El milenario Reich había perecido en mayo, cuando el Ejército Rojo y el Ejército de Estados Unidos se encontraron en el corazón de Alemania. Los científicos británicos habían entrado en la cueva que estaba bajo la iglesia del castillo de Haigerloch, y allí habían descubierto las ruinas del reactor alemán. Como todo lo que los nazis habían construido, estaba muerto. La guerra continuaba librándose, pero ahora se combatía en el extremo opuesto del mundo. El imperio insular de Japón estaba desapareciendo, y la flota que otrora había navegado sin rival de India a Hawai ahora descansaba en el fondo del Pacífico. Todo el mundo esperaba el ataque final al País del Sol Naciente. Pero unos pocos científicos sabían que no sería necesario ese ataque. Habían presenciado en los campos de prueba del desierto norteamericano ese instante de triunfo negado a los alemanes. Habían visto toda la furia del infierno.

Londres – 8 de agosto

Werner Heisenberg estaba desconcertado ante las noticias.

Los norteamericanos acababan de arrojar una bomba atómica sobre una ciudad japonesa, una bomba que según se afirmaba tenía la fuerza explosiva de casi 20.000 toneladas de TNT. La ciudad y la mayor parte de la población se habían quemado en un relámpago.

–Podría haber sido nuestra -murmuró Lauderbach, los puños apretados sobre la mesa de conferencias. Después, golpeó la mesa con un sentimiento de frustración-. Estuvimos tan cerca.

–Nos habíamos adelantado a ellos, ¿verdad, Werner? – preguntó Fichter.

Pero Heisenberg no contestó. Sus pensamientos estaban centrados en el científico norteamericano que detestaba la idea de una bomba tanto como el propio Heisenberg.

–El lo sabía -murmuró Heisenberg para sí mismo-. Lo sabía y me utilizó.

Los físicos alemanes se habían rendido en Hechingen a la primera patrulla aliada que entró en el pueblo. Heisenberg, que había escapado en bicicleta para refugiarse en su casa de Baviera, esperó hasta la caída definitiva del Tercer Reich. Entonces, sencillamente se identificó ante las fuerzas ocupantes. El equipo atómico alemán había sido reunido por los británicos y llevado a Londres. Ahora celebraban cautelosas reuniones con los científicos ingleses, que abrigaban la esperanza de comprometerles en un esfuerzo combinado de investigación.

–¿Qué peso tenía la bomba? – preguntó uno de los alemanes a sus anfitriones ingleses.

–¿Cómo la detonaron?

Pero el físico británico que había interrumpido la reunión para leer el histórico anuncio ya estaba desechando las preguntas.

–Sólo conocemos los hechos que acabamos de leerles. – Mostró el comunicado de prensa emitido por los norteamericanos.– Fue una sola bomba, arrojada de día desde un bombardero B-29, y explotó en el aire sobre Hiroshima.

–¿Uranio enriquecido o plutonio? – insistió un alemán. El inglés señaló el papel que sostenía en la mano.

–No lo dice. Se limita a mencionar un explosivo nuclear.

Heisenberg retiró su silla y caminó hasta la cabecera de la mesa, ocupada por Frederick Lindemann.

–Por favor, necesito hablar un minuto con usted. A solas.

Lindemann se disculpó y llevó a Heisenberg a una oficina contigua a la sala de conferencias.

–¿Cuándo comenzaron a procesar el combustible? – preguntó apenas Lindemann cerró la puerta.

–No tengo idea -dijo el físico inglés-. Sólo sabemos lo que los norteamericanos…

–Por favor -le interrumpió Heisenberg-. Esto es muy importante para mí, personalmente.

Lindemann le miró con suspicacia. Profesaba el mayor respeto a Werner Heisenberg. La pregunta escondía algo más que curiosidad profesional.

–Creo que a principios de 1944.

Heisenberg asintió. Los norteamericanos ya estaban produciendo material para la bomba cuando el agente había llegado a Alemania. De modo que todo eso había sido sólo una maniobra militar. El agente estaba retrasando a los alemanes, para que los norteamericanos pudiesen fabricar esas armas infernales.

–Me agradaría hablar con Nils Bergman -dijo Heisenberg. Lindemann le miró atónito al escuchar la sugerencia.

–Vino a Alemania, al Instituto Kaiser Guillermo, durante el invierno del cuarenta y cuatro. Colaboramos.

El inglés meneó la cabeza.

–Eso es imposible. Nils Bergman ya había muerto. Pereció trágicamente en un accidente aéreo.

Werner asintió.

–No me refiero al verdadero Nils Bergman. Hablo del norteamericano que le personificó. Desconozco su verdadero nombre.

Lindemann se sonrojó.

–¿Un impostor? ¿Un hombre que personificó a Nils Bergman?

–Por favor -rogó Heisenberg-. Alguien en Inglaterra debe conocerle. Los comandos británicos intentaron matarle. Para mí es importante verle. Sólo unos minutos.

El físico británico se apartó lentamente de la puerta, cerca de la cual se había detenido, y caminó hacia la ventana. Durante un momento miró distraídamente el primer estío sereno que su país presenciaba en cinco años.

–No, eso es imposible -dijo. Después, se volvió hacia Heisenberg-. No sabemos nada de una persona que haya representado a Nils Bergman.

Heisenberg pareció deprimirse en el momento mismo de aceptar la contestación.

–Yo le ayudé -dijo a Lindemann-. Me pareció que era mi deber. Ahora… me siento traicionado.

–Lo siento -contestó el inglés-. No imagino quién puede haber sido.

El encuentro se prolongó tres días más. Los alemanes presionaron a sus anfitriones ingleses, reclamando más información acerca del programa norteamericano. Pero los británicos no tenían respuestas. A su vez, los ingleses trataron de saber si los alemanes podían ayudarles a disminuir la ventaja norteamericana. Llegaron a la conclusión de que su única posibilidad era confiar en que los norteamericanos compartirían sus secretos atómicos. Heisenberg aportó poco a las discusiones. No le interesaban las bombas atómicas, al margen de la identidad de quienes las poseyeran.

Estaba en sus habitaciones, las maletas preparadas para regresar a Alemania, cuando un guardia militar llamó a la puerta y le entregó una nota del profesor Lindemann. Un automóvil le recogería una hora más tarde para llevarle a una reunión especial. Se le pedía que no hablase del asunto con ninguno de los restantes científicos alemanes.

Un oficial de la RAF se sentó en silencio al lado de Heisenberg, en el automóvil que le llevó a la base del Comando de Cazas de Gatwick.

–¿De qué se trata? – preguntó Heisenberg, que sentía crecer su curiosidad a medida que avanzaban por el camino.

–No tengo la más mínima idea -dijo el oficial-. Recibí órdenes: que le recogiera aquí y que me ocupara de llevarlo allí. Es todo lo que sé.

–¿El profesor Lindemann estará esperándonos?

–¿Lindemann? – El oficial meneó la cabeza.– Nunca he oído hablar de él. ¿Está en la base aérea?

Atravesaron una estrecha entrada, y siguieron una de las pistas hasta un hangar cerrado, al fondo del campo. Un bombardero Wellington esperaba en la pista y su tripulación descansaba bajo el ala.

–Allí -dijo el oficial, pasando la mano frente a Heisenberg y abriendo la portezuela-. Estaré esperándole cuando termine.

Werner caminó con paso inseguro hacia el hangar, y abrió la puerta de una oficina.

–¡Bergman! – dijo, cuando Anders se puso de pie detrás de un escritorio para saludarle. De modo que es real.

–Y estoy vivo, gracias a usted. Pero me llamo Anders. Karl Anders.

Heisenberg apoyó las manos sobre los hombros del norteamericano.

–Y se le ve muy bien. Está más delgado. Incluso más joven. ¿Qué clase de hombre es el que se rejuvenece en vez de envejecer?

–Tenía que parecer más viejo para ser Bergman. Ahora intento ser yo mismo, y es un papel más difícil.

La broma fue recibida en un silencio embarazoso.

–¿Oyó la noticia? – preguntó Heisenberg, pasando al tema que le interesaba.

–¿Acerca de la bomba norteamericana? Sí. Se ha difundido en todo el mundo.

–¿Usted sabía que su país estaba trabajando en eso?

Anders asintió.

–¿Usted sabía que estaban más avanzados que nosotros?

–Eso suponía.

Heisenberg se volvió y caminó hacia el fondo de la habitación. Se le hundieron los hombros y su voz se convirtió en un murmullo.

–Imagino que fue ingenuo de mi parte. Quizá yo mismo sabía que como los mejores físicos se habían reunido en Estados Unidos, ciertamente construirían una bomba. Pero pensé… abrigué la esperanza… de que usted pudiese encontrar el modo de evitarla.

–Todos creían que era necesaria -explicó Anders-. Temíamos no ser los primeros.

Heisenberg se volvió lentamente, agobiado por una verdad que acababa de confirmar.

–En ese caso, soy un traidor. – Miró a los ojos a Anders.-Debí entregarle apenas tuve sospechas.

Los ojos de Karl demostraron la conmoción que sentía.

–Creí que nos entendíamos.

Werner meneó lentamente la cabeza.

–Cuando yo acepté sus errores, no intentaba dar una ventaja a Estados Unidos. Lo juro, realmente deseaba evitar que se fabricase el condenado artefacto. Abrigaba la esperanza de que nadie sería el primero. Creí que usted alimentaba el mismo deseo.

–Y así era -protestó Anders.

–Pero usted sabía que su país estaba fabricando la bomba. De modo que usted en realidad realizó una maniobra dentro del juego de la guerra. Retrasar al enemigo, para llegar primero. Fue sólo una maniobra, y yo le ayudé a triunfar.

Anders atravesó el espacio que los separaba y apoyó las manos en los hombros de Heisenberg.

–Werner, usted sabe que no fue así. Usted y yo sabemos que ninguno de nosotros venció. Todos somos perdedores.

–Pero usted colaboró con ellos -protestó Heisenberg.

–No. Jamás colaboré con ellos. Me lo pidieron y me negué. Volvieron dos veces más, una para invocar mi patriotismo y otra para amenazar mi carrera. Ambas veces me negué. Les dije que jamás tendría nada que ver con la bomba que ellos estaban fabricando. Y entonces me dijeron: Si no está dispuesto a fabricar una bomba atómica, ¿contribuirá a destruirla?

Heisenberg le miró con suspicacia.

–Ambos somos traidores, si así lo prefiere -continuó Anders-. Usted trató de cerrar el paso a su país y yo intenté detener a los dos países. Pero maldito sea, Werner, ¿a quién traicionamos?

El alemán sonrió. Después, extendió los brazos y abrazó al norteamericano.

–Esperaba contra toda esperanza que usted se hubiese fugado.

–Escapé por poco -comenzó a decir Karl. Después que se acomodaron en las toscas sillas de madera que amueblaban la oficina del hangar, Karl le relató los detalles de la fuga. Heisenberg rió estrepitosamente cuando supo que la SS había estado transportándole a través de Alemania, mientras Himmler clamaba por su cabeza.

–¿Y su compañera? Birgit Zorn.

–Ahora es mi esposa -sonrió Anders-. Nos casamos hace tres semanas.

Describió la huida hacia el establo y el ataque de los soldados de la SS. Karl omitió el asesinato a sangre fría del mayor de la SS, pero recordó cómo había vuelto al montón de escombros para morir con Birgit.

–Los británicos estaban buscándonos. Pensamos que querían matarnos, y escapamos de ellos una vez. Pero nos hallaron en el establo y nos retiraron del montón de escombros. Birgit estaba gravemente herida. Una de las vigas le había roto la pierna. Los británicos la transportaron varios kilómetros hasta que llegamos a una casa segura, y después, la noche siguiente, nos pusieron en un avión. Estuvimos aquí en Inglaterra un mes, mientras le curaban la pierna. Y después volvimos a casa.

–A Estados Unidos -aventuró Heisenberg.

–No. A Suecia. Tengo una cátedra. Ciertamente, no con la jerarquía que tenía Bergman. Pero es un comienzo.

–¿Usted prefirió Suecia?

–Allí no hay bombas atómicas -explicó Anders.

Heisenberg asintió.

–Estuve en lo cierto. Nos entendemos. Y como somos vecinos, podremos vernos a menudo.

Karl apretó los labios.

–No podremos hacerlo oficialmente. Los ingleses desean que me mantenga alejado de Alemania. No mejoraría su imagen como caballeros, si los suecos nos ven reunidos e imaginan que el gobierno de Su Majestad estuvo falsificando pasaportes suecos.

–Pero los ingleses concertaron esta entrevista -dijo Heisenberg, señalando con un gesto la habitación que ambos compartían.

–Sólo por esta vez -dijo Anders-. Me trajeron aquí en un avión con el fin de que podamos despedirnos. Y me llevarán de regreso apenas hayamos terminado. Lo que menos desean es que el doble de Nils Bergman aparezca en Londres.

–En ese caso, le he perdido con la misma rapidez con que le hallé. Sin duda, podremos encontrarnos "oficiosamente". Por casualidad, si lo prefiere.

Anders sonrió.

–¿Quién podría impedirlo?

–Entonces, ¿dónde? ¿Cuándo? – Heisenberg ya estaba entusiasmado ante la perspectiva.

Anders intentó pensar en un lugar apropiado. De pronto, se le iluminaron los ojos.

–En Haigerloch, en la iglesia del castillo. De aquí a un año. En el aniversario de la bomba norteamericana. Nos reuniremos en el coro. Y cantaremos juntos ese himno. ¿Recuerda? La plegaria que usted estaba tocando en el órgano. La que no tiene letra.

–Tiene letra -dijo Heisenberg cada vez con más entusiasmo-. Busqué el texto apenas llegué a mi casa. Lo llevaré conmigo.

–¿Qué dice la letra? ¿Lo recuerda?

Heisenberg asintió.

–Se alaba al Señor con palabras sencillas. Se percibe al Señor en las cosas sencillas.

–Sin duda, no es el lema del milenario Reich -bromeó Karl.

–O de sus fabricantes de bombas -replicó Heisenberg.

Se abrazaron y rieron alegremente.

–Tal vez si cantamos bien la letra, jamás haya otra bomba atómica.

–Tal vez si la cantamos con fuerza suficiente. No sé cantar, tengo una voz terrible.

Al separarse estaban llenos de esperanza. Al día siguiente, los norteamericanos arrojaron una bomba todavía más grande, fabricada con plutonio, sobre Nagasaki. La ciudad y la mayor parte de su población perecieron quemadas en un relámpago.

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16/04/2008

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