Heather frunció el ceño, confusa.

—Supongo que sí, pero no por mucho tiempo —repuso.

—Pídale que la lleve al estanque antes de que se vayan —pidió él apresuradamente—. La estaré esperando.

Se marchó sin decir nada más. Al salir de la tienda rozó a Sara, que no tardó mucho en ir tras él.

Al cabo de un rato, tío John detuvo el carro cerca del estanque y Heather se apeó. Se dirigió hacia Henry, que estaba de pie al lado de un árbol. El joven se quedó sin habla durante unos segundos. La contempló ensimismado y observó con ternura cada detalle de sus rasgos pequeños y perfectos.

Cuando finalmente lo hizo, su voz era temblorosa e indecisa, llena de emoción.

—Heather —musitó con voz ahogada—, ¿cree que su tía me rechazaría?

Quiero decir, ¿cree que no me consideraría lo suficientemente bueno para cortejarla?

Heather lo miró sorprendida.

—Pero, Henry, no tengo dote —respondió.

—Ah! Heather, eso no me preocupa en absoluto. La quiero a usted, no a lo que pueda aportar al matrimonio.

No podía creerlo. Allí, delante de ella, estaba el pretendiente que jamás pensó que tendría por no poseer una dote. Pero llegaba demasiado tarde.

Ya no era una mujer virgen. Ya nunca podría casarse con ningún hombre, mancillada como estaba.

—Henry, sabe tan bien como yo que su familia nunca le permitiría casarse conmigo sin dote —dijo.

—No me casaré si no es con usted, Heather, y mi familia desea que tenga hijos. Y vendrían muy pronto. Heather bajó la mirada.

—Henry, no puedo casarme con usted. El joven frunció el ceño.

—¿Por qué, Heather? ¿Tiene miedo de acostarse con un hombre? Si se trata de eso, estése tranquila. No la tocaría hasta que estuviera preparada.

Heather sonrió con tristeza. Le ofrecían paciencia y amor, y no estaba en condiciones de aceptarlos. Qué diferencia tan grande había entre aquel hombre y el capitán Birmingham. No podía imaginarse al capitán del Fleetwood siendo tan paciente con una mujer. Era una verdadera lástima que no pudiera casarse con Henry y llevar una vida tranquila en el pueblo.

Criar a sus hijos a los que, estaba segura, ambos amarían. Pero era inútil pensarlo, porque ya no podía ser.

—Henry —añadió dulcemente y en voz baja—, haría bien en hacer caso a Sara. Ella lo ama y sería una buena esposa.

—Sara no sabe a quién ama —contestó Henry bruscamente—. Siempre anda detrás de alguien, y ahora me ha tocado a mí.

—Henry, eso no es así —le reprendió Heather suavemente—. Sólo tiene ojos para usted. Desea casarse con usted.

Henry no la escuchaba.

—Pero yo deseo una esposa como usted, Heather, no una mujer ingenua y simple como Sara.

—No debería decir cosas que no son ciertas, Henry —replicó de la misma forma suave y reprobatoria—. Sara sería una esposa mucho mejor que yo.

—¡Por favor, deje ya de hablar de ella! —exclamó Henry. Su rostro mostraba una expresión de abatimiento no muy distinta de la que había mostrado Sara unos minutos antes—. Sólo quiero mirarla a usted y pensar en usted.

Por favor, Heather, debo conseguir que su tío me dé permiso para cortejarla. No puedo esperar más a que sea mi mujer.

Ahí estaba. Una petición de mano. Seguramente su tía se mostraría sorprendida. Pero era demasiado tarde. Ahora debía convencer a este joven de que no podía desposarse con él. Pero no la escucharía. ¿Qué se suponía que debía hacer, contarle la verdad? Si lo hacía, él la repudiaría, y ella se sentina humillada.

—Henry, no voy a preguntarle a mi tía si estaría dispuesta a permitírselo —

explicó la joven—. No puedo casarme con usted. No sería justo. Yo nunca sería feliz aquí. ¿No lo ve, Henry? Crecí de una manera muy diferente de esto. Estoy acostumbrada a que me lo hagan todo y a vestirme con los trajes más elegantes. No puedo ser feliz siendo la mujer de un simple zapatero.

La expresión de Henry hizo que a Heather se le encogiera el corazón. Pero sabía que era mucho mejor de esa manera. Pronto aceptaría la derrota y se daría cuenta de que tenía toda una vida por delante sin ella. Lo observó con dolor mientras él se alejaba con paso vacilante, los ojos anegados en lágrimas.

—j0h. Dios mío! —gritó—. La amé desde el primer momento en que la vi.

No he pensado en nadie más durante estos dos últimos años. Y ahora me dice que no soy lo suficientemente bueno para usted. ¡Es usted una mujer perversa, Heather Simmons! ¡Que Dios se apiade de su alma!

Heather extendió su mano hacia él en actitud suplicante, pero Henry ya se había marchado. Caminaba tropezando, cayéndose y volviendo a incorporarse. Las lágrimas acudieron a los ojos de Heather y comenzaron a rodar por sus mejillas mientras veía a Henry alejarse.

Soy cruel, pensó. Lo he herido profundamente y ahora me desprecia.

Se volvió y caminó lentamente hacia el carro. Su tío estaba observándola.

Siempre la observaba ahora. ¿Iba a dejar de hacerlo alguna vez?

—¿Qué le ocurre al joven Henry? —preguntó al bajar para ayudarla a subir.

—Me ha pedido permiso para cortejarme —murmuró, acomodándose junto a él en el estrecho asiento. No deseaba discutir ese asunto. Sentía un nudo en el estómago y empezaba a sentirse indispuesta. —¿Y le has dicho que no? —insistió John. Heather asintió lentamente. Si hacía un movimiento brusco, vomitaría. Se estremeció y guardó silencio. Gracias a Dios, tío John permaneció abstraído en sus pensamientos, escrutando el horizonte por encima del viejo caballo que tiraba del carro.

El primero de octubre pasó y el tiempo se hizo más frío. Las hojas caían, amontonándose sobre la hierba, todavía verde. Se podía ver corretear a las ardillas sobre las ramas de los árboles, buscando comida que almacenar para el invierno. Pronto llegaría la hora de la matanza y a Heather se le revolvía el cuerpo sólo de pensarlo. No necesitaba más motivos para encontrarse mal. Cada mañana, se arrastraba del camastro, enferma y decaída, y se preguntaba si algún día se encontraría bien. Con las nuevas tareas que su tía le había encomendado, le era muy difícil disimular su estado de salud. Se había jurado que la señora jamás la vería indispuesta, pero el juramento estaba siendo muy difícil de cumplir. A veces se sentía tan débil que esperaba perder el conocimiento en cualquier momento. Había creído que los recuerdos que la atormentaban acabarían por dejarla en paz.

Pero seguían allí, igual que su dolor de estómago y sus nervios crispados.

—Deja ya de holgazanear y termina de lavar esos platos, jovenzuela —

ordenó tía Fanny.

Heather trató de sacudirse el aturdimiento de encima y se apresuró a limpiar otro cuenco de madera. Dentro de poco, podría relajarse con un baño caliente y calmar su cuerpo dolorido. Estaba cansada y aburrida, y le dolía mucho la espalda. Había hecho la colada al amanecer y ya no tenía fuerzas para nada. Casi se había desmayado al cargar un haz de leña.

Guardó los platos y sacó a rastras el barreño para bañarse. Tía Fanny, sin dejar de observarla, cogió otro trozo de tarta y se lo zampó de un bocado.

Heather se estremeció, preguntándose cómo era capaz de comer tanto.

Parecía su pasatiempo favorito.

Deseó que su tía se fuera a dormir como había hecho tío John. Prefería bañarse tranquila. Pero su tía no se iba a mover, así que decidió llenar el barreño y probar el agua. Estaba agradablemente caliente. Se desabrochó el vestido y dejó que se deslizara hasta el suelo.

Permaneció frente a la chimenea completamente desnuda. Las llamas hacían resplandecer la suave piel de la joven y su resplandor perfilaba su cuerpo delgado. Sus senos habían aumentado considerablemente de ta-maño y estaban muy tersos, y su abdomen parecía ligeramente abultado.

De pronto, Tía Fanny se atragantó con el trozo de tarta. Se puso de pie de un salto y con un grito. Su sobrina, asustada, se volvió inmediatamente. Los ojos de la mujer estaban abiertos de par en par. Observaban a la joven, horrorizada.

Su rostro, que minutos antes había sido de un color rojo intenso, ahora era gris. Atravesó la habitación corriendo en dirección a Heather, que retrocedió pensando que la mujer se había vuelto loca, y la agarró brutalmente de los brazos.

—¿De quién te has quedado preñada, jovenzuela? ¿Con que chacal has estado? —chilló.

Heather quedó petrificada al pensar en lo que su tía acababa de soltar. Sus ojos estaban muy abiertos y su rostro completamente blanco. En su inocencia, no había pensado en ello. No había meditado en las consecuencias de haber estado con el capitán Birmmgham. Había creído que el origen de sus males residía en la preocupación por todo lo acontecido. Pero ahora pensaba de otro modo. Iba a tener un bebé, un hijo de aquel sinvergüenza. ¡Ese desvergonzado! ¡Loco! ¡Lunático! ¡Oh, Dios!, pensó. ¿Por qué? ¿Por qué?

Lívida por la rabia, tía Fanny la cogió por los cabellos y comenzó a sacudirle la cabeza amenazándola con arrancársela.

—¿Quién ha sido? ¿Quién es el maldito sapo? —la interrogó gritando, apretándole los brazos hasta que el dolor le obligó a protestar—. ¡Dímelo o te juro que te lo sacaré!

A Heather le era imposible pensar. Se había quedado sorda, como inconsciente por el impacto.

—Por favor, por favor, déjeme en paz —imploró, confusa.

De repente, a tía Fanny se le iluminó el rostro, y empujó a Heather hasta una silla que estaba próxima.

—Henry; ha sido él, ¿no? Tu tío me contó que había sido muy cariñoso contigo y ahora sé por qué. Él es el padre de la criatura. Si cree que va a arruinar mi buen nombre en el pueblo y quedarse tan ancho, está muy equivocado. Te dije que si algún día pecabas, pagarías por ello, y ahora te vas a casar con Henry. ¡Ese inútil obsceno! ¡Pagará por ello, lo hará!

Lentamente el sentido común empezó a vencer a la confusión. Heather entendió lo que su tía estaba diciendo, lo que había dicho de Henry.

Temblando, hizo un esfuerzo sobrehumano por recobrar la consciencia. No dejaría que culparan a Henry. No podía herirle de esa manera y dejar que la despreciara todavía más. Recogió el vestido del suelo y se tapó el cuerpo.

—No ha sido Henry —repuso suavemente. Su tía se volvió.

—¿Eh? ¿Qué has dicho, niña? —inquirió.

Heather se sentó inmóvil, mirando fijamente el fuego.

—No ha sido Henry —repitió.

—¿Y quién ha sido si no ese zapatero?

—Fue un capitán que venía de las colonias —explicó Heather. Suspiró con apatía, apoyando su mejilla contra el respaldo alto y tosco de la silla. Las llamas de la chimenea iluminaban su rostro—. Sus hombres me encontraron y me llevaron hasta él. Él me forzó. Te lo juro por Dios.

¿Qué importaba ya que aquel hombre la había violado? Todo el mundo sabría en pocos meses que estaba embarazada, a no ser que su tía decidiera mantenerla en la casa y no dejarla ir al pueblo. Pero incluso en ese caso ¿cómo explicarían la presencia del bebé una vez que hubiera nacido?

Su tía frunció el entrecejo, azorada.

—¿Qué es lo que estás diciendo? —inquirió—¿Que te encontraron cuándo?

¿Dónde fue eso?

Heather no podía decirle a su tía lo de la muerte de Wlliam.

—Me perdí al separarme por accidente de su hermano. Dos marineros yanquis me encontraron —murmuró, Continuaba contemplando el fuego—.

Me entregaron a su capitán para que se divirtiera conmigo, y él no me dejó marchar. Sólo cuando amenace a uno de sus hombres con un arma, conseguí huir. Vine aquí enseguida.

—¿Cómo te separaste de William? —preguntó Fanny. Heather cerró los ojos.

—Fuimos a... una feria... y no sé bien cómo, pero nos perdimos —mintió—.

No se lo había dicho antes porque no vi la necesidad. Es hijo del yanqui, no de Henry. Pero no se casará conmigo. Ése es de los que hacen lo que se les antoja y no accederá a tomarme por esposa.

Tía Fanny esbozó una sonrisa amenazadora.

—Eso ya lo veremos —replicó—. Ahora dime, ¿tu padre no tenía un amigo que era juez en Londres? Se llamaba lord Hampton, ¿no es así? ¿Y no era él quien controlaba las investigaciones de todos los barcos sospechosos de contrabando?

Una vez más, la confusión se apoderó de la joven. Sus pensamientos estaban demasiado enmarañados para poder contestar a su tía. Finalmente le respondió dubitativamente.

—Sí, era lord Hampton, y por lo que tengo entendido sigue siéndolo; pero

¿por qué?

La sonrisa de Fanny se hizo más amplia.

—No te preocupes por las razones —comentó, maliciosa—. Quiero saber más acerca de lord Hampton. ¿Te conocía? ¿Era muy amigo de tu padre?

Una arruga cruzó la delicada frente de Heather.

—Lord Hampton era uno de los mejores amigos de mi padre. Solía venir a menudo a casa. Me conoce desde que era una niña.

—Bien, todo lo que necesitas saber por el momento es que va a ayudarte a que te cases —concluyó tía Fanny con una expresión maquinadora—. Ahora báñate y acuéstate. Mañana iremos a Londres, de modo que tendremos que levantarnos muy pronto para no perder el carruaje que sale del pueblo. No quedaría bien ir a ver a lord Hampton en carro. Ahora date prisa.

Heather se puso de pie con gran esfuerzo y completamente desconcertada por la actitud de su tía. No entendía por qué ésta quería saber cosas de lord Hampton, pero era una maestra a la hora de fraguar planes astutos y no valía la pena preguntar. Se metió obedientemente en el barreño sintiendo una pesadez en el bajo vientre. Ahora, por primera vez, era consciente de que estaba embarazada.

No había duda de que lo estaba. Tenía que haberlo esperado de un toro americano como él. Fuerte, potente, de pura raza. Había cumplido con las obligaciones de un hombre con una facilidad exasperante. Mientras hombres magníficos sudaban sobre sus parejas sin resultado, ella había tenido la desgracia de ser poseída por un macho tan viril como el capitán.

¡Es abominable!, gritó para sus adentros. Es el demonio.

Un llanto sordo surgió de su boca. Se estremeció violentamente al darse cuenta de lo que ocurriría si le obligaban a casarse con ella. Desposada con un tunante semejante, su alma y su vida entera estarían perdidas. Estaría condenada de por vida.

Pero por lo menos el bebé tendría un nombre, y quizá sacase algo bueno de todo ello.

Sus pensamientos se centraron en el hijo que esperaba. Estaba destinado a ser moreno, como sus padres, y probablemente sería atractivo si se parecía a Branden. Pobre niño, más le valdría ser feo y no un apuesto sin vergüenza como su progenitor.

Pero ¿qué ocurriría si era niña? Supondría un duro golpe en la confianza de una bestia varonil como aquella. Si se casaba con él, pensó Heather maliciosamente, rezaría para que fuera una niña.

Antes de terminar su baño, Heather oyó a su tío muy agitado en la otra habitación. La mujer no había sido capaz de esperar hasta la mañana siguiente para contarle a su tío las novedades.

Heather se levantó del barreño y se cubrió con una toalla al ver a su tío entrar en la diminuta estancia. Parecía haber envejecido diez años.

—Heather, hija, tengo que hablar contigo, por favor —rogó el hombre.

La chica se ruborizó, abrazándose a la toalla para que cubriera su cuerpo desnudo. Su tío no se había dado cuenta de que no llevaba ropa.

—Heather, ¿estás diciendo la verdad? ¿Fue el yanqui el que plantó su semilla en ti? —inquirió.

—¿Por qué quieres saberlo? —inquirió ella con cautela.

John Simmons se frotó la frente con una mano temblorosa.

—Heather. Heather ¿Alguna vez te tocó William? ¿Te hizo daño de alguna manera, pequeña?

Heather comprendió en ese momento por qué su tío la había estado mirando de aquella forma tan extraña al volver de Londres. Conocía a William y había estado preocupado por ella. Ahora no podía hacer otra cosa que tranquilizarle.

—No, tío, no me hizo ningún daño —mintió—. Nos perdimos en la feria.

¿Sabes?, había una feria y yo quería ir. El fue muy amable y me llevó. Pero me perdí y no conseguí encontrarlo. Fue entonces cuando esos hombres me llevaron a su capitán. El yanqui es el padre.

John Simmons soltó un suspiro de alivio. Una sonrisa tímida apareció en su rostro.

—Pensé... No importa. Estaba preocupado por ti —confesó—, pero ahora debemos encontrar al progenitor. Esta vez no te fallaré. No puedo fallarle al nieto de mi hermano.

Heather consiguió esbozar una sonrisa. No le podía decir que no valía la pena ir a Londres, pues el capitán Birmingham jamás se casaría con ella.

Permaneció en silencio.

Al llegar a Londres, buscaron alojamiento en una posada. Tío John envió un mensaje a lord Hampton pidiéndole una cita. Al día siguiente fue recibido en su casa. Heather y su tía permanecieron en la posada esperando el resultado del encuentro. A pesar de sentir una enorme curiosidad, la muchacha no se atrevió a preguntar qué era lo que estaban tramando. Nada más regresar, tío John se reunió con Fanny. A Heather le pareció que, cualquiera que fuese el plan que tenían, estaba yendo bien ya que su tío había vuelto mucho más animado de lo que se había marchado.

Después de asegurarle que lord Hampton les ayudaría a resolver el problema, le ordenaron que se acostara.

—Sólo tiene que comprobar que estamos diciendo la verdad y hará lo que debe —explicó tío John—. Y tu yanqui no se va a negar a desposarse contigo a no ser que quiera perder todo lo que posee y acabar en la cárcel.

Heather no entendía nada. No podían encarcelar a un hombre por negarse a contraer matrimonio con una mujer a la que había dejado encinta. Había demasiados bastardos rondando por ahí como para que algo así ocurriera.

No, iban a amenazarlo con algo más. Pero ella sólo era capaz de pensar en las consecuencias que acarrearía el hecho de que lo forzaran a casarse. Su vida se convertiría en un infierno, no había palabra que lo describiera mejor.

Le habían arrebatado el asunto de las manos. Y no podía pensar qué era peor, si estar casada con el demonio o tener que criar a un bastardo.

Era casi medianoche cuando las manos enormes de tía Panny la sacudieron, sacándola bruscamente de su profundo sueño.

—Levanta, jovencita endemoniada —gritó—. Tu tío quiere hablar contigo.

Heather se incorporó, adormilada, y se quedó mirando a su tía, que estaba de pie junto a la cama, con una vela encendida en la mano.

—Date prisa. No tenemos toda la noche —la apremió. Fanny se volvió en la penumbra y desapareció. Heather se quedó buscándola con la mirada, todavía dormida. Apartó la colcha de mala gana, dejando que su cuerpo blanco reluciera en la oscuridad y su cabello, cayéndole por la cintura, se perdiera en la noche. Por primera vez en muchas semanas había podido dormir sin pesadillas. El repiqueteo de la lluvia contra las ventanas la había ayudado a apartar sus preocupaciones» reduciéndolas a una calma silenciosa. Se había arrebujado en la suavidad aterciopelada de su lecho y había caído en una dulce inconsciencia. Era absolutamente comprensible que fuera reacia a levantarse; pero debía obedecer a su tía o atenerse a las consecuencias.

Se desperezó y se puso el vestido viejo de su tía. No perdió tiempo en abrochárselo. Podía imaginarse por qué querían hablar con ella. Estaba preparada para oírles decir que el capitán Birmingham había rechazado cualquier clase de coacción que lo obligara a casarse con ella. No sería una sorpresa. Si le hubiesen preguntado algo acerca del hombre, podrían haberse ahorrado el viaje a Londres. No les llevaría mucho tiempo contarle lo que el capitán les había dicho.

Heather llamó tímidamente a la puerta. Su tía abrió bruscamente con una mirada de odio y le hizo una seña de que entrara. Al hacerlo, la joven se percató de la oscuridad que había en la habitación. Un pequeño fuego resplandecía en la chimenea y sobre la mesa en la que su tío y otro hombre bebían cerveza de sendas jarras, brillaba una única vela. El resto de la habitación permanecía completamente a oscuras. Se aproximó con cautela para ver quién era el visitante y descubrió que no se trataba de un extraño, sino del viejo amigo de la familia, lord Hampton.

Aliviada, Heather corrió agradecida a los brazos que el hombre le tendía.

—¡Heather! —exclamó lord Hampton con voz ahogada—. Mi pequeña Heather.

La muchacha lo abrazó con fuerza. El llanto empezó a brotar desde lo más hondo de su alma. Después de su padre, aquel hombre había sido la persona a quien más había querido durante su infancia. Siempre se había portado extremadamente bien con ella, y significaba incluso más que su propio tío. Él y su mujer habían deseado que Heather fuera a vivir con ellos tras la muerte de su padre, pero tía Fanny había insistido en que la niña debía vivir con sus únicos parientes.

—Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que te vi, pequeña —

murmuró lord Hampton, apartándola de él para contemplarla mejor. Sus amables ojos azules centellearon al mirarla—. Me acuerdo de cuando no eras más que una niñita que gateaba hasta mis rodillas en busca de caramelos. —Sonrió abiertamente al levantar el delicado mentón de la joven—. Y fíjate ahora, la belleza personificada. Nunca antes había visto una hermosura igual, jamás. Eres incluso más bella que tu madre, con lo bella que era. Es una lástima que nunca haya tenido hijos con los que pudieras desposarte. Me hubiera complacido enormemente tenerte en la familia.

Como tampoco tengo hijas, casi podríamos afirmar que es como si tú lo fueras.

Heather se incorporó para poder besarle en la mejilla.

—Me sentiría muy honrada de ser tu hija —contestó dulcemente.

Lord Hampton sonrió complacido y apartó una silla para que la muchacha tomara asiento, pero tía Fanny la empujó y se sentó ella en su lugar.

—Deje que se quede de pie. Le hará bien —dijo. Al aposentar su cuerpo monstruoso entre los brazos de la silla, ésta crujió en protesta por la tortura a la que estaba siendo sometida.

Lord Hampton quedó boquiabierto contemplando a Fanny con los ojos muy abiertos. La crueldad de aquella mujer lo había pillado desprevenido. Luego indicó a Heather otra silla al final de la mesa.

—Quizá estés más cómoda allí, querida —observó, dirigiéndose hacia la silla para acercársela.

—No —ladró tía Fanny, señalando un rincón oscuro—. Esa silla es para él.

Heather alzó la vista sorprendida. No sabía que hubiera alguien más en la habitación. El hombre se sentó en la penumbra y su silencio le permitió continuar en el anonimato.

—Acerqúese y únase a nosotros, capitán Birmingham —cacareó tía Fanny—.

Éste es el lugar adecuado para un yanqui.

A Heather le dio un vuelco el corazón.

—No, gracias, señora —repuso el hombre lenta y confiadamente—. Estoy bien aquí.

La voz familiar atronó en sus oídos. Heather notó que las rodillas le flaqueaban, y perdió el conocimiento. Lord Hampton soltó un grito y la cogió a tiempo para amortiguar la caída.

—Ha sufrido un colapso —afirmó, meciéndola entre sus ya envejecidos brazos. La acomodó con dulzura en la silla que el capitán Birmingham había declinado momentos antes y, nervioso, cogió un pañuelo, lo humedeció y se lo colocó sobre la pálida frente—. ¿Te encuentras bien? —preguntó ansioso cuando la joven empezó a recobrar el conocimiento.

—No malacostumbre a la niña, lord Hampton —sugirió tía Fanny con una mueca de desprecio—. Se convertirá en una holgazana gracias a usted.

—Estoy convencido de que se merece un respiro después de haber convivido con usted —replicó lord Hampton, furioso por la indiferencia de aquella mujer.

—Por favor —susurró Heather—. Estoy bien. Con dedos temblorosos, lord Hampton le apartó el cabello de la frente.

—Le has dado un buen susto a mi viejo corazón —bromeó el anciano.

—Lo siento —murmuró Heather—. No era mi intención. Ya me encuentro mejor. —Advirtió que los penetrantes ojos seguían observándola. Se ajustó el vestido sobre el pecho con la ayuda de sus todavía temblorosas manos.

Recordaba cómo la potente mirada era capaz de desnudarla y despojarla de toda vestidura.

—Venga, acabemos con este asunto —masculló tía Fanny—. Oigamos lo que la chica tiene que decir.

Lord Hampton miró indeciso a la joven, temiendo que volviera a desmayarse. Heather esbozó una débil sonrisa para tranquilizarlo. El hombre la dejó, reticente, y regresó a su sitio al otro lado de la mesa.

—Y ahora, jovenzuela —empezó tía Fanny—, lord Hampton desea asegurarse de no cometer una injusticia con el capitán Birmingham al afirmar que el hijo que esperas es de él.

Heather miró al anciano. Se sentía demasiado aturdida para entender lo que Fanny estaba diciendo. Lord Hampton se volvió hacia ésta con el entrecejo fruncido.

—Señora, puede que no se haya percatado de que tengo lengua —espetó lord Hampton—. Le prometo que es mucho más elocuente que su discurso embrollado. Si no le importa, hablaré por mí mismo.

Tía Fanny cerró la boca, malhumorada, y se retrepó en su silla.

—Gracias —añadió ásperamente lord Hampton, volviendo a mirar a la joven—. Querida —dijo con tranquilidad—, como hombre de honor que soy, no puedo obligar al capitán Birmingham a que reconozca a tu hijo, si no estoy completamente seguro de que él es el padre. Si has sufrido abusos por parte de otro hombre...

—No ha habido nadie más —le aseguró la muchacha con calma, mirándose las manos. Relató los hechos como si los hubiera memorizado uno a uno—.

Después de escapar de él —explicó—, subí a un carruaje que me condujo de regreso a la casa de mi tío. Sólo hay un coche que sale por la mañana y que pase por el pueblo. Llegué al anochecer y caminé el resto del trayecto hasta casa. No me encontré con nadie. Mi tía puede dar fe de la hora en que llegué.

—Y desde que lo hizo no la perdí de vista ni un segando —aseguró la mujer en tono triunfal.

Lord Hampton miró a John Simmons para confirmar que lo que su esposa afirmaba era cierto.

—¿Y qué ocurrió antes de eso, Heather? —insistió el anciano, vacilante.

La joven se ruborizó intensamente y no atinó a responder.

Desde la penumbra volvió a oírse la voz confiada.

—El niño es mío —afirmó Brandon, categórico. Tía Fanny soltó una carcajada y se volvió hacia lord Hampton con una sonrisa victoriosa.

—Y ahora ¿qué tiene que decir a eso? ¿Lo hará? —inquirió ansiosa.

—Sí. —Lord Hampton suspiró, cansado—. Para enmendar esta enorme falta de decoro infligida a Heather debido a su lamentable negligencia, señora, debo hacerlo. Lamento el día en que le permití llevársela a vivir bajo su techo. Debió proteger más cuidadosamente a esta inestimable joya. —

Desvió la mirada, llena de ira, hacia tío John, que permanecía muy callado, totalmente avergonzado—. Ustedes, que son de la misma sangre, no valen nada ante mis ojos. Les desprecio.

—Bien ¿y qué hay de ella? —gritó tía Fanny— Es ella la que lo hizo. Ella es la que se despatarró en la cama de ese tipo.

—¡No! —exclamó Heather involuntariamente. Con un gruñido, tía Fanny se volvió y dio una bofetada tan fuerte que el labio inferior de la muchacha empezó a sangrar y la mejilla se puso morada.

Una jarra de cerveza se estrelló contra la mesa en la oscuridad. Heather vio ante ella, y con lágrimas en los ojos, cómo el capitán Birmingham se incorporaba de un salto, se inclinaba hacia adelante, plantaba firmemente las manos sobre la mesa y le decía a su tía en tono amenazador.

—¡Señora, sus actos son de la naturaleza más vil! Tiene usted los modales de un bárbaro. Si fuera usted un hombre, le aseguro que le exigiría un ajuste de cuentas por lo que acaba de hacer. Ahora, será mejor que Heather vaya a acostarse. Es evidente que está muy consternada por todo este asunto.

La joven se levantó pensando que podía retirarse y se dirigió hacia la puerta. De repente, tía Fanny la agarró por el vestido y gruñó:

—¡No! Por una vez en tu vida, vas a quedarte y a ser responsable de tus actos. Ninguna joven decente se metería en la cama con un hombre. He hecho todo lo que he podido para inculcarte el miedo de Dios en el cuerpo, pero eres la sirvienta del demonio. Miren lo que él le ha dado.

Fanny le arrancó despiadadamente el viejo vestido dejando su bello cuerpo desnudo a la vista de todos.

En la oscuridad, el capitán Birmingham apartó furioso su silla. Airado, cruzó la habitación a grandes zancadas. Tía Fanny cayó en la silla contemplando la figura envuelta en una capa negra y el rostro enfurecido, enrojecido por el resplandor de las llamas. Abrió los ojos como platos y sintió que se le helaban los pies. Había acusado a Heather de ser una bruja y ahora estaba convencida de que el hombre que estaba ante ella era la encarnación de Satán. Levantó las manos para defenderse de él, pero Branden sacudió el agua de su capa y le tendió ésta a Heather, que intentaba desesperadamente ocultar su desnudez. La joven se envolvió con ella, temblando violentamente. La proximidad de aquel hombre corpulento la llenaba de terror.

Branden lanzó una mirada de furia a las tres personas que lo observaban.

—Ya basta de tanta palabrería inútil —exigió fríamente—. Esta muchacha lleva un hijo mío en el vientre, y por ello yo soy el responsable de proporcionarle el sustento. Retrasaré mi viaje de regreso a casa para comprobar que esté instalada en una casa de su propiedad, con sirvientes que se encarguen de cuidarla. —Miró a lord Hampton—. Le doy mi palabra de que tanto ella como el bebé dispondrán de la mejor educación. Está claro que no debe vivir más tiempo con sus parientes. No permitiría, bajo ningún concepto, que mi hijo creciera en contacto con la malicia de esa mujer que se atreve a llamarse a sí misma tía. Había planeado que éste sería mi último viaje a Inglaterra, pero debido a las circunstancias, continuaré viniendo cada año para asegurarme de su bienestar. Mañana temprano me pondré a buscar un alojamiento adecuado para la joven, luego vendré aquí a buscarla y la llevaré a un sastre para que la vista adecuadamente. Ahora, señor, desearía regresar a mi barco. Si tiene que decirles algo más a estas personas, le esperaré en el carruaje hasta que concluya sus asuntos.— Desvió la mirada hacia tía Fanny y lentamente y con mucha precisión añadió—; Le sugiero, señora, que se cuide de ponerle una mano encima a esta joven o lo lamentará.

Una vez dicho esto, se dirigió hacia la puerta y se marchó con la única promesa de mantener a su hijo bastardo y a su madre. Nadie se atrevió a plantearle el tema del matrimonio. Se alejaba con el único propósito de convertirla en su mantenida.

—Cuando acabemos con él ya no será tan arrogante y poderoso —aseguró tía Fanny con desprecio. Lord Hampton la miró fríamente.

—Parece ser que debo satisfacer su vengativa exigencia con considerable desagrado —se quejó categóricamente—. Si no fuera por Heather, daría por concluido el asunto, pero debo, por su seguridad, llevar a este hombre al altar. La prevengo, señora, de que el capitán Birmingham tiene muy mal genio. Hará bien en hacer caso a sus palabras.

—No tiene ningún derecho a decirme cómo debo tratar a la niña —espetó Fanny.

—En eso se equivoca, señora —replicó lord Hampton ásperamente—. Él es el padre de su hijo y en pocas horas será su marido.

Los rayos del sol se filtraban a través de los ventanales, atravesando las golas brillantes y diminutas de lluvia, y acariciando el rostro de Heather para anunciarle la llegada del nuevo día. Se estiró envuelta en un éxtasis seminconsciente y volvió a acurrucarse, hundiéndose en la cama aterciopelada y abrazándose a una de las almohadas. Una vez más, había estado soñando que vivía en la casa de su padre. Una brisa suave y fresca se colaba por una ventana entreabierta y jugueteaba con las cortinas, subiendo hasta la cama y rozando las mejillas de la joven. Heather inspiró profundamente y soltó el aire agradecida. No sentía las molestas náuseas de cada mañana y podía disfrutar de los aromas otoñales que inundaban la habitación. Abrió los ojos y se sentó sobresaltada en la cama.

La capa del capitán Birmingham estaba sobre el respaldo de una silla próxima al lecho. Los pensamientos de Heather se precipitaron a una velocidad que sólo el terror era capaz de provocar.

—¡Ese estúpido arrogante! —masculló entre dientes—. ¿Se cree que puede meterme en su casa y convertirme en su querida? ¡Estaría dispuesta a parir en la calle antes que aceptar su ridícula propuesta!

Probablemente debe estar imaginándose, especuló Heather malhumorada, lo tierno que resultará conducirme a su casa y llevarme a su alcoba. Creerá que le estoy agradecida por su generosidad y, en consecuencia, que me someteré a él. ¡Y si hiciera eso, no sería más que una ramera! ¡No! ¡Jamás me entregaré a él de esa manera!

Súbitamente se preguntó, desesperada, cuál sería su destino si obligaban al capitán a casarse con ella. Tendría que someterse a él y obedecerle. Y

seguramente no sería tan amable con ella cuando la ira lo consumiese.

—Espero que no me haga demasiado daño —rogó la joven, sintiendo que un escalofrío recorría su cuerpo.

Minutos después llamaron a la puerta. En lugar de cubrirse de nuevo con la odiosa capa, lo hizo con la sábana. Abrió la puerta y se encontró con una mujer de cabello gris, seguida de dos muchachas no mayores que ella con una gran cantidad de paquetes.

—¿Ha desayunado ya, querida? —preguntó la mayor a Heather.

Heather sacudió la cabeza.

—No —respondió.

—Bueno, no se preocupe por nada, querida —comentó la mujer—. Mandaré a una de las chicas a buscar el desayuno. No vamos a permitir que desfallezca de hambre mientras se celebran los esponsales, ¿verdad? Y

tenemos mucho que hacer hasta entonces. Una mujercita tan menuda como usted va a necesitar de toda su energía.

—¿Cuándo va a ser la boda? —consiguió preguntar Heather.

La mujer no mostró sorpresa alguna ante la extraña pregunta que la futura novia acababa de formular.

—Esta tarde, querida —respondió. Heather se sentó en una silla, a punto de desvanecerse, y dejó escapar un suspiro.

—Deberían habérselo comunicado, querida —se enfadó—, pero con tantas prisas ya veo que nadie lo ha hecho. Su señoría dice que el novio está impaciente por casarse y no permitirá demora alguna. Con lo encantadora que es la novia, querida, entiendo perfectamente las razones de su impaciencia.

Heather no estaba escuchando. Su pensamiento estaba ya en la noche siguiente, cuando yacería junto al capitán Birmingham y sentiría, una vez más, los jadeos y las manos fuertes e implacables de éste. Le ardía el rostro sólo de pensarlo. Sabía que el hombre no tomaría especial cuidado en no magullarla. Se preguntaba si sería capaz de apaciguar su cuerpo tembloroso y de no enfurecerle más con sus reacciones.

Con un movimiento rápido, saltó de la silla y se dirigió a la ventana. Temía ser incapaz de conservar la calma. La tensión estaba creciendo en su interior sin que pudiera hacer nada y sus dientes mordían su labio inferior como resultado de ello. Había creído que dispondría de más tiempo. No se había Imaginado que prepararían la ceremonia tan rápido. ¿Cómo esperaban que se entregara a él serenamente y que le permitiera hacer con ella 1o que le viniera en gana?

Sus últimos momentos de libertad se desvanecían a una velocidad aterradora. Como en una alucinación, se vio a sí misma alimentada, bañada, perfumada y acicalada. Todo ello contra su voluntad. Ni un momento de la mañana fue suyo. Mientras las mujeres tiraban de ella, la empujaban y pinchaban, estuvo a punto de gritarles que la dejaran en paz.

Llegó el mediodía y con el almuerzo. Aunque Heather estaba desganada, fingió comer para que la dejaran descansar un rato. Se las ingenió para, en un momento en que no la observaban, tirar la comida por la ventana a un hambriento perro callejero que vagabundeaba por allí. Tan pronto la bandeja fue retirada, todo empezó de nuevo. Aquellas mujeres, a las que no les importaba lo avergonzada que Heather pudiera sentirse, no dejaron ni un solo centímetro de su cuerpo sin manosear. Cada vez que intentaba protestar, las tres decían:

—Pero muchacha, un toque de perfume aquí y ese hombre tímido y vergonzoso se convertirá en un caballero fuerte e imponente. —Cada vez que lo oía, Heather pensaba desesperada que eso era lo último que Branden necesitaba.

Cuando finalmente estuvo lista, se le permitió, por primera vez, contemplarse en el espejo. No era la misma Heather que había visto en otras ocasiones. Nunca había presentado un aspecto igual. Por un instante aterrador contempló la belleza que otros habían visto en ella y que habían encontrado extraordinaria. Su cabello, cepillado hasta lucir un brillo sedoso, estaba recogido en un complejo trenzado alrededor de la coronilla, en un peinado semejante al de una diosa griega. Una diadema de puntas doradas coronaba su cabeza. Sus felinos ojos azules contemplaron la imagen, asustados. El cabello retirado del rostro acentuaba el sesgo de sus ojos, rodeados de unas espesas pestañas negras. Sus pómulos, frágiles y altos, habían sido pellizcados para alejar la palidez de su semblante. Heather, sobrecogida, abrió su boca suave y rosada.

—No existe una muchacha más hermosa, señorita Heather —afirmó la mujer.

Heather volvió a contemplar su indumentaria. Con todo su amor, lady Hampton le había enviado como regalo de boda su propio vestido de novia.

Era un traje elegante, muy parecido al hábito de un monje, ya que hasta tenía capucha. De color azul cielo, estaba confeccionado en un rico satén y tenía un corte sencillo y exquisito. Las mangas le llegaban hasta las muñecas y, al igual que la falda, eran ligeramente acampanadas. Tanto la capucha como las mangas estaban adornadas con elaborados bordados dorados e innumerables perlas. Alrededor de las caderas llevaba una banda de gran belleza y considerable fortuna. Estaba hecha de piel dorada y lujosamente bordada con perlas y rubíes. Una larga cola esperaba a ser colocada mediante unas cadenas de oro; su grueso satén estaba bordado suntuosamente y decorado con perlas nacaradas y doradas.

Es el traje de una reina, pensó Heather con melancolía. De pronto, arrugó la frente y se acercó a la ventana. Se aproximaba la hora. El tiempo se acababa y ella todavía temblaba.

—Por una vez en mi vida —rezó en silencio—, oh Dios, por favor, deja que sea valiente.

La puerta se abrió bruscamente y tía Fanny entró con determinación.

—Bueno, ya veo que te han vestido de gala —espetó con desprecio—. Y

supongo que crees que estás guapa, ¿no? Pero no tienes mejor aspecto que cuando llevas mis vestidos viejos.

La señora Todd se enderezó como si el insulto fuera dirigido a ella.

—¡Cuidado con lo que dice, señora! —exclamó.

—¡Cierre el pico! —replicó tía Fanny ásperamente.

—Por favor, tía Fanny —suplicó Heather—. La señora Todd ha trabajado mucho.

—Sí, me imagino que habrá tenido que hacerlo, tratándose de tí —replicó Fanny.

—Señora —intervino la señora Todd fríamente—. La joven no se merece sus críticas. Es de lejos la muchacha más bonita a la que he tenido el placer de atender o ver.

—Es la hija de Satán —contestó tía Fanny con malicia—. Su belleza es obra del demonio, y por ello ningún hombre que la haya contemplado podrá hallar la paz. Es la forma que tiene el demonio de hacer que los hombres se queden prendados de una bruja. En mi opinión, es espantosa. El hombre con el que va a casarse es perfecto para ella. ¡Los dos son obra del diablo!

—¡Eso son tonterías! —gritó la señora Todd—. La chica es un ángel.

—¿Un ángel? —inquirió tía Fanny con ironía—. Supongo que no le ha contado por qué se casa tan apresuradamente, ¿verdad?

Desde la entrada, donde había permanecido escuchando, tío John habló alto y claro.

—Es porque el capitán Birmingham no puede esperar más, ¿verdad, Fanny?

—dijo.

La obesa mujer se volvió malhumorada, lista para replicar, pero algo, quizá su miedo a aquel capitán yanqui, hizo que no profiriera los insultos que estaban a punto de salir por su boca. Se volvió hacia su sobrina e hizo ademán de pellizcarla. Heather retrocedió rápidamente, pensando que cuanto menos sufriera en ese momento, mejor preparada estaría luego.

—Te aseguro que voy a estar muy contenta cuando te haya perdido de vista

—espetó tía Fanny—. Tu presencia no ha sido ningún placer para mí.

Heather se estremeció ante el cruel comentario. Se volvió hacia la ventana con los ojos arrasados en lágrimas. Toda su vida había sufrido la falta de amor de sus familiares. Todo lo que su padre le había dado, estaba ahora empañado por la desdicha. Sabía que estaba predestinada a vivir de ese modo. Incluso el hijo que llevaba en sus entrañas, si es que era varón, odiaría a su madre, alentado por un padre obligado a serlo. Ya nunca más tendría la oportunidad de conocer el amor.

Una hora más tarde, tensa y seria, Heather descendió las escaleras del carruaje alquilado con la ayuda de tío John. La enorme catedral se elevaba imponente y Heather, pequeña e insignificante ante ella, ascendía por sus escaleras del brazo de su tío. Se la veía completamente ausente de todo cuanto acontecía a su alrededor. Actuaba mecánicamente. Colocaba un pie delante del otro como si estuviera siendo remolcada. La señora Todd, que había ido para ayudarla en los últimos retoques, caminaba a su lado, muy preocupada por la cola del vestido, que sostenía entre los brazos. La mujer se desmayaría si algo malo le ocurría al traje. Se preocupaba y cloqueaba como una gallina entre sus polluelos, pero Heather apenas si era consciente de su presencia. Caminaba con la cabeza erguida, mirando al frente, hacia el enorme pórtico de la catedral, que se acercaba a ella con cada paso que daba. Éste la contemplaba oscuro y siniestro, esperándola con exasperante paciencia para tragársela a ella y a su vida. Pasó por debajo de su arco y, entrando a la sacristía, se detuvo siguiendo a su tío. La música del órgano aceleraba su corazón y atronaba en sus oídos. La señora Todd revoloteaba a su alrededor, enderezándole la capucha, colocándole la cola sobre los hombros con las cadenas de oro y extendiéndola tras ella cuan larga era.

Alguien le entregó una pequeña Biblia blanca con una cruz dorada grabada en su suave piel. La joven la tomó sin pensárselo.

—Pellízcate las mejillas» Heather —la regañó severamente tía Fanny desde un lugar cercano—, y borra esa expresión de horror de la cara o seré yo quien te pellizque.

La señora Todd le lanzó a aquella mujer malvada una mirada llena de furia.

Luego procedió a devolverle un poco de vida a su semblante.

—Eres la reina del día, querida —le susurró, dándole los últimos retoques a la corona y a la capucha.

La música cambió, al igual que los latidos del corazón de Heather, sacándola de su ensimismamiento.

—Es la hora, querida —anunció la señora Todd con calma.

—¿Está... está él allí? —preguntó en voz baja Heather, esperando que el capitán se hubiera negado finalmente a ir.

—¿Quién, querida? —inquirió la señora.

—Está hablando del yanqui —aclaró tía Fanny entre dientes.

—Sí, cielo —repuso la señora Todd amablemente—. Está de pie junto al altar, esperándote. Y es un hombre realmente atractivo, por lo que puedo ver desde aquí.

Heather se apoyó, muy débil, sobre la señora Todd. Ésta la sujetó con su brazo, animándola con una sonrisa y acompañándola hacia la puerta.

—Todo se habrá acabado en un momento, querida —afirmó, animándola de nuevo antes de que la puerta se abriera de par en par.

Enseguida se encontró con el brazo tendido de lord Hampton, al que se agarró mecánicamente. Caminó a lo largo del pasillo junto a él, con piernas temblorosas. Podía oír los latidos de su corazón y sentía la Biblia en sus manos. El peso de la cola tiraba de ella, casi derribándola, pero Heather continuó caminando mientras el órgano ahogaba cualquier otro sonido, incluyendo el de su propio corazón.

Las velas del altar ardían más allá del grupo de personas que aguardaban de pie. Pero Heather supo perfectamente quién era su futuro marido por la estatura. No había nadie en el mundo tan alto como él.

Se acercó y la luz de la vela iluminó su rostro. Durante un brevísimo instante, las facciones frías y marcadas del hombre la hicieron detenerse.

Sintió el deseo abrumador de huir. Su labio inferior empezó a temblar.

Heather se lo mordió, intentando serenarse. En ese instante lord Hampton se apartó de ella, dejándola a solas. Los ojos verdes que tenía delante la miraban fijamente despojándola de su vestido de novia con crueldad e insensibilidad, haciéndola estremecer violentamente. El yanqui extendió su mano fuerte y bronceada y se la ofreció. Le lanzó una mirada lasciva, que la hizo sonrojar. De mala gana, Heather levantó su mano, fría como el hielo, y la posó sobre la de él, más grande y tibia. Brandon la guió el resto del camino hasta los escalones á el altar. Permaneció de pie, alto y poderoso, ataviado regiamente en terciopelo negro y blanco inmaculado. Para la joven, aquel hombre era el mismísimo Satanás. Atractivo, despiadado, demoníaco y capaz de arrancarle el alma sin sentir remordimientos.

Si fuera valiente, se dijo Heather, giraría sobre sus talones en ese mismo instante, antes de pronunciar los votos, y huiría de la aberración que estaban a punto de cometer. Cada día cientos de mujeres daban a luz niños bastardos. ¿Por qué no era igual de valiente que ellas? Seguro que pedir comida y vivir en la miseria era menos perverso que arrojarse por voluntad propia a las llamas del infierno.

Pero mientras discutía con ella misma sobre el paso que se disponía a dar, se arrodilló jumo al capitán y agachó la cabeza para rezar a Dios.

El tiempo se detuvo durante toda la ceremonia y, mientras ésta duró, cada nervio, cada poro de su piel repudió al hombre que permanecía arrodillado a su lado. Las manos delgadas y bien arregladas de Brandon captaron durante unos instantes su atención, y la proximidad de su cuerpo dejó en su olfato el aroma de su perfume, en nada parecido a los que usaban muchos hombres para cubrir el hedor de sus cuerpos sucios. Se trataba de una fragancia fugaz, inofensiva, limpia y masculina.

Por lo menos está limpio, pensó.

De repente lo oyó decir ante el requerimiento del sacerdote, con voz firme y fuerte:

—Yo, Brandon Clayton Birmingham, te tomo a ti, Heather Brianna Simmons, como mi legítima esposa...

Por fortuna, Heather pudo pronunciar similares palabras sin vacilar, en un tono suave. Un momento después, Brandon le deslizó en el dedo un anillo de oro y, una vez más, ambos agacharon la cabeza ante el sacerdote.

Finalmente, Heather consiguió levantarse a pesar de la debilidad de sus piernas y vio hacer lo propio a su nuevo marido, que la miró con desconsideración, helándole el alma.

—Creo que es costumbre que el novio bese a la novia —comentó.

Ella contestó con voz tensa:

—Sí.

Heather temió desfallecer. Su corazón latía desaforadamente. Los largos y bronceados dedos del capitán se deslizaron por su rostro para sujetarlo firmemente y no dejar que lo rehuyera. Con la otra mano a la espalda, por debajo de 1a cola libre y ondulante del vestido, la atrajo hacia sí en un abrazo brutal y posesivo. Heather abrió los ojos de par en par y palideció.

Sintió la mirada de los invitados sobre ellos, pero a Brandon pareció no importarle en absoluto. Su brazo era como una barra de hierro que la aprisionaba con fuerza. Brandon inclinó la cabeza y la besó apasionadamente. Sus labios ardientes estaban húmedos, reclamándola, insultándola y arrebatándole la dignidad. Heather alzó una mano para intentar separarse de él, sin conseguirlo.

La joven oyó a lord Hampton toser desde un lugar cercano y a su tío murmurar algo ininteligible. Finalmente, el sacerdote le tocó el brazo a Brandon y dijo, incómodo:

—Tendrás tiempo para eso más tarde, hijo mío. Están esperando para felicitaros.

Brandon aflojó el abrazo y Heather consiguió respirar. La boca le quemaba tras el contacto con los labios ardientes de Brandon, las marcas de cuyos dedos aparecían, rojas, en su blanca piel. Se volvió sobre sus piernas débiles y sonrió débilmente mientras lord y lady Hampton se acercaban a ella. El dulce anciano la besó paternalmente en la frente.

—Espero no haberme equivocado, Heather—comentó echando un vistazo al capitán Birmingham, que permanecía erguido e inflexible junto a ella—. Mi intención era que cuidaran de ti, pero...

—Por favor —murmuró la muchacha, colocando sus dedos frágiles sobre la boca del anciano.

No podía permitir que acabara la frase. Si oía todos sus temores en boca de lord Hampton, huiría de aquel lugar gritando y rasgándose las vestiduras en un arrebato de locura.

Lady Hampton observó con timidez al capitán. Éste miraba fríamente al frente, con las manos a la espalda. Parecía estar sobre la cubierta de su barco, escrutando el horizonte. La señora abrazó a Heather con lágrimas en los ojos— Ambas mujeres, menudas y delgadas, se apoyaron la una sobre la otra intentando calmar su angustia.

De repente, y como si se le acabara de ocurrir, lord Hampton hizo una propuesta:

—Pasaréis la noche en Hampshire Hall. Estaréis más cómodos que en el camarote del barco.

No añadió que de ese modo podría acceder fácilmente a cualquiera de las habitaciones de la mansión, si Heather pedía auxilio mientras yacía junto a su nuevo marido.

Branden dirigió una fría mirada al anciano.

—Y, por supuesto, supongo que insiste en ello

—refunfuñó.

Lord Hampton lo miró fijamente.

—Sí, insisto —dijo con calma.

Branden, cuyo rostro tembló de rabia, guardó silencio, y el anciano sugirió que ya era hora de marcharse al banquete en Hampshire Hall. Asió a la novia con fuerza y dejó que los demás les precedieran al salir de la iglesia.

Heather, nerviosa c inquieta, hubiera preferido salir del brazo de Lord Hampton, pero el capitán no tenía ninguna intención de permitirlo. Su dominio acababa de empezar, y en ese preciso instante Heather comprendió que su vida ya nunca más le pertenecería. Toda ella era de Branden, a excepción, quizá, de su alma, pero sabía que no se detendría hasta conseguir apoderarse también de ésta.

De pronto, y para su consternación, la cola del vestido le impidió proseguir la marcha a lo largo del pasillo. Miró hacia atrás, desesperada, y tiró con fuerza de ella.

—Por favor —susurró con voz trémula, levantando una mano para dar una explicación a Branden de su aparente reticencia a continuar.

El la miró, se volvió y descubrió que la prenda se había enredado en uno de los bancos de la iglesia. Sonrió con sarcasmo y fue a liberarla. Heather lo observó angustiada, apretando la Biblia en sus manos. Sus palmas estaban húmedas y sus dedos se movían nerviosos. Echó una ojeada al anillo de oro que la distinguía como propiedad del capitán. Le iba grande y se deslizaba con facilidad. Al comprender el significado del objeto, sintió que el pánico se apoderaba de ella.

Branden desenganchó la cola del banco, se colocó el extremo sobre el brazo sin ningún cuidado y regresó de nuevo junto a ella.

—No hay por qué angustiarse, mi amor —dijo en tono de burla—. La prenda está intacta.

—Gracias —murmuró ella dulcemente, alzando vacilante los ojos para encontrar los de él.—. Si fuera un hombre, te aseguro que no te reirías de ese modo —masculló de repente con todo su odio.

Brandon enarcó una ceja y replicó despiadadamente:

—Si fueras un hombre, querida, no estarías aquí. Heather se ruborizó intensamente. Encolerizada y humillada, intentó desasirse, pero lo único que consiguió fue que él la sujetara con más fuerza.

—No puedes volver a huir de mí, belleza mía —apuntó con calma, disfrutando de la angustia que había provocado en la joven—. Ahora eres mía para siempre. Casarte conmigo era lo que querías y eso es lo que tendrás hasta el resto de tus días... a menos que por alguna casualidad, te quedes viuda. Pero no temas, amor mío, no tengo intención de abandonarte demasiado pronto.

Heather palideció ante sus befas insensibles. Se mareó y tambaleó, casi desplomándose al suelo. Branden la sujetó, atrayéndola hacia él. Luego alzó su mentón para poderle mirar a los ojos. Los de él ardían en deseo.

—Ni tu lord Hampton podrá salvarte de mí ahora, aunque sé que lo intentará: pero ¿qué es una sola noche treme a todas las que tenemos por delante?

Esas palabras la turbaron profundamente. Estaba aterrada y se sentía tan débil que tuvo que apoyar su cabeza en los brazos de Branden.

—Qué bella eres, mi cielo —murmuró él con voz ronca—. No voy a cansarme de ti tan rápidamente.

Lord Hampton, nervioso y tenso ante la demora de los novios, no pudo esperar más y entró. Allí se encontró a Heather recostada en los brazos del novio, con los ojos cerrados y muy pálida.

—¿Se ha desmayado? —preguntó ansioso al novio, acercándose a ellos.

La pasión se desvaneció y Branden echó una rápida ojeada al anciano.

—No —contestó y volvió a mirar a su esposa—. Estará bien dentro de un momento.

—Entonces vamonos —lo urgió el anciano, irritado—. El carruaje está esperando. —Se volvió y se marchó. Branden abrazó a Heather intensamente.

—¿Quieres que te lleve, mi amor? —inquirió socarronamente, con una sonrisa sarcástica. Heather abrió los ojos.

—¡No! —gritó, apartándose de él con un repentino arranque de orgullo y energía. Branden estalló en carcajadas haciendo que Heather se enderezara todavía más. Ella le dio la espalda y se dispuso a alejarse de él. Pero la cola del vestido todavía estaba en posesión de su nuevo marido y cuando la longitud se agotó, no pudo seguir avanzando. Lanzó una mirada atrevida a su esposo y comprobó que no tenía intención de soltarla. Branden esbozó una sonrisa irónica y ella tuvo que regresar de nuevo junto a él.

—No podrás huir de mí, cariño —comentó—. Soy posesivo por naturaleza.

—Entonces tómame aquí mismo —escupió ella con odio—, pero, apresúrate porque los invitados esperan.

Las facciones de Branden se tensaron y su mirada se hizo más fría.

—No —respondió, asiéndola del brazo—. Te tomaré para mi goce lentamente y en mis ratos de ocio. Ahora vamos, pues como tú bien has dicho, nos esperan.

Al salir de la iglesia les aguardaba una lluvia de trigo. Lady Hampton no podía permitir que la ceremonia de Heather finalizara sin esa costumbre.

Unos minutos más tarde, todos se dirigieron hacia el carruaje que les estaba esperando. Tía Fanny permaneció en silencio ante la proximidad del yanqui.

Tío John, dubitativo e inseguro, ayudó a lady Hampton a bajar por las escaleras de la catedral, y su marido, lord Hampton, quedó rezagado, observando cómo el capitán Birmingham asistía a su joven esposa.

Tío John les ofreció la mano a su mujer y a lady Hampton para ayudarlas a ascender al carruaje; luego subió él.

Cuando Heather se aproximó al coche, vio a los tres apretujados en uno de los lados. Lady Hampton sufriendo por estar en medio, pero sin emitir ni una queja, sino, por el contrario, soportándolo estoicamente con una leve sonrisa. Heather se alzó las faldas para ascender al lando y, gratamente sorprendida por su marido, se vio elevada en sus brazos y acomodada en el coche. Sin darle las gracias por semejante bochorno, se hundió en el asiento y lo fulminó con la mirada. Pero Brandon no se percató, pues también él estaba ocupado acomodándose en el asiento. Una vez arriba, se dejó caer al lado de Heather, quien fue aplastada sin piedad cuando lord Hampton se sentó a su otro costado. Trató de sentarse en el borde del asiento para estar más cómoda, pero comprobó que no podía moverse pues su marido se había sentado sobre sus faldas. Se volvió para protestar, pero Brandon miraba por la ventanilla con expresión de ira. Un murmullo ininteligible escapó de sus labios mientras volvía a apoyarse en el asiento, muerta de miedo ante semejante visión. Sus cuerpos estaban muy juntos; el hombro de Brandon sobre el de ella, la parte trasera de su brazo rozándole los senos y su recio muslo presionando el de la joven.

Mientras el carruaje recorría las calles adoquinadas, Heather hizo un tímido intento de conversar con lord y lady Hampton, igual de tensos que ella. El tono que finalmente consiguió emitir al hablar fue casi inaudible a causa del nerviosismo. Decidió permanecer en silencio el resto del interminable y tortuoso trayecto. Heather se preguntó si al llegar le quedaría algún hueso sano en el cuerpo.

Aunque lord Hampton no era un hombre demasiado corpulento, era más grande que ella, y entre éste y su marido, cuya complexión ancha y alta no dejaba ni un centímetro libre, Heather dudaba que aguantara mucho más.

La presión del brazo de Brandon contra su pecho le impedía respirar con normalidad.

Finalmente, el carruaje se detuvo frente a Hampshire Hall. Primero descendió Brandon, quien ágilmente abrazó a Heather y la bajó del coche.

Una vez en tierra, la joven se alisó el vestido y se echó la extensa cola sobre su brazo con un arrogante movimiento de cabeza. En el interior de la mansión, se detuvo para desprenderse de la pesada capa, pero, para su desazón, se encontró con que Brandon estaba allí para ayudarla. Sus manos actuaron con gran destreza.

Al entrar en el comedor el banquete de bodas ya estaba dispuesto sobre la mesa. Lord y lady Hampton tomaron sus respectivos asientos a los extremos de la mesa e indicaron a Heather y a Brandon que se sentaran a un lado, y a tío John y tía Fanny al otro. Luego alzaron sus copas para brindar por la joven pareja.

—Por un feliz y próspero matrimonio, y olvidemos cuanto ha acontecido aquí anteriormente —propuso lord Hampton. Luego añadió—: Y por que el bebé sea un varón sano.

Heather se sonrojó mientras se llevaba la copa a los labios. No bebió. No deseaba un varón. Sabía que conferiría a Brandon más confianza. Lo miró, y vio que se había bebido la copa de un trago. Eso hizo que sintiera todavía más repulsión hacia él.

Heather pensó que la cena había transcurrido demasiado rápido, a pesar de que para cuando abandonaron la mesa ya eran más de las once de la noche. Los hombres se dispusieron a tomar coñac en el salón, mientras lady Hampton empujaba a tía Fanny a sus aposentos y acompañaba a Heather a la alcoba preparada para ella y para el yanqui. Dos doncellas jóvenes y risueñas estaban esperando a la joven novia. Un camisón de gasa azul transparente yacía sobre la cama. Al verlo, Heather palideció, pero lady Hampton la condujo a un banco frente a un enorme espejo y le indicó que se sentara.

—Iré en busca de un par de copas de vino —murmuró besándole en la frente—. Quizá te ayude.

Cuando una de las doncellas la despojó del vestido de novia y desenrolló su cabello, Heather comprendió que ya nada la protegería de su miedo.

Tendría que estar inconsciente, de lo contrario el pánico se apoderaría de ella.

Le cepillaron el cabello un centenar de veces, hasta dejárselo suelto y ondulado. Le llegaba hasta las caderas. Las doncellas se llevaron todas sus ropas, sin dejarle siquiera una bata. Y allí, sentada sobre la cama, vestida con la gasa transparente que únicamente disimulaba su desnudez, intentó sosegarse y prepararse para la penosa experiencia que estaba a punto de padecer.

Oyó pasos fuera de la habitación, pero suspiró aliviada al comprobar que eran de una mujer.

Lady Hampton abrió la puerta y entró con una bandeja portando una licorera con vino y dos copas. La depositó sobre la mesa que había junto a la cama, y le sirvió una a Heather mientras inspeccionaba el trabajo que las doncellas habían hecho con ella. Asintió en señal de aprobación.

—Ahora estás mucho más bella, querida, que con el vestido de novia, aunque parezca imposible —comentó—. Me he sentido muy orgullosa de ti.

Hubiera deseado disponer de más tiempo para organizar una fiesta mejor.

Estabas para lucirte. Cómo lamento que tu madre muriera tan pronto y ni siquiera te conociera. Habría estado muy orgullosa de ti.

—¿Orgullosa de mí? —preguntó Heather con tristeza mirándose el vientre—.

Os he traído la desgracia a todos —añadió con lágrimas en los ojos.

Lady Hampton sonrió con dulzura.

—Tonterías, querida —le tranquilizó—. A veces una joven no puede evitar que le sucedan determinadas cosas. Es simplemente una víctima de las circunstancias.

—O de los yanquis —murmuró Heather. La señora se echó a reír.

—Sí, o de los yanquis —repitió—, pero por lo me nos es joven, apuesto y limpio. Cuando mi marido me contó lo de tu embarazo y me dijo que el culpable era un marino yanqui, me preocupé tanto que estuve a punto de enfermar. Pensé que se trataba de un viejo

lascivo Incluso tu tía me confió que esperaba a un hombre así. Seguramente se llevó un enorme disgusto cuando vio que no lo era, teniendo en cuenta cómo te ha hecho sufrir durante todo este tiempo. Pero él es tan apuesto.

Evidentemente, vuestros hijos serán sanos y hermosos, e imagino que tendréis muchos.

Al recordar el abrazo apasionado que el capitán Birmingham le había dedicado a la joven novia y la implacable expresión de su rostro momentos después, la voz de lady Hampton se fue apagando hasta convertirse en un suspiro.

—Sí —susurró Heather. Tragó saliva con dificultad y añadió levantando la voz—: Sí, supongo que tendremos muchos.

Pensó en la facilidad con que Branden había plantado su semilla en ella. No tenía la menor duda que daría a luz a muchos vástagos.

Lady Hampton se incorporó para marcharse. Heather la miró en actitud implorante.

—¿Debe irse ya? —preguntó con voz temblorosa. La mujer asintió lentamente.

—Sí, querida —repuso—. Ya no podemos contenerlo más tiempo.

Estaremos cerca por si nos necesitas.

Las palabras de la mujer no pasaron inadvertidas. Heather sabía que si pedía auxilio, vendrían a socorrerla aun sin poseer el derecho a interferir en la pareja.

Se quedó sola y horrorizada una vez más. Después de haber saboreado las burlas amargas de su marido, estaba decidida a no acobardarse ante él.

Que me encuentre dispuesta, pensó con picardía. Entonces no me hará daño.

La espera tuvo un fin repentino. Las fuertes pisadas de su esposo en el pasillo la sobresaltaron. Vio que se abría la puerta y su rostro ardió al topar con los ojos verdes. Una llama se encendió en el interior de Branden al contemplar el exquisito cuerpo de su mujer.

Heather se incorporó, muy incómoda, el corazón latiéndole salvajemente.

La colcha había sido recogida a los pies de la cama, fuera de su alcance.

Anheló llegar hasta ella y echársela por encima. La prenda que llevaba, el suave velo azul, era más revelador que la propia desnudez. Estaba atado a la cintura por unas cintas, pero de la cintura para arriba y de la cintura para abajo llevaba una abertura sin ningún otro tipo de adorno que lo sujetara.

Como resultado de ello, los laterales de los pechos estaban desnudos, expuestos a su mirada, al igual que sus piernas largas y esbeltas. Lo más difícil que Heather había tenido que hacer en toda su vida era permanecer allí sentada, tranquilamente, frente a ese hombre, y dejar que la contemplara con expresión de deseo.

—Eres muy bella, mí amor —afirmó él con vo7. ronca acercándose a la cama. Sus ojos eran como llamas que la abrasaran. Llegó hasta ella y la atrajo hacia sí—. Eres incluso más hermosa de lo que recordaba.

Todavía arrodillada, permitió, aunque reticente, que Branden la abrazara.

Sintió cómo sus manos se deslizaban sin ningún cuidado por debajo de la gasa, sobre sus nalgas, y cómo inclinaba la cabeza lentamente hacia ella.

Esperó su beso, pero antes de recibirlo, el hombre la despojó de la prenda y se rió con tunantería.

—Estás más deseable ahora, mi amor —susurró—. ¿Realmente lo hace tan diferente el matrimonio? ¿Era esto lo que debías obtener por vender tu cuerpo? Y llegué a pensar que por fin había encontrado a una mujer pura de corazón, decidida a entregarse únicamente por amor e incapaz de vender su cuerpo a un hombre.

—¡Bastardo indeseable! —gritó furiosa, intentando desasirse de él—. ¿Y qué es lo que yo tengo que decir al respecto? Me violarás como lo hiciste la otra vez, da igual si peleo o no.

—Estáte quieta —le advirtió él, atrayéndola bruscamente e inmovilizándola—

. ¿Quieres que los demás te oigan y echen la puerta abajo? Lord Hampton está esperando la ocasión de hacerlo.

—¿Y a ti qué más te da? —lo provocó ella maliciosamente—. Eres más fuerte que él. ¿Qué más te da si tienes que echarlo de aquí antes de finalizar tus asuntos conmigo?

Uno de los músculos de la mejilla de Brandon se tensó. Heather conocía muy bien el tic nervioso y sabía que conllevaba peligro. El hombre le miró fijamente con sus intensos y fríos ojos verdes.

—No ejercería mis derechos maritales esta noche ni aunque fueras la última mujer que quedase sobre la faz de la tierra —le espetó con desprecio.

Heather dejó de luchar de inmediato. Alzó la vista muy sorprendida y se preguntó si había oído correctamente. Brandon entornó los párpados y esbozó una de sus sonrisas burlonas, mostrando una dentadura reluciente que contrastaba con su tez morena y su barba.

—Has oído bien, querida —repuso él—. No tengo intención de hacerte el amor en esta casa, esta noche. —Haciendo caso omiso de la expresión de alivio de la joven, añadió—: Cuando decida disfrutar de ti, mi amor, será a mi manera, en mi propia casa, o en mi propio barco, y no donde otro hombre esté esperando ansiosamente para irrumpir y separarnos. Y, por supuesto, no cuando ese hombre esté enarbolando un hacha sobre mi cabeza.

—¿Un hacha? —repitió inocentemente, relajándose contra él.

—No me digas que no sabes nada —apuntó Branden—. Claro que estabas enterada de su plan. No puedo creer que no estuvieras involucrada en él.

—No sé de qué me estás hablando —contestó ella con prudencia.

Brandon solió una carcajada llena de amargura.

—Siempre tan inocente ¿eh, mi cielo? —Bajó la mirada hacia sus senos, acariciando con los dedos uno de los laterales que la gasa delicada y fina no alcanzaba a cubrir. Luego le rozó el pezón con el pulgar y continuó suavemente—: Siempre inocente. Siempre bella. Siempre fría.

Heather permitió que Branden la acariciara. Estaba siendo muy tierno y decidió no irritarlo, siempre y cuando no llegara más lejos. Al fin y a la postre se trataba de su marido. La joven prosiguió con su interrogatorio.

Quería saber de qué hacha hablaba.

—¿Cómo te obligaron a casarte conmigo? —preguntó dulcemente.

Branden le besó el cabello, luego el cuello. Heather se estremeció involuntariamente al sentir la intensidad de su deseo. Luego le acarició el pecho, parecía no querer detenerse. La muchacha se apartó nerviosa, temiendo que no cumpliera con su palabra. Alcanzó la colcha, tiró de ella y se cubrió.

—¿Vas a contármelo o no? —insistió mirándolo fijamente.

Brandon se ensañó con ella.

—¿Por qué debería hacerlo? Ya lo has oído todo. Pero si realmente es tan importante para ti, tendré que contártelo. Tu querido magistrado iba a declararme culpable de contrabando y venta de armas a los franceses, aunque sabe que soy completamente inocente. Me habría enviado a prisión, requisado el barco, y Dios sabe qué le hubiera ocurrido a mi plantación.

Debo admitir que tu amiguito es muy astuto. —Se despojó del abrigo, lo lanzó sobre una silla y empezó a desabrocharse la capa—. ¿Sabías que estoy... o mejor dicho estaba prometido y me iba a casar al regresar a casa?

¿Qué se supone que debo decirle ahora a ella, a mi prometida? ¿Que te vi y no pude resistirme? —Se detuvo por un instante para quitarse la camisa, dirigiéndole una mirada llena de rabia—. No me gusta que me obliguen, querida. Va en contra de mis principios. Si hubieras venido a mí cuando te enteraste de que estabas embarazada, te habría ayudado. Incluso me habría casado contigo, si eso es lo que deseabas de verdad, pero enviarme a tu poderoso amigo para que me amenazara, no ha sido una acción muy inteligente de tu parte.

Con los ojos completamente abiertos y aterrada, Heather se encogió bajo las sábanas como si éstas pudieran protegerla de las manos salvajes de aquel hombre. Branden recorrió la habitación, apagando las velas. Ella lo observó cautamente. Se había desnudado hasta la cintura y parecía no tener intención de detenerse ahí, sin embargo, se sentó en una silla próxima a la cama.

—Sabes que eres muy hermosa ¿verdad? —comentó examinándola fríamente—. Podrías haber conseguido a cualquier hombre que hubieras elegido y a pesar de ello, he tenido que ser yo. Me gustaría, si no te importa, que me contaras la verdad. ¿Sabías, quizá, que poseo una fortuna importante?

Ella lo miró extrañada. No entendía por qué le formulaba esa pregunta.

—No sé nada de tu situación financiera —repuso con suavidad—. Eras simplemente el hombre que... que me había robado la virginidad. No podía ir a otro hombre, mancillada como estaba y con un hijo en mi vientre.

Habría dado a luz a un bastardo antes de rebajarme tanto.

—Tu honestidad es digna de encomio señora mía —afirmó él en tono de broma, con lo que consiguió encolerizar a Heather, que gritó:

—¿Por qué motivo deberían haber permitido que siguieras tu camino tan alegremente sin enmendar el daño que has hecho?

Branden corrió a su lado al instante.

—Por favor, querida —suplicó, nervioso—, abstente de levantar la voz si no quieres que vengan a hacernos compañía. No tengo ninguna intención de que tu lord Hampton me envíe a prisión porque piense que te estoy maltratando, especialmente después de haberte convertido en mi esposa.

Su ansiedad complació a Heather, que en vez de dejar el interrogatorio, siguió hablando con la voz muy baja.

—Dices que no te gusta la fuerza. Bueno, yo también la odio, pero no pude evitar que me utilizaras para darte placer. Ahora estás furioso porque has tenido que pagar por ello. Y tampoco piensas en el niño que llevo dentro, en lo que habría tenido que sufrir si hubiera sido un bastardo.

—El niño habría estado bien atendido, igual que tú —repuso Branden.

Heather rió con displicencia.

—¿Como tu amante y tu bastardo? No, gracias. Antes me cortaría el cuello.

Volvió a aparecer el tic nervioso en la mejilla de Branden, que la contempló fijamente durante un largo rato, haciendo que quedara paralizada como un pajarillo frente a una serpiente. Luego entornó los ojos con expresión burlona.

—Las amantes están mucho mejor atendidas que las esposas —observó—.

Habría sido muy amable y generoso contigo.

—O sea, que eso significa que ahora no lo vas a ser

—le espetó con sarcasmo.

—Exacto —respondió él suave pero cruelmente, aterrorizándola. Se levantó de la cama y la miró—. Como ya te he dicho, no me gusta que me chantajeen y ya he escogido el castigo que voy a infligirte. Querías segundad y un padre para nuestro hijo. Lo tendrás, querida, pero no obtendrás ni una cosa más. En mi casa no se te tratará mejor que a una sirvienta. Tendrás el apellido que querías, pero deberás rogarme y suplicarme para que te conceda el menor deseo. No tendrás ni un penique ni llevarás una vida normal. Pero me encargaré de que no tengas que pasar por el bochorno de que se enteren de tu situación. En otras palabras, querida, la posición que creías era tan respetable, no será más que tu propia prisión. No tendrás ni el placer de compartir los momentos más tiernos del matrimonio. Sólo serás una simple sirvienta para mí. Si hubieras sido mi amante, te habría tratado como a una reina, pero ahora sólo me conocerás como tu amo.

—¿Quieres decir que no tendremos... relaciones íntimas? —inquirió muy sorprendida.

—Lo has cogido muy rápido, mi amor —replicó—. No tienes de qué preocuparte en ese sentido. No voy a tirar piedras contra mi propio tejado.

Tú sólo eres una mujer entre cientos. Para un hombre es muy fácil encontrar una mujer que satisfaga sus necesidades más básicas.

Heather suspiró aliviada, feliz y sonriente, regodeándose con su buena fortuna.

—Señor, nada me podría complacer más, se lo aseguro —concluyó.

Branden la miró fríamente y con desprecio.

—Sí, ya veo que estás muy agradecida, por ahora —apuntó el hombre—.

Pero tu infierno sólo acaba de empezar, milady. No me describiría como un tipo agradable con el que convivir. Tengo un humor de perros y podría deshacerme de una fulana como tú sin que nadie se diera cuenta. Así que te aviso, hermosura. No tientes al destino. Ándate con mucho ojo y quizá sobrevivas. ¿Lo has entendido?

Heather asintió sin dar ya las gracias por su buena suerte.

—Ahora, acuéstate —ordenó—. Yo tardaré un rato antes de poder hacer lo mismo.

La muchacha obedeció en el acto. No deseaba enojarle tan pronto. Se deslizó en la cama y se tapó con la colcha, observando con cautela cómo Brandon cruzaba la habitación hasta el balcón. Lo abrió y salió. Sin apartar la mirada de él, Heather se retiró hacia su lado de la cama con sumo cuidado, para no atraer la atención de su esposo de nuevo. Al contemplarlo, su postura le recordó, una vez más, a la de un marinero escrutando el horizonte. La luna iluminaba su atractivo rostro y complexión corpulenta. Su piel suave y bronceada resplandecía bajo la luz y Heather se dispuso a dormir con la mirada clavada en él.

Heather se despertó repentinamente al notar que Brandon se recostaba en la almohada junto a ella y, adormilada, pensó que la iba a agredir. Se incorporó gritando sobresaltada y levantando un brazo para defenderse de él. Pero el hombre se lo agarró con un gruñido y la volvió a tumbar bruscamente.

—¡Estáte quieta, pequeña insensata! —protestó apoyándose sobre ella—.

No tengo la menor intención de pasar la noche sentado en una silla, ni de dejarte la cama a ti sola.

El miedo volvió a apoderarse de ella. Brandon se había colocado encima y, en la oscuridad, podía sentir su aliento cálido. La luz de la luna se filtraba por uno de los balcones, dibujando su perfil encolerizado.

—No quería gritar —susurró Heather atemorizada—. Es que me sobresalté.

—¡Por el amor de Dios, sobresáltate en otro momento! —exclamó Brandon—. Tengo aversión a los calabozos.

—Lord Hampion no lo haría... —empezó a decir suavemente.

—¡Un cuerno no lo haría ahora que ya tienes mi apellido y tu honor está restablecido! —gruñó—. Pero si tu lord ahora decidiera que haberte entregado a mí había sido una imprudencia, no dudes que continuaría con su amenaza y me metería en prisión con la única intención de alejarme de ti. Así que, a pesar de lo que sientas por mí, si quieres que tu hijo crezca con un padre, por favor, no le animes.

—No era ésa mi intención —replicó Heather en voz baja.

—Tampoco hubiera permitido que lo hicieses —espetó Brandon.

—¡Sinvergüenza! —resopló, casi sin aliento—. ¡Vil, grosero, odioso violador y mancillador de mujeres! Te odio y te detesto.

Brandon la atrajo hacia él con fuerza, amenazándola con su cuerpo delgado y fuerte y dándole un rápido y recio abrazo silenciador.

—Ten cuidado, hermosura, o te mantendré realmente ocupada —la previno—. Puedo detener tus gritos fácilmente. No me desagradaría lo más mínimo ejercer mis obligaciones maritales.

Heather exhaló un gemido ante el fuerte abrazo de su esposo, creyendo que sus brazos iban a aplastarla. Pudo sentir los muslos del hombre presionando sus piernas, percatándose de que ella era la única que estaba parcialmente vestida. Pero la gasa era un consuelo demasiado ínfimo, pues dejaba al aire uno de sus senos, ahora aplastado contra su torso. No había duda de cuáles eran sus intenciones.

—Por favor —suplicó mientras el abrazo se hacía todavía más intenso—. Me portaré bien. No me hagas daño.

Las fuertes carcajadas de Brandon la estremecieron. Continuaba abrazándola. De pronto la soltó y la recostó sobre la almohada.

—Duérmete. No te molestaré.

Heather se tapó hasta el cuello y se hizo un ovillo en su lado de la cama, mirándolo mientras temblaba violentamente. La luz de la luna iluminaba la habitación. Heather pudo ver a Branden, estirado boca arriba con los brazos detrás de la cabeza con los ojos abiertos mirando al techo. A pesar de la oscuridad que reinaba en la habitación, creyó distinguir el tic nervioso en la mejilla de su esposo.

—¿Dónde vives? —preguntó la muchacha después de un rato.

—En Charleston, en las Carolinas —contestó con un profundo suspiro.

—¿Es bonito? —se aventuró a preguntar de nuevo.

—Para mí, sí. A ti seguramente no te gustará —contestó con frialdad.

Heather no se atrevió a preguntar nada más sobre su nuevo hogar. Ya había sido lo suficientemente valiente por el momento.

Al romper el alba, una brisa helada se coló por las puertas abiertas del balcón y despertó a Heather. Al principio, sintiéndose indispuesta, no reconoció el lugar en el que se encontraba. Pero rápidamente identificó al hombre que yacía junto a ella y al que se había abrazado, seguramente en busca de calor. Tenía la mano izquierda sobre el vello negro y rizado del torso de Branden y la mejilla apoyada contra su robusto hombro. Él dormía profundamente, con el rostro relajado, ligeramente entornado hacia ella.

Sin moverse por miedo a despertarlo, la joven se dedicó a estudiarlo a su antojo. Sus ojos siguieron los labios firmes y rectos, ahora suavizados por el sueño, las pestañas largas y oscuras y las mejillas bien bronceadas.

Es un hombre realmente atractivo, pensó. Tal vez no sea tan malo tener un hijo suyo.

Branden se revolvió ligeramente y apartó su rostro, dejándola con la mirada puesta en su desgreñada cabellera. Se miró el anillo que llevaba en el dedo anular y se maravilló del brillo del oro. Quedaba muy raro en su mano, y la hacía sentirse extraña. La idea de ser la mujer del capitán Birmingham adquirió una nueva dimensión. Era lo que él había dicho la noche anterior; sería suya hasta el resto de sus días. Seré suya para la eternidad, rumió para sus adentros.

Heather le cubrió el torso con las sábanas, con cuidado para no despertarlo.

Enseguida se dio cuenta del error que había cometido al pensar que tenía frío, pues al cabo de un momento. Branden apartó las sábanas de una patada haciendo que Heather se ruborizara intensamente.

Su cuerpo yacía completamente desnudo ante ella. Heather no apartó la mirada, sino todo lo contrario. Permaneció con sus ojos puestos en él, estudiando su cuerpo pausadamente y con interés, saciando su curiosidad.

No veía la necesidad de tener que escuchar de otros lo que podía comprobar por ella misma; era perfecto, igual que una bestia enorme y salvaje de la jungla. Músculos largos y flexibles espléndidamente trabajados, un vientre fuerte y liso y caderas estrechas. La mano fina y blanca de Heather quedaba totalmente fuera de lugar sobre el torso bronceado y poblado.

Perturbada por la extraña excitación que se había despertado en su interior, la joven se separó de él y se acurrucó en su lado de la cama. Luego se volvió, intentando no pensar en la forma en que sus ojos se habían regocijado con su cuerpo. Miró a través del balcón y vio caer una hoja. Se arrebujó en la colcha deseando tener la sangre tan caliente como la del hombre que tenía a su lado.

Hacía rato que el reloj de la repisa había dado las nueve cuando las dos risueñas doncellas regresaron a vestirla. Llamaron con suavidad a la puerta y Heather pudo oír sus risas. Realmente la exasperaban. Se levantó y, sonrojada, se volvió para contemplar a su marido. Comprobó que seguía dormido y destapado. Se aproximó a la cama con cautela para ocultar su desnudez con la sábana. Branden despertó inmediatamente. La joven retrocedió sobresaltada. Al sentir la mirada rabiosa de Brandon y darse cuenta de las reveladoras aberturas de la fina gasa, se ruborizó todavía más.

Una sonrisa lenta y divertida cruzó el semblante del hombre. Heather, in-cómoda, se dirigió a la puerta sabiéndose observada.

Las dos doncellas entraron a la vez, una de ellas con una bandeja repleta de comida. Echaron una ojeada a la habitación con curiosidad, esperando descubrir algún secreto de la noche anterior. Volvieron a reír al ver a Branden recostado sobre los cojines y tapado únicamente hasta la cintura.

Él también rió divertido ante el nerviosismo de las jóvenes. Sin embargo, Heather deseaba pellizcarlas a las dos, sobre todo cuando se quedaron contemplando el cuerpo de su marido con una mirada hambrienta, haciéndole dudar de que fueran realmente dos doncellas castas tal y como implicaba semejante agitación. Ambas se dirigieron hacia Branden para mostrarle la variedad de alimentos que había en la bandeja. Heather esperó con impaciencia a que acabaran de arrullarlo, de extender una servilleta sobre su regazo con exasperante lentitud y de servir el té.

Entretanto, el capitán observó el rostro furioso de Heather y le hizo una mueca de burla. Ella se volvió enfadada.

Al final las doncellas parecieron recordar cuáles eran sus obligaciones y regresaron a atender a Heather. Le prepararon un baño con esencia de rosas y sacaron de nuevo su vestido de novia, pues era el único que poseía.

La despojaron de la fina gasa azul ante la mirada interesada y atenta de su marido y la ayudaron a introducirse

en la bañera.

Sus risillas continuaron mientras le frotaban los brazos y la espalda, pero al lavarle los hombros y el pecho, Heather no aguantó más. Les arrebató la esponja y el jabón de las manos con impaciencia y les gritó que la dejaran en paz. Al oír a Brandon burlarse de ella, se lamentó por no haber sido más tolerante. Le lanzó una mirada colérica, el odio creciendo una vez más en su interior. No se atrevió a insultarlo por temor a que utilizara sus crueles manos para acallarla. Además, no tenía ninguna intención de darles a esas muchachas delgaduchas y simples la satisfacción de saber que entre el atractivo hombre y ella, no existía el amor de dos recién casados.

Se levantó de la bañera, con un resplandor húmedo y tenue, y permitió que las doncellas volvieran a asistirla. Permaneció inmóvil mientras la secaban ante el examen despiadado de Brandon. La intensidad y calma de su mirada hicieron que se ruborizara. Deseaba volver a ponerse la prenda, aunque su transparencia y escote apenas la reconfortaban. Una vez la hubieron peinado, se sintió igual de agitada que sus asistentes y se maldijo en silencio por dejar que la aprobación de Brandon la pusiera tan nerviosa.

Pero era lo mínimo que podía sentir con el hombre estudiándola minuciosamente apoyado contra los almohadones de satén y con esas muchachas importunándola. Heather suspiró aliviada cuando terminaron y se apartaron congratulándose por la maestría con la que habían desempeñado su trabajo. Pero su tranquilidad se vio truncada de repente cuando Branden se incorporó arrastrando una de las sábanas que se enrolló hábilmente sin revelar más partes de su anatomía a las doncellas; la sujetó alrededor de sus caderas estrechas y besó a su mujer en uno de los senos voluptuosos que sobresalían por encima del encaje de la excitante prenda.

—Una experiencia gratificante, mi amor —susurró—. Debo admitir que nunca antes había tenido el placer de presenciar el aseo de una dama.

Durante unos instantes, sus ojos se encontraron en el espejo, los de él, cálidos y devoradores; los de ella, nerviosos e indecisos. Pero ante la mirada de admiración de su esposo, Heather bajó la vista y se sonrojó sintiendo, una vez más, d roce de sus labios sobre su seno y una agitación extraña.

Oyó su suave risa y vio cómo se volvía para besar la mano de las doncellas, actuando como si estuviera completamente vestido. Se mostraba sosegado y terriblemente seguro de sí mismo.

—Lo han hecho verdaderamente bien, señoritas —las felicitó—. Mi esposa está muy agradecida.

Las dos muchachas casi se desmayaron. Nunca las habían tratado de esa manera, y menos un espécimen tan magnífico como aquél. Se apoyaron la una sobre la otra sin cesar de reír y se apresuraron a prepararle el baño.

Cuando finalmente salieron de la habitación, Heather se levantó airosa del banco y se dirigió a la cama hecha una furia en busca de su vestido.

—¿Qué necesidad tenías de hacer eso? —espetó—. Deberías haberlas reprendido severamente por la forma en que han actuado y, en vez de eso, las has animado para que lo hicieran incluso peor.

Branden esbozó una sonrisa lentamente, mirando agradecido la delicada espalda de Heather.

—Lo siento, mi amor —se disculpó—. No me he dado cuenta de que estuvieras tan celosa.

Con los ojos echando chispas, la joven se dio media vuelta, encolerizada, preparada para proferirle una retahíla de insultos, pero Branden simplemente rió dejando caer la sábana a sus pies.

—¿Me ayudas a bañarme, mi cielo? —inquinó con sarcasmo—. Tengo verdaderos problemas para frotarme la espalda.

Heather tartamudeó y se ruborizó. Sus odiosos modales le hacían hervir la sangre. Tal como estaba, allí, de pie, totalmente desnudo frente a ella y hablándole con esa tranquilidad pasmosa que tanto le divertía, Heather no pudo más que darse la vuelta y bajar la vista. No podía quedarse delante de él y maldecir su conducta vergonzosa, estando él desnudo. Branden esperó su respuesta relajado, con las manos en las caderas y una rodilla doblada.

Ella lo odiaba por su frialdad, por su mirada burlona, pero no era capaz de insultarle.

Recogió la esponja y el jabón, haciendo rechinar los dientes, y se dirigió a la bañera, luego lo esperó muy tiesa junto a ésta sintiendo sus burlas.

Finalmente, Brandon se metió en el barreño lleno de agua caliente.

Heather dudó durante unos instantes apostada sobre su espalda, luego, con fría determinación, se inclinó y empezó a enjabonársela. Se la restregó con fuerza, descargando toda su rabia en ella. Cuando hubo concluido, satisfecha, la tarea. Branden esbozó una sonrisa y observó:

—Todavía no has terminado, cielo. Me gustaría que me lavaras el cuerpo entero.

—¡El cuerpo entero! —exclamó, incrédula ante lo que acababa de oír.

—Por supuesto, cariño. Soy un hombre realmente perezoso —afirmó.

Heather lo maldijo en voz baja. Sabía que la había obligado a bañarlo porque necesitaba saciar su sed de venganza. Lo único que pretendía con esa excusa era hacer ostentación de su poder. Branden sabía perfectamente que para Heather tocarlo era una verdadera agonía. Había escogido la tarea íntima del aseo como castigo; y ella hubiera preferido recibir una paliza antes que tener que hacerlo. Él lo sabía muy bien.

Con gran desprecio, asió bruscamente la esponja y se inclinó para continuar mientras él se recostaba en la bañera. Restregó la pastilla de jabón por el vello del pecho y los hombros anchos. Le ardía el rostro ante el tranquilo análisis al que estaba siendo sometida. La mirada impávida de Branden acarició los brazos blancos, el cuello largo y delgado y finalmente el busto, cuya belleza se revelaba con cada movimiento, al mostrar parte de uno de sus senos redondeados.

—¿Te gustaba alguien en el pueblo de tu tío? —preguntó Branden de repente con la frente arrugada.

—No —respondió secamente. Un segundo después, se arrepintió de no haber sido un poco más astuta.

La arruga de la frente de Branden se desvaneció. Con uno de sus dedos mojados le acarició los pechos y luego sonrió.

—Estoy seguro de que había muchos hombres que estaban locos por ti —

afirmó.

Muy enfadada, la muchacha se subió la gasa para ocultar sus senos y secarse las gotas que le caían por el escote. Reanudó la actividad y, una vez más, la gasa se deslizó, ya bastante mojada.

—Había unos cuantos, pero no tienes de que preocuparte —le aseguró—.

No eran como tú. Ellos eran unos caballeros.

—No estoy preocupado en absoluto, mi cielo —respondió con calma—. Sé que estabas muy bien protegida.

—Sí—replicó con sarcasmo—. De todos menos de ti. Branden soltó una carcajada y le dirigió una mirada arrolladora.

—Fue todo un placer, cariño. Heather se puso hecha una furia.

—¡Y supongo que haberme dejado embarazada también complace tu ego masculino! ¡Debes de estar muy orgulloso de ti mismo! —gritó.

Branden esbozó una sonrisa burlona.

—No me desagrada. Resulta que me gustan bastante los niños —afirmó.

—Oh, eres... eres... —farfulló furiosa. La sonrisa se desvaneció con una velocidad aterradora.

—Acaba con el baño de tu marido, querida —ordenó con sarcasmo.

Heather ahogó un sollozo y apretó la esponja contra la rodilla de Branden.

Ya le había aseado toda la parte superior. Ahora restaba la parte inferior del cuerpo y no se sentía tan familiarizada con él como para hacerlo. Las lágrimas empezaron a brotar y descender por sus mejillas.

—No puedo —gimió.

Branden levantó su rostro con suavidad y la miró intensamente a los ojos.

—Si elijo yo, sabes que tendrás que hacerlo ¿verdad? —la previno.

Heather cerró los ojos casi agonizando y asintió con la cabeza.

—Sí —afirmó con tristeza llorando a lágrima viva. Brandon la acarició.

—Entonces recoge mis ropas, ¿lo harás, cielo? Estoy seguro de que todo el mundo está esperando a ver cómo has pasado la noche.

Heather, agradecida, empezó a recoger la ropa esparcida por el suelo de la habitación. Estaba realmente complacida por la indulgencia de su esposo.

Pasaría mucho tiempo hasta que volviera a insultarlo o a importunarlo.

Debía recordar que a Brandon le disgustaba la insolencia y que no la toleraría. Había sido indisciplinada y, de ahora en adelante, complacería su voluntad como una esposa obediente. Era demasiado cobarde. No tenía el valor para actuar de otro modo.

Dejaron la habitación, caminando uno junto al otro en silencio. Heather, muy dócil, incluso le dedicó una tímida sonrisa cuando Brandon deslizó la mano por detrás de su cintura.

En el salón, las dos parejas los esperaban con ansiedad, aunque tía Fanny por una razón completamente distinta. Esperaba lo peor, pero al ver a su sobrina entrar tranquilamente junto al hombre, frunció el entrecejo sombríamente. Su señoría se acercó a Heather y la abrazó.

—Estás radiante como siempre, pequeña —afirmó aliviado.

—¿Acaso esperaba otra cosa, milord? —inquinó Branden fríamente.

Lord Hampton se echó a reír.

—No me guarde rencor, hijo —le pidió . Para mí, la felicidad de Heather es lo primero.

—Sí, lo ha dejado perfectamente claro —replicó Branden—. Ahora ¿me está permitido llevármela a mi barco hoy o debemos aceptar de nuevo su obligada hospitalidad?

Era muy difícil enojar a lord Hampton cuando estaba de buen humor.

—Por supuesto, puede llevársela con mi bendición. Pero antes ¿se opondrá a tomar el almuerzo con nosotros? No es una orden, sino una invitación. Si no se siente con ganas, lo entenderemos. Es que simplemente detestamos ver partir a Heather. Es como si se tratara de nuestra propia hija.

—Supongo que no nos hará ningún mal si nos quedamos —contestó Branden secamente—. Pero debo regresar a mi barco tan pronto acabemos.

He estado demasiado tiempo alejado de él.

—Por supuesto, por supuesto. Nos hacemos cargo —replicó lord Hampton— .

Pero desearía discutir con usted el tema de la dote de Heather. Estamos dispuestos a arreglar este asunto generosamente.

—No quiero nada de ustedes, señor —replicó Brandon.

Su respuesta dejó a todos perplejos. A Heather a la que más. Su señoría se quedó mirando fijamente al capitán yanqui durante unos instantes, completamente desconcertado.

—¿He oído bien, señor? —preguntó.

—Sí —contestó Branden muy serio—. No tengo ninguna intención de percibir nada por desposarme con mi mujer.

—¡Pero es la costumbre! —insistió el anciano—. Quiero decir, una mujer debe aportar a su marido una dote. Estoy más que dispuesto...

—La dote que me va a aportar es el hijo que lleva dentro, nada más —

concluyó—. Soy perfectamente capaz de cuidar de los míos, sin regalos de ningún tipo. De todas formas, gracias por el ofrecimiento.

Heather cerró la boca y se sentó, completamente atónita.

—Loco yanqui —murmuró tía Fanny.

Branden se cuadró ante ella y le hizo una reverencia.

—Viniendo de usted, señora, es todo un cumplido —observó.

Tía Fanny se lo quedó mirando a punto de proferir un insulto, pero se lo pensó mejor. Se mordió la lengua y apartó el rostro de la mirada burlona.

—Como usted bien sabe, señora —prosiguió Brandon a sus espaldas—, lo que digo es cierto. Sé cuidar muy bien de los míos y de sus deudas.

Heather no entendió el significado de sus últimas palabras, pero Fanny Simmons se puso muy pálida y nerviosa. Se negó a mirarlo. Todavía permanecía en silencio cuando uno de los sirvientes irrumpió en la sala para anunciarles que el almuerzo estaba servido.

Una tormenta de otoño refrescó el ambiente y dejó el firmamento londinense cubierto de nubes. Las ruedas del lando traqueteaban sobre las calles adoquinadas y embarradas mientras se precipitaba, tambaleando, en dirección a los muelles. Heather, en el asiento trasero, estaba tranquila junto a lady Hampton. La mujer le hablaba con dulzura y, de vez en cuando, le alisaba con ternura uno de sus rizos negros y lustrosos o le cogía suavemente la mano. Era la única demostración del nerviosismo que las invadía por el doloroso momento que se aproximaba. Heather observaba a menudo el rostro imperturbable de su marido, sentado junto a lord Hampton, delante de ella. Se apretujaba contra la esquina del carruaje para amortiguar las sacudidas y, de vez en cuando, echaba una ojeada a su esposa. Lord Hampton trató varias veces de entablar una conversación con él, pero no tuvo éxito. Branden le devolvía respuestas breves y evasivas con el único propósito de no caer en la descortesía.

El carruaje casi volcó al tomar una curva, recorrió una estrecha calle cercana al muelle, cruzó una plazuela enfangada y finalmente, se detuvo al abrigo de un edificio enorme. Un pequeño cartel agitado por el viento rezaba sobre la puerta: «Almacén de Charleston.»

Branden se apeó silenciosamente del carruaje y se volvió hacia Heather.

—Dispones de algún tiempo para despedirte —anunció—. Necesito que el agente del almacén asigne a mi barco una gabarra.

Dicho esto, se alejó resueltamente. El viento alborotaba su cabello y el encaje de los puños. Heather lo siguió con la mirada hasta la entrada del almacén. Luego volvió lentamente a mirar a lady Hampton, a quien encontró sollozando, muy afligida. No había podido reprimir por más tiempo el dolor que le causaba la separación. Heather se abrazó a la mujer y, a través de sus lágrimas, ambas compartieron la pena de una niña sin madre y de una mujer sin hijos. Lord Hampton se aclaró la garganta y, tras unos instantes, la muchacha se separó.

El anciano le tomó la mano, mirándola a los ojos.

—Estáte tranquila, pequeña —la consoló—. Muy pocas separaciones son para siempre. Quién sabe cuándo nuestros caminos volverán a encontrarse y podremos compartir nuestras vidas de nuevo. Cuídate mucho, mi niña.

Heather lo abrazó impulsivamente y le dio un beso en la mejilla.

—Por favor ¿vendrás a verme antes de que zarpemos?—rogó.

—No, no debemos, Heather —respondió el hombre—. Ya hemos forzado la ira de tu marido lo suficiente. Es mejor que nos despidamos aquí. Es posible que dentro de un tiempo nos perdone, pero ahora es mejor dejar las cosas como están.

Heather se abrazó a lady Hampton de nuevo.

—Te echaré de menos —afirmó llorando. La mujer agarró a la muchacha con fuerza.

—Tendrás a tu marido, mi amor, y pronto a un hijo. Tendrás muy poco tiempo para pensar en nosotros.

Pero algo me dice que serás mucho más feliz con él de lo que serías si te quedaras aquí. Ahora ve, querida. Ve a buscar a tu enojado esposo. Y

Heather, recuerda que el amor y el odio son dos caras de la misma moneda.

Heather se desasió de lady Hampton a regañadientes y se dispuso a abrir la puerta del lando. Oyó cómo su marido hablaba enérgicamente con un marinero. Comprendió que ya había regresado y que la estaba esperando junto a los caballos. Se secó las lágrimas, abrió la puerta y se levantó las faldas del vestido para descender del carruaje. Branden se apresuró a ayudarla, cogiéndola por la cintura. Sus ojos se encontraron y, por una vez, el hombre no se burló del llanto de su esposa. La bajó con suavidad. Luego cogió las capas y un fardo con los regalos de lady Hampton que su esposo le tendía. Heather se alejó mientras Branden hablaba en voz baja con los Hampton.

El Heetwood estaba anclado a unos cien metros del muelle, esperando su turno para ser cargado. Justo delante de la proa del navio, cuatro marineros en un bote remaban en dirección hacia ellos. En la popa, un hombre mayor bastante agitado les animaba a que continuaran remando, con frases pintorescas.

Más cerca, en el muelle, el ambiente era un caos de sonidos, olores y colores. Marineros apestosos por la juerga de la noche anterior holgazaneaban junto a prostitutas vulgares y sucias, que se vendían atrevidamente, esperando sacar un poco de dinero o conseguir, por lo menos, el techo y el sustento de esa noche. Las ratas chillaban con estridencia sobre los desperdicios esparcidos en la cuneta y huían despavoridas cuando algún pilluelo las golpeaba con una piedra. Podían oírse las risas agudas de los golfillos harapientos que correteaban por el muelle esquivando la basura y desapareciendo por las callejuelas.

Heather se estremeció al recordar que había estado dispuesta a dar a luz a un bastardo y a criarlo en esas calles. Al menos ahora el niño viviría bien.

¿Qué importaba que no fuera una esposa amada? Su hijo tendría un padre, aunque fuera un marinero, y un hogar.

La vida de un capitán de barco se resumía en la escena miserable y mugrienta que tenía ante ella y en el barco que había un poco más allá.

Todavía no sabía el lugar que ocuparía en la vida de su marido. De lo único que estaba realmente segura era de que iba a ser la madre de su hijo. Si Branden se la llevaba con él en viajes futuros o la dejaba convenientemente en tierra, era una decisión únicamente de él y en la que ella tenía poco o nada que decir. Tendría que enfrentarse a la vida con la cabeza bien alta, aprovechando los pequeños placeres que su mando le permitiera y estándole agradecida. Con el tiempo, tal vez, no le importaría que el amor no hubiera llamado a su puerta.

Sus pensamientos se desvanecieron de golpe cuando su marido le tocó la espalda. Se había acercado a ella sigilosamente, sobresaltándola. Al notar que su cuerpo frágil temblaba, Brandon le echó su capa por encima.

—Debemos subir al barco —murmuró. La cogió del brazo y la guió a través de mercancías amontonadas, cuerdas y redes enrolladas. El bote se aproximaba al final del embarcadero. Al llegar al muelle, el hombre más menudo saltó a tierra y corrió hacia ellos. Se quitó el gorro y, al ver a George, el grumete y sirviente de su marido, Heather se sobresaltó. El hombre hizo una tosca reverencia y se dirigió a su capitán.

—Pensábamos que debía regresar ayer, capitán —comentó el marinero—.

Casi lo dimos por perdido. Estuve a punto de coger unos hombres y barrer la ciudad. Nos ha dado un buen susto, capitán. —Y con una nueva reverencia, se dirigió a la joven—: Hola, señora.

—Nos entretuvimos en casa de lord Hampton —replicó Brandon.

Con un gesto de asentimiento y, volviéndose a colocar la gorra sobre la reluciente coronilla, ayudó a su capitán con las maletas caminando detrás de ellos en dirección al barco. El primero en descender al bote fue Brandon, que cogió en brazos a Heather y la depositó junto a él en la proa. George le pasó los fardos y el cabo. Luego descendió por la escalera, ocupó su puesto en la popa y asió la caña del timón.

—¡Ánimo, marineros! —gritó enérgico—. ¡Es hora de zarpar! ¡Levad anclas!

¡Remos al agua! Bogad... bogad— bogad. Como no nos demos prisa esta señora se nos va a congelar. Así que, señoritas, remen con fuerza.

El pequeño bote rodeó la popa de un buque mercante que estaba anclado y prosiguió adelante en dirección al Fleetwood. La brisa sacudió el pequeño faro que iluminaba la embarcación y unas gotas de agua de mar heladas salpicaron el rostro de Heather, dejándola sin aliento y provocándole un escalofrío. Se arrebujó en los pliegues cálidos de la capa de Brandon, pero el bienestar duró escasos minutos, pues la combinación de los elementos provocó la aparición de nuevas incomodidades.

La proa del bote rompía las olas, ascendiendo y descendiendo bruscamente entre ellas. La falta de costumbre hizo que el estómago de Heather se revolviera y, con cada nueva zambullida, aumentaran las náuseas. Lanzó una mirada inquieta a su marido, que estaba sentado de cara al viento, disfrutando de las olas, y se tapó el cuello con las manos.

Si vomito ahora, me odiaré durante toda mi vida, pensó la joven, furiosa.

Mientras sus manos palidecían, su rostro fue adquiriendo un tono verdoso, como el del mar. Casi había ganado la batalla cuando, próximos al buque, alzó la vista hacia los mástiles enormes que se balanceaban por encima de ella en un movimiento opuesto al que ella sentía, y se le escapó una arcada.

Branden observó su rostro pálido y angustiado, luchando por controlar las náuseas, y actuó sin dilación. La rodeó con sus brazos, inclinó su cabeza por la borda y dejó que la naturaleza se resolviera en el agua.

Minutos después, la joven sufrió una última sacudida y se enderezó, odiándose a sí misma. Avergonzada y humillada, no se atrevió a levantar la vista. Brandon humedeció un pañuelo y se lo colocó sobre la frente.

—¿Te sientes mejor ahora? —inquirió el hombre. El movimiento había cesado con la embarcación a sotavento del buque. Heather asintió débilmente mientras George arrimaba el bote al casco de la nave.

Brandon amarró los cabos de proa y el viejo marinero hizo lo mismo con los de popa. Luego el capitán se encaramó a la escalera y se volvió para llamar a Heather.

—Vamos, ma petite, te ayudaré a subir a bordo. La joven se acercó a él con cuidado y colocó un pie sobre la escalerilla. Brandon la rodeó con un brazo y la subió a la cubierta del navio, luego volvió a interesarse por el paquebote. Heather se encontró sobre lo que parecía una contusa maraña de cabos, cables y palos, sobre los que dominaba un mástil enorme que se balanceaba suavemente apuntando al cielo. Las entrañas del barco crujían, chirriaban y gemían casi melódicamente, con un ritmo que encajaba a la perfección con los movimientos de la embarcación, dando la sensación de que estaba vivo. Olía a limpio y a sal. Al contemplarlo, la muchacha se percató de que todos los objetos estaban pulcramente dispuestos; los cabos recogidos, los pernos y cubos almacenados. Una sensación de orden reinaba en todo el buque. Brandon regreso a su lado.

—Tendrás que cambiarte el vestido, Heather —comentó—. Te compré algunas cosas antes de descubrir que habías desaparecido. Están en mi camarote. —Arqueando una ceja burlonamente, añadió—: Supongo que ya conoces el camino.

La muchacha se ruborizó intensamente y miró indecisa hacia una de las puertas bajo el puente de mando.

—Sí, ya veo que lo conoces —añadió el capitán—. Encontrarás la ropa en mi baúl. Me reuniré contigo dentro de un momento.

Despedida de esa manera, se alejó en dirección a la puerta. Antes de abrirla, se volvió para echarle una ojeada a su marido, enfrascado en una profunda conversación con George; parecía haberse olvidado ya de ella.

El camarote era tal y como lo recordaba, compacto y pequeño, robando el mínimo espacio posible a la carga. Un crepúsculo oscuro marcó el fin del triste día. La estancia estaba iluminada únicamente por una luz brumosa procedente de las ventanillas de popa. Antes de dirigirse hacia el baúl, encendió una vela y dejó la capa de su marido en un colgador próximo a la puerta. Se arrodilló frente al baúl, acarició el cierre y levantó la tapa.