–Para evitar que Goering se ofenda. Nos ha asegurado que la Luftwaffe domina los cielos. De modo que todos fingimos que los aviones aliados no vuelan sobre nuestras ciudades. Es el juego nacional del “Traje Nuevo del Emperador". Como el reactor de agua pesada que hemos construido. Himmler dice que todavía tenemos agua pesada, y entonces fingimos que el reactor funcionará.

–¿No hay agua pesada? – dijo Anders, tratando de mostrarse impresionado.

–Ni una taza -dijo Heisenberg riendo cínicamente-. Pero evitamos prestar atención a eso. Himmler se ofendería.

–Pero… su trabajo. ¿Cómo puede obtener una reacción en cadena?

–No puedo -dijo el científico alemán. Vació su copa de vino-. Pero tenemos mucho grafito. Alemania está fabricada con grafito. De modo que el reactor que usted construya alcanzará la fase crítica. No el mío.

–Pero ni siquiera he comenzado -protestó Anders.

Heisenberg rechazó la objeción.

–He empezado por usted, profesor Bergman. Ordené que ampliaran la cueva, de modo que usted pueda construir su reactor junto al mío. El agua de enfriamiento que traigamos del río irá a su reactor sencillamente con la ayuda de unas pocas válvulas. Los obreros encargados de la construcción están esperando los planes que usted trace.

–Se construirá en una cueva -presionó Anders. De nuevo Heisenberg se llevó el dedo a los labios.

–Todo es muy secreto. No deberíamos hablar de esto. Se le llama la Iglesia del Castillo. Pero en efecto, es una cueva. En Alemania nada es lo que parece.

El alemán se acercó al tocadiscos y movió el brazo con la púa para colocarlo al comienzo del disco. Esperó que comenzara la música antes de continuar hablando.

–¿Conoció a Hartmann, el asesor científico de Himmler?

–Sí, en Dinamarca. Pero no parecía interesado en nuestra conversación. No pensé que era un científico.

–¿Científico? – se burló Heisenberg-. Ese hombre se enreda con su propio pene cuando se cierra el pantalón. Pero si habló con él, sabe de qué se trata. Es evidente que estos idiotas no se han interesado repentinamente en la física teórica pura. Le trajeron aquí porque quieren que les ayude a fabricar su bomba nuclear.

Anders se encogió de hombros y meneó la cabeza. Dio a entender que Bergman no estaba más interesado en las bombas que en la física clásica.

–No estoy seguro siquiera de que sea posible una bomba -explicó-. Estoy interesado en un reactor. Si los generales pueden convertir un reactor en una bomba, eso sólo a ellos les concierne. Al parecer, son capaces de convertir casi todos los descubrimientos científicos en armas. Los científicos inventaron la palanca para aliviar el trabajo de la humanidad. Pero los generales la convirtieron en una catapulta que les permitía lanzar piedras más grandes. A decir verdad, nada podemos hacer para evitar que apliquen los frutos de nuestro trabajo.

–La bomba es posible -dijo Heisenberg en voz baja-. En realidad, el asunto es bastante sencillo. Utilizan un explosivo para comprimir el metal pesado hasta alcanzar una masa crítica, y un disparador de neutrones actúa como mecha. Lo único que necesitan es el plutonio. Y para fabricar el plutonio, todo lo que necesitan es el reactor que usted construirá.

Anders fingió indiferencia.

–Quizás en teoría -admitió-. Pero, ¿la bomba encerrará energía suficiente para justificar el esfuerzo? En realidad, a lo sumo estamos conjeturando la posible energía de la fisión. Incluso con una fisión muy rápida. Y quizás, incluso si eso funciona, el resultado no sea más que un petardo.

–He visto la energía -dijo Heisenberg-. Aquí mismo, en el sótano del instituto. Iniciamos una pequeña reacción en cadena hace dos meses…

–Lo lograron -le interrumpió Anders-. Consiguieron sostener una reacción en cadena.

Su sorpresa era sincera. Se había hablado del éxito de Fermi en Chicago, pero nadie relacionado con el programa norteamericano le había confirmado que se había comprobado en la práctica la idea de Bergman acerca de una reacción en cadena autosostenida. En Inglaterra parecía que nadie ni siquiera sabía hasta dónde había llegado Fermi.

–Sí -dijo Heisenberg, sin el más mínimo atisbo de satisfacción-. Pero fueron sólo unos momentos. No pudimos controlarla, y hubo que destruirla. Pero durante esos momentos… -Meneó lentamente la cabeza.– Santo Dios, durante esos instantes la energía liberada fue enorme. Increíble. Y con unos pocos kilogramos de uranio. A lo sumo lo que usted podría sostener en su mano. En unos instantes la energía provocó la ebullici6n de cuatrocientos cincuenta litros de agua. El metal mismo se quemó. Y era nada más que uranio apenas enriquecido- Si hubiera sido plutonio, ese puñado de metal hubiera destruido la universidad entera. Piense en eso. Un arma que no es más grande que una granada de mano con el poder de una bomba de quinientos kilogramos. En manos de locos que pueden afirmar que no hay aviones volando sobre sus cabezas.

Ahora le tocó a Anders, que miraba desde su lado del escritorio, el turno de hallar las palabras necesarias para formular una pregunta.

–En ese caso, ¿por qué les ayuda? – preguntó finalmente.

Los cabellos largos y rubios de Heisenberg cayeron hacia adelante, sobre los ojos, mientras el científico hundía la cabeza en las manos.

–Porque esta vez no habrá armisticio. Esta es una lucha a muerte. Un bando destruirá totalmente al otro. – Sus ojos irritados miraron deseosos el narcótico contenido del vaso.– Con los nazis o sin ellos, soy alemán. No deseo que destruyan mi país.

Lentamente volvió los ojos hacia Anders.

–Esa es la pregunta que necesito formularle. Estoy aquí porque soy alemán. Pero, profesor Bergman, ¿por qué está aquí? Usted no es alemán. O inglés. ¿Por qué está dispuesto a construir un reactor de fisión?

–Porque soy científico -dijo Anders. Las palabras surgieron con mucha dificultad, porque no eran sus palabras, pero era la respuesta que Bergman habría suministrado.

Permanecieron sentados, sin hablar, el silencio ocupado por la precisión matemática de la música de Bach. Werner Heisenberg miró fijamente el vaso de vino. Anders miró a Heisenberg. Ninguno de los dos tenía solución para el enigma que los aprisionaba.

Londres – 24 de abril

El mayor Haller abrió más el grifo de agua caliente, y elevó la temperatura del agua de su ducha hasta que casi le quemó, y llenó de vapor el cuarto de baño. Buscó a tientas el jabón, y después acercó a la nariz la pastilla de color rosa e inhaló la fragancia.

–¡Realmente maravilloso! – gritó al dormitorio-. ¿Por qué te retrasas?

La puerta de vidrio se deslizó cautelosamente, y apareció la figura de Eleanor, cubierta con una toalla.

–Ven aquí -ordenó Haller-. Veamos cuánto tiempo necesitas para conseguir que tu trasero de marfil enrojezca.

Ella trató sin lograrlo de disipar las nubes de vapor caliente, y después sacó la cabeza del cuarto de baño convertida en un caldero.

–Mayor, ¿perdiste tu brújula? – gritó para dominar el ruido del agua-. Esto está tan caliente que podrían cocerse unas patatas. No me quedaría un centímetro de piel.

–Quiero tu cuerpo apretado contra el mío -reclamó Haller.

–En ese caso, ven a la cama como un caballero -contestó Eleanor-. No puedo hacer el amor mientras hiervo como un pedazo de carne.

Cerró con fuerza la puerta del cuarto de baño y Haller resopló encantado. Eleanor era maravillosa. La ducha era maravillosa. El hotel era maravilloso. Sus sentidos se avivaban porque comprendía que estaba vivo.

Sólo cuatro habían sobrevivido. De los veinticinco hombres que habían ascendido al planeador Horsa para atacar la planta hidroeléctrica, sólo cuatro habían regresado a Inglaterra; el propio Haller, su zapador, uno de sus fusileros, y uno de los soldados que estaban con el grupo del sargento Towers. El sargento también estaba vivo cuando los supervivientes del grupo atacante llegaron al lugar de cita, cerca del planeador destrozado. Había salido del bosque cargando a un herido, sin advertir que el hombre estaba muerto, hasta que intentó acomodarlo cerca del moribundo que Haller había traído del río. Towers fue quien cavó una fosa poco profunda en la nieve, la sepultura de los dos hombres.

Más avanzada la mañana, cuando trepaban un prado en pendiente, un avión patrullero alemán los había sorprendido a campo abierto. Con los sombreros de lana encasquetados hasta las orejas, y ensordecidos por el sonido de su propia respiración, ninguno oyó el motor hasta que las balas comenzaron a hundirse en la nieve, alrededor del grupo. Se apresuraron a buscar protección, vieron el giro del avión, y después se incorporaron lentamente. Pe-ro el sargento Towers no se movió. Yacía perfectamente inmóvil en la nieve, que estaba manchándose de rojo bajo su cuerpo. No tenian tiempo ni siquiera para cavar una tumba poco profunda. El avión volvía para atacarlos otra vez.

Caminaron el día entero, y treparon a mayor altura que la cadena montañosa sobre la cual habían volado con el planeador.

Por la noche cavaban en la nieve para protegerse del viento y usaban las bengalas para descongelar algunas maderas y hacer fuego. Al dia siguiente llegaron a la cumbre de la línea de montañas, y comenzaron a descender por la ladera occidental, y dos veces tuvieron que correr a protegerse en los bosques, ante la aproximación de patrullas aéreas alemanas. Esa noche vieron el parpadeo de una señal luminosa en una finca rural que había sido descrita en las instrucciones referidas a la huida. Avanzaron cautelosamente y cayeron en brazos de un grupo de la resistencia noruega.

Los hombres se ocultaron tres días en un sótano bajo la finca, mientras las patrullas enemigas recorrían el campo. Los alemanes, que conocían el número de hombres del grupo incursor, gracias a dos prisioneros a quienes habían mantenido desnudos en el río helado, decían buscar a siete ingleses. Hallaron la tumba cerca del planeador, y redujeron la búsqueda a cinco. El comandante SS local había apresado como rehenes a veinticinco civiles, y prometía matarlos a todos si los comandos ingleses no se entregaban. Haller y sus hombres dijeron al jefe de la resistencia que se entregarían para salvar a los rehenes, pero el noruego no quiso saber nada. – Todos combatimos contra los alemanes -explicó, y después cargó a los atacantes en camiones y les cubrió con leña cortada. Fueron llevados hacia el norte, lejos del sector patrullado por los alemanes.

Durante dos semanas fueron llevados de una casa a otra, entregados cada mañana a los cuidados de un agricultor o un artesano de rostro pétreo, que gruñía al recibir sus instrucciones, y sin hablar les mostraba un sótano o un desván. Pasaban los días como prisioneros, acurrucados para defenderse del frío entumecedor, y esperando el tazón de sopa caliente, y quizás algunos bizcochos que les suministraban, generalmente por mano de una anciana arrugada, pero en ocasiones por intermedio de un niño de rostro sonrosado. Por la noche los trasladaban otra vez.

–Estos noruegos no son muy cordiales -dijo el zapador mientras les sacaban de una casa y les metían en un camión que esperaba en medio de una noche heladora.

–Somos su certificado de defunción -recordó Haller a su raída banda de supervivientes-. La única razón por la cual nos aceptan es que temen más a la Resistencia que a los nazis.

Tres semanas después de la incursión fueron entregados a un pescador de piel curtida, que les asignó un lugar alrededor de su mesa junto a un cálido hogar.

–Ustedes sin duda son importantes -dijo el pescador en excelente inglés, mientras les servía un festín de pescado frito-. Los alemanes vinieron anteayer y volvieron del revés la aldea. Incluso se metieron en la bodega de los barcos, y se hundieron en pescado hasta las rodillas.

–Sólo un grupo incursor -había explicado Haller, pero el dueño de casa sabía que la cosa era más importante. Los alemanes realmente estaban deseando atrapar a esos hombres. Habían obligado a los veinticinco rehenes -diez eran mujeres- a cavar una tumba colectiva. Después les habían dejado de pie, sobre el borde de la tumba, un día entero, esperando que los soldados ingleses se entregaran. Al fin del día les ejecutaron metódicamente, uno tras otro, con una bala en la nuca.

La noche siguiente los cuatro hombres abordaron un pesquero y se internaron en el fiordo, encendiendo una luz que apuntaba al cielo cada cinco minutos. Haller fue el primero que oyó el sonido de los motores del avión.

–Un Sunderland -dijo al resto, y sus labios esbozaron una sonrisa a través de la barba crecida, cuando identificó el sonido peculiar de los cuatro motores radiales del hidroavión. Los soldados salieron a cubierta, y exploraron el cielo en la dirección del sonido que se aproximaba, y gritaron de entusiasmo cuando vieron los destellos de la lámpara de señales del avión.

El Sunderland acuatizó y se acercó al pesquero. Fueron trasladados a una lancha de caucho, y cuatro horas más tarde descansaban en las camas del hospital de una base naval en las islas Orkney.

Haller perdió dos dedos del pie por congelación, y esa era la única lesión permanente sufrida por alguno de los cuatro hombres. Las cicatrices eran la tercera condecoración en combate incorporada a su cuerpo desde el comienzo de la guerra, y se unía a la marca redonda en el hombro izquierdo como consecuencia de una bala en Dunkerke, y a la piel incolora en los antebrazos como consecuencia de una granada de fósforo que él había apagado durante la incursión a Dieppe. Fue enviado a un hospital de Gales para descansar y recuperarse.

Pero Haller determinó su propia receta con vista a la recuperación, sobre la base menos del descanso que de los frecuentes tragos de ginebra y la compañía constante de mujeres atractivas. Había comenzado con una simpática enfermera del hospital que se metió en su cama la noche de la llegada, y con quien se veía diariamente, incluso después que le dieron de baja. Hubo también una empleada del servicio naval de cifrado, una mujer de carnes abundantes, que tuvo la dudosa suerte de que le asignaran asiento en el mismo compartimiento de Haller, del tren en que regresaba a Londres. Ella había alargado el plazo de su permiso durante una noche en la pequeña aldea donde el tren finalmente se detuvo. Y ahora estaba Eleanor, la hija del propietario de la primera taberna visitada por Haller después de su regreso a la ciudad. Estaban comenzando el tercer día en uno de los más costosos hoteles de Park Lane. Haller no tenía idea acerca del modo de pagar la cuenta.

–¿Qué te retiene, querido? – Era la voz de Eleanor, que ahora estaba envuelta en la bata de retazos.– No habrás encontrado a alguien ahí, ¿verdad?

Haller se echó a reír.

–Nada parecido a ti -canturreó-. Enseguida voy.

Y se volvió para permitir que el agua caliente le bañase por última vez la espalda.

El calor suavizaba la tortura del frío, que aún ahora lograba que sintiera como hielo la médula de los huesos. El jabón parecía limpiar la mancha persistente de la sangre de sus camaradas muertos. El contacto con las mujeres avivaba todos los sentidos que él había reprimido durante las semanas en Noruega. ¿Y la ginebra? A veces le ayudaba a olvidar la imagen de los rehenes noruegos en su tumba colectiva.

–¿Qué sucede? – se quejó Eleanor cuando Haller pasó de prisa frente a la cama, el cuerpo desnudo todavía empapado. Abrió bruscamente la puerta del armario y retiró de una percha el uniforme recién planchado.

–Tardaré a lo sumo una hora -prometió Haller-. Quizá dos. Es una reunión muy importante.

–¿Te marchas? ¿Ahora?

–No puedo evitarlo -dijo, mientras saltaba en círculos, tratando de introducir un pie en la pernera de sus pantalones. Hizo una pausa, sosteniéndose sobre una pierna como un flamenco, cuando ella quitó la manta que le cubría el busto.

–Realmente tengo que irme -insistió.

–Imagino que el primer ministro está esperándote -se burló Eleanor.

–No. Es el general Eisenhower -dijo Haller, mientras retiraba la cartulina de los pliegues de su camisa.

Eleanor se echó a reír histéricamente.

–El general Eisenhower-se burló-. ¿Qué tiene que ver con gente como tú?

–Me necesita porque yo le diré cuándo atacar a los alemanes -contestó Haller. Eleanor continuaba riéndose cuando él cerró la puerta tras de sí.

El general Bedell Smith se disculpó por la ausencia de Eisenhower, mencionando los súbitos cambios que eran inevitables en su programa. Las palabras eran corteses, pero el significado parecía evidente. Cierta información sencillamente no alcanzaba los límites del interés del comandante supremo. Las discusiones acerca de las armas secretas alemanas correspondían a esa categoría.

El mariscal del aire Ward comunicó los últimos datos de inteligencia acerca de los cohetes alemanes sin piloto. Frederick Lindemann mencionó la posible destrucción provocada por un explosivo de uranio. Después, Haller suministró la mejor información que poseía acerca de los progresos de la bomba de uranio alemana.

–Creemos que su producción de agua pesada está paralizada. Contaban con la producción de la planta de Rjukan, pero eso no estará disponible durante un tiempo.

–Un buen trabajo -dijo Bedell Smith, que de pronto recordó dónde había escuchado el nombre de Thomas Haller-. Eso fue cosa suya, ¿verdad?

–Fuimos varios -dijo Haller-, pero lo que importa es que el agua pesada representa sólo la mitad de su esfuerzo. Están ocupándose muy seriamente del grafito, el material que según creo ustedes los norteamericanos están tratando. Tienen excelentes especialistas y disponen de todo el uranio y el grafito necesarios. De modo que no podemos excluir la posibilidad de una bomba alemana de uranio.

–¡Terrible! – concedió el general Smith-. ¿Usted cree que es una posibilidad real?

–En efecto -contestó Haller-. Es sencillamente cuestión de tiempo.

Smith garabateó unas palabras y luego cerró su libreta.

–¿Debo comunicar algo más al comandante supremo? – preguntó, mientras se ponía de pie y deslizaba la estilográfica en el bolsillo.

De pronto Haller comprendió que las armas secretas tampoco superaban los límites del interés del general Smith. Casi podía oír a Smith recitando a su jefe los detalles de la jornada con un comentario jocoso acerca de "esos británicos", y más comentarios a propósito de "la estupidez de la gran bomba".

–Bien -propuso Haller-, podía decirle que hay un límite de tiempo si quiere ganar la guerra. El tiempo está del lado de los alemanes.

Los ojos de Smith centellearon. Se había contemplado la invasión de Europa para 1943, y después se la había remitido a la primavera del año en curso. Pero incluso ahora Eisenhower y Montgomery no estaban seguros de tener todos los soldados y los barcos de suministros que necesitaban. Se hablaba de nuevas postergaciones, y llegaban críticas desde todos los ángulos.

–El general Eisenhower tiene perfecta conciencia de la necesidad de actuar rápidamente -contestó Smith con voz helada-. Y si así no fuera, sin duda hay mucha gente que se lo recordaría. – Hizo una pausa, la mirada fija en Haller.– Pero también se da perfecta cuenta de lo que se necesita para trasladar un ejército de Inglaterra a la costa de Francia. Y lo que se requiere para mantener una cabeza de playa. Creo que esa tiene que ser su principal preocupación, ¿no le parece?

El mariscal del aire Ward y Frederick Lindemann asintieron. Pero Haller no.

–General Smith -dijo, sin parpadear un instante bajo la mirada del oficial superior-, quizás el comandante supremo debiera saber que cuando los alemanes tengan su bomba de uranio, no habrá una Inglaterra que sirva de base a un ejército. Los muchachos de nuestro ejército que para esa fecha no estén en el Continente, no llegarán nunca. No tengo la más mínima idea de cuántos barcos o cuántos soldados cree necesitar el general Eisenhower. Pero si no logra que alguno de nuestros hombres llegue a los reactores alemanes antes de que estos empiecen a funcionar, no quedará un número suficiente de hombres en el mundo.

Smith fue quien desvió la mirada. Volvió los ojos hacia cada uno de sus visitantes. Después, volvió a sentarse en su sillón y abrió de nuevo la libreta.

–¿Cuánto tiempo? – preguntó.

No hubo respuesta.

–¿Cuánto tiempo nos queda y adonde tenemos que llegar?

–Menos de un año -se apresuró a responder Haller-. Demostrarán la eficacia de un reactor de grafito en tres meses. Les llevará seis más construirlo. Después otro mes, tal vez dos, para fabricar una bomba a partir del metal procesado.

–¿Dónde? – insistió Bedell Smith.

–No estamos seguros. El trabajo de investigación se realiza en Berlín. Sabemos que la planta de separación se construye bajo tierra, cerca de Celle. Pero no sabemos dónde está el reactor.

–¿Podemos averiguarlo?

–Tenemos un hombre dentro -dijo Haller-. Por eso estamos informados del calendario. Nos suministró el nombre en código del reactor, "Iglesia del Castillo", pero él mismo no sabe lo que significa. Buscaremos esa denominación en el movimiento de las radios alemanas. Tal vez así tengamos una pista. Y más tarde o más temprano nuestra gente podrá descubrir dónde está.

–Confiemos en que sea antes que después -contestó Smith. Cerró de nuevo su libreta-. Hablaré con el general Eisenhower apenas él disponga de un momento. – Se puso la libreta en la mano.– Esto no facilitará su trabajo, pero creo que debe considerarlo. Y por favor, manténganos informados en todo momento de lo que sepan.

Todos se pusieron de pie, y Haller se cuadró mientras los dos oficiales superiores se estrechaban las manos. Después, Bedell Smith se volvió hacia Haller.

–Imagino que usted regresará para comunicarse con su agente.

–Apenas él tenga tiempo de saber algo -contestó el mayor.

–No apresure las cosas -aconsejó Smith-. Usted ya ha tenido guerra suficiente para una vida entera.

Haller asintió, en un gesto de apreciación de la inquietud del general.

–Estoy volviendo lentamente al servicio -dijo-. En realidad, ahora que hemos terminado me voy derecho a la cama.

Berlín -10 de mayo

Para huir de la terrible soledad, Anders se zambullía en su trabajo. De día trabajaba en las cavernas que estaban bajo el Instituto Kaiser Guillermo, iniciando el desarrollo del reactor de grafito. Cubría los pizarrones asegurados a los bloques encalados de las paredes de su oficina con las ecuaciones que describían la reacción en cadena. Después, convertía esas ecuaciones extraídas de la teoría especulativa en gramos de uranio, toneladas de grafito, y miles de litros de agua por hora.

Sacaba estas cifras de su oficina y por los corredores de comunicación llegaba a una sala atestada de comptómetros, donde una docena de actuarios trabajaban noche y día trazando las curvas de probabilidades. Entraba y salía presuroso del laboratorio de química, donde los técnicos de bata blanca analizaban constantemente la pureza de las muestras de grafito y la composición del mineral de uranio. Participaba en reuniones donde sus colegas explicaban los resultados de su propio trabajo y armonizaban sus esfuerzos como otras tantas piezas del gigantesco rompecabezas.

Siempre estaba atareado, y rodeado por personas que de buena gana habrían compartido sus temores. Pero aun así se sentía solo, aislado no tanto por la barrera ideológica o la distancia cultural como por el temor de que su próxima conversación, por leve que fuese, se convirtiera en el episodio delator.

De noche guardaba su trabajo en un grueso portafolios, asegurado por una pesada cerradura, y lo llevaba a su casa para combatir el vacío de su residencia. Diebner había propuesto asignarle un apartamento en el instituto. Era un ambiente universitario que a él le parecería conocido, y estaba cerca del lugar de trabajo.

Pero Anders eligió una casita que estaba a pocas calles del instituto, y que se había convertido en propiedad oficial después de expulsar a una familia judía. "Me agrada trabajar hasta tarde", explicó. Eso era cierto, aunque en realidad la causa era que temía las conversaciones amistosas entre los científicos al fin de la jornada, y temía incluso lo que podía decir en sueños. Era agotador mantener alerta sus defensas durante el día entero. No podía prolongar la ficción hasta la noche.

Aun estando en su casa temía ser él mismo. Los hombres a quienes veía entrando y saliendo del apartamento contiguo tenían un aire amenazadoramente oficial. Dos veces halló signos de que habían revisado sus habitaciones: un libro que había quedado abierto en la página equivocada, y algunos papeles apilados con excesiva pulcritud en el rincón de su escritorio. De modo que cuidaba los detalles exteriores de su mentira. Sintonizaba las emisoras suecas en su receptor de radio, y las mantenía como música de fondo mientras trabajaba. Dejaba a la vista la correspondencia enviada de Estocolmo, y borradores de los artículos que Bergman había estado escribiendo. Incluso el frigorífico estaba ocupado por alimentos que según le había dicho Birgit eran los favoritos de Bergman.

Los únicos momentos realmente libres de Anders eran los breves paseos que daba por la mañana, antes de que el automóvil oficial llegase a su puerta. La primavera había llegado rápidamente después de un cruel invierno de frío, y parecía que todos los berlineses habían salido simultáneamente de sus apartamentos. Los hombres caminaban con paso rápido, pero saludaban alegremente a los extraños con quienes se cruzaban. Las mujeres charlaban mientras formaban filas disciplinadas a las puertas de las tiendas que aún no habían abierto. De un modo o de otro los berlineses se las ingeniaban para apartar los ojos de las sombrías cicatrices que los bombarderos habían infligido a toda la ciudad. De un modo o de otro habían descubierto el coraje necesario para ignorar a los soldados que estaban apostados en todas las esquinas, y que mantenían sitiado su propio país.

En las tibias mañanas de primavera había una atmósfera de normalidad, cierto placer de vivir a pesar del triunfo de la muerte que amenazaba por doquier. Anders podía respirar hondo y permitía que su mente vagase libremente.

Podía complacerse en sus propios pensamientos, sus propios recuerdos, a salvo de las miradas suspicaces. Podía contestar a los saludos de sus vecinos sin medir las palabras y los gestos, y sin buscar expresiones de desconcierto que serían el primer indicio de duda. Podía olvidar por el momento los horrores que sus colegas estaban concibiendo en los bunkers del subsuelo, y los planes que él trazaba para aminorar el ritmo de su progreso y frustrar sus esfuerzos.

Su primer paso había sido ordenar la reconsideración del trabajo que ya se había ejecutado con vistas a un reactor de grafito. Hubo algunos murmullos de protesta, pero en general se llegó a la conclusión de que implicaba una prudente inversión de tiempo. ¿Cómo era posible que el profesor Bergman aportase su genio a un programa si no lo comprendía totalmente? ¿Por qué avanzar atropelladamente para descubrir después que el maestro les demostraba que la labor que habían realizado tenía fallos fundamentales? Preveían la posible pérdida de una semana. Pero Anders había extendido la revisión a tres semanas, cuestionando incluso las conclusiones más sencillas y exigiendo que se realizaran nuevas demostraciones.

Después, propuso un análisis más detallado de los materiales que serían utilizados. De acuerdo con su razonamiento, todas las conclusiones se fundaban en las cualidades de los materiales. Tenían que saber con absoluta seguridad cuáles eran exactamente esas cualidades.

Asignaba a cada momento de retraso del programa el carácter de una victoria importante. Y usaba el tiempo para su propia educación. Como en el caso de Bergman, toda la obra de Anders había sido teórica. Había trabajado en un mundo imaginario donde una ecuación que simulaba un hecho era tan importante como el hecho mismo. Nunca había construido nada sobre la base de la teoría. Pero los científicos alemanes habían sobrepasado el límite de la teoría. Al resolver los problemas prácticos de material y densidad, de peso y magnitud, habían traspasado fronteras a las que el propio Bergman aún no había llegado. Se le habían adelantado, e incluso se habían adelantado al trabajo de Bergman que él conocía de memoria. Tenía que ponerse a la altura del resto antes de dirigir. Y necesitaba que le aceptaran como el jefe del programa si deseaba encaminarlo en una dirección equivocada.

Y ahora se preparaba para presentar otro obstáculo al desarrollo de la iniciativa, y de ese modo retrasaría el reactor ciertamente durante varias semanas, o incluso meses. Había convocado a los expertos de las fábricas Krupp que suministraban el grafito y se disponían a informarles que todo lo que hacían era defectuoso. Se proponía exigirles que volvieran a empezar. Podía imaginar la irritación que inflamaría las caras de Diebner, Lauderbach y Heisenberg. Podía oír los gritos de protesta de la gente de Krupp. Su propuesta uniría a todos los alemanes contra la soberbia de este» académico extranjero. Habría un momento muy difícil, en que unirían fuerzas para luchar contra él. Sería un combate, y él no podía permitirse el lujo de resultar vencido.

Estaban todos esperando cuando él entró en la sala de conferencias contigua a su oficina. Los científicos con sus suéteres y sus batas, en un lado de una gran mesa; los empresarios vestidos de negro del lado opuesto. Werner Heisenberg estaba sentado como un juez al final de la mesa encendiendo un cigarrillo cuando el anterior aún ardía en el cenicero, a pocos centímetros de su codo. Heisenberg era la persona a quien Anders tendría que convencer.

–Tenemos que remplazar el grafito -dijo, meneando la cabeza con un gesto de resignación. Después, esperó el clamor de protesta que sus palabras debían provocar. En cambio, su anuncio fue recibido en una atmósfera de asombrado silencio.

–Es una cuestión de uniformidad -continuó Anders, llenando el vacío-. Podemos tolerar casi cualquier grado conocido de impureza. Pero necesitamos uniformidad absoluta. Si no es así, no podemos predecir el resultado. Y si no podemos predecirlo…

Movió las manos para indicar confusión, mientras buscaba las frases en alemán que indicaban que no era posible controlar una reacción.

–Pero eso es imposible -dijo finalmente uno de los representantes de Krupp-. No puede haber homogeneidad total. Incluso en la misma veta de mineral de coque hay grandes variaciones…

–Y es innecesario -agregó Lauderbach, golpeando la superficie de la mesa con un dedo-. En sus propios escritos, profesor Bergman, usted no atribuye importancia a la uniformidad.

Los industriales asintieron, coincidiendo con los argumentos científicos que no entendían, y los científicos de pronto simpatizaron con las dificultades planteadas por los industriales. Todos comenzaron a hablar a la vez, y desde los dos lados de la mesa las caras hostiles se volvieron hacia Anders.

Anders cerró los oídos a las furiosas réplicas, se acercó al pizarrón y quebró un pedazo de tiza al dibujar un círculo alrededor de una de las ecuaciones.

–¿Y qué valor atribuiremos a esto? – gritó a sus adversarios-. ¿Qué valor utilizaremos para representar el efecto moderador? – Volvió a la mesa, levantó los informes de las pruebas de laboratorio uno por uno y arrojó las páginas a su público.– ¿Este? ¿O quizás este? – cada muestra de grafito había revelado propiedades levemente distintas en las pruebas.

–¡Utilice un promedio! – gritó Fichter, y después se acercó con paso rápido al pizarrón y comenzó a asignar valores a los cálculos de probabilidades-. ¿Acaso modificará el resultado? – concluyó-. Estamos considerando las probabilidades de los choques de neutrones en todo el reactor, no en cada molécula. Es exactamente como usted lo escribió hace cinco años, profesor Bergman. ¿Qué ha cambiado?

Anders volvió al pizarrón y continuó la discusión, borrando figuras y símbolos y remplazándolos por otras figuras y otros símbolos.

–¿Y de qué sirve un valor promedio aquí, en la barra de control, si el valor real es este?

Hubo gritos de desaprobación de los científicos, que proclamaron su discrepancia y señalaron las ecuaciones que les parecían inaceptables. Pero Anders continuó luchando, adulterando las teorías de Bergman, con las cuales estaba más familiarizado que cualquiera de los que se encontraban en la sala, para llegar a una conclusión que Bergman jamás habría apoyado.

Los industriales contemplaban sobrecogidos el encuentro de tenis, y sus rostros que inspiraban incomprensión pasaban de Anders a sus oponentes y después de nuevo a Anders, a medida que cada uno esgrimía la tiza. Miraban las ecuaciones como si hubieran sido las anotaciones de una partida de ajedrez, carente de sentido para los que no podían captar el concepto general del tablero. Kurt Diebner también volvía la mirada a un lado y al otro, y observaba a Anders y después a sus propios científicos, y más tarde a Heisenberg, para ver hacia qué lado se inclinaba el maestro.

Sólo Heisenberg permanecía inmóvil, los suaves ojos azules fijos en Anders. Evaluaba los argumentos, no según su perfección matemática, sino de acuerdo con la influencia que cada punto parecía producir en la expresión de Anders. Las ecuaciones podían suministrarle hechos, pero él buscaba la verdad en los ojos de Anders, y éste sentía la mirada de Heisenberg. Desde la posición que ocupaba a la cabecera de la mesa, Anders podía ver a todos los alemanes como si fueran los personajes de un teatro. Heisenberg atraía su atención porque, en ese marco de histeria y griterío, era la única persona serena y silenciosa.

–Esto es un fraude -oyó decir Anders, y desvió su atención hacia Lauderbach, cuya cara estaba tiñéndose de rojo mientras él apoyaba el dedo en una de las fórmulas.

–Profesor Bergman, eso no es lo que usted escribió. Se contradice totalmente con sus trabajos. ¿Por qué ha modificado sus teorías?

–Es un perfeccionamiento -se defendió Anders, que advirtió que su posición comenzaba a resquebrajarse como yeso viejo.

–Más que un perfeccionamiento -dijo una voz del grupo.

–Mucho más -presionó Lauderbach, que sintió que había hallado un punto de reagrupamiento para los restantes alemanes-. Es la negación completa de todo su enfoque de los moderadores de grafito. Usted no nos aporta claridad o percepción. Si seguimos este camino, lo único que conseguiremos es una serie interminable de retrasos.

Toda pretensión de debate académico había desaparecido. Los alemanes habían quebrado las defensas de Anders y estaban organizando una guerra relámpago. Las esperanzas de Anders acerca de la posibilidad de retrasar la construcción del reactor alemán iban camino del fracaso. Desesperado, elevó las manos y gritó para imponerse al clamor.

–Caballeros… caballeros… el programa les pertenece. Lo mismo que el reactor. A ustedes les toca decidir.

Lauderbach pareció sorprendido por esa súbita rendición.

–Vine aquí en la condición de invitado -continuó Anders-. He estudiado el enfoque que ustedes aplicaron, y les he dado mi opinión.

–Una opinión errónea -insistió Fichter.

–Una opinión honesta -le rectificó Anders-. Pero a ustedes les toca elegir. Pueden ignorar mi advertencia y construir el reactor con el material disponible. Será totalmente incontrolable. Tendrán que detenerlo apenas llegue al punto crítico. Y entonces tendrán que volver a empezar todo otra vez, quizá después de perder un año.

–O pueden invertir más tiempo ahora para asegurar el éxito. Recomiendo esto último porque entiendo que es el camino más prudente. Pero si deciden seguir adelante con los materiales ahora disponibles, les deseo la mejor suerte. Regresaré inmediatamente a Suecia, y no seré un obstáculo en su camino.

–No será necesario.

Era la voz de Heisenberg, que finalmente había quebrado su helado silencio. Aplastó su cigarrillo en el cenicero que ya desbordaba, se puso de pie y se alejó de los pizarrones que habían sido el centro de la discusión, para acercarse a otros pizarrones que colgaban de las paredes en el fondo de la sala, y que hasta ese momento habían pasado inadvertidos. Tocó con los nudillos una de las ecuaciones.

–Aquí. Usted modificó sus teorías acerca de las secciones transversales, ¿no es así, profesor Bergman?

Anders intuyó una trampa a punto de cerrarse.

–¿Las modifiqué comparadas con qué?

–Con lo que sostenía hace cuatro o cinco años.

–Por supuesto, mis ideas han cambiado. ¿Acaso nuestro conocimiento no se desarrolla?

Heisenberg hizo un gesto burlón.

–No en Alemania, donde hemos quemado todos los libros -dijo, volviendo los ojos hacia sus colegas-. Creo que estamos discutiendo lo que el profesor Bergman sabía hace cinco años en contraposición coa lo que sabe ahora. Prefiero su pensamiento actual.

–Pero la pérdida de tiempo -alegó Kurt Diebner.

Heisenberg de nuevo golpeó el pizarrón con los nudillos, y después señaló, sobre el extremo opuesto de la sala, las ecuaciones que habían provocado tan caluroso debate.

–El profesor Bergman nos ha demostrado que lo que estamos haciendo ahora no será eficaz. No tenemos alternativa.

–¿Qué dirá el Reichsführer Himmler? – inquirió inquieto Diebner.

–Himmler tampoco tiene alternativa. Tendrá su reactor mucho antes si lo construimos bien que si perdemos un año equivocándonos.

–Pero esta ecuación está equivocada -insistió Lauderbach tratando de recuperar la ventaja que había desaparecido a causa de los comentarios de Heisenberg.

–Está equivocada si usted parte de allí -reconoció Heisenberg, señalando el pizarrón tan apreciado por Lauderbach-. Pero ese es el lugar en que nuestro huésped estaba hace cinco años. – Heisenberg tocó el pizarrón que tenía al lado.– Este es el punto en que el profesor Bergman está ahora. Si parte de aquí, comprobará que él está en lo cierto.

Diebner trató de crear cierto consenso. Bergman y Heisenberg parecían seguros de su posición. El resto de los científicos, tan agresivos pocos momentos antes, ahora se mostraban inseguros. Miró a los representantes de Krupp, que estaban visiblemente asombrados por el súbito cambio que acababa de manifestarse en la situación. – ¿Cuánto tiempo llevará? – preguntó.

El principal ejecutivo se pasó por el cuello un pañuelo de gran tamaño, mientras calculaba.

–¿Devolver todo el grafito, molerlo y después procesarlo otra vez en pequeñas tandas… después de mezclar totalmente las tandas y reprocesarlos, hasta alcanzar, por ejemplo, una variación máxima de una décima parte del uno por ciento?

Miró a Anders, buscando confirmación.

–Una centésima parte del uno por ciento -contestó Anders.

El hombre de Krupp pareció impresionado, mientras formaba una pelota con el pañuelo y se. pasaba esta por las palmas de las manos.

–Dos meses -propuso.

Diebner contuvo una exclamación.

–Quizá menos -contestó el ejecutivo, si se le asignaba más fuerza de trabajo, con el consiguiente costo suplementario.

–Lo que sea necesario -prometió Diebner.

–Entonces, tal vez un mes -admitió el funcionario de Krupp, que ya calculaba la enorme ganancia que obtendría procesando de nuevo el mismo material.

Berlín -13 de mayo

Las puertas dobles se abrieron de par en par sobre una oficina en penumbra, apenas iluminada por un solo punto de luz a lo lejos. Diebner miró fijamente un momento, y después alcanzó a ver las manos cruzadas sobre el escritorio. Con movimientos prudentes entró en el espacio silencioso y tuvo conciencia inmediata de las explosiones que sus tacos de cuero provocaban en el suelo de madera. Desplazó el peso hacia los dedos de los pies y caminó suavemente, por temor a turbar la cara pálida que apenas era visible a causa del resplandor amarillo de la lámpara puesta sobre el escritorio.

Heinrich Himmler levantó la cabeza y la luz se reflejó en sus anteojos sin montura. Pero aun así era imposible distinguir bien los rasgos. Diebner alcanzaba a ver las manos y un mentón suave que parecía carecer de boca, y tan solo las dos lámparas eléctricas encendidas donde debían estar los ojos.

Comenzó a pisar la alfombra, y después dio la última docena de pasos hacia el escritorio, su temor se acentuaba con cada movimiento. Pudo ver los puños de tela blanca sobre las manos cruzadas, las mismas que podían enviar a la muerte con un movimiento. Vio los reflejos de los cuervos y la insignia del relámpago que distinguían a los uniformes de los torturadores y los asesinos. Pero incluso cuando llegó al borde del escritorio, tampoco pudo ver la cara.

Diebner chocó los talones y elevó rígidamente el brazo derecho en saludo romano.

–Heil Hitler!

No hubo respuesta. Sólo el sonido de la respiración.

–Buenas tardes, Reichsführer Himmler -dijo-. Le agradezco que me haya recibido.

–Llega con retraso. – La voz que provenía de la oscuridad carecía de sentimientos, era un sonido metálico, como si llegase reproducida por un altavoz barato.

–Lamentablemente así es, Reichsführer. Pero felizmente por buenas razones. – Le respondió el silencio, de modo que continuó:- El profesor Bergman nos ha pedido una pausa, para corregir… ciertos fallos. En general, en su propuesta nos promete un enorme ahorro de tiempo.

–¿Ahorro? – La palabra parecía expresar curiosidad más que crítica.– ¿No estamos reprocesando parte del grafito?

–Sí, Reichsführer.

–¿Qué proporción estamos reprocesando?

Diebner temió disfrazar la verdad.

–Todo -reconoció.

–¿Ahorro? – La voz sonó más alta.– ¿Y el tiempo?

–Un mes -dijo Diebner audazmente, y después con menos firmeza:- A lo sumo dos.

–Y este es el segundo plazo -recordó la voz-. El primero también llevó un retraso de varios meses, por lo que recuerdo.

–Está esperando la llegada del agua pesada -dijo Diebner, que así recitaba la posición oficial.

Las manos se movieron, y los arreglados dedos llevaron una carpeta al círculo de luz de la lámpara. Pero la cara continuó en la oscuridad, animada sólo por los reflejos parpadeantes sobre la superficie de los vidrios.

–¿Usted está de acuerdo con este… reprocesamiento?

–Totalmente, Reichsführer.

–Pero sus colegas discrepan. Lauderbach… Fichter.

Diebner se asombró al advertir que Himmler se había infiltrado entre su personal. ¿Lo sabía todo? La abierta irrespetuosidad de algunos científicos. La burla de las doctrinas nazis. Diebner abrigó la esperanza de que el temblor de sus rodillas no fuese muy evidente a los ojos del Reichsführer.

–Heisenberg coincide conmigo -argumentó.

Himmler ignoró ese prestigioso nombre.

–Lauderbach está ofendido -replicó-. Ni siquiera se siente seguro de que este hombre sea realmente el profesor Bergman.

–Absurdo -replicó Diebner.

–Entonces, usted está seguro -le aguijoneó la voz de Himmler.

–Por supuesto, Reichsführer.

De pronto, la cara entró en el círculo de luz, una cara pequeña y blanda, con una boca que hubiera sido casi invisible si no se hubiese visto marcada por un bigote. Los ojos pequeños aparecieron sobre el borde de los lentes.

–Entonces, ciertamente no tendrá nada que temer si realizamos una pequeña prueba.

–¿Una prueba? – Diebner oyó que su voz se quebraba a causa de la aprensión.

–Sí. Una prueba de la identidad de Bergman. Y por lo tanto, también una prueba de la capacidad de juicio que usted posee.

Diebner dominó la angustia que comenzaba a burbujear en su estómago.

–Me temo que no entiendo.

–Un científico desconocido para nuestra gente viene aquí después de una visita a Inglaterra. La primera decisión que adopta nos retrasa varios meses. Y después, uno de nuestros científicos sugiere que el trabajo de este hombre no es auténtico. Que quizás es un sustituto del profesor Bergman enviado por los británicos. Creo que usted podrá entender mi preocupación.

–Pero, Reichsführer… -Las palabras de Diebner fueron interrumpidas por el movimiento de una de las manos, que se elevó desde la superficie del escritorio.

–El Führer cuenta con este programa. Creo que usted puede imaginar, doctor Diebner, hasta dónde llegaría mi decepción si usted le fallara a nuestro Führer.

Diebner temió mojarse los pantalones.

–Lo que usted sugiera, Reichsführer Himmler.

La cara volvió a hundirse en las sombras dejando sólo las manos apoyadas sobre la carpeta.

–Propongo que nos aseguremos de la identidad de este hombre. Más aun, tengo en mente una prueba adecuada. Y supongo que a usted le complacerá… en el supuesto de que su protegido la afronte con éxito.

–Seguramente -dijo Diebner-. ¿Y puedo preguntar cuándo se realizará esta prueba?

–Muy pronto -dijo la voz. Y después, en voz apenas audible:- Heil Hitler!

Diebner golpeó los talones y se volvió ágilmente. Su paso se aceleró a medida que se acercaba a la puerta.

Nordhausen – 20 de mayo

El día había comenzado mal. Salieron de Berlín por la mañana temprano; Kurt Diebner manejaba el sedán Mercedes, Anders estaba a su lado, y Werner Heisenberg descansaba en el asiento trasero. Poco después de salir de la ciudad, encontraron los restos humeantes provocados por el bombardeo nocturno. Los Lancaster, que volaban a ciegas en la oscuridad, se habían desviado mucho de su blanco, y se habían limitado a descargar más de 100 toneladas de explosivos de gran potencia. Durmiendo bajo los aviones había un conjunto de casitas, alrededor de una iglesia de piedra. Las piedras de la iglesia y los ladrillos de las casas sembraban el camino.

Diebner había detenido la marcha obedeciendo la orden de un soldado, y mientras maldecía el retraso examinaba ostentosamente su reloj. Pidió ver al oficial a cargo, y después insistió en que le suministraran una escolta que les permitiera rodear la ciudad por caminos laterales. Pero cuando la motocicleta ocupó su lugar delante del automóvil, Diebner advirtió que el asiento de su acompañante estaba vacío.

Anders había descendido del automóvil como en un trance, se hubiera dicho que hipnotizado por el humo gris que se elevaba perezosamente de los escombros. Estaba alejándose del camino, y caminaba entre las pilas de ladrillos rotos que señalaban los lugares que pocas horas antes eran calles. Al frente, la gente cavaba frenéticamente, retirando vigas y arrojando ladrillos a un lado, mientras intentaban llegar a un ruido que alguien creía podía ser una voz. Pero Anders no había venido para ayudar. Por el contrario, caminaba con el paso lento típico de una procesión fúnebre, volviendo la cabeza como si deseara examinar las vidrieras de las tiendas que ya no existían.

–¿Adonde va? – dijo bruscamente Diebner, dirigiéndose a Heisenberg. El científico no respondió. En cambio, abrió la puerta trasera del sedán y salió en busca de Anders.

Había sido una calle, y allí había tiendas. Anders pudo distinguir el marco calcinado de una ventana, que se había desplomado sobre los fragmentos de lo que antes era un juego de porcelana exhibido al público. Había artículos de ferretería detrás del marco de madera de otro escaparate. Y también apartamentos sobre las tiendas. Los armazones de las camas y los armarios, las mesas y las sillas, habían caído sobre las tiendas que estaban debajo, y después las vigas y las tejas de los techos habían formado una nueva capa de escombros.

Las construcciones habían sido arrasadas, hasta que los techos quedaron a la altura de la cintura de Anders; las fachadas de ladrillos habían explotado y los fragmentos llenaban los cráteres que un instante antes habían sido una calle pavimentada. Y después, el incendio. Probablemente resultado de la combustión espontánea provocada por el calor de la explosión y alimentada por el gas que salía de las cocinas y los calefactores. Aún se veían llamas descoloridas bailoteando alrededor de algunas de las vigas quebradas, y columnas de humo como consecuencia de las llamas que ardían bajo los escombros.

–Ayúdeme -rogó una mujer de cuerpo menudo, pero Anders pasaba al lado, al parecer sin verla. La mujer trataba de levantar una viga apretada por toneladas de fragmentos de argamasa. No había indicios de vida en el montón.

–Profesor Bergman.

Anders se volvió y miró a Heisenberg, que estaba al lado.

–¿Dónde está la gente? – preguntó.

Heisenberg cerró los ojos y meneó la cabeza.

–No mire. No hay nada que salvar. La carne se quema más rápidamente que la piedra.

–¿No hay personas?

–Sólo los muertos. No tiene sentido desenterrarlos para volver a sepultarlos.

Anders se volvió lentamente, mirando a un lado y al otro.

–¿Qué fue esto? – preguntó.

–Un pueblo. No recuerdo el nombre. La mayoría de la gente trabajaba en la ciudad. Imagino que eran empleados del gobierno.

–Dios mío -fue todo lo que Anders consiguió decir con un gesto de incredulidad.

–No comprendieron lo que sucedía -dijo Werner Heisenberg-. Terminó apenas había comenzado. Los ingleses sueltan sus bombas simultáneamente. La última sale del avión apenas unos segundos después de la primera. De modo que nadie tuvo tiempo de tener miedo. El lugar entero… sencillamente voló.

Anders asintió. Sintió la mano de Heisenberg en su brazo, y permitió que el otro le llevase de regreso al automóvil en que Diebner agitaba frenéticamente los brazos.

Diebner comenzó a maldecir a los británicos apenas el automóvil reanudó la marcha.

–Barbarie -zumbó, e imaginó la salvaje alegría de los bombarderos ingleses mientras apuntaban sus bombas a la aldea dormida-. No se enfrentan con la Luftwaffe. No intentan abrirse paso hacia los blancos militares. En cambio, masacran las aldeas indefensas.

Pero Anders no le escuchaba. Sus sentidos todavía estaban saturados por el olor del humo y los gritos de los equipos de salvamento que se movían sin esperanzas entre las piedras destrozadas para recuperar fragmentos de muebles y otras reliquias de la vida humana. Y percibía cómo la destrucción se extendía en todas direcciones. ¿Y eso qué era? ¿Cien toneladas de nitratos? Esa carga lamentablemente reducida había provocado un shock que convertía en polvo edificios centenarios. Había generado un calor que encendía las maderas como si fuesen astillas, y consumía el oxígeno hasta que no quedaba viva una sola célula.

La carga que él estaba preparando englobaría miles de toneladas de destrucción en un solo explosivo. Su onda expansiva se abatiría como una tormenta en una extensión de centenares de kilómetros. ¡Y el calor! En la tierra no había instrumentos que pudiesen medir siquiera su intensidad.

–Lo pagarán -prometió Diebner-. Por cada alemán, mataremos a cien de ellos. Por esta aldea, arrasaremos una ciudad… todo su país.

–Por favor, Herr Diebner, ¡cállese! – Era la voz de Heisenberg desde el asiento trasero, una voz que hablaba suavemente e inspiraba más disgusto que cólera. Diebner miró hostil por el espejo retrovisor.

–Nuestro huésped viene de un país que no se dedica a matar -explicó Heisenberg-. Creo que ya ha soportado toda la masacre que puede tolerar en el curso de un día.

Continuaron en silencio, y después de unos pocos instantes, en la frescura de la campiña primaveral, la horrible carnicería quedó atrás. Anders sintió que se le aclaraba la cabeza, y poco a poco cobró conciencia de la bendita quietud y el frío olor del aire fresco y puro.

Aminoraban la marcha al atravesar las aldeas, pequeños núcleos de casas con techos inclinados que miraban a la carretera, con anchos campos que se alejaban ondulantes hacia las colinas que estaban detrás. La gente se detenía y miraba con curiosidad el automóvil, y después volvía a sus tareas.

–Es un hermoso país -dijo Anders con expresión distraída.

–Un gran país -le corrigió Diebner, como si la belleza no fuese suficiente-. En pocos minutos más usted verá cuan grande será Alemania.

Las señales a los lados de la carretera anunciaban que habían llegado a Nordhausen, pero antes de alcanzar la ciudad Diebner salió de la carretera principal y siguió un estrecho camino de macadán que llevaba hacia el norte. Aminoró la marcha cuando se acercaban a una empalizada de alambre que cortaba como una cicatriz los campos recién cultivados, y se detuvo frente a una garita. Un oficial de uniforme negro salió a recibirlos, examinó los documentos presentados por Diebner y les permitió pasar. Avanzaron con cuidado frente a una barricada de sacos de arena, coronada por otra defensa de alambre. Y después entraron en un sector de estacionamiento que estaba cubierto con una red de follaje. Una casita de hormigón era la única estructura que podían ver hasta donde alcanzaba la vista.

–¿Dónde estamos? – preguntó Anders.

Diebner sonrió ampliamente.

–En el futuro, profesor Bergman. En el presente, usted ve a los ingleses y a los norteamericanos asolando nuestro país. Ahora quiero que vea el futuro.

–¿En esa casita? – preguntó Heisenberg con expresión cínica.

Diebner asintió, todavía sonriendo al pensar en su maravilloso secreto.

–Síganme, caballeros. Ya verán.

La casita cubría el extremo superior de un pozo y albergaba la maquinaria que subía y bajaba un ascensor del tipo que se utiliza en las minas. Mientras Anders y Heisenberg se inclinaban sobre la baranda para espiar el interior del insondable pozo, otro oficial SS volvió para revisar los documentos de Diebner. Después, entraron en el artefacto rodeado con alambre tejido y comenzaron su descenso hacia el centro de la tierra.

Diebner gritó para imponerse al traqueteo y el sonido del viento alrededor del artefacto que descendía.

–Esta es la entrada para el personal. Hay una entrada ferroviaria a unos tres kilómetros de aquí. Y otra entrada para los equipos, en Nordhausen. La ciudad subterránea es más grande que la que está en la superficie.

Se mostraba tan orgulloso de la hazaña como si él mismo hubiese construido la planta.

–¿Una ciudad subterránea? – preguntó Heisenberg, los ojos fijos en el punto luminoso que se empequeñecía poco a poco allá arriba.

–Una ciudad industrial -le corrigió Diebner-. Un nuevo Ruhr, construido bajo tierra, totalmente a salvo de los ataques aéreos. Aunque los aliados pudiesen descubrirlo, nada podrían hacer. El Führer ordenó su construcción en 1941. Opera desde hace casi seis meses, fabricando armas que los aliados ni siquiera imaginan.

–¿A qué profundidad llegaremos? – preguntó Heisenberg, que advirtió que llevaban casi un minuto de descenso.

–Aquí, a cien metros. En el otro ascensor, a cuarenta metros. Bajo nuestros pies trabajan más de un millar de hombres, sin contar a los administradores y los ingenieros. – El ascensor disminuyó la velocidad y entró en un pozo de luz. Cuando la puerta de alambre se abrió, pasaron a una oficina de hormigón, totalmente hermética, salvo por el silbido del aire que entraba por los respiraderos colocados a bastante altura en las paredes. Diebner presentó nuevamente sus credenciales a un guardia SS, que realizó una llamada telefónica de confirmación, y después les abrió una puerta de acero.

Fueron recibidos por un torrente de luz eléctrica azul, y el chirrido del metal cortado por máquinas herramienta. Después, entraron en el futuro de Diebner, una fábrica subterránea de unos ochocientos metros de ancho, que se perdía en un horizonte que al parecer estaba a varios kilómetros de distancia.

El piso y las paredes eran de hormigón blanco, y el techo, a unos doce metros de altura, exhibía el gris irregular de la roca recién cortada. Las luces protegidas por tela de alambre se distribuían en hileras perfectamente regulares a lo largo del techo, separadas por los rieles de las grúas colgadas del techo, que se entrecruzaban como las pistas de un campo de maniobras.

Empezaron a caminar, y con cada paso que daban los productos del futuro comenzaban a cobrar forma. Las láminas de metal reluciente pasaban frente a equipos de soldadores y emergían de las lluvias de chispas móviles con la forma de alas y colas. Las remachadoras, que producían un ruido ensordecedor, unían las delgadas láminas de acero con las estructuras de gráciles curvas, y obtenían así las formas cilindricas del cuerpo de las aeronaves. Los finos cables de colores se unían en líneas eléctricas centrales, conectando los huecos que albergarían las válvulas de las radios y los instrumentos. Se conectaban pequeñas bombas a los sistemas hidráulicos, y se unían los servos a los brazos de las superficies de control.

Por doquier la actividad era frenética, dirigida por voces que hablaban en las docenas de lenguas de todos los pueblos europeos. Los trabajadores, que desarrollaban esfuerzos intensos eran los esclavos reclutados en las naciones conquistadas que se extendían del Atlántico a los Urales. La supervisión de cada grupo estaba a cargo de un militar del pueblo conquistado, armado con los instrumentos de la autoridad: el garrote y la cachiporra.

Diebner se detenía en cada sector, desbordante de orgullo, para explicar cada paso del proceso. Los controles de guía eran los más exactos jamás concebidos; tan precisos, que podían conducir a un avión hasta determinada esquina de una ciudad. Los radares eran increíbles, y podían percibir los movimientos de un avión enemigo con una posibilidad de error por debajo de un nudo de velocidad y un grado de dirección, y calcular instantáneamente los ángulos de tiro. Todo el conocimiento científico europeo estaba reunido en un lugar y concentraba la atención en una sola dirección, la destrucción de los aliados.

Bajo la luz cegadora que venía del techo, los temerosos trabajadores de pronto parecían sombras, y el ruido ensordecedor se convertía en un coro de yunques. Habían descendido a un Nibelheim, donde una raza de esclavos estaba creando, con los materiales de la tierra, las riquezas que conferirían poder al enano perverso. La locura había sobrepasado los límites de la leyenda para convertirse en realidad.

Llegaron al final de una línea de producción, donde docenas de pequeños artefactos alados formaban una fila, como buitres encaramados juntos sobre una rama seca.

–¿Oyeron hablar de la propulsión de chorro? – preguntó Diebner, señalando el caño largo y delgado instalado sobre el timón del avión. Sí, sabían que era un tipo futurista de motor, que no exigía hélice ni otros mecanismos de impulsión.

–Lo hemos perfeccionado. Estos aviones vuelan tan velozmente que ninguno de los aparatos de los aliados pueden alcanzarlos. Vuelan hacia un blanco determinado, y de pronto se tiran en picado para descargar su bomba.

–No hay piloto -agregó Heisenberg, que advirtió la falta de cabina. Diebner se limitó a reír.

–Atacarán a Inglaterra en pocos días. Sin embargo, antes de lanzarlos ya los convertimos en máquinas anticuadas. ¡Miren aquí!

Los llevó a otro sector, donde había enormes artefactos aéreos, en forma de proyectiles, puestos de costado.

–Cohetes -anunció Diebner, con acento casi reverente-. Se elevan a una altura de cien kilómetros. Después, descienden atravesando la atmósfera a una velocidad de casi tres mil doscientos kilómetros por hora. Es imposible defenderse. El enemigo quedará reducido a la impotencia.

Anders encogió los hombros, con la conocida actitud de indiferencia de Bergman.

–Y después los aliados inventarán uno que caiga a cinco mil kilómetros, y frente a eso ustedes no tendrán defensa. Es un juego de desequilibrados. No puede terminar jamás.

–Acabará -le contradijo Diebner-, y muy pronto. Estas armas pronto estarán en manos de nuestros soldados. Y entonces pasaremos a la ofensiva.

La mirada de Heisenberg describió un movimiento lento, para abarcar la extensión de la fábrica subterránea. Era una cueva enorme, con una actividad frenética en todos los sectores. Pero de todas formas, la producción no era suficiente, ni mucho menos, como para modificar el resultado de la guerra. Heisenberg podía contar el número de bombarderos y cohetes sin piloto, y alcanzaba a ver apenas algunas hileras de cazas plateados con los motores de reacción bajo las alas.

–Quizá no sea suficiente -murmuró.

–No es necesario -sonrió Diebner. Le complacía la confusión que se leía en las caras de los dos físicos-. Hay más fábricas como esta. Tres más, que trabajan día y noche, y otra casi terminada. Y todas producen armas increíbles.

Advirtió que Anders parecía asombrado por las noticias, y que observaba desconcertado la magnitud de la ciudad subterránea.

–Un gran país, profesor Bergman -dijo, recordando a los hombres su propio comentario durante el viaje-. Un país victorioso. Deseaba que usted viese esto, para que no dudase acerca de quién será el triunfador en esta guerra. Quería que usted supiera que está del lado de los vencedores.

Diebner pasó los brazos sobre los hombros de sus acompañantes y comenzó a volver hacia el ascensor, destacando de nuevo las maravillas que les circundaban. Pero Anders se sentía angustiado por lo que ya había escuchado. Todos los científicos y todos los ingenieros de Alemania se habían sepultado bajo tierra, dejando la luz del sol a los aviones aliados. Bajo la tierra, estaban creando una nueva generación de armas, que serían fabricadas por un caudal interminable de esclavos. Lejos de sentirse derrotados, se inclinaban atentos sobre esos productos de su cerebro, y ansiaban arrojarlos para enfrentarse a las mejores producciones de los científicos aliados. La guerra no estaba terminada, ni mucho menos. En todo caso, estaba entrando en una nueva fase, que prometía ser infinitamente más destructiva que la guerra que él había presenciado pocas horas antes en la aldea que se levantaba cerca de Berlín.

–Felicitaciones, profesor Bergman -se burló Heisenberg-. Usted ha elegido el bando ganador.

Anders meneó la cabeza.

–No puede haber ganadores. Cuando los científicos trabajan para los generales, todo lo que se consigue es más destrucción.

Estocolmo -10 de junio

De pronto, Birgit advirtió que de nuevo la vigilaban. Y cuando comprendió esto, le acometió el temor terrible de que algo andaba muy mal en Alemania.

Meses antes, cuando había enviado a Kurt Diebner la expresión del renovado interés de Bergman, los alemanes se habían dedicado a vigilarla de cerca. Un hombre calvo de largo abrigo de cuero la había seguido desde el laboratorio de Bergman, y había reaparecido la mañana siguiente en el pequeño café que ella solía visitar. Había aparecido en distintos momentos de su itinerario cotidiano, y al cabo de pocos días era su compañero constante. Después, cuando Anders ya estaba en Dinamarca, hubo un torpe intento de confirmar que Bergman realmente había salido del país. Un joven que se presentó como director de una revista científica apareció en la oficina de Birgit mostrando un manuscrito que según afirmaba pertenecía a Bergman.

–Si el profesor pudiese concederme unos pocos minutos de su tiempo, estoy seguro de que podríamos aclarar unos cuantos pasajes confusos -dijo el joven.

Birgit sabía que Bergman no tenía interés en el tema del artículo, ni respeto por el periódico.

–Lo siento, pero el profesor no está en el país, de modo que no podrá hablar con él -contestó Birgit sin faltar a la verdad. Pero aunque le complacía haber descubierto la trampa, le atemorizaban sus consecuencias. Alguien no se sentía muy seguro de que el Bergman que se había presentado en Dinamarca fuese auténtico.

El teléfono de su oficina estaba intervenido, y el hecho fue descubierto por un técnico de la compañía telefónica que acudió en respuesta a la queja de Birgit, que afirmaba que había ruidos en la línea. En vista de esta experiencia, Birgit sospechó de los ruidos que oía en el teléfono de su casa, y así pudo encontrar un aparato de grabación; no lo tocó, y suministró a sus oyentes una dieta regular de conversaciones técnicas y los pedidos que solía realizar a su tendero.

Después, el hombre del abrigo de cuero desapareció. Birgit no supo muy bien cuándo. Solamente tuvo conciencia de que no le veía desde hacía varios días. El grabador desapareció de su teléfono. Pasaron semanas sin que recibiera preguntas imprevistas acerca del paradero del doctor Bergman. En la intimidad de su apartamento, ella sonreía ante la idea de que Anders había sido aceptado en el papel de Bergman. Y ese triunfo se vio confirmado en su oficina por la correspondencia regular que ella comenzó a recibir de Alemania, autentificada por la firma cuidadosa de Bergman.

Ellos habían previsto que los alemanes interceptarían toda la correspondencia de Bergman; y las cartas que Birgit recibía, a través de un intermediario danés designado por los alemanes, ciertamente habían sido escudriñadas. El cabello que ella había enseñado a Anders a fijar bajo el cierre del sobre, faltaba en todas las cartas que ella recibía. Pero no había nada en el visitante o en sus cartas que pareciera haber despertado las sospechas de los alemanes. Los números arreglados de acuerdo con el código demostraban que no se retenía ninguna carta, ni siquiera la que le informó que los científicos alemanes trabajaban en Berlín, y reveló que el nombre del reactor en código era "Iglesia del Castillo".

Cabía suponer que los alemanes también leían la correspondencia que Birgit enviaba a través del mismo puesto de recepción. De modo que ella le remitía las cartas dirigidas a Bergman por colegas del mundo entero, así como las enormes pilas de periódicos que él recibía regularmente. Cuando llevaba cada paquete a la oficina de correos, Birgit sonreía, pues imaginaba la frustración de los oficiales de seguridad alemanes que debían zambullirse en centenares de páginas de material cuyo contenido ni siquiera podían comenzar a entender. Y en el marco de su propia actitud despectiva ante las elementales precauciones de los nazis, Birgit comprendió que ella y Anders habían alcanzado un éxito total.

Mas de pronto, sin advertencia previa, comenzaron a vigilarla de nuevo.

Dos mañanas consecutivas Birgit tropezó con un hombrecito de gafas junto a los canastos abiertos que hacían la función de buzones para los inquilinos del edificio de oficinas. Birgit le había saludado amistosamente, y le sobresaltó la respuesta formal y esquiva. Después, advirtió que el mismo hombre se paraba frente a las vidrieras de las tiendas que había enfrente. Birgit le observó atentamente mientras él esperaba la llegada del cartero y le seguía al interior del edificio.

Birgit depositó su propio montón de cartas profesionales y personales en el canasto correspondiente al laboratorio. La figura menuda del hombre siguió al cartero, y cuando se retiró, las cartas de Birgit habían sido puestas en un orden distinto.

El asunto no tenía sentido para ella. Los alemanes ejercían el control total de la correspondencia entre Bergman y el instituto, cuando pasaba por el centro de recepción en Dinamarca. ¿Qué buscaban? ¿Qué esperaban hallar en la restante correspondencia de Bergman?

Cuando ella fue a la casa de Bergman para retirar algunos papeles, descubrió más pruebas de la presencia de los alemanes. El escritorio de tapa corrediza se atascaba constantemente, de modo que ella había adquirido la costumbre de dejarlo entreabierto. Cuando quiso levantar la tapa, advirtió que alguien la había cerrado totalmente. Investigó atentamente la habitación y descubrió que el cajón donde Bergman guardaba su correspondencia personal estaba muy desordenado. Al parecer, no les interesaba Bergman el científico, sino más bien Bergman el hombre. Por cierta razón, los alemanes de pronto estaban interesados en su vida personal.

Después, cuando salió de la casa, un automóvil comenzó a seguirla. Birgit dio algunos rodeos, los necesarios para comprobar que el automóvil continuaba siguiéndola, pero nada tan llamativo que sugiriese que ella sabía a qué atenerse. La siguieron de regreso a la ciudad, hasta la puerta principal de su propio apartamento.

¿Por qué? Tal era la pregunta que Birgit se formulaba. Podían encontrarla todos los días en el laboratorio. ¿Por qué la seguían precisamente el día que había ido a la casa de Bergman?

De pronto, quiso recibir ayuda. Necesitaba hablar con Haller, o con uno de sus hombres que supiera descifrar el enigma. Necesitaba saber por qué la vigilaban. Pero precisamente porque la vigilaban, no podía pedir ayuda. El más mínimo vínculo, por frágil que fuese, entre la oficina de Bergman y los agentes británicos, acusaría a Anders y revelaría rápidamente el engaño. De modo que dejó las persianas de la ventana de su oficina en la posición convenida, que advertía a la gente de Haller que no debían tratar de comunicarse con ella.

Y entonces llegó la respuesta.

Birgit recordó el nombre de Paul Rasmussen apenas lo oyó por teléfono. Era un físico alemán, una luminaria de segundo orden a quien Bergman había escrito cierta vez como un hombre "talentoso para analizar lo obvio". Se habían carteado varios años antes, la misiva de Rasmussen había sido unas líneas de felicitación con frases lisonjeras acerca de uno de los artículos de Bergman. Y la respuesta de Bergman un mero acuse de recibo.

Llamó por la mañana y explicó que acababa de llegar de Alemania para arreglar ciertos asuntos en Estocolmo.

–Estuve trabajando con el profesor Bergman. Un gran honor. Sus ideas son asombrosas.

Después, pasó al asunto de su llamada. Tenía que entregar ciertos mensajes. ¿Podía pasar por el laboratorio?

Birgit se sintió desconcertada. En el plan que ambos habían trazado no se contemplaba un contacto de Anders con ella. Por el contrario, todos habían coincidido en que ese intento sería ridiculamente peligroso. Rasmussen era un impostor. O si era auténtico, en Alemania estaba sucediendo algo importante que Anders había decidido poner en riesgo toda su misión para transmitirle la información.

Rasmussen vestía un traje casi negro de tres botones, con un alto cuello almidonado que había pasado de moda hacía mucho tiempo. Eligió una silla de respaldo recto y se sentó en el borde, las rodillas juntas y el sombrero apoyado sobre el regazo. Birgit preparó café, e hizo algunos comentarios intrascendentes acerca de las dificultades de trabajar con un genio como Bergman, mientras esperaba que Rasmussen encontrase el modo de abordar su tema.

–El profesor Bergman al principio deseaba traer cierta mujer a Alemania -dijo Rasmussen en un brusco cambio de tema. Hizo una pausa, con la esperanza de que Birgit le suministrara el nombre.

–Deseamos vivamente encontrarla e invitarla -continuó Rasmussen-. El profesor Bergman habla a menudo de ella.

Estaba revelando su propia mentira. En el curso de las sesiones de instrucción, Haller, Anders y Birgit habían convenido en que Anders no mencionaría a Magda. Si le preguntaban, se limitaría a decir que el asunto desgraciadamente había terminado mal. Con el fin de cubrir la desaparición de Bergman, Birgit había dicho a Magda que Nils estaba trabajando en Inglaterra. Y cuando sus cartas no tuvieron respuesta, Magda, sumida en la tristeza, recogió sus cosas y regresó al hogar de su familia en el campo. No era posible incorporarla a la nueva vida del supuesto Bergman.

–Como usted trabaja tan cerca del profesor Bergman -insistió Rasmussen, cuando vio que su pregunta no tenía respuesta-, pensamos que quizá supiera dónde hallarla. Naturalmente, podríamos pedir al profesor que enviase directamente la invitación. Pero como mis asuntos me obligaban a visitar Estocolmo, pensamos en la posibilidad de darle una sorpresa.

En la mente de Birgit las piezas del rompecabezas empezaron a encajar. Los nazis comenzaban a dudar acerca del genio extranjero a quien habían invitado para que participara en su programa más secreto. Necesitaban hallar a alguien que pudiera identificar positivamente a Nils Bergman. Esa era la causa de la vigilancia sobre la correspondencia que llegaba al instituto, y de la inspección a la que habían sometido la correspondencia privada de Bergman. Intentaban identificar a Magda, y por eso habían seguido a Birgit. Vigilaban la casa de Bergman, esperando la aparición de su amante. Las personas situadas frente a la casa no eran las mismas que vigilaban el laboratorio, y por eso no habían identificado a la ayudanta de Bergman. Les interesaban todas las mujeres que tuviesen libre acceso a la residencia.

–Quizás el asunto le parezca infantil -dijo Rasmussen, que se había ruborizado.

–¿Dónde está el profesor Bergman? – preguntó Birgit, poniendo a prueba a su adversario.

Rasmussen movió inquieto el sombrero que estaba descansando sobre sus rodillas.

–Por supuesto, en Alemania. Pero no puedo ofrecerle información más concreta. Estoy seguro de que usted comprenderá. La guerra… el secreto.

Ella comprendió. No podían limitarse a indicar una dirección a Magda y pedirle que pasara por ahí. Habría que llevarla a Alemania. Y tampoco podrían permitir que una persona que conociera el centro de investigaciones atómicas saliera de Alemania. No podían correr el riesgo de que esa información cayese en manos de los aliados. Por lo tanto, Rasmussen no era más que un mensajero; un hombre a quien se había encomendado la misión de entregar a la amante de Bergman en manos de las personas que sabían dónde trabajaba el profesor. Su problema era que los agentes alemanes enviados antes no habían podido hallarla. En realidad, si Rasmussen no tenía más preguntas que formular, podía llegarse a la conclusión de que ni siquiera conocían el nombre de la mujer.

Pero lo sabrían, y probablemente muy pronto. Cuando desesperasen en hallar datos en la residencia y el lugar de trabajo de Bergman, ampliarían el área de su investigación. Bergman solía comprar en ciertas tiendas. Estaban su médico y su dentista. Había operarios que acudían a la casa para realizar reparaciones.

Y centenares de personas como Mats, el dueño de su restaurante

favorito, que había visto juntos a Bergman y Magda y que la co

nocía por su nombre.

Por supuesto, la descubrirían. Era sólo cuestión de tiempo.

Y cuando la hallasen, se apresurarían a llevarla a Alemania para

que respondiese a la única pregunta que había determinado el via

je de varios espías a Suecia y la visita de Paul Rasmussen. "¿Ese

hombre era realmente Nils Bergman?"

Magda era la única persona en la tierra que podía conocer la respuesta en un instante. Birgit comprendió que tenía que arreglárselas para evitar que los alemanes la hallasen.

–Tal vez yo pueda ayudar -dijo finalmente.

Rasmussen buscó el portafolios que había colocado junto a sus pies.

Después, ella agregó: -Quizás usted pueda volver a verme mañana.

El pareció confundido, la mano apoyada sobre el portafolios abierto, sin saber muy bien si debía continuar buscando una pluma y una hoja de papel.

–Tengo que averiguar si la dama desea que la identifiquen.

Rasmussen asintió.

–Sí, completamente de acuerdo. Eso sería lo propio. – Puso el portafolios bajo un brazo y apoyó el sombrero en el hueco del otro.– Usted ha sido muy amable. – Se inclinó rígidamente a partir de la cintura.– Mañana la veré nuevamente, y le agradezco su preocupación.

Birgit acompañó a Rasmussen hasta la puerta y después se acercó a la ventana para observarle mientras se alejaba en dirección a la esquina. Después que desapareció, Birgit examinó con mucho cuidado las tiendas que había enfrente. No había señales del hombre que esperaba diariamente la llegada del correo.

Extendió la mano hacia la persiana de la ventana, pero después se contuvo. Era demasiado peligroso comunicarse con los británicos cuando los agentes alemanes vigilaban sus movimientos. Pero era incluso más peligroso no hacer nada. Si los nazis hallaban a Magda, Anders podía darse por muerto. Caminó por la habitación sopesando las posibilidades. Y mientras examinaba las pocas alternativas que le restaban, Birgit comprendió que los muros que ella había levantado para protegerse de todo lo que significaba un compromiso estaban derrumbándose alrededor de su persona.

Se había atribuido ella misma la culpa del destino de Gunther. Si ella no se hubiese enredado con Sara, Gunther no habría muerto. Pero, ¿ella podía proteger su propia serenidad ignorando el sufrimiento ajeno? Y en ese caso, ¿qué clase de paz habría estado protegiendo?

Se consideraba culpable de la muerte de Nils Bergman. El aún estaría vivo si ella le hubiese permitido unirse a los alemanes. Pero, ¿podía haber ignorado los millones de vidas que su trabajo habría amenazado?

Después, había decidido ser nada más que la instructora y la corresponsal de Karl Anders, un mero vehículo de información entre él y sus supervisores británicos. Pero ahora afrontaba alternativas que determinarían si él viviría o moriría.

Ansiaba huir, no de un peligro que quizá la amenazaba, sino de la responsabilidad del compromiso. Si adoptaba la decisión, la vida de Anders estaba en sus manos. Con el propósito de reforzar sus defensas, deseaba poner las persianas en la posición convenida. Quería llamar a Haller y a su gente, y que ellos decidieran cómo evitarían que los alemanes se apoderasen de Magda. Y si adoptaban una decisión equivocada, ellos y no Birgit serían los responsables de la suerte que corriera Anders.

Pero no podía llamarles. Era suficiente que la viesen con ellos para revelar al enemigo que el supuesto Bergman era un impostor; y eso significaba una sentencia de muerte. No podía solicitar la ayuda que deseaba desesperadamente. No podía evitar la posibilidad de cometer otro error fatal.

Cuando Paul Rasmussen la visitó al día siguiente, por propia decisión ella desencadenó las fuerzas que salvarían o destruirían a Anders.

Birgit dejó las persianas como estaban cuando cerró la oficina y se fue a su casa.

Londres -12 de junio

Haller estaba en la segunda fila, y era uno de los oficiales sentados detrás del mariscal del aire Ward. A los dos lados de Ward, en sillas que habían acercado a la gran mesa de conferencias, había oficiales de alto rango de otros servicios británicos así como los principales comandantes de las fuerzas norteamericanas, canadienses, francesas y polacas. Al lado de Haller, en un segundo círculo que rodeaba la mesa, estaban los ayudantes, tan numerosos que casi formaban un regimiento. Todos escuchaban las palabras de un coronel norteamericano del elenco de Eisenhower, que estaba de pie frente a un gigantesco mapa de Normandía. Todos comenzaban a advertir que la gran invasión a la que denominaban Overlord afrontaba problemas graves.

Habían llevado con ellos a la sala la euforia de los comunicados de prensa de Eisenhower. Dos veces por día, el Cuartel General Supremo de las Fuerzas Expedicionarias Aliadas había publicado cifras acerca del número de soldados y las toneladas de material desembarcados en Normandía. Los comunicados de prensa indicaban el número de tanques en tierra y de aviones en el aire, el equivalente en explosivos de las salvas de artillería disparadas y las bombas arrojadas, los litros de combustible consumidos por los transportes de tropas y los cargueros que formaban una fila interminable desde el sur de Inglaterra hasta el norte de Francia. Todo eso producía la impresión de una ola gigantesca que partía del Atlántico y avanzaba furiosa hasta los Alpes. Ahora, siguiendo el movimiento del puntero que usaba el coronel norteamericano, podían ver exactamente qué parte de la fortaleza Europa habían conseguido conquistar los aliados.

–Caen -dijo el norteamericano, señalando un punto en el extremo oriental de las playas de invasión-, continúa en manos alemanas. Sin esa ciudad, no podemos avanzar con nuestras fuerzas desde la cabeza de playa en dirección al este. – El puntero se desplazó.– Aún falta tomar Saint Lo. Continúa siendo una amenaza sobre el flanco de la fuerza Utah, que se desplaza hacia Cherburgo. Y aquí, en el centro, todavía soportamos grandes dificultades para salir de las playas.

El mapa intimidaba. Los británicos y los canadienses se habían internado tierra adentro en el extremo oriental de la invasión, pero habían sido frenados bruscamente en Caen. Los norteamericanos del extremo oriental también se habían internado, y marchaban hacia el oeste, en dirección al puerto de Cherburgo.

Pero con cada kilómetro que avanzaban, la fuerza alemana que operaba sobre su flanco izquierdo era cada vez más poderosa. En el centro, los invasores apenas habían conseguido desembarcar. En ciertos puntos, la faja de tierra que ocupaban tenía menos de un kilómetro y medio.

–Si los alemanes irrumpen por el centro… -Era el comienzo de una pregunta formulada por el alto oficial naval británico.

–Continuaremos desembarcando tropas y material en ambos flancos -contestó el norteamericano.

–¿Y si los alemanes atacan desde Caen? – preguntó un contraalmirante norteamericano.

–Creemos que podremos mantener nuestra posición -dijo confiadamente el coronel. Y después, en voz más baja:- O bien podremos trasladar tropas al lado de Utah, para consolidar nuestro dominio en Cherburgo; la Fuerza Expedicionaria Aliada entiende que capturar y retener Cherburgo es lo mínimo para la invasión. Necesitamos un puerto importante para acrecentar nuestras fuerzas.

Hubo una exclamación irreverente de un oficial polaco, pero se perdió en el silencio solemne de la sala. La invasión ya había desembarcado fuerzas enormes en una cabeza de playa que quizá los aliados no pudiesen retener. Si abandonaban esas playas, ¿qué fuerzas quedarían para incorporarlas a través del puerto de Cherburgo?

–¿Qué reservas tienen los alemanes? – preguntó un coronel de la fuerza aérea norteamericana. Era la pregunta más inquietante. Las fuerzas aliadas y alemanas en Normandía habían llegado a un punto de equilibrio. Ahora que los aliados desembarcaban constantemente hombres y material, parecía que la batalla inevitablemente se resolvería a su favor. Pero si los alemanes podían traer rápidamente fuerzas de reserva, lograrían controlar la situación.

El coronel norteamericano acercó el extremo de su puntero a un área que estaba exactamente al norte de París.

–La mejor información disponible nos indica que aquí hay dos divisiones motorizadas… están a medio camino entre Normandía y el paso de Calais.

–¿A quién pertenecen esas divisiones? – preguntó un oficial inglés.

El norteamericano recibió la pregunta con un gesto de asentimiento.

–A Rommel -contestó.

Haller percibió el sabor de su propia bilis. El temor enfermizo que había estado acentuándose durante todo el informe de pronto desbordó. Los aliados todavía tenían los talones en el canal, y Rommel contaba con dos divisiones motorizadas a menos de ciento cincuenta kilómetros de distancia. Los tanques del general alemán habían recorrido en cinco horas la misma distancia en las arenas africanas. Dado que podían usar los caminos franceses, estaban en condiciones de atacar a los británicos en Caen durante las primeras horas de la mañana siguiente. O a los norteamericanos en Saint-Ló, a la hora de comer del día siguiente.

En su mente, transformó el gigantesco mapa de la pared en un calendario: Normandía era junio, París era agosto; el Rhin era el otoño. Si pasaban la línea del Rhin antes del comienzo del invierno, Alemania quedaría fuera de combate hacia el mes de marzo. Existía además la posibilidad de que hacia diciembre no tuvieran funcionando el reactor, lo cual significaba que probablemente no lograrían fabricar la bomba en marzo. Por lo tanto, de acuerdo con el calendario los aliados sobrevivirían a la guerra.

Pero el coronel norteamericano estaba modificando las fechas. En el mejor de los casos, la conquista de Normandía llegaría en agosto. Lo cual significaba París en el otoño, y ninguna posibilidad de llegar al Rhin antes del invierno. Alemania podía durar un año más. O en el peor de los casos, el ataque a Normandía fracasaba, lo cual significaba una segunda invasión, probablemente sobre Bretaña meridional, a fines del otoño. En cualquiera de los dos casos, las bombas atómicas caerían sobre Inglaterra mucho antes de que los nazis se rindieran. Y tan pronto tuviesen la bomba, ¿por qué necesitarían los nazis pensar en la rendición?

Retiró su silla, se puso lentamente de pie y salió al corredor, y las playas de Normandía quedaron en silencio detrás de él. Haller no necesitaba oír nada más. No tenía mucha paciencia para los informes en que se identificaban las unidades militares con números, y las líneas del frente recibían nombres tomados de los pueblos y las ciudades por donde pasaban. Haller había estado en las líneas del frente, y sabía exactamente qué les sucedía a los hombres.

Estaban pegados al suelo, a cielo abierto, protegiéndose con los cascos, con las ropas todavía húmedas a causa del agua de mar. Frente a ellos se levantaban bunkers de hormigón, llenos de cañones y ametralladoras que apuntaban a través de las rendijas. Había hileras de alambre de púas desplegados sobre campos sembrados de minas. Había fortificaciones reforzadas día tras día durante cinco largos años. Era suicida pensar ni siquiera en el ataque.

Pero eso era exactamente lo que debían hacer. A pesar de la masacre que era inevitable, Haller les habría ordenado incorporarse y atacar si él hubiera sido el comandante. No podía explicarles la razón. Ellos ni siquiera habrían empezado a entenderlo. Pero tenían que atacar porque no había tiempo para retrasos. Ciertamente, no disponía de tiempo para organizar una segunda invasión. Tenían que atacar porque necesitaban cruzar el Rhin en invierno. De lo contrario, se enfrentarían a un desastre mucho más terrible que todo lo que podía caer sobre ellos por la acción de los alemanes que guarnecían los bunkers.

Salió al tibio aire primaveral, y el sol del atardecer apenas comenzaba a declinar tras los contornos de los ediñcios. En el mundo civil del West End era casi imposible olvidar la guerra. Las bolsas de arena apiladas en las intersecciones y las bocacalles eran más un obstáculo que una defensa. Nadie consideraba seriamente la posibilidad de una incursión alemana a través del Canal. Y los puestos de vigía en las azoteas de los edificios sé habían convertido en curiosidad. Los alemanes no habían intentado siquiera una incursión aérea seria durante más de un año. Las tiendas estaban abiertas y las calles eran el escenario de una actividad intensa pero tranquila. Todo lo que quedaba del terror inicial de la guerra estaba representado por los faros oscurecidos de los automóviles, y por los guardias uniformados que iniciaban la búsqueda de ventanas desprotegidas. Las caras francas y sonrientes que pasaban no presentaban indicios de temor.

Cuando Haller oyó el sonido, este estaba detrás de él, y volvió la mirada hacia el cielo, buscando la causa. Sabía que era un avión y por el ruido desigual del motor, comprendió que la máquina estaba en dificultades. El aumento del volumen le indicó que se acercaba, pero no alcanzaba a verlo más allá del perfil de los tejados.

–No parece que sea uno de los nuestros. – Era un guardia, que había oído el sonido y se había detenido en la calle al lado de Haller.

Haller meneó la cabeza.

–Tampoco suena como un avión alemán.

El guardia lo vio primero y apuntó con el dedo al cielo.

–¡Está incendiándose! – gritó.

Apareció en el cielo, sobre los edificios; era un caza pequeño, de alas cuadradas, que se desplazaba a gran velocidad, dejando detrás de sí hilos de humo.

–Tiene que ser alemán -dijo serenamente Haller. No había campo de aterrizaje en el West End, y él sabía que un piloto aliado jamás habría volado sobre la ciudad con un avión que estaba en dificultades.

Los hombres se volvieron lentamente mientras seguían el curso de la máquina en el cielo abierto.

–¿Qué es? – preguntó el guardia.

Haller de nuevo respondió con un movimiento negativo de la cabeza. Conocía la mayoría de los aviones alemanes por el sonido de los motores. No había uno solo al que no pudiese identificar de una ojeada. Pero antes nunca había visto nada como eso. Pareció que el motor fallaba, y era evidente que del artefacto se desprendía una estela de humo. Sin embargo, no parecía que el avión estuviese en dificultades.

–Dios mío -dijo cuando de pronto comprendió-. Es un aparato de reacción. Un aparato alemán de reacción.

El guardia pareció desconcertado, pero Haller no se molestó en explicarle. Había oído informes de los nuevos cazas alemanes de reacción que habían aparecido sobre el continente, y que eran mucho más veloces que los mejores cazas aliados. Dos de ellos habían irrumpido en una formación de bombarderos norteamericanos derribando tres Fortalezas, y describiendo círculos alrededor de sus escoltas. Pero por Dios, ¿qué hacía uno de ellos volando sobre Londres?

El sonido cesó, y casi en el mismo instante desapareció la estela de humo.

–Le dieron -dijo el guardia con voz neutra. Pero el avión continuó volando varios segundos, siempre a la misma altura. Después, la nariz comenzó a hundirse, de modo que el aparato inició un picado. Cuando el picado se acentuó, las alas comenzaron a girar, de modo que la forma que caía entró en una pirueta fatal.

En ese instante Haller comprendió lo que estaba viendo. Recordó los pequeños bombarderos sin pilotos fotografiados junto a las rampas de lanzamiento en Peenemünde. Recordó los detallados análisis de su alcance, su posible velocidad y la carga de una tonelada de explosivos. También recordó la inexorable conclusión acerca de la bomba que había determinado su fabricación.

Haller permaneció inmóvil, como paralizado. Deseaba lanzar un grito de advertencia a los centenares de personas de las calles, muchas de las cuales se habían detenido y miraban con curiosidad la caída de la bomba. Ansiaba activar las sirenas que sonarían sobre toda la ciudad y lograrían que Londres entera se protegiese. Pero era demasiado tarde. Faltaban pocos segundos para que la bomba llegase a destino, e incluso con varias horas de preparación no hubiera habido modo de escapar.

Sabía que tenía que arrojarse al suelo para evitar el choque brutal. Desviar la mirada para evitar que se le quemasen los ojos en las cuencas a causa del relámpago incandescente. Pero se sentía atraído como una mariposa nocturna por la fatal fascinación que ejercía la energía abrumadora que unos instantes después debía manifestarse.

La bomba alada aún era claramente visible, y su movimiento giratorio se aceleró al caer. Y después desapareció, quizás a unos ochocientos metros de distancia, detrás de los tejados de los edificios. Haller esperó una eternidad. Y después vio el relámpago-

Fue como el parpadeo del rayo. Una brevísima luminosidad en el cielo, que comenzó a atenuarse tan pronto como se hizo visible. Provocó un grito en los que estaban alrededor, pero el aire que surgió de su propio pecho era un suspiro de alivio. Había visto centenares de estallidos de bombas semejantes a este. La ciudad sobreviviría.

La onda expansiva le alcanzó. Fue un leve temblor del suelo, la sensación de inseguridad en las piernas que confirmó lo que sus ojos acababan de decirle. Una bomba enorme con una gran capacidad destructiva. Pero una bomba común y corriente.

Oyó el ruido de la explosión, seguida por el estrépito de los edificios que se derrumbaban, y vio la columna de humo negro que ascendía sobre los tejados de las casas, y que reflejaba el amarillo y el naranja de los incendios que habían comenzado repentinamente.

El guardia corrió en dirección a la explosión, acompañado por los hombres y mujeres que estaban en la calle, los cuales en el curso de los años habían aprendido a acercarse al peligro para ayudar. Pero Haller se volvió lentamente, y la angustia que había experimentado durante el informe acerca de Normandía de nuevo le afectó a la garganta.

Los alemanes tenían sus misiles. El pequeño artefacto de reacción, incluso con su débil explosivo, lo demostraba. Podía partir del refugio del continente ocupado por Alemania. Podía atravesar el Canal, volando a tal velocidad que nadie conseguiría interceptarlo, orientándose por sí mismo hacia el centro de Londres. Y precisamente en el momento justo, podía detener su motor y arrojarse sobre el blanco.

Lo único que necesitaban era la bomba de uranio. Eso llevaría tiempo; pero los alemanes disponían de tiempo. Tiempo más que suficiente, si la invasión Overlord no podía acelerar su calendario.

Berlín – 21 de junio

Los rumores acerca de la invasión habían circulado en el instituto durante varios días, e inducido a los científicos a consultar sus mapas. Comprobaron que Normandía era una costa remota que estaba casi 200 kilómetros al sur del paso de Calais, donde se preveía la invasión, separado del lugar más cercano de Inglaterra por 150 kilómetros de mar abierto.

Coincidieron en que era una maniobra de distracción, mientras bebían su café. Sin duda, los aliados no intentarían un ataque importante en un lugar que les obligaba a atravesar un espejo de agua tan extenso, para poder acceder a una playa tan distante de Paris.

–Desde allí se duplica la distancia que los separa del Rhin -señaló Lauderbach, mientras sostenía que no podía ser una invasión importante-. Ni siquiera los ingleses son tan estúpidos.

Diebner rechazó por completo la idea del ataque. Argüyó con voz firme que la Luftwaffe jamás permitiría que los ingleses y los norteamericanos desembarcaran en las playas. Y los submarinos diezmarían la flota que se aproximase al continente. Uno de los químicos del laboratorio lo refutó cortésmente. El oficial SS que mandaba a los guardias le había dicho que en efecto las tropas inglesas y norteamericanas habían desembarcado en Normandía.

–Pero las divisiones motorizadas van a enfrentarse con ellos -había asegurado a los científicos-. Ya están haciéndoles retroceder hacia el mar.

El ánimo de Anders mejoraba y decaía con cada variación del tema. Si se trataba de la invasión, y si esta tenía éxito, existía la posibilidad de que los aliados llegasen a Alemania antes de que se completara el reactor. Pero si era nada más que una maniobra de distracción, o peor aún si fracasaba, el reactor produciría plutonio antes de que los aliados pudiesen atravesar Francia.

Tenía la evidencia delante de sus ojos. Estaba estudiando los análisis de laboratorio del nuevo grafito que, de acuerdo con las pruebas, superaba las previsiones del propio Anders. Y tenía las ecuaciones sobre una pila atómica que, una vez que se construyera con grafito puro, seguramente determinaría una reacción en cadena. Poco podía hacer para evitar que los alemanes construyesen su bomba.

Les había retrasado. Su revisión inicial les había costado unas pocas semanas, y su insistencia en el nuevo grafito había detenido el programa más de un mes. Pero ahora, en lugar de estorbarles, estaba colaborando con los esfuerzos de los científicos y los técnicos alemanes.

Los aplazamientos impuestos por Anders habían despertado las sospechas de sus colegas alemanes. Mientras él elaboraba las ecuaciones relacionadas con el diseño del reactor, los otros le miraban cuidadosamente por encima de su hombro, sin permitirle el más mínimo desvío. No había modo de engañarles. Aunque quizá no eran tan imaginativos ni tan capacitados como Nils Berg-man, ciertamente estaban a la altura de Karl Anders. El no había podido incorporar ningún fallo esencial que no hubiera sido descubierto inmediatamente por ellos.

Por el contrario, se había visto obligado a aportar su mejor trabajo. Y mientras ellos seguían con la mirada la elegancia de sus ecuaciones, los gestos hostiles se habían convertido en sonrisas de apreciación. La distancia que había separado a este equipo del inquietante extranjero se había reducido. Las revisiones rígidas y formales que ellos practicaban con cada una de las propuestas de Anders se habían convertido en reuniones de cooperación cordial. Incluso la decisión agriamente criticada de reprocesar el grafito había beneficiado a los alemanes. Lauderbach, que era el crítico más estridente, percibió que con el nuevo material las fórmulas de control eran mucho más sencillas.

–Profesor Bergman -había dicho una mañana, mientras bebían una taza de café-, espero que acepte mis disculpas. Por supuesto, tenía razón. A la larga, creo que su idea nos permitirá ahorrar tiempo.

Su credibilidad estaba elevándose. Se acentuaba el entusiasmo por el reactor que él diseñaba. Pero entretanto su propio propósito se veía destruido. Para evitar que lo descubriesen tenía que realizar avances. Y sus avances acercaban la bomba atómica alemana al nivel de la realización. No podía retrasarles si ellos no depositaban confianza total en sus ideas. Pero para conquistar esa confianza, tenía que ayudarles a triunfar.

Necesitaba ayuda. Alguien que tuviese una visión clara del plan de invasión de los aliados debía estudiar el dilema y decidir qué tendría él que hacer. ¿Tenía que arriesgarse a que lo descubriesen proponiendo un error catastrófico? ¿O debía ganar tiempo, en espera de una oportunidad más clara que le permitiese destruir el programa? Necesitaba saber de cuánto tiempo disponía. Si la invasión a Normandía era real… si los norteamericanos y los británicos en efecto estaban internándose en Francia… en ese caso, hasta el retraso de un mes podía ser todo lo que se necesitara para hacer fracasar a los alemanes. En tal caso, debía llevarles al error incluso con el riesgo de que le descubriesen. Pero si Normandía no era más que una maniobra de distracción, o si los alemanes contenían el ataque, Anders necesitaría retrasar a los científicos nazis mucho más de un mes. En tal caso, tenía que hacer todo lo posible para permanecer en el centro de los trabajos. Pero nadie estaba en condiciones de aclararle el dilema. Se hallaba solo, encerrado en un país hostil, sin modo de llegar al mundo exterior. Lo único que podía hacer era utilizar los sencillos mensajes cifrados, para decir a Birgit dónde estaba y cómo avanzaba el programa.

Probablemente no debía correr el riesgo de que le descubriesen por lo menos hasta que supiera dónde estaban construyendo el reactor. Heisenberg había mencionado la "Iglesia del Castillo", pero eso no le había dicho nada.

Su soledad era terrorífica. Mas no temía por su propia seguridad, como le había sucedido durante las primeras semanas en Berlín. Ahora, el temor que le paralizaba era el de cometer un error de cálculo. Tenía que encontrar el modo de destruir la bomba atómica alemana. Necesitaba decidir eso por sí mismo. Y cada una de las alternativas que sopesaba tenía tantas probabilidades de garantizar el éxito de los alemanes como de destruir su superarma. Había llegado a Alemania con una misión sencilla. Ahora, esa misión se había complicado irremediablemente.

–Profesor Bergman.

Anders levantó la mirada y vio la cara sonriente de Kurt Diebner. Vestía un traje gris oscuro, con la banda roja y la esvástica negra sobre la manga. Sostenía con ambas manos un cartapacio donde estaban las ecuaciones preliminares de Anders.

–Un trabajo brillante -dijo-. Sencillamente brillante. Y sus cálculos acerca del rendimiento del plutonio son espectaculares. Jamás concebimos la posibilidad de convertir una proporción tan elevada de uranio.

–Son sólo conjeturas -previno Anders, pese a que confiaba en que sus cifras optimistas acerca de la producción del reactor fueran válidas-. Y suponen condiciones ideales. Es improbable que podamos alcanzar esas cifras en el funcionamiento real.

Diebner desechó la evidente modestia.

–Incluso si obtenemos sólo la mitad de estos cálculos, alcanzaremos las metas de producción. – Se inclinó hacia adelante y murmuró en voz baja:- ¿Sabe adonde voy esta tarde?

Anders meneó la cabeza.

–Tengo una cita con el Reichsführer Himmler. Le dije que estábamos preparados, y él desea ver inmediatamente el trabajo.

Y ha telefoneado al Führer. ¡Al propio Führer! – Su mente evocó imágenes de múltiples medallas.– Profesor Bergman, usted ha honrado a todos sus colegas. Estoy seguro de que Himmler querrá agradecerle esto personalmente. ¡Quizás incluso lo haga el Führer!

–Esas son sólo teorías -lo corrigió Anders, señalando el cartapacio-. Todavía hay mucho que hacer.

Diebner sonrió ante esa manifestación de modestia.

–Por supuesto. Pero ahora sabemos que puede hacerse. – Señaló los papeles.– Lo que usted nos ha aportado es un camino claro que lleva al éxito. El resto está formado por meros detalles.

–Deberíamos controlar de nuevo todo -dijo Anders-. Deberíamos estar absolutamente seguros antes de alimentar falsas esperanzas.

Diebner se echó a reír.

–Profesor Bergman, usted es demasiado prudente. Todos sus colegas coinciden en estos cálculos. Incluso el doctor Heisenberg dice que es brillante. "Supera mis propias posibilidades." Estas fueron sus palabras exactas. No, nuestro esfuerzo teórico ha terminado. Ahora estamos preparados para construir un prototipo.

Anders desechó sus protestas.

–¿Y dónde será? Supongo que todos nos trasladaremos al lugar de la construcción.

Contuvo la respiración, mientras esperaba la respuesta.

–A su debido tiempo -dijo Diebner-. Por el momento, usted supervisará la construcción del modelo, aquí en Berlín. El reactor destinado a la producción será sencillamente una versión en escala de su modelo.

Anders se alarmó. Nunca había contemplado siquiera la posibilidad de que él mismo no fuese miembro del equipo del reactor.

–Herr Diebner -exclamó-, todavía nos esperan grandes dificultades. Creo que mi lugar está en el sitio en que se realice la construcción. Debemos construir nuestro modelo de prueba allí donde se levante el reactor definitivo.

–Sí, eso es lo natural en tiempos de paz -replicó Diebner, explicando la posición oficial exactamente como se la había explicado el propio Himmler-. Pero en guería se necesita el secreto. ¿Cómo podemos evitar que la gente sienta curiosidad si la mitad de los científicos alemanes de pronto llegan a un pueblito? No, lamento decirle que eso ya está decidido. Usted permanecerá aquí, como miembro de nuestro principal equipo de diseño. Otros serán responsables del comienzo de la construcción del reactor definitivo.

Anders se puso de pie para protestar.

–Quiero recordarle, Herr Diebner, a quién pertenece el diseño que ustedes ejecutarán. Tengo el derecho de estar allí.

Diebner levantó una mano, en un gesto defensivo.

–Por supuesto. Y estará. Apenas su modelo haya sido terminado y probado le trasladaremos al lugar. No tema, profesor Bergman. Nadie salvo usted llevará el reactor a la fase crítica. Suyo será el honor.

–No me importa el honor -replicó Anders-. Me preocupan los resultados. Creo que sé mejor que nadie dónde exactamente debo estar mientras se construye mi modelo.

–Eso es inaceptable -dijo Diebner, meneando la cabeza en un gesto de desafío-. Ya ha sido decidido.

Anders jugó la única carta que le quedaba.

–No tengo interés en jugar con un modelo mientras se construye en otro lado el reactor auténtico -dijo fríamente-. Si esa es la decisión, no tengo nada más que aportar a sus esfuerzos. – Levantó una mano.– ¿Pueden devolverme mi trabajo?

Los ojos de Diebner se abrieron mucho a causa de la impresión, y el alemán apretó el cartapacio contra su pecho. No tenía la más mínima intención de devolver el trabajo. Pero, ¿cómo explicaría a Himmler que el hombre cuyo talento el propio Himmler había elogiado tanto, ya no contribuiría a la labor de los alemanes? Como reacción ante las sospechas de Himmler y la crítica tácita a su propio criterio, Diebner había presentado la participación de Bergman como un factor más esencial de lo que era realmente. Ahora no podía decir a Himmler que la partida de Bergman tenía escasa importancia.

Retrocedió hacia la puerta y la cerró con el codo.

–Por supuesto, coincido con usted, profesor Bergman. Como hombre de ciencia, comprendo perfectamente su posición. Haré todo lo que esté a mi alcance para lograr que le trasladen al lugar donde se levantará el reactor con la mayor brevedad posible. Pero usted tiene que comprender la necesidad de prudencia.

–No me preocupan los secretos militares -continuó Anders, aprovechando la ventaja, que parecía más valiosa de lo que él había previsto-. Me preocupan los resultados.

Su mano continuaba extendida en un gesto de reclamo para obtener la devolución de los papeles.

Los ojos de Diebner recorrieron la habitación, como si deseara asegurarse de que allí no había nadie más.

–Por favor, haré todo lo posible -prometió de nuevo-. Además, vamos a traer a Berlín a cierta persona con el propósito de que se reúna con usted. Alguien que es muy importante para usted. Estamos haciendo todo lo posible, de manera que la estancia aquí le parezca mucho más agradable.

Anders contuvo el aliento. Habían descubierto a alguien que conocía a Nils Bergman.

–Por favor, confíe en mí -dijo Diebner.

–¿Quién es? – preguntó Anders.

–No debería decírselo -replicó Diebner-. Ya dije demasiado. Pero es alguien que le aprecia muchísimo. La traemos aquí a Alemania, para que participe de su triunfo. Le acompañará mientras usted trabaja en el modelo. Y después, en cuanto sea posible, podrá reunirse con usted en el lugar en que construiremos el reactor definitivo.

Anders comprendió que se refería a Magda. Habían descubierto a Magda, y la traían a Berlín. La única persona en el mundo entero que sabría inmediatamente que él era un impostor ahora venía a reunirse con él.

Diebner insistió en sus ruegos, y explicó a Anders que todo funcionaría perfectamente si él cooperaba. Pero Anders ya no le escuchaba. En cambio, se hundió lentamente en su silla, y sus peores temores se convirtieron lisa y llanamente en pánico.

¿Cuándo llegaría ella? Quizá dentro de una semana. A lo sumo en pocas semanas. No tardaría mucho. Y ese era todo el tiempo de que disponía para realizar su tarea y enviar el mensaje que determinaría que le sacaran de Alemania. No estaban dispuestos a decirle dónde se encontraba la "Iglesia del Castillo". Por lo tanto, él tenía que lograr que, al margen del lugar en que construyesen el reactor, este nunca produjese el plutonio que ellos necesitaban desesperadamente. Y después tenía que huir. Todo en el plazo de pocas semanas.

Pero, ¿cómo podía destruir el reactor si los mejores cerebros de la física nuclear vigilaban cada uno de sus movimientos?

VERANO DE 1944