Al hacerlo, exhaló un gemido sobresaltada. El vestido beige yacía allí, cuidadosamente doblado. Los recuerdos la asediaron una vez más. Recordó a William Court y la noche que había pasado en ese mismo camarote.

Sus ojos se posaron en la litera sobre la que había perdido la virginidad.

Durante un instante, se quedó pensando en la batalla que había librado en ese lugar, en los besos apasionados de Branden sobre su cuerpo y en la derrota final. Se llevó la mano al vientre y su rostro enardeció.

En ese instante Branden abrió la puerta. La joven apartó el vestido beige y sacó uno de terciopelo rojo que había debajo. Éste poseía un generoso escote y unas mangas largas y ajustadas ribeteadas con encaje blanco en las muñecas. Era un vestido confeccionado para una mujer sin reminiscencias infantiles que pudieran deslucir su simplicidad y belleza.

Mientras Branden depositaba el abrigo sobre la litera, Heather empezó a desabrocharse el vestido con manos temblorosas. Se lo sacó con cuidado y lo dejó en el baúl.

—Hay una posada cerca de aquí—comentó su marido tras ella—. Estarás más cómoda allí.

Una pequeña arruga cruzó la frente de la joven esposa mientras se volvía para observar a su marido. Éste se había desabrochado la camisa y, encaramado a su escritorio, estaba absorto en sus libros. Podía deshacerse de ella con la misma facilidad con que lo había hecho al subir a bordo.

Incluso hasta podía dejarla abandonada en la posada. No tenía ninguna garantía de que no lo haría y si finalmente lo hacía, se vería abocada a vivir en la miseria.

—Estoy acostumbrada a las incomodidades —replicó la joven con una voz dulce—. Estaré bien aquí. No tienes por qué llevarme a la posada.

Brandon alzó la vista.

—Eres muy amable, mi amor —apuntó soltando una arrogante carcajada—.

Pero soy yo quien toma las decisiones aquí. La posada es lo que más te conviene.

Heather no había pensado en esa posibilidad, en que podía abandonarla en tierra. Se quedó helada.

¿Era ese su destino?, se preguntó desesperada. ¿Ser abandonada en el muelle y parir a manos de una partera acostumbrada a la mugre y a la miseria? ¿Que mi hijo, teniendo un apellido, crezca como un mocoso de la calle? Se volvió sintiendo un escalofrío.

¿No conocía la piedad ese hombre? Si quería que le rogase, con gusto se arrodillaría ante él y le suplicaría por la vida de su hijo. Pero no parecía que deseara eso. Lo había decidido fríamente, sin que las emociones in-terfirieran. Tenía que irse a una posada.

Se puso el vestido rojo intentando serenarse y se acercó a él. Brandon la miró con una expresión de incertidumbre. El color intenso del vestido había oscurecido los ojos de la joven hasta convertirlos en azul oscuro y su piel inmaculada brillaba asombrosamente, contrastando de forma espectacular con el tono rojo de la prenda— Sus senos se desplegaban generosos y bellos ante él, el escote apenas cubriendo las aureolas rosadas que coronaban sus cimas.

Heather se volvió de espaldas terriblemente asustada e insegura de la reacción de Branden por lo que estaba a punto de pedirle y murmuró suavemente:

—No puedo abrochármelo. —Tenía el estómago revuelto por la creciente consternación—. ¿Te importaría? —inquirió finalmente.

Sintió los dedos de Branden en su espalda, bajó la cabeza y esperó, apenas sin respirar, a que terminara. Luego se apartó y le echó un vistazo para comprobar que, una vez más, estaba absorto en sus libros. Pero ahora fruncía el entrecejo sombríamente.

Heather empezó a moverse con rapidez por el camarote. Recogió la capa del vestido de novia, preparó la ropa que iba a necesitar para ir a la posada y colgó la capa de Branden en un perchero en el interior de la taquilla.

Mientras lo hacía, espió a Branden con el temor de que tanta actividad pudiera irritarlo. Pero al verle, comprendió que era completamente ajeno a ella, pues continuaba estudiando sus libros.

El tiempo transcurrió despacio y en silencio. Sólo hubo un momento de relax, cuando George trajo el café y el té. Pero éste sirvió a su capitán con apenas un murmullo y le llevó el té a ella en la galería que había detrás del escritorio. Luego desapareció, dejándola con el suave rumor del barco y el golpeteo sordo de sus latidos.

Eran casi las diez de la noche cuando Branden apartó la silla de su escritorio y la miró. Sus ojos descendieron de nuevo hasta los senos de la joven y una arruga volvió a cruzarle la frente.

—Será mejor que te cubras con mi capa para ir a la posada —espetó bruscamente—. No tengo ganas de que un rufián mezquino nos entretenga al llegar a tierra tratando de conseguir un buen precio.

Heather se sonrojó y volvió la cabeza. Luego balbuceó una respuesta obediente y se levantó, rozándolo al ir en busca de la prenda.

Poco después estaban en el paquebote esperando a que George descendiera. El sirviente dejó caer el fardo de Heather y un saco de lona en el interior de la embarcación. Luego bajó y ordenó a los marineros que leva-ran anclas. Una vez en tierra, caminó tras ellos, vigilando que no hubiera ladrones u otro tipo de personaje peligroso.

Llegaron a la posada sin ningún percance. En ésta sonaban los acordes de una triste melodía entonada por un marinero bajo y escuálido, pero que tenía la voz de un barítono. Cerca de él, varios hombres bebían cerveza mientras lo escuchaban cautivados por la magia de su voz. El fuego crepitaba en la chimenea y un olor a cerdo asado flotaba en el ambiente, haciendo que a Heather se le abriera el apetito. Cerró los ojos e intentó no pensar en el hambre que le corroía el estómago.

Branden susurró algo a George y el sirviente se apresuró a hablar con el posadero. Mientras tamo, Heather siguió a su marido hasta una mesa en una esquina y se sentó en la silla que éste retiró para ella. En pocos minutos les sirvieron la comida, bien aceptada por la joven cuyo estómago pedía alimento a gritos.

Heather no se percató del interés que había despertado entre los hombres del lugar, ni tampoco de que la capa se le había escurrido, atrayendo la atención de dos hombres de muy mal aspecto, que estaban sentados delante de ella, cuchicheando en voz baja. La atención de la muchacha estaba dividida entre la comida y la canción del marinero.

Brandon se levantó bruscamente, asustándola, y se acercó a ella para colocarle la capa sobre los hombros.

—Te compré el vestido para mi propio goce, mi amor—apuntó dulcemente mirándola a los ojos—. No pretendía que deleitaras a otros hombres con tu busto delicioso. Y tampoco creo que sea una buena idea que lo hagas.

Estás excitando a todo el personal.

Heather se ajustó la prenda y echó una ojeada con cautela a su alrededor, percatándose de que su esposo estaba en lo cierto. Se había convertido en el centro de atención. Incluso el marinero había dejado de cantar durante unos instantes para contemplarla. Poco tiempo después reanudó la canción.

Negro es el cabello dv mi amada,

De una belleza que fascina.

De suaves manos y tierna mirada:

Amo el suelo sobre el que camina.

Amo a mi amada y ella bien lo sabe,

Amo el suelo sobre el. que camina.

Si y a en la tierra no estuviese, qué duda cabe, Mi vida se desvanecería.

Heather vio que su marido estaba irritado por la canción del marinero, pero continuaba comiendo con el tic nervioso que delataba su ira. Temiendo su reacción, permaneció en silencio como había hecho en ocasiones anteriores.

Después de cenar, el posadero les mostró la habitación que, momentos antes, había arreglado con George. El sirviente les llevó los paquetes y luego se retiró. Durante unos instantes, Heather creyó que Brandon se marcharía y no volvería jamás, sin embargo, éste se acomodó en una silla sin mostrar prisa alguna. Ante esta nueva situación, del todo inesperada, la joven se acercó a él y le pidió que le desabrochara el vestido. Empezó a desnudarse, ahora con la idea de que Brandon permanecería en la habitación. Se soltó el cabello y se lo peinó con las manos, pues no disponía de peine o cepillo. Se quitó el vestido y la camisola, sabiéndose observada, y los depositó sobre una silla. A continuación, se puso el camisón que lady Hampton le había regalado. Era de una fina batista blanca, con encajes en el pecho y un prominente escote de corte redondo. Una cinta estrecha rodeaba la prenda y la ataba a la altura del busto. Las mangas eran largas y acababan en unos volantes con encaje. Aunque más recatado que la gasa que había llevado en su noche de bodas, había sido confeccionado, al igual que aquella, para excitar a un hombre. Heather se detuvo un instante frente a la vela. Al verla iluminada por su resplandor, Brandon blasfemó en voz baja y se dirigió airadamente hacia la puerta. La joven lo miró atemorizada.

—Volveré dentro de una o dos horas —espetó el hombre abriendo la puerta, contrariado. En cuanto se hubo marchado, Heather se desplomó sollozando, muy asustada.

Ni siquiera es capaz de decirme la verdad, pensó. Nunca volverá.

Desde ese momento, los minutos se hicieron eternos. Heather empezó a caminar de un lado a otro de la habitación, preguntándose qué hacer y adonde ir. No podía regresar a casa de su tía y dejar que su hijo creciera bajo el yugo de esa mujer cruel, ni tampoco a casa de lord Hampton. Era demasiado orgullosa para volver a pedirles ayuda. Quizá si la vida era generosa con ella, podría encontrar un trabajo como doncella en la posada.

Lo preguntaría mañana; ahora intentaría dormir.

Transcurrió la noche y, aunque Heather intentó calmar sus temores y apartar sus dudas, no consiguió dormirse. Cuando una de las campanas dio la una, a Heather le pareció que había pasado una eternidad. Saltó de la cama, se dirigió corriendo a la ventana y la cerró violentamente. Apoyó la cabeza contra el marco y empezó a llorar desconsolada. Oyó cómo un hombre contestaba a otro fuera de la habitación. Su miedo se acrecentó y, al abrirse la puerta, se le heló la sangre. Pero la luz del pasillo iluminó el semblante de George y perfiló el cuerpo alto y fornido de su mando.

—¡Has vuelto! —exclamó aliviada. Branden la miró antes de cerrar la puerta y volver a sumergirse en la oscuridad.

—¿Por qué no estás en la cama? —inquirió acercándose al lecho a oscuras.

Prendió una vela que había sobre la mesa y le dirigió una mirada—. ¿Te encuentras mal?

La muchacha se acercó a él; la luz de la vela iluminando las lágrimas que arrasaban sus ojos.

—Pensé que me habías abandonado —confesó en voz baja—. Pensé que no volvería a verte jamás.

Branden la observó durante unos segundos muy sorprendido, luego le sonrió dulcemente y la atrajo hacia él.

—¿Y estabas asustada? —preguntó.

Heather asintió con tristeza e intentó reprimir un sollozo que finalmente escapó, asemejándose a un graznido.

Branden apartó tiernamente un mechón de su rostro y la besó en la frente para intentar calmar su nerviosismo.

—Nunca estuviste sola, ma petite —le aseguró—. George ha estado fuera todo este tiempo, protegiéndote. Se acaba de ir a dormir ahora mismo.

¿Pero realmente crees que soy tan sinvergüenza como para dejarte aquí sola, sin protección?

—No sabía qué pensar —replicó Heather—. Temía que no fueras a regresar.

—¡Por Dios! Realmente no tienes muy buena opinión de mí... ni tampoco de ti —observó Branden—. Nunca dejaría sola a una dama en un lugar como éste, y mucho menos a mi propia esposa embarazada de mi hijo. Pero si te vas a sentir mejor, mientras estés aquí no volveré a dejarte sola otra vez.

La muchacha lo miró a los ojos y vislumbró en ellos una cálida ternura.

—No hace falta que lo hagas —replicó en voz baja—. No volveré a asustarme.

Branden alzó el mentón de su joven esposa.

—Entonces vayámonos a la cama —decidió—. El día ha sido muy largo y estoy muy fatigado.

Heather se metió en la cama secándose las lágrimas. Se acomodó en el lado próximo a la puerta y observó en silencio cómo Branden abría el fardo que George había traído junto al de ella. Sus ojos se abrieron de par en par al ver que su marido sacaba la caja de los trabucos con los que, meses antes, había amenazado al sirviente. La depositó sobre la cama, sacó las armas y se dispuso a cargarlas.

—¿Esperas algún altercado? —preguntó la muchacha, incorporándose.

El la miró y esbozó una sonrisa.

—Es simplemente una precaución que tomo cuando las cosas que me rodean no me inspiran confianza —explicó Branden—. No tienes de qué preocuparte, mi amor.

Heather observó con curiosidad cómo su marido cargaba una de las pistolas, recordando la angustia que había sentido al intentar averiguar cómo se hacía y no conseguirlo. Al ver su interés. Branden soltó una carcajada.

—¿Ahora deseas aprender a cargar una de éstas? —inquirió el hombre divertido—. Lo hiciste muy bien sin que estuvieran cargadas. George se sintió bastante humillado cuando vio que le habías engañado. El hecho de que un suspiro de feminidad como tú le hubiera hecho temblar de miedo ante un arma descargada, le hirió en lo más profundo de su orgullo. Estuvo insoportable durante bastante tiempo. Igual que yo —añadió bruscamente, recordando cómo había insultado a su criado al regresar al Fleetwood y descubrir que la chica había escapado. Y su actitud empeoró a1 ver que había desaparecido sin dejar rastro.

Branden la ayudó a sentarse junto a él, en el borde de la cama.

—Pero ahora no tiene importancia —comentó—. Si quieres aprender a cargar una pistola, te enseñaré. —La miró a los ojos y la previno—: Pero no se te ocurra cometer el error de apuntarme y no disparar. Yo no soy George; tendrías que matarme para poder escapar. —Volvió a reír suavemente—. En cuanto a esto, dudo que seas el tipo de persona que mataría a un hombre, así que estaré a salvo.

Heather tragó saliva y observó a Branden en silencio con los ojos bien abiertos. Sabía que lo que había dicho era cierto. Él no era de esos a quienes se les podía amenazar a la ligera.

Estaban sentados tan juntos que sus cuerpos se tocaban. El muslo de Heather estaba apoyado en el de él, el brazo apretado contra su costado.

Brandon le rodeaba la espalda con un brazo, apoyando la mano sobre la cama, muy cerca de sus nalgas. La muchacha estaba muy tensa. Bajó la mirada nerviosa y vio que se le había subido el camisón casi hasta las caderas cuando Brandon la había atraído hacia el. Se apresuró a bajárselo para cubrirse el muslo y las rodillas.

—¿Puedo cargarla? —preguntó, tocando indecisa la pistola que su esposo tenía en las manos.

—Si es lo que deseas —respondió, entregándosela. El trabuco era muy pesado y estaba hecho para la mano de un hombre. Sintió que le era incómodo. Lo apoyo sobre sus rodillas, cogió el cuerno de la pólvora y levantó el cañón para verter un poco.

—Aléjatela de la cara —ordenó Brandon. Heather obedeció y echó una pequeña cantidad del polvo gris en la boca del arma. Tal como se lo había visto hacer a él, metió un trozo pequeño de papel y lo apretó con la vara hasta el fondo del cañón. Luego envolvió una bola de plomo en un trozo de ropa impregnado de aceite y la introdujo también en el cañón. Ya estaba hecho.

—Aprendes muy rápido —observó Brandon en voz baja, mientras cogía la pistola y la dejaba junto a la otra sobre la mesa—. Tal vez te conviertas en otra Molly Pitcher.

Mirándolo, Heather frunció el entrecejo ligeramente.

—¿Quién es, Brandon? —preguntó con suavidad, sin darse cuenta de que por primera vez le había llamado por su nombre.

Brandon sonrió y acarició uno de sus lustrosos rizos.

—Era el nombre que se utilizaba para designar a las mujeres que llevaban agua a los soldados americanos que estaban combatiendo —explicó—, y a una mujer en particular que ayudó a aguantar las líneas contra los británicos en Monmouth.

—Pero tú haces negocios con nosotros —replicó Heather totalmente perpleja—. Navegas hasta aquí y luego comercias con la gente contra la que un día luchaste.

Brandon se encogió de hombros.

—Soy un hombre de negocios —argumentó—. Vendo algodón y artículos a los ingleses en busca de beneficios. Ellos me venden lo que mi gente luego me comprará, también para obtener dividendos. Nunca guardo rencor si creo que va a interferir en mis negocios. Además, hago un servicio a mi país llevando cosas que se necesitan y que allí no son fáciles de conseguir.

—¿Vienes cada año? —inquirió la joven.

—Durante los últimos diez años, sí. Pero ésta será la última vez —contestó—

. Tengo una plantación de la que hacerme cargo. No puedo descuidarla por más tiempo. Y ahora voy a tener otras responsabilidades. Cuando llegue a casa, venderé el Fleetwood.

Algo sobrecogió el corazón de Heather. ¿Era posible que acabara de decir que ya no iba a navegar nunca más? ¿Que iba a establecerse y a ser un padre para su hijo? A lo mejor hasta le permitiría desempeñar un papel simbólico en su hogar. Al pensarlo, se enterneció y casi se relajó apoyada en él. Pero la cruda realidad se impuso de nuevo, haciendo desvanecer el sueño.

—¿Yo también viviré en la plantación? —preguntó Heather temiendo su respuesta.

—Por supuesto —replicó, bastante sorprendido por la pregunta—. ¿Dónde creías que ibas a vivir? Heather se encogió de hombros muy nerviosa.

—No... no lo sabía. Nunca me lo dijiste —respondió. Branden se echó a reír.

—Pues ahora ya lo sabes —contestó—. Ahora sé una buena chica y acuéstate. Tu charla me ha agotado.

La joven se estiró mientras él empezaba a desvestirse. Cuando se hubo desnudado, la empujó hacia el otro lado de la cama.

—Es mejor que yo duerma cerca de la puerta —comentó.

Heather se cambió rápidamente de lado sin preguntar. Estaba claro que Branden esperaba que algo ocurriera esa noche.

Apagó la vela y se acostó junto a ella. Un viejo farol colgaba resplandeciente en el patio. Mecido por la brisa nocturna, proyectaba débiles sombras en el interior de la habitación. Consternada, Heather se dio cuenta de que su cabello había quedado atrapado bajo la almohada de su esposo. Esperó a que éste la liberara, pero después de un largo rato, se percató de que se había quedado profundamente dormido. Resignada, se dispuso a pasar la noche atrapada. Se sentía segura con Branden a su lado y se hundió en la cama, cayendo dormida.

Heather libró una batalla con el horror desde el abismo de los sueños. Una mano le tapó la boca violentamente, sofocando los gritos alimentados por el pánico. Heather abrió completamente los ojos y, desesperada, arañó la mano que la oprimía. De repente, por encima de su cabeza y en la oscuridad, surgió el rostro de su marido. Al reconocerlo, recobró el juicio.

Logró vencer sus temores y se hundió de nuevo en la almohada. Lo miró fijamente, confundida y agitada, con los ojos muy abiertos.

—Estírate y no te muevas —ordenó Brandon con cariño—. Estáte quieta. No hagas ni un ruido. Haz como si durmieras.

Heather asintió con la cabeza, obedeciendo. Brandon apartó la mano y se echó de nuevo junto a ella. Su respiración se hizo lenta y regular, como si durmiera. La joven pudo oír en el pasillo una voz amortiguada y unos ruidos extraños. La tranca de la puerta se empezó a abrir lentamente, la muchacha intentó controlar su respiración. Con el corazón en la boca, no resultaba una tarea fácil.

Una luz tenue entró en la habitación y aumentó al abrirse la puerta por completo. Con los ojos medio cerrados, la joven vio cómo aparecía una cabeza. Oyó un murmullo.

—Están dormidos. Vamos.

Dos figuras entraron en la oscuridad de la habitación a hurtadillas y cerraron la puerta. Heather apretó sus mandíbulas mientras veía a los hombres acercarse y, en un momento dado, saltar sobresaltados por el crujir del suelo. Oyó un enojado susurro.

—No despiertes al tipo, imbécil, o no podrás coger a la chica —susurró uno de los intrusos—. ¡A ése no hay quien lo achante!

—Está al otro lado de la cama —apuntó el otro con la voz un poco más alta.

—Chsss, chsss —le hizo callar el primero—. Ya la veo, estúpido.

Casi estaban a los pies de la cama, cuando Branden deslizó las pistolas por debajo de las sábanas y se incorporó en la cama, apuntándolos.

—Quietos, amigos —ordenó—. Esténse bien quietecitos si no quieren que les meta una bola de plomo en

la cabeza.

Los dos asaltantes se quedaron petrificados. Uno haciendo ademán de huir; el otro, agarrado al brazo de

su compañero.

—Heather, enciende la vela para que podamos ver las caras a nuestros visitantes nocturnos —la apremió

Branden.

La joven gateó sobre la cama, pasándole por encima, y encendió la vela que había en la cómoda. El resplandor de la llama se extendió por toda la habitación, iluminando los rostros de los hombres.

Eran los mismos que, durante la cena, habían estado cuchicheando delante de ellos.

—No queríamos hacerles ningún daño —farfulló uno de ellos—. No íbamos a hacerle nada a la chica.

El otro presunto secuestrador era un poco más temerario que el primero.

—Le prometemos una parte del dinero a cambio de ella, capitán —le ofreció—. Conocemos a un duque dispuesto a pagar su peso en oro. No importa que ya no sea virgen. —Sus ojos se posaron en Heather mientras sonreía, dejando ver una deteriorada dentadura—. Bien vale el dinero, capitán. Haremos tres parles iguales, se

lo juro.

Heather buscó cobijo junto a su marido y, temblando, se tapó hasta el cuello. Le desagradaba la forma en que los lascivos hombres le sonreían.

Sabía que si conseguían secuestrarla, la usarían varias veces antes de entregársela al duque. Eran del mismo género que William Court, decididos a saciar primero su propia lujuria.

Branden se echó a reír sentado en la cama. No sentía pudor alguno por estar desnudo ante ellos y sujetaba las pistolas con un imprudente fanfarroneo que no ayudaba en nada a calmar la creciente inquietud de los dos ladrones.

La muchacha se sofocó. Una cosa era estar a solas con Branden cuando estaba desnudo y, otra completamente diferente, estar con gente delante.

Con la presencia de los dos intrusos, la desnudez de su masculinidad era algo alarmante.

—Debo decepcionarles, caballeros —afirmó Brandon con tranquilidad—.

Esta joven lleva un hijo mío en sus entrañas y soy un hombre muy egoísta.

—No le importará, capitán —le interrumpió el más tímido—. El duque la dejará en paz cuando llegue el noveno mes. Cuando vea lo bonita que es no le será difícil hacerlo. Le dejará unas horas para parir y luego volverá a acostarse con ella. Pagará lo mismo, y le daremos la mitad a usted para que se busque a otra muchacha que le caliente la cama.

Branden les lanzó una mirada glacial. Sus manos se tensaron alrededor de los trabucos y el tic nervioso apareció de nuevo.

—Hay un hedor en esta habitación que me está asfixiando —afirmó arrastrando las palabras y forzando una sonrisa—. Acerqúense a la ventana, señoritas, y ábranla para mí. Vayan muy despacio porque mis manos se están cansando.

Los dos hombres se apresuraron a obedecer. Luego se volvieron de nuevo hacia el yanqui sonriente.

—Y ahora, corazoncitos, debo explicarles una vez más cuál es la situación antes de que se marchen —apuntó Branden de una manera clara y concisa, casi amable.

De pronto su voz se tornó amenazadora y perversa—: Esta chica es mi mujer y lleva a mi hijo. Me pertenece, y lo que es mío ¡es mío!

Las últimas palabras estallaron en la cabeza de los malhechores, desvaneciendo toda esperanza de salir victoriosos en la contienda.

Aterrados, abrieron los ojos de par en par y sus frentes se empaparon de sudor. Empezaron a temer seriamente por sus vidas.

—Pero, capitán, ella... nosotros... Ambos tartamudearon en sus intentos por apaciguarle. Finalmente, el más temerario se atrevió a hablar.

—Pero, capitán, no lo sabíamos —argumentó—. Ninguna esposa normal y corriente parece tan dispuesta en la cama. Quiero decir, señor...

—¡Fuera ahora mismo! —bramó Branden—. ¡Fuera antes de que os estrangule a los dos!

Se precipitaron hacia la puerta, pero Branden los detuvo riendo maliciosamente.

—Oh no, señoritas. Mejor por la ventana —ordenó. Los hombres lo miraron atontados y farfullaron:

—Pero, capitán, ¿va a permitir que nos rompamos el cuello contra los adoquines?

—¡Fuera! —exclamó el capitán amenazándolos con los trabucos.

Los dos ladrones obedecieron. Se encaramaron a la ventana y el más atrevido se lanzó por ella. El resultado de su acción fue incierto. Heather y Branden oyeron un golpe sordo, luego maldiciones estranguladas y gemidos.

—Creo que me he roto las dos piernas, ¡marinero bastardo! —gritó el hombre.

El más cobarde miró hacia atrás y se encontró con Branden señalándole la ventana. Se lanzó de mala gana y, al llegar al suelo, una cacofonía de alaridos, insultos y gemidos se convirtió en una original explicación de las muchas posibilidades en que hubiera podido quedar el árbol genealógico de Branden. Pero todos esos alaridos no consiguieron más que arrancar al capitán una sonora carcajada mientras cerraba la ventana del segundo piso.

Atrancó de nuevo la puerta y la aseguró para que no pudiera ser abierta desde fuera. Los dos ladrones se alejaron cojeando y, con ellos, desaparecieron los ruidos. Todavía riendo. Branden se deslizó en la cama junto a su esposa, que ahora yacía en el medio, observándolo en silencio con los ojos muy abiertos.

—Me pregunto qué le habrá ocurrido al último. Es el que más ha gritado ¿no crees, mi cielo?

Heather asintió y soltó una carcajada dulce y musical.

—Ya lo creo —convino—. Y supongo que debo sentirme halagada de que hayan mentido acerca de lo que valgo. Ningún hombre pagaría tanto por una mujer.

Branden la miró extrañado durante unos instantes, escuchando el sonido de su voz y observando su alegre sonrisa. Luego contempló los senos suaves y sedosos que aumentaban terriblemente tentadores por encima del camisón, y la suave transparencia de la prenda que disimulaba muy poco su esbelta figura. Se le humedeció la frente y, una vez más, experimentó la familiar contracción. Se volvió muy tenso con el deseo repentino de herirla.

—Considerando lo que pesas, no habría sido demasiado —espetó antes de apagar la vela. Y añadió inmerso en la oscuridad—: Si me hubieran ofrecido más, me habría sentido tentado.

Desconcertada por el brusco cambio de humor, la joven se arrastró hasta su almohada y se estiró. No sabía qué había hecho o dicho para que Branden quisiera agredirla con tanta crueldad. Era tan impredecible. ¿Cómo podía comprenderlo? Tan pronto era agradable y atento, como hacía un momento, como la dejaba sin habla con su ironía.

Llegó la mañana y Heather se encontró sola en la cama. Se levantó rápidamente, se aseó, y se puso el vestido rojo, dejándoselo desabrochado, pues no llegaba a los corchetes. Se atrevió a buscar entre las cosas de Branden hasta encontrar un cepillo. Se mordió brutalmente el labio inferior preguntándose cuál sería el castigo que le impondría su esposo si la encontraba usándolo. Pero como no había otro y su cabello estaba muy enredado, empezó a cepillárselo vigorosamente. Existía la posibilidad de que no se enterara nunca de que lo había utilizado y se apresuró a desempeñar la tarea antes de que pudiera ser descubierta. Cuando estaba dándose el ultimo retoque y para gran consternación de la joven, Brandon entró en la habitación. Heather se volvió bruscamente con una mirada de culpabilidad, todavía con el cepillo en la mano. Al verlo se dio cuenta de que Brandon estaba de muy mal genio. Había elegido un mal día para ser valiente.

—Lo siento —se disculpó—. No tenía cepillo. Mi tía se ha quedado con lo poco que tenía.

—Ya que lo has cogido sin mi permiso —le reprochó en voz baja—, disfruta también del placer de utilizarlo.

Heather se apresuró a dejar el cepillo. Lanzó una mirada furtiva a su esposo para asegurarse de que permanecía en la ventana y empezó a recogerse el cabello. Al darse cuenta de que Brandon la observaba, la joven desvió la mirada, incómoda. Se le hizo sumamente difícil trenzarse el cabello. Tuvo que empezar varias veces antes de sentirse satisfecha con los resultados, siempre consciente de que los ojos verdes la vigilaban. Se las apañó para recogerse las pesadas trenzas a ambos lados de la cabeza, haciendo que los lazos cayeran libremente y rozaran sus hombros al moverse.

—Esta tarde voy a llevarte a una modista —comentó Brandon categóricamente, volviéndose hacia la ventana—. Necesitarás trajes un poco más recatados que el que llevas.

Sujetándose el vestido, Heather lo miró con cautela. El hombre iba ataviado de manera informal y no se había puesto el abrigo. Sus pantalones eran de color marrón claro muy ajustados y llevaba un chaleco del mismo tono. Su camisa era blanca, igual que sus medias, con largas mangas que acababan en volantes ribeteados de encaje sobre las manos bronceadas. Sus ropas estaban impolutas y denotaban un gusto exquisito, como siempre. Heather observó que, una vez se había vestido según sus elevadas exigencias, ya no volvía a preocuparse por el atuendo. No era ningún mequetrefe amanerado.

El hombre estaba ahora concentrado en el mundo que se extendía más allá de la habitación. Heather pudo apreciar en su perfil cómo una arruga cruzaba sombríamente su frente. Del exterior llegaba el sonido de carruajes y carromatos que atravesaban las calles adoquinadas y, sobre todo, de mendigos y pilludos que correteaban sin rumbo.

La muchacha se dispuso a arreglar la cama intentando hacer el menor ruido posible. Luego se sentó en el borde y aguardó a que su marido se moviera o le diera alguna indicación. Esperó una eternidad. Empezó a dolerle la espalda y apoyó la cabeza contra uno de los pilares de la cama. Cerró los ojos pero, muy nerviosa, los volvió a abrir. Al final Brandon se movió y ella se enderezó, volviéndose a colocar el vestido sobre los hombros. El hombre la miró con indiferencia.

—¿Tienes la intención de ir por ahí de esa manera o vas a venir aquí y dejar que te abroche? —inquirió con sarcasmo—. Si quieres comer, será mejor que te des prisa.

La joven se levantó de la cama a toda prisa sin atreverse a contradecirle y se acercó a él, mordiéndose el labio inferior. Al mirarle a los ojos, su corazón latió salvajemente.

—No quería molestarte por lo del cepillo —observó nerviosa—. Mi cabello estaba sumamente enredado por no habérmelo cepillado anoche. No podía arreglármelo con las manos.

Branden la miró con el rostro inexpresivo durante unos instantes, luego frunció el entrecejo.

—No te preocupes por eso —le dijo secamente—. Date la vuelta para que pueda abrocharte el vestido. Heather obedeció, pálida y desconcertada.

Notó que Branden seguía enojado por algo que había ocurrió la noche anterior, pues había hecho caso omiso al asunto del cepillo. Pero todavía desconocía el motivo. Bajaron a comer. George hizo una reverencia y saludó a la joven:

—Hola, señora. —Retiró una silla para que tomara asiento, luego se dirigió brevemente a su capitán y se alejó a toda prisa. Heather le siguió con la mirada hasta la puerta. Con una arruga en la frente, se preguntó a cuántos de los hombres de su marido el criado les habría contado algo de su anterior presencia en el Fleetwood. Parecía saber mucho acerca de los asuntos de su capitán.

A pesar de haber sido fugaz, Brandon se percató de la expresión en el rostro de la joven.

—No debes preocuparte por George, mi amor —le aseguró repentinamente—. Es muy discreto. Es suficiente con decirte que sabe que no eres una mujer de la calle y que está muy arrepentido por todos los problemas que te ha ocasionado. Y, aunque seguramente no estarás de acuerdo, no es ningún estúpido. Vio las manchas de tu virginidad al recoger las sábanas de mi camarote aquel día. Comprendió que habías sido desflorada.

Heather estuvo a punto de morir de vergüenza. Ya no podía hacer nada.

Sabiendo esto, jamás podría volver a mirar a ese hombre a la cara. Exhaló un gemido y ocultó su rostro sonrojado entre las manos.

—Por favor, no te angusties, querida —suplicó con cariño—. No hay de qué avergonzarse. Hay muchas mujeres que desean ofrecer a sus maridos una prueba de su pureza la primera noche. A un hombre le complace saber que no ha habido otros antes que él.

—¿Y tú te sentiste complacido? —inquirió bruscamente, clavándole los ojos en el rostro. Brandon se estaba burlando y eso la irritó.

El hombre esbozó una sonrisa amplia con los ojos entornados.

—Soy como los demás, mi cielo—aseguró—. Me sentí halagado. Pero no tenía ninguna necesidad de que me mostraras la prueba de tu virginidad.

Sabes perfectamente que cuando me enteré me quedé cuanto menos sorprendido. Me habría apartado de ti y suplicado tu perdón si hubiera sabido que tu intención no era la de iniciarte en ese negocio. —Y añadió con una suave risa, como disculpándose—; Pero me temo que lo hiciste imposible.

—No lo entiendo —replicó la muchacha con amargura—. El daño ya estaba hecho.

Brandon se rió entre dientes y la devoró con la mirada como había hecho el día anterior.

—No del todo, mi amor —aclaró—. No te habría dado la parte de mí que ahora llevas dentro. Si me hubiera apartado de ti entonces, no estarías embarazada. Pero como ocurrió, ahora hay una vida creciendo en tu interior y yo soy el culpable. Tus tíos me dejaron muy claro que el niño era mío.

—Pero podría estar mintiendo acerca de mi estado —replicó Heather con bravuconería, como si quisiera atentar por un momento contra la confianza del hombre. Alzó su pequeña y encantadora nariz, mirándolo desafiante.

—No, no puedes —contestó Brandon categóricamente, quebrantando sus esfuerzos.

—No tienes ninguna prueba... —empezó a decir la muchacha.

—¿A no? —preguntó lentamente arqueando una ceja, divertido.

Heather asumió su derrota.

—Olvidas, ma belle —apuntó suavemente—, que he podido observarte en tu estado natural y, aunque no es evidente a simple vista, tu encantadora barriguita está creciendo. En un mes será bastante obvio.

Heather permaneció en silencio al acercarse a su mesa la camarera. De todas formas ya no había nada más que decir. ¿Cómo podía negar lo evidente?

Tras la comida, George regresó de nuevo.

—¿Desea que llame a un carruaje ahora, capitán? —preguntó.

Branden miró a Heather.

—¿Estás lista, mi cielo?

—Debo rogarte que me disculpes un momento—respondió Heather con dulzura y sin mirarle. Las necesidades de la joven eran ahora mayores que las de él y Branden se había dado cuenta— Su convivencia ininterrumpida desde la boda y las constantes disculpas para ausentarse debían haber extrañado a Branden sobremanera.

El capitán se volvió hacia George y le dijo en voz baja:

—Nos reuniremos contigo en un momento. Una vez se hubo marchado el criado, Brandon se incorporó y ayudó a Heather a levantarse.

—Lo siento, mi amor murmuró sonriendo—. He estado pensando en otras cosas y me he olvidado por completo de tu estado. Por favor, perdóname.

Así que, a pesar de todo, se había dado cuenta de que la frecuencia de sus viajes se debía al hecho de estar embarazada. ¿Había algo que se le escapara? ¿Había algo que no supiera acerca de las mujeres?

Heather alzó la vista. Durante un instante, sus ojos se encontraron. La mirada de Brandon era tan cálida que las mejillas de la joven enrojecieron.

El hombre rió suavemente al ver cómo los ojos de la joven le rehuían y deslizó el brazo por detrás de su espalda. Le apretó la cintura con cuidado antes de soltarla.

Caminaba hacia la puerta, donde estaba Brandon esperando, cuando oyó una voz familiar que la llamaba. Se volvió sobresaltada y vio a Henry Whitesmith precipitándose hacia ella con una jarra llena de cerveza en la mano y ataviado como un marino mercante. Debía de haber entrado a la posada con un grupo de marineros mientras ella no estaba. Se quedó sin habla durante unos minutos, muy sorprendida de verlo allí. Henry dejó rápidamente la jarra sobre una mesa y la cogió de las manos.

—Heather, mi amor —gritó feliz—. Pensé que no volvería a verte antes de mi partida. ¿Qué haces aquí? ¿Y dónde está tu tía? ¿Has venido a despedirme?

—¿A despedirte? —replicó Heather estúpidamente, sin saber lo que quería decirle con eso. Frunció el entrecejo—. Henry ¿qué haces aquí? ¿Y Sara?

¿Por qué llevas esas ropas?

—¿No lo sabes, Heather? Me he enrolado en el Merriweather de la Compañía Británica del Té —contestó el joven—. Zarpamos dentro de quince días hacia Oriente. Estaré fuera dos años.

—Pero ¿por qué, Henry? —preguntó perpleja—. ¿Qué ha ocurrido con Sara?

—No podía casarme con ella, Heather —explicó Henry—. Te quiero a ti y no me casaré con nadie si no es contigo. Así que he venido a Londres a hacerme rico, tal como me dijiste. Ahora tengo una oportunidad de hacerlo.

Cuando vuelva de Oriente seré un hombre adinerado, tendré más de quinientas libras en el bolsillo.

—Oh, Henry —suspiró con tristeza apartando sus manos de las de él.

Henry la miró con devoción una vez más. Le sonreía abiertamente y sus ojos resplandecían de puro contento. No se dio cuenta de la angustia que padecía la joven.

—Estás espléndida, Heather —comentó—. Nunca te había visto tan bella. —

Se acercó y le acarició la mejilla con ternura con manos temblorosas—. ¿Me esperarás, Heather? ¿Aceptarás ser mía? ¿Serías capaz de casarte conmigo ahora y dejar que parta como un hombre inmensamente feliz? —Su mirada quedó atrapada en los senos de Heather, su voz se hizo inestable y pareció atragantarse con las palabras—. Te quiero, Heather. Te amo y te deseo más que a nada en el mundo.

—Por favor... —empezó a decir con dificultad. Más allá de Henry, Branden se acercaba con una profunda arruga en la frente. La joven volvió a mirar a Henry muy nerviosa. Branden llegó hasta ellos.

—Si estás lista, mi amor, debemos irnos —comentó Branden, colocándole su capa sobre los hombros para ocultar los senos a los ojos de Henry—. El carruaje nos está esperando.

Henry miró a Branden sin dar crédito. Observó cómo rodeaba a Heather con el brazo. Sintió que le hervía la sangre al ver que otro hombre tocaba a su amada.

—Heather ¿quien es este hombre, este... este yanqui? —inquinó— ¿Qué estás haciendo aquí con él? ¿Y por qué dejas que te ponga las manos encima de ese modo?

—Henry, debes escucharme —rogó. No deseaba darle la noticia de esa forma, no en un lugar público como ése, no en ese preciso momento, no tan cruelmente. Se le heló el alma—. No quería que esto sucediera, Henry.

Por favor, créeme. Tendrías que haberme creído cuando te dije que no podía casarme contigo. Era del todo imposible. —Miró a su marido suplicándole comprensión. Este joven no estaba preparado para la afilada lengua de Brandon—. Henry, éste es mi marido, el capitán Birmingham, del navio americano Fleetwood.

—¡Tu marido! —gritó Henry. Clavó sus ojos en Brandon, horrorizado—. ¡Oh, Dios mío, no lo dices en serio, Heather! ¡Dime que estás bromeando! ¡No puedes haberte casado con un yanqui! —Observó, desesperado, las ropas suntuosas del hombre. Sólo sus medias valían más que su atuendo desgastado—. ¡Un yanqui no, Heather!

—Nunca osaría bromear tan cruelmente con eso, Henry —contestó la muchacha con dulzura—. Es mi marido.

—¿Cuándo... os casasteis? —consiguió preguntar Henry con lágrimas en los ojos.

—Hace dos días —suspiró Heather dejando caer la mirada. No podía soportar las lágrimas del joven. Si permanecía allí mucho más tiempo hablando con él, perdería el control y huiría de ellos sollozando. Todo su cuerpo estaba rígido como respuesta a sus esfuerzos por reprimirse y, el brazo de Brandon estrechándola, no la ayudaba en absoluto. No hacía más que recordarle que él era el culpable de todo lo que había sucedido. Sin embargo, su silencio fue una bendición.

—¿Puedes decirme por qué te casaste con él... con un yanqui y no conmigo, Heather? —preguntó abatido. Heather le miró a los ojos.

—¿Qué necesidad hay ahora de eso, Henry? —preguntó—. Estoy casada y no se puede hacer nada. Despidámonos ahora y partamos. Pronto me habrás olvidado.

—¿No me lo vas a decir? —insistió. Heather sacudió la cabeza. Su visión estaba borrosa por las lágrimas.

—No, no puedo. Debo irme ahora —contestó.

—No te olvidaré, Heather, lo sabes. Te amo y ninguna otra mujer podrá sustituirte —declaró.

Pese a la presencia de Brandon, Heather se puso de puntillas y besó a Henry en la mejilla.

—Adiós —susurró. Se dio media vuelta y dejó que Brandon la acompañara hasta la puerta.

Una vez en el interior del carruaje, Heather permaneció mirando desolada por la ventanilla, sin importarle que Branden, malhumorado, la estuviera observando.

—¿Cuándo te pidió ese joven que te casaras con él? —inquirió bruscamente cuando el carruaje se hubo

puesto en marcha.

Heather dejó de mirar por la ventanilla y suspiró.

—Después de haberte conocido —respondió. La expresión de Branden se endureció. Permaneció en silencio durante un rato y, cuando volvió a hablar, el tono de su voz era afilado. Estaba irritado.

—¿Te hubieras casado con él si todavía fueras una mujer virgen? —

preguntó.

Heather lo miró y la precaución le hizo decir la verdad. . —No tenía dote.

Sus padres me hubieran rechazado por ese motivo —explicó la joven—. No me hubiera casado con él.

—Tú no hablas de amor —observó Branden lentamente.

—El amor no tiene lugar dentro del matrimonio —contestó con amargura—.

Los matrimonios están arreglados en función del beneficio. Los que están enamorados van a encontrar su placer en los pajares o en los prados.

Desafían la precaución para gozar de unos momentos a solas. Las razones escapan a mi entendimiento.

Branden la estudió a su antojo.

—Ahora sé que nunca Has estado enamorada ni tentada por el amor —

apuntó el hombre—. Sigues siendo inocente frente a los juegos del amor, virginal, por decirlo de alguna manera.

Heather lo miró con fijeza.

—No sé de qué me hablas —afirmó secamente—. No soy virgen. Me hablas en clave. Branden se echó a reír.

—Me siento tentado a mostrarte de lo que hablo —bromeó—. Pero eso únicamente te daría placer y aún me tienes que pagar tu parte del chantaje.

Heather lo miró de nuevo.

—Sigues hablándome en clave —replicó con brusquedad—. Y con mentiras.

Soy inocente. ¿Tengo que repetírtelo?

—Oh, por favor, ahórratelo —contestó Branden suspirando profundamente—. No tengo tiempo para mentiras.

—¡Mentiras! —gritó Heather—. ¿Quién te has creído que eres para acusarme de mentir, maldito...? Branden tiró bruscamente de ella y la previno:

—Cuidado, Heather. Se te está escapando el genio irlandés.

—Lo siento —se disculpó con una voz muy débil. En el acto se odió por haberse disculpado y por ser tan cobarde. Cualquier otra mujer le hubiera insultado o, incluso, abofeteado. Pero no se podía imaginar haciendo una cosa así y detestaba pensar en la reacción de su esposo si lo intentaba.

Incluso ahora, tal como se encontraba, envuelta en sus brazos, temblaba violentamente horrorizada. Y el poco coraje que poseía se desvaneció ante los ojos penetrantes y fieros de Brandon. Era una mujer apocada que se amilanaba ante su simple mirada.

—Es difícil mantener la boca cerrada cuando me provocas y me insultas de esa manera —confesó desconcertada, en voz baja, mirándose las manos en su regazo—. Me humillas.

—Nunca dije que no lo haría —contestó Brandon ásperamente, volviéndose para mirar por la ventanilla—. Te dije lo que debías esperar de mí. ¿Creías que te había mentido?

Heather sacudió la cabeza con lentitud. Una lágrima cayó en su mano, luego otra. Se las secó.

Sin darse la vuelta, Brandon empezó a maldecir, sacó impaciente un pañuelo de su abrigo y se lo entregó.

—Toma —le dijo—. Necesitarás esto. Y si insistes en llorar todo el tiempo, me complacería enormemente que te acordaras de llevar siempre tu propio pañuelo. Me fastidia sobremanera no tener el mío cuando lo necesito.

—Sí, Branden —replicó en voz baja. No se atrevía a recordarle que no poseía ninguno.

Durante el resto del trayecto Branden permaneció con una expresión imperturbable mirando por la ventanilla. Reinaba un silencio sepulcral en el carruaje y Heather temblaba de miedo.

Madame Fontaineau les dio la bienvenida en la puerta de su tienda con una encantadora sonrisa. El capitán Birmingham era un cliente habitual cuando estaba en tierra. A la señora le gustaba el yanqui alto. El atractivo tunante sabía tratar a las mujeres y ella era lo suficientemente joven como para saber apreciarlo.

Branden apartó su capa de los hombros de Heather y los ojos de madame Fontaineau se deslizaron sobre el vestido rojo. Sonrió complacida y decidió que a ninguna otra mademoiselle le podría sentar tan bien. La curiosidad de la modista se había despertado cuando el capitán había comprado aquel vestido y otras ropas destinadas a una joven menuda y delicada. Dio por sentado que el capitán había encontrado otra amante, pues los trajes que había adquirido en los dos últimos años eran para una mujer más alta y voluptuosa. Esta jovencita, todavía en la flor de la juventud, nunca hubiera llenado esas prendas. Había algo de indiferencia e ingenuidad en los modales de la chica, casi inocente, singularmente refrescante. Todo ello había sido suficiente para despertar la curiosidad de madame Fontaineau.

Muchas de las cortesanas que frecuentaban su tienda, y eran la mayoría, elogiaban al capitán Birmingham. Conocía su vida privada mucho mejor de lo que él mismo podía imaginarse. Pero ante ella había algo nuevo y bastante diferente, una delicada mademoiselle, de buena figura y que cualquier hombre elegiría para convertirla en su esposa. ¡No lo quisiera Dios!

Ella era francesa y no tan mayor como para no saber apreciar a un verdadero hombre como el capitán Birmingham. A menudo lo había mirado con otras intenciones, además de hacer negocios, pero había tenido la precaución de ocultarlo. Era lo suficientemente astuta como para saber que si le sugería ser algo más que amigos, el hombre desaparecería para siempre. Estaba convencida de que, no sintiendo afecto alguno por su corazón anciano y susceptible y careciendo de interés por una mujer mayor, la rechazaría y se marcharía para no volver jamás.

Fue entonces cuando vio el anillo de oro en el dedo de Heather.

—Madame Fontaineau, permítame presentarle a mi esposa —anunció Branden.

La mujer se quedó boquiabierta, muy sorprendida. Rápidamente se apresuró a hablar para disimular su perplejidad.

—Encantada de conocerla, señora Birmingham. Su esposo es mi cliente favorito desde hace mucho tiempo. Es un experto en mujeres —comentó la modista—. Es usted muy hermosa.

Branden arrugó ligeramente la frente.

—Madame Fontaineau, si tiene usted la bondad, mi mujer necesitaría adquirir un guardarropa completo —explicó.

—Oui, monsieur, lo haré lo mejor que pueda —se apresuró a contestar, percatándose de su metedura de pata. A los hombres no les gustaba que sus actividades amorosas fueran de dominio público y menos que sus esposas supieran de ellas. Pero el impacto causado por la noticia de su enlace había sido demasiado para ella. Se había quedado anonadada contemplando el anillo.

Madame Fontaineau observó a la joven y luego examinó las telas que había amontonadas sobre las mesas. La muchacha poseía un cuerpo esbelto, suave y seductor. Cualquier hombre moriría por acariciarlo. No había duda de por qué el yanqui se había casado con ella. Era toda una belleza y hacían muy buena pareja. Realmente era para envidiarles.

Con una expresión de resignación, miró al yanqui.

—Elle est perfection, ¿eh, monsieur? —apuntó en francés.

Brandon alzó la vista para observar la espalda de su mujer.

—Oui, madame. Magnifique —contestó.

Heather no entendió ni una palabra de la conversación; tampoco lo intentó.

Sin embargo, se dio cuenta de que Brandon había respondido a madame Fontaineau en francés, sin problemas. Era un hombre lleno de sorpresas.

Ahora estaban hablando en francés, dejando que Heather deambulara por la habitación a su antojo. Caminaba sin rumbo entre las mesas, mirando de soslayo a su marido que seguía charlando con la mujer. Parecía que se conocían bien. Brandon se reía con ella; incluso, en un momento dado, la modista llegó a tocarle el brazo, algo que ni su esposa se atrevía a hacer.

Frunció el entrecejo al recordar lo que la modista había dicho minutos antes. Daba la impresión de que era una de las muchas mujeres a las que Brandon había comprado ropa.

Se volvió rápidamente, muy enojada con su esposo por haberla llevado a ese lugar. Podría haberle ahorrado esa bochornosa situación.

Alzó un boceto de un caballete próximo a ella y estudió el dibujo, intentando concentrarse en él. Era el bosquejo de un vestido moderno, diseñado según las últimas tendencias de la moda, de cintura alta y adornado con lazos. Toda mujer de dudosa reputación lo llevaría. A Heather no le gustó.

Al apartar la mirada del boceto, vio que un joven, que debía de haber surgido un momento antes de la cortina que había al final de la tienda, la estaba observando. El muchacho devoró con avidez el escote de Heather, imaginándose lo que había debajo. Se relamió y se aproximó a ella. Heather permaneció quieta, desconcertada. El tipo confundió la pausa de la joven con una invitación a aproximarse. Le sonrió abiertamente, pero, justo en ese momento y para su desgracia, Branden desvió la atención de la conversación y vio cómo el muchacho se acercaba a su mujer con una actitud demasiado amorosa.

No era más que un mocoso, pero para Brandon fue la gota que colmó el vaso. Primero ladrones, luego un antiguo amor y, ahora, este mozalbete. La muchacha era suya y no una pieza pública a la que todo el mundo podía besuquear o con la que se podían regodear. Su paciencia había llegado al límite. No iba a consentir que ningún otro hombre se deleitara con ella.

Cruzó la tienda a la velocidad de un rayo con una rabia incontrolada.

Heather lo vio venir y, aterrorizada, se apartó de un salto para dejarle pasar.

Agarró al joven por el abrigo y, levantándolo del suelo, lo sacudió como si fuera una alfombra.

—Escoria despreciable —lo insultó—. Vas a aprender enseguida a quitarle la vista de encima a mi mujer. Te voy a sacudir por toda la tienda.

Los ojos del pobre muchacho casi se salieron de las órbitas y su cuerpo tembló de impotencia. Heather se quedó petrificada ante la escena, completamente atónita, pero madame Fontaineau corrió hacia Brandon y le agarró del brazo.

—Monsieur! Monsieur! —le suplicó—. Monsieur Birmingham. Por favor. ¡No es más que un chiquillo! No quería insultarle, monsieur. ¡Por favor, déjele!

Se lo ruego.

Branden obedeció lentamente, aunque todavía le hervía la sangre. Dejó al muchacho en el suelo. Madame Fontaineau lo agarró no demasiado amablemente y lo empujó hacia la parte trasera de la tienda, hablándole en francés. Justo antes de apañar la cortina, pudieron ver cómo le abofeteaba.

Ni Branden ni Heather se habían movido del sitio cuando, un minuto después, la mujer regresó.

—Lo siento, monsieur Birmingham —se disculpó madame Fontaineau humildemente. Se dirigió hacia Heather, rozando a Branden en su camino, y asió las manos temblorosas de la joven.

—Madame Birmingham, es mi sobrino y a veces se comporta como una criatura estúpida. Pero, ay, madame —añadió encogiéndose de hombros—, obviamente es francés.

La mujer se echó a reír y Heather miró a su esposo con los ojos todavía abiertos e inseguros. Éste se encontró con su mirada y arqueó una ceja divertido, sin sonreír, lo que hizo suponer a Heather que todavía seguía enfadado.

—Por favor, por aquí, madame Birmingham. —La modista sonrió cogiéndola del brazo—. Empezaremos por la selección de telas para las camisolas —

anunció. Luego la empujó para que la acompañara hacia unas estanterías repletas de rollos de muselinas transparentes, linos y batistas—. ¿Puedo sugerirle la muselina para uso diario y las batistas delicadas para ocasiones especiales? Son muy suaves para una piel tan encantadora como la suya.

Heather buscó la mirada de su marido una vez más. Branden estaba a su lado, apoyado contra una mesa, de brazos cruzados. Su expresión no cambió con la mirada de su esposa y Heather temió que estuviera enfadado con ella. Apartó la mirada nerviosa y volvió a girarse hacia la mujer.

—No importa —murmuró la joven dulcemente—, lo que usted crea que es mejor.

Madame Fontaineau miró al capitán para recibir su visto bueno y sonrió al recordar con qué cuidado el hombre había seleccionado la ropa interior para la muchacha. Para obtener su aprobación las camisolas debían ser del mejor tejido, suaves y transparentes. No podía olvidarlo al hacer éstas nuevas.

Es muy posesivo con su joven esposa, pensó al recordar su reciente explosión de genio. Tendrá que pelearse con muchos hombres para alejarlos de ella. Es una muchacha inocente pero muy seductora. Habría sido mejor para él que se hubiera enamorado de mí.

—Capitán Birmingham, si acompaña a madame al probador podremos empezar a seleccionar los vestidos —observó la francesa—. Tengo algunos bonitos bocetos de última moda.

Se volvió resueltamente y les guió hacia la parte trasera de la tienda, a través de las cortinas por el pasillo y hasta una pequeña habitación abarrotada de telas y de costura. Trajo una silla e indicó a Branden que tomara asiento.

Luego se volvió hacia Heather.

—Madame, si me lo permite, le desabrocharé y, tan pronto le hayamos quitado este encantador vestido, empezaremos a tomar medidas ¿eh? —

comentó la señora.

La joven le dio la espalda y esperó en silencio a que madame Fontaineau le desabrochara. La habitación, apenas más grande que una cama, estaba tan abarrotada de telas que casi no había sitio para los tres. Cada vez que Heather se movía en el diminuto cubículo, rozaba las piernas de Branden con sus faldas. Además, tenía que permanecer delante de él, pues no había más espacio y podía tocarla con sólo extender el brazo.

La modista le tomó las medidas exactas, utilizando la cinta métrica con asombrosa habilidad. Heather levantó los brazos, irguió la espalda, se arremangó las faldas, todo siguiendo las indicaciones de la mujer.

—Ahora, madame meterá el estómago —continuó la modista, colocando la cinta alrededor de sus caderas.

Heather alzó la vista por encima de la cabeza de la señora y vio a Brandon desternillándose de risa. Ya no le importaba si seguía enfadado con ella.

Contrariada, contestó a la mujer:

—Es del todo imposible.

Madame Fontaincau se dejó caer hacia atrás, sentándose sobre sus talones.

Durante unos instantes se preguntó cómo era posible que la petite tuviera ese pequeño problema. Finalmente una sonrisa de confianza torció sus labios-

—Madame tiene pipí, ¿verdad? —preguntó.

—Sí—admitió Heather de mala gana, ruborizándose.

—Aja, esto es maravilloso —murmuró madame Fontaineau. Miró a Brandon de soslayo—. Monsieur es un papá orgulloso ¿no es así?

—Se lo puedo asegurar, madame Fontaineau —contestó Brandon.

La modista rió suavemente. Así que no tiene la menor duda de que el niño es suyo, pensó. Contesta sin problemas ni demoras. Tal vez la joven es tan inocente como indica su aspecto.

—Ah, monsieur, hace que me sienta bien —añadió en voz alta—. No se ha ruborizado ni ha tartamudeado al admitir que usted es el padre. Eso es bueno. No hay culpa en un hombre que responde por lo que ha hecho. —

Lanzó a Heather una rápida mirada de valoración y se volvió hacia él—. Y su esposa va a ser una de las mujeres más encantadoras ¿eh, monsieurí Brandon examinó a su mujer lentamente y sus ojos brillaron con una extraña luz.

—De las más hermosas —acordó, complacido.

¡Míralo!, se dijo madame Fontaineau. Ya está impaciente por llevarla de nuevo a su lecho. La. petite madame no permanecerá mucho tiempo sin un hijo de él en sus entrañas. Hará buen uso de ella. ¡Quién fuera ella!

—Le queda bien a madame la camisola que le hice ¿eh? —le comentó a Brandon, que devoraba a su esposa con la mirada—. Tiene el cuerpo de una diosa: senos redondeados, una cintura estrecha, perfecta para las manos de un hombre y las caderas y piernas

Heather cerró los ojos profundamente avergonzada. Se sentía como una esclava que estaba siendo vendida a un hombre... a este hombre... con el fin de darle placer. Esperaba que la pincharan y examinaran en cualquier momento. Pero era de su cuerpo del que madame Fontaineau hablaba tan libremente, no del de una esclava. Esa mujer no tenía ningún derecho a degradarla a ella o a su cuerpo de esa forma. El cuerpo de una mujer era algo sagrado, algo privado, al que se le debía un respeto y no algo que pudiera ser mancillado tan fácilmente. No estaba hecha para ser tratada o vendida como si fuera una sierva.

Apretó las mandíbulas, muy enfadada, y abrió los ojos encontrándose con los de Brandon en el espejo. El tiempo se detuvo. La mirada del hombre atrapó la de la joven. Cuando Brandon bajó la vista hasta los senos de la muchacha haciendo que fuera perfectamente consciente de la transparencia de su ropa interior, ésta no pudo dejar de contemplar su rostro. Su mirada produjo en el cuerpo de Heather un extraño temblor que la debilitó, hasta casi desmayarse, y la hizo sentir terriblemente extraña.

Sin el yanqui indicándole que continuara con la toma de medidas, madame Fontaineau se incorporó, una vez más en su papel de mujer de negocios.

—Voy a buscar los bocetos. Si madame desea volver a ponerse el vestido, se lo abrocharé cuando regrese —comentó y salió de la habitación.

Heather apartó la mirada del espejo y cogió el vestido. Completamente aturdida, se lo puso, metió los brazos en las mangas y los cruzó para evitar que se le cayera, esperando el regreso de madame Fontaineau. De pronto vio, aterrorizada, cómo Branden se acercaba a ella, tiraba de sus faldas y las atrapaba entre las piernas. Heather lo miró perpleja. Su corazón empezó a latir desaforadamente y Branden, al darse cuenta, se echó a reír contemplando el busto que temblaba bajo el vestido.

—¿Por qué ese miedo, garita? —inquirió—. Lo único que deseo es abrocharte el vestido.

En una reacción nerviosa, la muchacha se llevó las manos al escote intentando ocultar sus senos a su esposo, que se las apartó todavía riendo.

—No hay ninguna necesidad de que te cubras, mi amor —comentó—. Sólo mis ojos están aquí para mirarte.

—Por favor —suspiró Heather casi sin aliento—. Madame Fontaineau está a punto de regresar. Branden soltó una carcajada.

—Si me obligas a dañe la vuelta, todo lo que madame Fontaineau verá es a un hombre abrochándole el vestido a su esposa —observó Brandon.

Heather se volvió inmediatamente, oyendo la risa divertida de su marido.

Todavía estaba abrochándole el vestido cuando llegó la modista.

—He traído todos los bocetos que tengo —comentó la señora—. Como verán, hay mucho donde elegir.

Madame Fontaineau desplegó una mesa y puso la pila de bocetos sobre ella, dejando a Heather aprisionada entre esta y las piernas de su esposo.

Una vez Branden hubo terminado de abrocharle, la joven se sentó en el suelo y empezó a estudiar los dibujos. Había muchos que le gustaban, pero dudaba de que su marido quisiera gastarse una suma de dinero tan grande en ella. Los miró con anhelo y suspiró.

—¿No tiene algún vestido más sencillo y menos costoso que éstos? —

preguntó a la mujer.

La modista se quedó sin habla, muy asombrada. Brandon se inclinó hacia adelante, colocando una mano sobre el hombro desnudo de Heather.

—Mi amor, puedo comprarte éstos perfectamente —afirmó echando una ojeada a los bocetos.

Madame Fontaineau suspiró aliviada. El capitán tenía un gusto excelente y caro en cuestión de ropa. No iba a permitir que su mujer pensara en el dinero en un momento como éste. El capitán podía permitirse comprar un guardarropa lujoso, entonces, ¿cuál había sido la intención de la joven? Si ella fuera Heather, habría escogido los vestidos más bonitos sin pensárselo dos veces.

—Como pareces muy tímida a la hora de gastar mi dinero —apuntó Brandon dulcemente—, te ayudaré a seleccionar tu vestuario... si no tienes inconveniente.

Heather se apresuró a sacudir la cabeza, nerviosa al sentir su mano sobre el hombro. Sus largos dedos eran como lenguas de fuego sobre su piel desnuda. Brandon los apoyaba sobre su clavícula y sus senos sin darle importancia y sin percatarse de la reacción que estaban provocando en ella. La joven estaba empezando a tener dificultades para respirar.

Lo hace a propósito para atormentarme, pensó Heather. Sabe que le temo.

El hombre la tenía rodeada: el muslo era como una roca sobre su omoplato; la mano, como un peso de plomo que la mantenía en el suelo; su cabeza y sus hombros, surgiendo por encima de ella para disuadir cualquier ¡dea de incorporarse. Estaba prendida en su trampa, como una mosca en una telaraña. Sin embargo, la imagen que daba al exterior era bien distinta. Parecía estar sentada cariñosamente a los pies de su marido, feliz de sentir sus manos sobre ella.

Brandon señaló uno de los bocetos.

—Éste estará bien en una seda azul, del color de los ojos de mi esposa.

¿Tiene el mismo tono? —inquirió.

Madame Fontaineau estudió primero los ojos de Heather, luego sonrió abiertamente.

—Oui, monsieur, son de color azul zafiro. Será como usted desea —replicó.

—Excelente —respondió Brandon. Luego señaló otro boceto—. Llévese éste.

Se perdería entre tantos volantes.

—Oui, monsieur —acordó madame Fontaineau. Como siempre estaba eligiendo a la perfección. ¿Cuándo no lo había hecho? El hombre sabía cómo vestir a una mujer.

Apartó otro dibujo, alegando que el vestido era demasiado chillón. Otros cinco fueron elegidos. Otros dos rechazados.

Heather observaba, fascinada, incapaz de pronunciar una sola palabra. No podía estar más de acuerdo con todo lo que Brandon había elegido. Y todos los que habían sido desechados, ella misma había rezado para que lo fueran. Su sentido del color la dejó pasmada. Debía admitir que elegía mejor que ella.

Muchos otros vestidos fueron rápidamente elegidos y muestras de diferentes materiales adjuntados a ellos. No quedó ningún detalle por determinar.

Escogieron sedas, tejidos de lana, terciopelos, brocados, muselinas, gasas de algodón. Heather perdió la cuenta. Eligieron cintas, azabaches, cuentas y pieles como ribetes y adornos. Examinaron cuidadosamente los encajes y los encargaron. Heather estaba asombrada ante la gran cantidad dé ropa que Brandon le había comprado, por supuesto mucha más de la que ella misma había esperado. A Heather le era difícil admitir que su esposo pudiera ser tan generoso con ella. Sin embargo, los vestidos fueron encargados.

—¿Estás de acuerdo con todo, querida? —preguntó Brandon dulcemente.

Heather sabía que le daba igual que no estuviese de acuerdo. Había comprado todos los vestidos para complacerse a sí mismo. Pero estaba de acuerdo con todo. ¿Cómo no lo iba a estar habiendo sido tan bien escogidos? Heather asintió.

—Has sido más que generoso —murmuró. Brandon la miró. Estaba sentado por encima de ella, disfrutando sin restricción de la vista de su busto. Se moría de ganas de deslizar su mano por debajo del vestido y acariciar la piel sedosa.

—Mi esposa necesita un vestido para ponerse ahora —observó apartando los ojos de ella—. ¿Tiene algo adecuado para ella que sea un poco más conservador que lo que lleva puesto?

Madame Fontaineau asintió.

—Oui, monsieur —respondió—. Tengo un vestido que terminé justamente el otro día. Voy por él ahora mismo. Puede que sea lo que está buscando.

Salió rápidamente de la habitación y volvió al cabo de poco tiempo con un traje de terciopelo azul. Tenía unas mangas largas y ajustadas y un cuello de satén blanco muy recatado. Las muñecas estaban ribeteadas también en satén blanco.

—¿Es esto lo que había pensado? —inquirió la modista sosteniéndolo en alto.

—Sí—respondió Brandon—. Envuélvamelo. Nos lo llevamos. Ahora debemos ocuparnos de los accesorios. Lo tendrá todo listo para dentro de diez días.

La señora se quedó boquiabierta.

—¡Pero, monsieur, eso es imposible! —protestó—. Por lo menos un mes, por favor.

—Lo siento, madame. Zarpamos dentro de quince días —argumentó Brandon—. Dentro de cinco días volveré con mi esposa para que se pruebe y, dentro de diez, quiero que todo esté listo y a bordo. Tendrá un beneficio extra si todo está terminado y bien cosido. Si no, usted se lo pierde. ¿Puede hacerlo?

Madame Fomaineau no podía dejar escapar un pedido como ése. Aun teniendo que compartir algunos de los beneficios con otras modistas, seguiría ganando una importante suma de dinero. Tendría a todas sus amigas y familiares cosiendo desde ahora hasta entonces, pero lo tendría a tiempo. El hombre hizo un buen trato, pues estaba acostumbrado a dar órdenes y a que fueran acatadas— Era realmente digno de admiración; no aceptaba nada que no fuera lo mejor.

—Será como usted desea, monsieur —convino final—, mente la mujer.

—Entonces, está decidido —concluyó Branden—. Ahora debemos acabar de confeccionar tu vestuario, mi amor —comentó a Heather con un apretón de brazo.

La ayudó a levantarse y a colocarse la capa por encima de los hombros.

Poco después se marcharon. Madame Fontaineau se quedó en la puerta observando cómo se alejaban.

—Madame es mucho más lista que yo —concluyó en silencio—. Al pedir menos, ha obtenido más. Y él está feliz de haberle comprado lo mejor.

Todas deberíamos ser tan astutas como ella.

Se volvió y dando una palmada, llamó:

—Claudette, Michele, Raoul, Marie. Venid aprisa. Tenemos mucho trabajo que hacer.

Damas vestidas exquisitamente y finos caballeros abarrotaban las tiendas de Londres, empujándose unos a otros como única forma de avanzar entre la muchedumbre. Heather se animó al recordar su infancia y los paseos con su padre por esas mismas tiendas. Ahora charlaba alegremente con los tenderos, se probaba estúpidos sombreros, se miraba en los espejos riendo tontamente, saltaba de un lado a otro hechizando a todo aquél que tenía la suerte de poder contemplarla. Brandon permanecía en silencio tras ella, observándola. Únicamente asentía a los tenderos cuando Heather se probaba algo que contaba con su aprobación. Acto seguido, les pagaba.

Incluso cuando la joven le cogía inconscientemente de la mano y tiraba de él hacia el interior de una tienda, se lo permitía sin reprenderla por ello.

Pero Heather nunca le pedía nada, ni tampoco esperaba que él se lo comprara. Se divertía tan sólo mirando. No había podido disfrutar de ese placer durante muchísimo tiempo. Observó a las imponentes damas que desfilaban ante ella. Se reía al ver a sus pequeños y obesos maridos correr tras ellas, intentando alcanzarlas. Sus ojos brillaban y sonreía constantemente. Se dejaba llevar por la multitud, feliz, y giraba la cabeza despreocupadamente de un lado a otro, agitando sus trenzas y haciendo que todos los hombres posaran sus ojos en ella.

Era ya el atardecer, cuando Heather se quedó mirando muy silenciosa y pensativa, una cuna de madera que había en una tienda. La tocó con manos temblorosas y acarició su madera suave. Se mordió el labio inferior y miró a Brandon. Una vez más, se sentía insegura.

Branden se acercó a ella y observó la cunita, sopesando la posibilidad de comprarla. Comprobó su resistencia.

—Hay una mejor en mi casa —apuntó por fin, aún inspeccionándola—. Era mía, pero sigue siendo resistente y capaz de soportar a un bebé. Hatti lleva mucho tiempo deseando utilizarla.

—¿Hatti? —inquirió la joven.

—Es mi ama de llaves, una enorme mujer de color

—le respondió—. Lleva en esa casa desde que nací.

Brandon se volvió y salió lentamente de la tienda. Heather le siguió y se colocó junto a él, mientras llamaba a un carruaje. Cuando volvió a hablar, su voz era áspera.

—Hatti ha estado esperando con impaciencia, al menos durante quince años, a que me casara y tuviera hijos

—comentó mirándola a hurtadillas—. Estoy convencido de que no cabrá en sí de alegría cuando te vea, teniendo en cuenta que ya tendrás bastante barriga cuando lleguemos a casa.

Muy cohibida» Heather se tapó la barriga con la capa.

—Ibas a casarte cuando regresaras. ¿Qué va a ocurrir? —inquirió la joven—.

Seguro que Hatti estará enojada conmigo por haber usurpado el lugar de tu prometida.

—No, en absoluto —le respondió bruscamente y echó una ojeada al carruaje que se estaba aproximando.

Sus gestos indicaron a Heather que el turno de preguntas había concluido y se preguntó cuál sería la razón

por la que su marido estaba tan seguro de que la mujer de color no se enojaría con ella. A ella le parecía que no era eso lo que iba a ocurrir.

El carruaje se detuvo frente a ellos y Brandon le dio al conductor el nombre de la posada. Luego, metió los paquetes y le tendió la mano a Heather para ayudarla a subir. La joven se dejó caer en el asiento, exhausta. Las compras habían minado sus fuerzas y ahora anhelaba meterse en la cama y dejarse llevar por el casi siempre agradable mundo de los sueños.

Brandon estudió durante largo tiempo la pequeña y oscura cabeza que se apoyaba sobre su hombro, antes de deslizar su brazo alrededor de ella y acurrucaría contra su pecho. Heather suspiró satisfecha, inmersa en sus sueños, y colocó su mano en el regazo de su esposo. Éste podía sentir su aliento en el cuello. Se puso pálido y de pronto empezó a temblar. Se maldijo por dejar que una simple chiquilla le afectara de aquel modo.

Heather era capaz de provocar el caos en su interior. Se sentía como un chiquillo a punto de tener su primera relación sexual. Tan pronto tenía calor y sudaba, como se helaba de frío y temblaba. No era una sensación normal para él, un hombre que siempre había disfrutado de las mujeres sin darle mayor importancia, que las había poseído a su antojo, que había gozado haciéndoles el amor. Ahora tenía que darle una lección a esa chica y apenas podía mantener sus manos alejadas de ella. ¿Dónde estaba su juicio frío y lógico, su autocontrol?

¿Se había precipitado al jurarle que jamás la trataría como a una esposa? Y

luego, al saber que ya no podría hacerlo ¿se había convertido repentinamente en lo único que deseaba poseer? Pero la había deseado siempre, incluso cuando creyó que jamás la volvería a ver.

¿Qué es lo que le estaba sucediendo? Apenas era una mujer lo suficientemente mayor para llevar a un hijo en sus entrañas. Tenía que estar en un lugar seguro, con alguien que la mimara, y no allí con él, a punto de convertirse en madre.

Pero el hecho era innegable. Deseaba hacerle el amor. Deseaba poseerla inmediatamente. No podía privarse de ella ni un momento más. ¿Cuánto tiempo podría aguantar teniéndola junto a él y viéndola en diferentes estadios de desnudez sin abalanzarse sobre ella y satisfacer sus deseos?

Pero no podía hacerle el amor, no importaba cuánto lo deseara. No podía dejar que sus amenazas se desvanecieran. Había jurado que pagaría por haberle intimidado y ¡demonios si lo haría! Nadie podía chantajearle y marcharse tranquilamente como si nada hubiera ocurrido. El demonio que convivía en su interior se encargaría de no dejar que le vencieran, y ese demonio se llamaba orgullo.

Era sólo una mujer y todas eran iguales. Conseguiría apartarla de su mente.

No había conocido todavía a una a la que no hubiera podido olvidar.

Pero Heather era distinta, y no era justo para él afirmar lo contrario. Las otras habían sido compañeras dispuestas, deseosas en los placeres del amor y expertas en sus juegos. Sin embargo, ésta era una joven inocente a quien él había arrebatado la virginidad, completamente ajena al género masculino y a las historias de amor. Ahora era su esposa y estaba embarazada de su hijo. Ese único hecho la hacía diferente a las demás.

¿Cómo iba a olvidar que era su mujer? Si fuera una chica del montón, quizá podría apartarla de su mente, pero ¿cómo podía hacerlo siendo tan hermosa, completamente deseable y ahora que estaba siempre tan próxima a él?

Antes de poder responder a sus propias preguntas, el carruaje se detuvo frente a la posada. Era de noche y podían oírse alegres carcajadas y gente cantando en el interior. Pero Heather seguía dormida en sus brazos.

—Heather—la llamó en voz baja—. ¿Quieres que te lleve hasta la habitación?

Heather se revolvió apoyada contra su pecho.

—¿Cómo? —preguntó todavía dormida.

—¿Quieres que te lleve en brazos? —repitió Branden. La joven abrió los ojos, parpadeando lentamente, todavía sedada por los efectos del sueño.

—No —respondió adormilada. Pero no hizo ningún esfuerzo por incorporarse.

Brandon se echó a reír suavemente, colocando su mano sobre la de ella.

—Si insistes, mi amor, podemos dar otra vuelta por la ciudad —bromeó.

Heather soltó un grito repentino y se despertó de inmediato. Apartó su mano y se incorporó muy erguida. La mirada de Brandon cargada de deseo hizo que se ruborizara y que deseara desaparecer. Intentó salir del carruaje tropezando con él y casi se precipitó al suelo de cabeza al abrir la puerta.

Fue la rápida reacción de Brandon la que le evitó la caída. Puso el brazo frente a ella para frenarla y la subió de nuevo, sentándola en su regazo.

—¿Qué intentabas hacer? —ladró—. ¿Matarte? Heather se tapó el rostro con las manos.

—¡Oh, déjame en paz! —gritó—. ¡Déjame en paz! ¡Te odio! ¡Te odio!

El rostro de Brandon se tensó.

—Estoy seguro de que sí, querida —observó riéndose maliciosamente—.

¡Después de todo, si no me hubieras conocido, todavía seguirías viviendo con esa obesa tía tuya, soportando sus abusos, intentando esconder tu cuerpo enfundada en vestidos doce tallas más grande, fregando y refregando hasta romperte la espalda, cogiendo la escasa comida que desechara, contenta de encontrar protección en tu exigua esquina y haciéndote vieja con tu virginidad todavía intacta, sin saber jamás lo que significa ser madre! Sí, he sido muy cruel al haberte alejado de esa vida tan agradable. Eras muy feliz allí y debo maldecirme por haberte forzado a dejarla. —Hizo una pausa, luego prosiguió con más crueldad—. No sabes lo mucho que me arrepiento de haberme sentido tentado por tu cuerpo de mujer, sin haberme dado cuenta, primero, de que todavía eras una niña.

Ahora te tengo colgada al cuello para siempre y eso no me complace absolutamente nada cada vez que lo pienso. ¡Habría sido mejor que me hubieran castrado hace tiempo y me hubieran dejado vivir en paz!

De repente, los hombros de Heather se desplomaron y rompió a llorar sintiendo toda la miseria del mundo en su interior. Todo su cuerpo tembló con su llanto, y berreó como una niña abandonada. No deseaba ser una carga para él, un peso muerto al que soportar, odiar y nunca querer. No había nacido para eso.

Al observar cómo el pequeño cuerpo se agitaba, Branden perdió todo deseo de herirla. Un gesto adusto cruzó su rostro y su boca. Una enorme presión le oprimió el pecho, mientras buscaba su pañuelo sin éxito.

—¿Dónde has puesto mi pañuelo? —preguntó suspirando—. No lo encuentro.

Heather sacudió la cabeza y contuvo la respiración mientras se incorporaba sentada sobre sus rodillas.

—No lo sé —murmuró tristemente, sin poder pensar con claridad—. Se secó las lágrimas con el dobladillo del vestido al tiempo que buscaba en los bolsillos. Entretanto, el conductor del carruaje se acercó y miró de soslayo el interior.

—¿Puedo hacer algo por la dama? —se ofreció, dudoso—. La he oído llorar.

Me rompe el corazón oír llorar a una mujer.

Branden frunció el entrecejo, miró al hombre y continuó buscando su pañuelo.

—No necesitamos su ayuda, señor —respondió educadamente—. Mi esposa está un poco enojada conmigo porque no permito que su madre venga a vivir con nosotros. Se pondrá bien cuando comprenda que sus lágrimas no van a cambiar mi decisión. El conductor sonrió.

—En ese caso, señor, le dejo con ella. Sé muy bien lo que es vivir con la madre de una esposa. Debería haber sido tan inflexible como usted cuando me casé con la mía. Ahora no tendría a esa vieja bruja en mi casa. —Se dirigió hacia los caballos, mientras Brandon sacaba el pañuelo de Heather de entre los pechos de ésta y, tras enjugarle las lágrimas lo sostuvo en alto para que se sonara la nariz.

—¿Te sientes mejor? —inquirió—. ¿Podemos irnos ya a la habitación?

Mientras la muchacha asentía con la cabeza, se le escapó un suspiro.

Brandon dejó el pañuelo donde lo había encontrado y le dio una palmadita en el trasero.

—Entonces deja que me levante —dijo—. Te ayudaré a salir del carruaje.

La posada, ruidosa y animada, estaba repleta de tipos ebrios y prostitutas que reían estridentemente ante el ordinario y atrevido sentido del humor de los marineros. Brandon caminó delante de la joven, ocultando su rostro surcado por las lágrimas de las miradas curiosas, y la condujo hasta su habitación. George había permanecido sentado junto a la chimenea. Al verlos, se levantó de un salto y los acompañó hasta sus aposentos. Brandon abrió la puerta a la joven para que entrara. Luego, se dirigió a su criado, que le escuchaba atentamente, y le dio una serie de órdenes. Una vez que su capitán hubo entrado en el dormitorio, George se marchó dispuesto a cumplir con sus obligaciones. Brandon cerró la puerta tras él y miró a su esposa, que inclinada sobre el aguamanil, se estaba refrescando la cara.

—George ha ido en busca de una bandeja de comida

—comentó el capitán—. Yo no me quedaré a cenar. Y preferiría que no abandonaras la habitación en mi ausencia. No estarías a salvo sin protección. Si necesitas algo, George estará fuera. Pídele lo que necesites.

Heather le lanzó una mirada de incertidumbre por encima del hombro.

—Gracias —murmuró.

Branden se marchó sin pronunciar una palabra más, dejándola sola y desalentada, con la mirada fija en la puerta.

La muchacha sintió en su interior un movimiento que le recordó el de las alas de una mariposa, .casi irreal por su fragilidad. Se tumbó en la cama y permaneció muy quieta tapada con el edredón. Temía hacer cualquier movimiento y que la sensación desapareciera. Estirada en la oscuridad, sonrió para sí. Una vez más volvió a sentirlo, esta vez con más intensidad.

Deslizó la mano hasta su vientre, como si estuviera en un sueño, y sus pensamientos se aclararon repentinamente.

No era fácil saber que él tenía razón, pensó. Hubiera sido imposible huir de la casa sin ser vista, no importaba lo mucho y bien que lo hubiera planeado.

Me vigilaban demasiado de cerca. Me hubiera pasado la vida allí si él no me hubiera llevado consigo y me hubiera dado su hijo.

Sintió de nuevo aquel revoloteo bajo su mano.

De modo que ahora estoy a punto de convertirme en madre y él se odia y maldice por ello. Pero ¿tiene que ser de este modo? ¿Es tan difícil mostrarle amabilidad y gratitud sabiendo que odia el suelo que piso y que preferiría dejar de ser un hombre antes que tener que cargar conmigo? A pesar del odio que siente por mí, ha sido atento. Ahora debo mostrarle que no soy una niña y que le estoy agradecida. Pero no va a ser fácil. Me asusta y soy tan cobarde...

Heather oyó sus pisadas en la oscuridad, Brandon se movió sigilosamente por la habitación mientras se desvestía, únicamente iluminado por la farola del patio, que le mostraba el camino. Se deslizó en la cama, junto a ella, y se volvió hacia la puerta. Una vez más, la habitación quedó en silencio y Heather sólo pudo oír el sonido de su respiración.

A la mañana siguiente, antes de abrir los ojos, Heather sintió el repiqueteo de la lluvia. Un fuerte e intenso aguacero que ahuyentaba a los peatones, alejándolos de las calles de Londres. Un diluvio que purificaba el aire. Era la estación de las lluvias y uno se preguntaba si algún día acabarían.

El hombre que tenía a su lado se movió, y Heather abrió los ojos. Branden apartó las sábanas y se sentó en la cama. Ella hizo lo mismo primero y luego, se levantó, atrayendo la atención de su marido, que frunció el ceño.

—No hace falta que te levantes ahora —masculló irritado—. Tengo que comprobar unas cosas relacionadas con la carga y no puedo llevarte conmigo.

—¿Vas a marcharte enseguida? —preguntó insegura, temiendo su reacción.

—No. No de inmediato —repuso él—. Antes de irme me bañaré y desayunaré.

—Entonces, si no te molesta —dijo la joven dulcemente—, preferiría levantarme.

—Haz lo que te plazca —gruñó Branden en voz baja—. A mí me da igual.

Le trajeron agua caliente para su baño. Cuando quedaron a solas, Branden se metió en el barreño de metal. Estaba de mal humor. Heather se aproximó a la bañera asustada y le ofreció sus servicios. Estaba tan nerviosa que casi no podía ni hablar, y le temblaban las manos. Le arrebató la esponja y Branden la miró sorprendido.

—¿Qué quieres? —le preguntó, impaciente—. ¿Es que se te ha comido la lengua el gato?

Heather inhaló aire intensamente y asintió con la cabeza.

—Yo... yo... Me complacería ayudarte en tu baño —consiguió decir.

La expresión de Branden se agravó.

—No es necesario —refunfuñó—. Vístete. Si lo deseas, puedes desayunar conmigo abajo-Heather se apartó nerviosa del barreño. Branden no quería saber nada de ella esa mañana, había quedado muy claro. Tenía que permanecer apartada de él para no irritarle más y no agobiarle con su presencia.

Se desplazó silenciosamente por la habitación, recogiendo la ropa interior que había lavado tras su baño de la noche anterior y la plegó, todavía un poco húmeda. Se quitó el camisón en un rincón, detrás de él, y se puso el vestido azul que le había comprado. Pero, igual que el vestido rojo, se abrochaba por la espalda y, aunque lo intentó, no consiguió más que llegar a unos cuantos corchetes.

Pues tendré que irme con el vestido desabrochado, decidió muy terca. No pienso pedirle que me lo abroche. No quiero ser una molestia para él.

Empezó a desenredarse el cabello con las manos, mientras Branden acababa de bañarse. Finalmente, éste salió del barreño, se secó bruscamente con la toalla y empezó a vestirse, todo ello sin mirar ni una sola vez en dirección a Heather. Únicamente se volvió para buscar una camisa limpia que había detrás de ella en la mesa. Con el corazón en la boca, Heather se apartó cautelosamente de él, temiendo molestar. Sin embargo, su movimiento, no sólo llamó la atención de Branden sino que lo enfureció.

—¿Tienes que ser tan endemoniadamente asustadiza? —le espetó—. No voy a hacerte daño.

Heather permaneció paralizada ame su mirada.

—Lo... lo... siento —murmuró, aterrada—. No quería ponerme en tu camino.

Branden suspiró y cogió la camisa violentamente.

—Me da lo mismo que te pongas en mi camino o que te escondas de mí. Te aseguro que no voy a ponerte la mano encima como tu tía. Nunca he pegado a una mujer y no pienso empezar ahora.

Heather lo miró insegura, sin saber si moverse o quedarse donde estaba.

Branden intentó atarse el corbatín, tiró de él muy enfadado, pero no lo consiguió debido a su evidente malhumor. Siguiendo un impulso, Heather se acercó a él y le apartó las manos. Branden la observó, perplejo, pero Heather no lo miró. Con dedos temblorosos, volvió a colocárselo y se lo ató como había hecho tantas veces a su padre. Una vez perfectamente colocado y atado, cogió su chaleco de la silla y lo sostuvo en alto. Brandon, todavía con el entrecejo fruncido, deslizó sus brazos en él. La joven, armada de valor, se atrevió a ir todavía más lejos y se dispuso a coger el abrigo. Sabía que Brandon estaba inquieto y que prefería vestirse solo. Ya estaba a punto de alcanzarlo, cuando Brandon le hizo un gesto para que se detuviera.

—No importa —dijo en tono áspero—. Puedo hacerlo solo. Coge el cepillo y arréglate el cabello.

La joven obedeció de inmediato. Mientras se lo cepillaba, Brandon se acercó a ella por detrás y empezó a abrocharle el vestido. Cuando hubo terminado, Heather le dio las gracias con una tímida sonrisa. Brandon la miró y ella, al notar su mirada, sintió que, al igual que el día, su corazón brillaba resplandeciente.

En los días siguientes, Heather se pasó la mayor parte del tiempo encerrada en la habitación, con la certeza de que George estaba en un lugar cercano.

Veía a su marido por las mañanas, cuando él se levantaba para bañarse y vestirse, y desayunaban juntos. Luego él se marchaba y permanecía fuera hasta altas horas de la noche, mucho después de que ella se hubiera acostado. Siempre llegaba sin hacer ruido y se desvestía en la oscuridad con sumo cuidado para no despertarla. Pero cada vez, ella abría los ojos durante unos instantes y, al verle, se sentía segura de saberse acompañada por su marido.

Era ya la quinta mañana y el día a día se había convertido en una rutina relajada. El adusto humor de Branden al despertar se suavizaba cada mañana con el baño de agua caliente. A veces, mientras ella le frotaba la espalda, se quedaba inmóvil durante largo rato. Una concesión sin duda muy apreciada por ambos. Esos tempranos interludios eran dulces y tranquilos para Heather. Disfrutaban el uno del otro en silencio. Una palabra ocasional y los breves servicios que mutuamente se ofrecían, convertían el día de Heather en fácil y soportable. Incluso Branden había resultado después de todo ser un hombre dócil. Ames de partir tras el desayuno, depositaba un beso marital en la frente de su esposa. Luego se marchaba a cumplir con sus quehaceres cotidianos.

Aquella tardía mañana de octubre empezó de igual manera. Con su mano sobre el brazo de Branden, bajaron al comedor para desayunar y se sentaron en su habitual mesa de la esquina. Siguiendo la costumbre, la gruesa posadera les trajo, bostezando, café solo antes de la comida.

Branden apuró el suyo y Heather le agregó abundante crema y azúcar. Muy pronto la primera comida del día estuvo dispuesta sobre la mesa: un enorme cuenco de pastel de cerdo y dos abundantes platos de patatas fritas con huevos y jamón. También había pan caliente con mantequilla y miel.

Heather miró el pastel y los huevos. Se estremeció. Apartó ambos platos y escogió un cuscurro de pan para untar y mordisquear. A pesar de no ser su infusión preferida, sorbió el café lentamente para calmar su estómago agitado.

—He concertado las pruebas de vestuario para esta tarde —comentó Branden, cortando un trozo de pan—. Volveré por ti a las dos. Pídele a George que tenga un carruaje esperándonos.

Heather murmuró una respuesta obediente, y se inclinó para dar un sorbo al café mientras él la acariciaba con indiferencia. Siempre que la observaba de ese modo tan poco atento, la serenidad de Heather se alteraba y se sumía en un estado febril. Cuando el hombre estaba cerca de ella, su lengua se paralizaba y la construcción de cualquier respuesta inteligente se tornaba en una tarea sumamente difícil.

Permaneció sentada, observándole de soslayo, hasta que Branden terminó de comer. Iba vestido de azul marino. El rígido cuello de su abrigo estaba bordado con hilo dorado. Su camisa y chaleco, de un blanco inmaculado, estaban perfectamente colocados y desprendían un ligero aroma a colonia.

Iba impecablemente acicalado, como era habitual en él, y era tan atractivo que todas las mujeres quedaban desarmadas. Heather se sorprendió al descubrir que tampoco a ella le era indiferente.

—Se me ha roto el puño de la camisa que llevaba ayer —apuntó, apartando el plato y limpiándose los labios—. Me complacería mucho que me lo cosieras. George no es muy hábil con la aguja. —Se volvió hacia ella enarcando una ceja—. Supongo que tú sí.

Heather sonrió y se sonrojó, complacida de que su esposo precisara de sus servicios.

—La costura es una de las primeras cosas que aprende una señorita inglesa

—afirmó.

—Qué remilgada eres —murmuró para él.

—¿Cómo? —preguntó ella, vacilante. Temía que se estuviera burlando una vez más. Se preguntó por qué ahora iba a perder la paciencia con ella, si todos esos días habían sido muy tranquilos.

Pero Branden se echó a reír y se aproximó a ella para tocarle uno de los rizos que le caían sobre los hombros.

Heather se había lavado el cabello el día anterior. Ahora lo llevaba echado hacia atrás y recogido con una cinta, dejando que unos cuantos bucles quedaran sueltos y le cayeran por la espalda. Los tirabuzones eran una tentación demasiado grande para no acariciarlos.

—Nada, mi cielo —respondió—. Sólo pensaba en lo bien instruida que estás en lo que se refiere a los quehaceres de una mujer.

Heather sospechó que se mofaba de ella, pero no estaba segura y tampoco podía averiguarlo.

La puerta principal de la posada se abrió. Un joven alto, ataviado con un sombrero tricorne con galones y abrigo azul entró. Su mirada se dirigió a Branden, cruzó la estancia y se quitó el sombrero. Mientras se aproximaba, éste alzó la vista y se incorporó de la silla.

—Buenos días, señor —dijo el joven arrastrando las palabras. Inclinó la cabeza ligeramente frente a Heather y añadió—: Buenos días, señora.

Branden presentó al hombre como James Boniface, el sobrecargo del Fleetwood, y a Heather como su esposa. Ante tal revelación, el joven no mostró ninguna sorpresa. A Heather no le cupo la menor duda de que había sido informado de la repentina boda de su capitán. No sabía hasta qué punto conocía los detalles, pero deseó que ignorara la mayor parte de los hechos que habían acontecido y especialmente la fecha en que habían tenido lugar los esponsales. Cuando empezara a dar muestras de su estado de buena esperanza, serían muchos los que especularían. Los hombres del Fleetwood se preguntarían si su capitán y la joven habían sido amantes antes de haber consumado el matrimonio.

Boniface sonrió abiertamente.

—Es un placer conocerla, señora. Heather correspondió su saludo y Branden le indicó que tomara asiento.

—¿Es demasiado esperar que a estas horas de la mañana me traigas buenas noticias de los muelles, o hay algún asunto urgente que requiera mi atención? —inquirió el capitán.

Boniface sacudió la cabeza. Sonriendo, se sentó frente a ellos, aceptando el café que le ofrecían. Branden volvió a tomar asiento y se apoyó en la silla, colocando un brazo en el respaldo de la de Heather.

—Puede estar tranquilo, capitán —le aseguró Boniface—. Todo va bien.

Mañana abrirán el muelle para el suministro de Charleston y podremos cargar. El encargado dice que se ha desatado una violenta tormenta invernal en el mar del Norte. Tendremos que esperar unos seis días antes de poder levar anclas y hacernos a la mar. Es lo mejor que podíamos esperar con la escasez de hombres experimentados que hay en estos muelles.

Branden exhaló un suspiro de alivio.

—Casi había perdido la esperanza de alejarnos de este puerto. Debemos encontrar a los hombres a toda costa. Hemos estado demasiado tiempo aquí y estarán listos para marcharse.

—Sí, señor —repuso Boniface, ansioso. Heather no pudo compartir el entusiasmo del joven, sino que, por el contrario, sintió miedo e incenidumbre. Dejó de pensar en lo que el hombre podía saber. Éste era su hogar; no era fácil abandonarlo y partir hacia una tierra extraña. Pero en la voz de su marido detectó un tono suave y cálido que nunca antes había oído y comprendió que estaba preparado para irse a casa.

Los dos hombres se fueron y Heather volvió a la habitación para permanecer allí hasta el regreso de su marido. Tal como le había pedido, George le trajo aguja, hilo y unas tijeras de costura. Se sentó y empezó a remendar la camisa de su esposo, tarea que encontró extrañamente reconfortante. Con la camisa sobre su regazo y el bebé moviéndose en su interior, sintió, por unos instantes, una dulce satisfacción, algo muy similar a lo que debía ser una esposa. Se detuvo pensativa, y su tranquilidad se truncó. Pronto tendría que guardar sus pertenencias, dejar lo que había sido hasta ahora su hogar y comenzar un peligroso viaje hacia una tierra nueva.

Se enfrentaba a lo desconocido, con un hombre que había jurado vengarse de ella. Educaría a su hijo entre personas extrañas que seguramente se comportarían con ella de forma hostil. Sería como un pequeño roble arrancado del bosque y plantado en una nueva tierra. No tenía la menor idea de si llegaría a prender y a florecer o se marchitaría y moriría.

Las lágrimas amenazaron con acudir a sus ojos, pero logró contenerse. Miró hacia la ventana, se levantó y se quedó de pie frente a ella, estudiando la ciudad que tan bien conocía. Pensó en la vergüenza y el dolor que dejaba atrás e irguió la cabeza. Desde ese momento cada día sería un nuevo reto que amenazaría con hacer trizas su ahora mermada confianza. El único consuelo que tenía era que, por lo menos, se dirigía hacia un futuro limpio.

Si Dios le daba coraje y fuerza, cualidades que necesitaba desesperadamente, tal vez podría convertir ese mañana en algo mejor.

Debía lidiar con lo que le trajera cada nuevo día y sabía que tenía que confiar en el porvenir para poder enfrentarse a él con generosidad.

Volvió a la costura, sin sentirse satisfecha, pero con una nueva fuerza en su interior, la misma que estaba empezando a tener la criatura.

Heather acabó de remendar la camisa y 1a dejó cuidadosamente plegada sobre la cómoda. Poco antes, George le había llevado un pequeño almuerzo y ahora se estaba arreglando para la salida. Una vez hecho esto, se dispuso a esperar el regreso de su esposo. George entró en la habitación y le informó de que el carruaje les aguardaba en el patio. En algún lugar de la ciudad, las campanas dieron las dos y su eco fue muriendo lentamente hasta fundirse con la voz de Branden en la calle de abajo. Al cabo de unos minutos oyó sus pasos en la escalera, hasta que finalmente la puerta se abrió. Heather le saludó cálidamente con una sonrisa.

—Veo que ya estás lista —comentó Branden con aspereza, frunciendo ligeramente el entrecejo mientras la miraba con el rabillo del ojo. Llevaba una capa de terciopelo gris doblada sobre el brazo. Se acercó a ella y la desplegó.

Heather se encogió de hombros.

—No había nada que me pudiera entretener, Brandon —murmuró.

—Entonces —dijo él al tiempo que le tendía la prenda— ponte esto, pues hace frío y necesitarás abrigo. Pensé que esta capa te sentaría mejor que una de las mías.

Heather la cogió, pensando que era de Branden. Pero, al colocársela sobre los hombros, comprobó que se trataba de una prenda femenina muy cara.

Nunca había tenido una como ésa, ni cuando vivía con su padre. La tocó con gran admiración y la alisó.

—Oh, Branden —observó por fin, asombrada—, es preciosa.

Branden se acercó para abrocharle las presillas de seda, pero la joven estaba tan entusiasmada que le impidió realizar la tarea. Tan excitada se sentía moviéndose de un lado a otro e inclinándose para vérsela puesta, que al final consiguió arrancar a su esposo una sonrisa.

—Estáte quieta, pequeña ardilla, y deja que termine con esto —ordenó alegremente—. Es más difícil abrochar esto que intentar enjaezar a una abeja.

Heather rió tontamente y se inclinó por encima de las manos de Branden para admirar la fina capa. Rozó con la cabeza el torso de su esposo y, al hacerlo, la dulce fragancia de su cabello lo envolvió.

—Y ahora ya no veo ni lo que estoy haciendo —bromeó él.

A Heather le dio un ataque de risa mientras asomaba la cabeza por encima de él. Su alegría estaba presente en cada facción de su rostro. Una sonrisa cruzó el semblante de Branden, que disfrutaba del alborozo que el inesperado regalo había traído a la joven. Sus ojos se oscurecieron.

Instintivamente, Heather colocó su mano sobre el pecho de Branden, y al contacto, ambos cuerpos se electrizaron. Sus ojos se encontraron y sus sonrisas se desvanecieron. Las manos de Branden acabaron la tarea por sí solas, y se deslizaron, como impulsadas por una fuerza extraña, sobre los hombros de Heather hasta la espalda. La atrajo hacia sí. Heather se sintió muy débil. Las piernas le temblaban y su respiración casi se detuvo. Los ojos de Branden la atraparon por unos instantes y el tiempo quedó suspendido en la habitación. El relincho de un caballo y unos gritos procedentes de la calle rompieron el hechizo. Branden retiró sus manos y sacudió su mente. Volvió a sonreír, le tomó la mano y se la colocó sobre el pliegue del codo.

—Vamos, cariño —la instó con suavidad—. Debemos darnos prisa.

La condujo hasta la salida y escaleras abajo hasta el carruaje. Era un coche pequeño, tirado por un solo caballo. Al acercarse, George se disculpó por no haber podido encontrar otro más grande y cómodo.

—Parece que los carruajes más grandes ya están ocupados, capitán —le informó.

Branden le indicó que dejara las disculpas para otro momento y ayudó a Heather a ascender a él.

—No tienes por qué disculparte, George. Éste será suficiente. Tengo previsto estar varias horas fuera, de modo que ten una mesa preparada con la cena en nuestros aposentos. Hay un asunto que debe ser atendido. Mi mujer necesitará un baúl. Encuéntrale uno amplio y haz que lo suban. —Sacó una bolsa de su bolsillo y se la lanzó al criado—. Que sea bonito, George —

ordenó.

El hombre sonrió e hizo una reverencia.

—Sí, mi capitán.

Branden subió al carruaje y se sentó junto a Heather. El coche partió con una sacudida y siguió dando tumbos por las calles abarrotadas durante todo el trayecto. Heather prefirió apoyarse sobre su marido, antes que ser zarandeada contra las paredes del vehículo. Al ver que Branden tenía la solapa del abrigo levantada, se incorporó y se la arregló hasta dejársela perfecta. Brandon aceptó la atención con pasividad y, durante el resto del trayecto, permaneció sentado pensativo y en silencio. Era muy consciente de la presencia de Heather a su lado. Las suaves curvas de su delgado cuerpo se apretaban contra el suyo. El fresco y limpio aroma del jabón y del agua de rosas adherido a ella impregnaba sus sentidos hasta conseguir aturdirlo.

Madame Fontaineau les esperaba en la puerta de su tienda con un animado parloteo y los condujo inmediatamente al probador.

—Todo está yendo muy bien, capitán Birmingham —le aseguró—. Mucho mejor de lo que esperaba. No habrá ningún problema en tenerlo todo a tiempo.

—Entonces todo está bien, madame —contestó Branden, acomodándose en la silla que le había ofrecido amablemente—. Zarpamos dentro de una semana.

La mujer rió.

—No se preocupe, monsieur —lo tranquilizó—. No tengo ninguna intención de verle zarpar sin los vestidos de madame.

La modista empezó a revisar los trajes hilvanados. Heather se acercó a Branden, se volvió y se apartó el cabello para que le desabrochara el vestido. Una extraña expresión apareció en el semblante de su esposo mientras levantaba las manos hacia el vestido. Sus dedos resultaron ser un poco más torpes de lo normal. Heather se quitó el vestido y madame Fontaineau la ayudó a probarse el primer traje.

—Es una suerte —empezó a decir la señora muy animada— que la moda sea así. Con la cintura tan alta, no tendrá ninguna dificultad en llevarlos durante varios meses. A algunos, les estamos dejando una buena costura para que pueda ponérselos incluso en los últimos meses.

Branden arrugó la frente y fijó la mirada en el abdomen de su mujer. Había olvidado por completo su estado y las circunstancias que habían rodeado su matrimonio.

—¿Cree que es de su agrado este vestido, monsieur\'7d —le preguntó Madame Fontaineau sobre el siguiente traje—. El color es de lo más atractivo, ¿eh?

Branden observó el delicado cuerpo de su esposa, casi sin percatarse del vestido rosado que llevaba puesto. Murmuró una respuesta de conformidad y apartó la mirada.

Poco después, el vestido fue retirado y Heather habló tranquilamente con la mujer acerca de las medidas, mientras Branden la estudiaba furtivamente.

El tirante de la camisola se le había caído sin que Heather se hubiera dado cuenta. Branden saboreó las espléndidas curvas de sus senos y la suave piel de su hombro. Se removió en la silla al percatarse de que la visión le había afectado físicamente.

—Oh, este negro es mi favorito, momieur —afirmó la modista unos minutos más tarde, mientras Heather examinaba otro traje hilvanado—. ¿Quién sino usted podría haber pensado que el color negro era tan elegante, monsieurí Madame está radiante ¿no lo cree, mon-sieurf

Branden contestó ariscamente y se revolvió en su silla. Empezaba a sudar.

Poco antes, en la posada, había estado muy cerca de romper sus promesas.

Si le hubiera animado un poco más, habría olvidado su orgullo, su honor y hubiera traicionado su palabra. Habría tirado a Heather sobre la cama, sin que nada ni nadie hubiera podido impedir que le hiciera el amor. De pronto, muy irritado al verla vestirse y desvestirse constantemente, se sentía a punto de estallar. No podía soportar aquella tortura por más tiempo. Su orgullo y sus pasiones estaban librando una terrible batalla y el final de la contienda era de lo más incierto.

Con ceño fruncido se sacudió una pelusa que tenía en el abrigo y observó la pequeña habitación. No quiso mirar a Heather, que volvía a desvestirse.

Si no acababa pronto, iba a convertirse en un animal y no necesitaría más que la privacidad parcial del carruaje para demostrarle a Heather que lo era.

Sus gritos no le detendrían. La tormenta que se estaba fraguando en su interior estaba desatando sus instintos más primitivos y, si se atrevía finalmente a corresponderlos, estaba seguro de que el odio de su joven esposa llegaría a cotas inusitadas. Parecía estar tan endemoniadamente encantada con el arreglo al que habían llegado que, si le sugería que le permitiera hacerle el amor se opondría ferozmente. Pero después de cómo se había desarrollado su primera experiencia ¿quién podía culparla? No quería volver a comportarse de esa manera. Deseaba ser atento y demostrarle a ella que aquellos actos también podían proporcionarle placer.

Muy a su pesar, Heather se probó varios vestidos más. Se maldijo por haber comprado tantos. La arruga de su frente se tornó inquietante y sus respuestas a madame Fontaineau cada vez más escuetas. Ambas mujeres le lanzaron miradas recelosas.

—Monsieur, ¿quizá no está contento con los vestidos? —inquirió la mujer muy insegura.

—El trabajo es perfectamente satisfactorio, madame —respondió él secamente—. Son estas eternas fruslerías las que acaban con mis nervios.

Madame Fontaineau suspiró aliviada. Sencillamente estaba cansado de las pesadas pruebas, como lo estaría cualquier otro hombre.

Branden apartó la mirada de nuevo y cambió de posición en la silla. Al menos, el vestido que llevaba ahora le cubría el pecho y, mientras lo llevara, estaría a salvo si decidía mirarla. Allí, de pie, tan inocente y preguntándose la razón de la excitación de su esposo. ¿Acaso no sabía la reacción que provocaba en los hombres? ¿No podía imaginárselo? Que le hubiera dado su palabra de que jamás le pondría una mano encima no significaba que no le afectara verla medio desnuda: la prenda que lucía no dejaba nada librado a la imaginación y revelaba su busto cada vez que se inclinaba.

Madame ayudó a Heather a ponerse otro vestido. Inmediatamente, empezó a proferir una retahila de palabras en francés. El corpiño del vestido era tan ajustado que los senos de Heather se desbordaron por encima del espléndido escote. Branden se removió en su silla y blasfemó por lo bajo.

Un frío sudor empapó su frente y el tic nervioso apareció de nuevo en su rostro.

—¡Ah, esta Marie! —exclamó madame Fontaineau muy contrariada—. Nunca aprenderá a coser. O a lo mejor se piensa que todas las mujeres son tan planas como ella, o tal vez cree que la petite madame es una niña y no una mujer hecha y derecha. Tiene que ver su error. Debo enseñárselo.

La mujer salió del pequeño probador hecha una furia, dejando a Heather sin apenas poder respirar dentro de aquel vestido repleto de alfileres.

—Oh, Branden, ¿ves esto? —le interrogó tristemente, acercándose a él—. Me siento como un alfiletero. La chica debe haberse dejado todas las agujas del costurero en este vestido. No puedo respirar sin clavarme una.

Heather mantuvo el brazo en alto y se movió inocentemente entre las piernas de su esposo. Éste palideció. Un horrible arañazo marcaba la piel blanca de su axila y un largo alfiler de aspecto asesino sobresalía de la tela, justo en el lateral del pecho. La cabeza de la aguja estaba en el interior del vestido y no podía ser sacada desde fuera. De muy mala gana, Branden se levantó y deslizó dos de sus dedos por el interior del corpiño, apretándolos contra su cálido seno, mientras ella permanecía quieta, muy obediente, confiando plenamente en él. Sus miradas se encontraron durante unos segundos y, sorprendentemente. Branden se ruborizó.

¡Qué demonios!, pensó muy enfadado. ¡Ha hecho que me sonroje como si fuera un crío inexperto!

Apartó bruscamente la mano como si el contacto con su piel le hubiera quemado.

—Tendrás que esperar a que madame Fontaineau vuelva —gruñó—. Yo no llego.

Ante los bruscos modales, Heather se asustó. Era obvio que estaba muy molesto. Rehuía su mirada sentado muy incómodo en la silla. Heather se apartó insegura. Al regresar madame Fontaineau con Marie, una delgada y desgarbada niña de no más de quince años, Heather se sintió muy aliviada.