasta el comedor donde la mesa había sido dispuesta siguiendo el protocolo: Branden en un extremo, Heather en el otro, dos candelabros entre ambos, y, en el medio, Jeff. Éste retiró la silla de Heather para que tomara asiento y con una expresión de disgusto le hizo saber que estaban sentados demasiado separados. Branden esperó junto a su silla a que su desenfadado hermano ocupara su lugar en la mesa pero éste, en lugar de hacerlo y rascándose la barbilla, continuó desaprobando la disposición.

—Querido hermano —explicó Jeff—, debes tener una predilección especial por la soledad, pero resulta que yo soy muy amigable y no soporto que mi dulce hermana coma sola. —Cogió su servicio y lo colocó alegremente a la izquierda de Heather.

Branden le lanzó primero una mirada furiosa pero luego se ablandó ante la alegría de ambos y se unió a ellos. La cena transcurrió de una manera informal. Su charla alegre logró mejorar un poco el humor del hermano mayor. Los criados retiraron los últimos platos y sirvieron sendas copas de licor a los saciados comensales. Healher se echó hacia atrás en su silla y suspiró; había comido con gusto y se sentía harta. Necesitaba caminar un poco, pues la cena le había dado sueño. Branden se levantó para retirarle la silla y todos se dirigieron al salón. Él y Jeff cortaron unos puros largos y verdes mientras la muchacha se sentaba en el sofá. Pocos minutos después la necesidad de respirar aire fresco acució a Heather y le dijo a su esposo en voz baja:

—Branden, me temo que esta cena maravillosa se me ha indigestado. Si me lo permites me gustaría dar un paseo.

El hombre asintió, y observando su vientre abultado, llamó a un sirviente para que le fuera a buscar algo de abrigo. Cuando el chico regresó, Branden le ajustó el chal en los hombros y la acompañó a la puerta principal. La abrió para acompañarla, pero Heather se lo impidió con la mano.

—No —le dijo—, sé que Jeff y tú tenéis que hablar de muchas cosas. No tardaré; sólo necesito tomar un poco de aire fresco.

Branden era reticente a dejarla marchar sin compañía pero al final aceptó.

—No te alejes mucho de la casa —le advirtió.

Heather se volvió, asintiendo con la cabeza, y salió al porche. Brandon regresó al salón con su hermano.

Era una noche agradable y fresca. Nubes pequeñas y blancas rasgaban el brillante cielo estrellado. Bajo la luna llena los imponentes robles con sus musgos colgantes parecían centinelas vestidos de gris. Casi no había viento y los ruidos de la noche surgían de los bosques. Podían verse las luces en los aposentos de los criados y oírse alguna voz ocasional. Heather bajó las escaleras hasta la hierba fría y húmeda y paseó despacio entre los árboles gigantescos contemplando cómo sus ramas acechaban a la luna.

Mi primera noche aquí, pensó, y ya me siento extraña y deliciosamente unida a esta tierra. Es más inmensa, más vasta de lo que jamás había soñado. En ella dejaré que mi corazón corra libremente y no conozca el significado del trabajo agotador.

Se volvió y contempló la casa. Parecía estar observándola en silencio meditando sobre el tipo de ama que podía ser. Su fachada la enterneció y le hizo pensar... Una casa en la que criar a mis hijos, un paraíso, un lugar placentero.

—Oh gran casa blanca —murmuró—. Por favor deja que encuentre la felicidad aquí. Permite que dé a luz a mis hijos entre tus paredes. Haz que mi esposo esté orgulloso de mí y no dejes que traiga ninguna desgracia sobre tus cimientos.

De pronto se sintió muy aliviada, como si le hubieran quitado un peso de encima. Caminó a toda prisa hacia la casa en busca de su calor, con la sensación familiar de una compañía nueva y extraña. Abrió y cerró la puerta sin hacer ruido para no molestar a los hombres. Mientras se quitaba el chal, oyó que en el salón jeff le gritaba enfadado a su hermano.

—¿Fuiste allí esta tarde? Maldita sea, ya viste cómo esa perra trató a Heather. No perdió ni un solo minuto en dejarle saber lo que había entre vosotros dos antes de que te fueras. Quería sangre, la de Heather, y le clavó las uñas lo más hondo que pudo.

—¿Tan extraño te resulta —preguntó Branden muy enojado— creer que Luuisa haya podido sufrir un fuerte impacto esta tarde cuando, esperando a su prometido, se ha encontrado con la esposa de éste? No fue fácil para ella, y desde luego no fuimos los caballeros más galantes del mundo. Podía haberse enterado de que me había casado de un modo más suave. No estoy demasiado satisfecho conmigo mismo por haber terminado con ella de esa forma. Realmente me he portado mal.

Al oírlo, Heather se quedó indecisa sin saber si salir huyendo de nuevo o cruzar a toda prisa el vestíbulo hacia las escaleras. Al pensar en Branden a solas con Louisa se le encogió el alma.

—Demonios, Bran ¿crees que ha sido una santa todo el tiempo que has estado fuera? Ha estado saliendo como si fueran los últimos días de su vida, y tus amigos pueden dar fe de ello.

Ante el silencio de su hermano, Jeff soltó una carcajada.

—No te sorprendas tanto, Bran —prosiguió—. ¿Piensas acaso que en todo este tiempo no ha estado con ningún hombre? Por supuesto que te considera el mejor semental de la ciudad, pero mientras el macho ha estado ausente, ¿crees que esa hembra se ha privado de sus placeres? Lo sabrás muy bien cuando tengas que pagar todas las deudas que ha contraído como la futura señora Birmingham. Los tenderos han venido a mí con sus facturas para asegurarse de que ibas a casarte con ella, y ya verás como se ha gastado más de quinientas libras en tu nombre.

—¡Quinientas libras! —exclamó Branden—. ¿Qué diablos ha hecho? Jeff rió, divertido.

—Ha comprado joyas, ropa, todo lo que puedas imaginarte, y luego hizo que arreglaran Oakíey de arriba abajo —le explicó—. Apuesto a que es el bombón más caro con el que te has topado en toda tu vida. No es para nada ahorrativa, como ya sabes. Si lo fuera, hubiera podido vivir cómodamente con el dinero que heredó de su padre. Pero se lo gastó en menos que canta un gallo y cuando se arruinó dejó abandonada la plantación. Estaba esperando con ansias el momento de casarse contigo y quedarse con tu dinero.

Al terminar su discurso, Jeff se dirigió velozmente al bar a rellenar su copa, y al pasar por delante de la puerta, sorprendió a Heather, avergonzada, con el chal en la mano. Se detuvo y la miró. Ella se ruborizó al haber sido descubierta espiando y se encogió de hombros nerviosa.

—Lo siento... lo siento —se disculpó tartamudeando—. Hacía mucho frío fuera y... sólo quería ir a mi habitación.

Branden se acercó a su hermano y vio que Heather se sonrojaba todavía más. Muy confusa, ella se colocó el chal sobre los hombros y cruzó el vestíbulo corriendo hacia las escaleras. Brandon salió al recibidor y la vio ascender por ellas a toda prisa. Se volvió malhumorado hacia Jeff, que se mostró sorprendido ante el repentino cambio de humor de su hermano.

Bebió de un trago lo que le quedaba en el vaso y caminó airadamente hacia el bar. Se sirvió otro y se lo bebió de golpe. Jeff observó inquisitivamente la creciente agitación de su hermano sorprendido ante su abuso del coñac.

Branden llenó la copa y se volvió hacia Jeff, que lo miró preocupado, pues normalmente Brandon disfrutaba con tranquilidad de la bebida. Ahora, sin embargo, parecía malhumorado y bebía coñac como si se tratara de un bálsamo poderoso capaz de alejar los malos espíritus.

—Sin pensarlo demasiado diría que la vida de casado no va contigo, Bran —

comentó Jeff lentamente—. No puedo entender cuál es el problema. Miras a tu esposa como un macho que huele a una hembra en celo y se te cae la baba con cada cosa que hace. Parece que te asusta tocarla e incluso he visto cómo la maltratabas. Y, ¿qué demonios es eso que he oído de habitaciones separadas? —Vio que su hermano apuraba nuevamente la bebida con una expresión de dolor en el rostro y continuó—:

¿Has perdido el juicio? Es endemoniadamente hermosa; habla bien, es educada, todo lo que un hombre desearía para sí, y te pertenece. Pero por una extraña razón que no entiendo la has apartado de tí como si tuviera la sífilis. ¿Por qué te ensañas tanto contigo mismo? Relájate. Disfrútala. Es tuya.

—Déjame en paz —le espetó Brandon, furioso—.

No es asumo tuyo.

Jeff sacudió la cabeza, exasperado.

—Brandon, gracias a un sorprendente golpe del destino te ha sido concedida una mujer que vale la pena conservar. Cómo has llegado a encontrar semejante pedazo de fruta tierna me deja bastante perplejo, aunque dudo que el responsable haya sido tu gran habilidad para elegir compañía femenina. Tus gustos siempre se han decantado por fulanas o mujeres casquivanas, y no por muchachas dulces c inocentes como Heather. Pero te diré esto, Bran: si por alguna razón la pierdes, habrás perdido mucho más de lo que te imaginas.

Brandon se volvió y le lanzó una mirada de furia.

—Hermano, sabes cómo hacer que pierda la paciencia —le espetó—. Te suplico que cierres la boca. Sé muy bien la suerte que he tenido y no hace falta que tus instintos maternales me lo recuerden.

Jeff se encogió de hombros y respondió:

—Creo que necesitas que te digan los pasos que debes tomar, porque estás haciendo todo lo posible para arruinar tu vida.

Brandon alzó la mano, impaciente.

—Olvídalo. Se trata de mi vida —sentenció. Jeff terminó su whisky y dejó el vaso.

—Estaré por aquí para ver cómo resuelves tus problemas —dijo mirando fijamente a su hermano—. Ahora, buenas noches, y te deseo dulces sueños en tu solitario lecho.

Brandon le lanzó una mirada de odio, pero Jeff ya estaba de espaldas saliendo de la habitación. Se quedó de pie, solo con el vaso vacío en la mano. Lo miró durante un largo rato sintiendo ya la soledad de su dormitorio... y de su cama, echando de menos la presencia de su bella esposa bajo los edredones. De pronto arrojó el vaso contra la chimenea y se marchó enfurecido del salón.

A la mañana siguiente el sol brillaba cuando Hatti llamó suavemente a la puerta de su ama e hizo pasar a una joven llamada Mary, a quien presentó como a su nieta. La chica iba a ocupar un puesto de honor como la doncella personal de Heather. La mujer de color se apresuró a asegurarle que su nieta estaba bien instruida en las tareas necesarias.

—Ha estado aprendiendo lo mejor, señorita Heather —le explicó orgullosa y rebosante de alegría—, para que pueda cuidar bien a la nueva señora Birmingham cuando haya nacido el bebé. Sabe cómo arreglar el cabello para que quede precioso y todo lo demás.

Heather sonrió a la delgada niña y dio las gracias a la anciana:

—Estoy segura de que si dices que es la mejor, Hatti, es que lo es. Muchas gracias. La mujer esbozo una sonrisa.

—De nada, señorita Heather —respondió—. Y, señorita Heather, el señorito Bran dice que permanecerá en Charleston varios días. Tiene que ocuparse de su barco.

Heather inclinó la cabeza pensando en lo que había oído por casualidad la noche anterior. No dudaba que Louisa había dado a Brandon una bienvenida afectuosa, y al volver a su casa, la había apañado a ella, a su mujer, de su lugar legítimo sacándosela de encima como si fuera un abrigo.

Ahora podría ir cuando quisiera sin tener

que despedirse.

Suspiró y untó mantequilla en una magdalena. Por lo menos había sido bien recibida en esa casa y se sentiría feliz entre su gente atenta y agradable.

Mientras desayunaba prepararon el baño en el dormitorio del amo. Estaba apurando el café cuando llegó Mary con un peine y un cepillo para recogerle el cabello en un gran moño. Al cabo de poco rato ya estaba disfrutando de un baño humeante.

Hatti llegó a la habitación de Heather una vez que ésta estuvo aseada y acicalada, para inspeccionar el trabajo de su nieta Mary. Al ver el excelente peinado, asintió.

—Lo has hecho muy bien, niña —la felicitó a pesar de coger el peine para retocar un rizo—, pero como se trata de la señorita Heather tiene que estar perfecto —añadió en tono levemente admonitorio.

La rutina diaria comenzó con la invitación de Hatti para supervisar el menú del día. Heather siguió a la criada escaleras abajo hasta la cocina, un recinto anexo a la casa, para conocer a tía Ruth. Ella era la reina de ese lugar y la encargada de la preparación de la comida en Harthaven. Era espacioso y estaba muy limpio. En el centro había una gran mesa de piedra flanqueada por dos chimeneas enormes. Cuatro chicas de color con blusones blancos cortaban verduras, preparaban la carne y vigilaban varias ollas en los fogones. La pulcritud de la cocina y de la rutina del trabajo mantenida por Hatti y tía Ruth asombraron a Heather. Ambas mujeres eran expertas en sus respectivos quehaceres.

Hatti la condujo de nuevo hasta la casa entre explicaciones y detalles. Cada vez que pasaban junto a un arbusto, un árbol o una construcción hacía un comentario. Al entrar, la anciana empezó a ir de un lado a otro inspeccionando meticulosamente la limpieza que el personal de la casa había dispensado a cada una de las habitaciones. Heather intentó mantenerse a su lado en todo momento. Poco rato después se detuvieron en el salón y la muchacha se sentó en una silla soltando una carcajada.

—Oh, Hatti, tengo que descansar —le suplicó—. Me temo que no estoy preparada para tanta actividad después de un viaje tan largo.

Hatti le hizo una señal a Mary para que fuera a buscar una jarra de limonada fría. Le sirvió un poco del refresco a su ama, que aceptó encantada e insistió en que ellas también tomaran.

—Y Hatti por favor, siéntate —la invitó. Dándole las gracias en voz baja aceptó el vaso que le dio Mary y se sentó con cuidado en una silla. Heather apoyó la cabeza sobre una mano, cerró los ojos y suspiró.

—Hatti, cuando conocí a Brandon no imaginé que gracias a él viviría en una casa como ésta —le aseguró incorporándose y esbozando una dulce sonrisa—. E incluso cuando nos casamos lo único que sabía es que era el capitán de un barco y pensé que pasaría el resto de mi vida en los cuartos sucios de los muelles. Nunca pensé en algo como esto.

La anciana se echó a reír.

—Sí, ése es el señorito Bran, siempre tomando el pelo a la gente que más quiere —contestó.

Tras el almuerzo Heather decidió explorar la casa por su cuenta. Regresó al salón de baile intrigada por su belleza. Deseaba volver a caminar por su brillante suelo de roble y tocar sus paredes de muaré. Admiró los adornos dorados y se detuvo bajo una de las arañas mirando hacia arriba deslumbrada ante la miríada de arco iris centelleantes. Al abrir las puertas cristaleras que daban al jardín, la brisa invernal hizo tintinear los Caireles con un sonido suave y agradable. Permaneció largo rato escuchando, pensativa. Exhaló un suspiro, cerró las puertas y abandonó la estancia. Se dirigió al estudio de Brandon en busca de su presencia, y la encontró en su sillón frente al escritorio de madera de nogal. Probó el sillón y lo encontró duro e incómodo como importunado ante aquella presencia femenina. Se levantó y caminó por la habitación sabiendo que, a pesar de su desorden, era en ese lugar donde los hombres de la familia Birmingham habían hecho su fortuna. La estancia estaba limpia aunque las sillas enormes parecían permanecer en la misma posición en la que habían sido abandonadas la última vez que las usaron. Las estanterías estaban abarrotadas de libros sin un orden aparente. Un mueble alto guardaba una amplia selección de pistolas cuyo lustre indicaba su uso frecuente y sobre la chimenea un corzo la observaba en silencio. El único toque femenino que había en el estudio era el retrato radiante de Catherine Birmingham colgado en un lugar donde le pudiera dar la luz del sol.

La voz de un niño que gritaba en la puerta principal la sacó de su ensueño.

—¡El viajante está aquí! ¡El viajante está aquí! Quiere hablar con la señora de la casa.

Heather permaneció indecisa por un instante sin saber si debía ir a saludar al vendedor ambulante, pero al ver a Hatti que se dirigía hacia la parte frontal de la casa decidió seguirla hasta el porche. El viajante saludó a la anciana con confianza y ésta le respondió de igual forma antes de presentarle a su ama.

—Señor Bates, ésta es la nueva señora de Harthaven, la esposa del señorito Bran.

El hombre se quitó el sombrero y se inclinó cortés-mente.

—Ah, señora Birmingham, es un honor conocerla. Había oído muchos rumores acerca de una nueva esposa en la familia, y si me permite decírselo señora, los confirma maravillosamente.

La joven le agradeció educadamente el comentario con una sonrisa.

—Con su permiso señora Birmingham, me gustaría mostrarle mis artículos

—manifestó el hombre—. Dispongo de cantidad de objetos de uso cotidiano para la casa y quizá encuentre alguno que sea de su agrado. —Al advertir que la muchacha asentía, levantó a toda prisa la lona que cubría el carro y bajó un estante—. Antes que nada, señora, me gustaría enseñarle los utensilios de cocina. Y, por supuesto, dispongo de una gran variedad —le aseguró abriendo una caja repleta de los productos mencionados y haciéndole una demostración de la resistencia de sus cazos, sartenes y demás enseres.

Heather no mostró ningún interés, pero Hatti los examinó con detenimiento.

Luego el hombre les mostró sus perfumes supuestamente de Oriente y sus jabones aromáticos. Hatti escogió unos cuantos con coquetería y le preguntó a su señora si deseaba algo de todo aquello. La muchacha declinó el ofrecimiento con el objetivo de ocultar su falta de dinero. El señor Bates desplegó sus telas y, ante la mirada de Heather, Hatti escogió una muy fina para llevar los domingos. Cuando el vendedor sacó un terciopelo de color verde oscuro el interés de la joven aumentó y pensó en lo atractivo que estaría Brandon con él. Se quedó mirándolo un largo rato deseando comprarlo hasta que le vino una idea a la cabeza. Rogó que la disculparan y salió corriendo hacia la casa. Subió las escaleras hasta su habitación y buscó entre su ropa hasta encontrar el traje que quería intercambiar. Al cogerlo recordó la historia del vestido beige. Lo había llevado el día en que había conocido a su marido. Eran demasiados los recuerdos que le evocaba y estaba segura de que no sentiría ninguna pena por deshacerse de él.

Apartó los molestos pensamientos de su mente y bajó corriendo por las escaleras hacia el porche.

—¿Está dispuesto a hacer un trueque, señor Bates? —preguntó la joven al vendedor.

El hombre asintió.

—Si la pieza vale la pena, señora, por supuesto —respondió.

Heather extendió el vestido ante él. El vendedor abrió los ojos de par en par. La muchacha señaló el terciopelo verde y le pidió que le mostrara hilos, cintas y satén del mismo tono para el forro.

Cuando el hombre trepó al carro en busca del material, Hatti se acercó sigilosamente a ella y le suplicó en voz baja:

—Señorita Heather, no intercambie ese vestido tan bonito. El amo siempre deja dinero en la casa para estas

cosas. Le enseñaré dónde.

—Gracias, Hatti —dijo Heather con una sonrisa—, pero es una sorpresa y prefiero no gastar su dinero a

menos que él me lo ofrezca.

La anciana se apartó con un gesto de desaprobación pero no hizo más objeciones. La joven se volvió hacia el hombre que la esperaba con los objetos requeridos.

—El terciopelo verde es un género muy caro, señora —señaló con astucia—.

Lo cuido como si fuera oro, y habrá advertido que es de la mejor calidad.

Ella asintió con amabilidad y alabó su traje de igual modo:

—El vestido vale mucho más que todas sus telas juntas, señor. —Deslizó la mano en el interior del atuendo para mostrarle el trabajo hecho a mano del corpiño. Éste relució bajo el sol del atardecer—. No creo que tenga la suerte de encontrar un vestido como éste cada día. Es de última moda y muchas mujeres desearían tenerlo en su cuarto ropero.

El vendedor volvió a ensalzar sus tejidos, pero Heather no era una persona fácil de convencer, y al cabo de pocos minutos el trueque estaba hecho para satisfacción de ambas partes. El vendedor le entregó la mercancía a cambio del vestido, que dobló y envolvió con sumo cuidado. Una vez lo hubo guardado se volvió, se sacó el sombrero, y demasiado compungido para tratarse de un hábil comerciante le recriminó:

—No hay duda de que mi estupidez y su hábil lengua, señora Birmingham, han mermado mis beneficios para el resto del día.

Heather enarcó una ceja y se echó a reír ante el fingido disgusto del hombre.

—Buen señor —contestó—, sabe muy bien cuál es el valor de semejante pieza, y me ha enredado para que

acepte estos simples trapos a cambio. Ambos rieron complacidos. El hombre se inclinó ante ella y bromeó:

—Señora, su encanto es tal que pronto regresaré para permitir que cambie mi mercancía por otra sencilla prenda.

Hatti refunfuñó contrariada mientras Heather prevenía al vendedor.

—Si lo hace, señor, le ruego que agudice su ingenio pues ya nunca seré tan flexible como para permitir que mis tesoros más preciados desaparezcan con tanta facilidad.

El hombre se despidió riendo. Heather, feliz, reunió el género y se dirigió hacia la casa con Hatti quejándose

a su lado.

—No sé por qué ha intercambiado su bonito vestido con ese vendedor —la reprendió—. El señorito Bran-don tiene dinero. No es ningún pobre desgraciado.

—Hatti, no te atrevas a decirle una palabra de esto cuando regrese —la previno con dulzura—. Voy a hacer con esto su regalo de Navidad y quiero que sea una sorpresa.

—Sí, señorita —farfulló la criada. Las dos mujeres caminaron hacia la casa, Hatti con paso firme y muy disgustada.

Branden regresó de Charleston al día siguiente cerca de la medianoche. La casa estaba en silencio. Todo el mundo dormía a excepción de Joseph, el mayordomo, y George, quienes le dieron la bienvenida junto a la puerta.

Los tres hombres subieron las maletas y los baúles a su dormitorio y despertaron primero a Jeff y luego a Heather. Ésta se levantó de la cama al oír voces en la habitación contigua y comprender que su marido estaba en casa. Se puso la bata y las zapatillas y entró en el dormitorio. Allí se encontró con los dos hermanos y los dos sirvientes disfrutando de un trago nocturno. Sonrió a su esposo, adormilada, mientras éste se acercaba y la besaba en la frente.

—No queríamos despertarte, cielo —le aseguró con dulzura deslizando un brazo alrededor de su cintura.

—Ella suspiró, soñolienta.

—Me habría levantado si hubiera sabido que regresabas esta noche. ¿Has terminado tus negocios con el

barco? —le preguntó.

—Después de Navidad, cariño —respondió—. Ahora tenemos que dejar el Fleetwood en buenas condiciones para sus posibles compradores. Cuando esté listo lo llevaré a Nueva York para venderlo.

Heather alzó el rostro completamente despierta.

—¿Vas a ir a Nueva York? —preguntó con delicadeza—. ¿Permanecerás fuera mucho tiempo?

Branden sonrió y le apartó el cabello del rostro.

—No mucho —respondió—. Un mes aproximadamente, aunque no estoy seguro. Ahora será mejor que vuelvas a acostarte. Mañana nos levantaremos muy temprano para ir a la iglesia.

Una vez más la besó en la frente y la observó marcharse a sus aposentos. Al volverse, George y Jeff lo miraban fijamente. El criado apartó los ojos, pero su hermano sacudió la cabeza como si le recriminara algo. Branden hizo caso omiso de él, se sirvió otra copa de coñac y se la bebió tranquilamente.

A la mañana siguiente, Mary estaba avivando el fuego en el dormitorio de Heather cuando ésta despertó. Se levantó tintando de frío y se arrimó a la chimenea para calentarse. El viento azotaba los árboles cerca de su ventana en esta fría mañana de diciembre.

Se vistió con esmero para ir a la iglesia, poniéndose el traje de seda color azul zafiro. Era el que Branden había elegido especialmente por hacer juego con sus ojos. Cuando se contempló frente al espejo, Mary contuvo la respiración.

—Oh, señora Birmingham, nunca he visto a nadie tan hermosa como usted.

¡Se lo aseguro! —exclamó.

Heather sonrió, luego examinó su reflejo de forma crítica. Deseaba tener un aspecto radiante para ir a la iglesia, pues allí estarían todos los amigos de su esposo y quería causarles una buena impresión. Salió de la habitación mordiéndose el labio inferior, nerviosa. Temía que su aspecto no les agradara. Completaban su atavío un abrigo del mismo tono azul, y un manguito y un sombrero de zorro plateado. Mientras descendía las escaleras a toda prisa se obsesionó con que el sombrero no era el adecuado, pero no tenía tiempo de ir a cambiárselo.

Los hombres estaban esperando en el salón con un aspecto imponente»

ataviados con sus mejores galas. Interrumpieron su conversación al verla entrar. La observaron tan complacidos por su exquisita belleza que ella se ruborizó. Al advertirlo, los dos hermanos avanzaron a la vez, chocando bruscamente. Se echaron a reír y Jeff se hizo a un lado para permitir que su hermano procediera.

—¿vestida adecuadamente? —le preguntó a Branden con la esperanza de gustarle y dejarle bien ante sus amigos.

Él sonrió y le ayudó a ponerse el abrigo.

—Mi amor, no tienes por qué preocuparte —la tranquilizó—. Te aseguro que vas a ser la joven más hermosa que honre nuestra iglesia esta mañana. —

Se apoyó en sus hombros y le susurró al oído—: Dejarás fascinados a todos los hombres y las mujeres no pararán de hablar de tí.

Heather esbozó una sonrisa de satisfacción, preparada para enfrentarse a los amigos de Brandon.

Cuando el lando se detuvo bruscamente frente a la iglesia, las personas que todavía permanecían fuera se volvieron para ver a los Birmingham descender del carruaje. Jeff fue el primero en salir, luego Brandon, y cuando éste se volvió para ayudar a su esposa, todos los presentes fijaron sus ojos en la puerta llenos de curiosidad. Se oyó un murmullo entre la multitud cuando finalmente apareció Heather. Las jóvenes que todavía permanecían solteras y sus madres profirieron comentarios despectivos, sin embargo los hombres la halagaron con su silencio.

Jeff comentó divertido a su hermano:

—Creo que nuestra encantadora dama ha atraído la atención de todo el mundo.

Brandon echó un vistazo alrededor y al hacerlo la gente se volvió rápidamente por haber sido sorprendida con la boca abierta. Tendió la mano a Heather para ayudarla a descender del coche. De camino a la iglesia fue saludando a todas las personas con las que se cruzaba, asintiendo y llevándose una mano al sombrero.

En el interior del templo, una mujer corpulenta miró a los recién llegados de forma muy grosera mientras su hija los escudriñaba por encima del hombro. Heather era el centro de atención. Las dos mujeres la miraron de arriba abajo con curiosidad y recelo. La madre tenía las caderas anchas y los hombros estrechos, y si no fuera porque llevaba un vestido femenino y cabello largo, nadie hubiera dicho que era una mujer. Su hija era más alta y proporcionada, pero tenía un rostro huesudo y dientes prominentes que la afeaban. Su piel era pálida, salpicada de pecas, y su cabello castaño claro estaba recogido bajo un sombrero ridículo. Sus ojos azul grisáceo estaban enmarcados en una gafas de metal a través de las que contemplaba a la joven Birmingham. Ambas mujeres desviaron su atención hacia el vientre abultado y en los ojos de la joven apareció un destello de envidia. Brandon se quitó el sombrero y saludó primero a la madre y luego a la hija de ésta.

—Señora Scott. Señorita Sybil. Es un día bastante frío, ¿no creen? —

preguntó.

La madre esbozó una gélida sonrisa mientras la hija se ruborizaba, reía tontamente y tartamudeaba:

—Sí. Sí, lo es.

Brandon siguió caminando, escoltando a Heather por el pasillo hacia el banco de la familia en las primeras filas. La gente que ya estaba sentada se volvió a saludarlos con una sonrisa. Brandon se apartó para dejar pasar primero a Jeff y luego a Heather, y los tres tomaron sus asientos. Los dos hombres altos y corpulentos flanqueaban el cuerpo delicado de la joven.

Cuando Brandon la ayudó con el abrigo, Jeff se inclinó y le susurró algo al oído.

—Acabas de tener el placer de ver a la señora Scott, el búfalo, y a su tímida ternera, Sybil. —Sonrió—. La chica ha sido muy amable con tu marido durante mucho tiempo, y la madre, al ver las ventajas de contar con un yerno rico, ha hecho todo lo posible para que se casaran. El que Branden nunca hiciese caso de su hija siempre ha sido motivo de preocupación para ella. Apuesto a que te están taladrando la espalda con su mirada en estos momentos. Hay muchas otras doncellas haciendo lo mismo. Será mejor que afiles tus garras para enfrentarte a las rechazadas por tu esposo cuando finalice la misa. No son un grupo alegre, que digamos, y además es bastante numeroso.

Heather le agradeció el consejo y se volvió hacia Branden, quien se inclinó hacia ella.

—No me habías dicho que tuvieras más de una prometida —le susurró exasperada ante la idea de que Branden hubiera estado con otras mujeres además de Louisa—. ¿De cuáles de estas jóvenes exquisitas tengo que mantenerme alejada? ¿Es Sybil capaz de guardar las formas? Parece una niña muy fuerte. No me gustaría nada que ella, o quizá otra joven dama, me atacara.

Con los ojos entornados Branden miró a su hermano, quien se encogió de hombros.

—Te aseguro, querida —contestó en voz baja Bran-don, muy irritado—, que nunca he compartido el lecho con ninguna de estas damas. No son de mi agrado. Y en cuanto a Sybil, permíteme que te diga que no eres la más indicada para llamarla niña, pues te lleva diez anos.

Varios bancos más atrás, Sybil y su madre observaban al matrimonio Birmingham no demasiado complacidas al ver que la joven esposa sonreía a su marido y retiraba de su abrigo inmaculado una pelusa, alisándoselo con familiaridad. A juzgar por las apariencias eran una pareja muy bien avenida.

Tan pronto como finalizó el oficio, los Birmingham se dirigieron a la entrada para saludar al pastor y presentarle a Heather, luego bajaron por las escaleras. Un grupo de parejas jóvenes, amigos de Jeff lo llamaron y éste, disculpándose ante su cuñada, se alejó para reunirse con ellos. Poco rato después varios hombres se acercaron a Branden.

—Eres un experto en caballos, Brandon —le dijo uno de los hombres con una sonrisa—. ¿Qué tal si vienes y resuelves una disputa?

Los dos hombres lo tomaron del brazo y lo arrastraron. Brandon, sin ninguna otra opción, se alejó riendo por encima del hombro.

—Estaré contigo en un momento, cielo —se disculpó. Lo llevaron a uno de los laterales de la iglesia, fuera de la vista del pastor. Heather vio cómo uno de los hombres se sacaba del frac un pequeño frasco marrón. La muchacha sonrió para sí al ver que se la pasaban a Brandon y le daban una palmada en la espalda. Estaba convencida de que no existía ningún problema importante que su marido debiera resolver.

Permaneció indecisa viendo cómo se formaban grupos de mujeres cerca del camposanto con la sensación de estar un poco perdida sin una cara familiar a la vista. Entonces se interesó por una anciana muy elegante que buscaba un lugar protegido al abrigo de la iglesia. La señora llevaba una sombrilla larga que hacía las funciones de bastón más que de parasol. El lacayo le trajo del carruaje una silla para que se sentara. Divisó a Heather y le indicó con gesto imperativo que se reuniera con ella. Al llegar a su lado la anciana dio unos golpecitos con la punta de su sombrilla en el suelo, justo delante de ella.

—Ponte aquí, hija, y deja que te eche un vistazo —le ordenó.

Heather obedeció, nerviosa. La anciana la sometió a un largo escrutinio.

—Bien, eres muy bonita. Casi me siento celosa —bromeó, y se echó a reír—

. Te aseguro que acabas de dar a las aficionadas a la costura tema de conversación para varias semanas. Por si todavía no lo sabes, soy Abegail Clark. ¿Y cómo te llamas tú, querida?

El criado de la anciana trajo una manta y se la colocó sobre las rodillas.

—Heather, señora Clark. Heather Birmingham —respondió.

La anciana inspiró profundamente.

—Una vez. fui una señora, pero desde que mi esposo falleció prefiero que me llamen simplemente Abegail

—continuó, sin dejar que la joven contestara—. Supongo que sabes que has acabado con la esperanza de todas las jóvenes disponibles de la ciudad. Branden era el hombre más perseguido de Charleston. Pero me complace comprobar que ha hecho una magnífica elección. Me ha tenido preocupada durante bastante tiempo.

Un grupo considerable de mujeres se había reunido en torno a ellas para escuchar la conversación. Jeff se abrió paso entre ellas y se colocó al lado de Heather, estrechando su cintura. Sonrió a la señora que, ignorándolo, prosiguió con su charla.

—Y lo más probable es que ahora Jeff herede las atenciones de todas esas tontas —observó, y nuevamente se echó a reír ante su propia agudeza.

—Ten cuidado con esta viuda respetable, Heather

—le advirtió Jeff, bromeando—. Tiene la lengua tan afilada como la hoja de un sable y el temperamento de un viejo caimán. De hecho, creo que es famosa por haber arrancado algunas piernas.

—Joven caballerete, si tuviera veinte años menos estarías de rodillas en mi porche suplicándome una palabra amable —replicó la señora Clark.

Jeff se echó a reír.

—Abegail, amor mío, te suplico una palabra amable —bromeó.

La anciana rechazó sus halagos con un gesto.

—No necesito ningún mequetrefe parlanchín para que me lisonjee. El joven sonrió.

—Está claro, Abegail, que el radiante sol no ha templado tu amor por mí, ni amortiguado tu ingenio.

—¡Ja! —rió la anciana con satisfacción. —Es esta joven hermosa y reluciente que está junto a ti la que me ha alegrado el día —afirmó—.Tu hermano lo ha hecho muy bien, y además, ha estado ocupado. —Miró a Heather—.

¿Cuándo nacerá el niño de Branden, querida? —preguntó.

—A finales de marzo, señora Clark —respondió suavemente Heather, consciente de que todas las mujeres habían centrado su atención en ella.

—¡Bah! —resopló la señora Scott, que acababa de unirse al grupo—. Está claro que no perdió mucho el tiempo —añadió con desprecio—. Su marido es famoso por su preferencia por las camas de las jovencitas, pero tú apenas tienes edad para estar encinta.

Al oírlo, la señora Clark golpeó el suelo con su paraguas.

—Cuidado, Maranda —la previno—. Estás mostrando tu rencor. Que no lo pudieras atrapar para tu Sybil, no te da derecho a abusar de esta joven inocente.

—Claro, era sólo cuestión de tiempo el que alguien lo pillara —espetó la señora Scott con una sonrisa desdeñosa, y miró con aire de suficiencia a las demás mujeres—. Del modo en que frecuentaba a otras es asombroso que no lo atraparan antes.

Heather sintió que se ruborizaba, pero Jeff respondió con rapidez.

—Todo eso era antes de conocer a su esposa, señora Scott.

La mujer, con un brillo astuto en sus ojos, se dirigió a Heather y le lanzó en voz alta y clara una pregunta cargada de intención:

—¿Cuándo se desposaron, querida?

De pronto, la sombrilla de la señora Clark levantó el césped.

—No es asunto tuyo, Maranda —interrumpió con irritación—. Y además, detesto este hostigamiento.

La señora Scott hizo caso omiso de la anciana y continuó interrogándola en tono remilgado.

—Y no obstante lograste persuadirlo de que se metiera en tu cama, ¿eh, querida? Supongo que utilizaste alguna artimaña para conseguirlo. Por aquí no ha mostrado nunca vacilación alguna en esos menesteres.

—Maranda, ¿has perdido el juicio? —dijo Abegail a voz en cuello esgrimiendo la sombrilla como si fuera un palo—. ¿Dónde están tus modales?

Branden había llegado a tiempo de escuchar los últimos intercambios de palabras. Caminó furioso hacia el grupo de mujeres y dirigió una mirada glacial a la señora Scott, que dio un paso atrás.

—Tengo grandes reservas hacia algunas jóvenes, señora, como usted bien sabe —espetó Branden con

frialdad.

La señora Scott se irguió mientras el resto de señoras reían tontamente.

Branden se volvió dando por finalizada la conversación, y asió el brazo de su esposa son-' riendo a la anciana.

—Bien, Abegail, como siempre, en medio de las refriegas —bromeó.

La anciana se echó a reír.

—Has inquietado a la ciudad al traer como esposa a una extranjera, Branden. Sin embargo, has hecho que restablezca mi fe en tu sentido común. Nunca soporté tu otra elección. —Miró a Heather—. Pero ésta... Creo que tu madre estaría orgullosa de tí.

Brandon sonrió y contestó delicadamente:

—Gracias, Abegail. Temí que te pusieras celosa.

—¿Te sentarás para charlar con una vieja? —preguntó con una sonrisa un tanto maliciosa—. Me gustaría oír cómo capturaste a esta criatura tan encantadora.

—Quizá otro día, Abegail —repuso él—. El camino de regreso a casa es largo y debemos partir enseguida.

La anciana asintió sonriendo y echó una ojeada a la señora Scott.

—Lo entiendo, Brandon. Ha sido un día un tanto desapacible.

—Hace bastante que no honras Harthaven con tu presencia, Abegail —

comentó Jeff.

—¿Cómo? ¿Y arruinar mi reputación? —bromeó la anciana—. Pero creo que me sentiré mejor ahora que los dos tenéis una mujer cerca para que os controle.

Jeff se inclinó y depositó un beso sobre su mano.

—Ven a visitarnos pronto —la invitó—. Desde que Brandon la trajo a casa es un lugar bastante diferente. Hasta Hatti aprueba el cambio.

Una vez se despidieron, Brandon condujo a Heather entre la multitud. Jeff les seguía, algo rezagado. Al pasar junto a la señora Scott, ésta hizo un gesto de desdén.

—Con todas las jóvenes encantadoras que hay aquí ha tenido que ir a Inglaterra a buscar una esposa Tory.1 Jeff le sonrió tocándose el sombrero.

—La irlandesa Tory más endemoniadamente hermosa que he visto nunca —

replicó sobrepasándola.

Al acercarse al lando, Heather descubrió a Sybil sentada en el carruaje de la familia, observándoles con tristeza. Parecía tan abatida que no pudo evitar compadecerse de ella e incluso de su madre, que permanecía tras ellos mirándolos con ira, sabiéndose perdedora de la Persona que durante la guerra de independencia de Estados Unidos favorecía a Inglaterra.

inútil batalla que había librado. Había conseguido muy poco, y sin embargo sufrido una cruel humillación. Aunque hubiera tratado de vengarse de ella informándole del pasado de su marido, hubiera perdido el tiempo, porque Heathcr sabía mucho más acerca de él de lo que la mujer imaginaba. Desde la primera vez que lo conoció supo que no era ningún santo, de manera que las palabras de la señora hubieran tenido muy poco efecto.

Branden la ayudó a subir al carruaje ante la atenta mirada de las Scon. Heather se sentó en el asiento trasero y desplegó una manta sobre sus rodillas, sujetando un extremo en alto Invitando a Branden a ocupar el lugar junto a ella. Se sentó y escrutó su rostro para comprobar su estado de ánimo. Heather le respondió con una tierna sonrisa y se apretó a él en busca de calor. El hombre se quedó pensativo durante un rato con los ojos fijos en las manos enguantadas de su esposa sobre su brazo y luego, desvió su atención a un punto en la distancia a través de la ventana.

El frío viento del norte producía un sonido triste al soplar entre las copas de los altos pinos de Carolina, y helaba á los ocupantes del carruaje mientras avanzaba por los caminos secos y polvorientos de los alrededores de la ciudad. Heather se acurrucó en su marido bajo la manta, pero Jeff, solo frente a ellos, hacía lo que podía para combatir el frío. Observó divertida cómo luchaba por poner su manta bajo el asiento helado y sobre sus largas piernas y sus pies. Se apretaba contra la esquina arrebujado en su gabán, y cada vez que el carruaje cogía un bache, perdía la sujeción y tenía que volver a acomodarse. Heather decidió hacerle un hueco junto a ellos y se apretó a su marido todavía más.

—Dicen que tres es multitud, Jeff —observó con una sonrisa—. ¿Te importaría sentarte a mi lado y hacer que sea una multitud cálida?

El joven obedeció sin demora y extendió su manta sobre las rodillas de los tres. Heather se acomodó entre los dos hombres, abrazada a su esposo.

Jeff le sonrió divertido.

—Vergüenza tendría que darle, señora —exclamó fingiéndose ofendido—, pues no es mi comodidad lo que le preocupa sino la suya.

Heather alzó la vista, riendo. Branden esbozó una sonrisa.

—Cuidado, Jeffrey —lo previno su hermano—. Esta pequeña Tory puede hacer que desaparezca el calor de tu cuerpo. —La miró evaluándola—.

Siendo medio irlandesa, medio Tory y estando casada con un yanqui, no me imagino en qué lado habría luchado.

Jeff se unió a él en tono de broma.

—Creo que es su acento inglés el que despierta tanta curiosidad entre la gente. Con su forma de hablar dentro de poco tendremos a todo el país en nuestra contra. Nuestro pobre padre se revolvería en su tumba si supiera que albergamos a una Tory en nuestra casa. —Sonrió y prosiguió hablando tontamente—. Mi querida Tory, sólo tienes que aprender a hablar con acento sureño.

Heather agradeció su comentario con la cabeza e imitó el mejor acento sureño que pudo.

—Desde luego, señorito Jeff.

Los dos hermanos se echaron a reír y ella los miró confusa ante su reacción. Entonces comprendió que había imitado el acento de los criados, muy distinto del de las mujeres con las que había estado esa mañana, y se unió a ellos, riéndose de sí misma.

Los criados habían recibido los regalos la noche anterior, compartiendo el espíritu navideño, y habían disfrutado de la generosidad de su amo comiendo y bebiendo para celebrar la feliz fiesta siguiendo sus propias tradiciones. Heather había guardado su regalo hasta esta mañana para dárselo en privado. Se había despertado temprano a esperar que su esposo se levantara. Ahora podía oír cómo caminaba por la habitación, se aseaba y abría las puertas de su armario. Se levantó y cogió el regalo envuelto alegremente, y abrió la puerta que separaba ambas habitaciones. Branden no se percató de que su esposa había entrado; estaba ocupado buscando una camisa en su armario, vestido sólo con los pantalones y las medias. La joven dejó el regalo sobre la cama y se sentó sigilosamente en una silla junto a la chimenea. Branden encontró la prenda, se la puso y al volverse, descubrió que la puerta estaba abierta. Reparó entonces en la presencia de Heather, sentada en la silla con una sonrisa picara iluminando su rostro.

—Buenos días. Branden —lo saludó—, Feliz Navidad. Su actitud de duende travieso hizo sonreír a su esposo.

—Buenos días, cielo, yo también te deseo una feliz Navidad.

—Te he traído un regalo —anunció ella, señalando la cama—. ¿No lo vas a abrir?

Él se echó a reír mientras acababa de meterse los faldones de la camisa en los pantalones. Obedeció y, con cierta sorpresa, sostuvo en alto el albornoz que ella le había regalado, admirando con especial interés el bordado con el escudo de la familia que había en el lado izquierdo.

—¿Te gusta. Branden? —se apresuró a preguntar Heather—. Pomelo para que yo te lo vea.

Le caía perfecto. Satisfecho, se lo abrochó y examinó con detenimiento el laborioso trabajo del escudo.

—Es muy bonito, Heather. No me habías dicho que poseyeras tanto talento.

—Levantó la cabeza con un brillo perverso en sus ojos verdes—. Pero ahora que lo sé, tendrás que confeccionarme todas las camisas. No soy fácil de complacer— Incluso para mi madre era una carga muy pesada a la hora de hacerme ciertas prendas.

—Su voz se suavizó y su mirada se intensificó—. Me satisface que mi esposa sea capaz de complacerme.

Heather se echó a reír feliz y se levantó de la silla de un salto para admirar el albornoz y su percha.

—Te sienta bastante bien —comentó, orgullosa, alisándole la espalda—, y te hace muy atractivo.

Branden soltó una carcajada y se dirigió hacia su baúl. Extrajo una pequeña caja negra y se la entregó.

—Me temo que mi humilde presente quedará eclipsado bajo tu rostro rutilante, resultando del todo insulso —bromeó.

Permaneció al lado de Heather mientras ésta lo abría. Al levantar la tapa de la caja, la esmeralda y los diamantes que la rodeaban brillaron intensamente. Heather se quedó mirando el broche maravillada e incrédula y levantó sus ojos asombrada.

—¿Es para mí? —preguntó.

Brandon cogió la caja, sacó el broche y arrojó aquélla sobre la cama.

—¿Y a quién sino a ti le hubiera comprado semejante regalo? Te aseguro que es tuyo. —Deslizó sus manos bajo la bata de la joven y prendió el broche en el terciopelo violeta sobre su pecho. Sus manos temblaron al contacto con el calor de la suave piel haciendo la tarea harto difícil.

—¿Puedes abrocharlo? —le interrogó mientras observaba sus manos delgadas y bronceadas. El centelleo travieso de los ojos de la joven había dado paso a un brillo cálido encendido por el tacto de su esposo. El viejo temblor volvió a poseerla.

—Sí —respondió Brandon al conseguir finalmente asegurar el cierre.

Heather se apoyó contra él, y sin desear apartarse, acarició la joya.

—Gracias —murmuró—. Nunca he tenido nada tan hermoso.

Brandon deslizó un brazo por su espalda y le levantó la barbilla. El corazón de la muchacha empezó a latir con fuerza. De pronto se oyeron unos golpes en la puerta y él se apartó contrariado. Mientras Hatti entraba con una bandeja de comida, Brandon le retiró una silla de la mesa del desayuno.

Heather se sentó, observando cómo su marido provocaba a la anciana.

—¿Dónde está la sombrilla que te regalé, Hatti? —inquirió—. Pensé que estarías aporreándola contra el suelo para llamar la atención de todo el mundo. La señora Clark debe de estar muy celosa.

—Sí, señorito Bran—afirmó la mujer—. Debe estarlo. Nunca ha tenido una tan bonita. Y ese es también un albornoz muy bonito, el que lleva usted. —

Miró a Heather entornando los ojos mientras servía el desayuno.

—Gracias, Hatti —contestó, mirando a Heather con una sonrisa—. Me lo ha hecho mi mujer.

La criada apretó la boca y antes de marcharse se volvió para echarle otra ojeada.

—Sí señor, es un alborno?, muy bonito. —Hizo una pausa y prosiguió enfadada—. Es una pena que para confeccionarlo la señorita tuviera que cambiarlo por su ropa.

Brandon dejó el tenedor y la miró, pero la anciana prosiguió su marcha satisfecha. El hombre apoyó los codos sobre la mesa observando a su mujer, que se había vuelto hacia la ventana en actitud pensativa, apretó las manos y apoyó la barbilla en ellas.

—¿Cambiando ropa por regalos, Heather? —inquirió con deliberada lentitud—. ¿De qué va todo eso?

La muchacha se encogió de hombros con una expresión inocente.

—No tenía dinero y deseaba sorprenderte con un regalo. Sólo era un vestido viejo —se disculpó. Brandon frunció el entrecejo.

—No tenías ningún vestido viejo —apuntó.

Heather se apresuró a responder con una sonrisa.

—Sí lo tenía.

El hombre se quedó en blanco por un momento y hurgó en su memoria para ver si recordaba el vestido al que se refería. A excepción del traje de novia, Heather había venido a él prácticamente desnuda.

—¿Y cuál es ese vestido que considerabas viejo, mi amor? —inquirió con una expresión irónica.

La joven se reclinó en su silla acariciando su vientre.

—El que llevaba puesto cuando me conociste, ¿recuerdas?—contestó.

—Mmm —gruñó él. Se llevó el tenedor a la boca y durante un rato masticó irritado el trozo de jamón. Después de tragárselo prosiguió con un tono de desaprobación—. Hubiera preferido que no lo hicieras, Heather. No me gusta la idea de que mi esposa trueque su ropa con un vendedor ambulante. —Dio varios bocados a una tortita y la amonestó con severidad—: Suele haber dinero en el escritorio de abajo. Luego te mostraré dónde. Está ahí para usarlo cuando se necesita.

Heather bebió un sorbo de té con delicadeza y levantó la cabeza ligeramente ofendida.

—Señor, me dejó muy claro que no tenía derecho a gastar su dinero —

apuntó, furiosa.

Brandon dejó el tenedor y, agarrando la mesa, le lanzó una mirada llena de furia.

—¡Intercambiaste un objeto que era mío, señora, mío! —exclamó él entre dientes—. Antes de que nos casáramos me cogiste un poco de dinero y dejaste el vestido a cuenta. Era el trofeo de una batalla, por decirlo de alguna manera, el recuerdo de una muchacha hermosa que había conocido y lo guardaba con cariño.

Heather lo observó confundida. Las lágrimas arrasaron sus ojos al pensar en lo disgustado que estaba con ella.

—Lo siento, Brandon —se disculpó—. No tenía ni idea de que le tuvieras tanto aprecio. —Bajó la mirada, abatida, e inconscientemente acarició el broche.

Él la contempló durante unos segundos, y recordando que estaban en Navidad, se tranquilizó y se sintió culpable por haberle arrebatado con tanta mezquindad la alegría de su regalo. Decidió levantarle el ánimo y se apresuró a arrodillarse junto a su silla.

—Mi amor —susurró con ternura tomándole la mano—. Me gusta mucho el albornoz y lo llevaré orgulloso por la destreza que has demostrado al confeccionarlo con tanto esmero, pero no soy un hombre tacaño y no voy a permitir que mi mujer tenga que trocar ropa con un vendedor ambulante como si fuera la bruja de un granjero. Tengo dinero y puedes usarlo. Ahora ven. —Se levantó y la ayudó a incorporarse para abrazarla—. Tengamos un feliz día de Navidad y no más lágrimas. Vas a estropear tu precioso rostro.

Llovía y la casa estaba en silencio. Jeff se había marchado a Charleston para entregar unos cuantos regalos y no volvería hasta la noche para compartir con ellos la cena de Navidad. Branden encendió la chimenea en el salón y se sentó en el suelo, apoyado en la silla de Heather con las piernas extendidas. Estaba leyendo El sueño de una noche de verano, de William Shakespeare. La muchacha tejía un traje para su bebé mientras escuchaba divertida las interpretaciones que hacía su esposo de los diferentes personajes. Frente a la chimenea descansaba un tronco de abedul que Jeff y Ethan habían cortado la noche anterior. Estaba decorado alegremente con ramas de pino y muérdago, todo ello atado con una cinta roja. Dos enormes velas ardían a cada lado.

Finalizada la lectura. Branden sacó un tablero de ajedrez para enseñar a jugar a su esposa. Ésta se sentía cada vez más confusa, y se echaba a reír ante sus errores arrancándole alguna que otra carcajada a su marido con su ineptitud. La noche se acercaba y la joven se excusó para arreglarse para la cena. Momentos más tarde descendió por las escaleras, luciendo un traje de terciopelo verde oscuro, a juego con el broche. Sus senos, provocativos, parecían escapar del escote, y al hacerle una reverencia, Branden besó su mano devorándola con la mirada.

—El broche no es ni la décima parte de hermoso que la persona que lo lleva

—dijo en tono halagador, y a continuación le sirvió un vaso de Madeira y se lo ofreció.

—Creo que estás siendo amable conmigo porque he perdido en el ajedrez

—repuso ella. Branden se echó a reír.

—Eres muy desconfiada, querida —apuntó—. ¿Cómo puedes dudar de mí cuando sólo alabo tu belleza?

Heather sonrió y se dirigió hacia la ventana para contemplar la tormenta. El viento rugía empujando la lluvia que caía más fuerte que nunca entre los árboles y contra la gran mansión. Pero en el salón, el fuego ardía vivamente manteniendo calientes a todos sus ocupantes. Había sido un día de lo más encantador para Heather y siempre lo recordaría con cariño. Mientras permanecía de pie frente a la ventana soñando despierta, Branden se aproximó a ella para contemplar también la oscuridad de la noche.

—Me encanta la lluvia —murmuró Heather—. Especialmente cuando puedo contemplarla junto al calor de un hogar. Mi padre siempre se quedaba conmigo cuando el viento soplaba fuerte. Imagino que por eso me gusta tanto. Nunca me asustaba la lluvia.

—Debiste de quererlo muchísimo —dijo Branden. La joven asintió despacio.

—Sí —afirmó ella—. Era un buen padre y lo quise mucho, pero me daba mucho miedo cuando me dejaba sola. —Se echó a reír suavemente—. No soy muy valiente. Papá siempre me decía que no lo era. De hecho, era una niña muy cobarde.

Branden sonrió y le tomó la mano con delicadeza.

—Se supone que las niñas pequeñas no tienen que ser valientes, cielo —

comentó—. Tienen que mimarlas y protegerlas y siempre mantenerlas a salvo de sus temores.

Heather lo miró asombrada por su respuesta. Sonrió avergonzada.

—Te he vuelto a aburrir con la historia de mi vida.

Lo siento —se disculpó—. No era mi intención.

—Nunca he dicho que me aburrieras, cielo —murmuró él. La condujo hasta el sofá y se sentaron.

Todavía estaban allí cuando oyeron pasos en el porche, y al cabo de un instante Jeff abrió la puerta principal trayendo consigo una ráfaga de viento y lluvia. Joseph se precipitó desde la parte trasera de la casa hacia él, para ayudarle a quitarse el sombrero y la capa mojados y traerle un par de zapatos. Jeff se quitó las botas con considerable esfuerzo, se puso unas pantuflas y se reunió con la pareja en el salón todavía con el semblante mojado.

—Santo Dios, hace una noche terrible —comentó, sirviéndose una copa de whisky en el bar. Se aproximó a la chimenea para calentarse la espalda y sacó del bolsillo de su abrigo una caja larga y delgada que entregó a Heather—. Mi más preciada y hermosa Tory, te he traído un regalo, aunque hoy me temo que cuestionarás su utilidad,

—Oh, Jeff, no deberías haberlo hecho —murmuró ella, aunque enseguida sonrió feliz—. Voy a quedar como una tonta, porque no tengo nada para ti.

—Disfruta del regalo, Heather —señaló Jeff con uní sonrisa—. Yo escogeré el mío más tarde.

La muchacha lo abrió a toda prisa y extrajo un hermoso abanico con un mango tallado laboriosamente en marfil y con abundante y delicado encaje español. Lo extendió y, colocándoselo frente al rostro, lo movió pestañeando con coquetería.

—Desde luego, señorito Jeff —dijo con un suave acento sureño logrando una imitación perfecta—, sabe cómo agradar a una dama.

—Ciertamente, Heather, pero me temo que al lado del regalo de mi hermano el mío se ve un tanto pobre

—respondió con una sonrisa.

—Es bonito, ¿verdad? —inquirió ella tocándose el broche, orgullosa.

Observó a su esposo y éste le devolvió una mirada cálida.

—Mi hermano elige bien en todo. Esto lo demuestra

—apuntó Jeff lanzando una mirada de complicidad a Branden.

De pronto Hatti abrió las puertas del comedor para anunciar la cena.

—Será mejor que vengan antes de que se enfríe la comida.

Heather se levantó del sofá y se alisó el vestido sin darse cuenta de que sus senos asomaban, tentadores, por encima del corpiño. Al verlo, Jeff abrió la boca y los ojos, fascinado ante tal exhibición inconsciente de la joven.

Brandon se puso en pie, y colocando el índice en la barbilla de su hermano, le cerró la boca lentamente.

—Relájate, Jeffrey —bromeó—. Tiene dueño. Pero no desesperes, quizá un día encuentres una mujer con la que puedas babear. —Se volvió y acompañó a Heather hasta su asiento en la mesa, en la que, esta vez, las sillas estaban agrupadas. Brandon esperó junto a la suya a que Jeff se les uniera.

—Bueno, nunca vi a Louisa así —se disculpó Jeff al llegar a la mesa.

Brandon frunció el entrecejo y sin mediar palabra tomaron asiento. Heather les miró con curiosidad, azorada.

El primer plato del festín navideño fue servido de inmediato. La cena resultó ser una obra maestra del arte culinario de tía Ruth y mientras daban buena cuenta de

ella, la conversación de los dos hombres se desvió hacia los negocios.

Branden cortó un trozo de oca asada para su esposa y se lo sirvió, pensativo.

—¿Has averiguado algo más acerca del molino de Bartktt? —preguntó dirigiéndose a su hermano.

—No mucho, la verdad —respondió Jeff—. Sé que utiliza esclavos como mano de obra y establece unos precios muy altos para sus productos. Por ahora está

perdiendo dinero.

—Entonces podríamos convertirlo en una empresa relativamente próspera

—musitó Branden para sí. Luego miró a su hermano—. Si sustituyéramos a los esclavos por una buena mano de obra podríamos sacar un rendimiento mejor. Hay un mercado excelente para madera de barco en Delaware, y tal como se están desarrollando las cosas en Charleston, no debería haber ningún problema en vender madera acabada aquí. Podríamos estudiar la posibilidad después de revisarlo todo. Voy a llevar el Fleetwood a Nueva York dentro de dos o tres semanas. Tendremos que tomar una decisión sobre el molino para dejar el asunto resuelto antes de que me marche.

—¿Y qué hay de Louisa? —inquirió Jeff sin levantar la vista del plato—. Hoy estaba en la ciudad y me atosigó a preguntas porque deseaba saber si habías tenido la oportunidad de estudiar sus deudas y decidir algo al respecto. Le dije que no sabía nada del tema.

Heather había estado escuchándoles sin prestar demasiada atención hasta que oyó mencionar el nombre de Louisa. Branden se percató de su interés y se apresuró a responder.

—El otro día vino a verme al Fleetwood para hablar de su situación financiera. Le ofrecí saldar sus deudas además de una buena suma de dinero a cambio de las tierras, pero como sigue siendo igual de terca y falta de decoro, sólo saldaré las deudas pequeñas que contrajo mientras esperaba convertirse en mi esposa. Las deudas más importantes que acumuló cuando ya estaba al corriente de la situación, no pienso tocarlas, a menos que me asegure que las tierras serán mías. Le hubiera gustado que la liberara de sus obligaciones para poder seguir negociando con ellas, pero no pienso hacerlo. Le comunicaré mi decisión y saldaré las cuentas que contrajo como mi prometida antes de partir. Parece que voy a estar muy ocupado hasta que me marche, especialmente si lo del molino funciona.

Por cierto, ¿estarías interesado en invertir una cantidad si resultara rentable?

—Pensaba que no ibas a preguntármelo —respondió Jeff con una sonrisa.

La conversación tocó una gran cantidad de temas y cuando la cena hubo finalizado, Jeff se apresuró a retirar la silla de Heather antes de que Branden se levantara. La condujo al salón, a pesar del mal humor de su hermano, y se detuvo bajo la araña. Contemplándola, murmuró pensativo:

—Pobrecita. Ha estado ahí todo el día y no parece que la hayan utilizado.

Heather alzó la vista y vio, en el centro de la araña una solitaria ramita de muérdago.

Jeff se aclaró la garganta y sonrió.

—Y ahora, señora, sobre el regalo que mencionó antes. —La cogió entre sus brazos y haciendo caso omiso de su desconcierto, se inclinó para besarla.

Su beso fue largo y nada parecido al de un hermano. Ella se dejó abrazar, pero el desagrado de Brandon ante la osada actitud de su hermano era evidente en su semblante. Jeff se apañó, y al ver la expresión de furia de Brandon, esbozó una sonrisa.

—Tranquilo, Brandon —dijo—. No he llegado a besar a la novia.

—Me das motivos para preguntarme si será seguro dejarla sola contigo mientras yo esté fuera —replicó Brandon—. Si no estuviera bien acompañada, pensaría mal.

Jeff se echó a reír burlonamente.

—¿Es ese monstruo enorme y verde que veo en tu espalda? Creía que te habías deshecho del demonio de los celos hace tiempo.

Las semanas transcurrieron rápidamente hasta que tan sólo quedaron dos días para la partida de Brandon. Había estado muy ocupado cuidando del barco, de las deudas de Louisa y del molino, que finalmente habían decidido comprar, y había pasado muy poco tiempo en casa. En varias ocasiones había permanecido en el Fleetwood durante tres o cuatro días, y cuando estaba en casa se pasaba la mayor parte del tiempo en el estudio trabajando en los libros de contabilidad, documentos y recibos. El único día que pasaba junto a su esposa era el domingo. Solían ir a la iglesia donde Heather era recibida ahora con sumo respeto y amabilidad.

Ese día, poco después del almuerzo, Brandon había salido a montar a Leopoíd por última vez antes de zarpar a bordo de su barco. Era ya tarde cuando el caballo regresó sin jinete causando un gran desasosiego. Heather estaba frenética cuando uno de los criados descubrió a Brandon saliendo del bosque. Al aproximarse, vieron que estaba cubierto de polvo y que su rostro estaba mugriento. Cojeaba ligeramente, y al ver al grupo que lo aguardaba, esgrimió la fusta en actitud sospechosa. Leopoíd le observaba con el rabillo del ojo, contento de haber puesto en entredicho las habilidades ecuestres de su amo. Branden lanzó la fusta al establo maldiciendo, y se hundió en un banco exhausto.

Hatti se echó a reír alegremente y comentó:

—Ese viejo caballo saca lo mejor de usted, señorito Bran.

El hombre volvió a maldecir y le lanzó el sombrero a la anciana. Ésta lo esquivó todavía desternillándose de risa y se batió en rápida retirada.

Jeff también rió de buena gana.

—Una cosa está clara, Brandon, a este paso vas a gastar antes la espalda de la chaqueta que los fondillos del pantalón —se burló.

George desvió la mirada tosiendo sonoramente como si se hubiera atragantado y trató de ponerse serio ante la mirada colérica de su amo.

Heather continuaba mostrando una expresión de consternación.

—¿Qué ha ocurrido, Brandon? —le preguntó—. ¡Estabas cojeando!

—¡Esa maldita bestia me pilló desprevenido y pasó por una rama baja! —

exclamó enfadado—. Y en cuanto a la cojera, es una ampolla. Estas botas no están hechas para caminar. —Dicho esto, les dio la espalda, que tenía cubierta de barro y se alejó a grandes zancadas hacia la casa.

Cuando se hubo marchado, el caballo agitó la cabeza y empezó a relinchar y a hacer cabriolas. Brandon se volvió y apretando los puños exclamó:

—¡Uno de estos días voy a matarte, malvada muía sarnosa! —Se volvió una vez más y se marchó a la casa, furioso.

George continuaba aguantándose la risa.

—Será mejor que vaya a prepararle el baño. Creo que lo va a necesitar —

observó.

La cena transcurrió en un riguroso silencio, pues las parcas contestaciones de Brandon no propiciaban una conversación fluida. No era difícil determinar que le dolía más su orgullo que todos los cardenales y ampollas que cubrían su cuerpo. Su humor mejoró un poco al día siguiente. Heather llamó tímidamente a la puerta de su estudio. Cuando Brandon le dijo que entrara, lo vio en su escritorio revisando libros de contabilidad y extractos de cuentas.

—¿Tienes un momento? —preguntó insegura. Nunca antes lo había importunado mientras trabajaba y ahora estaba vacilante.

Branden asintió.

—Eso creo —repuso—. Se repantigó en la silla observándola cruzar la habitación y le indicó una silla para que se sentara ¿unto a su escritorio.

Esperó un rato mientras la joven se balanceaba nerviosa en el borde de la silla tratando de reunir el coraje necesario para iniciar la conversación.

—¿Algún asunto que quieras discutir? —inquirió Branden sobresaltando a la muchacha.

—Sí... ah... ¿cuánto tiempo vas —a permanecer fuera? Quiero decir... ¿vas a regresar antes de que nazca el bebé?

—Sí, no planeo estar fuera más de un mes —contestó él molesto por haber sido interrumpido con semejante trivialidad—. Creía que ya te lo había dicho. —Regresó a su trabajo.

—Brandon —insistió ella—. Me preguntaba... si podría hacer algunos arreglos en la habitación mientras permanezcas fuera.

—Por supuesto —respondió él ásperamente—. Pídele a Ethan que disponga lo necesario. —Volvió a concentrarse en el trabajo pensando que Heather había concluido, pero una vez más lo interrumpió.

—También habría que hacer algo en... el salón. Brandon la miró.

—Mi querida esposa, puedes hacer que reconstruyan la casa entera si lo deseas —dijo con sarcasmo.

Heather bajó la vista hacia sus manos, apoyadas con mojigatería sobre sus rodillas. Brandon le lanzó una mirada furiosa y regresó a su trabajo. El silencio reinó '. en la habitación sin que Heather hiciera ademán alguno de retirarse. Después de varios minutos Brandon volvió a mirarla. Clavó la pluma en el tintero y se apoyó en el respaldo de la silla.

—¿Deseas algo más? —inquirió molesto. Los ojos azules de la muchacha se encontraron con los verdes de su esposo. Levantó el mentón y se apresuró a añadir:

—Sí, señor. Mientras arreglan la sala de estar, me gustaría que me dieras permiso para usar tu cama.

Brandon dejó caer con estrépito el puño sobre la mesa y se levantó para caminar por la estancia muy furioso. Era ridículo que su propia mujer tuviera que pedirle su consentimiento para usar la cama que se suponía era para los dos.

—Maldita sea, mujer, no tienes que darme la lata cada vez que desees utilizar algo de la casa en mi ausencia. Ya tengo bastante de este estúpido juego. Puedes utilizarlo todo; no tengo ni el tiempo ni el humor para tener que estar aprobando todos tus caprichos. Te ruego ejercites tu cabeza de chorlito y empieces a ser la señora de esta casa. No quieres compartir mi cama pero con gusto te doy permiso para que compartas todo lo demás.

Ahora tengo trabajo que atender, como puedes comprobar. Hay momentos del día en los que busco un poco de paz, ahora, por favor, sal de esta habitación.

Las últimas palabras las pronunció casi gritando. Al finalizar su diatriba, Heather, pálida y demacrada, se puso en pie y se marchó. Al salir se encontró con George y Jeff en la puerta principal y con Hatti en las escaleras. Los tres tenían los ojos extremadamente abiertos evidenciando que habían oído cada una de las palabras que Brandon había proferido. Se precipitó escaleras arriba, sollozando, y se tiró sobre la cama, desconsolada.

Brandon salió del estudio en dos zancadas con la intención de consolarla y calmar la agonía causada por su

peor de todo, Webby Una pobre inocente poseída de esa forma. ¡Oh, qué vergüenza! ¡Oh, Wehby, qué vergüenza...!

Se llevó la botella a la boca y dio un trago generoso, luego se limpió con el brazo, riendo.

—Pero ese lord Hampton puso firme al capitán. Le obligó a casarse con ella cuando descubrieron al chiquitín

Se echó a reír, satisfecho y escudriñó al gato con ojos vidriosos—. El capitán se volvió loco, Webby. No hay mucha gente que pueda obligar al capitán a obrar contra su voluntad. —El viejo guardó silencio y se desplomó, mirando pensativo la botella—. Y —farfulló al cabo de un rato—, el capitán debió tomarle cariño, tal como rastreó la ciudad cuando la joven escapó tras pasar la noche con él. Y cuando descubrió que había huido, jamás lo había visto tan furioso. Todavía estaríamos allí buscándola si no hubiera sido porque el caballero la trajo de vuelta para que se casaran.

Se incorporó y dio un largo trago a la botella. Luego se señaló con el pulgar y añadió:

—Pero yo fui el primero que se la llevó, Webby, ¡yo! Hice el trabajo sucio.

¡La dejé en sus manos! Y, oh Dios, lo que ha tenido que aguantar. La pobre y dulce señorita...

Su voz se fue apagando e inclinó lentamente la cabeza sobre el pecho. Un instante después sus ronquidos resonaban en la estancia. Jeff se dirigió hacia la puerta de las caballerizas muy pensativo y se apoyó contra ella.

Esbozó una sonrisa.

—Así que la conoció de ese modo —murmuró. De repente soltó una carcajada—. Pobre Bran, se lo encontró todo hecho. ¿Qué demonios digo?

¡Pobre Tory!

Se alejó de las cuadras silbando hacia la casa, con su buen humor recuperado. La puerta del estudio estaba cerrada y, al pasar por delante, Jeff la saludó de manera informal y sonrió.

A la mañana siguiente descendió por las escaleras del mismo buen humor y, aunque el lugar de Heather continuaba estando vacío, no molestó a su hermano. Sólo cuando Branden tuvo la boca llena comentó:

—¿Sabes Branden?, una mujer tarda doscientos setenta días en dar a luz.

Será interesante ver lo que tarda la tuya. Sería muy extraño que hubieras tenido que casarte con Tory en el mar. Aunque siendo capitán hubiera supuesto un problema, ¿no crees? ¿Cómo habrías podido casarte a ti mismo? —Siguió desayunando pensando en esa situación mientras Brandon lo observaba con curiosidad.

Jeff se secó la boca con una servilleta y musitó:

—No debo perder la cuenta. —Y antes de que su hermano pudiera hacer un comentario, se levantó dejándolo solo y confuso.

Las maletas habían sido cargadas en el carruaje y George, sentado junto a James en el asiento del conductor, entrecerraba sus ojos inyectados en sangre ante el brillante sol de la mañana. Los dos hermanos estaban junto a la puerta del carruaje cuando de pronto, Heather salió al porche. La joven los observó sujetando su chal con solemnidad.

—Espero que tengas un viaje agradable, Brandon —le deseó con ternura—.

Intenta llegar a casa lo antes posible.

Brandon avanzó un par de pasos hacia ella con expresión adusta, se detuvo y la miró, pero mascullando una maldición se volvió y subió al lando.

Jeff observó el coche alejarse y se reunió con Heather en el porche.

—Ten paciencia, Tory —murmuró—. No es tan estúpido como a veces parece.

La muchacha le dedicó una sonrisa agradeciéndole su comprensión, giró animada, sobre sus talones y entró en la casa.

En los días venideros no tuvo tiempo para pensar. Se ocupó desde las tareas más importantes a los detalles más nimios, organizando los arreglos necesarios para el cuarto de los niños y la sala de estar. Seleccionó los materiales para las nuevas cortinas y colgaduras, así como el papel de las paredes. Cuando se sentaba, sus mano;

continuaban atareadas tejiendo ropa para el bebe. Sólo por la noche, cuando yacía en la cama de Branden y recorría con sus dedos el escudo tallado de la familia, pensaba en lo solitario que estaba Harthaven sin él.

Branden entró en la posada sin darse cuenta de que George estaba junto a la barra con una jarra de cerveza en la mano. Eligió una mesa, depositó el abrigo y el sombrero sobre una silla y pidió algo de comer y un poco de vino. Mientras degustaba el Madeira, absorto en sus pensamientos, la puerta de la posada se abrió y entró una familia numerosa. Todos sus miembros estaban extremadamente delgados e iban escasamente abrigados para el frío que hacía. Brandon observó que la procesión de niños rubios encabezada por la madre se dirigía cansinamente hacia la chimenea en busca de calor. El hombre se separó del grupo para hablar con el posadero.

Brandon supuso que la mujer debía de ser de su misma edad, pero su rostro estaba surcado por profundas arrugas y sus manos enrojecidas y nudosas presentaban la marca de una vida difícil. El vestido que llevaba estaba deshilachado y cubierto de remiendos, y se sujetaba a su flácido cuerpo por un único botón. Sin embargo, su aspecto era aseado como el de los chiquillos. Llevaba un bebé de unos ocho meses en su regazo y un niño tímido pegado a sus faldas raídas. Un chico de unos doce años, que parecía el mayor de los diez hermanos, permanecía muy rígido junto a ella observando en silencio cómo la posadera iba y venía con una bandeja repleta de comida. Sus ojos azules se abrieron de par en par al contemplarla.

El padre se acercó a la mesa de Branden con un sombrero deteriorado por la intemperie en la mano. Branden lo miró.

—Le ruego que me disculpe, señor —se excusó el hombre—. ¿Es usted el capitán Birmingham? El posadero me ha dicho que en efecto lo es.

Branden asintió.

—Sí. Soy el capitán Birmingham. ¿Qué puedo hacer por usted?

El hombre estrujó el sombrero con fuerza.

—Soy Jeremiah Webster, señor —se presentó—. Dicen que está buscando un buen maderero. Desearía el trabajo, señor.

Brandon le señaló una silla.

—Tome asiento, señor Webster. —Cuando el hombre se hubo sentado, le preguntó—: Dígame, ¿qué experiencia tiene, señor Webster?

—Bueno señor —empezó a decir el hombre, nervioso, manoseando el sombrero—. Empecé en esto cuando apenas era un chiquillo, hace ya veinticinco años. Los últimos ocho he sido capataz y cabo de cuadrilla. Conozco el trabajo a fondo, señor.

Brandon se dispuso a hablar, pero la sirvienta llegó con la comida.

—¿Le importa que coma mientras hablamos, señor Webster? —inquirió—.

Odio desperdiciar la buena comida.

—No, señor —se apresuró a responder Webster—. Adelante.

Brandon asintió agradeciéndoselo y volvió a los negocios mientras comía.

—¿Por qué no está trabajando ahora, señor Webster? El hombre tragó saliva con dificultad y contestó:

—Estuve trabajando hasta el verano pasado, señor.

Me quedé atrapado entre unos troncos y me destrocé el brazo y el hombro.

Estuve enfermo hasta principios de invierno, y desde entonces sólo he podido conseguir trabajos ocasionales como simple maderero. Los mejores puestos ya estaban ocupados y el frío y la humedad del norte me producen un gran dolor en los huesos. Es realmente difícil mantener a una familia con la paga de un jornalero.

Brandon asintió sin dejar de masticar. Se echó hacia atrás en la silla cruzado de brazos y habló con franqueza.

—De hecho, señor Webster, estoy buscando un capataz para mi molino. —

Hizo una pausa y el hombre se desplomó en su silla—. Su nombre me es familiar —prosiguió—. El señor Brisban, la persona que me ha comprado el barco, me lo recomendó. Me dijo que era usted un buen trabajador y que poseía más experiencia que cualquiera de los que pudiera encontrar por aquí. Voy a poner en marcha un molino y necesitaré a una persona que conozca ese trabajo. Creo que usted es el hombre, y si acepta, el puesto es suyo.

Webster quedó perplejo durante unos segundos, luego esbozó una amplia sonrisa.

—Gracias, señor. No se arrepentirá, se lo prometo. ¿Puedo ir a comunicarle a mi esposa la buena noticia?

—Por supuesto, señor Webster. Por favor hágalo. Todavía hay unos cuantos asuntos que necesitaría discutir con usted.

El hombre se acercó a su esposa y, mientras hablaba con ella, Brandon se fijó en la manera en que sus hijos contemplaban la comida, más interesados en ésta que en las noticias de su padre. Luego recordó los ojos del hombre mirando constantemente su plato de comida y, al observarlos de nuevo, comprendió que era una familia muy poco afortunada.

Finalmente el hombre regresó a la mesa.

—Mis más humildes disculpas, señor Webster, pero ¿han comido? —

preguntó con la frente ligeramente arrugada.

El hombre se echó a reír y se apresuró a responder:

—No, señor, vinimos directamente aquí, pero tenemos víveres en el carro y comeremos más tarde.

—Ahora, señor Webster —empezó a decir—, acabo de contratarlo para un cargo de responsabilidad, y creo que esto requiere una pequeña celebración. ¿Podría decirle a los suyos que son mis invitados para cenar?

Sería un honor.

El hombre sacudió la cabeza asombrado.

—Desde luego, señor, gracias, señor. —Webster se alejó en dirección a su familia.

Se acercó a toda prisa a su descendencia mientras Branden llamaba a una sirvienta para darle las órdenes pertinentes. Ésta se dispuso rápidamente a colocar varias sillas en torno a una mesa enorme junto a la de él, y los miembros de la familia Webster tomaron asiento educadamente. Cuando el señor Webster condujo a su esposa a la mesa de Branden, éste se levantó.

—Capitán Birmingham, esta es mi señora, Leah —anunció.

Branden le dedicó una ligera reverencia.

—Es un placer conocerla, señora —dijo cortésmente—. Espero que a usted y a sus hijos les gusten mis

tierras.

La mujer sonrió tímidamente y echó un vistazo a su bebé, que en ese momento se movía junto a su pecho. Branden volvió a su silla y esperó a que ambos saciaran su apetito antes de seguir hablando de negocios.

—No hemos discutido el salario, señor Webster

—manifestó—, pero mi propuesta es la siguiente: la paga será de veinte libras mensuales y aposentos junto al molino. Si las cosas marchan bien, podrá participar en el negocio.

El hombre se limitó a asentir, mudo de asombro.

Branden extrajo un papel de su chaqueta y prosiguió.

—Aquí tengo una carta de crédito extendida por mi banco en Charleston.

Con esto podrá pagar la comida, y si conoce algunos hombres a los que les podría interesar el trabajo en el molino, puede traérselos con usted a cuenta de esta carta. ¿Tiene deudas que requieran ser saldadas antes de partir?

Webster negó con la cabeza y sonrió divertido.

—No señor, a un pobre hombre como yo no le conceden crédito —

respondió.

—Muy bien entonces —contestó Branden. Sacó su cartera de uno de los bolsillos del chaleco y contó diez monedas—. Aquí tiene cien libras para gastos de viaje. Le espero una semana después de mi llegada. ¿Tiene alguna pregunta o sugerencia?

Webster dudó por un instante antes de aventurarse a manifestar, indeciso:

—Hay una cosa, señor. No me gusta trabajar con esclavos o convictos.

Branden esbozó una sonrisa.

—Tenemos las mismas convicciones, señor Webster. Para una fábrica la mejor mano de obra es la asalariada.

La camarera levantó la mesa. Los niños mayores cuchicheaban entre sí y los pequeños, dormitaban en las sillas. Al observarlos. Branden pensó en su propio bebé.

—Tiene usted una familia maravillosa, señora Webster —comentó—. Mi esposa está en estado de nuestro primer hijo. Nacerá en marzo, así que estoy muy ansioso por volver a casa.

La mujer sonrió tímidamente, demasiado cohibida para contestar.

Concluidas las negociaciones, los dos hombres se levantaron y se estrecharon la mano. Branden observó meditabundo la partida de la familia, luego volvió a sentarse y se sirvió otra copa de Madeira.

De pronto, una mujer bastante atractiva, que lucía un profundo escote, cabello rojo y labios muy pintados, se levantó de su silla, desde la que había estado estudiando a Branden con descaro, y se acercó a él. La visión de la cañera repleta de dinero la había animado, y había caminado hacia él provocativamente, sentándose con picardía en una silla vacía en torno a su mesa, exhibiendo el hombro.

—Hola —ronroneó—. ¿Le importaría invitar a una copa a una dama solitaria?

Branden le lanzó una mirada gélida.

—Me temo que esta noche estoy ocupado, señora —respondió—. Le ruego que me disculpe. —Con la mano le indicó que se fuera. La mujer se volvió de mal humor y se alejó furiosa.

George, que había sido testigo del interés de la mujer por su capitán hacía rato» sonrió para sí y suspiró aliviado. Desde que habían desembarcado del Fleetiaood un mes atrás, había visto a Branden rechazar prostitutas una tras otra y retirarse a sus aposentos solo. Al día siguiente partían rumbo a casa y él regresaría junto a su esposa, ahora en un estado bastante avanzado del embarazo, para aliviar sus urgencias varoniles, pues no se había acostado con ninguna mujer desde su llegada. Sintiendo un renovado respeto hacia él, George asintió

con la cabeza.

—Sí, parece que el capitán se ha enamorado —murmuró—, y mucho. La joven mamá ha hurgado en su corazón sin que él se diera cuenta y allí está, soñando con ella mientras otras muchachas bien dispuestas desfilan delante de él. Sí, pobre capitán. Nunca volverá a ser el mismo. —Levantó la jarra hacia Branden como si fuese a brindar y apuró la jarra de un trago.

Branden se levantó de la mesa y, olvidando la presencia del criado, subió las escaleras hacia su habitación. Cerró la puerta y empezó a deshacer la cama lentamente, como centrado en un pensamiento. Se quitó la camisa, la dejó sobre el respaldo de una silla y se contempló en un espejo alargado que había en la esquina de la habitación. Vio que un hombre bastante atractivo le devolvía la mirada y flexionaba los brazos musculosos. El reflejo inspiró profundamente y Branden contempló con satisfacción una figura alta, de espalda ancha y cintura estrecha. De pronto se volvió exasperado.

Maldita sea, pensó. No soy tan feo como para que una muchacha bonita rechace compartir mi lecho. ¿Cómo puedo acercarme a esa zorra cuando desprecia tanto la sola imagen de mi rostro que ni siquiera puede dormir a mi lado? Caminó furioso por la habitación. He conocido muchachas de todas partes, se dijo. ¿Por qué ésta hace que mi buen juicio se esfume, convirtiéndome en un torpe mentecato? He ordenado a las más arrogantes que se abrieran de piernas y lo han hecho encantadas, como si les hiciera el favor más grande del mundo. Pero cuando estoy delante de Heather, las palabras huyen de mi boca, humillándome.

Se acercó, furioso, a la ventana y se quedó mirando fijamente a través de ella, con la certeza de que en esa manzana habría más de una cama caliente esperando. Su deseo creció, pero sabía que no era por ninguno de esos lechos, sino en parte por un recuerdo, en parte por un sueño que albergaba en su interior. Se enterneció al recordar el resplandor dorado de las velas sobre la piel cremosa y sedosa todavía húmeda tras el baño vespertino, y el cabello rizado negro y suave sobre la almohada mientras dormía. Sus recuerdos trajeron a su mente sueños en los que se imaginó los brazos dulces y delicados de la muchacha rodeando su cuello, sus labios carnosos y rosados presionando los suyos, el cuerpo suave y joven arqueándose bajo el de él y sus dientes blancos y pequeños mordisqueando su oreja para encender su pasión.

Se alejó de la ventana golpeándose la palma de su mano con el puño, frustrado.

¡Dios mío!, pensó, esa muchacha me rechaza y mi alma se desmorona.

¿Qué aflicción me atormenta que tiemblo de esta manera?

Cogió un vaso para servirse un trago y se sentó en una silla para seguir meditando sobre el problema que lo atormentaba.

No me he acostado con ninguna mujer desde la noche que trajeron a Heather a mi camarote. Esta muchacha ha calado hondo en mí, pero ha cerrado todas las puertas excepto una, y ésa, la rabia me la ha negado. Dios mío, ¡tanto la amo...! Creí que las emociones estaban por debajo de mí.

Creí que había superado lo que otros hombres declaran. Creí que me había convertido en un hombre de mundo, por encima de la palabrería, y que podría aceptar a una mujer experimentada. Pero ahora me encuentro tan afectado por la inocencia de ésta, que no soy capaz de buscar alivio en otro lecho.

Se inclinó hacia adelante y apoyó la cabeza en las rodillas.

Incluso cuando le arrebaté la virginidad satisfizo mi placer como ninguna otra mujer lo había hecho antes. Tomó mi semilla en su interior, traicionándome y, desde la primera vez que la abracé, mis pensamientos han sido suyos hasta el extremo de que sueño con ella y con el día en que vuelva a gozar de sus atenciones.

Levantó la cabeza y se apoyó contra el respaldo de la silla. Sorbió su bebida con calma y tomó una nueva decisión.

Se acerca su hora, meditó. Esperaré mi momento pacientemente. La cortejaré con ternura y de ese modo tal vez consiga que venga a mí.

Apuró su copa y se dirigió a la cama. Con la comprensión de su amor por la joven y la nueva resolución, cayó profundamente dormido por primera vez en muchos meses.

La lluvia caía con fuerza sobre Harthaven. La noche era negra y silenciosa, como si el resto del mundo se hubiera retirado a un nido acogedor, a salvo de la tormenta.

Heather caminó por la habitación asegurándose de que no quedara ni rastro de su presencia. Había pasado muchas noches en este espléndido dormitorio y había llegado a sentirse parte de él. Contempló la cama enorme que parecía invitarla, y sintió una punzada al saber que debía regresar a su pequeña cama en la sala de estar contigua. Suspiró pensativa y se trasladó a la otra estancia. La puerta de la habitación de los niños estaba abierta; cogió una vela y fue a inspeccionarla una vez más. Acarició un caballito de juguete que había sido de Branden cuando era pequeño y se dirigió hacia la cuna, donde alisó la mantita que la cubría.

Es extraño, pues todos damos por sentado que el bebé será niño, pensó ahuecando el encaje del dosel. Por supuesto eso es lo que ha manifestado mi esposo, y ¿quién podría negarle el derecho a desear que fuese niño?

Esbozó una sonrisa al pensar en lo mucho que ella había deseado que fuera niña. Pobre hija, si estás creciendo en mi interior disfruta ahora de tus gustos más refinados porque tu color va a ser el azul.

Se volvió y se encaminó hacia el salón y, una vez más, hasta el dormitorio principal, donde crepitaba el fuego de la chimenea. Se relajó en una silla henchida al abrigo de su calor y contempló las llamas, abstraída en sus me-ditaciones. Exhaló un suspiro pensando en el inminente regreso de Branden. La carta que había recibido hacía ahora varias semanas había sido escueta, pues sólo mencionaba el día aproximado de su vuelta a casa.

¿De qué humor vendrá?, se preguntó. ¿Será más amable o, por el contrario, mostrará su genio? ¿Habrá encontrado una muchacha norteña que lo alivie?

Le había dado a ella, a su esposa, otra cama y otra habita ción...

Antes no quería ni verme, pensó con tristeza. Y ahora estoy deformada a causa del embarazo, y tan torpe que debo de parecer más un pato que una mujer. No le culparé por su distanciamiento cuando descubra mi figura hinchada.

Echó la cabeza hacia atrás con los ojos cerrados.

Oh, Brandon, si hubiera sido más cariñosa cuando tuve la oportunidad, pensó, ahora compartiría el lecho contigo y pronto sentiría tu calor de nuevo junto a mí. Me aseguraría que nadie más compartiera tu lecho.

Volvió a contemplar el fuego y sintió que la ira se apoderaba de ella.

¿Qué sensual pelandusca habrás escogido para pasar el rato? ¿Habrás engatusado a una moscona dulce y tonta para que te caliente en el norte?

De pronto se tranquilizó.

¡Nunca hubiera conocido esta tierra, esta casa, estas almas amables y gentiles si el destino no hubiera decidido que mi virginidad debía ser el precio! No podía hacer otra cosa que conformarse y, una vez hubiera nacido el niño y recuperado su figura, ejercería sus artimañas femeninas para ganarse a su marido.

Se cruzó de brazos hurgando en sus recuerdos. El momento en la posada cuando había sido tan amable, casi amoroso, y en el barco, cuidándola con tanto esmero. E incluso con Louisa había desviado los golpes más crueles e interpretado al esposo enamorado.

¿Es posible que en algún lugar, bajo su ceño en su interior, albergue un sentimiento amoroso hacia mí?, se preguntó. Si fuera una esposa amable y devota, ¿podría llegar a amarme? Oh, mi amado, y ciertamente te amo,

¿podrías llegar a ser mi esposo de verdad y amarme por encima de todas las demás? ¿Me tomarías en tus brazos y acariciarías como lo haría un amante? Oh Señor, tiemblo sólo de pensar en la posibilidad de convertirme en todo lo que él pueda desear.

El fuego ardía débilmente. Heather se levantó e, iluminada por su suave resplandor, permaneció una vez más junto al sugerente lecho.

—Y tú, oh lugar de descanso encantador —murmuró—, pronto volverás a sentir mi peso sobre ti, lo juro. Ya no estarás tan solo, pues prometo que lo tentaré hasta conseguir mis propósitos, que son los mismos que los tuyos: ser compartida, ser amada, ser cortejada gentilmente como si todavía fuera una doncella. Oh, cederá, y el tiempo me ayudará. Dejaré que la paciencia cure las heridas compartidas hasta que desaparezcan y él buscará mi calor, mi amor para siempre.

Suspiró y regresó a la sala de estar. Ahora pensaba en aquella estancia como la sala de estar, algo temporal hasta que ocupara su lugar legítimo. Se deslizó en la cama buscando su descanso.

Varios días atrás habían llevado a Leopoíd junto a un carro a la casa de unos amigos en la ciudad para esperar el regreso de Brandon. Era un día soleado, hacía tiempo que el sol no brillaba tanto, y Heather había aprovechado para ir a la cocina y charlar con tía Ruth. Deseaba aprender un poco más acerca de los extraños guisos yanquis y los platos favoritos de Brandon. Se sentó en un taburete con el té que le había preparado la mujer, y escuchó atentamente las explicaciones que le daba sobre los métodos de preparación de la comida. Estaba impresionada por el hecho de que con tía Ruth era más una cuestión de talento y de maestría que de conocimiento verdadero. Parecía saber de forma instintiva el gusto que la comida combinada con las especies podía llegar a tener y convertía un simple plato en toda una aventura del sabor.

El momento placentero fue interrumpido por unos gritos lejanos. Pronto oyó a Hatti agitada yendo de un lado a otro.

—¡El señorito Bran... el señorito Bran se acerca a gran velocidad por el camino de atrás! —exclamó, jadeante—. Es él, él. —Rió tontamente—. Va tan deprisa que el caballo reventará.

Heather abrió los ojos de par en par y se deslizó del taburete. Se tocó horrorizada el cabello, luego el vestido.

—¡Oh, debo de estar horrible! —exclamó—. Tengo que... —Se volvió sin acabar la frase y huyó a la casa. Mientras subía por las escaleras llamó a Mary.

La chica llegó corriendo y abrió la puerta de la sala de estar, bruscamente.

Heather le ordenó que sacara un vestido limpio del armario y se aseó el rostro con un paño húmedo. Luego se pellizcó las mejillas para recobrar el color y se quitó el vestido que llevaba enérgicamente. Mary se apresuró a abrocharle el traje de muselina amarilla ante el apremio de su señora.

—¡Apresúrate Mary! ¡Date prisa! —exclamó—. ¡El amo se acerca! ¡Estará aquí en breve!

Se arregló el Cabello y bajó corriendo por las escaleras hasta el porche para esperar a su esposo mientras éste se acercaba lentamente montado sobre Leopold. Las ijadas abultadas del caballo y su abrigo cubierto de espumarajo contradecían el paso pausado del animal, pues Brandon había puesto al poderoso corcel al límite en su afán por recuperar a su amada. Ya en el porche, Brandon se apeó con una lentitud deliberada. Le entregó las riendas a un muchacho con instrucciones de llevarse al caballo y se secó tomando especial cuidado con los charcos. Se volvió hacia su esposa con una sonrisa y subió por las escaleras recorriendo su cuerpo con la mirada.

Al llegar al porche la abrazó y depositó un beso casi paternal en sus labios.

Heather le respondió con una sonrisa dulce y se apoyó en él al entrar en la casa.

—¿Has tenido un buen viaje? —le preguntó suavemente mientras Brandon tendía su sombrero hacia Joseph—. Aquí el tiempo ha sido tan malo que estaba preocupada por ti.

—No había necesidad de que te inquietaras, cielo —la tranquilizó él pasando un brazo por su cintura—. Pasamos lo peor en Nueva York, y no tuvimos ningún problema al ¡egresar. ¿Qué tal han ido las cosas por aquí?

¿Está acabado el cuarto de los niños?

La joven asintió rápidamente.

—¿Te gustaría verlo? —preguntó, con un brillo de ilusión en los ojos.

—Por supuesto, cariño —respondió.

La joven sonrió alegremente, tomando del brazo a su esposo y dejando que la ayudara a ascender por las escaleras.

Brandon contempló su vientre e inquirió:

—¿Te has encontrado bien?

—Oh, sí —se apresuró a asegurar—. He estado más saludable que nunca.

Hatti dice que nunca ha visto a una embarazada tan en forma, y la verdad es que me encuentro de maravilla. —Al llegar al descansillo se miró el vientre con expresión de tristeza y soltó una risilla de disculpa—. Aunque mi imagen es bastante grotesca y no me siento muy ligera.

Brandon se echó a reír levantándole el mentón para mirarla a los ojos.

—Tampoco esperaba encontrarme a una virgen remilgada estando embarazada de mi hijo, cielo. Pero estoy convencido de que hasta con esa carga, incluso las jóvenes más esbeltas se mueren de envidia al contemplar tu belleza deslumbrante.

La muchacha esbozó una sonrisa suave y presionó su mejilla sobre el pecho de Brandon, más que satisfecha con su respuesta. En el cuarto de los niños, el hombre caminó de un lado a otro de la habitación mientras Heather, con las manos a la espalda, aguardaba ansiosa su reacción.

Brandon apartó la tela mosquitera y se indiñó para inspeccionar la cuna.

Luego balanceó suavemente con la bota otra cuna esbozando una sonrisa, y examinó las paredes azul claro y las cortinas blancas. Rodeó con cuidado las alfombras de tonalidades vivas que cubrían el brillante suelo de madera de roble y abrió los cajones de una cómoda con curiosidad, encontrándolos repletos de ropa de bebé perfectamente doblada. Varias de las prendas se las había visto tejer a su esposa antes de su partida.

Heather se dirigió hacia el caballito de madera con el sillín pintado de color rojo, y lo empujó con un dedo para que se balanceara.

—Encontramos esto en el desván —comentó llamando la atención de Branden—. Hatti me dijo que había sido tuyo así que ordené a Ethan que lo bajara. Cuando nuestro hijo sea lo suficientemente mayor para subirse a horcajadas sobre él, podré decirle que un día su padre lo montó.

Branden sonrió acercándose al caballo.

—Espero que cuando lo monte no se dé con una rama. La joven no pudo contener la risa antes de volverse y señalarle una hermosa mecedora.

—Jeff me la regaló. ¿A que es bonita? Branden asintió y bromeó;

—Déjasela a él. Siempre le gustó que le mecieran antes de dormir.

Heather empezó a señalar otro objeto pero de pronto se detuvo horrorizada.

—¡Por el amor de Dios, Branden! —exclamó—. ¡No has comido! Debes de estar hambriento, y yo aquí entreteniéndote con mi charla. —Llamó a Mary de inmediato y le dio instrucciones de que subieran una bandeja de comida y calentaran agua para su baño.

Branden estaba en su dormitorio. Ya se había desprendido de la chaqueta y el alzacuello y, mientras se estaba sacando las botas, Heather se unió a él.

—Ya no soy capitán de un barco, corazón —comentó mirándola de reojo mientras ella recogía su abrigo y lo guardaba—. Vendí el Fleetwood por una cantidad substancial, así que ahora me podrás ver por la casa cada día.

La joven sonrió para sí, aprobando con entusiasmo la situación.

Uno de los criados se presentó con la comida y Heather se sentó delante de Branden para observarlo mientras comía. Estaba agradablemente satisfecha por el momento de intimidad que estaban compartiendo y el renovado amor que sentía por él. Subieron el agua caliente y retiraron la bandeja.

Heather comprobó la temperatura antes de despedir a los criados, luego se entretuvo sacando ropa limpia mientras su marido se desvestía.

Branden se metió con cuidado en el agua caliente y se relajó en ella durante unos minutos. Cuando finalmente se sentó en la bañera para enjabonarse, Heather se acercó y cogió la esponja. La sumergió en el agua y la sostuvo en alto esperando el consentimiento de su esposo. Branden la contempló durante unos instantes antes de inclinarse mostrándole la espalda.

—Frota fuerte —la animó—. Siento como si una capa espesa de mugre me cubriera todo el cuerpo.

La muchacha se inclinó alegremente para realizar la tarea, enjabonándole con las manos sus hombros musculosos y su espalda. Dibujó picaramente una B con la espuma y al poner sobre ésta una H rió tontamente. Branden la espió por encima del hombro con una ceja arqueada y una media sonrisa.

—¿Qué está haciendo, señorita? —inquirió. Heather se echó a reír escurriendo la esponja sobre su rostro.

—Estoy marcándole, señor.

Él sacudió la cabeza enérgicamente, salpicando a su esposa, que se alejó a una distancia prudencial riendo

divertida y le lanzó la esponja. Al ver que Branden se ponía en pie y salía de la bañera para lanzarse sobre ella todavía enjabonado, Heather quedó boquiabierta.

—Oh, Branden, ¿qué estás haciendo? —gritó de júbilo—. Vuelve a la bañera.

La joven se volvió para huir, pero él la cogió en brazos y la balanceó sobre el barreño. Ambos reían disfrutando del juego hasta que, en uno de los balanceos, hizo como si fuera a dejarla caer en el agua, entonces Heather chilló agarrándose a su cuello con fuerza.

—¡Branden, ni se te ocurra! Jamás te perdonaré —exclamó.

—Pero, cielo, parecías tan interesada en mi baño que pensé que te gustaría uno —bromeó.

—Bájame —ordenó—. Por favor —insistió en tono más dulce.

—Ah, al fin ha salido la verdad. Es que parece que tienes una predilección especial por frotar la espalda de los hombres, ¿no es así? —inquirió con un brillo especial en los ojos.

La depositó suavemente en el suelo y sonrió al ver cómo se volvía para examinar su vestido mojado.

—¡Oh Branden, eres imposible! —se quejó—. ¡Mira cómo me has puesto!

Branden se echó a reír y la estrechó de nuevo entre sus húmedos brazos.

Ambos compartieron la alegría del momento. Los brazos de él la estrecharon por encima de su abultado vientre, presionando su suave busto. Él posó una mano sobre el vientre de su esposa.

—No te lo niego, cielo, pero ¿tienes que seguir estando tan irritada por mi fechoría? —bromeó—. De eso

hace ya ocho meses.

—¡Me refiero al vestido! —lo corrigió ella, indignada—. Me has mojado y ahora tendré que cambiarme. Ahora sé bueno y desabróchame el vestido.

No me gustaría tener que pedirle a Mary que me ayudase otra vez.

—¿Otra vez?

—Da igual —se apresuró a responder Heather—. Desabróchalo por favor.

Branden obedeció y regresó a la bañera antes de que ella se volviera, sujetándose el vestido.

—Gracias —le dijo con una sonrisa. Se inclinó y depositó un beso en su mejilla, luego rodeó la bañera y se marchó.

El lugar donde Heather había depositado sus labios le ardía. Branden se estiró en la bañera sin conseguir relajarse ni disfrutar de la calidez del agua.

De pronto un movimiento captó su atención. Sé volvió ligeramente y vio a la joven quitándose el vestido reflejada en el espejo del armario. Súbitamente sintió el impulso de pedirle que compartiera la habitación con él, que compartiera el lecho con él esa noche y le permitiera abrazarla, no apasionadamente, sino con amor y delicadeza, tal como lo haría un esposo con su mujer a punto de dar a luz. Pero la prudencia le hizo desisitir de hacerlo. Se había mostrado dulce y atenta, aunque sin dar muestras de desear compartir su cama. ¡Parecía tan feliz y contenta con aquel arreglo!

Más tarde, pensó. Cuando no tuviera ninguna excusa, cuando no pudiera utilizar la maternidad como pretexto. Entonces se acercaría a ella y ese lecho soportaría el peso de ambos cuerpos.

Cerró los ojos pensando en su regreso a casa. No le gustaba separarse de ella, pero regresar... era totalmente distinto. Se relajó y apoyó la cabeza en el borde de la bañera. El agua caliente estaba empezando a calmar el dolor de su cuerpo fatigado cuando oyó un golpe en la puerta. Ésta se entreabrió y apareció el rostro sonriente de Jeff.

—¿Estás decente, querido hermano? —preguntó, aunque ya había entrado.

—Bastante más que tú —refunfuñó Brandon, airado por la interrupción—.

Ahora cierra la puerta, y si puede ser, desde fuera.

Imperturbable, Jeff entró y empujó la puerta con el pie para que se cerrara de un portazo.

—Desde luego, querido Branden —respondió imitando a un mimo—. He acudido hasta ti simplemente para traerte unos pasatiempos, y —añadió en voz alta y hacia la otra estancia— para rescatar a mi cuñada de tu extraordinario mal genio.

Se oyó una risilla en la sala de estar contigua y Jeff, celebrando su propia gracia, depositó una botella de coñac y una caja de puros en un estante junto a la bañera.

Branden le hizo un gesto de agradecimiento. Tomó un trago de coñac y cogió un puro.

—Creo que dejaré que te quedes por aquí. Parece que aún hay alguna esperanza contigo, después de todo.

Heather entró en la habitación para preparar la ropa limpia de su esposo, y no prestó excesiva atención a la conversación de los dos hombres hasta que Brandon empezó a relatar la historia de la familia Webster. Entonces se acercó a la bañera y se colocó detrás de él para escuchar el relato. Brandon le tomó inconscientemente la mano y se la acarició con la mejilla mientras hablaba con Jeff. El movimiento no pasó inadvertido y éste se sorprendió ante el intercambio de atenciones entre su hermano y su cuñada.

Al finalizar, Heather se dio cuenta de lo poco que conocía a su marido.

Estaba conmovida por la triste situación de los Webster e incluso extrañamente orgullosa de su compasión por ellos. Sus ojos estaban húmedos cuando levantó el rostro y se encontró con la mirada fija de Jeff.

Éste le sonrió y volvió a escuchar a Brandon.

—Bueno, de todos modos llegarán en el paquebote de la semana que viene

—concluyó.

Jeff cogió uno de los puros que había traído y mientras lo encendía comentó:

—Tendremos que buscarles una casa.

—Hay muchas en el molino —respondió Brandon—. Pueden quedarse en esa casa enorme que el señor Bartiett utilizaba como oficina. Jeff soltó un suspiro.

—Creía que tu intención era que se quedaran —dijo en tono de mofa—.

Echarán un vistazo a esa casa y pondrán rumbo de vuelta al norte. Bartiett era una maldita rata de cloaca, hablando con toda franqueza, y ese lugar es peor que una pocilga. Usaba a sus esclavas en esas camas y esas pobres almas se cubrían de bichos. No es adecuado ni para un cerdo y tú quieres meter a los Webster ahí. Se te revolvería el estómago si vieras la porquería que hay.

—La he visto —dijo Brandon con una sonrisa—. Por eso mañana iremos a limpiarla.

—Tendría que haber cerrado la boca —refunfuñó Jeff.

Brandon se echó a reír.

—Si algún día llega ese momento, tendré que ir a buscar al reverendo —se burló.

Haciendo caso omiso de la broma, Heather exigió con voz firme:

—Yo también iré. No me fío de ninguno de los dos para adecentar una casa.

—Los miró y al ver que dudaban se apresuró a añadir en un tono más suave—: Intentaré no ponerme en el camino de nadie y no ser un problema.

Los ojos de los hombres se posaron en el voluminoso vientre de la joven y la duda en sus miradas contradijo su consentimiento.

El grupo se detuvo frente a la casa deteriorada y cubierta de vegetación.

Descendieron del carro y se quedaron mirándola con aprensión. Hatti resopló.

—¡Uf! No me extraña que ese hombre la vendiera.

En mi vida he visto una casa tan destartalada. Seguro que los cerdos andaban sueltos por aquí.

Jeff se echó a reír mientras se sacaba la chaqueta y la dejaba en el carruaje.

—Parece que han hecho nuestro trabajo ¿eh, Hatti? Branden dejó su abrigo junto al de su hermano y musitó con una sonrisa compungida:

—Bueno, vamos a trabajar. No hay necesidad de perder más tiempo.

Dejó a dos chicos barriendo el patio y entró en la casa para ver qué se necesitaba. Hatti y Heather lo siguieron haciendo sus propios cálculos. Ante el espectáculo que encontraron, Heather arrugó la nariz de asco, pues había comida podrida esparcida por todo el suelo y sobre los muebles. Una gruesa capa de suciedad cubría el suelo y el hedor impregnaba todo el lugar.

—Creo que estabas en lo cierto, Hatti —observó Branden—. Los cerdos han anidado aquí.

Los criados sacaron al exterior todos y cada uno de los objetos movibles para proceder a una limpieza exhaustiva. Jeff se dirigió a las otras estancias en busca de muebles que pudieran ser útiles. Hatti dio instrucciones a las mujeres que inmediatamente se pusieron a limpiar la casa de arriba abajo-Ethan y Luke, marido y nieto de la anciana respectivamente, se encargaron del suelo y de pintar la casa. Branden dejó a las mujeres trabajando y se marchó con George a comprobar las instalaciones exteriores, que encontraron en muy mal estado. Nadie se quedó mano sobre mano.

En medio de lama actividad, se olvidaron de Heather, que se encontró sola, sin ninguna tarea asignada. Se ató un pañuelo a la cabeza, se arremangó y se dispuso a limpiar la chimenea del salón con un cepillo de mango largo.

Estaba sentada en ella, absorta en su labor, cuando de pronto una voz procedente de atrás la sobresaltó.

—¡Señorita Heather! —exclamó Hatti—. ¡Dios santo, niña! ¡Eso le hará daño al bebé! —Se puso al lado de su ama y agarrándola del brazo la ayudó a levantarse—. Se supone que usted no debe trabajar, señorita. Usted sólo vino para aconsejar. Si el señorito Bran la descubre le dará un ataque. Deje que esas chicas hagan el trabajo;

ellas no están embarazadas. ¡Usted, simplemente, siéntese y relájese!

Heather echó un vistazo a la habitación vacía y se echó a reír.

—¿Y dónde se supone que debo sentarme, Hatti? Han sacado todas las sillas.

—Bueno, le encontraremos una y se pondrá cómoda —respondió la criada.

Al cabo de poco rato ya estaba sentada en una mecedora frente a las ventanas sucias, con un libro en las manos. Hatti salió a toda prisa dejándola sola una vez más. Heather intentó leer bajo la luz tenue que se filtraba por las cortinas mugrientas y, al no poder concentrarse se humedeció la yema de un dedo y la pasó por el cristal dejando una marca.

Dejó el libro y se levantó decidida a limpiar las ventanas. Arrancó las cortinas cochambrosas y, equipada con cubo y trapo, se subió a una silla que trajo del exterior y empezó a fregar los cristales. Estaba empleada en esta tarea, cuando Branden la sorprendió encaramada a la silla. Sin perder el tiempo con palabras, se precipitó hacia ella y la tomó en sus brazos, sobresaltándola tanto que la joven gritó alarmada.

—Pero ¿qué crees que estás haciendo? —inquirió, enojado.

—¡Oh, Brandon, qué susto me has dado! —exclamó Heather.

Él la dejó en el suelo.

—Si vuelvo a verte subida a una silla tendrás motivos para asustarte. No has venido a trabajar —la reprendió—. Te hemos traído aquí para que nos hicieras compañía.

Heather sacudió la cabeza, exasperada.

—Pero Branden, yo...

—No se hable más, Heather —la interrumpió—. Siéntate y cuida de mi hijo.

Heather dejó escapar un suspiro y se sentó de nuevo en la mecedora, resignada.

—Compañía, ¡ja! Todos trabajando y yo aquí, sentada sin hacer nada.

Branden apartó un mechón de su rostro y la besó en la frente.

—Eres mucho más importante que toda esta maldita casa.

Heather volvió a coger el libro y empezó a balancearse.

—Ya me tratas como si fuera una anciana. Branden se echó a reír.

—Eso nunca, amor mío. Sólo cuando yo sea un hombre muy viejo.

La dejó leyendo, pero la joven no tardó mucho en levantarse de nuevo y deambular por la casa. Subió las escaleras y pasó por una habitación en la que las chicas estaban fregando, y por otra en la que dos hombres em-papelaban las paredes. Luego bajó y se dirigió a la cocina. Se estremeció al ver la suciedad y la mugre que había, pues la estancia todavía no había sido aseada. Encontró una escoba y empezó a barrer la porquería. Tosió varias veces y se asfixió con el polvo que había levantado. De vez en cuando echaba un vistazo hacia k puerta, alerta al menor ruido, pero su vigilancia fue en vano; la criada llegó sin anunciarse.

—¡Señorita Heather! —exclamó Hatti. La muchacha dio un respingo dejando caer la escoba al suelo. Luego, con los brazos a la espalda, miró a Hatti, avergonzada. La criada bloqueó la entrada con los brazos en jarras y la boca apretada.

—¡No es bueno para usted respirar tanto polvo! ¡SÍ no se está quieta va a tener el bebé en esta habitación mugrienta! —la regañó—. Voy a buscar al señorito Brandon ahora mismo. Él hará que se siente. —Se volvió y salió de la cocina.

Heather se quedó mascullando algo acerca de que esos sustos de muerte eran más perjudiciales para la salud de una persona que todo el polvo del mundo. Bajó la cabeza y con el pie rascó un poco de suciedad. De pronto llegaron los dos y se la quedaron mirando en silencio con el ceño fruncido.

—Señora —dijo Brandon—, es usted la mujer más obstinada que he conocido nunca. Está claro que tendremos que buscarle una tarea ligera para mantenerla ocupada.

Se quedó sin saber qué encomendarle hasta que Jeff lo llamó desde el patio trasero. Los tres salieron y vieron a varios chicos dejando en el suelo unos toneles enormes. Jeff sacó las tapas para mostrarles que estaban repletos de una extraña variedad de platos, cacharros, teteras y otros utensilios.

—Me imagino que la señora Bartiett envió todo esto para los esclavos —

supuso Jeff—. Estaban almacenados arriba, en el molino, así que estoy seguro de que el señor Bartiett ni siquiera dejó que esos pobres diablos les echaran un vistazo.

—¿Estaba casado el señor Bartiett? —preguntó Heather, recordando las palabras de Jeff del día anterior. Brandon asintió.

—Con una mujer muy agradable, por lo que he oído. Pero parece que no debe de enterarse de lo que hace su marido. Todo el mundo en Charleston sabe qué clase de hombre es.

—¡Basura blanca, eso es lo que es! —gruñó Hatti. Regresó a la casa murmurando para sí—: A ese hombre lo tendrían que haber colgado hace tiempo.

Brandon examinó los objetos que contenían los toneles y echó un vistazo a su esposa creyendo que por fin había encontrado la tarea perfecta para ella.

—Bueno, ratoncito inquieto, quizá dejes de molestar con esto. Separa lo que esté en mejor estado y apártalo para los Webster. No estaría bien devolvérselo a la señora Bartiett y dejar que se diera cuenta de cómo es su marido.

Mientras la ayudaba a descender por las desvencijadas escaleras Heather le sonrió con alegría y un poco de coquetería, haciendo que el corazón de Branden se enterneciera. Al observar cómo su esposa fisgaba en los toneles, no pudo concentrarse en lo que le estaba diciendo su hermano. Decidió volverse de espaldas a ella y prestarle toda la atención a Jeff quien, al mirar por encima de su hermano y ver a su cuñada, dejó la frase a medias y sonrió. Brandon se volvió y se encontró a Heather con la cabeza dentro de uno de los toneles, intentando sacar una enorme tetera del fondo.

—¡Maldita sea! —gritó.

Heather soltó la tetera y se irguió, apartándose el cabello de los ojos— Tenía el pañuelo torcido y la barbilla manchada de grasa. Jeff se echó a reír, conmovido por la escena, mientras Brandon sacudía la cabeza exasperado.

—Jeff, haz que tus hombres desembalen todas estas cosas y las lleven al porche —ordenó. Cogió un plato de uno de los toneles y lo sostuvo en alto para que la joven pudiera verse reflejada—. Y usted, señora Cara Sucia, no levantará nada que sea más pesado que esto. ¿Lo ha entendido?

Heather asintió enérgicamente al tiempo que intentaba limpiarse la cara con el delantal.

Brandon soltó un suspiro.

—Así estás empeorando las cosas. —Agarró un extremo del delantal y le limpió la grasa de la barbilla con suavidad—. Ahora sé buena —le rogó halagüeñamente—, o tendré que mandarte a casa para que no te metas en más líos.

—Sí, señor —murmuró dócilmente ante la mirada tierna de su esposo.

Ahora que Heather estaba ocupada en algo, todos irían un poco menos de cabeza. Brandon y George pasaron el resto de la mañana vaciando, limpiando y reparando el pozo. Jeff continuó su exploración por las cabañas y encontró una selección de muebles bastante aceptable, que acabó por abarrotar el patio delantero. Justo antes del almuerzo, Hatti declaró que la planta superior estaba limpia y apta para ser habitada. La fachada resplandecía con su nueva capa de pintura blanca. Se tomaron un descanso e improvisaron una comida alegre y divertida con el contenido de los cestos que traían en el carro. Cuando hubieron acabado, se relajaron, tendidos en el suelo bajo el sol o en la sombra, según las preferencias de cada uno. Heather estaba sentada junto a Brandon sobre un almohadón que le habían colocado bajo un enorme pino, y Jeff, apoyado contra un arcón viejo, los observaba con expresión divertida.

—Estaba empezando a preguntarme si teníais aversión a compartir uno de esos almohadones —bromeó—. Aunque no me puedo imaginar cómo Heather estaría ahora en este estado si no lo hubierais hecho. Claro que con una sola noche habría sido suficiente, ¿no?

Heather intercambió una mirada con su marido en silencio. Éste se encogió de hombros respondiendo a la pregunta que formulaban los ojos de su esposa, luego se quedó contemplando a su hermano con el entrecejo fruncido. Pero Jeff esbozó una sonrisa y cerró los ojos.

La tarde transcurrió tan ajetreada como la mañana. Lograron adecentar la planta baja de la casa, a pesar de haber creído que era una tarea casi imposible de realizar. El olor a jabón de pino invadía las habitaciones y todo brillaba, impecable.

Heather se sintió aliviada cuando la tarea del día tocó a su fin. Estaba agotada, sucia y pegajosa a causa del sudor. Apenas parecía la señora de una gran mansión. Mechones de cabello negro asomaban por el pañuelo ca-yéndole por la espalda y, entre sus senos, podían verse gotitas de humedad pues se había desabrochado el corpiño para que la brisa refrescara su piel.

Desde que habían entrado los muebles, ningún hombre había puesto un pie en la casa, pues todas las tareas pendientes precisaban una mano femenina. Colocaron sábanas sobre las de plumas y fregaron los platos y los guardaron en los armarios. Heather estaba tan absorta frente a la ahora impecable chimenea discutiendo con Hatti las cosas que todavía quedaban por hacer para que la casa fuera más acogedora para los Websters, y confeccionando una lista de objetos útiles que podían traer de Harthaven, que no se dio cuenta de la presencia de un hombre. Estaba de espaldas a la entrada, escuchando atentamente cada palabra que Hatti pronunciaba. Con el vestido manchado y el delantal atado por debajo del busto, tenía el mismo aspecto que el resto de los criados. Un extraño que se hubiera acercado por detrás podría haber pensado que era una chica de color, pequeña y esbelta.

Eso fue precisamente lo que pensó el señor Bartiett cuando la vio junto a Hatti. Entró en la estancia a grandes zancadas para llamar la atención de las dos mujeres, pero sólo cuando sintió una brutal palmada en las nalgas y la voz del hombre atronó su oído, Heather se percató de su presencia.

—¡Vaya! Qué linda muchachita tenemos aquí —exclamó— Anciana, ve a decirle a su amo que el señor Bartiett está aquí, pero no te apresures. Voy a degustar este exquisito bocado mientras estás ausente.

Heather, indignada, se volvió bruscamente mientras Hatti lo miraba boquiabierta, horrorizada. Bartiett no se mostró demasiado sorprendido al descubrir el color de la piel y de los ojos de la muchacha. Pensó que se trataba de una esclava, y no se imaginó ni por un instante que estaba insultando a una Birmingham. Se pasó la lengua por los labios, regocijándose con la visión del escote de Heather y, al cogerla del brazo, esbozó una sonrisa lasciva.

—Bien, dulce niña, parece que se me han adelantado. ¿Tu amo quizá? —

inquirió—. Tiene buen gusto, he de reconocerlo. —Le hizo un gesto a Hatti para que se fuera—. Fuera, anciana. —La miró con los ojos entornados—. Y

no te vayas de la lengua si no quieres que te la arranque de tu negra cabeza.

Hatti y Heather gritaron al unísono.

—¡Cómo se atreve! ¡Cómo se atreve! —exclamó la muchacha, indignada, intentando desasirse de él. Hatti blandió la fregona, gritando.

—¡Déjela! Vayase de aquí, basura blanca. El señorito Bran le hará picadillo.

Bartiett avanzó un paso para propinarle un revés a la criada, pero se vio sorprendido por el ataque de Heather que le cruzó la cara de un bofetón.

—¡Déjela! —ordenó la joven. El hombre se llevó la mano a la mejilla volviéndose hacia ella, desconcertado.

—¡Vaya con la pequeña bruja! —exclamó. Heather le lanzó una mirada llena de furia. Señaló la puerta.

—Vayase ahora mismo de aquí —espetó entre dientes—. Y no vuelva jamás.

El hombre la atrajo hacia sí.

—Creo que te excedes al hablarme de ese modo, cariño.

Heather empezó a golpearlo en el pecho exigiéndole que la soltara, pero él no hacía más que reír, aprisionándola brutalmente con el brazo y sofocando sus golpes con un abrazo sudoroso.

—Sé que deseas proteger a la vieja —dijo entre risas—, pero lo estás haciendo mal. Lo único que tienes que hacer es ser cariñosa conmigo. ¿Qué es lo que tiene tu amo que no tenga yo?

Hatti lo golpeó con la fregona al tiempo que Heather clavaba en su empeine uno de sus tacones puntiagudos. Bartiett profirió un alarido y perdió el equilibrio, desplomándose en el vestíbulo. Al ver delante de él a la enorme anciana, con los ojos inyectados en sangre, blandiendo la fregona, y la gata salvaje esgrimiendo una pastilla de jabón como si fuera una daga, huyó despavorido. Al bajar el primer escalón del porche, la enorme pastilla de jabón le golpeó en la nuca y fue a parar al patio, seguida de Bartiett, que cayó de espaldas al suelo. Se levantó jadeando, enfurecido por haber sido el objeto de abuso de dos sirvientas, y encima mujeres. La pequeña se enfrentó a él desde el porche con ira en los ojos.

—Ahora márchese, y deprisa —le espetó con una mueca de desprecio—. O

mi amo hará que se arrepienta de no haberlo hecho.

—¡Pequeña zorra! —exclamó Bartiett—. Yo te enseñaré lo que es bueno.

Avanzó un paso, amenazante, y la fregona le pasó rozándole el semblante, y manchándolo de agua sucia. Hatti se colocó delante de la muchacha y se dirigió al hombre, encolerizada, a un ritmo intencionadamente pausado.

—Ahora, señor Bartiett. Si alguna vez vuelve a ponerle la mano encima a esta Birmingham, le pegare en la cabeza con esta fregona con tanta fuerza que para sacársela tendrán que esquilarle como a una oveja.

La réplica de Bartiett se vio interrumpida por el ruido sordo de unos pasos que se acercaban a toda prisa detrás de él. Se volvió y descubrió al amo de Harthaven aproximándose con una expresión de rabia en su rostro enrojecido. En ese breve lapso, Bartiett comprendió lo que era estar cara a cara con la muerte. Había insultado

a la esposa de un Birmingham, y no sólo de un Birmingham, sino de Branden Birmingham, conocido por su mal carácter.

Bartiett quedó paralizado, incapaz de articular palabra, y palideció. El miedo rezumaba por cada poro de su piel. Lo poco que oyó Branden fue suficiente para desatar su furia. Sólo era capaz de ver al hombre que yacía ante él, envuelto en una especie de neblina rojiza que limitaba su visión. Deseaba oír cómo los huesos de aquel hombre crujían entre sus manos y, al acercarse, descargó sobre él su puño sediento de sangre. Sus nudillos se es-trellaron en su mejilla y su ceja derecha, abriéndole una brecha y haciéndole girar sobre sí mismo. Branden se apartó para volver a golpearle, pero Bartiett puso pies en polvorosa, con una agilidad sorprendente para su edad y su físico. El mayor de los Birmingham no estaba dispuesto a dejar escapar al hombre y, cuando estaba a punto de alcanzarlo, Jeff se interpuso en su camino. Al ver las ansias de sangre en la mirada de su hermano, se abalanzó sobre él, y ambos cayeron al suelo. Intentó sujetarlo, pero Branden se zafó y se puso en pie. Jeff levantó la cabeza, y vio a su hermano correr en dirección al carruaje que se alejaba a toda velocidad. Bardett se incorporó del asiento agitando un puño en el aire antes de reemprender su huida.

Branden se calmó contemplando el camino ahora desierto. Se sacudió, se arregló el cabello con las manos y ayudó a Jeff a incorporarse. Miró hacia la casa y su rabia se tornó en preocupación por Heather. Al llegar al primer escalón, se detuvo frente a su esposa con el entrecejo fruncido. Heather lo abrazó mientras le besaba, llorando, el cuello y el pecho. Limpió el rostro de su esposo con el delantal, luego se secó las lágrimas. Bran-don comprendió que su esposa se hallaba al borde de un ataque de nervios y la condujo con ternura hasta una silla para intentar apaciguarla.

Un rato después. Branden interrogó a Hatti y, al oír la historia completa, Jeff estuvo a punto de tener que usar la fuerza para contenerlo. Brandon se levantó y juró que mataría a Bartiett. Al oírlo, a Heather le dio un vuelco el corazón.

—Por favor —rogó al tiempo que tiraba de la mano de su esposo. Luego llevó la mano de éste a su vientre para que sintiera al bebé moviéndose enérgicamente. Lo miró a los ojos con una sonrisa dulce mientras le acariciaba la mejilla—. Ya he tenido suficientes emociones por hoy —añadió—.

Acabemos y vayámonos a casa.

Cuando Jeremiah Webster vio por primera vez la casa que habían arreglado para él y su familia, pensó que se trataba de la mansión de los Birmingham y comentó que era muy bonita. Brandon, Jeff y Heather lo miraron sorprendidos y el primero se apresuró a corregirlo. El hombre quedó boquiabierto y tardó varios minutos en recuperarse. Luego se volvió hacia su esposa.

—¿Has oído, Leah? —preguntó, incrédulo—. ¿Lo has oído? Ésa va a ser nuestra casa.

Por primera vez desde que se conocían, la mujer habló con los ojos arrasados en lágrimas, olvidando su timidez.

—Es demasiado bonito para ser verdad —afirmó. Miró a Heather para asegurarse de que lo que había dicho su esposo era cierto—. ¿Vamos a vivir aquí? —inquinó, todavía insegura.

Heather asintió para confirmárselo y dedicó a su esposo una sonrisa afectuosa por la bondad que había demostrado con esa gente.

—Venga conmigo —murmuró Heather suavemente, cogiéndola del brazo—.

Le enseñaré la casa por dentro.

Mientras las dos mujeres entraban seguidas por el señor Webster, Jeff le dio un ligero codazo a su hermano, que se había quedado embelesado contemplando a su esposa.

—Una buena obra más, Brandon, y serás su caballero andante —bromeó.

A medida que el mes de marzo avanzaba, los días fueron cada vez más cálidos y soleados. Brandon comprobó que la puesta en marcha del molino requería la mayor parte de su tiempo. Casi no veía a su esposa ni estaba en casa. Él y Webster hicieron numerosos viajes del molino a los campos de tala, río arriba. Grandes balsas de troncos flotaban corriente abajo para descansar en las rebalsas tras el molino, aguardando las primeras dentelladas de las sierras. La mayor parte de las destartaladas chozas que habían albergado a los esclavos tuvieron que ser reparadas. Dos familias y media docena de hombres solteros se desplazaron desde Nueva York a petición de Webster para que sumaran su experiencia a la cuadrilla.

Los días calurosos y polvorientos y las noches frías y húmedas se habían convertido en una rutina aburrida sin Brandon ni Jeff en casa. Heather intentó vencer la monotonía y encontró breves momentos de distracción. Un chubasco primaveral interrumpió la sequía del mes y preparó el terreno para una noche de lluvia torrencial. Los días posteriores trajeron consigo una agradable metamorfosis de la tierra. Heather se sorprendió ante el cambio repentino provocado por las lluvias. De la noche a la mañana el marrón quemado y seco del invierno fue sustituido por el verde fresco y floreciente de la primavera. Las magnolias llenaban el aire con su aroma intenso y cascadas de glicinas púrpura caían de los árboles de los que colgaban. Azaleas, adelfas y gran variedad de lilas alegraban con sus vivos colores los bosques. Los cerezos silvestres adornaban los valles estrechos y cerrados mientras los patos y las ocas surcaban el cielo. Una fauna abundante animó de nuevo los bosques.

En medio de este esplendor, Heather sintió que se acercaba el momento.

Era muy raro que se aventurara a salir a pesar de la belleza de la tierra. Se sentía torpe y lenta, pero siempre que deseaba moverse había una mano para asirla. Cuando Branden estaba en el molino o en los campos de tala río arriba, era Jeff, o Hatti, o Mary; siempre había alguien cerca.

Una veintena de amigos de la familia se acercaron a presentar sus respetos y dar la bienvenida a Brandon. Era viernes por la tarde cuando llegaron. Por la mañana se habían cocinado una variedad de platos y todo estaba preparado para asar la ternera y el cerdo. Varios niños se encargaban de vigilar que los asados no se quemaran. Los barriles de cerveza habían sido enfriados en las aguas heladas del arroyo.

El reverendo Fairchild, su esposa y sus siete hijos fueron los primeros en llegar. Poco después lo hizo el enorme lando negro de Abegail Clark, que pasó por delante de la mansión sin detenerse. La fiesta se fue animando con el transcurso del día. El reverendo Fairchild se dedicó a vigilar a los hombres que bebían demasiado y a buscar entre los arbustos a las parejas de jóvenes que se tumbaban para intercambiar algo más que frases poé-

ticas. Brandon ordenó que sacaran varios barriles de cerveza y los depositaran bajo los árboles. Jeff hizo lo propio con un tonel de whisky añejo. Los ánimos se alegraron. Varios barriles de cerveza que habían traído los invitados fueron destapados para compararlos con los de los Birmingham. Los niños correteaban por el magnífico césped al tiempo que vaciaban jarra tras jarra de limonada. Las mujeres, reunidas en grupos, cosían sus dechados mientras los hombres admiraban a los caballos y a las señoras, incapaces de decidir qué barril contenía la bebida más dulce.

Fue Sybil Scott la que atrajo la atención en un momento de la tarde. Llevaba un atrevido vestido de escote bajo bastante caro, y un vendedor barrigudo de mediana edad la perseguía sin cesar con intenciones muy claras para todo el mundo menos para ella. La joven eludía sus zarpas con una risa estridente, abrumada ante la atención inusual de un hombre y la ausencia de la mano restrictiva de su madre.

Heather abrió los ojos de par en par al ver a la hasta hacía poco niña retraída, ahora riendo y coqueteando con su pretendiente, ofreciendo a sus toquetees una resistencia simbólica. A su lado, la señora Clark mostraba su enfado resoplando sonoramente y clavando su sombrilla en el suelo.

—Maranda Scott maldecirá el día en que le dio libertad a su hija —sentenció la anciana—. Esa pobre niña acabará con el corazón roto. A él sólo le interesan su ropa lujosa y sus encantos, pero sin promesas, y la chiquilla ha estado demasiado tiempo protegida para saber lidiar con un hombre y especialmente con ése. Pobre niña, necesita una mano que la guíe.

—Me dio la impresión de que era una joven muy reservada —murmuró Heather, azorada por el cambio producido.

—Sybil, querida, no es joven —comentó la señora Fairchild—. Y ciertamente parece que ha perdido su timidez. La señora Clark sacudió la cabeza con tristeza.

—Es evidente que como no ha conseguido pillar a un Birmingham, Maranda la ha abandonado.

La anciana echó un vistazo a Heather. Ésta, a pesar de su estado, estaba bellísima y transmitía ese misterio que poseen todas las embarazadas.

Llevaba un vestido azul cielo de organdí con volantes de encaje en el cuello y en los puños, y llevaba el cabello recogido, formando suaves tirabuzones, con cintas azules. Aun en un estadio tan avanzado de gestación, era la envidia de muchas.

La gran dama prosiguió, mirando ahora directamente a Heather.

—A estas alturas ya debes saber que Sybil se había fijado en tu marido, aunque no entiendo, pobre niña, dónde vio que tenía una posibilidad. Era extraño que mirara dos veces incluso a las jóvenes más hermosas de la iglesia, y luego, claro, estaba Louisa, que debemos admitir que es una mujer hermosa. Incluso entonces Sybil abrigó alguna esperanza, pero el día que te vio, creo que entendió que sus sueños habían llegado a su fin. Fue una lástima el modo en que Maranda le hizo creer que Branden se fijaría en ella. Él no sabía ni que la niña existía. —Asintiendo en dirección a Sybil, afirmó categóricamente—: Lo que está ocurriendo ahora es culpa de Maranda, pero ella se queda sentada en su casa maldiciendo a Branden sin pensar en su hija —concluyó en tono de ira, y clavó la sombrilla en el suelo para enfatizar sus palabras.

Branden y Jeff se aproximaban por el camino cuando, de pronto, Sybil, al tratar de evitar a su torpe pretendiente, salió corriendo de debajo de unos árboles chocando con ellos. Branden se apartó, la saludó y continuó su camino sin prestarle atención. Al reconocerlo, la pobre niña abrió los ojos y palideció. Se quedó contemplando su espalda fijamente, muy desalentada; su sola presencia acababa de arrebatarle el regocijo del día. Observó que el hombre tomaba asiento junto a su esposa.

Sybil continuaba ofuscada cuando el birlocho llegó y se detuvo frente al grupo. Al ver descender a Louisa del carruaje exquisitamente vestida, dejando a su admirador perplejo ante su apresurada marcha, Heather depositó la aguja en su regazo y esperó a que se acercara. Louisa sonreía alegremente acercándose resuelta y saludando a voz en cuello. Su nuevo admirador bajó del carruaje y la siguió, pero ella hizo caso omiso de él concediendo toda su atención a su antiguo prometido. La mujer frunció el entrecejo al ver cómo éste se levantaba y se colocaba detrás de la silla de su esposa. Fue entonces cuando Louisa reparó en ella.

—Cielo santo, criatura —exclamó, sonriendo con desdén y mirándole el vientre—. Esto probablemente va a arruinar tu figura el resto de tu vida.

—¿Qué sabrás tú de eso, Loui? —inquirió Jeff con sarcasmo.

Louisa hizo caso omiso y dio una vuelta sobre sí misma para lucir su atuendo y también su figura voluptuosa.

—¿Os gusta mi nuevo vestido? —inquirió—. He encontrado el modisto más talentoso del mundo. De un rollo de tela y un poco de hilo hace maravillas como ésta. —Arrugó la nariz con aversión—. Pero es un hombrecillo muy extraño. Os haría reír. —Miró a Heather con mordacidad—. Pero si es uno de tus compatriotas, querida. —Dicho esto se alejó hacia un grupo de jóvenes que había cerca de ellos. Entretanto, su pretendiente saludó a Branden.

—He oído que te has casado, Bran —comentó Mathew Bishop con un marcado acento sureño.

Branden deslizó las manos sobre los hombros de Heather al presentársela a Mathew.

—Matt y Jeff fueron a la escuela juntos —le explicó a su mujer.

—Es un placer conocerlo, señor Bishop —murmuró Heather con una sonrisa El hombre miró primero su vientre y sonrió. Luego alzó la vista y contempló su rostro sorprendido ante la visión.

—¿Ésta es tu esposa? —inquirió, incrédulo—. Bueno, Louisa dijo...

Se calló al darse cuenta de lo que había estado a punto de escapársele. Le había parecido muy extraño cuando Louisa se había puesto a despotricar contra la pordiosera que había hecho brujería para arrebatarle a Brandon.

Le había resultado difícil creer que Brandon se hubiera mostrado tan ansioso por que lo pillaran o que fuera la clase de hombre capaz de acostarse con una muchacha poco apetecible y mucho menos casarse con ella. Debería haber sabido que ese hombre elegiría a la mujer más hermosa para calentar su lecho.

—Creo que se han burlado de mí —se disculpó—. Tienes una esposa encantadora, Bran.

Louisa regresó a tiempo de escuchar los últimos comentarios y lo miró con rabia agarrándole del brazo. Luego se volvió hacia Brandon con una sonrisa.

—Querido, tus fiestas son las más espléndidas —comentó con coquetería—.

Incluso cuando estábamos sólo nosotros dos, nunca fueron aburridas.

Brandon se inclinó para interesarse por el estado de su esposa haciendo caso omiso a los comentarios de Louisa, pero Abegail no se calló.

—Parece que adoras las fiestas, Louisa —apuntó—. En cuanto a los hombres... no es usual que limites tu afecto a uno solo.

Jeff se echó a reír de buena gana guiñándole un ojo a la anciana. Louisa les lanzó una mirada furiosa. Luego se volvió hacia Heather a tiempo para ver cómo se acariciaba la mejilla amorosamente con la mano de Brandon y murmuraba una respuesta a su atento marido. Los celos la consumieron.

Bajó la mirada y vio el pañuelo que la joven estaba bordando con el monograma de Brandon. Entornó los ojos y en tono malicioso preguntó:

—¿Qué es lo que tienes ahí, querida? ¿Estás perdiendo el tiempo con la costura? Pensé que tendrías cosas más importantes que atender estando casada con Brandon. —Echó un vistazo a éste—. Pero claro, supongo que hay muy pocos placeres que puedas disfrutar estando el embarazo tan avanzado. En cuanto a mí...

—Coser es un arte noble, Louisa —la interrumpió la señora Fairchild, muy atenta a su bordado—. Harías bien en aprender. Mantiene ocupada las manos y aleja la mente de actividades menos atractivas.

Louisa comprendió que no conseguiría arruinar el día de Heather rodeada de tantos entrometidos que la protegían, así que se alejó vencida por el momento, pero no derrotada. Tendría más oportunidades de hacer trizas a la joven, y era muy paciente. Sonrió a su nuevo enamorado y le restregó la mano contra sus senos para provocarlo. No era tan atractivo como Brandon ni la mitad de rico, pero serviría hasta que consiguiera meter a ese semental arrogante y talentoso en su cama.

Como cualquier otro soltero dispuesto, Matt empujó a Louisa detrás de un matorral y la abrazó apasionadamente. Ahora le tocaba a él provocarla con su cuerpo, y la besó con los labios separados y deslizando su mano por debajo del corpiño para acariciar la carne abundante y cálida.

—Aquí no —murmuró Louisa, apartándolo—. Sé de un lugar en los establos.

Hatti salió por la puerta principal con una bandeja con limonada para las señoras. La señora Clark la saludó calurosamente mientras le servía.

—¿Estás preparada para dejar este antro de perversión y venir a vivir conmigo, Hatti? —inquirió—. Los viejos tenemos que estar juntos, ¿sabes?

—No, señora —repuso Hatti entre risas—. Dentro de poco voy a tener un nuevo Birmingham y el amo tendrá que darme una patada si quiere que me vaya de este lugar y deje a la señorita Heather. Ni una yunta de muías del señorito Bran podrían alejarme de aquí.

La criada arrancó la risa de todos los presentes. Se volvió hacia Heather, preocupada por su bienestar.

—¿Cómo se encuentra, señorita? No permanezca demasiado tiempo aquí sentada que se cansará. Ese bebé va a llegar pronto; no hace falta que le meta prisa. Señorito Bran, no la deje hacer demasiado, ¿me oye?

—Te oigo, Hatti —respondió Branden, risueño. Era ya de noche cuando les avisaron de que la carne estaba lista y sacaron antorchas para iluminar la cena. Sobre una mesa larga dispusieron los sabrosos platos que las diferentes familias habían traído y los invitados se dedicaron a ellos con avidez. Cortaron la ternera y el cerdo sobre él horno y colmaron los platos que iban presentándose conforme la fila avanzaba— Heather y Branden dieron la vuelta a la mesa, seleccionando los guisos más apetecibles. Él le indicó una serie de recetas totalmente desconocidas para ella que creía serían de su agrado. Al dirigirse hacia los hornos, Heather contempló su plato bastante sorprendida.

—Estoy tan gorda que no me veo ni los pies, y aun así, mira cómo me lo he llenado. —Alzó un pan de maíz riendo y le ofreció un bocado a Branden—.

Tendrás que ayudarme, Branden. Eso es todo lo que tienes que hacer.

Él se echó a reír y la besó tiernamente en los labios.

—Haría cualquier cosa para complacerte, cielo. Cualquier cosa —susurró.

Al regresar a sus sillas, Heather observó a Branden apoyar el plato sobre sus rodillas y cortar un sabroso pedazo de carne con expresión de dicha. Ella vaciló, sin saber dónde poner la comida ante la falta de regazo. Su marido alzó la vista y soltó una sonora carcajada al sorprenderla observando su barriga, indecisa. Se levantó Cogiéndole el plato y fue en busca de una mesa pequeña.

—Creo que podrás apañarte con esto —comentó al colocar la mesa delante de ellos.

Mientras estaban sentados. Branden alcanzó a ver a George al final del porche, tallando una rama con violencia. Le intranquilizó ver el mal genio del viejo y le hizo señas para que se acercara.

—¿Qué te ocurre? —preguntó cuando el criado estuvo a su lado.

George lanzó una mirada a Heather y tardó un poco en contestar.

—He visto sabandijas en el establo, capitán.

—¿Sabandijas? —inquirió el hombre arqueando una ceja.

El criado arrastró los pies y miró de soslayo a la joven.

—Sí, capitán, sabandijas.

Branden reflexionó sobre el asunto durante un momento y luego asintió entendiendo lo que había querido decir.

—Está bien, George. Coge un plato y calma tus pensamientos con un trozo de ternera, y olvida lo que hayas visto u oído.

—Sí, capitán —contestó George. Cuando se hubo marchado, Heather miró a su esposo preocupada.

—¿Ha encontrado George ratas en las caballerizas? Branden se echó a reír.

—Podríamos llamarlo así, cielo.

La fiesta continuó hasta bien entrada la noche. Bran-don llevó a Heather a dar un paseo entre sus invitados y luego la sentó en medio de las señoras.

Un grupo de hombres lo fueron a buscar y se lo llevaron para no devolverlo hasta altas horas de la noche. Heather permaneció sentada en silencio, escuchando la charla de las señoras de mediana edad sobre sus enfermedades y preocupaciones. La señora Clark se había retirado hacía rato a uno de los dormitorios de la planta superior y la señora Fairchild se había ido a casa con su marido y sus hijos. Branden tomó la mano de Heather para ayudarla a levantarse de la silla.

—Señoras, debo rogarles que disculpen a mi esposa —comentó—. Ha tenido un día muy duro y necesita descansar. Espero que no les importe.

Todas se apresuraron a asegurarle que no les importaba e intercambiaron sonrisas al observar la atención con que Brandon tomaba del brazo a su joven esposa mientras subían por las escaleras. Una vez en el interior de la casa, Heather dejó escapar un suspiro de alivio.

—Gracias por rescatarme —murmuró—. Me temo que deben de haber pensado que soy bastante aburrida. No sabía qué decir para impresionarlas, y además esa silla era muy incómoda.

—Lo siento, cariño —se disculpó Brandon—. Si lo hubiera sabido habría venido antes.

La muchacha apoyó la cabeza en el brazo de su esposo y esbozó una sonrisa.

—Creo que deberás subirme en tus brazos. Estoy tan cansada que creo que no voy a poder yo sola. Brandon se detuvo y la cogió en brazos.

—Bájame, Brandon, era una broma —suplicó Heather—. Peso tanto que vas a hacerte daño. Él soltó una carcajada.

—Lo dudo, querida. Sigues tan ligera como una niña.

—Rueño, bueno, bueno. ¿Qué es lo que tenemos aquí? —inquirió una mujer detrás de ellos, sin duda la voz suave y melosa de Louisa.

Brandon se volvió lentamente con su esposa en brazos y se encontró con la expresión burlona de su ex prometida.

—¿Haces esto cada noche, Brandon? —preguntó ésta con mofa—. Tu espalda va a resentirse, cariño. Sabes que deberías cuidarle más. ¿Qué harías si te rompieras la espalda? Te aseguro que ya no podrías serle útil.

—He levantado a mujeres más pesadas en mi vida, Louisa, incluyéndote a ti

—replicó inexpresivo—. Yo diría que mi mujer aún tiene que engordar un poco para igualar tu peso.

La expresión de burla fue sustituida por una de odio, pero Brandon se volvió y continuó hablando sin mirar atrás.

—Por cierto, Louisa, deberías ir a peinarte —observó—. Tienes paja en e) cabello.

Heather esbozó una sonrisa triunfal al mirar a la mujer por encima del hombro de su esposo mientras estrechaba sus brazos alrededor de su cuello.

Como Louisa continuaba observándolos, Brandon llevó a Heather a su dormitorio en lugar de dirigirse directamente a la sala de estar. Una vez en los aposentos de su esposa, él se repantigó en una silla mientras ella se desvestía tras un biombo. Estaba tan deformada que prefería ocultar su desnudez. Esperaría a recuperar su figura y a poder tentarlo con su cintura delgada, entonces dejaría que la contemplara encantada... y lo que se terciara.

Cuando la suave brisa agitó las cortinas junto a su cama a la mañana siguiente, Heather se despertó. Todavía le dolía la espalda y se sentía extrañamente cansada a pesar de haber dormido ocho horas o más. Al levantarse notó que el peso del bebé hacía mucha presión en .el bajo vientre.

El día transcurrió despacio. Por la tarde, despidió a los últimos invitados del día anterior, a excepción de la señora Clark que aún permanecería con ellos unos días. Llegó la noche y con ella la cena. La familia y su invitada disfrutaron de una deliciosa sopa de pescado obra de tía Ruth y, cuando los últimos platos fueron retirados, el grupo se acomodó en el salón. Heather estaba igual de incómoda allí que en las sillas del comedor y decidió retirarse con la escolta de Brandon. En la sala de estar, despidió a Mary y se desnudó sola.

Estaba estirada en la oscuridad cuando oyó a Branden subir y moverse por su habitación. Una vez se hubo acostado, volvió a reinar el silencio. Heather finalmente se durmió, aunque no por mucho tiempo, pues las contracciones en su vientre se hicieron realmente dolorosas desvelándola por completo. Se colocó la mano sobre la barriga y comprendió que había llegado la hora.

Un dolor intenso la invadió haciendo que todos los músculos de su cuerpo se agarrotaran por la tensión. Consiguió levantarse de la cama con la intención de avisar a Mary para que fuera en busca de Hatti. Al encender la vela de su mesita de noche, descubrió que su camisón estaba manchado y se dirigió despacio hacia la cómoda para coger otro. A medio camino abrió los ojos de par en par sorprendida y exhaló un gemido. Había roto aguas y estaba empapada. Cuando Bran-don abrió la puerta alarmado por los ruidos, la encontró impotente y confusa. Entró desnudo, poniéndose la bata.

—Heather, ¿te encuentras bien? —preguntó—. Creí haber oído... —Se detuvo de golpe al ver el camisón manchado y luego se acercó a ella a toda prisa—. ¡Dios mío, es el bebé! —exclamó.

—Branden, estoy empapada —comentó la joven, desconcertada—. Pasó tan deprisa. No sabía que estaba viniendo. —Lo miró fijamente durante unos segundos como si lo único que le preocupara fuera que se hubiera mojado y empezó a desabrocharse la prenda—. Por favor acércame otro. No puedo regresar a la cama mojada.

El hombre se abalanzó sobre la cómoda y abrió los cajones revolviéndolo todo como un loco. Finalmente consiguió encontrar los camisones doblados pulcramente en el último cajón y se acercó a ella para darle uno rosa.

—Pero Branden, es rosa —protestó—. Voy a tener un niño, y los niños no llevan ropa rosa. Ve a buscar

uno azul, por favor.

Él se la quedó mirando, atónito, por un instante.

—Por el amor de Dios, me da igual si es niña o niño —exclamó al fin—.

Ponte esto y deja que te lleve a la cama.

—No —insistió ella con terquedad—. Voy a tener un niño y no me pondré eso.

—Va a llegar desnudo a este mundo, así que da igual —dijo Branden—.

¿Vas a ponértelo o no?

Heather lo miró y sacudió la cabeza, con los labios apretados.

Branden alzó los brazos en señal de exasperación, dejando que el camisón cayera al suelo. Luego se dirigió de nuevo a la cómoda revolviéndolo todo en un frenesí. Al final encontró uno de color azul y se precipitó hacia ella con él. Heather, en actitud expectante, se lo arrebató, pero él, totalmente confuso se la quedó mirando boquiabierto.

—¿Puedes volverte, por favor? —pidió ella, reparando en su desconcierto.

—¿Cómo? —preguntó él estúpidamente.

—¿Puedes darte la vuelta, por favor? —repitió la joven.

—Pero si ya te he visto sin ropa... —Se detuvo y se volvió dándose cuenta de que no valía la pena discutir pues estaba obcecada en hacer las cosas a su manera, y lo único que conseguiría sería retrasarlo todo.

Heather, al no encontrar otro lugar donde ponerlo, echó el camisón azul sobre un hombro de Brandon.

—Apresúrate —la instó él—. Vas a parir aquí en medio si no te das prisa, y nuestro hijo será el primero en no nacer de cabeza.

Heather dejó caer el camisón mojado al suelo y cogió el limpio.

—Lo dudo mucho, amor mío —contestó entre risas.

—Heather. ¡Por Dios! —suplicó—. ¡Deja ya de cotorrear y ponte el vestido!

—Pero Branden, no estaba cotorreando —corrigió—. Sólo te estaba respondiendo. —Se colocó el camisón correctamente y empezó a atarse la cinta—. Cuando quieras ya puedes volverte.

Brandon se volvió y se inclinó para levantarla del suelo.

—Pero Brandon —protestó—, tengo que secar el suelo.

—¡Al infierno el suelo! —exclamó cogiéndola en brazos. Permaneció unos segundos con ella así indeciso, mirando la cama de Heather y luego en dirección a su habitación, hasta que decidió llevarla a ésta.

—¿Dónde me llevas? —inquirió—. Hatti no me encontrará nunca. Tendrá que buscarme por toda la casa.

Brandon la depositó suavemente en medio de la enorme cama.

—Aquí. ¿Contesta esto a tu pregunta? Es donde me gustaría que mi hijo... o hija naciera.

—No voy a tener una niña. Voy a tener... —Una nueva contracción la hizo retorcerse de dolor.

—Voy a despertar a Hatti —dijo Brandon, y salió de la habitación a toda prisa.

Pero la vieja criada, que desde su cabaña había visto luz en la habitación de Heather, sospechaba que había llegado el momento y ya estaba en el vestíbulo cuando su amo abandonó su dormitorio.

—¡Va a tener el bebé! —gritó Branden al verla—. Apresúrate.

Hatti sacudió la cabeza mientras subía por las escaleras en dirección al dormitorio.

—Pasará un rato antes de que nazca el niño, señorito Bran —comentó la mujer—. Es el primero y lleva su tiempo. Todavía faltan horas.

—Bueno, pero tiene muchos dolores ahora. Haz algo por ella —la apremió Brandon.

—Señorito Bran, lo siento, pero no hay nada que yo pueda hacer para calmar el dolor —respondió. Se inclinó sobre Heather con la negra frente arrugada por la preocupación y le apartó el cabello del rostro—. No luche señorita. Respire cuando las sienta, luego relájese cuando hayan pasado.

Necesitará su fuerza más tarde.

Heather fue respirando según las indicaciones de Hatti y el dolor cedió al cabo de un rato. Fue entonces cuando la muchacha sonrió a su esposo, que fue a sentarse a su lado en el borde de la cama y le tendió la mano.

Heather pudo comprobar que la expresión en el rostro de su marido era adusta y hasta le pareció ajado.

—Me han contado que todas las madres tienen que pasar por esto —

comentó en voz baja para consolarlo—. Forma parte del hecho de ser mujer.

Hatti despertó al servicio para que avivaran los fuegos y pusieran agua a hervir. Trajeron toallas y sábanas limpias y, con la ayuda de Brandon, colocaron varias debajo de la parturienta. El camisón azul fue sustituido por una sábana blanca que extendieron sobre la joven para cubrir su desnudez.

El tiempo transcurrió despacio para unos y muy rápido para otros. Cuando no atendía a su ama, Hatti se balanceaba en una silla junto a la cama, y Brandon se angustiaba más con cada nueva contracción.

—Hatti, ¿cuánto tiempo crees que puede durar? —la interrogó él ansioso, al tiempo que se enjugaba la frente.

—Eso nadie lo sabe, señorito Bran —respondió la anciana—, pero lo que está claro es que la señorita Heather lo está llevando mucho mejor que usted. ¿Por qué no va a tomarse un trago de eso que usted bebe? No le hará daño y puede que le ayude.

En efecto, Brandon necesitaba con desesperación beber una copa de coñac, pero declinó el ofrecimiento de Hatti, pues deseaba estar al lado de su esposa para ayudarla en lo que pudiera. Heather se agarró a la mano de su marido con fuerza, sin querer que se alejara de ella. ¿Cómo iba a abandonarla con todo lo que estaba sufriendo para dar a luz a su hijo?

Una vez más llegó el dolor, y de nuevo desapareció. Brandon, cada vez más pálido, le pasó un paño frío y

húmedo por la frente. Hatti se acercó a la cama y lo apartó.

—Señorito Bran, será mejor que vaya a que el señorito Jeff le prepare algo fuerte —le aconsejó—. No tiene buen aspecto. —Lo acompañó hasta la puerta, la abrió y lo empujó con suavidad—. Vaya a emborracharse, se-

ñorito Bran. Emborráchese y no vuelva hasta que yo lo avise. No quiero que se desmaye cuando tenga que asistir a la señorita.

La puerta se cerró en sus narices y Branden, perdido e indispuesto, echó un vistazo a su alrededor. Al final, decidió bajar por las escaleras hacia su estudio, donde Jeff y George estaban esperando. Jeff le echó una ojeada y le puso una copa en la mano.

—Toma, parece que la necesitas —comentó. Branden apuró la bebida haciendo caso omiso de los dos hombres que lo observaban. Jeff le hizo una señal a George y éste se apresuró a coger el vaso de su capitán y a rellenarlo con coñac y un buen chorro de agua. Branden no notó la diferencia mientras caminaba arriba y abajo por la estancia.

Jeff y George se encargaron de que la copa de Bran-don estuviera siempre bastante aguada. Jeff observó cómo su hermano encendía los puros, uno detrás de otro, y los apagaba tras darles dos caladas. Se movía por el estudio aturdido, indiferente a lo que ocurría a su alrededor, ignorándolos.

Salió al vestíbulo varias veces para mirar al segundo piso, luego regresaba y se servía otra copa. Cada vez que oía los pasos de una de las criadas subiendo o bajando a toda prisa por las escaleras, se asomaba expectante.

Jeff supo que estaba en otro mundo cuando se bebió un tercio de una copa de whisky sin notar la diferencia.

—Branden, o eres ya muy mayor para esta clase de cosas, o es que esa chiquilla te importa mucho más de lo que quieres admitir —comentó Jeff—.

Te he visto perseguir a un jabalí herido sin miedo, sabiendo perfectamente lo que estabas haciendo. Ahora estás tan aturdido que te bebes mi whisky y no lo aguantas. Branden lo empujó con el vaso.

—Bueno, entonces, ¿por qué demonios me la has dado si sabías que no me gustaba? —inquirió.

Jeff miró a George, perplejo, y éste le sonrió encogiéndose de hombros.

Luego se sentó en el escritorio sacudiendo la cabeza y trató de relajarse.

Tras unos minutos cogió una pluma y un papel y garabateó unas cifras.

Cuando se volvió hacia Branden, una sonrisa de satisfacción cruzaba su semblante.

—¿Sabes, Branden?, según mis cálculos tuviste que casarte con Tory el primer día que llegaste a Londres —comentó.

George escupió la cerveza sorprendido ante el comentario y se atragantó mientras Branden le lanzaba una mirada llena de furia a su hermano.

En el dormitorio, Heather se retorcía en una agonía silenciosa al intentar expulsar a la criatura de su interior. Respiró profundamente cuando el dolor cedió, pero. el intervalo fue breve pues volvió a sentir una nueva contracción. Agarró la mano de la sirvienta con fuerza, apretando los dientes mientras Hatti la animaba.

—La cabeza está a punto de salir, señorita Heather. No falta mucho ya.

Empuje. Eso es. Grite si quiere. Ha estado callada demasiado tiempo, niña.

Heather gimió presa del dolor. Luchó por no gritar, pero al asomar la cabeza el bebé no pudo reprimir un alarido que dejó a Branden helado en el estudio. Miró a su alrededor sin ver y, antes de que derramara la copa, George se la arrebató. El grito de la joven también había afectado al sirviente y a Jeff, que intercambiaron miradas de consternación.

Poco después, una sonriente Hatti abrió la puerta del estudio con el pequeño Birmingham en brazos. Se

dirigió al padre mientras los otros dos se acercaban para admirar el rostro del recién nacido.

—Es un niño, señorito —anunció la anciana—. Es un niño fuerte, hermoso y sano.

—¡Dios mío! —exclamó Branden volviendo en sí y encontrándose con el rostro enrojecido y arrugado de su hijo. Agarró la copa y la apuró de un trago.

Jeff y George se aproximaron para ver al niño y esbozaron una sonrisa, orgullosos, como si ellos fueran los responsables de que la criatura estuviera allí, olvidándose por completo del padre. Jeff acarició con dulzura la pequeña mano.

—No se parece mucho a Brandon —comentó. George echó una rápida ojeada al padre y al hijo, pero Hatti se apresuró a contradecir a Jeff.

—El señorito era igualito cuando nació. Era igual de largo. Este niño será tan alto como su padre, eso seguro. Ya ha tenido un buen comienzo.

Brandon se levantó y miró receloso al niño por encima del hombro de George. Mientras éstos continuaban contemplando embobados a la criatura, se precipitó escaleras arriba hacia su dormitorio. Al acercarse a la cama y cogerle la mano, Heather le sonrió somnolienta.

—¿Lo has visto? —le preguntó al sentarse a su lado—. ¿No es precioso?

Brandon asintió a la primera pregunta y se reservó la opinión de la segunda.

—¿Cómo te encuentras? preguntó con ternura.

—Cansada —suspiró Heather—. Pero muy feliz. Él la besó en la frente y susurró:

—Gracias por el niño.

Heather le sonrió y luego cerró los ojos apretando su mano contra el pecho.

—La próxima vez será niña —le aseguró Brandon en voz baja.

Pero Heather ya dormía.

Brandon soltó con cuidado la mano de su esposa y salió de la habitación de puntillas en dirección al salón, dejándola al cuidado de Mary. Se detuvo frente a una ventana y vio que rayaba el alba. Sonrió para sí, sintiéndose con la energía suficiente para enfrentarse a un oso a pesar de la noche en vela. Arrimó una silla a la ventana, que abrió, y se sentó apoyando los pies sobre el alféizar. Poco después, cuando Hatti pasó por delante de él en dirección a la sala, se lo encontró profundamente dormido. Esbozó una sonrisa y pensó: Pobre amo, seguro que ha tenido una noche muy dura.

Los rayos del sol brillaban sobre Harthaven cuando unos berridos furiosos despertaron a Brandon. Al acto, comprendió que su hijo estaba haciendo sus propias reclamaciones. Se levantó y fue a asearse para borrar el horrible sabor a alcohol de la noche, luego abrió la puerta del cuarto de los niños y se encontró a Hatti inclinada sobre el pequeño. Chascaba la lengua, emitía arrullos y le hablaba en un tono tranquilizador, pero él continuaba rabiando.

—Vamos a darte de comer en un minuto, pequeño Birmingham —le aseguró la criada— No es el fin del mundo.

Con un sentimiento de orgullo paternal, Brandon se aproximó a la cuna con las manos a la espalda, para ver cómo Hatti le cambiaba la ropa mojada. El bebé, con las piernas en alto, continuaba llorando, con la cara enrojecida.

—Vaya, está realmente furioso —comentó Hatti—. Quiere algo de comer y pretende que todo el mundo se entere.

Una vez seco, el pequeño Birmingham se calmó un poco. Cada vez que se rozaba la mejilla con el puño, abría la boca como un pajarillo balbuceando contrariado.

Hatti se rió de él.

—Fíjese señorito, está intentando pedirme algo de comer.

Branden miró al bebé que balbucía, contrariado, y sonrio.

—Desde luego que es un pequeñín muy impaciente —dijo Hatti, cogiéndolo y acurrucándolo en su amplio pecho—. Pero tu mamá está despierta y vamos a llevarte con ella ahora mismo.

Branden siguió a la criada hasta el dormitorio, pasándose los dedos por su cabeza despeinada. Vio a Heather recostada en la cama, peinada y aseada, con un vestido limpio con volantes, irresistiblemente hermosa. Cuando ella lo vio aparecer, indicó a Mary que se apartara, devolviéndole el espejo, y lo miró con una sonrisa radiante y los brazos abiertos, deseosa de abrazar a su hijo. Branden observó que al desabrocharse el camisón y apartárselo, se ruborizaba nerviosa ante la nueva tarea materna. Sin embargo, la joven arrulló a su pequeño con ternura dirigiéndolo en su ansiosa búsqueda. El pezón rozó la mejilla del recién nacido, que se aferró a él con la ferocidad de un animal hambriento, sobresaltando a la dolorida madre. Branden esbozó una sonrisa y Hatti se echo a reír al ver el modo en que el bebé suc-cionaba.

—¡Dios santo! —exclamó la criada—. El pequeño amo está muerto de hambre. Tendremos que prepararle una teta de azúcar hasta que la mamá tenga leche.

La diminuta boca produjo en el cuerpo de Heather una extraña sensación de placer mientras lo contemplaba con amor. La pequeña cabeza estaba cubierta por un cabello suave y negro y las magníficas cejas tenían la misma forma que las de su progenitor. Heather pensó con orgullo maternal que era el bebé más guapo del mundo.

—Es hermoso, ¿verdad. Branden? —murmuró mirando a su esposo con ternura. Hatti empujó a Mary para que saliera de la habitación, y los dejaron a solas.

—Sí, que lo es —admitió Branden. Se aproximó y metió uno de sus dedos en el pequeño puño de su hijo, que se apretaba con fuerza contra el pecho de su madre. El bebé lo agarró de inmediato, asiéndolo con fuerza. Branden sonrió, complacido.

Le devolvió la mirada a su esposa, perdiéndose en los dos mares azules que lo contemplaban. No fue consciente de sus actos al inclinarse sobre ella fascinado por sus ojos, deslizar la otra mano por la nuca, y besarla apasionadamente. Sintió cómo Heather aflojaba los labios y los separaba empezando a temblar. Pudo saborear la respuesta cálida y dulce de la joven y notar su corazón palpitar salvajemente.

Heather intentó respirar bajo el beso de su marido, sintiendo sus caricias.

Casi a punto de desmayarse, se liberó con una carcajada.

—Haces que me olvide del bebé —susurró mientras él le besaba el cuello e intentaba coger su rostro—. ¿Cómo lo vamos a llamar?

Branden se apartó y la miró durante unos segundos.

—Si no tienes ninguna objeción, me gustaría llamarlo como un viejo amigo mío ya fallecido. Murió hace unos cuantos años intentando apagar un fuego en su iglesia. Lo admiraba mucho, pero debo prevenirte, pues era francés...

un hugonote francés. Entendería que tu ascendencia inglesa desaprobara el nombre.

—Te olvidas, milord —contestó con una sonrisa—, de que en realidad tú eres más inglés que yo. ¿Cómo se llamaba tu amigo?

—Beauregard... Beauregard Grant —respondió rápidamente.

Heather pronunció el nombre y asintió.

—Es bonito. Me gusta. Beauregard Grant Birmingham será su nombre.

Branden soltó la manita de su hijo y abrió el cajón de la cómoda para extraer una caja alargada. Se la ofreció a Heather levantando la tapa.

—Como agradecimiento por haberme dado un hijo. Ella quedó maravillada al ver el collar de perlas con broche de rubíes y oro.

—Oh, Branden, es precioso —musitó. Branden contempló su cuello y su busto.

—Pensé que las perlas realzarían la belleza de tu piel mejor que los diamantes —comentó con voz ronca.

Heather podía sentir cómo la mirada de su esposo la acariciaba. Una sensación placentera recorrió su cuerpo acelerando de nuevo los latidos de su corazón.

De pronto Branden desvió la mirada.

—Voy a vestirme —apuntó con voz ronca levantándose de la cama—.

Imagino que Abegail estará ansiosa

por ver al bebé.

Escogió la ropa del armario y antes de vestirse, se volvió para contemplar a su mujer.

Poco después, Abegail y Jeff entraron en el dormitorio para ver al bebé, que en ese momento dormía en una cuna junto a su madre. La anciana alzó las gafas y estudió al recién nacido, luego miró a Branden y dijo con una sonrisa:

—Bueno, ya veo que habrá otra generación de jovencitas asediadas por un Birmingham, pero espero que tengáis los suficientes para contentar a todas esas faldas con volantes. No les va a gustar nada que sólo haya uno.

Jeff sonrió tranquilamente.

—Tendrán por lo menos una docena, pero dudo que todos sean varones —

afirmó.

Abegail observó a Branden con alegría.

—Bueno, ahora se hará justicia cuando uno de vosotros dos tenga que defender el honor de una dama. —Rió ante la broma—. Se te subiría la sangre a la cabeza si tuvieras que forzar a un joven soltero a desposarse con tu hija.

Heather lanzó un rápido vistazo a su marido y se sorprendió al ver por primera vez un rubor en su semblante. Jeff sonrió ante el desasosiego de su hermano, pero la señora Clark, ensimismada con el bebé, no se percató del intercambio de miradas y de lo cerca que había estado de descubrirlo todo.

—Has traído al mundo un niño magnífico, querida —comentó la señora a Heather—. Debes estar muy orgullosa.

Heather esbozó una sonrisa a la mujer y miró con ternura a su marido.

—Gracias, señora Clark. Lo estoy.

Una vez el niño hubo nacido. Branden dedicó toda su energía a poner en marcha el molino. Heather permaneció en el dormitorio con la idea de que se quedaría en él. Branden advirtió que su peine y cepillo estaban sobre el tocador, y más tarde sus polvos y perfumes. Cada vez había más ropa colgada junto a la suya en el armario y en la cómoda la lencería se mezclaba con sus alzacuellos y medias. Muchas veces había sacado un pañuelo delicado pensando que era suyo.

Por deferencia a la delicada salud de su esposa, Bran-don ocupó lo que él confiaba fuera una residencia temporal en la sala de estar, no sin lanzar ocasionales miradas de nostalgia a la enorme cama pues la suya en la sala no estaba hecha para una persona tan corpulenta como él. Cada vez que se golpeaba la cabeza o le sobresalían los pies maldecía enérgicamente. Pero no encontraba el momento de reclamar cortésmente sus derechos y ocupar su lugar en el lecho junto a ella. Al ver que todavía se movía con dificultad por la casa, comprendió que aún pasaría cierto tiempo antes de poder aliviar sus necesidades más básicas. Pero como tampoco lo invitaba a compartirla con él, resignado, trató de disfrutar de la escasa comodidad de la que disponía.

Aunque pasaba la mayor parte del tiempo en el molino, sus ratos libres los compartía con su mujer y su hijo. Se levantaba muy temprano y se reunía con Heather mientras ésta atendía al bebé, bañándolo o alimentándolo.

Disfrutaba de ello antes de iniciar la jornada, como parte de la rutina diaria.

Y durante esos momentos de tranquilidad al lado de su hijo, ambos empezaron a desarrollar un lazo nuevo y estrecho.

Llegó el verano, y tras las lluvias los días se hicieron cada vez más calurosos. El algodón ya había sido plantado y el trabajo de la primavera había concluido. Ahora el molino funcionaba casi al máximo rendimiento y el almacén de madera estaba empezando a llenarse. Los primeros envíos se efectuarían tan pronto como los tablones recién serrados se secaran, tras varias semanas expuestos al sol. Hacía unas semanas habían recibido varios pedidos. El señor Webster había probado su dilatada experiencia y mantenía el estanque lleno de madera preparada. Todo apuntaba a que esa primera temporada daría unas ganancias considerables y Brandon estaba muy satisfecho con los avances.

Ahora que los días eran largos y calurosos, los hacendados iniciaron el ajetreo de la vida social veraniega. La primera fiesta iba a celebrarse en Harthaven el fin de semana siguiente, por lo cual la atención de Heather se concentró en los preparativos del feliz acontecimiento. Enviaron invitaciones, compraron champán y planificaron el menú. Habló con Hatti sobre los nuevos uniformes del personal y sobre la apariencia general de la mansión, al tiempo que los jardineros se esforzaban en arreglar los patios según sus indicaciones.

Mientras Heather estaba atareada planeando la fiesta y atendiendo a Beau, Branden era cada vez más innecesario en el molino.

Como sabía que ahora podría pasar más tiempo con su esposa y su hijo, puso en marcha una estrategia para conseguir ocupar un lugar junto a ella en la gran cama. Escogió ese día con premeditación para sobornarla.

Aquella semana había comprado una magnífica yegua alazana con manchas blancas en las patas delanteras y en la frente. Era una potra enérgica pero dulce, que pensó su mujer podría montar con facilidad. Colocó la silla de amazona a horcajadas sobre el animal con una sonrisa traviesa en el semblante, y acarició la piel en la que su esposa se sentaría pensando en lo que este regalo podría traerle. Sería muy amable con ella mientras le enseñase a manejar al animal, y quizá podría ganarse un beso o dos.

Llevó a Leopoíd y a la yegua frente a la fachada de la casa sonriendo ante tales pensamientos. Los ató a un poste y subió las escaleras del porche.

Heather estaba en el salón cosiendo con sumo cuidado una de sus camisas.

Branden se apoyó contra el marco de la puerta contemplándola durante un rato largo mientras ella continuaba con su labor sin percatarse de la presencia de su esposo. Su hijo dormía plácidamente en una cuna de mimbre junto a ella tras haber sido alimentado. De manera que estaban solos. Sonrió al ver que su esposa arrugaba la frente ante un punto difícil.

—No arrugues la frente, mi amor —bromeó Brandon—. O te parecerás a la pasa de la señora Scott. Heather saltó al oír la primera palabra.

—¡Brandon, me has dado un susto de muerte! — exclamó la joven.

El hombre sonrió picaramente.

—¿Y ahora? —preguntó dulcemente—. Lo siento cielo. No era mi intención.

Heather se echó a reír apartando la costura mientras él se acercaba más atractivo que nunca. El sol había oscurecido su piel y sus ojos verdes brillaban intensamente. Su aspecto era muy varonil, ataviado con el equipo de montar, y el corazón de la muchacha se aceleró.

Brandon se detuvo frente a ella y tomándola de la mano la levantó sintiendo la fragancia suave y dulce de su perfume. La condujo hasta el vestíbulo donde ordenó a George que fuera a buscar a Mary para que cuidara del bebé. Luego se volvió hacia su esposa que lo contemplaba perpleja.

—¿Dónde me llevas? —quiso saber Heather. Brandon, sonriente, puso la mano en la espalda de la joven animándola a seguir.

—Fuera —respondió evasivo.

Heather salió al porche y echó una ojeada a su alrededor descubriendo los dos caballos atados al poste esperando a sus jinetes, el más pequeño con una silla de amazona. Alzó la cabeza lanzando una mirada inquisitiva a su marido.

—¿No te gusta? —preguntó Brandon sonriendo—. Nunca te he preguntado si te gustaban los caballos o si sabías montar, pero será un placer enseñarte si... tu salud te lo permite.

Heather se echó a reír alegremente bajando las escaleras a toda prisa en dirección a la yegua.

—Me encuentro estupendamente —afirmó la joven por encima del hombro.

La sonrisa de Brandon se ensanchó y corrió tras ella. Entusiasmada con la hermosa yegua, Heather le acarició el hocico sedoso y le peinó la crin sin poder contener su excitación.

—Oh, Brandon, es preciosa —afirmó—. ¿Cómo se llama?

—Bella Dama —contestó.

—Oh, es perfecto. En efecto, es una bella dama. —Se volvió y sonrió—. ¿Me ayudas a montar?

Brandon se quedó mirando el vestido de verano corto y fino que llevaba su esposa.

—¿No crees que sería mejor que te cambiaras, cielo?

—inquirió—. Ese vestido no es el más...

—No —le interrumpió haciendo pucheros—. Quiero montarla ahora y si me cambio tardaré mucho.

—Sonrió lisonjeramente mientras recorría con el dedo los botones del chaleco de Branden—. Por favor, Brandon. Por favor.

El hombre se echó a reír ante su coquetería sin poder negárselo. Se inclinó y apretó las manos en espera de su pie delicado, luego la subió. Tras haberse aposentado en la silla de montar, la joven se agachó para cerciorarse de que había colocado firmemente los pies en los estribos. El escote pronunciado que llevaba se aflojó revelando cada detalle de sus senos bien redondeados. Brandon se quedó helado con las riendas en la mano y los ojos clavados en su anatomía. Tragó saliva y se le escapó una especie de gruñido. Heather lo miró sonriente y el corazón de su esposo empezó a latir desaforadamente. Cuando ésta finalmente se enderezó, Brandon se quedó desconcertado con la mano en el aire sujetando las riendas.

Heather las tomó hábilmente ante la sorpresa de su esposo, giró a la yegua y se alejó de él al galope, en dirección a los prados. Brandon montó a Leopoíd de un salto y salió a la carrera tras ella con gran estruendo. La persecución hizo que Heather sacara a la yegua del camino con gran despreocupación y se adentraran en el bosque esquivando los árboles. Los enormes cascos de Leopoíd despedían nubes de polvo tratando de seguir el camino sinuoso, pero tuvo que ponerse al paso, para gran consternación de Brandon. De modo que la yegua mantuvo el liderato hasta que llegaron a campo abierto. Allí el corcel negro pudo estirar sus potentes músculos y aventajarla. Rápidamente sobrepasó a Bella Dama y Heather sofrenó su montura. Esperó a que Brandon se situara junto a ella, y al ver su cara de preocupación se echó a reír.

—Me has engañado —comentó Brandon, y soltó una carcajada al comprender el juego—. Pero tu destreza es sólo superada por tu falta de sentido común.

—¡Ja! —exclamó ella—. Si hubiera cazado con jauría y me hubiera adentrado más en la arboleda, todavía seguirías jadeando detrás de mí. Se echó a reír y animó a la yegua a correr a medio galope por el prado.

Leopoíd, azuzado por el olor de la hembra, levantó las patas delanteras y se puso a su lado. El paseo continuó hasta que llegaron a una loma azotada por el viento cubierta de césped, donde Heather se detuvo para dejar que Bella Dama descansara y disfrutara de la brisa.

Brandon acabó de atar las riendas de Leopoíd a un arbusto y, antes de ayudar a descender a Heather, lanzó al animal una mirada llena de furia.

Luego asió a la joven con suavidad por debajo del busto, mientras ella reía feliz encantada con el regalo y el paseo. En el descenso, Heather rozó su muslo con la entrepierna de Brandon cogiéndolos a ambos desprevenidos.

La muchacha se apartó de inmediato sofocada por el contacto y Brandon, tras ella, apoyó la mano sobre la yegua con los ojos cerrados, tratando de controlar el deseo ardiente que sentía hacia su esposa y que le hacía estremecerse. El inesperado roce le hizo ser perfectamente consciente de la abstinencia que había mantenido desde la primera vez que había acariciado su cuerpo sedoso y dulce meses atrás. La necesidad lo traicionaba y aumentaba contra su voluntad. Estaba hambriento de ella, de tomarla entre sus brazos y acostarla sobre la hierba suave. Se imaginó desnudándola, arrancándole la ropa, pero de pronto pensó en el impacto que le causaría a la joven. Maldijo la falta de intimidad que padecían, al recordar las interrupciones que habían sufrido cada vez que él había estado a punto de ganar terreno, pero no .planeaba únicamente disfrutar de un revolcón en la hierba, sino de una vida llena de momentos placenteros.

Debía pensar primero en su objetivo, en cortejarla con galantería, y no en satisfacer sus deseos momentáneos.

Luchó por mantener el control, consiguiéndolo con gran esfuerzo, y contempló detrás de ella las colinas frondosas cubiertas de bruma. La rodeó con sus brazos, estrechándolos alrededor de la cintura, y le rozó el cabello con los labios gozando de su fragancia exquisita. Mientras disfrutaban de esta nueva unión y cercanía, Heather volvió la cabeza mirándolo con sus intensos ojos azules y los labios húmedos y abiertos. Brandon no necesitó nada más para entender que podía saborear su suavidad y dulzura. Inclinó la cabeza para besarla apasionadamente, y como por arte de magia ella se volvió apretándose contra el y deslizando las manos alrededor de su cintura. Brandon la estrechó más fuerte aun y ambos desearon que el momento durara eternamente. Los besos de Brandon encendieron el deseo de Heather y la dejaron débil y maleable. Sintió los muslos de su esposo apretados contra los suyos y entendió que su pasión igualaba la de ella. La joven abrió la boca para corresponder el fervor creciente del hombre y se acomodó contra su cuerpo.

El viento cambió de repente, agitando la hierba bajo sus pies, y las primeras gotas de una tormenta veraniega cayeron sobre sus cabezas. Se separaron para mirar el cielo; la borrasca estaba sobre ellos. Brandon sintió tal frustración que deseó levantar el puño al cielo ahora negro para maldecirlo, pero Heather ya estaba corriendo hacia los caballos. La siguió y la ayudó a montarse sobre Bella Dama, luego subió a su semental. El temporal se desató violentamente y cuando consiguieron llegar al abrigo de Harthaven estaban calados hasta los huesos, con las ropas pegadas al cuerpo.

Atravesaron el césped desde el bosque de pinos hasta el porche, Leopoíd bastante antes que Bella Dama. Bajo el aguacero Brandon levantó a Heather de la silla de montar y la condujo hasta el porche, luego regresó a atar a los caballos. Mientras lo hacía, la joven vio que su vestido era tan sólo una capa transparente que dejaba entrever las curvas de su cuerpo. Con el frío y la lluvia, sus pezones rosados se habían erizado y el corpiño apenas los ocultaba. Trató de separar el tejido de su piel pues no deseaba encontrarse con Jeff o Joseph en esas condiciones. Brandon subió por las escaleras corriendo, resguardándose del chaparrón y, al verla, comprendió su apuro.

Se quitó el chaleco y la envolvió con él, luego la abrazó y le susurró al oído:

—Hoy no me gustaría tener que pelearme por ti. Heather rió y entraron juntos en la casa. Su alborozo se interrumpió al encontrarse frente a una Hatti contrariada. Con los brazos en jarras, sacudió la cabeza y apretó la boca mirando a su amo.

—Señorito Bran, a veces juraría que ha perdido el juicio —gruñó—. ¿Por qué se ha llevado a montar a caballo a la criatura con esta lluvia y recién parida?

Dios santo, se va a morir de una pulmonía. Ahora señorita Heather, suba y quítese esa ropa empapada.

La criada cogió a su joven ama por el codo y la arrastró escaleras arriba sin que pudiera impedírselo. Branden se echó a reír ante la escena y Hatti se volvió en el descansillo para amenazarlo con el dedo.

—Siga riendo y un día de estos el señorito Beau se quedará sin mamá —

espetó. Se volvió y se dirigió al dormitorio a grandes zancadas, arrastrando a una perpleja Heather, que miró a su marido por encima del hombro y le envió un beso antes de desaparecer.

Brandon permaneció mirando hacia arriba meditando sobre el último gesto de su esposa. Sonrió para él bastante satisfecho con la forma en que había transcurrido el día. Se quitó las botas y subió las escaleras corriendo en calcetines hasta la sala de estar, en la que encontró ropa seca y toallas sobre la cama. Se desvistió y

cuando estaba secándose, oyó un chapoteo en la habitación contigua, una puerta que se cerraba y a Hatti bajar por las escaleras. Se acercó sigilosamente a la puerta que separaba ambas estancias y la abrió. Heather estaba en la bañera de espaldas a él, apretando la esponja con la mano, dejando caer el agua por sus brazos y sus senos turgentes mientras canturreaba una canción familiar.

Negro es el cabello de mi amada, De una belleza que fascina. De suaves manos y tierna mirada, Amo el suelo sobre el que camina.

Branden contempló cómo se enjabonaba la piel sedosa, cómo levantaba una pierna esbelta, luego la otra mientras escuchaba su voz alegre y melodiosa. Tras unos minutos empezó a notar la tensión en su cuerpo, y cerró la puerta con cuidado. Se apoyó en ella y se frotó las manos mentalmente, inmensamente feliz por el éxito inesperado de sus planes.

Recordaba con claridad las sonrisas sensuales, la exhibición atrevida de sus senos, los besos fogosos y, poco antes de la lluvia, el modo provocativo en que se habían abrazado.

Tiene que haber sido amor y deseo lo que he visto en sus ojos y notado en su cuerpo esta tarde, pensó. Sólo con que la anime un poco, estoy casi seguro de que esta noche caerá en mis brazos. Rió para sí. Haremos temblar la vieja cama con nuestros juegos como nunca lo ha hecho antes. Oh, esta noche... esta noche la poseeré de nuevo y volveré a renacer entre sus muslos lujuriosos,

Con renovadas energías se vistió canturreando fragmentos de la canción que le había escuchado cantar a ella. Salió de la habitación con paso ligero y se ocupó en tareas simples hasta la hora del festín.

Heather despertó al atardecer repuesta de la siesta y por un instante permaneció en silencio escuchando los sonidos de la casa. Al pensar en la tarde, pudo sentir los brazos de Branden rodeándola, sus cálidos labios be-sándola y sus cuerpos unidos. El pulso se le aceleró y supo que faltaba muy poco para que compartieran el enorme lecho.

Al estirarse, casi gritó de dolor pues todos sus músculos estaban agarrotados y terriblemente doloridos. No pensaba que la cabalgata le afectaría tanto y ahora apenas podía moverse. Se acercó al borde de la cama con cuidado, se levantó y se frotó los glúteos. Al ver que se había despertado, Mary le trajo a Beau. Una vez el bebé se hubo dormido de nuevo en la cuna, la chica aplicó un bálsamo sobre los músculos castigados y el trasero destrozado de su ama. Luego la ayudó a arreglarse para la cena, tras seleccionar un vestido blanco, Heather se puso el collar de perlas que le había regalado su esposo, que ahora llevaba muy a menudo, y se arregló el cabello con cintas rojas que le caían sobre los encantadores rizos. A pesar de su estado físico, estaba radiante y tentadora con el collar deslizándose entre sus senos, que sobresalían generosos por encima del escote.

La joven consiguió bajar las escaleras, despacio y con cuidado, y llegar hasta el salón. Jeff se detuvo en mitad de la frase al verla entrar con paso vacilante, y Brandon se volvió rápidamente para saludarla con una sonrisa.

Pero su alegre semblante se ensombreció al ver que su esposa permanecía indecisa ante él y murmuraba una disculpa.

—Me temo que esta tarde me he excedido, Branden —comentó Heather.

Él se echó a reír expresando sus sinceras condolencias sin percatarse de la importancia de la afirmación. A medida que transcurría la velada, su decepción fue en aumento al ver los movimientos lentos y las muecas de dolor de su esposa. Ésta se sentó en una silla y se removió incómoda hasta que Hatti le trajo un almohadón. Después de haber permanecido sentada durante toda la cena, sus músculos se tensaron impidiéndole levantarse sola. Branden la cogió del brazo para ayudarla a ponerse de pie, y al hacerlo, la visión de las perlas entre los pechos sinuosos agravó su estado de abatimiento.

La noche todavía era joven cuando Branden y Jeff desviaron su atención hacia Heather, que con evidente esfuerzo trataba de levantarse del sofá. Se volvió hacia su cuñado y se excusó:

—Jeff, te pido disculpas pues me temo que no he sido una compañía muy agradable esta noche y te suplico que permitas que me retire.

Jeff hizo una reverencia acompañada de un taconazo.

—Su belleza es siempre una compañía refrescante, señora —la halagó—, y lamento que deba marcharse ahora, pero me hago cargo. Hasta mañana entonces, dulce hermana.

Heather asintió y alzó la mano hacia Branden, rogando en silencio que la asistiera. Él sujetó su brazo firmemente para ayudarla a levantarse, luego la acompañó hasta el pie de la escalera. Subieron un par de escalones, pero ante el sufrimiento de su esposa, la cogió en brazos y la llevó hasta el dormitorio. Ella colocó los bracos alrededor de su cuello, apoyando la cabeza en su torso con un suspiro.

Abajo, Mary se dispuso a seguirlos para ayudar a su señora, pero su abuela le agarró el brazo.

—Déjalos solos, niña —le ordenó Hatti sabiamente—. La señorita no necesita tu ayuda esta noche.

Brandon empujó la puerta del dormitorio con su mujer en brazos. La dejó suavemente en el borde de la cama y se arrodilló para quitarle las medias y las chinelas. Sus manos dudaron antes de continuar con las ligas de puntilla. Tragó saliva y, temblando, tocó sus cálidos muslos para deslizar la liga por la pierna. Heather se levantó y se volvió de espaldas a él, dejándolo indeciso con la liga en la mano.

—¿Puedes desabrocharme el vestido? —le rogó—. Al parecer Mary no va a venir.

Brandon obedeció. Al caer el vestido al suelo, se agachó para recogerlo mientras ella se frotaba las nalgas doloridas.

—Me temo que he maltratado mis partes más delicadas —se lamentó—.

Debería haber sido más precavida. Lo lamento de verdad.

Brandon también lo lamentó, pero en silencio. Fue en busca de un camisón donde los había encontrado la vez anterior y escogió uno. Se volvió para llevárselo, pero se detuvo a medio camino al ver el cuerpo joven y grácil de su esposa desnudo, iluminado por el resplandor dorado de las velas. La contempló lenta y silenciosamente. El paño no había estropeado su figura ni deslucido su piel sedosa. De hecho, se encontraba ahora en la madurez plena. A Brandon se le secó la boca, las manos empezaron a temblarle, y sus sentidos se embriagaron de placer. Volvió a tragar saliva y se acercó con el camisón sin poder evitar regalarse los ojos con ella. Cuando Heather se agachó para ponerse el camisón, Brandon descubrió las señales moradas y los verdugones rojos que marcaban sus, por otro lado, perfectas nalgas.

Brandon exhaló un suspiro y se condenó mentalmente a mantener la castidad varias noches más.

Al oír el suspiro, Heather acabó de atarse la cinta del camisón y se volvió hacia él rodeándole el cuello con los brazos.

—Te ruego que me perdones, querido —murmuró Heather—. Parece que el sentido común no es una de mis virtudes. —Atrajo su cabeza hacia sí y depositó un fugaz beso en sus labios, luego se volvió y se dirigió hasta la gran cama.

Brandon hizo rechinar los dientes repitiéndose una y otra vez que no era propio de un caballero poseer a una mujer en ese estado, especialmente si se trataba de su propia esposa. Sus mejores instintos ganaron la discusión en detrimento de su otro yo. Sopló las velas, luego se marchó a la sala de estar, donde se desprendió del abrigo y el chaleco. Se quedó mirando fijamente la pequeña cama con muy malos pensamientos. Odiaba tener que pasar otra noche en ella y la maldijo en voz baja. Exasperado, agarró una toalla, salió de la habitación y corrió escaleras abajo. Al pasar por delante del estudio, Jeff salió y lo detuvo señalando la toalla.

—¿Adonde demonios vas con eso? —inquinó con curiosidad.

—Voy a darme un baño al arroyo —respondió Brandon tajantemente.

—¡Pero si está helado! —le previno el hermano.