–Entonces, ¿por qué cree que le invitaron a ir a Inglaterra? Usted mismo dice que no tienen programa propio, y que no intentaron llevarle a América.
Anders movió su copa de vino, y se tocó la cabeza en un gesto ensayado muchas veces.
–Creo que probablemente lo hicieron para evitar que viniese aquí, a Alemania. Como bien saben, ustedes son enemigos. No creo que los ingleses puedan entender que la ciencia pura nada tiene que ver con la guerra. Y no pueden soportar que nosotros los suecos seamos neutrales.
Birgit sonrió y alzó su copa en un brindis.
–Dios mío, usted es realmente bueno. Casi me llego a olvidar que no estoy hablando con Nils Bergman.
Anders la acompañó en el brindis, y sorbió el delicioso vino blanco alemán.
–Bien, ¿probamos en alemán? – propuso Birgit.
Anders gimió.
–¿No podemos pedir primero la cena?
La cena había sido idea de Birgit, y estaban en un restaurante que ella había elegido porque gozaba de la preferencia de Nils Bergman. Habían permanecido encerrados muchos días en la pequeña casa de campo, estudiando los escritos y las notas de Bergman, revisando sus correspondencias y los álbumes de fotos, y sosteniendo interminables conversaciones acerca de su vida social así como de sus intereses profesionales. Anders intuía que su representación era cada vez más convincente, y a medida que tomaba confianza se mostraba más audaz. Sus progresos las últimas dos semanas habían sido sorprendentes, incluso para su propio oído, siempre dispuesto a la crítica. La mañana de su llegada, Birgit había sugerido que Anders regresara a Estocolmo con ella para participar de una pequeña celebración y una cena. Anders había reprimido su momentáneo terror y había aceptado.
El camarero llegó con su libreta y tomó el pedido. Ambos eligieron el salmón blanco con ensalada de patatas frías, Birgit porque le agradaba, y Anders porque recordó que era el favorito de Bergman.
–Quizá podamos usar nuestro alemán para hablar de usted -propuso Anders-. Ambos sabemos todo lo que hay que saber acerca de Nils Bergman, y estoy seguro de que usted sabía muchas cosas de mí incluso antes de conocerme. Pero estoy en desventaja respecto de usted. ¿Guarda algún secreto?
Inclinó la botella de vino sobre la copa de Birgit.
–Nada que el vino pueda obligarme a revelar -dijo Birgit en actitud suspicaz.
Birgit siempre había esquivado las preguntas acerca de su propia persona. Anders deducía que ella era sueca por su dominio del idioma y sus ocasionales recuerdos del hogar y la niñez. Sin duda, estaba trabajando para los británicos, y a juzgar por sus comentarios sobre la correspondencia que mantenía con Inglaterra, era muy importante para ellos y gozaba de la confianza de las más altas jerarquías. Había reconocido que era diplomada en los programas universitarios superiores de matemática y física, y demostraba grandes cualidades en ambas disciplinas. Su alemán y su inglés eran excelentes, y ella atribuía ese saber al hecho de que había pasado algunos años en ambos países. La expresión de su cara cada vez que se aventuraban en la política alemana, le convencían de su odio a los nazis. Pero todas estas cosas no eran más que la agenda de su vida. A decir verdad, sabía muy poco de su persona.
–Su trabajo sin duda es peligroso -insistió Anders-. ¿Fue eso lo que la llevó a colaborar con los británicos? ¿Le gusta el peligro?
Ella se echó a reír.
–De ningún modo. Creo que jamás iría a un país peligroso, aunque me lo pidieran. En realidad, mi función es la de consejera. Por así decirlo una especialista.
–Pero usted no está comprometida… quiero decir, en la guerra. Si fuera inglesa, podría entenderlo. Pero, ¿por qué una sueca juega a la conspiración con la Inteligencia Militar Británica?
–No era un trabajo de conspiración -dijo Birgit, meneando la cabeza ante el absurdo de la idea-. Sólo me ofrecí voluntaria para actuar como vigía. Sabía por mis estudios la potencia increíble encerrada en el atómo. Fui a Inglaterra a trabajar con Lindemann. Estaba con él y Otto Frisch cuando formularon por primera vez la posibilidad de una bomba atómica. Después, estalló la guerra… los nazis invadieron Polonia… y Lindemann comenzó a hablar del empleo de una bomba atómica en la contienda. Me sentía horrorizada. Pero llegué a la conclusión de que todos estaríamos más seguros si la tenían los ingleses y no los alemanes. De modo que pregunté a los ingleses si podía ayudar. Y finalmente me encomendaron una misión.
–¿Con Bergman?
–¿Sin que él supiera que sus ideas eran transmitidas a Inglaterra? – aventuró Anders.
–En realidad, no habría importado. Nils Bergman tenía pocos secretos. Publicaba todo lo que creía útil. De manera que en realidad yo no era muy importante. Pero la guerra dividió a la comunidad especializada en física. No tanto con arreglo a criterios políticos sino como por cuestiones personales. Fermi fue a Estados Unidos porque su esposa es judía y él temía por sus seguridad. Frisch y Goudsmit fueron expulsados de Alemania porque eran judíos. Heisenberg permaneció en Alemania porque su esposa no deseaba marcharse. De modo que teníamos a un grupo de los mejores especialistas trabajando para los norteamericanos y los británicos y un grupo trabajando para los alemanes. La mayoría de ellos no creía en ninguna causa. ¡Oh, algunos alemanes se sentían complacidos de saber que pertenecían a la raza dominante! Pero la mayoría de los científicos de ambos bandos no se preocupaban por la política. Se limitaban a ir donde tenían que ir y a ejecutar el tipo de trabajo que debían realizar.
Pero Bergman estaba en el punto medio. Y era una figura importante. Tan importante como Heisenberg o Fermi. Habría representado una ayuda tremenda para los que consiguieran atraerle. Por eso los ingleses deseaban que les avisara si parecía que Bergman tomaba partido.
–¿Lo hizo? – preguntó Anders.
Se acercó el camarero, acomodó los platos de los dos comensales y se entretuvo un momento con el arreglo de la mesa. Después, se inclinó y de nuevo los dejó solos.
–¿Si tomó partido? – recomenzó Birgit-. No. En realidad no le importaba la guerra. No deseaba saber lo que estaba sucediendo en Alemania. Pero los alemanes lo tenían todo. El uranio. Toda el agua pesada del mundo, después de que invadieran Noruega. Y las fábricas Krupp producen el grafito más puro del mundo. Cuando le invitaron a demostrar sus teorías acerca de la fisión no pudo resistir. Era la obra de su vida.
–Y usted no le permitió ir -sugirió Karl Anders.
Birgit meneó la cabeza.
–Fui estudiante en Alemania durante más de un año. Estaba allí cuando comenzaron a rodar los trenes llevando vagones de carga colmados de personas decentes, transportadas a los campos de concentración. Los camisas pardas recorrían las calles, humillando y torturando a la gente que discrepaba con ellos. Viejos y mujeres. Niños. Inválidos. Les agradaba golpear a los débiles y los impotentes porque no podían contestarles. Estaban locos. Era como si el mundo se hubiese vuelto del revés. Como si se hubieran vaciado los asilos y los brutos irreflexivos ahora estuviesen a cargo de todo. La persona más loca del país había sido elegida líder, porque en una nación de locos nadie reunía mejores condiciones para el mando. Escuché a Hitler hablar sobre su destino de gobernar el mundo entero, y me sentí absolutamente aterrorizada. Después vi cómo mataron a alguien… un condiscípulo… Se le secó la boca y la voz se le ahogó. – Alguien a quien usted apreciaba -dijo Anders. Birgit asintió.
–Créame, los nazis no son peligrosos porque sean fascistas. Son peligrosos porque están locos. No pude permitir que Berg-man les ayudase. Sabía muy bien lo que harían con su trabajo. Tenía que detenerle. No me quedaba alternativa.
Se volvió avergonzada, como si acabase de confesar un grave pecado. Era evidente que se odiaba a sí misma porque había traicionado a su mentor.
Anders probó abordar otro tema.
–¿Su nombre es realmente Birgit Zorn? ¿O es una especie de seudónimo?
A Birgit se le agrandaron los ojos, y de pronto se echó a reír. Intentó sofocar la risa, y se le derramó comida por la comisura de los labios; se cubrió rápidamente los labios con la servilleta. – Por supuesto, es mi verdadero nombre -finalmente consiguió decir, y con la risa, el sentimiento de culpa que enturbiaba sus ojos se disipó.
-Profesor Bergman.
La voz vino de atrás, y sorprendió a los dos. Anders se volvió y vio a un hombre de cuerpo redondo ataviado con un grueso traje de lana. Tenía las manos cruzadas delante del vientre abultado, y se inclinaba un poco sobre sus propias manos.
Se enderezó cuando Anders se volvió y le miró directamente a los ojos. Su cara manifestaba confusión. – Discúlpeme. Creí que…
Anders dejó caer su servilleta mientras se ponía de pie para ganar un instante que le permitiese recordar. Había visto a ese nombre en varias fotos. El propietario del restaurante que estaba inclinado sobre sus huéspedes en una foto de Bergman y su amante- ¿Cómo se llamaba?
–¿Profesor Bergman? – dijo el dueño del restaurante. Esta vez era una pregunta.
El nombre vino a la mente de Anders.
–Por supuesto, Mats. Me alegro de verle otra vez.
Aun así, Mats parecía desconcertado.
–Usted parece… -Las manos describieron círculos para indicar su confusión.-…muy bien. Quizá más delgado. ¿Ha perdido peso? ¿Cuánto tiempo hace que no nos vemos?
–Estuve viajando -contestó Anders. Se dio una palmada en el estómago-. Y perdí mucho peso. Por eso he venido directamente aquí, para tomar una comida decente.
Señaló su plato.
–¡Ah! – La cara de Mats se iluminó al comprender.– Su plato favorito, el salmón blanco. Siempre tengo algo para usted.
Y después se relajó, sintiéndose cómodo con un viejo amigo. El ambiente, la comida, todo identificaba a Nils Bergman, aunque la cara había cambiado un poco.
–¿Conoce a mi ayudanta, la señorita Zorn?
–Es un placer -dijo el hombre, inclinándose formalmente hacia Birgit. Después dirigió a Anders una mirada interrogadora.
–Magda está fuera de la ciudad, con su familia -explicó Anders-. La señorita Zorn tuvo la bondad de hacerme compañía.
Mats sonrió, y la sospecha fue remplazada por un guiño astuto.
–Espero volver a verla con frecuencia, señorita Zorn. – Después, con un gesto indicó a Anders que volviese a ocupar su silla.– Por favor, no deseo interrumpir.
Se inclinó, y continuó caminando para saludar a los comensales de la mesa contigua.
Anders extendió la mano hacia su copa de vino, pero la retiró al advertir que estaba temblando.
–Dios mío, estuvimos cerca -murmuró a Birgit-. ¿Cree que él sospecha?
–De ningún modo -sonrió Birgit-. Sospecha que soy su nueva amante, y creo que incluso se sintió complacido de la elección que usted ha hecho. Pero no sospecha que usted no es Nils Bergman. Lo hizo muy bien.
Anders meneó la cabeza aliviado, y consiguió dominar el temblor de su mano, por lo menos en la medida necesaria para beber un trago de vino. Cuando observó de nuevo a Birgit, ella le miraba directamente a los ojos.
–Está preparado para ir a Alemania -se limitó a decir.
El sintió que la impresión se manifestaba en su propia cara.
–Mañana escribiremos al ministro alemán de física. Sospecho que querrá que usted viaje inmediatamente.
Anders miró impotente al dueño del restaurante, y después volvió los ojos hacia Birgit.
–Todavía no estoy preparado -dijo, y su gesto sugería que apenas había sobrevivido al encuentro con un desconocido total-. No creo que esté preparado siquiera para la prueba que usted me prometió.
–Esa fue la prueba -dijo ella.
Anders la miró, después volvió los ojos hacia Mats, y más tarde se volvió otra vez hacia Birgit.
–¿El? – preguntó.
–El profesor Bergman comía aquí dos o tres veces por mes. Mats siempre saluda a sus huéspedes. Cierta vez incluso se hizo una fotografía con Bergman.
–Pero, ¿el dueño de un restaurante…?
–Conoce a Bergman mejor que cualquiera de las personas que usted verá en Alemania. Karl, nunca esperamos que usted engañase a la amante de Bergman. Pero los alemanes no conocen a Nils Bergman tanto como lo conoce Mats. De manera que si usted puede convencer a Mats, no existe una sola persona en Alemania que no pueda ser convencida.
El apetito de Anders había desaparecido. Apartó su plato y concentró la atención en la copa de vino.
–¿Por eso usted propuso la celebración? ¿Para probarme?
–Tenía que asegurarme -contestó Birgit.
–Para proteger la misión.
–No -replicó Birgit con aspereza-. Para protegerle a usted mismo… y para protegerme yo.
–¿Usted? Usted no viaja a Alemania.
Birgit aceptó la agria réplica.
Anders permaneció sumido en un silencio pétreo hasta que sintió el dedo de Birgit que le tocaba la mano apoyada en la copa de vino.
–Dije que yo no era profesional -le recordó Birgit-. No lo soy. Si esta fuese mi línea de trabajo, lo único que me interesaría sería la misión. Pero me interesa usted y mi propio equilibrio mental.
La mirada de desconcierto de Anders le decía a Birgit que él no entendía.
–Yo maté a Nils Bergman -dijo Birgit. Anders empezó a protestar, pero ella alzó una mano para silenciarle-. No con mis propias manos. Pero hice todos los arreglos, y después lo envié a su muerte.
–Ahora, he arreglado todos los detalles para usted. Pero tengo que estar segura de que no le envío a la muerte. No importa lo que suceda, no quiero comprometerme en la liquidación de otra persona. ¿Puede comprender esta actitud?
El asintió, para indicar que podía.
–Lo siento. Sé que usted no se limita a despacharme a Alemania. Sé que le preocupa lo que pueda sucederme.
–Me preocupa mucho -contestó Birgit. Durante un momento se miraron, y el color claro del vino se reflejó en la cara de cada uno.
–No es necesario que vaya -murmuró Birgit-. Que usted sea capaz de hacer esto, no significa que deba hacerlo. Continúa siendo peligroso, y no es el tipo de trabajo que usted ejecuta, del mismo modo que no es el mío.
El sonrió irónicamente.
–Adoptamos esa decisión en la casa de campo. ¿Lo recuerda? Yo sabía lo que la bomba podía hacer, y usted sabía lo que los nazis podían hacer. Por eso formamos un equipo.
Alzó la copa en un brindis. Durante un momento Birgit se limitó a mirarle. Después, sonrió y elevó su propia copa.
–Por Alemania -dijo Anders.
Helsinger -13 de abril
Le aterrorizaba el sonido de su propia voz. Cada gesto implicaba el peligro de traicionarse. Y las palabras alemanas que había hablado desde la niñez parecían decirle que él era una falsificación.
Kurt Diebner, con su abrigo oscuro y cubierto con un sombrero flexible, le había recibido en el transbordador y escoltado a través del control danés de pasaportes. Después, le había llevado a una limusina negra e intercambiado cortesías acerca del tiempo, mientras se dirigían al hotel que era el cuartel general de la comisión nazi que administraba Dinamarca.
–Le hemos reservado la habitación más espaciosa -explicó Diebner, mientras atravesaba el vestíbulo con su huésped para acercarse al pequeño ascensor abierto-. Nuestro vuelo a Berlín ha sido retrasado un día o dos, de modo que permaneceremos aquí hasta que llegue el avión. Entretanto, varios funcionarios de mi gobierno tienen mucho interés en conocerle.
Anders comprendió la intención. Los nazis deseaban asegurarse de la identidad del distinguido huésped antes de incorporarle a su programa de investigación más secreto. Los funcionarios que ansiaban conocerle probablemente pertenecían a la Gestapo.
Apenas Diebner le dejó, Anders fue directamente al cuarto de baño, se salpicó la cara con agua fría y enjugó las gotas de transpiración nerviosa que habían aparecido en la raya del cabello y sobre el labio superior. Acomodó el traje de lana gruesa, asegurándose que el chaleco estuviese bien abotonado sobre el estómago, y volvió a ensayar la postura encorvada que tendía a disimular su estructura física. Después se miró al espejo, vocalizando frases alemanas hasta que consideró que parecían naturales.
Diebner le había creído, y eso le alentaba. El alemán había aceptado su presentación, así como sus pocas palabras de conversación, considerándolas auténticas. No había observado ni un atisbo de duda en los ojos del hombre. Pero Diebner no era el peligro. Era el patrocinador de Bergman, ansioso de acrecentar su propio prestigio asociándose con un físico de renombre mundial.
El peligro estaba en los oficiales nazis a quienes conocería unos minutos después. Hombres que se preguntaban por qué los extranjeros tenían que agregar algo al brillo del pensamiento alemán, y a quienes se había enseñado a abrigar sospechas frente a todos los que no pertenecían a su círculo cerrado de fanáticos. Les agradaría mucho descubrirle.
Caminó hacia la puerta, pero se detuvo cuando ya tenía la mano sobre el picaporte. La angustia provocada por el miedo parecía elevarse desde su estómago ahora que se acercaba el momento del encuentro. Respiró hondo. Después abrió la puerta y caminó hacia el ascensor.
Mientras el artefacto descendía lentamente hacia el vestíbulo, Anders descubrió que hasta cierto punto esperaba fracasar. Sería mucho más fácil abordar el transbordador para regresar a Suecia que subirse en un avión que se dirigía a Alemania. "Lo intenté", podría decir a Birgit en la seguridad de la casa de campo donde ella lo había entrenado. "Fue una buena idea, y casi funcionó." Y después, cuando regresara a Estados Unidos, podría decir a la gente del Proyecto Manhattan: "Hice todo lo posible. ¿Qué más puede exigirse?" Pero si sobrevivía al examen, el terror continuaría. Se acrecentaría con cada día que pasara, con cada nueva persona que le presentaran y con cada conversación de la cual participara. Y si le descubrían después que le habían incorporado al programa y que le habían revelado sus secretos, ciertamente no le devolverían al transbordador. Probablemente desaparecería tan bruscamente como le había sucedido al hombre a quien personificaba.
Diebner esperaba en el vestíbulo, y dio a Anders todo tipo de información mientras le conducía a un pequeño comedor donde estaba preparado un buffet.
–Herr Goetz trabaja directamente para Goebbels en el Ministerio de Información -dijo, reseñando la identidad de los dignatarios que habían acudido a saludar a Bergman-. Querrá preparar una historia de su persona para nuestros servicios de información. Y el coronel Hartmann pertenece al personal del Reichsfürer Himmler. El Reichsfürer lamenta no poder estar aquí para saludarle personalmente.
Ahora estaba sentado con ellos, mientras un camarero servía vino y cerveza con trozos de carne fría y salchichas. Y mientras respondía a las preguntas formuladas como de pasada, las palabras se le pegaban en la boca. Sus movimientos eran duros y sus gestos forzados.
Los papeles que representaban esos hombres eran evidentes. El hombre de Goebbels dirigía el interrogatorio, y disfrazaba las preguntas en forma de una educada conversación alrededor de la mesa- Diebner trataba de evaluar el contenido científico de los comentarios de Anders, mientras el coronel con su uniforme impecable trataba de juzgar su fidelidad.
–Creemos que el átomo puede liberar una gran masa de energía -dijo Herr Goetz-. Energía que nos servirá eficazmente en la guerra, pues aportará a nuestros submarinos una fuente ilimitada de fuerza. Pero energía que también satisfará las necesidades humanitarias una vez concluida la guerra.
Anders asintió, como habría asentido Bergman, y comenzó a explicar teorías relacionadas con el control de las reacciones en cadena. Advirtió la confusión de Diebner cuando comenzó a analizar la importancia de las mediciones cruzadas exactas del carbono, y cuando tomó un lápiz y comenzó a garabatear ecuaciones sobre el mantel.
Diebner y Goetz sonrieron cuando Anders empezó a calcular los voltios de energía que podían liberarse mediante el proceso de fisión, y los convirtió en libras de vapor para la generación de electricidad. El advirtió que la mano con que sostenía el lápiz se movía certera y segura, como habría sucedido en el caso de Bergman.
Después, sus ojos se encontraron con los ojos angostos del coronel Hartmann, y en ellos leyó lo que había estado temiendo. El oficial no tenía interés en las teorías. Sus ojos ni una sola vez habían descendido a los números y los diagramas escritos en el mantel, permaneciendo fijos en la cara de Anders.
–¿Usted cree en la posibilidad de una bomba de uranio? – le interrumpió súbitamente Hartmann.
Goetz dejó de adoptar la postura de líder de la discusión, y Diebner se separó nerviosamente de la mesa.
Anders se encogió de hombros, gesto de indiferencia propio de Bergman, que él había ensayado muchas veces.
–Posible… ciertamente, todo es posible. ¿Pero práctico? Tal vez sea demasiado pesada para transportarla. – Miró directamente a su adversario y ofreció la respuesta que Bergman había formulado con frecuencia a Birgit.– No he pensado mucho en ella. Las bombas no me interesan.
–Usted estuvo en Inglaterra -dijo Hartmann-. ¿Las bombas les interesan a los ingleses?
Anders sonrió, y después hizo un gesto al coronel.
–Como usted, los militares están interesados. – Miró a Diebner.– Los científicos no.
–¿Por qué no se quedó en Inglaterra? – continuó Hartmann, sin prestar mayor atención a la respuesta precedente.
Anders desarrolló los argumentos que había ensayado con Birgit en el restaurante. Los ingleses no tenían uranio. Habían encomendado la investigación a los norteamericanos. Y él no deseaba trabajar con Enrico Fermi.
–Entonces, ¿a usted no le importa de qué lado estar? – le desafió Hartmann.
Era el momento de la verdad previsto por Birgit. Anders adoptó una expresión grave.
–Si usted pregunta si creo en la raza superior… la respuesta es no. Soy sueco, no alemán. Si la lealtad a Alemania es una condición para unirme con ustedes, lamentablemente tendré que rechazar la invitación del doctor Diebner.
Los ojos de Hartmann se agrandaron un poco cuando intentó dominar su sorpresa. No estaba acostumbrado a la gente que no manifestaba profusamente su fidelidad al Führer.
–Soy científico -dijo Anders-. Mi lealtad tiene que ver con los hechos y con la verdad. Estoy aquí porque este es el lugar donde la ciencia está realizando sus principales progresos. Por lo tanto, no estoy del lado de nadie. Si la investigación inglesa estuviera por delante de la alemana, habría permanecido en Inglaterra.
–Sin duda, esa es la actitud propia de un científico… -comenzó a decir Diebner. Pero Hartmann le interrumpió levantando simplemente la mano de la mesa.
–Y sabiendo esto, ¿los ingleses le permitieron venir a Alemania? – preguntó Hartmann.
–Mi estimado coronel, los ingleses no podían hacer otra cosa. Soy un ciudadano sueco, protegido por el gobierno sueco. Tengo todo el derecho del mundo para volver de Inglaterra a mi país. Y todo el derecho a abandonar mi país y venir de visita a Alemania. Naturalmente, en el supuesto de que aquí sea bienvenido.
Miró a Diebner, buscando la respuesta.
–Más que bienvenido -dijo Diebner-. Estamos complacidos.
Miró al coronel, como pidiendo su conformidad. Pero los ojos de Hartmann continuaron fijos en Anders.
Goetz rompió el incómodo silencio con una pregunta trivial acerca de las aficiones personales de Bergman y la conversación pronto siguió una dirección menos desabrida. Pero incluso en el marco de la conversación intrascendente continuó la exploración.
Se mostró convincente. Y cuanto mejor reaccionaba, más tendía a confiar en su capacidad para abordar la pregunta siguiente. El terror que antes sentía desapareció, y la angustia se calmó a la vez que volvía su apetito. Recordó las palabras de Birgit: "Dios mío, lo hace muy bien", cuando comprendió que ahora Diebner y Goetz estaban más interesados en la comida y el vino que en lo que él decía. Incluso advirtió cierto cambio en la expresión de Hartmann. El coronel se había hundido en un sombrío silencio, decepcionado porque no podía encontrar blancos para su ataque.
Diebner le acompañó hasta el ascensor, y repitió que se sentía muy complacido por tener como colega a Bergman.
–Confío en que nos encontrarán un avión, para que podamos viajar a Alemania y comenzar nuestro trabajo. Estoy seguro de que sabremos algo por la mañana.
Apenas se cerró la puerta de la habitación, Anders respiró hondo. Eso había terminado. ¿O apenas comenzaba? Al menos por el momento no le importaba mucho.
Se quitó la chaqueta y se acercó al armario. Apenas abrió la puerta del armario, supo que habían revisado su habitación.-
Había dejado la manga de una chaqueta metida en el bolsillo de otra. Ahora, colgaba libremente. El cierre de su portafolios había quedado abierto uno o dos centímetros. Ahora estaba totalmente cerrado. En el cuarto de baño la hoja de su maquinilla de afeitar había quedado un poco floja. Ahora estaba fuertemente apretada. "La gente que tiene prisa", le había explicado uno de sus instructores ingleses, "nunca deja las cosas exactamente como las encuentra. De modo que el truco consiste en recordar exactamente cómo las dejó uno. Las cosas no cambian solas."
Lo habían interrogado, y ahora probablemente estaban verificando todo lo que él les había dicho. Habían revisado sus cosas, y sin duda estaban analizando sus papeles, sus prendas de vestir, incluso la pasta dentífrica y el jabón de afeitar con algún espía profesional de Berlín. Todo lo que él podía hacer era esperar que examinasen los indicios.
A él le tocaba decidir si regresaba a Suecia o continuaba hacia Alemania. Y mientras se acostaba en la cama de matrimonio, Anders sólo pudo preguntarse qué deseaban más los alemanes: otro servil dispuesto a venerar al Führer, o la bomba atómica.
Berlín -15 de abril
El trimotor Junker ascendió sobre el Báltico y enfiló hacia el sur, y Suecia desapareció rápidamente en el extremo del ala izquierda y la costa de Dinamarca era una referencia constante a la derecha. El sol de la mañana, que todavía estaba bastante bajo, convertía el agua grisácea en plata y teñía las millares de islas de Jutlandia. En ese marco de increíble belleza, podía pensarse que todo el mundo estaba en paz. Pero el aeródromo próximo a Berlín podría haber sido la puerta del infierno. El aire estaba cargado de humo negro que provenía del incendio de un hangar bombardeado. Y allí se elevaba una ensordecedora cacofonía de voces de mando y sirenas de alarma mientras los soldados de uniformes grises corrían a combatir las llamas.
–Un blanco infortunado -dijo Kurt Diebner, desentendiéndose del caos mientras caminaba de prisa con Anders hacia el automóvil que les esperaba-. Derribamos centenares de bombarderos, pero imagino que es inevitable que uno o dos consigan atravesar nuestras defensas.
El entorno contradecía la jactancia. La pista que atravesaba el campo estaba salpicada con cráteres provocados por las bombas. Había varias pilas de restos ennegrecidos que tenían forma de aviones. Detrás, el esqueleto de acero retorcido de lo que había sido otrora un edificio. Era evidente que los bombarderos aliados realizaban visitas regulares.
Dos motociclistas ocuparon sus posiciones delante de los guardabarros del automóvil, y después el grupo salió rápidamente del aeropuerto y avanzó hacia el perfil de la ciudad. Diebner reanudó la conversación que había iniciado en el avión, y enunció todos los preparativos que se habían realizado en previsión de la llegada de Bergman. Pero Anders no escuchaba. Estaba tratando de controlar el miedo que de nuevo le mordía las entrañas, y de ocul-el temblor que parecía evidente en sus manos.
Era su primera percepción de una terrible soledad. Estaba completamente abandonado a su suerte, alejándose cada vez más de cualquier posibilidad de ayuda con cada kilómetro que el automóvil recorría. Antes, las personas que lo habían criticado, que habían trabajado hora tras hora en el intento de probarlo y revelar el fraude, habían sido sus amigos, hombres y mujeres que necesitaban que él tuviese éxito. Pero ahora que se internaba en el corazón de Alemania, era como si sus amigos le hubiesen vuelto la espalda y lo hubieran abandonado. Ahora cada cara, cada voz correspondía a un posible enemigo.
En la ciudad le esperaban más cosas que podían inspirarle temor. Salieron de una calle residencial bordeada de árboles y pasaron frente a un bloque de edificios de apartamentos que habían sido alcanzados por las bombas. A la izquierda, los edificios se elevaban majestuosos, y sólo los agujeros vacíos de las ventanas destrozadas sugerían el horror. Pero a la derecha, los muros maltratados se elevaban como espectros sobre una montaña de ladrillos pulverizados y maderas astilladas. Podia ver los perfiles de las construcciones destruidas grabadas como un recuerdo sobre los restos. Estaba entrando en una ciudad condenada, arrasada con precisión matemática por las fuerzas aéreas aliadas. Los aliados que él había dejado atrás estaban penetrando en este país al que había llegado Anders, y amenazaban destruirlo.
–Bastardos ingleses -oyó decir a Diebner, que de pronto interrumpió su monólogo acerca de los preparativos y los arreglos-. Nada pueden hacer contra nuestros ejércitos, y por eso atacan a las mujeres y los niños.
–Estuve en Londres -respondió Anders, que intentó reafirmar su neutralidad y recordar a su anfitrión que no todos los bastardos estaban del lado de los aliados. Le complació la confianza que inspiraba su propia voz, y se sintió aliviado porque su alemán parecía convincente.
Viraron hacia el suroeste, y entraron en un suburbio de Dahlem, y Anders se sorprendió ante su súbita excitación. Estaban acercándose al Instituto Kaiser Guillermo, la morada de los dioses de la química nuclear y el santuario de la ciega fe alemana en la ciencia. El propio Guillermo había fundado el instituto en las tierras rurales, demostrando así su intención de inventar cosas en lugar de cultivarlas. Lo que él había deseado inventar eran los aceros y los combustibles que convertirían a su país en una enorme máquina. No había tenido modo de saber que su producto más importante serían unas pocas ecuaciones garabateadas en un papel que marcarían el principio de la era atómica.
Pero esas ecuaciones eran precisamente las que habían dado renombre mundial al instituto. La judía austríaca Lise Meitner había trabajado aquí en el desarrollo de la teoría de la fisión. Sus ideas habían creado la disciplina de la física nuclear, y habían atraído al suburbio berlinés a prometedores alumnos de todo el mundo. La mitad de los maestros de Anders habían aprendido su oficio en el Instituto, y la mayoría de los libros y los papeles que él estudiaba habían sido escritos aquí.
Gracias a los grabados incluidos en los libros de texto, Anders identificó los edificios apenas los vio. Tres pisos de piedra bajo tejados con aleros rodeaban una cúpula única, que tenía la forma del ridículo casco con punta que, según se decía, Guillermo usaba incluso en la cama. El instituto carecía de señales de identificación. Cuando doblaron hacia los portones de entrada, Anders se sintió reconfortado por los signos exteriores de vida académica, un oasis en un desierto de locura, al parecer perdonado de la destrucción por los aliados como un gesto humanitario. Pero la ilusión se esfumó instantáneamente. Se detuvieron frente a una entrada vigilada por soldados, y después del intercambio de saludos al Führer, continuaron en el automóvil hasta una puerta de acero. Entraron en un corredor de hormigón iluminado por lamparillas protegidas con alambre, y descendieron las escaleras de hierro hasta los bunkers del subsuelo.
Los científicos esperaban en una sala de conferencias, y se pusieron de pie cuando entró Anders, moviéndose alrededor de la mesa para saludarle. Los tres primeros hombres presentados a Anders eran desconocidos, a quienes ni siquiera se mencionaba en las notas de Bergman. Reconoció el nombre de Otto Fichter, que correspondía a un individuo rechoncho y de baja estatura.
–Escuché su disertación en París -dijo Fichter, a modo de cumplido.
–Y yo recuerdo su trabajo acerca de la dispersión de los gases -contestó Anders en un alemán defectuoso.
–Lo he consultado con frecuencia -sonrió Fichter.
–El profesor Fritz Lauderbach -graznó Diebner, presentando a un alemán que había conquistado reputación mundial por sus estudios acerca de la función de la masa en las reacciones del tipo de la fisión. Lauderbach chocó los talones, orgulloso de haberse adaptado fácilmente a la mentalidad militar de su país.
Anders saludó a un hombre tras otro, agregando algunas palabras cuando recordaba el nombre o el trabajo de un individuo, gracias a la correspondencia de Bergman. Su actitud desenvuelta disimuló el temor que sentía a medida que uno tras otro se presentaba ante él, Anders le clavaba los ojos buscando un atisbo de duda, los ojos entrecerrados o la súbita negación de una mano. Pero el desfile continuó sin incidentes. Birgit tenía razón. Los científicos alemanes no conocían a Nils Bergman.
–¿Y dónde está Werner? – preguntó Diebner, paseando la mirada por el grupo-. ¿El profesor Bergman seguramente conoce a Werner Heisenberg?
Anders endureció el cuerpo. Le esperaba la más difícil de las pruebas. Heisenberg era mundialmente famoso, ganador del Premio Nobel cuando apenas había cumplido treinta años. Dos veces había compartido el estrado en seminarios de física con Nils Bergman.
–En su oficina -explicó uno de los científicos-. Pidió que le llamaran cuando llegase el profesor Bergman.
–No le molesten -pidió Anders, pero Diebner ya le había aferrado el codo y le sacaba de la sala de conferencias al corredor.
–Tonterías. Se ofendería si no está presente en este momento. Usted y él seguramente tienen mucho que hablar -dijo Diebner mientras se aproximaba a la puerta cerrada.
Heisenberg estaba sentado frente a su escritorio cubierto de papeles cuando entraron en la oficina; un Concierto de Brandeburgo giraba en el fonógrafo que había detrás. Se puso lentamente de pie, sin hacer caso de la complicada presentación de Diebner, y mirando a Anders directamente a los ojos.
–Déjenos -dijo a Diebner sin dirigirle siquiera una mirada. Sus ojos continuaron clavados en Anders.
Diebner se erizó ante la afrenta a su cargo. Pero si deseaba obtener la reacción en cadena que había prometido a Himmler, esos eran los dos hombres que lo conseguirían.
–¿Se reunirán con nosotros en la sala de conferencias? – preguntó.
–En unos instantes -contestó Heisenberg-. El profesor Bergman llega del mundo exterior. Hay muchos viejos amigos de los cuales nada sé. Tal vez pueda explicarme qué hacen.
Después de salir, Diebner cerró con cuidado la puerta.
–Asno -dijo Heisenberg. Su expresión severa se suavizó y meneó la cabeza en un gesto de desesperación, mientras señalaba una silla a su visitante-. Antes de la guerra ni siquiera le habríamos permitido afilar nuestros lápices.
–¿Qué escribió? – preguntó Anders, que de pronto advirtió que Heisenberg sonreía en una actitud de sincera aceptación.
–Nada más profundo que avisos a su lechero.
Werner Heisenberg sacó una botella de vino del Rhin del cajón de su escritorio.
–¿Bebemos una copa?
Anders advirtió que el vaso medio lleno de Heisenberg estaba sepultado bajo los papeles que cubrían el escritorio.
–Antes de la comida no bebo -dijo Anders. Heisenberg asintió en un gesto aprobador.
–¿Le agrada Bach? – preguntó el genio alemán.
Anders se encogió de hombros y meneó la cabeza con un ademán que había aprendido de Birgit. Heisenberg comprendió lo que quería decir. El profesor Bergman no se interesaba mucho por la música.
–Es un matemático increíble -continuó diciendo Heisenberg-. Escribí una fórmula para una de sus fugas. Asigné un valor a cada nota. Después, pude disponer diez notas en una secuencia, y la fórmula me permitía pronosticar la nota siguiente. Acerté casi el noventa por ciento de las veces. Todo ordenado. Todo muy exacto. Un matemático perfecto. Habría sido maravilloso en el campo de la física teórica,
–Tal vez usted pueda prestarme algunos discos -dijo Anders-. Mientras estemos cooperando, quizá podamos hallar una fórmula que nos permita componer una fuga entera.
Heisenberg no contestó. Su mente ya había pasado a otros temas. En cambio, miró por encima del borde de su vaso de vino, analizando a su visitante como había analizado las progresiones de Bach. Parecía que estaba sopesando una pregunta, y Anders sintió que se le secaba la boca mientras intentaba conseguir un millar de respuestas posibles. Pero los pensamientos de Heisenberg de nuevo pasaron a otro tema, y ahora el científico de nuevo volvió a la conversación cortés.
–¿Su viaje fue agradable?
–Dinamarca es un bello país -dijo Anders, aliviado porque ahora pisaba terreno seguro-. Permanecimos sólo un día, mientras esperábamos el avión. Pero el vuelo fue… -Buscó la expresión alemana, y después la remplazó por otra…- no tan cómodo. Era un avión militar. Mucho viento y mucho ruido.
–¿Y el recorrido a través de Berlín? – preguntó Heisenberg con malevolencia.
–Terrible -dijo Anders-. Hay tanta destrucción. Tantos bombardeos.
Heisenberg se llevó un dedo a los labios.
–No hable en voz tan alta. Supuestamente no vemos la destrucción provocada por las bombas. Tenemos que fingir que todos los edificios están en su lugar.
Anders no entendió.