23 de junio de 1799

EN cualquier parte del mundo el tiempo pasaba volando, veloz, con las alas abiertas, pero en la campiña inglesa su paso se hacía lento y pesado, casi doloroso, como si anduviera desnudo sobre los surcados caminos que se extendían más allá de los páramos. El aire era sofocante y el polvo, todavía en suspensión sobre el camino, recordaba el paso, un rato antes, de un carruaje. Una pequeña granja usurpaba sombríamente el terreno bajo la bruma que cubría el pantano. La pequeña construcción, con su techo de paja, sobresalía entre unos tejos altos y delgados. Con las contraventanas abiertas y la puerta a medio cerrar, parecía tener la mirada fija, como horrorizada ante una broma de mal gusto. Al lado había un granero destartalado y combado, en un marco toscamente labrado, y más allá, un campo de trigo que luchaba en vano por sobrevivir en aquella región cenagosa.

En el interior de la casa, Heather intentaba pelar patatas con un cuchillo romo y sin brillo. Estaba cansada. Hacía ya dos años que vivía en aquel lugar, dos desdichados años que habían ensombrecido su vida. Difícilmente lograba recordar los felices momentos anteriores al fatídico día en que la habían llevado allí, aquellos dulces días en los que había dejado de ser una niña y se había convertido en una muchacha. Entonces, Richard, su padre, todavía estaba vivo y ambos compartían aquella cómoda casa londinense, tenían ropa elegante y comida suficiente que llevarse a la boca. Desde luego, aquello era mejor. Incluso ahora, las noches en que su padre la dejaba a solas con el servicio parecían no asustarle. Ahora podía entender su sufrimiento, la soledad causada, hacía ya tiempo, por la muerte de su esposa, una adorable y bella muchacha irlandesa de quien se había enamorado, con la que se había casado, y a la que había perdido al dar a luz a su única hija. Ahora Heather podía comprender incluso la necesidad que tenía su padre de jugar, ese cruel hábito que le había robado la vida y a ella el hogar y la seguridad, dejándola a merced de sus únicos familiares, unos tíos vulgares y desabridos.

Heather se secó la frente y pensó en su tía Fanny, que holgazaneaba en la otra habitación; el colchón de paja estaría aplastado bajo su más que generoso físico. Fanny no era una persona fácil. Todo parecía disgustarle.

No tenía amigos. Nadie la visitaba. Estaba convencida de que la irlandesa con quien su cuñado se había casado era de una clase inferior por culpa de su gente, una raza que, según ella, siempre estaba en guerra contra la corona debido a que era propio de su naturaleza luchar, y Heather se había convertido en el blanco de ese odio malicioso. No pasaba un solo día sin que le echara en cara que era medio extranjera. Y ese prejuicio implicaba un sentimiento aún más profundo, que tergiversaba su razonamiento hasta convencerla de que, como su madre, la hija era me dio bruja. Quizá se tratara de celos. Fanny Simmons nunca había sido guapa ni nada que se le pareciera, mientras que la muchacha, Brenna, poseía encanto y una belleza exquisita. Cuando entraba en una habitación todos los hombres se volvían para mirarla.

Heather había heredado la belleza de su madre, y con ella, las críticas de su tía.

Las casas de juego habían exigido el pago de las deudas que Richard había contraído con ellas y se habían llevado todos los bienes materiales que poseía a excepción de unos pocos objetos personales y algo de ropa. Fanny se había desplazado a toda prisa a Londres para declarar el legítimo derecho de su marido, quedándose con su sobrina huérfana y la exigua herencia de ésta antes de que nadie tuviera tiempo de protestar. Se había quejado de que Richard no hubiera compartido en otros tiempos su riqueza y de que no les hubiera dejado nada. Había vendido todos los objetos menos uno, un vestido de noche de color rosa, que Heather tenía prohibido ponerse, y se había embolsado ávidamente el dinero.

Heather enderezó su dolorida espalda y suspiró.

—¡Heather Simmons! —gritó su tía desde la otra habitación, y la cama crujió cuando se levantó—. Insecto holgazán, deja ya de soñar despierta y ponte a trabajar. ¿Te crees que otro va a hacer tus tareas mientras vas por ahí como un alma en pena? No me explico a qué colegio de señoritas has asistido.

¿Acaso no te enseñaron a hacer algo útil en vez de leer y llenarte la cabeza de ideas pretenciosas? —La corpulenta mujer cruzó sigilosamente el suelo de tierra y entró en la habitación. Heather se preparó mentalmente; sabía lo que se le venía encima—. Mira lo bien que te ha ido vivir de la única familia que te queda. ¡Tu padre era un imbécil, sí que lo era, tirando el dinero de esa manera sin preocuparse de nadie más que de sí mismo! ¡Y todo por culpa de esa irlandesa loca con la que se casó! —Fanny escupía con asco las palabras—. Intentamos prevenirle de que no se casara con Brenna, pero no nos hizo caso.

Heather dejó de mirar el rayo de sol que entraba por la puerta abierta y miró a su voluminosa tía. Había oído

la misma historia tantas veces que se la sabía de memoria; a pesar de ello, los recuerdos de su infancia al lado de su padre la acompañaban en todo momento.

—Era un buen padre —se limitó a contestar.

—Eso es una cuestión de opiniones, jovencita —replicó la mujer con una mueca de desprecio—. Mira en qué situación te ha dejado: el mes que viene cumplirás dieciocho años y no tienes dote. Ningún hombre querrá casarse contigo sin dote. De acuerdo, puede que te quieran... pero sólo para calentar su cama. He puesto mucho empeño en hacer de tí una persona decente. No quiero que empieces a llenar la casa de bastardos. La gente de aquí está esperando eso. Saben la clase de basura que era tu madre.

Heather se estremeció, pero su tía continuó despotricando mirándola con los ojos entornados y amenazándola con el dedo.

—El diablo se ocupó de que fueses igual a ella. Una bruja, eso es lo que era. Es lógico que te le parezcas. Al igual que tu madre arruinó la vida de tu padre, tú harás lo mismo con cualquier hombre que se fije en ti. Es la voluntad del Señor la que le ha traído hasta mí. Él sabía que yo podría salvarte del fuego y el azufre a los que estabas predestinada, y he cumplido con mi deber al vender ese vistoso traje de noche que tenías. Esos viejos vestidos míos te quedan muy bien.

Heather estuvo a punto de echarse a reír, y lo habría hecho si la realidad no hubiera sido tan triste. La ropa de su tía, que pesaba el doble que ella, le sentaba peor que un saco. Eso era lo único que se le permitía llevar, viejos harapos que ridiculizaban su figura. Fanny incluso le había prohibido que los arreglara para que le sentaran mejor; lo único que podía hacer era acortar el dobladillo para que no tropezase al andar.

La mujer sorprendió a Heather contemplando los trapos que llevaba puestos y le dirigió una mirada despectiva.

—Pequeña pordiosera desagradecida. Sólo dime dónde estarías hoy si tu tío y yo no te hubiéramos acogido. Si tu padre hubiera tenido sentido común, te habría dejado una bonita dote. Pero no, se lo quedó todo para él, pensando que eras demasiado joven para casarte. Pues ahora ya eres demasiado vieja. Te morirás siendo una solterona... y una virgen. De eso ya me encargaré yo.

Fanny volvió una vez más al único dormitorio de la casa, sin antes advertirle a Heather que se apresurara a acabar las tareas del hogar si no quería que la azotara. Ya conocía el aguijón de aquella vara. Era normal que tras un castigo la espalda le quedase cubierta de rojos verdugones durante días. A Fanny parecía producirle un placer especial dejarle aquellas marcas en la piel.

Heather no se atrevió a soltar otro suspiro de agotamiento por temor a llamar de nuevo la atención de su tía, pero estaba exhausta. Llevaba levantada desde antes del amanecer, preparando un banquete para el arribo del tan ansiosamente esperado hermano de Fanny, y dudaba de su capacidad para resistir mucho más. Días atrás había llegado una carta informando a Fanny de que su hermano llegaba esa noche, y había ordenado a Heather que iniciara los preparativos de inmediato. Ella misma se había dignado a ayudar para disponer las tazas de la forma correcta.

Heather sabía que su tía sentía un verdadero cariño por aquel hombre.

Había oído historias maravillosas acerca de él, e intuía que el hermano de Fanny era el único ser, humano o de otra clase, por el que ella se preocupaba. El tío John había confirmado a Heather sus suposiciones al contarle que no había nada que Fanny no estuviera dispuesta a hacer por ese hombre. Ella le llevaba diez años, a su único hermano, por lo que lo había criado desde que era tan sólo un bebé. Pero el que hubiese decidido visitarla era muy extraño.

El sol semejaba una enorme y roja bola incandescente que descendía por el oeste iluminando la tierra. Fanny llegó para dar el visto bueno a los preparativos y ordenó a Heather que dispusiera más velas para encenderlas más tarde.

—Han pasado cinco veranos desde que vi a mi hermano —dijo— y quiero que todo esté perfecto para cuando venga. Mi Willy está acostumbrado a lo mejor de Londres, y no debe echar nada en falta mientras permanezca aquí. No le gusta tu tío y tampoco le gustaba tu padre. Mi hermano tiene mucho dinero porque sabe usar la cabeza. —Hizo un gesto con su enorme cabeza y luego puntualizó—: Nunca lo verás en una casa de juego tirando por la borda su riqueza o sentado mano sobre mano como tu tío. Es un hombre que se arriesga, sí señor. No hay mejor tienda de moda en Londres que la suya. Incluso tiene a un hombre que trabaja para él, sí señor.

Finalmente le dio a heather la bendita orden de que se fuera a asear.

—Ponte el vestido que te dio tu padre. Estarás muy bien con él. Quiero que la visita de mi hermano sea un feliz acontecimiento y tu aspecto con esos trapos que llevas puede deslucirlo.

Heather se volvió sorprendida, con los ojos como platos. Su vestido rosa había permanecido escondido durante dos años, nadie lo había tocado o llevado. Estaba encantada, aunque únicamente fuera para complacer al hermano de su tía. Parecía haber pasado una eternidad desde que se había puesto algo bonito, y ahora sonreía esperando el momento de lucirlo.

—Sí, ya veo que estás contenta —añadió Fanny—. Siempre pensando lo encantadora que te ves con esos vestidos tan finos. —Señaló a Heather y agregó—: Satán ha vuelto a las andadas. Ten cuidado, el Señor sabe lo impórtame que eres para mí.

Heather suspiró profundamente, como si estuviera cansada de la carga que su lía le había impuesto.

—Sería mejor que estuvieras casada y fuera de mi alcance —prosiguió Fanny—, pero compadezco al hombre que desee contraer matrimonio contigo, aunque... sin dote no tienes ninguna posibilidad. Necesitas un hombre fuerte que te mantenga a raya y que cada año te dé un hijo para que estés ocupada. Lo necesitas para que ahuyente al diablo que llevas en el alma.

Heather se encogió de hombros y siguió sonriendo. Lamentaba no tener el valor suficiente para asustar a su tía haciéndole creer que realmente era una bruja. Ello tenía connotaciones ateas y desde luego la tentación era enorme para alguien atrevido, pero la idea se desvaneció rápidamente de su mente.

Las consecuencias habrían sido muy graves.

—Otra cosa, Jovencita —añadió Fanny—, recógete el pelo en un moño. Te quedará bien. —Sonrió pícaramente. Sabía cuánto le disgustaba a su sobrina que le dijeran cómo tenía que peinarse.

Heather dejó de sonreír y se volvió balbuceando una respuesta afirmativa.

Su tía esperaba que desaprobara suavemente sus órdenes; se tomaba muy en serio el impartir disciplina con métodos severos.

Heather cruzó la sala y se dirigió a su rincón, corriendo las cortinas que la separaban del resto de la estancia. Oyó que su tía salía de la casa y sólo entonces se atrevió a mostrar un gesto de contrariedad. Estaba enfadada, pero lo estaba más consigo misma que con su tía. Siempre había sido una cobarde, y seguiría siéndolo si las cosas no cambiaban.

El deprimente cubículo tenía lo mínimo indispensable, pero al menos le servía de refugio de su tía. Suspiró y se agachó para encender la pequeña vela que estaba sobre una sucia mesa, junto al camastro hecho de cuerdas.

Si por lo menos fuera más valiente y más fuerte, pensó, me habría atrevido a darle la espalda. Si por lo menos fuese capaz de contestarle de la misma forma aunque sólo fuera por una vez. Dobló su delgado brazo y sonrió sarcásticamente. ¡Tendría que ser Sansón para enfrentarme a ella!, se dijo.

Un rato antes, Heather había llevado un aguamanil con agua caliente y una palangana a su improvisada habitación y disfrutaba pensando en el baño que se daría. Con expresión de desagrado, casi se arrancó el odioso vestido que llevaba. De pie, desnuda, se relajó y acarició su delicado cuerpo, estremeciéndose de dolor al rozar alguno de los cardenales. El día anterior, tía Fanny se había puesto muy furiosa cuando Heather había tirado accidentalmente al suelo una taza de café, y antes de que pudiera huir había cogido la escoba y le había golpeado brutalmente el trasero.

Heather sacó con sumo cuidado el vestido rosa del fardo en el que se encontraba y lo colgó en un lugar desde donde pudiera admirarlo mientras se bañaba. Se frotó vigorosamente la piel hasta que ésta enrojeció resaltando su brillo juvenil. Restregó un paño contra un trozo de jabón perfumado que había robado y se enjabonó abundantemente, regocijándose con su fragancia.

Una vez aseada, se puso el vestido sobre una desgastada camiseta. El corpiño había sido diseñado para alguien más joven que ella. El tejido le apretaba a la altura del busto, cubriéndoselo apenas, pues el escote era muy bajo; recapacitó sobre su edad y ponderó semejante atrevimiento, luego desechó el problema encogiéndose de hombros. Era su único vestido y ya no había tiempo para contemplar otra alternativa.

Se cepilló el cabello con esmero hasta hacerlo relucir bajo la luz de la vela.

Ése había sido el orgullo de su padre, recordó con cariño. A menudo, al mirarla, se había sumido en un estado de ensueño como si, suponía, hubiera imaginado que se trataba de su madre. Más de una vez la había contemplado largamente y con profunda nostalgia había balbuceado el nombre de su esposa antes de despertar y volverse con los ojos arrasados en lágrimas.

Tal como le habían ordenado, se recogió el cabello en un moño, no sin antes dejarse unos pocos rizos sueltos cayéndole por la espalda con pretendido desalmo y otros dos, provocativos, sobre las sienes. Se observó en un pedazo de cristal roto que hacía las veces de espejo y asintió con la cabeza. Había quedado mucho mejor de lo que esperaba, teniendo en cuenta los rudimentarios objetos de que disponía.

Heather oyó que alguien entraba en la casa; una tos seca irrumpió en la habitación. No necesitaba espiar para saber que se trataba de su tío. Estaba encendiendo su pipa con un tizón de la chimenea, y oyó que volvía a toser.

Remolinos de humo llenaron la habitación.

John Simmons se sentía destrozado. Su vida estaba vacía. Nada le importaba realmente, a excepción de la ávida vigilancia del dinero y la dudosa compañía de tía Fanny. Había dejado de preocuparse por su aspecto. Su camisa estaba cubierta de manchas de grasa y tenía las uñas sucias. Había perdido el porte de que gozaba en su juventud y ahora, ante Heather, se mostraba como un hombre encorvado, ajado y bien entrado ya en la cincuentena. Sus ojos sin brillo revelaban sueños rotos, esperanzas minadas y días llenos de frustración bajo las limitaciones de su esposa. Sus manos eran nudosas y retorcidas, fruto de los años de arduo trabajo intentando sacar rendimiento a una tierra pantanosa, y su piel, curtida por las inclemencias del clima, llevaba grabado el paso de las estaciones en profundas líneas que surcaban su rostro.

Levantó la mirada y al ver la dulce belleza de su sobrina, una nueva expresión de dolor pareció apoderarse de sus facciones. Se repantingó en su silla preferida y sonrió.

—Estás encantadora esta noche, hija. Imagino que es por la visita de tu tío William...

—Tía Fanny me ha dado permiso, tío —explicó Heather.

Tío John dio una chupada a su pipa al tiempo que mordía con fuerza la boquilla.

—Sí, me lo creo. —Suspiró—. Haría cualquier cosa para complacerlo, a pesar de que es un hombre muy frío. Una vez fue a verlo a Londres y él se negó a recibirla. Ahora no se atreve a ir por miedo a que se enfade, y él está satisfecho con ello. Tiene amigos adinerados y nunca se le ocurriría admitir que ella es una pariente suya.

En un retrato ligeramente borroso que tenía su hermana, William Court era casi igual de alto que Fanny, y ésta, a su vez, era una cabeza más alta que Heather. Quizá no fuese tan obeso como ella, pero Heather suponía que esa diferencia disminuiría en pocos años. Su rostro era regordete y rubicundo, con pesados carrillos, y poseía un protuberante labio inferior constantemente húmedo de saliva. A menudo se daba golpecitos sobre el mismo con un pañuelo de encaje, emitiendo ruidos nasales para hacer ver que se limpiaba la nariz. Cuando le dio la mano para saludarla, ésta estaba desagradablemente flácida, y al inclinarse para besársela Heather sintió náuseas.

Aunque la ropa que llevaba denotaba un gusto exquisito, su amaneramiento hacía muy poco por realzar su semblante masculino. El traje era de color gris pálido, ribeteado de abundante plata, y la camisa y alzacuello blancos parecían acentuar sus manos rosadas y su rostro rojizo. William Court podía ser rico, pero a Heather le parecía muy poco atractivo. Los pantalones le iban demasiado ceñidos; daba la impresión que incluso le molestaban, y sospechaba que los habían confeccionado de esa manera para mostrar deliberadamente, a quienquiera que le mirara, su por otro lado cuestionable virilidad.

Había llegado en un lando alquilado conducido por un cochero perfectamente ataviado que fue enviado a dormir al granero junto a los caballos. Heather advirtió que el conductor se había ofendido al haber sido enviado a tan humilde alojamiento, pues iba mejor vestido que cualquiera de los habitantes de la casa. En el granero apenas cabían los animales. Pero a pesar de ello no protestó, y se marchó en silencio para ocuparse de los caballos y del carruaje.

Tía Fanny, con su cabello gris recogido tras su enorme cabeza, parecía una fortaleza imponente enfundada en su vestido almidonado y su delantal.

Ahora ya no decía que los vestidos elegantes eran obra del demonio, sino que se mostraba encantada al ver a su hermano hecho un figurín, y revoloteaba a su alrededor como una gallina en torno a sus polluelos.

Heather jamás había visto a su tía mostrarse tan cariñosa con nadie, y, por supuesto, su hermano William lo recibía encantado, disfrutando de las atenciones que ésta le prodigaba. Heather hizo caso omiso de las alabanzas desmesuradas de su tía y no prestó excesiva atención a la conversación hasta que durante la cena, ésta fue derivando a las noticias procedentes de Londres. Fue entonces cuando empezó a escuchar atentamente esperando oír noticias de sus viejos amigos.

—Napoleón logró escapar y ahora todo el mundo cree que se encuentra de camino a Francia tras su derrota en Egipto —explicó William—. Nelson le dio una buena lección. ¡Ahora se lo pensará dos veces antes de meterse de nuevo con nuestros marineros! —exclamó.

Heather se dio cuenta de que su discurso era mucho más instruido que el de su hermana y se preguntó si habría asistido a la escuela.

Tía Fanny se limpió la boca con la mano y gruñó:

—Pitt no sabía de lo que hablaba cuando dijo que dejáramos en paz a los franceses. Ahora su maldito cuello depende de ellos y de esos irlandeses.

¡Yo digo que los maten a todos!

Heather se mordió el labio inferior.

—¡Irlandeses! ¡Ja! ¡Son una manada de animales, eso es lo que son! ¡Nunca saben lo que quieren! —continuó tía Fanny.

—Pitt está intentando formar un sindicato con ellos. Puede que el año que viene ya esté en marcha —agregó tío John.

—¡A lo mejor también nos rajan el maldito cuello! —apuntó Fanny.

Heather miró a su tío con incertidumbre, inquieta como siempre ante los prejuicios de su tía. John bajó la vista y de un trago dio cuenta de su cerveza. Suspiró deseando la jarra que Fanny guardaba celosamente, dejó la suya y volvió en silencio a la pipa.

—¡Y los yanquis lo mismo! Son capaces de cortarte el cuello antes que mirarte. ¡Tendremos que luchar contra ellos otra vez, acordaos de lo que os digo! —volvió a exclamar Fanny.

William rió entre dientes.

—Pues si es así—dijo—, no creo que te guste mucho venir a Londres, querida hermana. Arriban a puerto como si fueran los dueños del lugar.

Algunos ingresan en la leva, pero son cautos y muy suyos. Cuando se aventuran a entrar en la ciudad siempre lo hacen en grupo. No les gusta la idea de navegar en barcos británicos. Sí, son gente de cuidado y algunos tienen el atrevimiento de creerse caballeros. Mirad ese tipo, Washington, por ejemplo. Y ahora tienen a ese otro idiota, Adams, a quien han elegido como su rey. ¡Es indignante! Pero no durará mucho. ¡Volverán gimiendo como perros, que es lo que son!

Heather no conocía a ningún yanqui— Simplemente agradecía a su tía y al señor Court que discutieran sobre ellos en lugar de hacerlo sobre los irlandeses.

Desvió su atención de la conversación, pues si no hablaban de la sociedad londinense o de sus antepasados carecía de interés para ella. Sabía que si les declaraba su lealtad o se interesaba por las noticias sociales de Londres, su tía se ensañaría con ella. Dejó divagar sus pensamientos y permaneció sentada a la mesa durante lo que le pareció una eternidad.

Tía Fanny la sacó de su ensimismamiento con un cruel pellizco en el brazo.

Heather dio un respingo frotándose el incipiente cardenal y miró a su tía conteniendo el llanto.

—Te he preguntado que si desearías dar clases en la escuela privada para señoritas de lady Cabot. Mi hermano cree que podría encontrarte un empleo allí—dijo tía Fanny.

Heather no podía creer lo que estaba oyendo.

—¿Cómo? —preguntó. William Court rió y se explicó:

—Tengo muy buenos contactos en la escuela y sé que están buscando una joven instruida —explicó—, y tú posees excelentes modales y buena dicción. Creo que serías perfecta para el puesto, y tengo entendido que asististe a un colegio en Londres lo cual nos es de mucha ayuda. —Se dio unos golpecitos en sus enormes labios antes de proseguir—: Quizá en el futuro pueda arreglarte una boda con una familia distinguida de la ciudad.

Sería una lástima malgastar tu exquisito refinamiento con un granjero ordinario de por aquí. Por supuesto, el arreglo de un contrato así significaría el suministro por mi parte de una dote sustancial, la cual sería devuelta cuando ya estuvieras casada. Se trata de una ligera estratagema, pero sería provechoso para ambos. Tú necesitas una dote que yo puedo proporcionarte, y a cambio puedes favorecerme en los intereses del préstamo, que me devolverás más tarde. Nadie tiene que conocer este arreglo, y sé que eres lo suficientemente hábil como para obtener el dinero una vez desposada.

¿Sería suficiente para ti el puesto que te ofrezco en lady Cabot?

Heather no estaba segura del plan nupcial que le proponía William Court, pero ¡podría escapar de aquella granja, de tía Fanny y de su aburrida existencia! ¡Podría estar de nuevo cerca de la sociedad de Londres! ¡Sería maravilloso! Si no fuera por el escozor del brazo habría creído que estaba soñando.

—Habla, criatura. ¿Cuál es tu respuesta? —la urgió William.

Casi incapaz de contener su alegría, no lo dudó por más tiempo y repuso:

—La oferta es muy generosa, señor, y acepto con gusto.

William volvió a reír y exclamó:

—¡Bien! ¡Bien! No te arrepentirás de la decisión.

—Se frotó las manos—. Mañana mismo deberíamos partir hacia Londres. He estado alejado de mis negocios demasiado tiempo y debo regresar para relevar a mi asistente. ¿Crees que podrás tenerlo todo listo, hija?

—Se pasó un pañuelo con encajes por debajo de la nariz y se dio unos golpecitos en sus prominentes labios.

—Oh, sí, señor. Estaré preparada tan pronto decida partir —contestó la joven alegremente.

—Bien, bien. Entonces está todo arreglado —concluyó el señor Court.

Heather recogió la mesa, y esta vez lo hizo con un sentimiento diferente al saber que esos platos serían los últimos que fregaría en aquella casa. Se sentía demasiado feliz para hablar con su tía, y al quedarse a solas tras la cortina, pensó en todos los placeres de que disfrutaría estando lejos de ella.

Cualquier puesto en Londres sería mejor que vivir bajo el dominio y el abuso de aquella mujer. Ya no tendría que aguantar más sus insultos, su rabia, y tal vez pudiese encontrar a una persona que se preocupara por ella.

Los preparativos para el viaje serían breves, pues lo único que tenía era lo que había llevado aquella noche, y lo que se pondría el día siguiente. Se deslizó desnuda en su camastro y se cubrió con la áspera manta, muerta de frío. Una vez estirada se regocijó al pensar que ya nunca más tendría que lidiar con él. En menos de doce meses entraría en el nuevo siglo, y se preguntaba qué le depararía, ahora que tenía una nueva oportunidad de vivir y ser feliz.

Al día siguiente emprendieron el viaje a Londres en el carruaje de William Court, y Heather encontró el paseo de lo más entretenido. En junio, el paisaje a lo largo del camino era verde y exuberante. No había visto los mismos páramos cuando dos años antes había viajado a casa de su tío, pero ahora que iba hacia el sur, camino de Londres, pensó en su belleza inigualable.

El señor Court resultó ser un anfitrión amable y muy atento. Por lo menos con él podía conversar sobre los acontecimientos más recientes de la sociedad londinense y disfrutar de las historias amenas que contaba sobre la corte real. Una vez, lo sorprendió observándola con una intensidad que no supo descifrar, pero rápidamente desvió la mirada. Por un instante dudó de si debía trasladarse a Londres a solas con él ya que no era su tutor legal, sino sólo un pariente lejano. Pronto el desasosiego desapareció y se dijo que al fin y al cabo estaba estudiando la manera de arreglar para ella un futuro contrato de matrimonio.

Ya era de noche cuando llegaron a las afueras de Londres. Heather estaba dolorida y cansada por las constantes sacudidas del carruaje cada vez que encontraba un bache en el camino. Se sintió verdaderamente aliviada cuando por fin entraron en la tienda.

En el interior del establecimiento había sedas, muselinas, linos, terciopelos y satenes de todos los ¿olores y texturas amontonados encima de las mesas y sobre las estanterías; en definitiva, todo lo que una mujer podía desear para confeccionarse un vestido elegante. Heather estaba asombrada ante una selección tan amplia. Tocó una tela, entusiasmada, luego examinó otra con detenimiento sin caer en la cuenta de que en la parte trasera de la tienda había un hombre sentado a un escritorio.

William Court soltó una carcajada al verla corretear por la estancia.

—Tendrás tiempo para examinarlo todo más tarde, querida —aseguró—, pero ahora debes conocer a mi asistente, el señor Thomas Hint.

Heather se volvió hacia un hombre menudo, con un aspecto muy extraño.

Al instante decidió que era la persona más fea que había visto en su vida.

De su cara redonda emergían unos ojos vidriosos, y la nariz era una cosa pequeña y aplastada con unas fosas nasales acampanadas. Sacudía constantemente la lengua sobre unos labios gruesos y cubiertos de cicatrices, y Heather no pudo evitar pensar en los lagartos que había visto en la granja. Su cuerpo grotesco y jorobado estaba enfundado en una suntuosa seda escarlata que, al igual que su camisa, aparecía cubierta de manchas de comida. Su sonrisa era una mueca grotesca. Heather pensó que era mejor que no intentara hacerlo. De hecho, no entendía por qué William lo tenía en la tienda. Estaba convencida de que más que atraer a los clientes, debía de asustarlos, y si atraía a alguno, éste tenía que ser un perturbado.

Como respondiendo a su incógnita, William Court puntualizó:

—La gente está acostumbrada a Thomas. El negocio va muy bien porque todo el mundo sabe que hacemos bien nuestro trabajo. ¿No es así, Thomas?

Thomas respondió con un gruñido evasivo.

—Ahora, querida —continuó William—, quiero mostrarte mis aposentos en el piso de arriba. Estoy convencido de que serán de tu agrado.

La condujo hacia la parte trasera de la tienda, a través de una puerta de espesos cortinajes que daba a una habitación pequeña donde una exigua ventana proporcionaba la única luz de la sala. En uno de los laterales, una escalera les llevó hasta un pasillo estrecho con una única puerta de madera maciza, muy ornamentada en comparación con el deprimente vestíbulo.

William sonrió abriéndole la puerta a Heather, quien, al ver lo que se escondía tras ella, contuvo la respiración, muy sorprendida. El apartamento estaba lujosamente amueblado con piezas del siglo XVII Un sofá de terciopelo rojo hacía juego con dos sillas del mismo color, sobre una es-pléndida alfombra persa. De las brillantes y coloridas paredes colgaban pinturas al óleo y ricos tapices, y una lámpara de araña emitía prismas de luz sobre los cortinajes de terciopelo rojo y sus ribetes de galones y borlas doradas. Junto a frágiles estatuillas de porcelana se encontraban, sobre las mesas, candelabros de peltre, y en la parte trasera de la habitación había dispuesto un lugar para cenar. Cada artículo había sido cuidadosamente elegido y obviamente no se había reparado en gastos.

William abrió la otra puerta que había en la habitación, y se apartó para dejar que Heather entrara. En su interior se encontró con una gran cama con dosel cubierta con un terciopelo azulado. Junto a ella había una cómoda pequeña, y sobre ésta, un enorme candelabro y una bandeja llena de fruta fresca con un cuchillo con el mango de plata.

—Oh, señor, es muy elegante —observó Heather en voz baja.

William aspiró un pellizco de rapé y sonrió al ver que la joven se contemplaba en el espejo que había junto a la cama.

—Lo he dispuesto todo yo mismo con algunos lujos, querida —presumió.

Si Heather se hubiera vuelto en ese preciso instante, habría descubierto lo que tan celosamente había ocultado William en el carruaje. Sus ojos recorrían su exquisita figura con el deseo de poseerla. Pero cuando Heather se volvió a mirarle, éste se volvió en un intento de ocultar su lascivia

—Debes de estar muerta de hambre, Heather —le dijo William amablemente mientras se dirigía a un armario y abría sus puertas de par en par. Un amplio surtido de vestidos de noche colgaba en el interior. Rebuscó entre ellos hasta encontrar uno de color beige de encaje, con diminutas cuentas centelleantes y forrado de un material de color carne muy ceñido. Era un vestido muy caro y bello—. Ponte esto para cenar, querida —Sonrió—. Lo confeccionamos para una joven de tu misma talla, pero nunca vino a buscarlo. A menudo me he preguntado la razón, pues es uno de los vestidos más bellos que he diseñado, pero supongo que al final se dio cuenta de que era demasiado caro para ella. —La miró con el rabillo del ojo—. Ella pierde, tú ganas. Te lo regalo. Si te lo pones esta noche, me harás muy feliz. —Se dirigió a la puerta y al llegar a ella se volvió—. He enviado a Thomas para que le diga a la cocinera que nos prepare la cena.

Llegará dentro de poco, así que te ruego que no me prives de tu dulce compañía por mucho tiempo. Si necesitas cualquier otra prenda, el armario está a tu disposición.

Heather esbozó una sonrisa dubitativa, apretando el elegante vestido contra su cuerpo, todavía sin creerse que le pertenecía. Cuando William cerró la puerta, Heather se volvió para contemplar su imagen en el espejo, todavía con el vestido en la mano.

En todos los años que había vivido con su tía, jamás se había mirado en un espejo. Como mucho se había visto reflejada en un trozo de vidrio o en los charcos de agua que se formaban ocasionalmente. Había olvidado cómo era casi por completo. Se asemejaba al retrato que guardaba de su madre; de hecho, era su viva imagen. Siempre había creído que las rubias hermosas y esbeltas que visitaban la corte y sobre las que había leído en su niñez, constituían la esencia de la belleza, y no las morenas bajas como ella.

Heather se limpió la suciedad que había acumulado en su cuerpo durante todo el día, y encontró una camisola limpia en el armario. Era de una batista suave completamente transparente. Se ruborizó al pensar en la exhibición indecente de su cuerpo, y al ponérsela se sintió indigna. Su bajo corpiño apenas le cubría los pechos. Estaba demasiado acostumbrada a los ingenuos trajes de niña para sentirse cómoda dentro de aquella camisola, pero tampoco soportaba la idea de llevar su camiseta vieja y deshilachada bajo el maravilloso vestido.

Rió para sí, divertida. ¿Quién me va a ver?, pensó. Sólo yo podré contemplar esta creación tan atrevida, nadie más.

Recapacitando en lo absurda que era la situación, se dispuso, muy contenta, a arreglarse el cabello. Se lo trenzó, rizó y finalmente sujetó en lustrosas trenzas negras formando un moderno peinado. En lugar de un simple moño, eligió un recogido de bucles suaves que caían en forma de cascada sobre la espalda. Haciendo uso de sus habilidades artísticas, blandió el cuchillo y empezó a cortar mechones finos de cabello a la altura de las orejas, hasta crear un rizo en cada uno de ellos. Con una sonrisa de satisfacción, pensó en los gritos de rabia y los insultos que su tía proferiría si pudiera verla.

Todavía pensaba en Fanny, cuando acarició distraída la hoja del cuchillo con el dedo para comprobar si estaba afilado. De repente una gota de sangre manchó el utensilio. Se llevó el dedo a la boca con una mueca de dolor, dejó el cuchillo y se dijo para sí que si en el futuro deseaba cortar o pelar una fruta iría con más cuidado.

El vestido beige la impresionó de igual modo que la camisola que llevaba debajo. Con él ya no parecía una niña, sino una mujer hecha y derecha. Y

su decimoctavo cumpleaños, para el que sólo faltaba un mes, lo cons-tataría. Pero aparte del vestido, había algo más que la hacía extrañamente diferente. Al igual que la camisola, el vestido apenas le cubría el busto y el forro era tan ceñido que daba la impresión de que estaba desnuda. Su aspecto era arrebatador, seductor, el de una mujer versada en materia de hombres y no el de la doncella inmaculada e inocente que todavía era.

Al salir de la habitación, William la estaba esperando. Él también se había arreglado. Había sustituido el atuendo del viaje por un traje más distinguido y elegante y rizado unos cortos mechones de su escasa cabellera en torno a su rostro rollizo, dándole un aspecto todavía más orondo.

—Mi querida y dulce Heather, tu belleza hace que anhele mis años de juventud —la agasajó—. Había oído historias de damas bellas como tú, pero nunca había visto una con mis propios ojos.

Heather respondió educadamente y luego desvió su atención a la comida.

Se deleitó con los aromas tentadores que flotaban en el aire. La mesa estaba exquisitamente decorada con cristal, porcelana y plata, y en el aparador adyacente habían dispuesto un verdadero festín; ave de caza asada, arroz de la India, gambas con mantequilla, pastas dulces y frutas confitadas. Una licorera llena de un vino ligero ocupaba convenientemente la cabecera de la mesa.

William disfrutó de otros placeres. Se dedicó a contemplar con calma las suaves líneas del exquisito cuerpo de Heather, sin ocultar su deseo. Sus ojos se demoraron por unos segundos en el escote, donde las curvas voluptuosas de sus senos sobresalían del vestido. Mientras estudiaba aquellas formas sinuosas pasó impaciente la lengua por sus gruesos labios, anticipando el sabor jugoso y tierno de la carne.

Le indicó una silla cerca de la cabecera de la mesa para que tomara asiento y sonrió.

—Siéntate aquí, querida dama, y permíteme que empiece a servir.

Heather lo complació y lo observó mientras servía los platos.

—La cocinera es realmente tímida —comentó él, llenando su plato con una generosa ración de arroz—. Sirve la comida nada más ordenárselo y luego se marcha sin que casi me dé tiempo a verla. Vuelve a retirarlo todo con la misma eficacia silenciosa y difícilmente me entero de que ha estado aquí. Y

como muy pronto podrás comprobar, es una excelente che f de cuisine.

Empezaron a cenar y Heather quedó verdaderamente sorprendida de la cantidad de comida que el hombre era capaz de engullir. Incluso se preguntó si una vez que hubiese terminado sería capaz de moverse.

Sus mandíbulas protuberantes trabajaban incesantemente para masticar la comida. Devoró la deliciosa perdiz y la repostería, lamiéndose los dedos grasientos y chascando los labios una y otra vez. Incluso eructó fuertemente en varias ocasiones sobresaltando a la muchacha.

—Cuando empieces a trabajar en lady Cabot —le aseguró William— tendrás ocasión de conocer a algunos de los hombres más ricos de Londres, y con tu belleza te convertirás rápidamente en una de las mujeres más deseadas del lugar. —Se rió, escudriñándola con sus ojos vidriosos por encima de la copa.

—Es usted muy generoso, señor —repuso cortés-mente Heather con la certeza de que el vino lo había atontado un poco. Sabía que eran muy pocos los hombres que visitaban las escuelas de señoritas y los que lo hacían, estaban muy por encima de la edad de casarse o tenían negocios que atender allí.

—Sí —admitió él con una sonrisa maliciosa—, pero espero ser bien recompensado por mis esfuerzos.

Volvió a mirar a Heather con lujuria, pero una vez más ésta no se percató, absorta en la copa de vino que temblaba en la mano de William. Al dar un trago, éste derramó unas gotas sobre su chaleco y otras resbalaron por su barbilla.

—Comprobarás que lady Cabot es un lugar muy diferente a los que has estado —comentó arrastrando las palabras—. Su dueña y yo somos socios, y ambos nos encargamos de que por su puerta sólo entren las doncellas más distinguidas. Debemos ser muy exigentes, ya que es muy frecuentado por la clase más rica. Pero contigo creo que hemos acertado.

Heather decidió que el pobre hombre estaba demasiado ebrio para saber de qué hablaba. Contuvo un bostezo, sintiendo también los efectos del vino, y anheló retirarse a sus aposentos.

William se echó a reír y apuntó:

—Me temo que te he agotado con mi charla, querida. Esperaba que no estuvieras demasiado cansada del viaje para poder mantener una conversación larga y amistosa, pero veo que nuestra plática debe continuar mañana.

Heather intentó protestar, pero William alzó su mano.

—No se hable más —ordenó—. Debes irte a dormir. De hecho, yo también estoy empezando a sentir sueño. Me complacerá mucho saber que estás recostada sobre esos suaves cojines aterciopelados.

Heather se trasladó como pudo a su dormitorio notando cómo el calor del vino le relajaba cada nervio de su cuerpo. Oyó que William reía entre dientes al cerrar la puerta. Se apoyó en ella y se rió también con la sensación de que todo estaba cambiando en su vida. Bailó frente al espejo, se sintió un poco mareada, e hizo una reverencia ame él para luego preguntar:

—Dígame, lady Cabot, ¿le gustan mis atuendos? Pues si éstos son de su agrado, espere a ver los de mi tía.

—Empezó a girar sobre sí misma riendo a carcajadas y abrió las puertas del armario de par en par para inspeccionar la gran variedad de vestidos que había en él. Decidió que a William no le importaría que se deleitara con ellos. Siempre le había gustado la ropa elegante y había sido un verdadero suplicio tener que llevar los vestidos viejos de su tía. Seleccionó unos cuantos para admirarlos con mayor detenimiento, los cogió y se los probó por encima frente al espejo, soñando por un instante que semejante ropa era suya.

La puerta se abrió sin que Heather lo advirtiese. Una vez abierta, la muchacha se volvió sobresaltada y vio a William en bata. Las dudas crecieron. Súbitamente comprendió por qué estaba allí, aunque en un primer momento había creído que se trataba de tía Fanny y su inflexible forma de pensar acerca de los vestidos elegantes. Se lo quedó mirando, atónita y súbitamente consciente de que le había tendido una trampa. Había caído en ella como un cordero en el matadero. Los ojos de William brillaban ardientes en su semblante rubicundo y una sonrisa repugnante torció sus gruesos labios. El hombre se volvió y cerró la puerta con llave. Permaneció varios segundos con la llave en la mano en actitud desafiante, hasta que por fin la dejó caer en el bolsillo. Sus ojos recorrieron el cuerpo de Heather, disfrutando del terror que marcaba su rostro.

—¿Qué es lo que pretende? —inquirió la joven con un hilo de voz.

William la miró con lascivia.

—He venido a cobrar lo que me debes por haberte alejado de esa vida deprimente en el campo —respondió—. Resulta muy difícil resistirse a tus encantos. Y fuiste tan confiada que no supuso gran esfuerzo alejarte de mi pobre hermana. Cuando me haya cansado de ti permitiré que te unas al grupo de lady Cabot. Allí no te aburrirás. Y cuando llegue el momento, quizá permita que te cases con una persona pudiente que guste de tus encantos.

—Se acercó un poco más a ella—. No tendrás de qué preocuparte, pequeña. Tu marido se decepcionará un poquito cuando te lleve a la cama, pero no se quejará demasiado. Vas a ser mía, querida —afirmó con aire de suficiencia—, así que es mejor que no te resistas. Soy un hombre muy fuerte, y disfruto con la violencia si es que ha de haberla, aunque prefiero hacer las cosas por las buenas.

Heather sacudió la cabeza.

—No —acertó a decir, atenazada por el miedo. ¡No! ¡Nunca seré suya!

¡Nunca!

William soltó unas carcajadas aterradoras mientras la muchacha miraba alrededor buscando una vía de escape. Estaba sonrojado por la cantidad de vino que había ingerido y el fuego le corría por las venas. Con una mirada penetrante desnudó a Heather, que en un intento por detenerla se cubrió el pecho con una mano. Trató de escapar, pero William, rápido a pesar de su obesidad, la alcanzó y la arrinconó contra la mesa. Sus labios, húmedos y pegajosos por el vino, sobaron su cuello provocándole arcadas. Luchó contra él, sin éxito, pues era mucho más fuerte que ella. Sus labios empezaron a ascender hacia el rostro. Heather, muy tensa, intentó separarlo de una patada pero la presión de William sobre ella aumentó, aplastándole las piernas contra la mesa. Casi no podía respirar y creyó que sus costillas se fracturarían si la fuerza de ese hombre continuaba oprimiéndola. Presa del pánico, recordó el candelabro que había sobre la mesa y lo agarró para defenderse. Casi lo había alcanzado cuando cayó al suelo. Su mano rozó el cuchillo y trató de cogerlo con desesperación.

William estaba tan obsesionado con besarle el cuello y los senos que no prestó atención a lo que ella hacía hasta que, de repente, sintió una punzada muy aguda en el costado. Se volvió y descubrió el cuchillo. La insultó, le agarró del brazo y luego le retorció las muñecas cruelmente. Su rabia se tornó en ira al pensar en cómo aquella chiquilla se había atrevido a enfrentarse a él. Heather luchó con todas sus fuerzas, pero el imponente físico de William la empujó hacia atrás hasta casi partirle la espalda. Heather se quedó paralizada al saber que William estaba a punto de arrebatarle el arma. Finalmente lo consiguió. La joven dejó de luchar, y temiendo lo peor, se desplomó a los pies de su agresor, quien a su vez se tambaleó y cayó de bruces sobre el suelo encerado. Heather se incorporó y antes de huir alcanzó a ver un leve movimiento en el cuerpo del herido. La pequeña empuñadura del cuchillo sobresalía por encima de una creciente mancha roja.

—Saca... lo... —balbuceó William.

Heather se agachó para agarrar el cuchillo, pero de pronto se estremeció y se alejó aterrada tapándose la boca completamente.

—Por favor —suplicó el hombre con voz ronca—. Ayúdame.

La joven, horrorizada, se llevó una mano a la boca y miró la habitación con desesperación. William volvió a gemir, con más fuerza. La confusión la alteró profundamente. ¿Y si se estuviera muriendo...?, pensó.

—Heather, ayúdame. —Su voz fue apagándose y su barbilla tembló en un intento por respirar.

Heather sintió que una fuerza interior le devolvió la entereza y la calma se restableció. Se inclinó y, tomando aliento, agarró la daga con determinación.

Apoyó la otra mano contra el pecho del hombre y tiró de ella. La hoja se resistió por un instante hasta que lentamente cedió. La sangre empezó a brotar y William cayó de espaldas, inconsciente. Heather cogió una toalla de la mesa, le desabrochó la bata y la presionó contra la herida. Puso la mano sobre su pecho pero no detectó movimiento alguno. Intentó encontrar algún signo de vida; primero comprobó si respiraba a través de sus orificios nasales, luego aplicó un oído al pecho y descubrió que su corazón no latía.

Sólo podía oír el suyo. El pánico volvió a apoderarse de ella pero ya no le quedaban fuerzas para luchar contra él.

—Señor, ¿qué he hecho? —se lamentó la muchacha. ¡Tengo que buscar ayuda!, pensó, consternada. Pero quién iba a creer a una extraña. Newgate estaba repleta de mujeres que afirmaban haber sido asaltadas. No se Creerían que había sido un accidente. Se imaginó a un juez severo con una peluca larga mirando hacia abajo con desprecio. De pronto vio el rostro de tía Fanny, que dictaba sentencia—: «...Y al amanecer del día siguiente será llevada a Newgate Square y allí...»

Su mente se paralizó, pero el eco de la voz estentórea siguió avivando las llamas del terror que le consumía el alma. Se habría desmayado de no haber estado arrodillada. Permaneció así durante un largo rato, con la cabeza gacha, sin pensar en nada. De repente una idea la asaltó: debía huir de allí.

Era así de sencillo. Debía escapar. No tenía que estar allí cuando encontraran el cuerpo de William. Debía huir.

Presa aún del pánico se obligó a buscar las llaves en el bolsillo de su asaltante. Temblaba, pero tenía que hacerlo. El miedo le dio fuerzas.

Envolvió toda su ropa en un chal y se precipitó hacia la puerta apretando el bulto contra el cuerpo. Se detuvo antes de abrirla recordando la escena.

Una vez más el terror se apoderó de ella. Abrió la puerta de golpe y echó a correr tan rápido como se lo permitieron sus piernas. Atravesó el salón, el pasillo, bajó por las escaleras hacia la puerta que daba a la tienda. Al apartar las cortinas su miedo aumentó. Había alguien detrás de ellas.

Aceleró el paso, aterrada. La perseguían. Prosiguió su huida sin atreverse a mirar atrás. Su corazón latía salvajemente.

Se precipitó calle abajo sin saber adonde ir. Tal vez perdiéndose lograría despistar a la persona que la perseguía. Pero ¿por qué no podía oír a su perseguidor? ¿Eran tan fuertes sus latidos que no le permitían oír nada más?

Corrió por las calles de Londres pasando por delante de tiendas, de mansiones fastuosas que surgían amenazantes en la noche y casas más humildes. No reparó en la gente que se detenía a mirarla.

Al cabo de poco rato se apoyó contra un muro de piedra, agotada. Le ardían los pulmones. Percibió el penetrante olor a sal y la fetidez del puerto. Una densa neblina cubría la calle adoquinada y la oscuridad la envolvió hasta casi asfixiarla. Una antorcha ardía en una esquina lejana. Heather buscó su luz, perdiéndose de nuevo en la inmensidad de la noche que la rodeaba. No sabía hacia adonde ir. No había ninguna señal que le marcara el camino.

Podía oír las olas romper contra el muelle, el crujir acompasado de los mástiles y algunas voces amortiguadas que provenían de todas partes y de ninguna. Era imposible distinguir algo.

—Allí está. ¡Por Júpiter! ¡Ésa es! Vamos George. Vamos por ella —exclamó un hombre.

Heather se sobresaltó, se volvió y vio que dos marineros se acercaban a ella. Sabían quién era e iban en su busca. Se trataba de los mismos que la habían estado siguiendo. Por alguna razón Heather había pensado que se trataba del señor Hint. Sus piernas estaban inmóviles. No podía huir. Sólo podía esperar a que la capturaran.

—Hola, señorita —le dijo el marinero más viejo sonriendo a su compañero—. Seguro que al capitán le gusta, ¿eh,Dickie?

El otro marinero se pasó la lengua por los labios y bajó la mirada hacia los senos de la muchacha.

—Sí. Ésta le servirá perfectamente —repuso.

Heather se estremeció ante el escrutinio de aquellos hombres, y supo de pronto que desde aquel momento ya nunca sería libre. Lo único que podía hacer era enfrentarse a su destino con valentía.

—¿Dónde me lleváis? —consiguió preguntar. Díckie soltó una carcajada y golpeó a su compañero en las costillas.

—¿Bastante receptiva, no? Le va a encantar. Ojalá yo fuera él para poder gozar de una mujer así.

—Un poquito más adelante, señorita —repuso el viejo—, A bordo del Fleetwood. Vamos.

Heather siguió al hombre. El marinero joven se situó tras ella para impedirle la huida. La muchacha se preguntó por qué la llevaban a un barco. No importaba. Su vida ya no valía nada.

Subió por la pasarela dócilmente detrás del tipo más viejo. La condujo a través de la cubierta hasta una puerta la abrió y la custodió a lo largo de una escalera hasta otra puerta. Llamó.

Al entrar en el camarote del capitán, un hombre se incorporó de su escritorio. Si no hubiera estado tan confusa mentalmente habría reparado en su complexión corpulenta y sus penetrantes ojos verdes. Llevaba unos pantalones marrón claro muy ajustados a sus caderas estrechas, y la camisa blanca con chorrera, abierta hasta la cintura, revelaba un pecho ancho y musculoso cubierto por una mata de vello negro y rizado. Parecía un pirata, o incluso el mismísimo demonio, con el cabello negro ondulado y largas patillas que acentuaban las facciones delgadas y atractivas de su rostro. Su nariz era fina y recta excepto por una ligera curva en su perfil, justo debajo del puente. Su cabello era negro y brillante y su piel bronceada. Al sonreír a Heather sus dientes blancos resplandecieron. Se aproximó a ella y la examinó de arriba abajo con atrevimiento.

—Sí, has hecho un buen trabajo esta noche, George.

Debes haber buscado mucho para encontrarla —le felicitó el capitán.

—Nada de eso, capitán —respondió el viejo—. La encontramos caminando por el puerto. Vino voluntariamente, capitán.

El hombre asintió y rodeó lentamente a la estupefacta muchacha observando sus atributos visibles. Una sensación de frío recorrió el cuerpo de Heather, que presionó el pequeño bulto contra su pecho. Se sentía desnuda con aquel vestido tan fino; ojalá llevara un saco negro que la cubriera por completo. El hombre se detuvo frente a ella, sonriente, pero Heather bajó la mirada, en actitud sumisa, esperando alguna señal que le indicara cuál iba a ser su destino. Tras ella los dos hombres rieron satisfechos de su trabajo.

El hombre apuesto se apartó de ella y se reunió con los marineros. George le dijo algo en voz baja. Los ojos de Heather se movían incesantemente por el camarote sin conseguir ver nada. Parecía tranquila, pero la tensión emocional que bullía en su interior acabó por minar su fortaleza. Estaba exhausta, agotada, confusa. No entendía qué hacía un juez en un barco, pero como sabía muy poco de procedimientos judiciales creyó que la iban a enviar a realizar trabajos forzados a una colonia pues era culpable de asesinato.

Oh, Señor, pensó, me fui de un cuchitril tentada por una vida llena de comodidades y por mi pecado caí en prisión. Maté a un hombre y me apresaron. Ahora debo aceptar lo que el destino me depare.

Su mente se paralizó con estos últimos hechos. Era culpable. Había sido detenida. La justicia se había hecho cargo de ella y no podía alegar nada en su defensa. No oyó la puerta cerrarse tras ella cuando los marineros se marcharon, pero las palabras del hombre que estaba de pie frente a ella la sacaron de sus pensamientos. Se reía suavemente dedicándole una reverencia.

—Bienvenida de nuevo, milady, y repito ¿cómo se llama? —inquirió.

—Heather —respondió en voz baja—. Heather Simmons, señor.

—Ah —suspiró él—. Una pequeña y tentadora flor de los páramos. Es un nombre muy bello y apropiado, milady. Mi nombre es Brandon Birmingham.

La mayoría de mis amigos me llaman Branden. ¿Ha cenado ya? —le preguntó.

Heather asintió levemente con la cabeza.

—Entonces quizá le apetezca algo de vino, un Madeira excelente, por ejemplo —propuso el capitán levantando una de las muchas licoreras que había sobre la mesa.

Heather sacudió lentamente la cabeza.

Él se echó a reír y se acercó a ella. Le arrebató el bulto de los brazos y lo dejó caer sobre una silla. Contempló, encandilado, la belleza de aquella joven y su vestido deslumbrante ceñido al cuerpo. Su piel marfileña resplandecía bajo la luz de la vela y ante las doradas llamas descubrió a una mujer pequeña, de grácil talle y senos turgentes y redondos que aumentaban generosos y tentadores bajo el vestido.

Se acercó a ella y con un rápido movimiento deslizó el brazo alrededor de su estrecha cintura, casi elevándola del suelo. La besó y al hacerlo, Heather notó un fuerte olor a coñac que le recordó a su padre. Su sorpresa fue tal que no opuso resistencia y se abandonó relajada en sus brazos. De pronto pudo verse fuera de su cuerpo y sintió divertida cómo la lengua del atractivo marino separaba sus labios, empujando con fuerza para acceder al interior de la boca. Medio consciente notó que le invadía una vaga sensación de placer que empezaba a crecer y si las circunstancias hubieran sido diferentes, seguramente habría disfrutado de él. Todavía sonriente, el hombre se apartó con un nuevo fuego ardiendo en sus ojos. El vestido de la muchacha cayó al suelo. Atónita, lo miró fijamente durante unos instantes y rápidamente.

se agachó para recogerlo, pero las manos de Brandon la agarraron por los hombros y la enderezaron envolviéndola de nuevo entre sus brazos. Esta vez luchó, pues había comprendido cuáles eran sus intenciones, pero estaba en desventaja y nada podía hacer, pues se sentía muy débil. Si la fuerza de William Court había sido de hierro, la de este hombre era de acero templado. No podía liberarse de él. Luchó en vano para apartarlo, y sus manos le desabrocharon la camisa haciendo que su torso quedara desnudo, separado del de ella únicamente por la fina camisola. Heather se quedaba sin aliento cada vez que el marinero le besaba con pasión los labios, el rostro, los senos. Sintió que sus manos la despojaban bruscamente de su ropa interior. Con los senos desnudos apoyados contra el torso de él y terriblemente asustada, lo empujó consiguiendo por un momento liberarse de él. El capitán Birmingham soltó una carcajada gutural y, sonriendo maliciosamente, aprovechó la pausa para deshacerse de las botas, de la camisa y de los pantalones.

—Bien jugado, milady, pero no dude de quién va a ser el vencedor —la previno. Ardía en deseos al observar los encantos desenfrenados de la damisela, mucho más bellos de lo que jamás había imaginado.

Heather permaneció inmóvil y horrorizada ante la visión por primera vez de un hombre desnudo. Intentó huir, pero él volvió a atraparla suave pero firmemente. Heather le mordió las muñecas, lo empujó y, al intentar escapar, tropezó y cayó sobre la litera. En el acto él se colocó sobre ella, intentando inmovilizarla. Cada movimiento de la joven aumentaba sus deseos de poseerla.

—¡No! —exclamó Heather—. ¡Déjeme! ¡Déjeme! Branden rió entre dientes y murmuró, contra su cuello:

—Oh, no, mi salvaje muchachita. Oh, no, ahora no.

Por un instante Heather notó que él se apartaba y se acomodaba sobre su cuerpo. De repente sufrió una fuerte presión entre los muslos. Aterrada, intentó escapar sin conseguirlo. Gimió, luego gritó y finalmente sintió un intenso dolor que se extendió por todo su cuerpo. Branden se apartó de ella, perplejo, y miró hacia abajo. Heather yacía indefensa sobre las almohadas, moviendo su cabeza de un lado a otro. Él le acarició el rostro con ternura y le susurró algo inaudible, pero ella mantuvo los ojos cerrados, sin escucharle. El capitán empezó a moverse rítmicamente sobre su cuerpo mientras le besaba el cabello, la frente y la acariciaba. Heather permanecía inmóvil. De pronto la pasión que durante todo el rato había sido controlada se desató y Branden la penetró sin poder contenerse por más tiempo. Con cada nueva embestida la joven creyó partirse por la mitad y en poco tiempo sus ojos se llenaron de lágrimas.

La tormenta había llegado a su fin. Branden hizo un movimiento largo y silencioso y se relajó sobre ella con dulzura. Cuando finalmente se retiró, Heather se volvió hacia la pared y permaneció estirada sollozando con el extremo de las sábanas sobre su cabeza y su cuerpo desnudo, ahora usado, a la vista de él.

Branden Birmingham, desconcertado, miró las manchas de sangre en las sábanas de su litera. Contempló el cuerpo de la muchacha y luego apartó la mirada. No podía dejar de admirar las caderas bien redondeadas y los muslos gráciles que un momento antes había poseído. Estaba á punto de acariciarle la espalda con ternura cuando su mente se bloqueó confusa al pensar en el curso de los acontecimientos: la calma inicial de la joven, la reservada aceptación de la situación al entrar en el camarote, su ligera y juguetona resistencia, la ayuda esporádica e inexperta que le había proporcionado en la cama y, ahora, ese llanto interminable y la sangre en las sábanas. ¿Acaso era tan pobre que estaba obligada a desempeñar ese oficio? Sus ropas y modales no lo confirmaban, pero sus manos, aunque finas y blancas, no eran suaves como las de una dama de buena familia.

Sacudió la cabeza, se encogió de hombros y se sirvió una copa de coñac.

Tras dar un trago generoso permaneció pensativo mirando a través del ojo de buey por el que había visto gran parte del mundo. Era un extranjero en la tierra que había sido el hogar de sus padres. Éstos la habían abandonado poco antes de su matrimonio cuando su padre, un aristócrata amante de la aventura, había puesto sus ojos en América. Hacía diez años que habían fallecido; su madre de malaria y su padre al caer de uno de los caballos salvajes a los que tanto amaba y romperse el cuello. Dejaron dos hijos y una considerable fortuna. El mayor, que era él, heredó la plantación, y el pequeño, Jeff, una parte del dinero y un próspero almacén en Charleston, ciudad que amaba y consideraba su hogar. Con un padre obstinado y una madre serena, eje central de la familia, había disfrutado de una vida rigurosa repleta de aventuras. La escuela siempre había sido lo primero, aunque siendo un niño, y ante la insistencia de su padre, se enroló como grumete a las órdenes de un viejo capitán. Había aprendido la naturaleza del mar, el funcionamiento de los barcos y del mundo. Pero no todo había sido surcar los mares. Antes de embarcarse había aprendido los trabajos propios de una plantación, desde el cultivo de la tierra hasta la venta de sus productos, y había practicado aquel arduo trabajo durante toda su infancia.

Su principal interés ahora, a los treinta y cinco años, era establecerse en aquella tierra y disfrutar de las tareas cotidianas.

Antes de dejar Charleston había prometido que ése sería su último viaje.

Con Francia, tan inestable políticamente, no era rentable continuar. Así que se tomaría en serio las responsabilidades de la plantación y la tarea de formar una familia. Estaría satisfecho, o al menos eso creía.

Sonrió, pensativo. Era extraño cómo el cariño hacia una tierra podía inducir a un hombre a hacer cosas que detestaba. Se iba a casar con Louisa Wells a quien no amaba ni consideraba una dama, sólo porque deseaba que le devolviera las tierras que una vez habían pertenecido a la familia Birmingham. El rey Jorge había concedido a su padre un terreno para que estableciera su plantación. Pero éste se había visto obligado a vender una parte a la familia Wells para poder hacerlo. Había roto toda relación con Inglaterra años después de la guerra, y debido a su servicio como oficial en la contienda contra la corona, le habían permitido mantener sus propiedades. Hacía varios años que Louisa había quedado huérfana y desde entonces había descuidado las tierras y contraído deudas importantes.

Había dilapidado la herencia de su padre y había tenido que venderlo todo a excepción de unos cuantos esclavos que le ayudaban a mantener su alto nivel de vida, ahora pura fachada. Hacía tiempo que los comerciantes de Charleston le habían negado el crédito, así que estaba bastante contenta consigo misma por haber cazado a uno de los solteros más ricos y deseados de la ciudad. Sabía que lo había logrado gracias a sus posesiones, pues él había intentado comprárselas varias veces por una suma importante de dinero que sabía necesitaba, sin conseguir convencerla. Louisa había empleado sus atractivos de mujer hasta sus últimas consecuencias; se había hecho pasar por una joven casta y pura para atraerlo hasta su lecho»

pero sin lograr engañarlo. Él y su hermano habían crecido escuchando todo tipo de habladurías acerca de ella. Pero su experiencia en la cama había resultado satisfactoria y no estaba del todo disgustado.

Frunció el entrecejo. Era verdaderamente extraño que viniendo de una familia tan celosa y posesiva, y pareciéndose tanto a su padre que poseía ambas cualidades, no sintiera celos de los hombres que habían compartido el lecho con su prometida. ¿Era realmente tan frío e incapaz de amar o de ser posesivo con la mujer que iba a ser su esposa? No le tranquilizaba saber que ella era la más importante entre todas las mujeres que había conocido.

Pero no se trataba de amor. Si por lo menos se hubiera puesto celoso al verla mirar a otro hombre tendría esperanzas en llegar a amarla. Sin embargo, la conocía desde que había nacido, hacía ya treinta y dos años, y dudaba que tras la boda sus sentimientos cambiaran.

Jeff le había llamado loco al enterarse de su compromiso. Quizá lo estuviera, pero él tenía su propia manera de ver las cosas. Su determinación y carácter obstinado eran los de su padre. Incluso cuando sus padres ya ha-bían fallecido dejándole una próspera plantación y una fortuna que le respaldaba, no se había contentado con cultivar la tierra. Le había pedido a Jeff que se hiciera cargo de ella y se había comprado un barco con el que había surcado los océanos en busca de más riqueza para él y su hermano.

Miró la litera, se aproximó a Heather y permaneció a su lado durante un rato. El llanto había dado paso al sueño por agotamiento. Se inclinó para cubrir su hermoso cuerpo con ternura.

Lo último que había esperado que entrara por la puerta de su camarote había sido una mujer virgen. Era una costumbre en él evitarlas; sabía que siempre traían problemas. Por ello toda su vida se había dedicado a las bien instruidas criaturas de vida alegre y despreocupada, frecuentando burdeles caros y no tan caros. Aquella noche, la primera en tierra después de un largo viaje surcando el océano, había dado permiso a sus hombres para que fueran a divertirse y se había quedado a bordo con George» su sirviente, y con Dickie. El deseo se había despertado y había ordenado al primero que fuera en busca de una fulana limpia y divertida con la que pasar la noche. No, no había esperado una virgen, y menos una tan bella. Era muy extraño haberla encontrado allí. Las jóvenes inocentes como aquella sólo pensaban en casarse, en intentar atrapar a un hombre con sus coqueteos y encantos. ¿De qué otra forma habría podido permanecer soltero si no hubiese conocido tales triquiñuelas y las hubiera evitado? Pero ahora que su soltería estaba a punto de acabar, que estaba a punto de desposarse con una mujer bien conocida por otros hombres, ahora que había poseído para su goce a aquella rosa joven y fresca todavía las razones eran un misterio.

Sacudió la cabeza lentamente, se despojó de su bata, apagó las velas y se estiró junto a ella. Antes de dormirse se deleitó con su perfume suave y con el calor de su cuerpo.

Los primeros rayos del amanecer rasgaban el cielo por el este cuando Heather despertó y cayó en la cuenta de dónde sé encontraba. Intentó moverse, pero no lo consiguió porque tenía el cabello atrapado debajo de un brazo de Brandon. El otro brazo de éste descansaba sobre sus senos; las piernas estaban entrelazadas. Intentó liberarse de él con sumo cuidado pero lo único que consiguió fue despertarlo. Se volvió asustada, antes de que el marino abriera los ojos, y fingió que dormía.

Brandon la miró y estudió en silencio su rostro, disfrutando de su delicada belleza. Contempló su piel blanca y perfecta, sus largas y negras pestañas, pero sus frágiles párpados le impidieron gozar de los límpidos y profundos ojos color zafiro. Los recordaba muy bien. Ligeramente rasgados y perfilados por unas cejas finas. La boca de delicadas curvas era rosada y apeteciblemente suave. Su nariz era recta y fina. Louisa se moriría de envidia si la viera, lo que era realmente improbable. Sonrió ante el pensamiento. Su prometida estaba bastante orgullosa de su aspecto y no creía que le gustase quedar en segundo lugar tras esta grácil ninfa. A pesar de haber gran cantidad de mujeres bellas en Charleston, mucha gente había proclamado a Louisa como la más hermosa de la ciudad. Él no había pensado en eso, pero suponía que era cierto. El cabello dorado y los ardientes ojos castaños de Louisa atraían las miradas con facilidad y su cuerpo bien contorneado era agradable de poseer. Sin embargo, estaba convencido de que esa muchachita que estaba junto a él, con su belleza dulce y delicada, sería la ganadora.

Se aproximó a ella para besarle la oreja y mordisquear su lóbulo. Al acto y antes de que pudiera pensar, Heather abrió los ojos.

—Buenos días, amor —le susurró Brandon, colocándose sobre ella para depositar un beso en sus labios.

Heather permaneció completamente inmóvil pues temía que cualquier movimiento pudiera estimular la pasión de aquel hombre, pero él no necesitaba ningún estímulo. El fuego de la pasión ardía en su cuerpo cada vez con mayor intensidad. Brandon besó su boca, sus ojos, su cuello.

Luego mordisqueó sus hombros haciendo que un escalofrío recorriera la espalda de Heather. Cuando presionó su rostro barbudo contra los senos rosados de la joven para lamerlos, ella lo miró horrorizada.

—¡No! —jadeó—. ¡No hagas eso!

El hombre levantó su mirada fogosa y sonrió.

—Será mejor que te acostumbres a mis caricias, ma petite —le aconsejó.

Heather apartó la vista de aquellos ojos de expresión burlona y luchó para volverse, suplicando:

—No. Por favor, no. Otra vez no. No me vuelvas a hacer daño. Deja que me vaya.

—Esta vez no voy a hacerte daño, cariño —le susurró él al oído, dándole suaves besos.

El cuerpo del capitán la sujetaba con fuerza. Heather empezó a oponer resistencia. Trató de mantener las rodillas unidas y de arañarlo pero siempre había una mano o un codo para frenar su iniciativa. Branden soltó una carcajada como si aquello le divirtiera.

—Parece que esta mañana tiene mucha más energía, milady —se burló.

Con una mano agarró los brazos de la muchacha y se los colocó por encima de la cabeza con relativa facilidad, mientras con la otra le acariciaba los senos. Heather se retorcía y luchaba contra la fuerza abrumadora de Branden, pero éste la obligó a separar las piernas con su rodilla y le hizo sentir de nuevo su virilidad.

Esta vez no hubo lágrimas sino odio y miedo. Tan pronto como él hubo terminado, la joven se apartó y permaneció encogida en el borde de la litera. Sus ojos muy abiertos estaban llenos de dolor y reflejaban el miedo de un animal herido. Branden la observó confuso y se sentó a su lado. La acarició para consolarla, pero ella se apartó dándole a entender que le temía. Él arrugó la frente y deslizó los dedos por su cabello, peinándolo y desenredándolo con suavidad.

—Has despertado mi curiosidad, Heather —murmuró dulcemente—. Podrías haber ganado una fortuna por lo que acabas de perder conmigo hace unas horas y sin embargo, deambulabas por las calles como una vulgar prostituta. Sé que viniste aquí voluntariamente, sin intentar siquiera establecer un precio, sin avisar que aún permanecías intacta, que eras virgen. El vestido que llevas es caro, vale mucho más de lo que algunas mujeres de la calle ganan en un año, y eres, te lo aseguro, completamente diferente, tanto que no me puedo imaginar por qué razón vendiste de esa forma tu virginidad, arriesgándote a ser violada y a perderla sin obtener nada a cambio.

Heather se le quedó mirando, muda, incapaz de entender lo que acababa de oír.

—Pareces de buena familia —continuó él— y no el tipo de mujer que vagabundea por las calles ejerciendo esta profesión. Tu belleza es inusual, muy pocas mujeres la poseen, llevas ropa cara, y aun así —añadió co-giéndole una mano—, tus manos llevan la marca del trabajo. —Con un dedo recorrió suavemente la palma de su mano y se la besó. Todavía mirándola, prosiguió con ternura—: Cuando llegaste anoche estabas tranquila, pero hace un rato te defendiste de mí con todas tus fuerzas sin dejar que fuera atento contigo.

Mientras él hablaba, la mente de Heather voló lejos de aquel lugar. ¿De modo que no se trataba de un representante de la ley?, se preguntó. Dios mío ¿qué precio había tenido que pagar por su miedo? Habría sido mejor permanecer allí y enfrentarse a los hombres del gobierno antes que quedarse aquí desflorada y avergonzada, o incluso mejor haberse quedado donde estaba en vez de haber ido a la ciudad.

—Pero no debes temer nada, Heather —continuó Branden—. Me encargaré de que no te falte nada y vivas con comodidad. Llegué ayer de las Carolinas y permaneceré durante bastante tiempo en tierra. Te quedarás conmigo mientras esté aquí. Te establecerás en tu propia casa antes de que yo...

De pronto, una risa histérica interrumpió sus palabras. Heather, impresionada por la situación, reía a carcajadas. Gradualmente la risa se fue convirtiendo en llanto y las lágrimas empezaron a surcar su rostro. Dejó caer la cabeza y el cabello ocultó sus senos. Continuó sollozando, desesperada ante su desgracia, con los brazos cruzados sobre el regazo. Finalmente echó la cabeza hacia atrás y miró a Brandon con ojos enrojecidos.

—No estaba vendiendo mi cuerpo en las calles —le explicó—. Sólo estaba perdida y no lograba encontrar el camino.

Él se la quedó mirando, atónito, durante un largo rato.

—Pero viniste con mis hombres —replicó. Heather sacudió la cabeza con desesperación. No sabía nada, pensó. No sabía nada de ella. Era un simple marinero de otro país. Se ahogó en su propio llanto, jurándose que ese hombre jamás conocería su pecado.

—Pensé que los habían enviado a buscarme. Me separé de mi primo y me perdí. Creí que tus hombres venían de parte de él. —Apoyó su cabeza contra la pared. Sus lágrimas resbalaban por su mejillas y caían sobre su busto desnudo, que temblaba como respuesta al llanto silencioso.

Brandon observó sus senos redondos y pálidos mientras sopesaba las consecuencias de sus actos. Tal vez la joven estaba emparentada con algún alto cargo. Casi podía sentir el frío filo del hacha sobre su cuello. Se levantó de la cama y se sentó de espaldas a Heather.

—¿Quiénes son tus padres? —le interrogó—. Una dama tan bella y cultivada como tú debe de tener muchos amigos en la corte o proceder de una familia influyente.

Heather empezó a darse golpes en la cabeza contra la pared y contestó, cansada:

—Mis padres han muerto hace muchos años y nunca he estado en la corte.

Brandon se acercó al vestido de Heather que estaba en el suelo, lo recogió y se volvió hacia ella, sosteniéndolo en alto.

—Debes de tener dinero —señaló—. Esta prenda es muy cara.

Ella lo miró y se echó a reír.

—No tengo ni un penique —le aseguró—. Mi primo me dio ese vestido.

Trabajo para subsistir.

Brandon observó las cuentas centelleantes del vestido e inquirió;

—¿No estará tu primo preocupado por ti y estará tratando de encontrarte?

Heather permaneció en silencio. Miró el cuerpo desnudo de Brandon.

—No —musitó—. Lo dudo. Mi primo no es de los que se preocupan demasiado.

Brandon sonrió aliviado y dejó el vestido en el respaldo de la silla. Se dirigió al lavamanos y comenzó a asearse. Unos minutos más tarde, se volvió y vio a Heather levantarse de la litera. Observó su cuerpo y se recreó en sus curvas seductoras. Heather notó su mirada y se llevó las manos al pubis para ocultar su feminidad. Él soltó una carcajada y continuó afeitándose delante del espejo mientras Heather se apresuraba a sacar del fardo su blusa vieja.

—Entonces Heather, no existe ninguna razón por la que no puedas permanecer conmigo y ser mi amante —concluyó—. Encontraré una casa para ti en la ciudad para que vivas cómodamente y donde yo pueda ir a relajarme. Te proporcionaré una buena suma de dinero para que no tengas que buscar a otros hombres, pues eso no me complacería en absoluto.

Habrá momentos en el futuro en los que desearé gozar de compañía femenina. Me gustaría pensar que ese tema ya lo tengo solucionado.

El odio que Heather sentía hacia aquel hombre estuvo a punto de dominarla. En su vida había sentido nada semejante por alguien. La actitud sosegada de Brandon y toda la situación en general, la estaban enfureciendo de tal modo que deseaba gritar de rabia, lanzarse sobre él y hacerle la cara trizas. Pero pensó que era mejor escapar ahora que él estaba de espaldas. Vestida con la blusa, se mordió el labio inferior para que dejara de temblar y cogió el vestido de la silla. Se lo apretó contra el cuerpo y, con el corazón en la boca, dio un paso hacia la puerta, y luego otro.

—¡Heather! —exclamó Brandon repentinamente, sobresaltándola y desvaneciendo cualquier esperanza de escapar.

La joven se volvió asustada y se encontró con los fieros ojos verdes del capitán que la fulminaba con la mirada mientras afilaba tranquilamente la navaja de afeitar. Heather se quedó inmóvil.

—¿Te crees que voy a dejar que huyas de mí? —la amenazó él—. Eres demasiado especial para encontrar una sustituía y no tengo ninguna intención de dejar que te escapes.

La calma espantosa de su voz era mucho más aterradora que los gritos violentos de tía Fanny. Permaneció temblando frente a él notando que el calor la abandonaba. Branden cogió la navaja, y, con una sonrisa satánica, chasqueó los dedos y le señaló la litera.

—Ahora, vuelve a meterte ahí —la conminó. A Heather no le costó demasiado obedecer, pues estaba acostumbrada a acatar toda clase de órdenes y, además, temía las consecuencias si no lo hacía. Se sentó en la litera, todavía con el vestido contra su pecho, y se quedó mirando fijamente a Branden, esperando que la azotara. Él dejó la navaja sobre la mesa, se acercó a la litera y, limpiándose la cara con una toalla, la observó. Tiró la toalla sobre una silla y le arrebató el vestido. Luego señaló la blusa y le ordenó :

—Quítatela.

Heather tragó saliva con dificultad. Admiró el cuerpo de Branden. Estaba perdiendo la inocencia con demasiada rapidez.

—Por favor —le rogó.

—No tengo mucha paciencia, Heather —masculló él, amenazador.

Con manos temblorosas Heather se desató las cintas y procedió a desabrocharse los diminutos botones de la prenda. Se la quitó por encima de la cabeza y, al percibir que él la contemplaba, se ruborizó.

—Ahora estírate —le espetó Branden.

Heather se tumbó en la litera, muy asustada por lo que se avecinaba.

Intentó taparse el cuerpo desnudo con las manos, humillada y avergonzada por ser tan cobarde.

—No lo hagas —imploró.

Branden se tumbó junto a ella atrayendo su cuerpo tembloroso hacia él.

—Por favor —volvió a suplicarle—. ¿No estás satisfecho con haberme arrebatado lo único que tenía? ¿Tienes que torturarme una y otra vez?

—Deberías aceptar tu destino —le sugirió él— y aprender el arte de la profesión. Lo primero que voy a enseñarte es que no tiene por qué ser necesariamente doloroso. Te has peleado conmigo dos veces; la última causando tu propia desdicha. Esta vez te vas a relajar y me vas a dejar hacer a mí sin oponerte, aunque es posible que no lo disfrutes todavía.

Verás como lo que digo es cierto.

—¡No! ¡No!— La muchacha se echó a llorar intentando desasirse de él.

Branden la sujetó por la cintura.

—Estáte quieta —le exigió.

Una vez más, ella obedeció. Lo odiaba con toda el alma, pero su miedo era mucho mayor. Su cuerpo se estremeció violentamente.

—¿Es así como tratas a tu mujer?— le preguntó Heather con tristeza.

Él sonrió, se inclinó sobre sus labios y respondió:

—No estoy casado, cariño.

Cuando hubo acabado de besarla, Heather permaneció en silencio, tensa, esperando. Brandon no la poseyó de inmediato sino que, por el contrario, empezó a jugar suavemente con ella, acariciándola, excitándola, besándole los pechos y todo el cuerpo.

—Relájate —le susurró—, y no te resistas. Luego te enseñaré lo que nos gusta a los hombres. Pero de momento relájate y no hagas nada.

Heather no opuso resistencia. Mientras yacía estirada, expuesta a las caricias de Brandon, vio pasar su vida por delante de sus ojos como si estuviera a las puertas de la muerte. Se preguntó qué había hecho mal para que la vida la tratara con tanta crueldad. Prefería mil veces los constantes insultos de tía Fanny a que ese hombre la utilizara para su goce. ¡Estaba atrapada!

¡Prisionera! Capturada como un ave en una trampa, esperando a ser cocinada; servida en una bandeja, atravesada por un espetón en un banquete. Y cuando el festín se terminara, ¿qué ocurriría? ¿La misma mesa otra vez? ¿La misma comida? ¿Una y otra vez? Ni los pobres animales su-frían esa suerte dos veces.

Él le separó las piernas y volvió a poseerla.

—Tranquila, cariño —le susurró.

Heather cerró los ojos con fuerza, muy asustada. No podía hacer otra cosa que esperar a que él acabara. Finalmente, Branden se relajó sobre ella, agotado, y le preguntó en voz baja:

—¿Te he hecho daño esta vez? ¿Algún morado, mi Wy?

—No —contestó la muchacha con un hilo de voz. Branden se echó a reír, apartándose de ella. Se sentó en la litera y la cubrió con la sábana.

—No pareces ser una muchacha fría, ma petite —observó, acariciándole el muslo—, únicamente un poco reacia, por el momento. Estoy convencido de que pronto aprenderás a disfrutar. Pero por ahora sencillamente aprende a aceptarlo.

—¡Nunca! —contestó ella, llorando—. ¡Te odio! ¡Te detesto! ¡Te desprecio!

¡Ni en un millón de años lo haré!

—Cambiarás de opinión —le contradijo el capitán riendo antes de levantarse—. Algún día me lo suplicarás.

Heather le dio la espalda y tiró bruscamente de la sábana para cubrirse los hombros.

Él rió entre dientes y se inclinó para acariciarle las nalgas.

—Vamos a esperar un poco, Heather, y veremos quién de los dos tiene razón —la desafió.

La rabia se apoderó de ella. Estaba tan seguro de sí mismo, de ella, del futuro. Lo tenía todo perfectamente planeado. ¿Y lo que opinara ella sobre el asunto? Sólo podía suplicarle clemencia y, aun así, sabía que no la iba a escuchar. Lo único que tenía claro es que aprovecharía cualquier oportunidad para escapar.

Se regodeó pensando en ello y eso la hizo sentirse algo más animada. Más tarde o más temprano se presentaría la ocasión. La sola idea de huir calmó su irritación, y se abandonó relajada sobre las almohadas, oyendo cómo Branden se movía por el camarote tras ella. Sintió que le pesaban los párpados y con la llegada del sueño todos los pensamientos se alejaron de su mente.

Heather despertó sin hacer ningún movimiento. Como la habitación estaba tranquila creyó que por fin había quedado a solas, pero, al volverse, vio a Brandon sentado ante su escritorio pluma en mano, leyendo sus libros de contabilidad. Ya vestido, se lo veía tan absorto en su trabajo que parecía haber olvidado la presencia de la joven. Ésta lo observó en silencio. No podía negar que fuera atractivo, físicamente perfecto, de hecho. Incluso pensó en la posibilidad de haber soñado con un hombre como él alguna vez. Pero en ninguno de esos inocentes sueños románticos su amor volaba hacia ella en las alas de la violencia o la retenía contra su voluntad para satisfacer sus deseos más viles.

—¿Te encuentras mejor? —inquirió Brandon. Había desviado su atención hacia la muchacha y la había encontrado observándolo. Se puso de pie con una sonrisa y añadió—: Espero que tengas hambre. Te he estado esperando para desayunar.

Heather se sentó en la esquina de la cania cubriéndose el busto con las sábanas y con el cabello despeinado sobre los hombros.

—Debo vestirme —musitó al ver que el se aproximaba y se apoyaba sobre una de las columnas de madera de la litera.

—Si eso es lo que debes hacer, mi amor... —repuso él en tono cariñoso—

¿Quieres que te ayude? Heather se sobresaltó al oír su ofrecimiento.

—¡No me toques! —exclamó.

—Aja, ya veo que mi gatita tiene las garras afiladas. ¿Debo hacerte ronronear, cariño?

—Si te acercas gritaré —lo amenazó.

Los blancos dientes de Branden brillaron al agarrarla por las muñecas y atraerla hacía sí. Miró a Heather a los ojos.

—¿Crees que serviría de algo? —le preguntó, disfrutando con la situación—.

Mis hombres saben que a menos que los llame no deben molestarme en mis ratos de esparcimiento. Además, querida, puedo ahogar fácilmente tus gritos con mis besos.

Heather se apartó de él con una arcada. Podía notar la mirada de Branden sobre su cuerpo desnudo. Éste volvió a reírse y la agarró de la cintura.

—Eres realmente tentadora, milady —afirmó—, pero todavía no es hora de tu segunda lección. Mi criado está esperando para servirnos la comida. —La soltó y abrió una taquilla próxima a la cama, de la que extrajo una bata de hombre. Se la ofreció—. Es un poco grande para t¡, pero es lo mejor que puedo ofrecerte por el momento—añadió con una sonrisa—. Esta tarde te llevaré a comprar algunos vestidos. Si eres como las demás mujeres, eso te animará.

Heather se puso la bata rápidamente. Le iba enorme; las mangas le colgaban y tenía que recogérsela para poder caminar sin arrastrarla.

Branden esbozó una sonrisa y sus ojos se iluminaron al observarla. Luego la ayudó a arremangarse.

—Si se puede estar celoso de una simple bata, milady, entonces yo lo estoy de ésta, y si tuviera vida le garantizo que le ajustaría las cuentas.

Heather apartó la mirada, nerviosa.

—¿Me está permitido tener un poco de privacidad para que pueda asearme, señor? —Se ajustó firmemente la bata alrededor del cuello y rogó en voz baja—: Por favor.

Branden le dedicó una ampulosa reverencia y respondió entre risas.

—Sus deseos son órdenes, milady. Hay algunos asuntos concernientes a la carga que requieren mi atención, de modo que disponéis de algún tiempo.

Heather observó de soslayo cómo se dirigía a la puerta. Antes de abrirla, Branden le echó una ojeada y volvió a reír con malicia.

Tan pronto como se hubo marchado, ella suspiró aliviada y se acercó al lavamanos. Vertió un poco de agua y se restregó cada centímetro del cuerpo hasta que su piel lució un rosado saludable. Anheló una bañera en la que poder sumergirse y borrar todo rastro de él. Deseaba olvidar la delgada capa de sudor que humedecía su cuerpo y luego el de ella, el tacto de sus manos, sus besos asfixiantes. Todo. La más mínima prueba que revelara que había sido suya.

El agua fría resultó reconfortante. La blusa vieja y su vestido rosa la hicieron sentirse mucho mejor. Luego se peinó lo mejor que pudo con las manos y devolvió la bata a la taquilla. Al hacerlo, se dio cuenta de la ropa elegante y a todas luces cara que había dentro de ésta. La irritaba pensar que no podía burlarse de sus pertenencias ni en secreto.

Sus nervios volvieron a tensarse tras el aseo, y con la necesidad de realizar alguna tarea que ocupara su mente, empezó a ordenar la ropa que inundaba el camarote. Sobre el respaldo de una silla estaba la de Branden y sobre otra, su vestido beige. Su camisola rasgada permanecía en el mismo lugar en que había caído después de que él se la arrancara. La recogió y comprobó que el daño era irreparable. Aquel hombre sabía cómo destruir las cosas, pensó.

Se acercó resueltamente a la litera y, con una rabia renovada, empezó a alisar las sábanas hasta que descubrió las manchas de sangre. Arrancó las sábanas enfurecida y las arrojó al suelo.

Al oír las carcajadas de Branden tras ella, se volvió y, con los ojos brillantes y las mejillas enrojecidas, lo miró. Estaba en el hueco de la puerta; había regresado sin hacer ruido. Branden desvió su atención del rostro furioso de la joven a las sábanas que había en el suelo. Luego alzó la vista, cerró la puerta y se apoyó contra ésta con expresión burlona. Heather le dio la espalda refunfuñando. Lo odiaba por reírse de ella. Era detestable.

Branden se aproximó a la joven por detrás, deslizó los brazos alrededor de su cintura y la atrajo hacia sí.

—¿De verdad creías que con ese rostro y ese cuerpo podías permanecer casta mucho tiempo, querida? —le preguntó en voz baja apoyado contra su cabello—. Estás hecha para el amor, y lo cierto es que no me entristece lo más mínimo haber profanado tu intimidad antes de que otros hombres lo hicieran. Tampoco me siento culpable del placer que me has proporcionado. Te ruego que no me culpes por haberme encaprichado de tu belleza y desearte para mí solo. No hacerlo sería una tarea difícil para cualquier hombre. Como ves, milady, yo soy el prisionero, encantado bajo tu hechizo.

Heather se estremeció al sentir sus labios ardientes en el cuello. Su corazón palpitaba salvajemente.

—¿Es que no tienes conciencia? —le espetó con una voz ahogada— ¿Acaso no importa que yo no quiera estar aquí? No soy una de tus meretrices ni tengo ningún deseo de serlo.

—No lo deseas ahora, mi amor, pero lo harás más adelante —le aseguró él—. Si dejo que te vayas ahora, jamás volveré a verte debido a lo que ha sucedido entre nosotros. Si nos hubiéramos conocido en otras circunstancias, hubiera podido cortejarte con galantería y te habría llevado a mi lecho con palabras amables. Pero hemos empezado al revés. Te he asustado y al igual que un pájaro huye de su cazador, tú huyes de mí. Para que desees quedarte a mi lado, tengo que demostrarte que no está tan mal ser mi amante. Tendrás todo lo que desees.

—Había oído historias acerca de los yanquis —afirmó ella con malicia— pero nunca había creído que fueran ciertas hasta que te conocí.

Branden echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.

—Eres toda una mujer inglesa, milady. Heather se apartó bruscamente de él y le plantó cara.

—Simplemente dime ¿por qué yo? —inquirió y alzó los brazos—. ¡Dime por qué tengo que ser víctima de tus deseos cuando hay miles de mujeres mucho más dispuestas que yo! ¿No encontrarías mucho más divertido practicar tus juegos perversos con una mujer que disfrutara en vez de hacerlo con una que no soporta tu presencia?

Branden se burló de su rabia.

—Tienes una lengua muy afilada, milady. Me has herido en lo más profundo. Pero las razones son muy sencillas. Mírate y te darás cuenta de que eres excepcional;

como una bocanada de aire fresco tras una noche en una taberna abarrotada. —Se sentó tras su escritorio y se relajó observándola—. Creo que eres muy deseable, Heather, y verdaderamente vale la pena tener una joya entre tanto guijarro. El desafío que supone conquistarte me excita.

Nadie me había rechazado antes.

—Pues deberían haberlo hecho —le espetó ella—. Quizá entonces hubieras aprendido a ser un caballero. —Le dio la espalda, frustrada. No se podía hablar con aquel sinvergüenza, presuntuoso y arrogante. Jugaba con trampa. No había suficientes palabras para describir lo que sentía por él.

Todo lo que sabía es que lo abandonaría a él y a su miserable camarote aunque fuera lo último que hiciera en su vida.

Al cabo de un rato, George entró en el camarote con una gran bandeja cargada con el desayuno. El sirviente dirigió una tímida sonrisa a Heather mientras dejaba la comida sobre la mesa, pero la muchacha le dio la espalda. George miró confuso a su capitán, que esbozó una sonrisa y asintió para indicarle que continuara con lo que estaba haciendo. Cuando la mesa estuvo servida, Branden retiró una silla para que Heather se sentara.

—Si tienes la bondad —la invitó con una sonrisa burlona—. Me resulta francamente difícil comer mientras permaneces de pie fulminándome con la mirada. Ahora siéntate y, para variar, sé una buena chica.

George los miró a los dos, cada vez más perplejo, y sirvió el café a toda prisa en las tazas. Heather tomó asiento de mala gana y se colocó furiosa la servilleta en el regazo. Sorbió un poco de café, a pesar de preferir el té, y ante su fuerte sabor, lo apartó con una mueca de desagrado. Alzó la vista y descubrió que Branden la estaba observando con expresión divertida.

Heather se dispuso en silencio a dar cuenta de su pequeña porción de ternera. La habían preparado de un modo extraño pues no estaba hervida ni cortada en trozos pequeños como en un estofado sino sencillamente cocinada en su propio jugo y casi cruda. Probó un trozo pequeño y lo encontró muy sabroso, pero apenas tenía apetito, por lo que se limitó a picotear un poco.

George la observó durante unos instantes, indeciso, deseoso de complacerla pero sin saber cómo hacerlo. Finalmente se volvió para marcharse, y al ver las sábanas en el suelo se agachó a recogerlas. Abrió los ojos de par en par al ver las manchas de sangre. Lanzó una mirada furtiva a su capitán, que le estaba observando, y luego a Heather, de espaldas a él, para volver de nuevo a Branden, quien asintió como respondiendo a sus interrogantes. George, abriendo los ojos todavía más, cogió las sábanas y salió a toda prisa.

El capitán observó la exhibición de mal genio de Heather y cortó una tajada de carne con indiferencia.

—No toleraré tu malhumor en mi mesa, Heather —le avisó con calma—, ni que seas descortés con mis hombres. En su presencia te comportarás como una dama.

El miedo petrificó a la joven, que se echó a temblar. Palideció, apoyó las manos en su regazo y bajó la mirada, incapaz de hacer frente a aquel hombre.

Branden bebió un poco de café mientras continuaba estudiándola, esta vez concentrándose en el vestido que llevaba. Era un traje hecho para una chica más joven que ella, y aunque bonito, no le gustaba su aire infantil. Le hacía sentirse incómodo, como si hubiera robado a un bebé de su cuna. Lo único que era bien recibido por él era el corpiño ajustado que presionaba su busto manteniéndolo erguido y le confirmaba que no era una niña. Pero definitivamente no se trataba del tipo de vestido que deseaba que llevara su amante, como tampoco lo era la vieja blusa que le había visto puesta. Era una mujer demasiado hermosa para vestir harapos.

Una vez hubieron acabado de comer, Branden volvió a su escritorio para trabajar en sus libros. Heather, muy inquieta y sin saber qué hacer, empezó a caminar por la estancia hasta que él se marchó. En esta ocasión estuvo fuera lo suficiente para que la joven reuniera el coraje suficiente para tratar de escapar. Pero planeó mal su huida, puesto que al salir se encontró con él dando órdenes a un miembro de su tripulación. Enfurecida, cerró de un portazo. Branden la había descubierto y se estaba burlando de ella.

Cuando George les llevó la comida al mediodía, Heather se comportó correctamente, pero sin llegar a ser cortés. Maldijo a aquel hombre en voz baja.

Al cabo de un rato, satisfecho su apetito, Brandon apartó la silla de la mesa, y examinó a la muchacha una vez más. El silencio llenó la estancia. Heather tragó saliva con dificultad, rehuyendo su mirada. Sabía que sus deseos se habían encendido de nuevo y no pudo evitar que su corazón se acelerara.

La voz de Brandon era grave y llena de pasión.

—Ven aquí, Heather —le ordenó.

Ella se quedó paralizada en la silla. No obedecería. Se quedaría donde estaba. No conseguiría amedrentarla. Sacudió la cabeza y consiguió balbucear un débil:

—No.

Brandon entornó los párpados y esbozó una sonrisa.

—De verdad admiro tu valor, ma chérie, pero ¿crees que es inteligente resistirse? —preguntó—. Sabes tan bien como yo que no posees la fuerza suficiente para impedir que obtenga lo que deseo. ¿No sería mejor que admitieras tu derrota y vinieras voluntariamente?

Heather se estremeció. Estaba aterrada. Se levantó despacio, con piernas temblorosas, y mordiéndose el labio inferior, fue hacia él. Brandon sonrió con calma, la agarró del brazo atrayéndola hacia sí y sentándola sobre sus rodillas. Heather permaneció rígida mientras él le besaba el cuello.

—No temas —susurró—. No te haré daño. La besó en los labios temblorosos y, abrazándola estrechamente, se los separó. Heather se apoyó en su torso, débil y llorosa. Sus besos continuaron durante lo que a ella le pareció una eternidad. Al deslizar la mano sobre su muslo y ascender hacia su sexo, la joven gimió e intentó apartarse de él. No consiguió romper su abrazo. Brandon la besó en la comisura de los labios, en la barbilla, en la oreja.

—No te opongas —murmuró—. Disfrútalo.

—No puedo —contestó ella, sofocada.

—Claro que puedes —repuso él.

Con los labios húmedos y separados fue desde el cuello hasta las curvas de sus senos por encima del vestido, sorbiendo la exquisitez de su carne.

Acarició su pecho sin prisa, desde el valle que había entre ambos hasta su cima erizada bajo el vestido. La respiración de Brandon se aceleró, y con cada expiración abrasó la piel de la muchacha.

Muy excitado, le desabrochó el corpiño y le besó la carne desnuda.

De pronto alguien llamó a la puerta del camarote. Brandon frunció el ceño.

Heather, en una reacción desesperada, se apretó la ropa contra el pecho, avergonzada, e intentó apartarse cuando él aflojó el abrazo. Pero Brandon volvió a estrecharla con firmeza, forzándola a quedarse donde estaba. Su indignación era evidente cuando le dijo al intruso que entrara.

—¡Maldita sea, entra! —exclamó.

George abrió la puerta. Al verlos se ruborizó.

—Les pido disculpas, mi capitán —se excusó—, pero ha venido un mensajero de parte de un comerciante que desea hablar con usted acerca del cargamento. El hombre dice que su patrón estaría interesado en comprar todo el arroz y el índigo si tuviera un encuentro con usted y llegaran a un acuerdo.

—¿Quiere que vaya yo? —preguntó Brandon con incredulidad—. ¿Por qué demonios no viene él al Fleetwood como todos los demás?

—El hombre está lisiado, al menos eso dice el mensajero, capitán —explicó el criado—. Si está usted de acuerdo, echará un vistazo al cargamento para calcular el coste aproximado y luego le llevará a verle.

Branden musitó unas palabras casi imperceptibles con una expresión grave en el semblante.

—Dile al señor Boniface que le lleve a dar una vuelta ¿lo harás, George? —le preguntó—. Cuando hayan acabado manda al hombre aquí.

George se marchó cerrando la puerta tras de sí. Branden soltó a regañadientes a Heather, que corrió al asiento de la ventanilla y se abrochó la ropa a toda prisa. Brandon se acercó al escritorio y se sentó en su silla sin apartar la mirada de la joven, que continuaba ruborizada.

Al cabo de un rato llegó el mensajero. Heather se volvió de espaldas y hundió la cabeza en los cojines del asiento. El hecho de que alguien pudiera verla en el camarote del capitán Brandon Birmingham la avergonzaba en extremo. Llevaba marcada la deshonra en su rostro y deseaba morir. Podía observar a través de las ventanillas cómo el agua golpeaba los laterales del buque mercante atracado junto al de ellos y especuló con la posibilidad de dejar que el agua acabara con sus problemas. Pero no tenía el coraje suficiente. Se encaramó a la ventanilla para observar mejor el oscuro y agitado río sin percatarse de que el mensajero se había ido y que Branden estaba detrás de ella. Al posar su mano en el hombro de la muchacha, ésta se sobresaltó. El hombre se echó a reír con ternura y se hundió en los cojines junto a ella, jugando con uno de los rizos que le caían sobre el busto.

—Me temo que debo dejarte por unas horas, Heather, pero volveré tan pronto como me sea posible —le informó—. Le he dado instrucciones a George de que te vigile, de modo que te ruego que no se lo pongas difícil. A pesar de lo que pensaras ayer noche, es un almatierna cuando se trata de mujeres. Le he dicho que te quiero aquí para cuando vuelva, así que no trates de escapar. Le despellejaré vivo si huyes. Además, volvería a encontrarte aunque tuviera que echar abajo Londres entero.

—No me importa si despellejas o no a tus hombres —replicó ella—, pero si se me presenta la oportunidad de escapar, no dudes que la aprovecharé.

Brandon enarcó una ceja.

—En ese caso, Heather, debo llevarte conmigo.

—¡Oh, no! —suplicó ella, alarmada—. Por favor. Te lo suplico. Me moriría de vergüenza si lo hicieras. Por favor, no. Si quieres me quedaré aquí leyendo.

Te lo prometo.

Brandon se la quedó mirando, sorprendido.

—¿Sabes leer?—inquirió.

—Sí —contestó dulcemente la joven.

Brandon esbozó una sonrisa. No había muchas mujeres que supieran leer.

Sintió un nuevo respeto hacia la joven.

—Muy bien —convino finalmente—. Quédate. Yo me detendré por el camino en una tienda de ropa para que puedas vestirte como una mujer. Ahora ponte de pie y deja que vea cuál es tu talla.

Heather lo complació, cohibida, y se volvió lentamente según sus indicaciones. Sus ojos recorrieron el cuerpo de la muchacha haciendo una valoración.

—Tus medidas son las de una chiquilla —observó.

—Hay gente que afirma que soy muy delgada —comentó Heather afablemente al recordar los insultos de tía Fanny.

Brandon soltó una carcajada.

—Me puedo imaginar las brujas celosas que te han dicho eso.

Probablemente estarían revolcándose en su propia grasa.

Una leve sonrisa irrumpió en el rostro de Heather al advertir que Branden parecía describir a tía Fanny pero se desvaneció tan rápido como había aparecido.

—Aja —Brandon rió—. Sabía que tarde o temprano lograría que lo hicieras.

Heather se apartó, con la cabeza muy erguida.

—Gracias a ti tengo muy pocas cosas de las que estar contenta —le espetó.

—Ya estamos otra vez, ¿no? —dijo él, riendo entre dientes—. Tu humor es muy cambiante, milady. —Se levantó y se colocó tras ella—. Ahora vamos a comprobar si se ha derretido un poco el hielo que cubre tus labios. Me gustaría sentir un poquito de calor, para variar. Ven, bésame como lo haría una amante. No tengo tiempo para más.

Heather suspiró aliviada al no tener que sufrir de nuevo el arte de sus quehaceres amatorios. Decidió que un pequeño esfuerzo, cediendo a sus protestas, apaciguaría el temor o la sospecha que pudiera albergar acerca de dejarla allí. Se volvió, y con una nueva determinación, deslizó los brazos tras su cuello y atrajo su cabeza hacia la suya— Las cejas de Brandon se arquearon al recapacitar en este nuevo cambio pero Heather, sin querer que se detuviera a pensar en este asunto durante mucho tiempo, presionó sus labios húmedos y cálidos sobre los suyos. Buscando entre la escasa experiencia que poseía le besó larga y apasionadamente, arqueando el cuerpo.

Brandon gozó del dulce sabor de sus labios y de la embriaguez de su cercanía sin que acudiera a su mente ningún pensamiento lógico. La rodeó con sus brazos, estrechándola fuertemente, disfrutando de la inesperada calidez de su respuesta. Su cuerpo le gritaba que continuara. La pequeña dama era demasiado tentadora. Sus labios eran demasiado cálidos, su cuerpo demasiado apetecible. Apartarse de ella estaba convirtiéndose en una tarea harto difícil. Demonios si lo era. Finalmente hizo un esfuerzo y logró separarse.

—Si me besas así me va a resultar muy difícil marcharme —musitó con voz ronca.

Heather se sonrojó. El beso también había sido una sorpresa para ella, pues no había resultado tan desagradable después de todo.

—Y ahora me temo que mi partida deberá demorarse un poco —añadió él—

, pues estos pantalones son demasiado ceñidos.

Los inocentes ojos de Heather se posaron en sus pantalones. Al instante lamentó haberlo hecho. Se volvió, ruborizada, y emitió un gemido mortificada.

Brandon se echó a reír. Suspiró al vestirse y farfulló con melancolía:

—Si de tiempo dispusiera, señora...

La joven empezó a apilar platos sucios sobre la mesa, furiosa, odiando al hombre que estaba detrás de ella. Decidió que era más que detestable.

Brandon estaba dando el último toque a su alzacuello cuando Heather se volvió hacia él. No podía negar que fuera muy apuesto, a pesar de todo el odio que sentía hacia él. Sus ropas inmaculadas y muy bien escogidas estaban a la altura de los dictados de la moda, y le sentaban a la perfección, ajustándose espléndidamente a su estatura y a su físico corpulento. Sus pantalones estaban tan bien confeccionados que se adherían a su piel, disimulando muy poco su virilidad prominente.

Es tan atractivo que seguro que las mujeres se pelean por él, pensó con amargura.

Brandon se acercó tranquilamente a ella, la besó y le dio una cariñosa palmadita en el trasero.

—Volveré pronto, cielo —le dijo con una sonrisa. Heather deseaba gritar su rabia, pero se mordió la lengua. Lo vio partir seguro de sí, y tan pronto como oyó el sonido de la puerta al cerrarse, cogió los platos que había apilado momentos antes sobre la mesa y los arrojó al suelo con furia.

Le faltó tiempo para decidir que debía escapar. Heather sabía que si el capitán Birmingham regresaba antes de que ella hubiera huido, sus oportunidades de hacerlo disminuirían enormemente. Trató de pensar la manera de sobornar a George y se preguntó si podría conseguirlo con dinero. Pero ¿qué podía usar en vez de ese bien tan escaso para ella? Su vestido beige era lo único que poseía de valor, y reflexionó sobre si sería suficiente para convencer al criado. Entonces pensó en el hombre que había usado su cuerpo y la idea se desvaneció. El sirviente sería demasiado leal a ese sinvergüenza presuntuoso o le tendría demasiado miedo para arriesgar su vida por un soborno. No, aquello no funcionaría. Tenía que pensar en algo mejor.

Le pasaron por la cabeza miles de estratagemas, pero ninguna se concretaba en algo tangible. No podría sobornarle, así que tendría que usar la fuerza. Pero ¿qué podía hacer una simple muchacha para enfrentarse a un hombre que sin duda era mucho más fuerte que ella? Sus músculos poderosos podrían retenerla con facilidad hasta que llegara su capitán.

Empezó a buscar algo que le sirviera para persuadir al hombre de que le entregara las llaves del camarote. Abrió todos los cajones del escritorio, hurgando con desesperación entre los papeles y los libros. Incluso rebuscó en el baúl de Brandon. Lo único que encontró fue una bolsa con monedas.

Agotada, se sentó en la silla tras el escritorio, y registró con la mirada cada rincón, cada escondrijo de la habitación.

Tiene que haber un arma, decidió mordiéndose los labios contrariada, pues el tiempo no estaba de su parte.

Fijó la vista en la taquilla. Se levantó de la silla de un salto y atravesó la habitación para abrir las puertas. Buscó con desesperación entre la ropa colgada, pero una vez más, no encontró nada. Extrajo el contenido del armario llorando desconsolada, hasta que descubrió en el suelo del diminuto compartimento una caja envuelta en un paño.

Serán sus joyas, pensó irritada mientras las cogía.

Descubrió la caja del envoltorio. No estaba interesada en las joyas, si eso era lo que contenía, pero el recipiente en sí atrajo su atención. Hecho de una piel muy tupida, minuciosamente trabajada, llevaba incrustaciones de oro formando una gran B dominando la parte superior. No se trataba de una caja ni muy profunda ni muy grande, pero estaba segura de que contenía algo de valor. Su curiosidad fue en aumento, y sin contenerse abrió el cierre y levantó la tapa

Heather quedó boquiabierta y agradeció a Dios su suerte. Allí, sobre un lecho de terciopelo rojo, descansaban dos pistolas de diseño francés hermosamente trabajadas. Sabía muy poco de armas de fuego, pero su padre había tenido una como ésas, sólo que no tan exquisita. Las culatas estaban hechas de un suave roble inglés, lubricado, brillante y ribeteadas de cobre. El cañón era de acero azulado. Los gatillos y las láminas de la culata eran de fino cobre y los cerrojos de hierro forjado a mano, bien lubricados para evitar los estragos del paso del tiempo.

Examinó las pistolas sin conseguir averiguar su funcionamiento. Su padre no se lo había enseñado. Sabía que debía tirar hacia atrás el cerrojo para montarla, pero cargarla era para ella un completo misterio. Maldijo su ignorancia en silencio y cerró la tapa, intentando pensar en otra forma de enfrentarse a George. Buscó por todas partes. Si encontrara algo para golpearle en la cabeza, pero comprendió que sólo conseguiría aturdirlo.

Debía encontrar otra forma de retenerlo o no tendría tiempo de escapar.

Volvió a abrir la caja, sacó una de las pesadas pistolas y la examinó. ¿Se daría cuenta George de que no tenía ni idea de cómo usarla? Aun así, podía intentar engañarlo y asustarlo lo suficiente para hacerse con la llave de la puerta.

Reunió el valor necesario y se dirigió al escritorio con una sonrisa en el rostro. Se sentó en la silla, sacó papel y lápiz y empezó a garabatear una nota dirigida al capitán Birmingham. Necesitaría dinero, pero no permitiría que la acusaran de vender su cuerpo para conseguirlo. Tomaría una libra de la bolsa del dinero que había encontrado un momento antes y dejaría su vestido beige a cambio. Era un trato más que aceptable.

Dobló la nota y la depositó sobre el vestido. Luego, escondió cuidadosamente una de las pistolas bajo un montón de mapas y papeles.

Cuando George volviera con el té, que le había pedido mientras recogía los platos rotos del suelo, podría acceder a ella con facilidad. El criado se había mostrado ansioso por complacerla, a pesar del gran desbarajuste que había provocado en la habitación, y le había anunciado que tardaría unos minutos en traer el té pues debía enviar a un hombre a por él. Aquello había funcionado a la perfección, pues durante su ausencia había podido registrar el camarote. Escondió la caja marcada con el monograma en uno de los cajones del escritorio y puso orden en el camarote para que, al entrar, el sirviente no sospechara que lo había registrado. Después, se sentó y empezó a leer un libro que había encontrado sobre el escritorio. Era lo mí-

nimo que podía hacer por Branden; se lo había prometido. Demostraría al capitán Birmingham que no era la clase de persona a la que se podía retener en contra de su voluntad. Se echó a reír al imaginar la ira que recaería sobre George, por quien ella no sentía más que odio. Después de todo, era el responsable de que hubiese caído en desgracia. La recompensa parecía más que justa, pensó.

Hamiet no resultó ser demasiado tranquilizador para sus ya crispados nervios. Inquieta ante el retraso de George, apartó el libro y se puso a caminar arriba y abajo por la habitación. Tras unos minutos, se obligó a retomar la lectura hasta que finalmente, George hizo girar la llave en la cerradura y llamó a la puerta. Heather dejó caer el libro y se puso de pie muy nerviosa, luego regresó a su asiento y le dijo que pasara. El criado entró con el té y se volvió para cerrar la puerta.

—Le he traído el té, señorita —anunció—. Es bueno y está caliente. —Sonrió y se dirigió hacia ella.

Aquella era su oportunidad. Heather alzó la pistola y la amartilló.

—No se mueva George o tendré que dispararle —lo amenazó. Su propia voz le sonó muy extraña.

George levantó la vista de la bandeja y se encontró con la imponente arma apuntándole. No creía que una pistola en manos de una mujer fuera algo que tomarse a broma. Eran incapaces de entender el verdadero peligro que entrañaba un arma. George palideció.

—Deja las llaves sobre la mesa, por favor George, y ve con cuidado —

ordenó la joven. Lo observó mientras éste obedecía, apoyando sus temblorosas piernas contra la mesa para no caer—. Ahora, con mucho cuidado, ve hacia el asiento de la ventanilla —añadió sin quitarle los ojos de encima.

George cruzó el camarote lentamente. Sabía ser precavido si las circunstancias lo exigían. Cuando llegó frente a la ventanilla, Heather exhaló un largo suspiro.

—Siéntate, por favor —le indicó sintiendo que recobraba un poco la confianza. Se acercó a la mesa, cogió las llaves y, sin quitarle la vista de encima al criado, retrocedió hasta la puerta. Buscó la cerradura sin volverse, introdujo la llave y la giró. Inmediatamente después, la sensación de estar en prisión desapareció—. Por favor, métete en la taquilla, George —

ordenó—. Y no intentes nada porque estoy muy nerviosa y la pistola puede dispararse.

George desechó la idea de saltar sobre ella. Era verdad, estaba demasiado nerviosa; le costaba mantener la pistola firme y se mordía constantemente los labios. Estaba seguro de que si intentaba detenerla le dispararía. Se preguntó qué sería peor: la ira de su capitán o un disparo de la pistola.

Sabía que la furia del hombre podía llegar a límites insospechados si le provocaban. Llevaba con él mucho tiempo. Le tenía mucho cariño y lo admiraba, pero a veces también le temía. Dudó que su capitán fuera a matarlo, y la pistola podía enviarlo fácilmente a la tumba si intentaba arrebatársela a la asustada joven. Finalmente, caminó hacia la taquilla, entró en el reducido espacio y cerró la puerta tras de sí.

Heather había permanecido de pie observándolo, preparada para salir huyendo ante el menor movimiento sospechoso. Una vez encerrado, suspiró aliviada, y se acercó sin hacer ruido a la puerta de la taquilla para asegurarse de que estaba bien cerrada. Ésta no disponía de pestillo en el interior, así que tendría el tiempo suficiente para escapar antes de que George pudiera dar la voz de alarma. Fue al escritorio y abrió el cajón donde había encontrado la bolsa con el dinero. Cogió una libra y depositó la pistola descargada sobre la mesa.

No tardó mucho en llegar a la puerta. La abrió sin prisa. No había nadie en la escalera que conducía a la cabina, así que se dirigió hasta la puerta que había al fondo. No había pensado en la manera de salir a cubierta y, al entreabrirla, comprendió que su huida era imposible. Había demasiada gente a bordo y sabía que no pasaría inadvertida. Varios hombres muy bien vestidos iban de un lado para otro, atareados. Heather supuso que eran comerciantes que inspeccionaban la carga.

Cerró la puerta y se apoyó, desesperada, contra la fría pared de madera.

¿Qué pasaría si intentaba abandonar el barco?, se preguntó. Sólo el capitán y un par de hombres sabían que ella estaba a bordo. Aquellos hombres no la conocían. ¿Por qué no ser valiente para variar? Sencillamente sal y mézclate con ellos, se dijo.

Al pensarlo abrigó una nueva esperanza. Abrió la puerta, esta vez sin dudarlo m por un instante. Su corazón latía tan fuerte que amenazaba con estallarle en el pecho. Avanzó entre la multitud con el aire propio de una reina, forzando la sonrisa. Con la cabeza bien erguida, asentía a los hombres que la contemplaban boquiabiertos. Éstos le devolvían la sonrisa y avisaban a los demás para que se volvieran a mirarla. De pronto, el silencio reinó en la cubierta del barco. Todos los hombres la observaban maravillados sin que ninguno hiciera nada por detenerla. Cuando el viento levantó ligeramente sus faldas, todos admiraron sus bonitos tobillos y sus pies delicados y pequeños. Un hombre de mediana edad, alto, de tez morena, cabello blanco y perilla le ofreció la mano. Ella la aceptó con una dulce sonrisa. Al alejarse de él para descender por la pasarela, sintió que la devoraba con la mirada. Antes de llegar al extremo de la rampa, se volvió para dedicarle una última sonrisa. Éste se la devolvió cortésmente con una reverencia, sombrero en pecho.

Heather sabía que estaba coqueteando con él desvergonzadamente, pero la idea de que el capitán Birmingham iba a ser informado de su huida con todo detalle, la reconfortaba enormemente. ¡Había sido más lista que él!

Al bajar de la rampa, eran muchos los caballeros que la esperaban para asistirla. Pululaban en torno a ella con la intención de tenderle la mano.

Heather eligió al más atractivo, el que llevaba la ropa más cara y, con coquetería, posó su mano sobre la de él y le pidió amablemente que fuera en busca de un carruaje; ante su asombro, el hombre obedeció de inmediato dejándolo todo en el suelo. Al cabo de pocos minutos, regresó ofreciéndose a escoltarla. Heather rechazó el ofrecimiento muy educadamente y, con renuencia, el hombre le tendió la mano para ayudarla a subir al carruaje que la aguardaba. La muchacha le agradeció su amabilidad cortésmente. Él le preguntó dónde vivía, pero ella guardó silencio, ante lo que el hombre exhaló un suspiro, le soltó la mano y cerró la puerta. Una vez, de camino, Heather le sonrió de nuevo, pero al ver que él había interpretado la sonrisa como una invitación para que la acompañara, y ya estaba a punto de echar a correr tras ella, sacudió su cabeza en señal de negativa.

Cuando el carruaje hubo doblado la esquina, Heather se repantigó en el asiento y sonrió. Sintió ganas de echarse a reír, en parte de histeria, pero también de alivio. Se relajó, cerró los ojos y no volvió a abrirlos hasta llegar a las cocheras, a las afueras de Londres. Allí se apresuró a reservar un asiento en el coche que la llevaría de vuelta a casa de tía Fanny.

Poco antes había decidido que volvería. No tenía ningún otro lugar al que ir.

Tía Fanny y tío John no se enterarían de lo ocurrido con William hasta después de mucho tiempo, si es que llegaban a saberlo alguna vez.

Después de haber visto la clase de vida que William llevaba en Londres, dudaba que alguno de sus amigos supiera de la existencia de una hermana que vivía en una granja pequeña y aburrida. Y mientras el capitán Birmingham estuviera atracado en el puerto, ella debía abandonar la ciudad.

La granja de su tío era el lugar más seguro.

Se quedaría allí hasta que encontrara un puesto de trabajo. Estaba decidida a independizarse de la mujer a cuyo hermano había asesinado. Era muy duro regresar, pero del todo imposible permanecer en Londres.

En el carruaje que la llevaba a la granja, la atormentó el recuerdo de los acontecimientos del día anterior. Intentó, sin éxito, apartar los pensamientos que la acosaban cruelmente. Trató de convencerse de que nada de lo que había sucedido era culpa suya, pero no consiguió calmar el dolor que la embargaba por todo lo acontecido. Ya no era la misma persona. Ya no era la niña inocente que se había ido a Londres soñando con todas las cosas maravillosas que allí le esperaban. Ahora era toda una mujer, experta en las caricias de un hombre.

Se prometió con gran determinación que aquello no la iba a cambiar. El matrimonio sólo le traería desgracias. Pero si iba a ser una solterona, por lo menos sería una independiente. Encontraría trabajo en algún lugar.

Ahora el problema consistía en lo que les iba a contar a los tíos. Necesitaba una razón para regresar. No podía volver y decirles que les echaba de menos cuando nunca se había llevado bien con ellos. Eso haría que su tía sospechara. No, tenía que pensar en algo que fuera creíble.

Cuando el carruaje llegó al cruce del pueblo que había cerca de la granja de su tío, se detuvo el tiempo justo para dejar que Heather descendiera. Ésta bajó sin mirar atrás y sin recordar a ninguno de sus acompañantes.

Tomó el camino del este, a la salida del pueblo. El sol proyectaba sombras enormes delante de ella. Conforme se acercaba a la pequeña granja fue aminorando la marcha de forma inconsciente. Cuando finalmente llegó, el cielo estaba oscuro como boca de lobo y hacía rato que la hora de la cena había pasado. Se acercó a la puerta despacio y la golpeó ligeramente.

—Tío John, soy Heather. ¿Puedo entrar? Oyó una riña dentro de la casa y la puerta se abrió bruscamente. Habría deseado encontrarse primero con tío John, pero no fue así. Su tía, de pie en el umbral de la puerta, la contempló sorprendida.

—¿Qué haces tú aquí? —inquirió, perpleja. Era el momento de contar otra mentira. Desde el día

anterior no había parado de mentir, y eso la agobiaba enormemente.

—Al llegar a Londres su hermano se dio cuenta de que tenía que partir hacia Liverpool para examinar unas sedas que deseaba comprar —explicó la muchacha—. Creyó que no era apropiado que me quedara en la ciudad sin acompañante. —Casi se atragantó con las palabras. La mentira le había resultado muy amarga.

—Bueno, debes de estar un poco decepcionada —tía Fanny rió con desdén—. Creías que una vez en Londres te comerías el mundo ¿eh? Te lo mereces por arrogante pordiosera. Siempre creyéndote una reina; con esos aires que llevabas al marcharte casi me lo creo. Asumo que volverás a hacerte cargo de tus faenas en la casa.

—Si usted me lo permite, lía —respondió Heather dócilmente, sabiendo que ahora su vida con aquella mujer sería todavía más difícil. Sin embargo, cualquier cosa sería mejor que lo que el capitán Birmingham tenía pensado para ella.

—Me parece muy bien, jovenzuela, y vas a estar agradecida de haber regresado a casa, sí señor —le espetó tía Fanny con una mueca de desprecio, queriendo significar justamente lo contrario.

Heather lo entendió perfectamente, pero no contestó. Aceptaría sin rechistar la forma en que la mujer decidiera tratarla. Probablemente se lo merecía por haber sido tan vanidosa y haber creído que había nacido para vivir cómodamente en Londres. Lo único que podía hacer era comportarse con humildad y enmendarse.

—Anda, ve a la cama —ordenó tía Fanny—. Quiero que estés despierta y trabajando al amanecer. Tu tío ya está acostado.

Heather no se atrevió a mencionar que tenía hambre a pesar de saber que su tía había oído los ruidos que hacía su estómago. La mujer no hizo referencia alguna y Heather supo que no la haría. Había comido muy poco aquel día con el capitán Birmingham sentado frente a ella. Se le hacía la boca agua al pensar en lo que habría disfrutado si el loco desalmado no hubiera estado allí.

Sin mediar palabra, se dirigió a su rincón detrás de la cortina y se desvistió.

La manta seguía siendo áspera y probablemente igual de ineficaz para resguardarla del frío. Tenía que encontrar un trabajo. Ello significaba que debía ir al pueblo y buscar en el tablón de anuncios, pues normalmente había demandas para chicas jóvenes que quisieran trabajar como doncellas, profesoras o en puestos similares. Estaba segura de que no sería muy difícil encontrar algo para ella.

A pesar del hambre que le corroía el estómago, cayó profundamente dormida. La mañana llegó y con ella los insultos severos y crueles de su tía, que apartó bruscamente la cortina y lanzó el vestido harapiento sobre su rostro adormilado. Se aproximó y la sacudió despiadadamente.

—Levanta, holgazana. Tendrías que estar haciendo lo que no has hecho durante los dos días que has estado fuera. Levántate ahora mismo —

ordenó resoplando.

Heather despertó sobresaltada y se sentó en su camastro, parpadeando, intentando desperezarse. Aquella mañana su tía se parecía más que nunca a una bruja, y eso la alarmó. Saltó de la cama rápidamente, con el cuerpo tembloroso, y se puso el viejo vestido, ante la mirada atenta de su tía.

Sólo tuvo tiempo de coger un pedazo de pan duro antes de que tía Fanny la enviara a buscar leña. Al salir de la casa, se encontró a tío John absorto en sus pensamientos, sin mostrar especial interés en entablar una conversación con ella. Estaba cortando la leña y, al verla, desvió la mirada.

No se podía negar que estaba haciendo un verdadero esfuerzo para dar a entender que no le importaba su presencia, y eso a Heather le dolía profundamente. De pronto, un escalofrío recorrió su cuerpo y, muy intranquila, se preguntó si sospecharía algo. Pero ¿cómo podría hacerlo?

Desde el día en que la joven se había convertido en una mujer, había algo que preocupaba a tío John. Aunque nunca le dirigía la palabra, la observaba con detenimiento, como si intentara leerle el pensamiento. Ella, incómoda ante tales miradas, trataba de eludirlo. No conseguía imaginar qué era lo que le preocupaba, y tampoco se atrevía a preguntárselo.

A la hora de acostarse, cayó exhausta en su camastro. Sin embargo, su mente no estaba inactiva. Podía ver el cuerpo postrado de Willliam Court como si todavía se encontrara en la habitación, junto a él. Pero esa visión se desvaneció rápidamente al aparecer la del rostro del capitán Birmingham surgiendo de la oscuridad. Vio su sonrisa burlona, sus manos fuertes y morenas extendiéndose hacia ella. Una vez más, oyó sus carcajadas y, con un llanto ahogado, enterró su rostro en la almohada para sofocar los sollozos que estremecían su cuerpo, recordando demasiado bien el tacto de esas manos.

Al amanecer Heather ya estaba despierta y trabajando ames de que su tía se hubiera levantado. Tras pasar la noche en vela, la joven había jurado que trabajaría arduamente hasta que ningún pensamiento ó recuerdo la atormentara. Encontraría el placer de dormir a través del cansancio extremo.

Cuando tía Fanny salió de la otra habitación abrochándose el vestido de campesina sobre el amplio busto, Heather ya estaba arrodillada, limpiando las cenizas de la chimenea. La mujer se acercó a los fogones, cogió una torta de harina de avena y miró a su sobrina con ceño.

—Te veo un poco pálida esta mañana, jovencita —observó con desprecio—.

¿Acaso no te alegra estar aquí?

Heather vertió el resto de las cenizas en un cubo de madera y se incorporó, apartándose un mechón de cabello del rostro. Sus mejillas estaban manchadas de hollín y el enorme vestido mostraba sus hombros delgados y gran parte de sus redondos senos. Se limpió las manos en la falda, manchándola de tizne.

—Me hace muy feliz estar aquí —murmuró, apartando la mirada de su tía.

Tía Fanny se acercó a ella y le dio una bofetada, magullando la tierna carne de su sobrina con sus manos gruesas.

—Tus ojos están hinchados —apuntó—. Creí haberte oído llorar en tu camastro ayer por la noche y ya veo que estaba en lo cierto. Me imagino que te apena no estar en Londres.

—No —susurró Heather—. Estoy contenta.

—¡Mientes! —exclamó Fanny—. ¡Odias estar aquí! ¡Lo que tú quieres es vivir en Londres a lo grande, porque crees que es lo que te mereces!

Heather sacudió la cabeza. No quería volver. Todavía no. De ninguna manera. No mientras el capitán Birmingham estuviera allí, buscándola por toda la ciudad. Él permanecería allí todavía tres o cuatro meses, vendiendo su cargamento y comprando. No podía regresar.

Tía Fanny le dio un brutal pellizco en el brazo.

—¡No me mientas, niña! —gritó.

—Por favor —suplicó Heather.

—Deja a la niña en paz, Fanny —intervino tío John, de pie junto a las cortinas que separaban su dormitorio. Tía Fanny se volvió hacia él con un gruñido.

—Mira quién está dando órdenes esta mañana tan temprano. ¡No eres mejor que ella, siempre pensando en lo que no tienes, siempre deseando lo que has perdido!

—Por favor, Fanny, no empieces otra vez. —suspiró él cansado, sacudiendo la cabeza con desesperación.

—¿Otra vez no, dices? —inquirió con sarcasmo—. Te pasas el día pensando en esa mujer. ¡La única razón por la que te casaste conmigo es porque no pudiste hacerlo con ella! Amaba a otro.

El hombre se turbó ante la crueldad de las palabras de Fanny y se alejó con los hombros todavía más hundidos.

Tía Fanny giró sobre sus talones y, dirigiéndose hacia Heather, le dio un fuerte empujón.

—¡Sigue trabajando y deja ya de marear la perdiz! —exclamó.

Con una rápida mirada de compasión hacia tío John, Heather levantó el cubo del suelo y se apresuró hacia la puerta. No soportaba ver a su tío con los hombros caídos.

Transcurrió una semana, luego dos, ésta última más lenta que la anterior.

No importaba lo duro que trabajara, no conseguía apartar de su mente los recuerdos desagradables. La acosaban día y noche. Muchas veces se levantaba en medio de la oscuridad, con la frente empapada por un sudor frío, habiendo soñado que el capitán Birmingham estaba con ella, aprisionándola en un abrazo apasionado. En otros sueños, éste parecía el mismísimo diablo, riéndose a carcajadas de su cuerpo aterrorizado. Heather se despertaba con las manos en los oídos. Los sueños sobre William Court eran igualmente horribles. Siempre aparecía ella, de pie junto a él, con el cuchillo en la mano y sangre en sus dedos.

Transcurrieron otras dos semanas sin que Heather lograse descansar, lo cual empezaba a afectarla. Su apetito era muy cambiante. Tan pronto estaba desganada como tenía náuseas o unas ganas insaciables de comer.

Sufría de somnolencia, un pecado imperdonable según su tía, que le pegaba continuamente a causa de ello. Cometía muchas torpezas: se le caían los platos al suelo o se quemaba los dedos con los cazos ardiendo.

Aquello era suficiente para hacer que una persona se volviera loca. Y

conseguía poner frenética a su tía, especialmente después de haber roto uno de sus cuencos preferidos.

—Pero ¿qué le estás haciendo a mi casa, pequeña perra viciosa, rompiendo todo lo que se te pone al alcance? —chilló, cruzándole la cara de una bofetada.

Heather cayó de rodillas al suelo, temblando violentamente, con la cara ardiendo a causa del golpe, y empezó a recoger los pedazos del plato.

—Lo siento, tía Fanny —se disculpó con voz ronca y lágrimas en los ojos—.

No sé lo que me está pasando. No consigo hacer nada bien.

—Como si alguna vez lo hubieras hecho —le espetó la mujer en tono despectivo.

—Venderé mi vestido rosa y te compraré otro cuenco —prometió Heather.

—¿Y qué venderás para pagarme el resto de las cosas que has roto? —

inquirió Fanny con sarcasmo, sabiendo muy bien que el vestido valía mucho más que todos los objetos rotos juntos.

—No tengo nada más —susurró la joven, poniéndose de pie—. Sólo mi camisola.

—Eso no vale ni un penique, y no permitiré que vayas enseñando las tetas por ahí.

Al oír eso, la joven se ruborizó y se ajustó el cuello del voluminoso vestido por enésima vez aquel día. Cada vez que se agachaba, el enorme escote revelaba gran parte de su anatomía. Si no fuera por la cuerda que llevaba atada a la cintura, lo enseñaría absolutamente todo, ya que no tenía nada que ponerse debajo. Debía quedarse con la camisola para cuando fuera al pueblo.

Transcurrió casi un mes hasta que le permitieron ir a la pequeña aldea con su tío. Había estado esperando ansiosamente durante semanas el momento en que su tía le permitiera hacerlo, y, ahora que el momento había llegado, recelaba de su tío. Seguía mirándola de forma extraña y a ella le ponía nerviosa sobremanera. Temía que, una vez lejos de tía Fanny, se sintiera tentado de hacer averiguaciones acerca de William Court. Se preguntaba si valía la pena ir al pueblo y que se enterara de que el hombre había muerto.

Aunque se había tratado de un accidente, ella había sido la culpable. Pero tenía que ir. Era la única forma de leer el tablón de anuncios que había en la plaza del pueblo. Cuanto antes encontrara trabajo, mejor. Además, su tía estaba esperando un bonito regalo a cambio del vestido.

Casitas blancas con techados de paja se alzaban agradablemente alrededor del estanque del pueblo, y una posada próxima al cruce invitaba a los extranjeros a detenerse y disfrutar de la apacible serenidad del lugar. Las flores tardías del verano adornaban las jardineras y las eras. Entre las casas se elevaban setos bien cortados a modo de cercas. Era mucho más hermoso vivir aquí que en Londres, tan sucio y lleno de mendigos y gente malvada.

Al llegar al pueblo, Heather y su tío se dirigieron de inmediato al campo comunal, una parcela rodeada por una cadena, en cuyo centro se encontraba el tablón de anuncios. Tío John tenía el hábito de ir primero allí.

Era su único contacto con el mundo más allá de los límites del pueblo y de la granja. Heather escudriñó las notas con discreción. Se necesitaba una fregona, leyó, pero se estremeció sólo de pensarlo. Alguien solicitaba una institutriz. Heather sintió que el corazón le latía salvajemente. Pero siguió leyendo la nota. Debía tratarse de una señora de no menos de cuarenta años. Sus ojos repasaron rápidamente todas las notas, rezando con desesperación que se hubiera dejado una que se ajustara a su perfil. Quería trabajar como sirvienta, pero si había algo mejor, lo aceptaría con gusto. No lo había. Sus esperanzas se desvanecieron. Cuando su tío se volvió para marcharse, ella le siguió con lágrimas en los ojos.

La condujo a una tienda para que comprara el recambio del cuenco roto de tía Fanny. Lo hizo muy abatida, casi sin ánimos. Cuando su tío había detenido el pequeño carro en un alto cerca de la plaza, Heather se había sentido eufórica, pues éste no le había preguntado nada. Ahora, a pesar de seguir agradecida por su silencio, deseaba apartarse a un lugar donde pudiera llorar a solas. Se reprendió a sí misma por ser tan impaciente. Era probable que más adelante hubiera una buena oferta. Pero su tía raras veces le permitía desplazarse al pueblo con tío John, de modo que pasarían siglos hasta que pudiera volver, y durante todo ese tiempo tendría que quedarse con ella.

El señor Peeves, el tendero, cogió el cuenco que Heather le había dado.

—¿Desea algo más, señorita? ¿Un nuevo vestido tal vez? —inquirió el hombre.

Heather se sonrojó. No era la primera vez que el hombre mencionaba lo del vestido nuevo. Sabía que todo el mundo la miraba con pena y que las jóvenes se burlaban de las ropas que llevaba. Pero era demasiado orgullosa para mostrarse avergonzada. Mientras le quedara vida en el cuerpo, seguiría manteniendo la cabeza bien alta y fingiría que no le importaba.

—No —respondió—. Únicamente el cuenco.

—Es un bonito cuenco, bien vale su dinero. Serán seis chelines, señorita Heather —comentó el tendero.

La joven sacó el pañuelo que llevaba en el bolsillo y lo desató. Contó el dinero cuidadosamente y se lo entregó. Todavía le quedaban siete chelines, aunque sabía que irían a parar a manos de su tía. Los ojos de la joven se desviaron a unas cintas de vivos colores que yacían en una mesa próxima a ella y las miró con nostalgia.

—La azul luciría bien en su cabello, señorita Heather —sugirió el señor Peeves, mirándola intensamente. Cogió la cinta y se la dio—. Pruébesela.

Mirando a su tío con incertidumbre, Heather dejó que el tendero la depositara en su mano. Se volvió lentamente hacia el espejo, el único que había en el pueblo, y alzó la vista. Era la primera vez que se contemplaba en un espejo con aquel vestido. Llevaba el cabello pulcramente trenzado sobre sus orejas, e iba bien aseada y con la ropa limpia, pero no importaba. El vestido de su tía le quedaba peor que un saco, le hacía parecer todavía más delgada de lo que ya era.

No era de extrañar que la gente la mirara y se burlara de ella, pensó cansada.

La puerta de la tienda se abrió y Heather dejó de mirarse en el espejo. Era Henry Whitesmith, un joven alto y delgado, de veintiún años, que llevaba mucho tiempo enamorado de la sobrina de John Simmons. Aunque Heather nunca le había animado a cortejarla, él siempre estaba cerca cuando la joven iba al pueblo. La contemplaba con adoración y le estrechaba la mano siempre que le era posible. A ella le gustaba, pero de forma fraternal. Se acercó inmediatamente a ella y le sonrió.

—Vi el carro de tu tío fuera —comentó el joven—. Tenía la esperanza de que hubiera venido con él.

—Me alegra volverle a ver, Henry —dijo ella con una sonrisa.

El joven se ruborizó, encantado.

—¿Dónde ha estado? La he echado de menos. Heather se encogió de hombros, apartando la mirada.

—En ninguna parte, Henry. He estado en casa con tía Fanny —repuso.

No quería hablar de su viaje a Londres. Sintió la mirada de su tío sobre ella, pero no le importó.

La puerta volvió a abrirse. Heather notó la presencia de la persona que acababa de entrar antes de verla. La recién llegada se dirigió a Henry, pero antes de estar junto a él, se detuvo bruscamente al advertir la presencia de la joven. Su expresión cambió repentinamente. La fulminó con la mirada y Heather sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo.

No era la primera vez que Sara miraba a Heather celosa de las atenciones que Henry le dedicaba. Sara estaba dispuesta a hacer lo que fuese con tal de que Henry se arrodillara a sus pies y la pidiera en matrimonio. Sus familias ya habían discutido sobre la dote que ella aportaría cuando se casaran, pero él se oponía obstinadamente a casarse. Sara sabía que el motivo era Heather. Sabía perfectamente que por mucho que se burlara con las otras chicas del pueblo de las ropas extrañas que llevaba Heather, él la prefería a ella. Incluso su propio padre había comentado a menudo la belleza extraordinaria que poseía la joven Simmons. Todos los hombres, jóvenes y mayores, estaban encandilados por la chica irlandesa.

Henry arrugó la frente al ver a Sara y se volvió hacia Heather.

—Tengo que hablar con usted —susurró en tono perentorio cogiéndola del brazo—. ¿Puede encontrarse conmigo más tarde junto al estanque?

—No lo sé, Henry —contestó Heather dulcemente—. Debo quedarme con mi tío. A mi tía Fanny no le gusta que ande sola por ahí.

—Y si él la vigila ¿podría entonces hablar conmigo? —preguntó él esperanzado.