Berlín -12 de julio
Werner Heisenberg había suministrado la respuesta.
–Es el maldito calor -dijo a Anders-. Ni siquiera podemos calcularlo. Pero si usted no tiene un modo de controlarlo, el reactor generará calor suficiente para destruirse a sí mismo.
Estaba acomodado detrás de su escritorio, y el cenicero cargado de colillas y el vaso de vino blanco estaban sepultados bajo una montaña de papeles. Las precisas escalas de un concierto de Brandeburgo llegaban desde un fonógrafo que estaba detrás. Heisenberg buscó la copia encuadernada de los cálculos de Anders sobre el reactor y la sacó del desorden de sus propias notas.
–Su trabajo es muy hermoso. Pero duplique el flujo del agua de enfriamiento. Demonios, triplíquelo. Incluso eso quizá no sea suficiente.
Anders había incluido en el plan sus cálculos del calor que se generaría durante la reacción.
–He revisado repetidas veces las ecuaciones… -comenzó a explicar.
–Olvídese de las ecuaciones -dijo Heisenberg con un movimiento de la mano-. Yo también tenía ecuaciones. – Abrió un cajón del escritorio y revolvió a través de sus cuadernos.– Están por aquí -murmuró, y finalmente encontró una lámina con tapas negras, y la arrojó indiferente a Anders-. Son tan nuevas como las suyas. E igualmente inútiles. El problema es que no tenemos la más mínima idea de a lo que nos enfrentamos. Estamos componiendo ecuaciones cuando en realidad desconocemos todos los valores pertinentes.
Anders comenzó a pasar las páginas de cálculos que describían el reactor experimental de agua pesada de Heisenberg.
–Estúdielas atentamente -propuso Heisenberg-. Le dirán que la temperatura del agua alrededor del reactor hubiera debido elevarse apenas unos grados. Pero el maldito tanque hirvió en menos de un minuto. Ignoro cuál fue la producción exacta de calor. Todos los instrumentos que utilicé se fundieron en pocos segundos.
Extendió la mano hacia el vaso de vino y acercó este a sus labios, sus palabras cobraron cierta resonancia a hueco sobre el borde del vaso.
–Estamos jugando un juego peligroso, y vamos tan de prisa que ni siquiera nos molestamos en aprender las reglas.
Anders se puso de pie, recogiendo las notas de Heisenberg al mismo tiempo que su propio plan.
–Haré lo que usted sugiere. Estudiaré atentamente este material.
Heisenberg asintió y después movió su sillón, para poder dar la vuelta al disco. Anders caminó hacia la puerta.
–Profesor Bergman.
Cuando se volvió, Heisenberg aún le daba la espalda, mientras aplicaba la aguja exactamente al surco. La música comenzó de nuevo, y entonces Heisenberg se volvió hacia su colega.
–Tal vez deberíamos detenernos. Quizá no estamos preparados para construir un reactor.
Anders se asombró ante la sugerencia.
–¿Nos permitirán detener esto? – preguntó-. ¿No estamos disputando una carrera?
–¿Una carrera hacia dónde? – preguntó Heisenberg.
Anders se acomodó en su sillón.
–Imagine que no puede controlar el calor. ¿Qué sucede con su grafito?
Anders no tenía respuesta para esa pregunta.
–He visto el uranio ardiendo como papel -continuó Heisenberg-. Quizá todo su grafito se consuma en llamas. Y en ese caso, ¿qué sucede con el uranio que usted está procesando? ¿No se fundirá agrupándose en una masa más densa, y acelerando la reacción en cadena?
Anders asintió ante la posibilidad.
–Lo cual, por supuesto, aumentará todavía más el calor. Y esto, a su vez, acentuará la reacción. El proceso continuará alimentándose de sí mismo. ¿Cómo podría detenerlo?
Anders miró a Heisenberg con ojos inexpresivos. Nada podía detenerlo.
–Por eso creo que quizá no deberíamos comenzarla -propuso Heisenberg-, por lo menos hasta que conozcamos todas las reglas.
Dejó la idea flotando en el aire, apoyó el cuerpo en el respaldo de su sillón y se sometió en silencio a la magia de su música.
Anders comenzó a estudiar los cálculos de Heisenberg apenas había cerrado la puerta de su propia oficina. Era la respuesta que estaba buscando. El modo seguro de destruir la bomba alemana de uranio antes de fabricarla. Diseñaría un reactor que se autodestruyese.
A medida que iba estudiando las notas, su plan comenzó a cobrar forma. Utilizaría los cálculos de Heisenberg para crear un sistema de enfriamiento que ninguno de los científicos alemanes pudiese cuestionar. Un diseño que era válido matemáticamente, pero inapropiado para la experiencia que Heisenberg había realizado con su reactor de prueba. Y como Diebner le había explicado, los alemanes consagrarían sus recursos a la construcción de un reactor de producción según los diseños de laboratorio de Anders. Cuando su prototipo se autodestruyese, quedarían con una pila de grafito en la cual incluso la más simple manipulación sería excesivamente peligrosa.
Pero, ¿disponía de tiempo? Necesitaba huir antes de que Magda fuese traída al país para acompañarle. Cuando ella denunciara el fraude, todo el trabajo de Anders quedaría desacreditado. Y necesitaba completar sus planes acerca del prototipo antes de desaparecer, con el fin de que llevasen a los científicos alemanes a su propia autodestrucción.
Su huida estaba en manos de los británicos. Haller le había asegurado que siempre estarían cerca. Solamente necesitaba enviar a Birgit el mensaje establecido previamente: una carta de queja, en el sentido de que un periódico científico suizo no había publicado un artículo que a él le parecía importante. La gente de Haller le secuestraría y le sacaría de Alemania, dejando la impresión de que su obra era tan valiosa que los ingleses habían realizado los mayores esfuerzos para silenciarle. Pero tenía que sincronizar exactamente el mensaje. Tan pronto lo enviase, su secuestro se produciría en poco tiempo. Necesitaba disponer de tiempo suficiente para complicar el plan del prototipo.
Había trabajado día y noche, y vivía en el bunker. Tomaba sus comidas, generalmente un bizcocho y un jarro de café, en su escritorio, y se desplomaba en su sofá cuando ya no podía pensar.
–Usted necesita descanso -le había dicho Lauderbach con sincera preocupación cuando revisaron las especificaciones de las varillas de combustible. Anders respondió con un gesto de conformidad, mientras se pasaba los dedos por los ojos, que ya no enfocaban bien los objetos.
–Sí, pronto. Estamos tan cerca.
–Demasiado cerca para perderlo ahora -dijo Lauderbach-. No podemos permitirnos el lujo de que usted enferme.
Diebner estaba aturdido por la velocidad de los progresos realizados, y salía presuroso de cada reunión para entregar sus informes a Himmler.
–Nuestro reactor de prueba funcionará en pocos meses -prometió-. Y pasaremos al reactor de producción al principio del otoño. – La única nube en su infantil optimismo era el temor que sentía respecto de la salud de Bergman.– Un esfuerzo heroico -había dicho a Himmler-. El profesor Bergman está consiguiendo en semanas lo que nos habría llevado meses. Pero no sé si podrá continuar mucho más tiempo.
–Todos estamos haciendo sacrificios -había recordado Himmler a Diebner con voz fría.
Habían pasado tres semanas desde el día en que Diebner sugirió que Magda llegaría a Alemania cuando Anders al fin estuviese en condiciones de completar los planos del prototipo. Todas sus teorías y todos sus cálculos habían sido convertidos mágicamente por los ingenieros y los proyectistas en el esquema de un reactor. Se habían especificado las formas y los tamaños de los bloques de grafito. Los lugares correspondientes a las varillas de combustible y las láminas de control habían sido determinados con precisión. Se había definido el recorrido sinuoso de las tuberías de acero inoxidable que llevarían el agua de enfriamiento. Ahora, Anders bebió una última taza de café negro antes de incorporarse a la reunión definitiva con los físicos y los ingenieros que construirían el reactor.
Fue más una celebración que un encuentro. Cada uno de los científicos sentados a los lados de la enorme mesa de conferencias presentó el sector del reactor cuya responsabilidad asumía, enorgulleciéndose de la exactitud con que la teoría se había convertido en realidad. Cada exposición fue coronada con seguridades absolutas, y mereció los aplausos colectivos del grupo. Diebner trasmitió las bendiciones del Führer a cada uno de los equipos a medida que concluía su informe, y después, presentaba al científico que encabezaba el siguiente equipo con palabras de elogio y gratitud. Durante los mil años siguientes los ciudadanos del Reich rendirían homenaje a sus realizaciones.
Pero Anders no escuchaba nada. Su atención estaba clavada en Werner Heisenberg, que ocupaba un lugar en el extremo más alejado de la mesa, y que parecía autoexcluirse de la celebración. En cambio, reunía las páginas de los planos a medida que se las presentaban, las depositaba junto a su cenicero cargado de colillas, y las estudiaba con el rabillo del ojo. No decía nada y no aplaudía a nadie.
Anders estudiaba su cara, esperando hallar un indicio acerca de la reacción de Heisenberg. Pero la cara del científico mantenía su máscara de hastío y neutralidad. Seguramente no se oponía al sistema de combustible y al moderador de grafito. Los planes sencillamente confirmaban los cálculos que él ya había aprobado y elogiado. Y no criticaría la mecánica de la construcción. Esos eran temas pedestres que estaban muy por debajo de su interés. Pero ahora sus ojos se paseaban sobre los planos relacionados con el sistema de enfriamiento. Sin duda calculaba mentalmente la cantidad de agua del reactor y el ritmo del flujo hidráulico posibilitado por las bombas que se utilizarían. Su mente debía estar sumando las calorías que el sistema de enfriamiento podía absorber.
Advertiría instantáneamente que el sistema era más que suficiente para la producción de calor prevista en el reactor. Pero recordaría los cálculos que él había realizado para su propio reactor, y estaría realizando sus propias previsiones acerca del calor que Anders tendría que afrontar. "Es el maldito calor", había dicho a Anders. "Duplique el flujo del agua de enfriamiento." ¿Cuánto tiempo necesitaría para advertir que si bien se había aumentado el flujo, de ningún modo lo había duplicado? Y cuando lo comprendiese, ¿qué opinaría de los resultados ilógicos que había presenciado en su propio laboratorio, contra la elegante lógica de los cálculos de Anders?
–Entonces, todos coincidimos -anunció súbitamente la voz de Diebner, que vino a interrumpir la concentración de Anders en Heisenberg. Pero incluso al afirmar que había llegado el momento de la victoria, Diebner miró inseguro hacia aquel monje silencioso sentado al extremo de la mesa.
–¿Profesor Heisenberg?
Heisenberg no lo dijo, pero continuó mirando los planos. Anders sintió que su propio cuerpo se levantaba lentamente de la silla.
–¿No hay problemas? – preguntó esperanzado Diebner.
Heisenberg aplastó su cigarrillo. Después, miró a Anders.
–Muy bonito -dijo con un gesto de felicitación. Levantó los planos.– ¿Puedo tenerlos unas pocas horas? Me agradaría pasar un rato con ellos en mi oficina, donde estoy tranquilo y puedo pensar.
La cabeza de Diebner se volvió hacia Anders.
–¿Profesor Bergman?
–Con mucho gusto -dijo Anders directamente a Heisenberg.
–Bien, estoy seguro de que podemos perder unas pocas horas… -empezó a decir Diebner. Pero Werner Heisenberg ya estaba saliendo por la puerta con los planos bajo el brazo.
No importaba. Anders ya nada más podía hacer. Si Heisenberg aceptaba los planos, los alemanes comenzarían a construir un reactor que destruiría su programa de la bomba de uranio. Si se oponía a los planes, los científicos comenzarían a disputar entre ellos y perderían semanas, quizás incluso meses mientras defendían sus respectivos egos y revisaban los planos. Pero su propio tiempo había terminado. Tenía que salir de Alemania antes de que llegase Magda, porque de lo contrario todos sus esfuerzos de nada habrían servido. Era hora de enviar su mensaje a Birgit. Regresó a su oficina y comenzó a escribir la carta.
Diebner llamó, pero abrió la puerta sin esperar la respuesta.
–Magnífico -dijo mientras atravesaba de prisa la habitación. Estrechó con fuerza la mano de Anders-. Profesor Bergman, no hay palabras para expresar nuestra gratitud. Toda la raza aria ha contraído con usted una deuda enorme.
Anders trató de recuperar la mano que Diebner sacudía como el manubrio de una bomba.
–Y yo debo manifestarle mi gratitud, Herr Diebner, por haberme ofrecido la oportunidad de demostrar mi trabajo. Pero ahora necesito dormir. – Hizo un gesto hacia la carta escrita a medias que descansaba sobre su escritorio.– Tengo que completar unos pocos detalles, y después volveré a mi apartamento.
–No hay tiempo -dijo dulcemente Diebner. Tomó la estilográfica del escritorio de Anders y la cerró. Debemos ir inmediatamente. El Reichsführer Himmler nos espera.
–¿Ahora? – preguntó Anders-. Pero no puedo…
Diebner dio varios pasos en la habitación y tomó la chaqueta de Anders que colgaba de una percha. La sostuvo como un ayuda de cámara, lista para deslizaría sobre los brazos de Anders.
–Por supuesto, ahora. El Reichsfuhrer espera este momento desde hace un año. Desea expresarle personalmente el agradecimiento del pueblo alemán.
Anders meneó la cabeza.
–Ahora no. Estoy agotado. Explíquele que le agradezco muchísimo el detalle.
Pero Diebner se había acercado y trataba de deslizar la manga de la chaqueta sobre el brazo de Anders, que protestaba.
–Y hay más. Le reservamos una sorpresa. Algo que logrará que sus merecidas vacaciones sean mucho más gratas.
Su sonrisa era conspiradora, y de pronto Anders comprendió. Había esperado demasiado tiempo. Se había excedido algunos días en la ejecución de su tarea.
–¿Ella está aquí? – murmuró en voz baja.
Diebner asintió.
–Aquí, en Berlín. Esperando verle.
–¿Está con Himmler?
–Por supuesto. El desea presenciar el momento en que ustedes dos se reúnan.
Anders enmudeció. Permaneció de pie, como una muñeca de trapo, mientras Diebner le ponía la chaqueta sobre los hombros y le obligaba a volverse para alisar las solapas.
–Se reunirán en menos de una hora -sonrió Diebner-. Y después ambos pasarán unos días juntos antes de que volvamos al trabajo.
Anders se sintió empujado hacia la puerta antes de que su mente pudiese volver a funcionar. Y cuando comenzaron a descender por el corredor, en dirección a la escalera del bunker, trató desesperadamente de idear un modo de fugarse.
No podía permitir que le llevasen frente a Magda. Quizás ella sonriera al principio, y comenzara a atravesar la habitación para saludarle. Pero a medida que se aproximara, su paso vacilaría, y el gesto de asombro arruinaría todo el plan británico. O si llegaba a él, el primer contacto la induciría a retroceder horrorizada. El podía ver el momento de confusión, y sus gestos cuando Magda se volviese hacia Himmler murmurando: "Pero… este hombre no es…"
Los alemanes no necesitarían más explicaciones. Si él no era Bergman, poco importaba quién era. Su trabajo se vería desacreditado inmediatamente. El y Diebner colgarían de ganchos de carne en el plazo de una hora, y el resto de los científicos irían a compartir la misma suerte antes de la caída de la noche.
Cuando comenzó a subir los peldaños de la escalera, su pie se quedó como paralizado en el primero. Al final de la escalera había dos guardias SS con sus uniformes negros; estaban esperando allí para escoltarle. Sabía que una vez que estuviese caminando entre ellos no podría escapar. Durante un instante sopesó las posibilidades de distanciarse bruscamente de Diebner y volver al laberinto de túneles del bunker. ¿Pero adonde? Había guardias en todas las entradas, y apenas necesitarían unos minutos para recorrer el bunker. Subió cansadamente los peldaños, seguido a poca distancia por Diebner.
Un guardia mantuvo abierta la puerta del sedán Mercedes, y después se acomodó en el asiento trasero, de modo que Anders quedó aprisionado entre el soldado y Diebner. El otro guardia subió al asiento delantero, junto al conductor. Los soldados que estaban a la entrada del Instituto Kaiser Guillermo se cuadraron cuando el automóvil pasó frente a ellos y salió a las calles de Berlín.
El único milagro que Karl Anders podía esperar era su propia muerte. La evidencia de los bombardeos aparecía por doquier, desde los cráteres en las calles, los mismos que el automóvil trataba de esquivar, a los esqueletos de los edificios que aparecían en todos los bloques de construcciones. Si por lo menos los aviones aliados hubiesen aparecido ahora. Si por lo menos, por casualidad, hubieran soltado sus rosarios de letales explosivos en el centro de la calle por la que ahora viajaban, para pulverizar al automóvil con todos sus pasajeros. En ese caso, el engaño nunca sería descubierto. Pero había un cielo claro, y la ciudad descansaba en la paz de un cálido día estival. No habría milagros. Anders viviría para conocer al todopoderoso Himmler. Viviría para ser presentado a Magda.
Werner Heisenberg desplegó los planos del reactor sobre la superficie de su escritorio, y aseguró una esquina con un pesado cenicero de cristal, y otra con el vaso que llenó inmediatamente con el Mosela incoloro. Después, se inclinó sobre su colección de discos, encontró una selección de Bach para clavicordio, y la puso en el tocadiscos. Encendió otro cigarrillo en el mismo momento en que los compases iniciales comenzaron a oírse en la pequeña oficina. Después, se hundió en su sillón y dirigió a los planos a lo sumo una mirada casual.
Sabía lo que decían los planos. Si todo lo que se necesitaba era una evaluación técnica, Heisenberg podía suministrarla en un instante. Pero estaba en juego mucho más. Con una bomba de uranio, los alemanes podían ganar la guerra en un relámpago. Sin ella, Alemania sería aplastada por una tenaza, entre los aliados que venían por el oeste y los bolcheviques que se acercaban por el este. Un dios absurdo estaba concediéndole el poder de decidir cuál de las alternativas prefería.
Heisenberg sabía lo que diría su familia. Su madre era una aristócrata, que había gozado de prosperidad incluso durante los terribles períodos de inflación de principios de los años 30. Ciertamente, no era nazi. Criticaba sin rodeos a la chusma vestida con uniformes de escaso gusto por los nazis y soltada a las calles. Pero había que reconocer ciertos méritos de ese ridículo pintor de brocha gorda. Había restablecido el orgullo, se declaraba en favor de la moneda estable, y había conseguido que los trenes anduviesen de acuerdo con el horario previsto. Ciertamente, le impresionaba la terrible destrucción que la guerra había provocado en su país. Pero eso eran cosas de los británicos. ¿Por qué no podían permanecer recluidos en su condenada isla, y no cesaban de entrometerse en los asuntos del continente?
La esposa de Heisenberg no sabía una palabra de la guerra. Vivía en su modesta casa de Baviera, en las colinas boscosas de los Alpes. El aire era limpio, los arroyos fríos como diamantes y los árboles altos y fuertes. Por supuesto, ¡Alemania tenía que sobrevivir! ¿Dónde podía hallarse un país más hermoso o un pueblo de más elevado espíritu? No le inquietaban los acontecimientos que se sucedían alrededor de ella. Lo único que necesitaba era tener la certeza de que su agradable vida pastoril nunca cambiaría.
Pero todo había cambiado. Incluso la naturaleza misma del saber, que era el único interés fundamental de Heisenberg. Había estudiado la estructura de la materia sólo para entenderla, sin la más mínima intención de modiñcarla jamás. Sus sistemas originales de lógica matemática eran casi un juguete, un modo de llegar a conclusiones sólidas en temas que carecían de importancia especial. En la enrarecida atmósfera académica que a él le agradaba respirar, un enigma interesante era mucho más importante que una respuesta definitiva. El movimiento internacional de ideas que había enfrentado a los científicos norteamericanos con los pensadores rusos, y a los matemáticos alemanes con los físicos suecos era sugestivo, un tipo de Olimpíada mental en que los premios provenían de los periódicos eruditos y de las acaudaladas fundaciones. Un hombre razonable no podía tomar muy en serio todo eso.
Pero esos tiempos habían desaparecido definitivamente. Ahora, el conocimiento era una máquina. Cada pensamiento debía conducir a cierta conclusión. Y cada conclusión debía llevar a un producto. Nadie preguntaba: ¿Qué significa eso? El único interrogante era: ¿Qué podemos construir con eso? O en tiempo de guerra: ¿A cuántas personas podemos matar con eso? Los científicos ya no eran pensadores. Eran fabricantes. Ya no se compartían las ideas. Se las desarrollaban en los bunkers, y su existencia constituía un secreto nacional.
Se aproximaba una nueva era, en la cual se construiría todo lo que fuese concebible. Poco importaba si era necesario o no. ¿Para qué inquietarse por las consecuencias? Había que fabricar, en cantidades ilimitadas, antes de que lo hiciera otro. Las ideas cubrirían la tierra, se amontonarían sobre los árboles, contaminarían los océanos, ensombrecerían el cielo. Las ideas matarían. La mayoría lenta y casi imperceptiblemente. Algunas, como la que aparecía desarrollada sobre el escritorio, ante él, instantánea y brutalmente.
No deseaba ver la era futura, en que los científicos y los pensadores serían rehenes de los generales y los industriales. Allí no habría lugar para él, y ciertamente tampoco para su esposa. A lo sumo, podía abrigar la esperanza de que la nación que controlara el mundo enloquecido que ahora estaba perfilándose recobrase prontamente el buen sentido. ¿Y en quién podía depositar esa esperanza? ¿En los bolcheviques? ¿En los nazis? ¿En los imperialistas británicos? ¿Quién tenía más probabilidades de ahorrar al mundo los horrores secretos que las mejores mentes podían evocar? ¿Había motivos para concebir esperanzas? ¿Había razones para preocuparse?
Heisenberg sintió el calor del cigarrillo que le quemaba los dedos. Oyó la aguja del fonógrafo que giraba monótona en el centro del disco.
Volvió los ojos hacia los planos, tomó un lápiz y garabateó: "Aprobado – Heisenberg" en el centro de cada página.
No era una decisión alentadora. Pero Heisenberg se había decidido.
Spreewald -12 de julio
Habían dejado atrás los suburbios de Berlín, y ya se habían internado bastante en el campo abierto, hacia el sur, un sector que todavía no estaba afectado por la guerra. Las fincas rurales que se extendían a orillas del Spree mostraban el verdor maduro del verano, y las espaciosas casas que se levantaban en la campiña eran construcciones altas y orgullosas. Los frentes de batalla hacia el este y el oeste aún estaban a centenares de kilómetros de distancia. Sólo de tanto en tanto los aviones describían círculos en el cielo, al regreso de sus ataques a blancos lejanos. Y los únicos soldados a quienes podía verse eran los pocos guardias uniformados que vigilaban distraídamente las intersecciones de los caminos.
Diebner charlaba como un guía turístico, e identificaba cada casa por los nombres de los importantes líderes nazis o el trabajo de las oficinas gubernamentales importantes que las ocupaban.
–Personal de la Luftwaffe -dijo, mientras pasaban frente a una mansión de madera que otrora había sido el centro de una gran propiedad agrícola-. El propio Goering tiene apartamentos ahí. – Señaló otro largo edificio, una reunión de estructuras que parecía haberse formado a lo largo de un siglo.– Ministerio de Información -explicó, y después enunció todos los servicios de noticias y editoriales que habían sido retirados de Berlín para salvaguardar su trabajo esencial del peligro de una bomba casual.
Pero Anders estaba examinando el campo abierto. Si podía arreglárselas para salir del automóvil y desaparecer en los campos, tal vez nunca le hallasen. Como hablaba fluidamente el alemán, si se cambiaba de ropa podía confundirse con los obreros agrícolas que engrosaban la población de los pueblos y las aldeas durante el verano.
Tenía que actuar ahora, antes de llegar a su encuentro con Magda. En este momento no estaban vigilándole. Los oficiales que le acompañaban parecían tranquilos, interesados únicamente en llevar una persona importante a la presencia de un líder nacional. Pero cuando se convirtiera en prisionero de esos hombres, no apartarían los ojos de él ni siquiera un instante.
–¿Podemos detenernos? – interrumpió Anders a Diebner-. Desearía aprovechar la protección de esos arbustos altos.
Diebner se sonrojó, y después se inclinó hacia el oficial que ocupaba el asiento delantero.
–No es necesario -dijo, volviéndose hacia Anders-. Llegaremos en un minuto más.
Anders miró inquieto a un lado y al otro, calculando sus posibilidades de pasar frente a Diebner y abrir bruscamente la puerta. Sus pensamientos dominados por el pánico, se vieron interrumpidos por el súbito cambio del ruido del motor, y ahora Anders observó desesperado que el automóvil enfilaba hacia un portón de piedra y entraba en un sendero. La casa, que otrora había sido probablemente un pequeño hotel, estaba directamente frente a ellos.
–Es la residencia de huéspedes importantes del gobierno -dijo Diebner-. Y hoy, doctor Bergman, usted es el huésped más importante de nuestro gobierno.
Los dos oficiales SS caminaron uno a cada lado de ambos mientras subían los peldaños y después de entrar por la puerta principal penetraban en un pequeño vestíbulo. Otros dos oficiales, con sus uniformes negro y plata, flanqueaban la entrada a un comedor que estaba a la izquierda. Se cuadraron cuando Anders pasó entre ellos.
Himmler le esperaba, y su figura delgada se recortaba contra las ventanas bañadas de luz que había al fondo de la habitación. Su gorra, invertida para contener los guantes, descansaba sobre la larga mesa de comedor, pero él aún sostenía en la mano el látigo de montar, levemente arqueado. Anders sintió que las piernas empezaban a temblarle ante el primer atisbo de terror.
–Ah, profesor Bergman -suspiró Himmler-. Me alegro muchísimo de conocerle.
Pero no avanzó hacia su huésped. Por el contrario, esperó a que Anders cruzara toda la habitación y se acercase.
–Herr Himmler -dijo Anders. Comenzó a levantar la mano, pero fue evidente que el líder alemán no se proponía soltar el látigo-. Me alegro de conocerle -agregó Anders, y dejó caer lentamente la mano al lado del cuerpo.
–He seguido con mucha atención su trabajo -continuó Himmler-. Usted ha prestado un gran servicio a Alemania.
–Espero que sea un gran servicio a los científicos del mundo entero -agregó Anders, sorprendido ante el acento confiado de su propia voz.
Himmler asintió, sus rasgos todavía difuminados a causa de su posición, de espaldas a la ventana.
–Quizá -dijo-. El tiempo lo dirá. – Levantó el látigo y señaló hacia la puerta.– Hemos persuadido a una compatriota suya para que viniese y colaborase en su trabajo. Creo que ella podrá conseguir que el tiempo pase más rápidamente para usted.
En respuesta a su gesto, uno de los oficiales se apartó de la puerta. Anders se volvió hacia el umbral y oyó el golpeteo de los tacones altos que se acercaban. Fuera de eso, el único sonido era la respiración pesada del hombre que esperaba detrás.
–Confío en que se sentirá satisfecho -dijo Himmler mientras se acentuaba el ruido de pasos-. Deseaba estar aquí para observar complacido su reacción.
Pero Anders sabía que no habría reacción. Se sentía paralizado por el miedo cuando la forma femenina apareció en el hueco de la puerta.
Era Birgit Zorn.
Se detuvo unos instantes para mirar a Anders, y una sonrisa se dibujó en sus labios.
Después, atravesó corriendo la habitación y lo abrazó, mientras murmuraba: -Nils -al mismo tiempo que lo abrazaba.
Anders cerró los brazos sobre el cuerpo de Birgit, pero no dijo palabra. Estaba desconcertado, y no sabía en absoluto cuál debía ser su reacción. ¿Quién era ella? ¿Qué clase de maniobra estaban ejecutando los nazis? ¿Los alemanes creían que ella era Magda? ¿Birgit fingía ser Magda? Ni siquiera sabía cómo llamarla, y Himmler estaba de pie, a pocos centímetros de distancia, y ciertamente juzgaba la reacción de Anders.
Ella se apartó de Anders, y mostró cierto atisbo de embarazo ante su propia manifestación de afecto.
–No interferiré -prometió a Himmler-. Colaboraré en el trabajo del profesor Bergman exactamente como hago en Estocolmo.
La mente de Anders se esforzó, tratando de ver claro. ¿Qué intentaba decirle Birgit? ¿Que era ella misma? ¿Su ayudanta? Pero Diebner había sugerido que Magda vendría a reunirse con Anders. Y Birgit estaba en sus brazos, representando el papel de amante. ¿Ella era Birgit? ¿O Magda?
–Todos deberíamos tener ayudantas iguales -dijo Kurt Diebner desde la puerta. Y entonces Anders comprendió. Habían ido a buscar a su amante. Birgit se las había arreglado para convencerlos de que ser la amante de Nils Bergman era la otra parte del papel que ella representaba en la vida del científico. Hasta donde los alemanes sabían, Magda no existía. Existía únicamente Birgit, la única mujer en la tierra que podía confirmar la supuesta identidad. Anders sintió que volvía a respirar.
La mano descolorida de Himmler entró en el campo visual de Anders y tomó los guantes depositados sobre la gorra militar.
–Hemos preparado aquí un apartamento para los dos -explicó la voz-. Creo que comprobarán que es muy apropiado para esta reunión. – Una mano enguantada levantó la gorra, y después Himmler rodeó la mesa y bajó la visera sobre los ojos. Cuando Birgit y Anders miraron, vieron únicamente la mitad de una cara.– Gocen de los pocos días disponibles antes de regresar a Berlín. Después, debemos reanudar el trabajo. El tiempo apremia.
Caminó hacia la puerta y desapareció entre los dos guardias, dejando a Birgit y Anders solos con Diebner.
Siguieron al jefe de la ciencia alemana, que caminó hacia atrás como un portero, señalando con la mano las escaleras que llevaban al apartamento.
–Por Dios, qué… -empezó a murmurar Anders mientras cruzaban el pequeño vestíbulo, pero ella lo acalló con un súbito apretón de la mano.
–Pueden vigilarnos en el interior del apartamento. Pueden oír todo lo que decimos -murmuró Birgit. Después, sonrió a Diebner, que esperaba al pie de la escalera.
–Nils, espera a ver nuestras habitaciones -dijo en voz alta. Diebner avanzó delante de ellos para abrir la puerta.
Apenas estuvieron solos, Birgit le abrazó con fuerza y murmuró con voz apremiante al oído de Anders.
–Están observando. Tienes que ser Nils Bergman. – Después, se apartó y en voz alta dijo:- Tengo muchas cosas que contarte.
Birgit habló sin cesar, primero acerca del surtido de carne y quesos y la botella de vino helado que les habían dejado, y después, mientras comían, acerca de las novedades de la universidad. El escuchó atentamente, resistiendo el impulso de pasear la mirada por la habitación en busca de los micrófonos y las mirillas que, ahora comenzaba a entender, sin duda les rodeaban. Mientras comían, trató de reconstruir lo que había sucedido unos minutos antes.
Los alemanes seguramente habían aceptado a Birgit en el papel que ella había representado durante casi dos años como confidenta de Nils Bergman. Y sin duda ella había asumido el papel complementario de amante para evitar que los alemanes identificasen a Magda. Había traído consigo las dos identidades, y su abrazo en el comedor había demostrado a Himmler que él era en efecto Nils Bergman.
Había sido una prueba. Sospechaban de él, y necesitaban una confirmación. Y la advertencia de Birgit en el sentido de que los observaban y escuchaban, significaba que la prueba aún no había concluido. Anders estaba bajo un microscopio, y ahora incluso durante las horas en que se hallaba lejos del bunker. Buscaban una expresión, trataban de recoger una palabra que no correspondiera al carácter del hombre que él fingía ser. Su temor se había suavizado un instante cuando Himmler recogió sus guantes y la gorra y salió del comedor. Pero ahora se reavivaba, y la comida le parecía paja en la boca.
Advirtió que Birgit continuaba charlando, ocupando todos los momentos de silencio con el fin de que él no tuviese que hablar hasta que comprendiera la situación. Incluso cuando un soldado, que tenía puesta una chaqueta blanca sobre los pantalones militares, iba a retirar las bandejas de la comida, ella continuó comentando episodios de Suecia que carecían de significado para Anders. Respondía sólo con gestos de la cabeza o con rápidas expresiones de sorpresa e inquietud. Temía iniciar una conversación, porque le asustaba la dirección en que podía llevarle.
De pronto, ella se calló, e incluso ese breve instante de silencio a él le pareció amenazador. Pero después, Birgit se puso de pie, rodeó la mesa y apoyó sus manos sobre los hombros de Anders. Se inclinó hacia adelante y le besó en la mejilla.
–Iré a acostarme -dijo Birgit con un perfecto matiz de picardía en la voz. El la miró en silencio mientras Birgit recogía algunas cosas del cajón del tocador y desaparecía en el interior del cuarto de baño. Anders comprendió por primera vez adonde estaba llevándole la suplantación de Bergman.
Podían vigilarles en todos los rincones del apartamento, pensó Birgit mientras estaba de pie frente al espejo colgado de la pared de azulejos, sobre el lavabo del cuarto de baño. Con mucho esfuerzo consiguió desentenderse de los ojos que podían estar observándola. Desenganchó el collar y lo depositó cuidadosamente con los brazaletes y los anillos en una caja de satén, manteniendo la atención fija en cada joya mientras la retiraba. Después, empezó a desvestirse, combatiendo el temor de que sus movimientos más naturales parecieran artificiales. ¿Generalmente se quitaba la blusa antes que la falda? ¿Lidiaba con todos los botones de la espalda de su blusa o sencillamente pasaba esta sobre la cabeza? ¿Era más fácil quitarse la enagua antes de abrir los cierres que sostenían las medias? Los movimientos más insignificantes ahora parecían fundamentales.
Se pasó la enagua sobre la cabeza y de pronto sintió frío, a pesar de que el aire que le tocaba la piel era tibio. Plegó la enagua y la depositó sobre la falda y la blusa que descansaban sobre la mesa de tocador, y después cruzó el pequeño recinto para apoyar el pie sobre el borde de la bañera, para quitarse las medias. Mientras desprendía el cinturón que sostenía las medias y volvía a la mesa de tocador, era terriblemente consciente del espejo y de los ojos lascivos que quizá se ocultaban detrás. Sabía que no podía mantenerse de pie y desnuda frente al espejo.
La mesa de tocador estaba a un lado. Allí su figura sería totalmente visible, pero ella podía apartar los ojos del espejo mientras se desnudaba. En cierto sentido, el hecho de que ella no volviese los ojos hacia esas caras ocultas determinaba que la violación fuese más soportable. Se quitó el sostén de los hombros, y se impuso dedicar unos segundos a plegarlo cuidadosamente. Después, se bajó las bragas a lo largo de los muslos, se apartó de ellas y permaneció de pie y desnuda, mientras extendía la mano en busca del camisón y se lo pasaba sobre la cabeza. Le sorprendió que pudiera mantener firmes las manos, sin revelar la tortura que estaba sufriendo.
Era un modesto camisón negro que dejaba ver sólo los perfiles de su cuerpo. Después que se lo puso, no tuvo inconveniente en ponerse frente al espejo mientras se pasaba un cepillo sobre los cabellos. Se inclinó hacia delante mientras se daba un toque con la barra de labios, y su cara quedó a pocos centímetros de la cara que adivinó estaba del lado opuesto del cristal. Ahora, tuvo que esforzarse para disimular el sentimiento de triunfo que sentía después de soportar el brutal examen.
Cuando salió del cuarto de baño al dormitorio, Anders la esperaba. Se había puesto el pijama incluido por los hombres de Himmler cuando prepararon una maleta en su apartamento. Había abierto el ventanal francés que hacía la función de ventana del dormitorio y estaba de pie, medio cuerpo apoyado en el pequeño balcón.
–Se te ve hermosa -dijo a modo de saludo, y después, cuando ella cruzó la habitación para reunirse con él, agregó:- Dios mío, como te he echado de menos.
Birgit sintió una absoluta confianza. El había superado la paralizadora confusión que le aturdía desde la llegada de Birgit, y ahora entendía los perfiles de la trama: sabía quién era ella, por qué había venido, y lo que tenía que hacer para convencer a sus anfitriones. Ahora era el aliado de Birgit, y ya no la parte más peligrosa del plan.
Birgit le dio la bienvenida en el lecho destinado a ambos, y se dejó llevar del abrazo de Anders, preparándose ambos para exhibir como en una pantomima los ritos del amor. La habitación estaba a oscuras, excepto un rayo de luz de luna que iluminaba los contornos del ventanal francés. Los guardias no podían verles claramente, y probablemente no estaban en condiciones de registrar sus murmullos.
También Anders encontró en la oscuridad el primer atisbo de seguridad. La mano que se deslizó suavemente sobre la espalda de Birgit era fuerte y tranquilizadora. El no vaciló en acercar sus labios a los de Birgit, y después en apretarlos en un beso.
Pero al abrazarla, los meses de solitario terror parecieron acumularse en el fuero íntimo de Anders. La apretó más contra su cuerpo, como si de pronto necesitara la seguridad de que ya no estaba solo. En ese mundo extraño y lejano Birgit era la primera persona en quien él podía confiar por completo. En ese absurdo imperio nazi era la única persona que sabía quién era realmente Anders.
Anders necesitaba ser él mismo, aunque fuera nada más que unos instantes. Necesitaba confesar su terror. Como un niño que despierta en la oscuridad después de una terrible pesadilla, necesitaba que le abrazaran y le acariciaran. Necesitaba una persona amada que le dijera que estaba a salvo.
Anders casi gritaba de alegría cuando atrajo el cuerpo de Birgit. Ansiaba sentirla cerca, tan cerca que ambos se fundieran y desaparecieran el espacio y el tiempo que les separaban. Su beso cobró fuerza, buscando abrir los labios de Birgit.
Birgit no se sorprendió. Comprendió la necesidad de Anders, porque era idéntica a la suya propia. Desde aquel momento, en Estocolmo, en que ella se había ofrecido a los nazis como la amante de Nils Bergman, había sentido que le dominaba su propio temor al descubrimiento. Había seguido los pasos de Anders en ese país hostil, y había roto sus vínculos con los agentes británicos que conocían el trabajo que ella hacía. Se había metido en un peligro que no podía compartir con nadie. Ahora, estaba en brazos de la única persona que conocía su secreto. Necesitaba sentir la protección de su fuerza y su amor.
La reacción de Birgit fue sincera, e incluso apresurada. Respondió con fuerza al beso de Anders, la boca abierta y la lengua inquieta. Su pierna se cruzó sobre el cuerpo de Anders para acercarle todavía más. Cuando la mano de Anders retiró el camisón del hombro de Birgit, ella arqueó la espalda para ofrecerle el pecho.
De pronto, la idea de que había ojos que les espiaban llegó a ser excitante. El peligro que les rodeaba adquirió un matiz erótico. En lugar de inhibir el acto de amor de los dos, la conciencia de que estaban probándoles les indujo a mostrarse más atrevidos. La desnudez de los cuerpos se convirtió en un grito de desafío lanzado a las caras de sus feroces carceleros. De pronto, la muerte ya no les aterrorizaba. Era sencillamente una promesa de eternidad por el amor que estaba calmando sus dolorosas necesidades.
Anders la apartó un instante y le quitó el camisón, pasándoselo sobre la cabeza. Cuando él arrojó a un lado la prenda, Birgit ya había comenzado a desabotonarle el pijama y a quitarle las mangas de los brazos. Mientras él liberaba los brazos, ella le bajaba los pantalones a lo largo de las piernas. Birgit apartó furiosamente de un puntapié las mantas, y después abrió las rodillas para recibirle. Su excitación era evidente por la facilidad con que Birgit le permitió penetrarla.
Birgit se aferró a él, siguiendo el impulso incontrolado de Anders. Sintió que se acentuaba el placer del hombre, y que al mismo tiempo crecía salvajemente el que ella sentía. Dispuso apenas de un instante para gozar del orgasmo de Anders, antes de que ella misma se perdiese en la explosión de su propio placer.
Se aferraron uno al otro sin moverse, compartiendo en silencio la fuerza que los unía. Sólo su respiración, que se suavizaba al mismo tiempo que se comprendía la ofrenda que cada uno hacía al otro, quebraba el silencio de la noche estival. Estaban acostados uno al lado del otro, agarrándose las manos, cuando las primeras luces grisáceas del alba se insinuaron en el dormitorio.
Aún estaban tomados de la mano cuando descendieron la escalera, y saludaron con un gesto cortés a los dos soldados que se cuadraron en el momento en que ellos pasaban. Birgit examinó las caras de los dos hombres y se preguntó si eran los que habían vigilado. Probablemente no. Los alemanes seguramente habían encomendado la tarea a algún médico charlatán de elevada jerarquía, alguien que formulase un juicio entendido acerca de la autenticidad de la relación entre ellos. Eso, o un ideólogo de mente retorcida. Quizás el propio y enloquecido Himmler.
Descendieron por el sendero y salieron a los campos vacíos, y sintieron que su libertad aumentaba cuando la casa desapareció detrás. Tenían muchas cosas de qué hablar. Anders necesitaba explicarle la situación del reactor. Tenía que conocer los progresos de la invasión de los aliados y recibir de ella cálculos exactos acerca del tiempo que los nazis tenían para perfeccionar su bomba de uranio. Dispondrían de pocos momentos a solas y era necesario que aprovechasen lo mejor posible cada segundo de la intimidad que se les concedía. Pero caminaban en silencio, y los dos temían quebrar el encanto que emanaba de la noche compartida. Cada uno se mostraba reacio a abandonar la seguridad que ambos habían hallado, y a hundirse otra vez en la soledad de la ficción que los dos compartían.
–Anoche -dijo de pronto Karl Anders. No estaba mirándola, y más bien prestaba atención a los ondulados campos cultivados, con su color de oro viejo-. Lo de anoche fue real. Te necesitaba más de lo que he necesitado a nadie en mi vida. Sé que debería disculparme. Pero mentiría si lo hiciera.
Birgit no dijo nada durante unos instantes. Después, replicó: -Lo sé. También para mí fue real. Y es real para mí ahora mismo.
El le apretó la mano, en un gesto de agradecimiento.
–Karl, ten mucho cuidado -dijo ella. Se detuvo, y esperó hasta que él se volvió para mirarla.
–Hace tiempo amé a un joven. Aquí, en Alemania, bajo los ojos de los nazis. Nuestro amor le destruyó. Si no me hubiese amado… si no hubiese intentado protegerme… tal vez aún estaría vivo. Pero me amaba. Y eso le acarreó su propia muerte.
El intentó abrazarla, aunque no estaba muy seguro de lo que ella quería decirle. Pero Birgit le apartó.
–Ten cuidado -dijo-. No bajes la guardia. Temo que te suceda lo mismo.
Berlín -15 de julio
Kurt Diebner estaba de pie, el cuerpo rígido, tratando de imitar la postura airosa del joven oficial que se había cuadrado a su lado. Ambos tenían los ojos fijos en un punto más allá de la lámpara de escritorio que iluminaba la mitad de la cara de Heinrich Himmler y concentraba la luz en sus manos pálidas y frágiles. Mirar a los ojos a ese hombre hubiera sido un sacrilegio imperdonable. Y además innecesario. Podían sentir su presencia sin la evidencia de los ojos.
–¿Presenciaron todo eso personalmente? – preguntó Himmler mientras volvía las páginas del informe oficial.
–Sí, Reichsführer. Con toda certeza -respondió el oficial, con una voz que casi parecía la cadencia de una marcha.
Las manos volvieron las páginas, y las yemas de los dedos se deslizaron apenas sobre las líneas mecanografiadas del informe.
–Entonces, no cabe duda de que ella le conoce muy íntimamente… y que él está igualmente familiarizado con esa mujer.
–Absolutamente ninguna duda, Reichsführer -dijo tajantemente el oficial.
Himmler continuó leyendo, y casi con un gesto distraído volvió otra página.
–Al parecer, ninguno de ellos mostró indicios de que sospechaba de la presencia de los observadores -comentó.
–Ninguna. – La respuesta fue formulada con la misma precisión militar.
–¿Y no hay dudas acerca de la autenticidad de la mujer? – preguntó Himmler, confirmando la información que estaba leyendo ahora.
–Ninguna -dijo Diebner, que ahora intentaba el tono de voz del oficial-. Ha sido empleada de la universidad durante dos años, con la misión de ayudar al profesor Bergman. Atendió toda su correspondencia oficial mientras él estaba aquí en Alemania. Incluso hemos comprobado la validez de su partida de nacimiento.
Las manos volvieron la última página del informe.
–Entonces, parece que hemos hallado un auténtico filón -dijo Himmler. Y después, con expresión fatigada: -Eso es todo.
Diebner observó inquieto mientras el oficial ejecutaba la rutina que comenzaba con el golpe de los talones, el acto de encasquetarse la gorra sobre los ojos, y el enérgico movimiento hacia delante del brazo derecho.
–Heil Hitler! – entonó el joven.
La mano de Himmler apenas se alzó para contestar al saludo.
El oficial giró sobre sus talones, golpeó estos, y marchó marcialmente hacia la puerta. Diebner alzó torpemente su propio brazo.
–Heil Hitler! – dijo, casi como una pregunta. Pero Himmler no contestó el saludo. Esperó hasta que el joven oficial cerró la puerta después de salir.
–Mis felicitaciones, Herr Diebner -dijo la voz susurrante que venía de detrás de la pantalla de la lámpara-. Parece que su genio sueco es auténtico.
–Gracias, Reichsführer. Agradezco humildemente su confianza.
–Estaba medio convencido de que era un engaño -continuó Himmler-, y por lo tanto, medio convencido de que usted era un estúpido.
Diebner tragó saliva.
–Pero de acuerdo con la opinión de nuestros expertos el diseño de su reactor es brillante. Y sus credenciales parecen impecables. De modo que imagino que yo soy el estúpido y que usted es un héroe del Reich.
–Mal puedo considerarme un héroe -dijo nerviosamente Diebner. Era sabido que los elogios de Himmler representaban una condena a muerte.
–No -le corrigió Himmler-, ciertamente un héroe. Nos ha dado la victoria en una lucha cuyo resultado era dudoso. El Führer cree que su trabajo es un signo favorable de los dioses.
–Me siento abrumado -murmuró Diebner.
–Pero me pregunto, Herr Diebner, si puede explicarme una cosa. ¿Puede decirme por qué los británicos no se han limitado sencillamente a asesinar al profesor Bergman? ¿Por qué le permiten poner en nuestras manos esta gran victoria?
Diebner se mostró asombrado.
–Quizá -fue su conjetura, formulada en actitud defensiva no saben que está aquí.
La mano suave desechó la sugerencia.
–Es difícil creer eso. Podríamos vestir a todas las mujeres europeas con la seda de los paracaídas británicos que descubrimos cada mañana. Sus agentes están por doquier. Saben que el profesor Bergman se encuentra en Berlín. Y todos los días va de su apartamento a la universidad y regresa a sus habitaciones. Mantiene una relación romántica en una casa de campo. Incluso… -Las manos volvieron las páginas del informe y se pararon en cierto parágrafo.-…después del desayuno se pasea por los trigales.
–Quiza no conocen su talento -probó a decir Diebner.
–Pero es un físico de prestigio mundial -replicó la voz de Himmler-. Y pasó varios meses en Inglaterra antes de venir a Alemania. Seguramente ellos aprecian su talento tanto como usted. Sin embargo, le permitieron volver a su casa cuando supieron que estaba interesado en unirse a nuestro esfuerzo. Y no intentan evitar que trabaje para nosotros. Ni siquiera han bombardeado sus laboratorios. ¿Puede explicarme por qué los británicos se muestran tan despreocupados frente al único hombre en la tierra que ciertamente puede destruirlos?
Diebner alzó las manos empapadas de sudor
–Tal vez creen que su labor es inútil. Quizá creen en la opinión de los físicos que insisten en que la bomba de uranio es imposible.
Los dedos de Himmler jugaron con las páginas del informe.
–Quizá -convino-. Ciertamente, parece auténtico. Y de acuerdo con la opinión de nuestros mejores científicos, su obra es válida. Pero me sentiría más seguro si los británicos pareciesen preocupados. Creo que debemos tener cuidado frente a todo lo que nos llega con excesiva facilidad.
–Reichsführer, adoptaré todas las medidas de precaución -dijo Diebner.
–Por favor, hágalo -contestó la voz, y la mano se movió en imitación de un saludo. Heil Hitler!
–Heil Hitler! – replicó Diebner, alzando el brazo. Después se volvió con movimientos precisos, copiando lo que había aprendido del joven oficial, e inició una apresurada retirada de la temida oficina.
Spreewald -15 de agosto
Ya no era sólo la suplantación de otro individuo. Impulsado por el amor de una mujer que conocía su identidad supuesta, mucho mejor que al hombre que él había sido antes, Karl Anders se convirtió en Nils Bergman.
Ella le llamaba Nils y no por eso sentía que estaba representando una comedia. Al principio, había sido una decisión consciente, un aspecto fundamental de la ficción, para el caso en que los nazis continuaran vigilando y escuchando. Pero después, se había convertido en su verdadero nombre, el nombre que ella murmuraba por la noche, cuando él la abrazaba con fuerza, y el que emitía en un jadeo cuando él la llevaba al éxtasis.
Birgit hablaba de la obra de Bergman como si fuese la del propio Anders, le elogiaba por los resultados de decisiones anteriores, y expresaba sincero pesar ante las decepciones profesionales.
–¡Ese pequeño y presumido bastardo! – había gritado Birgit al leer la crítica de uno de los artículos de Bergman en un periódico suizo-. ¿Quién es este estúpido para criticarte? ¿Qué ha escrito a lo largo de su vida?
Y Anders advirtió que estaba consolándole.
–No te inquietes, Birgit. La gente importante entenderá. Ese pobre tonto sólo intenta conquistar cierto nombre. Ya verás lo que dice Bohr. O pregúntale a Heisenberg.
Y después, él había leído la crítica y sentido el aguijón de la
obra rechazada como si ésta en efecto hubiese sido suya.
Si Birgit estaba cerca, Anders se sentía cómodo usando los gestos típicos de Bergman. Las actitudes y las expresiones que antes eran formas impuestas, ahora aparecían como reacciones naturales. Elegía sus corbatas con el criterio de Bergman y ordenaba sus comidas con el paladar de Bergman. Y al proceder así, advertía que sus decisiones más usuales complacían a Birgit.
La intimidad de la relación de los dos se convirtió en cosa rutinaria para los agentes nazis a quienes se había ordenado que vigilasen todos los movimientos de la pareja. Llegaron a sentirse avergonzados de su procacidad al mirar a través de un espejo que colgaba en el dormitorio. Desviaban la mirada con hastío de los movimientos cotidianos en la cocina y el comedor. A veces incluso olvidaban poner en movimiento los grabadores que registraban las conversaciones. Las páginas de los cuadernos llegaron a ser menos numerosas, y las entradas incluyeron menores detalles.
–Son quienes son -informó a Himmler un oficial con un encogimiento de hombros-. Hablan de los amigos de Suecia, de ellos mismos. La mayor parte del tiempo de temas científicos. Se ríen uno del otro. Se irritan uno con el otro. Son personas normales, excepto que ambos son genios.
Los dedos de Himmler volvieron las páginas de los informes de Diebner, que documentaban el increíble progreso realizado con el reactor.
–Así parece -concedió. Pero en su reconocimiento persistía un acento de remisión.
Como científico, Anders en realidad se había convertido en heredero de la mente del otro hombre. Las ideas de Bergman habían alcanzado los límites de la teoría. Pero Anders había comprobado esas teorías en el crisol del bunker. Las había corregido después de escuchar argumentos persuasivos, y las había ampliado con los resultados de los experimentos. Podía comprender por qué Bergman había decidido viajar a Alemania. Los alemanes tenían los materiales y la decisión de superar ampliamente los supuestos abstractos. Bergman seguramente sabía que necesitaba ponerse a prueba si deseaba continuar creciendo. En cambio, Anders era quien se había puesto a prueba y el hombre que podía ver lo que Bergman sólo había imaginado.
Incluso mientras Anders trabajaba en el bunker y observaba cómo se reunían los bloques de grafito, había sentido cierta identidad con Nils Bergman. No se trataba sólo de que estuvieran convirtiendo en realidad las ideas de Bergman. Más bien sucedía que Anders estaba convencido de que Bergman habría compartido sus intenciones. Anders estaba trabajando con el propósito de lograr el fracaso del reactor. Su esperanza era que, con el calor desmedido que el artefacto generaría, llevaría al punto de ebullición el líquido de enfriamiento y se deformaría él mismo de un modo irremediable. Y eso, Anders no lo dudaba, era precisamente lo que Bergman habría planeado. Estaba seguro de que a esta altura de las cosas la evidencia de la perversidad nazi habría calado en la indiferencia intelectual del hombre cuya vida él estaba viviendo. Bergman ya no se hubiera mostrado tan indiferente a las aplicaciones que los generales podrían hacer de su trabajo. Comprendería perfectamente la terrorífica energía que la teoría de la fisión preparaba para desencadenar. Y sabría muy bien que sus colegas alemanes planeaban utilizar de un modo enloquecido esa energía. Entendería también que él tenía el poder de decidir si la locura que se había apoderado del continente debía extenderse a todo el globo. Y llegaría a la conclusión de que el demonio que así había nacido tenía que ser destruido. Aparte en ese momento, los alemanes habían trasladado fuera de la ciudad a sus huéspedes suecos; los habían llevado a una pequeña casa de campo en el Spreewald, no lejos de la residencia donde se habían reunido la primera vez.
–Para que estén más cómodos y en la mayor intimidad -había sonreído Diebner al formular el anuncio. Anders casi se había echado a reír. El jefe de la física aria todavía no se atrevía a mencionar a los bombarderos, que habían convertido a Berlín en un lugar demasiado peligroso para alojar a su principal científico.
La casa de campo era una casa rural, una pequeña estructura de paredes de piedra con dos pequeños dormitorios y una tosca cocina. Un gran hogar, en la única habitación común, era la fuente de calor. Debido a lo limitado del espacio y la solidez de las paredes, no había lugar para ocultar a los espías de Himmler. Y los dos soldados que acompañaban al automóvil de Anders y Birgit, en el viaje al instituto y el regreso, se situaban al lado del camino, lejos de la casa, y claramente visibles. Por primera vez desde la llegada de Birgit, tuvieron la certeza de que estaban solos.
Aun así, reservaban las conversaciones secretas para los largos paseos que daban a través de los campos. Y ahora, después de subir por una pendiente cubierta de pasto, y cuando estaban mirando hacia abajo, en dirección a la casa, con los dos guardias apostados en el portón, Anders habló del asunto que estaba inquietándole: pidió a Birgit que regresara a Suecia.
Ella se asombró ante la sugerencia, pero Anders comenzó a esgrimir sus argumentos antes de que ella tuviese tiempo de protestar.
–Hiciste todo lo posible -dijo Anders-. Viniste para darme credibilidad; y lo lograste. Salvaste todo el plan. Probablemente me salvaste la vida. Pero eso ha terminado. Los alemanes aman a Nils Bergman. Dios mío, empiezo a creer que incluso pueden otorgarme una medalla.
–En ese caso, ¿por qué tenemos que provocarles sospechas? – comenzó a argüir Birgit.
–No sospecharán -la interrumpió Anders-. He pensado mucho en esto. ¿Acaso hay algo más natural que tu regreso a la universidad? Allí soy un nombre importante, soy responsable de tareas importantes. Mi ayudanta de confianza debe estar allí, atendiendo mis asuntos, y no aquí, redactando instrucciones a los administradores y los estudiantes. Es más probable que comiencen a preguntarse cuál es mi importancia real en Estocolmo si no tengo un representante en la universidad.
Por supuesto, tenía razón. La representación que estaba realizando debía atenerse al plan original. Birgit quiso oponerse, pero no pudo hallar las palabras necesarias.
–Viniste a Alemania. Me visitaste. Y después tuviste que regresar al trabajo. Es absolutamente verosímil. Es precisamente lo que ellos esperan.
–Y yo debo dejarte aquí. Solo, y en una situación de terrible peligro. ¿Eso es lo que crees que debería hacer?
–El peligro es el mismo, estés aquí o allí -dijo Anders-. Y todavía puedo echar mano del mensaje destinado a pedir que preparen mi fuga. Si las cosas empiezan a agravarse, aun puedo pedir a los británicos que me saquen de aquí. Incluso ahora sería más fácil. Todos los días recorro un camino rural, con dos guardias y un chófer. Sería fácil secuestrarme.
–Si puedes transmitir a tiempo el mensaje. Y si Haller puede encontrarte a tiempo -le recordó Birgit-. Aún no sabes adonde te llevarán.
Anders asintió. La propuesta de Haller nunca le había parecido muy segura.
–Pero que estés aquí no garantiza más mi seguridad. Y si todo fracasa, ¿por qué tenemos que quedar ambos en manos de los nazis?
–Lo que te preocupa es mi seguridad, ¿verdad? – preguntó ella con aire desafiante. Anders se disponía a negarlo, pero la respuesta era demasiado evidente.
–¿Por qué no puede preocuparme tu seguridad? Te amo más que a nada en la vida.
–Y yo te amo -afirmó ella secamente-. Por eso tienes que permitirme que continúe aquí. Por mí misma. Es importante para mí.
–Pero no puedes protegerme -insistió Anders.
Birgit se volvió para mirarle directamente en los ojos.
–Y tampoco puedo dejarte. Creo que estás en condiciones de entenderlo.
El la miró, mientras buscaba una respuesta. Después, se limitó a asentir y le tomó la mano. Ascendieron unos metros más por el prado, y así una extensión todavía más amplia del campo abierto se desplegó ante los dos.
–Estuve pensando en lo que harán los alemanes -dijo Anders-. En pocos días más comenzaré a activar el reactor de prueba. Si mis cálculos son acertados, habrá sobrecalentamiento. Comenzarán a fundirse las piezas y después a quemarse, y nadie podrá detenerlo. Lo que les quedará es el reactor de producción, construido a medias, sabrán que no puede funcionar y no dispondrán de tiempo suficiente para corregirlo. En pocos días incluso estos locos tendrán que reconocer que están acabados. Y Nils Bergman será el único hombre a quien todos podrán señalar. No por cierto un candidato verosímil para la medalla que de cuando en cuando sugiere Diebner.
–¿Qué pueden hacerte? Eres ciudadano sueco. Una figura respetada mundialmente.
Anders sonrió ante la ingenuidad de la idea.
–¿No eres tú la persona que me advirtió que están locos? Cuando al fin comprendan que todo está perdido, ¿crees que les inquietarán mucho los refinamientos de las relaciones internacionales? Un saboteador extranjero será una víctima propiciatoria muy oportuna.
Birgit había desarrollado la misma lógica muchas veces. En Suecia, cuando Anders era sencillamente un colaborador valiente, cuando ella estaba decidida a mantenerse al margen de los compromisos, no había llegado a imaginar las consecuencias que él tendría que afrontar. Ahora, en Alemania, cuando él se había convertido en la razón de la vida de Birgit, ésta ni siquiera quería pensar en el peligro. Pero era cierto. Todo lo que él decía era fruto de un razonamiento perfecto. Cuanto más se acercaba a la destrucción de la bomba de los alemanes, más se aproximaba Anders a su propia destrucción. Y ahora faltaban pocos días para que llegase ese momento.
–Nos iremos ambos -gritó de pronto Birgit-. Ahora mismo. Enviaremos la carta por la mañana. Y puedes retrasar las pruebas. Sólo unos pocos días, los indispensables para que los ingleses vengan a buscarnos.
El la atrajo hacia sí, mientras la apretaba contra su pecho. Birgit comprendió que ese abrazo era su respuesta. El no podía irse. Su misión era demasiado importante. Y ella no podía permanecer allí. Anders no permitiría que Birgit corriese peligro. Estaba despidiéndose.
–No me separaré de ti -prometió Birgit.
El no cuestionó la decisión de Birgit. En cambio, alzó el mentón, que ella mantenía inclinado sobre el pecho del propio Anders, y la besó tiernamente. La respuesta de Birgit fue apasionada. Lo besó con toda su fuerza, uniendo los cuerpos de modo que era imposible separarlos. En la fuerza brutal del abrazo, Anders comprendió cuánto necesitaba a Birgit. Estaba diciéndole que se marchara y, sin embargo, le aterrorizaba la idea de quedarse solo otra vez. A pesar de la sincera preocupación por la seguridad de Birgit, sabía que él mismo no podría soportar la vida que había realizado antes de que ella llegase.
Se acostaron sobre el pasto, sin aflojar el abrazo, cada uno buscando desprenderse de las ropas antes de tocar el suelo.
–Espera -murmuró ella, y al mismo tiempo que se separaba un poco Birgit comenzó a quitarse la falda y la ropa interior. Anders se pasó la camisa sobre la cabeza sin tocar los botones, y observó codicioso que Birgit seguía su ejemplo y se quitaba frenéticamente la blusa sobre los mechones de cabello. Todavía arrodillado, él comenzó a tirar de su cinturón, observando a Birgit que caía de espaldas sobre su propia falda y su blusa.
–Esta maldita cosa está atascada -dijo Anders. Tiró del cinturón y lo empujó contra la hebilla-. Está enganchada. La maldita hebilla se rompió.
Y de pronto, ella se echó a reír, casi desnuda sobre el pasto y riendo sin control a través de las lágrimas que le cubrían la cara apenas unos momentos antes. Anders la miró, y después observó el extremo de su cinturón, enredado en la sencilla hebilla de metal.
–No creo que Diebner me conceda jamás esa medalla -bromeó tímidamente Anders, y eso provocó la risa todavía más intensa de Birgit.
–Una de las grandes mentes europeas -consiguió decir ella, y entonces él también se echó a reír.
–¿Cómo podrían creer que soy un saboteador? – preguntó Anders, meneando la cabeza en un gesto de incredulidad.
Ella completó el pensamiento de Anders, pese a que casi no podía recuperar el aliento.
–¡Creerán sencillamente que eres estúpido!
–¡Estúpido! – protestó Anders con fingida indignación. Se echó sobre ella, apretándola sobre el suelo, y comenzó a hacerle cosquillas. Birgit gritó, le apartó de un empujón y después se le echó encima. Se revolcaron en el pasto jugando como niños, amenazándose uno al otro con terribles castigos y riendo del absurdo de sus travesuras. En cierto momento, cuando casi habían recobrado el dominio de sí mismos, vieron a los dos guardias, que estaban ahí abajo y que habían escuchado los gritos de la disputa. Miraban confundidos hacia lo alto de la colina, tratando de decidir si debían acudir para salvar a alguien.
–Pregúntales si tienen un cuchillo, para cortar el cinturón -se burló Birgit, y eso provocó que Anders de nuevo se dedicase a hacerle cosquillas.
El forcejeo concluyó en un tierno abrazo, y una vez recobrada la calma Anders comprobó que su cinturón se abría con bastante facilidad. Terminaron tiernamente el acto de amor, liberados del frenético apresuramiento con que habían comenzado. Yacieron uno al lado del otro, por el momento despreocupados de los peligros que les rodeaban.
En aquel acceso de risa más que en la pasión ambos habían llegado a comprender que compartían un mundo propio. Esa inocencia infantil era un acto de desafío, lanzado a la cara de esos locos calzados con botas que estaban incendiando Europa entera. Parecía que estaban diciendo: "Pueden matarnos, pero no lograrán destruirnos. Después que hayan fabricado todas esas bombas y puesto fuego a la tierra entera, nuestro amor continuará aquí. Y el sonido de nuestra risa todavía entonces se burlará de todas las pretensiones de poder."
Se tomaron de la mano y descendieron lentamente por la ladera de la colina, casi sin ver a los dos guardias que los observaban al pasar. Ninguno dijo una palabra acerca de la posibilidad de que Birgit se marchase.
Berlín – 23 de agosto
Todo estaba preparado.
El único sonido era el zumbido de los. motores eléctricos, que habían comenzado a bombear el agua de enfriamiento a través del laberinto de cañerías sepultadas en el interior de la pila de bloques de grafito de un metro y medio. El combustible de uranio ya estaba en su lugar, convertido en varillas que debían ser insertadas cuidadosamente en la pila. Las varillas de control de cadmio, suspendidas de poleas fijadas al techo, estaban listas para descender.
–Herr Diebner -dijo Anders, indicando la llave que accionaría el emisor de neutrones-, ¿quiere hacerme el honor?
Kurt Diebner flexionó los dedos, como si él hubiera sido un cirujano dispuesto a empuñar el bisturí. Después, extendió la mano y tocó la llave.
Los científicos se agruparon, los ojos fijos en los instrumentos del panel de control que comenzarían a registrar la actividad neutrónica en el interior del reactor. Pero Anders aún no estaba mteresado en los medidores. Continuaba obsesionado con las consecuencias de esa energía inconcebible, encerrada en los átomos de materia desde el principio de los tiempos, la misma energía que él se disponía a liberar.
Era perfectamente posible que ni él ni otro cualquiera de los científicos saliera con vida del bunker. Si la energía se multiplicaba con rapidez suficiente, el grafito podía comenzar a arder con el calor del sol. Podía convertirse en una bola de fuego que se alimentara de sí misma y, como cierta vez se lo había preguntado Heisenberg, ¿quién la detendría? Quizá poseería la intensidad suficiente para convertir el edificio entero en una masa de llamas.
Sus cálculos habían demostrado que la radiación producida por la reacción no escaparía del grafito. Y Anders había agregado la precaución de una lámina protectora que separaba la pila de la sala de control. Pero si se fragmentaba el grafito y se aceleraba la reacción, ¿de qué servirían unos pocos micrones de plomo? ¿No era posible que la intensa reacción destruyese hasta el último atómo de vida?
Diebner había movido la llave que conducía a un mundo desconocido y no había mapas que los guiasen en ese trayecto. Había abierto la tapa que permitía la salida de un genio todopoderoso, que quizá no obedeciera las órdenes de los hombres, o incluso ni siquiera comprendiese el lenguaje que ellos hablaban. Y si en efecto obedecía, ¿las órdenes de quién tendría en cuenta? ¿Las de Hitler? ¿Las de Himmler? Todas las consecuencias eran terroríficas.
–Tenemos actividad neutrónica.
Era Lauderbach, que comunicaba los primeros movimientos de una aguja.
Anders asintió. Era sencillamente la actividad de la fuente energizada de neutrones. Aún no sucedía nada en la muerta quietud del grafito. Pero pronto comenzaría su autodestrucción.
Tenía que fracasar. No importaba cuáles fuesen los peligros de la fusión, nada podía ser tan autodestructivo como su éxito. Si se entregaba a los nazis el plutonio que necesitaban para sus bombas, habría que afrontar un centenar de fusiones.
–Está elevándose.
La voz de Diebner tenía cierto matiz de temor mientras apuntaba con un dedo inseguro hacia el medidor. Miró a Anders, esperando el paso siguiente. Anders no hizo nada. Un simple movimiento de su mentón confirmaba la existencia de un resultado que él sin duda preveía.
–Las láminas de control -casi rogó Diebner.
–Todavía no -dijo Anders.
El nivel de la aguja indicaba que la fisión había comenzado. En la profundidad de la pila, los inestables átomos de uranio estaban moviéndose, disparando balas de neutrón que a su vez fragmentaban otros átomos.
Werner Heisenberg identificó el momento con la experiencia recogida en su propio reactor de prueba. Era una reacción, pero aún no se mantenía por sí misma. Si apagaban el emisor, la aguja temblaría y después retrocedería. Sabía que Nils Bergman aún disponía de tiempo para suspender la prueba. Si su colega tenía el más mínimo atisbo de duda, este era el momento de actuar. Pero lo único que pudo ver en los ojos de Bergman fue una fría decisión. El hombre deseaba continuar.
–Está acelerándose -anunció Lauderbach. El ritmo de incremento de la actividad de fisión comenzaba a crecer. Ahora los neutrones producidos por la explosión de los átomos eran más numerosos que los producidos por el emisor controlable.
–Funciona. Se sostiene por sí mismo -gritó Diebner.
Anders asintió.
–Sólo unos pocos segundos más -dijo.
La mano de Diebner se acercó a la llave. Sus ojos se volvieron hacia Anders, como pidiendo instrucciones.
–Está bien -respondió Anders. Diebner movió instantáneamente la llave.
Los medidores no vacilaron. Las agujas continuaron ascendiendo.
–Estamos presenciando un aumento de la temperatura -informó serenamente Heisenberg-. Alcanza 26,6°C.
Anders no respondió.
–La reacción continúa acelerándose -informó Lauderbach.
–32,2°C -informó nuevamente Heisenberg, observando la rápida elevación de la temperatura del agua.
Anders tocó un botón. Desde el techo, respondió el sonido estridente de las poleas. Las varillas de cadmio utilizadas como control comenzaron a descender por sus ranuras, absorbiendo neutrones y aminorando la velocidad de la reacción en cadena. Soltó el botón cuando las varillas ya habían hundido un tercio de su longitud en el grafito.
–43,3°C -canturreó Heisenberg.
De pronto, Diebner pareció muy inquieto.
–Va demasiado rápido.
De nuevo Anders oprimió el botón de control de las varillas. Estas se hundieron todavía más.
–La reacción continúa acelerándose -gritó Lauderbach. También él comenzaba a manifestar pánico.
Ahora los informes de Heisenberg se sucedían con mayor rapidez.
–54,4°C -dijo bruscamente.
Los científicos sabían que Bergman trataba de alcanzar un delicado equilibrio. Las varillas de control de cadmio tenían que absorber el número preciso de neutrones que permitía estabilizar la velocidad de la reacción. Debía dejar que un número constante de neutrones alcanzaran sus blancos, es decir los átomos de uranio, dividiéndolos para liberar el mismo número de neutrones. Y en ese nivel de actividad, el flujo del agua de enfriamiento debía ser suficiente para absorber el calor generado por la reacción. Al parecer, ambos parámetros estaban fallando. La reacción se aceleraba, y la temperatura del agua continuaba acercándose al punto de ebullición.
–65,5°C -anunció Heisenberg.
Anders respondió oprimiendo otra vez el botón. Las varillas de control se hundieron todavía más en los bloques de grafito. Involuntariamente algunos de los científicos comenzaron a alejarse de la mesa de control.
–El ritmo desciende -gritó esperanzado Diebner. La aguja indicaba que el ritmo de la reacción continuaba elevándose, pero su velocidad, marcada por el dial, era menor. Anders esbozó una levísima sonrisa. Todos sus cálculos habían indicado que el reactor se estabilizaría por sí mismo y todo el trabajo de sus colegas había llegado a la misma conclusión. Su prueba estaba desarrollándose exactamente de acuerdo con el programa.
–79,4°C -dijo Heisenberg, refiriéndose a la temperatura del agua. Anders se movió nerviosamente. Esa debía ser la causa de la destrucción del reactor. El calor que había sorprendido a Heisenberg continuaría aumentando, hasta que el agua de enfriamiento fuese insuficiente.
–Se mantiene estable -exclamó Diebner-. Se mantiene estable. Ejercemos el control total sobre la reacción.
Algunos alemanes gritaron de alegría. Pero otros comenzaron a darse cuenta de que la temperatura del agua continuaba elevándose. El margen de seguridad estaba desapareciendo.
–87,7°C -dijo Heisenberg. Ahora había un toque de nerviosismo en su voz. Miró a Bergman, aunque sabía que el genio sueco no podía hacer nada. La reacción se había estabilizado. Las varillas de control estaban insertadas casi totalmente. No había tiempo para empezar a retirar las varillas de combustible. Y el peligro de la radiación en ese tipo de procedimiento urgente era incalculable.
Anders había llegado al momento decisivo. Durante los veinte segundos siguientes, la temperatura del agua sobrepasaría el punto de ebullición. Su capacidad de absorber calor disminuiría. Anders utilizaría todas las posibilidades de las varillas de control. El ritmo de la fisión descendería, pero no con rapidez suficiente para compensar la pérdida del líquido de enfriamiento. Las esperanzas de los nazis en la creación de una superarma, por ejemplo el grafito de la pila, comenzarían a disiparse.
–Doscientos -dijo Heisenberg.
–No hay agua suficiente -dijo Diebner. Ahora Diebner comenzó a apartarse lentamente de los controles.
Anders acercó la mano al botón de control de las varillas. Se disponía a anunciar la suspensión. La prueba era un fracaso. Pero sólo él sabía hasta dónde sería catastrófico el fallo.
–¡Un momento! – la orden provino de Heisenberg.
El y Anders eran los únicos que aún continuaban inclinados sobre la mesa de control. Heisenberg tenía los ojos clavados en el medidor de la temperatura del agua y había elevado una mano en el aire, como para impedir cualquier acción de Anders.
–Profesor Bergman, creo que tal vez todo está bien -dijo cautelosamente Heisenberg.
Anders pasó frente a la, mesa hasta que quedó al lado de Heisenberg. Vio que el medidor de la temperatura del agua vacilaba cerca de la temperatura de ebullición.
–Demasiado cerca -dijo Anders-… Tendríamos que empezar a suspender el experimento.
Heisenberg meneó la cabeza.
–Vea, está en equilibrio. En el límite mismo, pero en equilibrio.
Anders recorrió rápidamente los medidores con la mirada. El ritmo de fisión era constante. La temperatura del agua se mantenía unos pocos grados por debajo del punto de ebullición.
–Con este ritmo de flujo de agua -dijo Heisenberg-podríamos mantener un año la reacción.
–No hay margen de seguridad -advirtió Anders.
Pero de nuevo Heisenberg elevó la mano en el aire.
–Un minuto más. Solamente necesitamos tiempo para medir el ritmo de conversión. Después, podremos controlar las cifras de rendimiento del plutonio.
Lauderbach se acercó a la mesa con sus colegas.
–Es un éxito -murmuró.
Anders estaba asombrado. Su reactor funcionaba perfectamente.
Diebner comenzó a gritar complacido.
–¡Lo logramos! ¡Lo hemos logrado! – Corrió hacia Anders. – Profesor Bergman, usted lo consiguió. Una reacción en cadena. La primera.
Anders miró más allá de Diebner.
–Otro minuto -dijo a Heisenberg-. Un cambio cualquiera en el ritmo del flujo…
Heisenberg asintió para manifestar su acuerdo. Estaban jugando con el desastre. Incluso una fluctuación momentánea de la presión del agua podía provocar el brusco aumento del calor. Pero cuanto más tiempo funcionase el aparato, más información aportaría para la construcción del reactor de producción.
Todos guardaban silencio. Ahora de nuevo el único sonido era el zumbido de las bombas eléctricas. Los segundos se deslizaban y todas las agujas se mantenían constantes en los respectivos medidores.
No había nada que Anders pudiera hacer. Para evitar sospechas había mantenido todos sus cálculos tan cerca de los valores auténticos como era posible. Había contado con que el calor inesperado que Heisenberg había observado la primera vez provocase el desastre. Y ese calor le había fallado en sólo unos pocos grados. Pero eso era suficiente. El diseño era un éxito. Y con la experiencia que él había recogido, sería posible incorporar otros márgenes de seguridad al sistema de producción.
Había dado su bomba a los alemanes.
–Eso debería ser suficiente -dijo finalmente Heisenberg.
Anders oprimió el botón. Las varillas de control descendieron totalmente. Pocos segundos más tarde, el nivel de neutrones comenzó a bajar. Las varillas de control estaban absorbiendo más neutrones de los que se liberaban. Y la temperatura del agua también descendía lentamente.
Heisenberg se volvió hacia su colega, el rostro iluminado por una ancha sonrisa.
–La victoria es suya, profesor Bergman. Le felicito. Deseaba ser el primero. Pero por lo menos siempre podré decir que estaba presente cuando Nils Bergman obtuvo una reacción en cadena controlada. Cuando demostró que era la figura principal del mundo de la física.
–Un triunfo, ¡un triunfo total! – gritó Diebner, encabezando el entusiasta aplauso de los científicos-. Y mírenle. Es el momento de triunfo de Nils Bergman y parece desconcertado.
Agarró la mano de Anders y la estrechó con entusiasmo.
Anders estaba mudo de asombro. En su correspondencia en código había asegurado a Haller que el reactor fracasaría. Ahora tenía que enviarle rápidamente una advertencia. Los alemanes habían avanzado un paso gigantesco en dirección a su bomba.
Mientras los científicos que estaban alrededor le aclamaban a gritos, su mente se esforzaba por ver las diferentes posibilidades. Aún había tiempo. Habría otras oportunidades de incorporar defectos fatales al reactor de producción. Tenía que asegurar a Haller que, mientras el propio Anders estuviese en el centro del programa, sería posible detener a los alemanes.
Pero el tiempo era escaso y no habría muchas oportunidades.
Londres – 5 de setiembre
El mariscal del aire Ward se paseaba ida y vuelta, mirando las enormes fotografías aéreas que colgaban de la pared, y deteniéndose frente a cada una como si quisiera darles tiempo para hablar. Había estado examinándolas durante casi media hora, interrumpido sólo por los comentarios de los expertos técnicos que le observaban. Parecía que no estaba más cerca del momento de la decisión.
–Tendríamos que alcanzar todos los edificios -dijo, haciéndose eco de la observación formulada al principio por el mayor Haller-. Varios blancos directos en cada edificio.
–Eso creo -repitió Haller-. Es el único modo de estar absolutamente seguros.
–Por lo tanto, tendría que ser de día y desde poca altura.
Nadie comentó la idea, puesto que todos coincidían, de modo que Ward reanudó su paseo.
Las fotos del Instituto Kaiser Guillermo habían sido tomadas varios meses antes, después que Siegfried identificó el instituto como el centro nazi de investigación del uranio y cuando habían considerado por primera vez la posibilidad de destruirlo con bombas. Un par de bombarderos Mosquito, equipados con cámaras de alta velocidad, habían fotografiado el instituto después de alejarse de otro blanco con el fin de disfrazar su interés en los edificios académicos que se mantenían indemnes.
–Sufriríamos pérdidas terribles -dijo, poniendo en palabras el hecho evidente que nadie había deseado mencionar.
–Muy elevadas -coincidió un comandante de escuadrón-. Necesitamos que la velocidad sea escasa de modo que las bombas caigan verticalmente. Los artilleros antiaéreos ciertamente organizarán un festín.
–Y ustedes no están seguros de los resultados -dijo Ward, repitiendo un comentario anterior del comandante del escuadrón.
–En absoluto. Sin duda, podemos dañar el lugar, pero dudo de que podamos demoler todos los edificios. Necesitaríamos dos o tres incursiones como mínimo.
Ward asintió para expresar su acuerdo con el comentario y después se volvió hacia las fotografías. En su mente no había muchas dudas. Lo que Haller pedía era casi imposible.
–Gracias, caballeros -dijo, sin volver los ojos a los aviadores reunidos en la sala-. Creo que ustedes me han dicho todo lo que yo necesito saber.
Los oficiales de la RAF se pusieron de pie y salieron de la habitación, dejando a Ward solo con el mayor Haller. Los ojos de Haller parecían mostrar una expresión de súplica, mientras miraba al mariscal del aire en busca de una respuesta.
–Tom, lamento decir que coincido con ellos. Las condiciones que usted impone para la incursión son casi imposibles. Sencillamente, no hay modo de garantizar en una sola incursión la destrucción del bunker. Si una sola incursión es absolutamente esencial, creo que arriesgaremos sin necesidad la vida de nuestros hombres.
Haller asintió. Había escuchado los comentarios técnicos acerca de los problemas representados por los altos edificios de piedra. Y había oído las evaluaciones de los pilotos. Ya había llegado a la conclusión de que estaba pidiendo demasiado.
–Tendríamos que destruir el reactor en un solo movimiento. Si erramos, sencillamente lo trasladarán a otro lugar. Creo que estamos mejor ahora que sabemos dónde se encuentra y que nuestra gente está allí.
Haller se había asombrado al enterarse, gracias al mensaje en código de Birgit, que la prueba del reactor había sido un éxito. "Diseño comprobado", había escrito ella en la correspondencia de Bergman. "La planta de producción a escala ya está en construcción. Lugar desconocido."
Lindemann se sintió impresionado por las noticias. A juicio del principal físico nuclear de Gran Bretaña, el reactor de prueba era el hito principal. Si funcionaba, no podía estar lejos un reactor a gran escala, que produjese plutonio en cantidades suficientes para fabricar armas.
–Ciertamente, tropezarán con dificultades -había dicho a Haller, en un intento de hallar una esperanza-. Pero un eficaz reactor piloto resolvería los problemas prácticos. Hay que suponer que, si están preparados para realizar pruebas, ya dominan bien los problemas teóricos. Y probablemente habrán avanzado mucho en la construcción del reactor de producción.
–¿Cuánto tiempo necesitarán? – había preguntado Haller, que deseaba evitar las previsiones desordenadas.
Lindemann había elevado los ojos al techo, como buscando guía, y después abrió las manos en un gesto de desesperanza.
–Imposible decirlo. Quizás unos meses. Ciertamente menos de un año.
–¿Podrían lograrlo en seis meses? – insistió Haller.
Lindemann meneó lentamente la cabeza.
–Nada lo impediría, si han avanzado bastante en la construcción. Una vez que dispongan de la información sacada del prototipo, tal vez sólo necesiten unos pocos perfeccionamientos.
Haller se había vuelto hacia sus mapas, y de nuevo los utilizó como calendario. Lindemann preveía que los alemanes podrían activar un reactor de producción en febrero, quizás incluso en enero. Eso significaba la producción en gran escala de plutonio en febrero o marzo, y la instalación de cabezas atómicas en los cohetes V-2 hacia el mes de abril. Los mapas le decían que probablemente dispondrían de todo el tiempo necesario. Los aliados aún estaban lejos de la frontera alemana, y su avance, que había liberado a París en una especie de torbellino, ahora se retrasaba por la falta de suministros. Los tanques de Patton, que avanzaban hacia el Sarre, sencillamente no tenían combustible. Montgomery rehusaba acercarse al estuario del Schelde hasta que repusieran totalmente su caudal de municiones. Los camiones que traían suministros desde las playas de Normandía y Calais sencillamente no podían seguir el ritmo de avance, y el frente se desplazaba ahora muy lentamente, esperando la llegada del material.
Podían llegar a la frontera alemana como mucho en diciembre: tal era la conclusión que Haller había extraído del estudio de los mapas. Quizá cruzarían el Rhin en febrero. A menos que los alemanes se rindiesen, tendrían su bomba por lo menos dos meses antes de que los aliados pisaran territorio alemán. ¿Y por qué necesitarían rendirse cuando estaban a punto de obtener la victoria gracias a sus increíbles aviones sin piloto?
–Tenemos que destruir el prototipo del reactor -había dicho al mariscal del aire Ward-. Es el único modo de retrasar sus progresos.
Como respuesta, Ward había examinado nuevamente las fotos aéreas del Instituto Kaiser Guillermo, y reunido a sus mejores aviadores para evaluar la incursión. Pero los problemas parecían insuperables.
–Quizá -dijo Ward-, deberíamos contentarnos con una incursión nocturna. Podríamos enviar primero unos pocos Mosquitos para iluminar con bengalas toda el área. Después, podría entrar la fuerza de bombarderos pesados. Ciertamente, lograríamos que el lugar fuese inhabitable. Y tal vez tuviésemos suerte.
Pero Haller ya estaba meneando la cabeza.
–Tendríamos que tener la certeza absoluta. Si fallamos, y ellos trasladan el reactor, podemos perder el contacto con el programa. Y si no podemos estar seguros de que lo hemos destruido, creo que será mejor que sepamos dónde están y qué hacen los alemanes.
Ward frunció los labios.
–Permitirles que continúen trabajando es peligroso.
–Es peligroso también del otro modo -dijo Haller-. En este momento, nuestra mejor posibilidad es hallar el modo de que nuestros soldados invadan antes Alemania. – Extrajo del bolsillo la boina roja y se la encasquetó.– Haré una visita a nuestros amigos del continente. Quizá consiga activarlos. Y si eso fracasa, podremos hablar de la incursión nocturna. Es posible que sea la única esperanza.
Estaba cerca de la puerta cuando de pronto Ward preguntó: -¿Qué me dice de Siegfried?
Haller no entendió la pregunta.
–Nunca le ha mencionado… y tampoco a la joven… cuando estuvo preguntando acerca del bombardeo. ¿Una incursión diurna? ¿No estarán trabajando en el bunker durante el día? Si podemos asestar golpes directos a todos los edificios, las posibilidades de supervivencia de los dos serán escasas. Seguramente usted ya ha pensado en ello.
Haller volvió al centro de la habitación. Asintió con un movimiento lento de la cabeza.
–En efecto, lo pensé. Pero sólo unos instantes. No podemos detenernos a pensar en ese tipo de cosas.
Ward le miró en los ojos.
–Maldito sea -estalló Haller-, sé cómo suena. Pero si sus pilotos pudieran garantizarme blancos directos, solicitaría esa misión, sin que me importase cuántos de ellos pueden morir. Ofrecería esas vidas si pudiera detener este asunto. Muchas vidas, incluso civiles. Y si tuviera éxito, creería haber hecho un excelente negocio.
Ward desvió la mirada.
–Por supuesto, tiene razón. ¡Ojalá, que la cosa no llegue a ese punto!
–¡Ojalá! – dijo Haller.
Berlín – 7 de setiembre
Los cambios eran minúsculos; modificaciones de fracciones en el diseño cuando traspuso el reactor de prueba a los planos destinados a la construcción en gran escala. Pero al acumularse determinarían que los neutrones se desplazaran con una velocidad mucho menor, y lograrían que la reacción se acelerase sobrepasando los límites de control.
Anders había estado trabajando solo. Heisenberg y la mayoría de los científicos se habían trasladado al asentamiento del reactor de producción. Los papeles y los registros habían sido empaquetados en medio de la noche, y a la mañana siguiente se les había otorgado apenas unos segundos para que reuniesen sus pertenencias personales. Pocos días después, la mitad del personal de ingeniería desapareció, lo mismo que todos los químicos. Anders permaneció en el instituto, con unos pocos científicos que debían ayudarle y los proyectistas que transformarían sus cálculos y reconvertirían a escalas su diseño para transformarlo en los planos del reactor de producción.
–¿No confían en mí? – había gritado Anders a Diebner-. ¿Estarán presentes sólo alemanes cuando se comprueben definitivamente mis ideas?
–Por supuesto, no es así, profesor Bergman -había insistido Diebner-. Usted y la señorita Zorn serán trasladados inmediatamente. Pero por ahora, se le necesita aquí, con el reactor, para supervisar la preparación de los planos. Tiene que ser así. El resto es necesario en el lugar de producción, para iniciar los trabajos de construcción. Apenas termine su tarea, se reunirá con ellos.
Diebner los había mimado y halagado. Para demostrar su afecto había ofrecido a Anders y a Birgit una casa más lujosa. Y cuando ellos la rechazaron, aprovisionó la pequeña casa de campo con vinos sacados de las bodegas de Francia y con manjares de todos los países conquistados. Incluso había regalado a Birgit un abrigo de suave piel de marta cebellina rusa.
–Ustedes son héroes mundiales -dijo a Anders. Y después comentó los planes que estaban elaborando para publicar la obra de Bergman apenas concluyese la guerra-. Todos los científicos del mundo sabrán exactamente lo que ustedes consiguieron -prometía a cada momento.
El procedimiento era lógico. Los científicos y los ingenieros no eran necesarios en la tarea que Anders estaba realizando. Se les aprovecharía mejor en la construcción del nuevo reactor. De todos modos, sobraban pruebas de que los nazis podían confiar en la lealtad de Anders. Diebner continuaba negándose a decirle dónde construirían el reactor, y alegaba la necesidad de seguridad militar cada vez que aparecía la pregunta. Se establecieron complicados procedimientos para impedirle todo lo que significase un contacto directo con los colegas que ya habían partido. A medida que se completaba cada plano, se arrancaban las páginas del tablero de dibujo y se entregaban a un correo que vestía el uniforme SS. El mismo correo traía preguntas y sugerencias de los restantes científicos acerca de los planos.
–Sería más fácil hablar por teléfono -se quejaba Anders a Diebner siempre que éste visitaba el bunker-. Perdemos tiempo mientras se necesitan dos o tres días para que yo conozca las opiniones de mis colegas acerca del trabajo que estoy realizando.
–Cualquiera puede escuchar las conversaciones telefónicas -replicó Diebner. En otras ocasiones afirmó que algunas líneas telefónicas habían sido destruidas por saboteadores al servicio de los aliados.
Pero pese a su estado de casi paranoia, Anders sabía muy bien que sólo gracias a su aislamiento había podido incorporar esos cambios casi imperceptibles al diseño del reactor. No habría podido modificar los cálculos si Heisenberg o Lauderbach hubieran estado husmeando a su alrededor. O si ellos hubiesen estado ejecutando partes del nuevo diseño, las contradicciones se habrían manifestado apenas intentaran armar las piezas. En cambio, aceptaban los planos que él enviaba como prolongaciones perfectas del diseño ya comprobado.
Al principio, su plan había parecido obvio y peligroso. ¿Heisenberg no comprendería que los nuevos proyectos no coincidían con los cálculos comprobados con sólo dirigir una ojeada a la primera página de los planos? ¿Lauderbach no acudiría de prisa a Diebner al primer atisbo de sabotaje? Después que el correo partiera con el primer paquete para dirigirse al lugar de la construcción, Anders permaneció sin dormir la noche entera, mirando sin ver las brasas del hogar.
–Les he suministrado todas las pruebas que necesitan para sacarnos al patio y fusilarnos -reconoció ante Birgit cuando ella salió de la cama para reunirse con él-. Todo lo que alguien tiene que hacer es repasar la serie completa. Tomar los planos y calcular nuevamente las ecuaciones que ellos representan.
–¿Alguien es capaz de hacerlo? – preguntó Birgit-. Todo esto tiene un carácter tan teórico. Hay tanto espacio para las diferencias de criterio.
Anders hizo un gesto de conformidad.
–Heisenberg. Heisenberg lo entendería en un minuto, si tuviese motivos para mostrarse suspicaz. Y quizá Lauderbach. Si alguien formula un interrogante ante cualquiera de ellos, comprenderán qué me propongo.
Birgit se acercó más a Anders, y apoyó la cabeza sobre el hombro del científico.
–Tenemos que arriesgarnos -dijo, señalando con esas palabras que estaba más que dispuesta a compartir el mismo destino-. No hay otro modo.
El advirtió que Birgit temblaba de frío, y puso dos nuevos leños sobre las brasas. En un instante los carbones rojo cereza se habían convertido en luminosas llamas amarillas. Después, permanecieron sentados en silencio, compartiendo el calor, y cada uno sabía que el tiempo que les quedaba de convivencia probablemente podía contarse en horas.
Pero no se originaron protestas en el asentamiento del reactor. El correo llegaba para recoger los nuevos planos apenas los terminaba, y al regreso las preguntas que traía de los científicos nada tenían que ver con los errores que Anders había incorporado.
A medida que pasaban los días, Anders confiaba cada vez más en que nadie descubriría su trabajo de destrucción. Las páginas nuevas salían de prisa del bunker, y los comentarios que llegaban al regreso del mensajero indicaban que estaban construyendo el reactor exactamente de acuerdo con los cálculos que él suministraba. Durante sus visitas, Diebner desbordaba entusiasmo ante los progresos espectaculares que estaban realizando.
Noche tras noche él y Birgit hallaban nuevos motivos para abrigar esperanzas. Los rumores decían que los aliados ya estaban en la frontera alemana. Si, como parecía, los alemanes estaban invirtiendo todo lo que tenían en ese diseño destinado al fracaso, después necesitarían varios meses para recuperarse. Y si los aliados ya estaban sobre el Rhin, el reactor no estaría terminado a tiempo. Mientras se acurrucaban frente al fuego, hasta bien entrada la noche, se sentían tentados de pensar en un futuro que apenas unas semanas antes hubiera sido inconcebible.
Pero tenían que estar seguros. Antes de que él pudiese enviar un mensaje cifrado a Haller, debían tener la certeza de que los cambios que había promovido liquidarían cualquier posibilidad de fabricación de una bomba atómica alemana. Anders decidió repasar todo, y controlar nuevamente cada ecuación y cada cálculo. Sólo después se permitiría pensar en el futuro.
Gatwick – 8 de setiembre
Las pantallas del radar del Comando de Cazas se activaron.
El capitán Davey Jones estaba de pie en la oscuridad, mirando sobre los hombros de dos operadores y dos mujeres sentados frente a los tubos destellantes, atentos a los desplazamientos bruscos que indicaban la aproximación de unas grandes bombas.
–Los alemanes están activos esta mañana -comentó distraídamente el capitán Jones. La línea de bombas dirigidas que cruzaban el Canal parecía interminable.
–Cinco durante la última hora -observó el sargento Tony Maginnis con voz que intentaba dominar la transmisión de comunicaciones entre los especialistas de radar y los pilotos del Comando de Cazas que estaban situados sobre el Canal. Maginnis era el operador jefe, un joven delgado, de gafas, que había sido rechazado en el servicio militar, hasta que su genio en el campo de la electrónica le convirtió en una figura esencial de la defensa nacional.
Los radares detectaban las bombas V-l antes de que cruzaran la costa holandesa. Los operadores apuntaban hacia antenas instaladas a varios centenares de kilómetros de distancia unas de otras sobre el lado británico del Canal, y utilizaban las dos localizaciones para fijar la posición exacta del blanco. Después, dirigía a los Typhoon de alta velocidad, que estaban patrullando, hacia el punto de intersección.
Los Typhoon con motores de hélice no podían igualar la velocidad de las bombas con propulsión a chorro. De modo que cuando se acercaban al punto de intersección, se elevaban a bastante altura sobre el blanco indicado. Después, se lanzaban en picado, aumentando la velocidad que necesitaban para hacer una pasada de ataque. La táctica era muy eficaz en los días claros, cuando la bomba, con su llamativa estela de humo negro era muy visible. Pero era menos eficaz de noche, cuando el resplandor rojo del escape del motor a reacción era el único blanco visible.
Las bombas alemanas, pese a su carga letal, se habían convertido en algo de rutina. Sobre el Canal, los pilotos de los Typhoon se habían acostumbrado a seguir en vuelo los vectores indicados por los operadores de radar. Habían aprendido que las bombas dirigidas, a diferencia de los aviones tripulados, no podían realizar maniobras evasivas ni devolver el fuego. De modo que se acercaban mucho, maniobraban sus máquinas con el fin de disparar todas sus armas, y atacaban hasta que la bomba se rompía en pedazos, o bien el curso de su vuelo quedaba al alcance de los disparos de los aviones ingleses. En Londres, la gente había aprendido a ignorar el chisporroteo de los motores a reacción. Sólo cuando oían detenerse el motor corrían a refugiarse.
El capitán Jones se había apartado de las pantallas de radar para preparar la tercera taza de té de la noche, cuando oyó el grito de Maginnis sobre el murmullo normal de la conversación: – Santo Dios, ¿qué demonios es esto?
Jones apenas apartó los ojos del recipiente humeante cuyo contenido estaba vertiendo en la tetera de porcelana.
–Aquí viene uno a tres mil doscientos kilómetros por hora.
Jones se echó a reír.
–Lo que tienes allí es un capacitor averiado -bromeó-. Será mejor que pases a otro monitor.
Depositó el recipiente sobre la cocina, y puso cuidadosamente la tapa sobre la tetera.
–Yo también veo lo mismo -dijo una de las operadoras-. Velocidad tres mil doscientos kilómetros. Altura… no puedo saberlo. Está sobrepasando la escala.
Jones meneó la cabeza y regresó a las pantallas de radar.
–Nada vuela a tres mil doscientos kilómetros por hora -afirmó con voz severa. Pero Jones pudo ver la señal ectrónica que indicaba un blanco reflejado en el radar. Se desplazaba a tal velocidad que de hecho él podía ver su avance a través de la pantalla.
–Ni siquiera puedo delimitar bien la posición -dijo Maginnis, y el pánico comenzaba a insinuarse en su voz-. Cuando paso de una antena a la otra el condenado artefacto ya se ha movido.
–Tres mil trescientos veinte kilómetros por hora. Altura, más de veinte mil metros -dijo con voz neutra la operadora, mejorando su informe precedente.
–Maldito sea -ladró Jones-. Nada se mueve tan velozmente. Y nada vuela tan alto. Comprueben el equipo.
Miró mientras Maginnis pasaba su monitor de radar al estado de prueba. Los valores previstos aparecieron inmediatamente.
–El equipo está bien -informó Maginnis. Volvió a la búsqueda del blanco. El trazo se había desplazado un tercio del trayecto sobre la pantalla en los pocos segundos que había necesitado para realizar la prueba.
–¿Qué demonios es esa cosa? – preguntó Jones-. Debe ser un meteorito.
–Pero estaba elevándose… no descendiendo -le corrigió la joven.
–No puede ser -exclamó Jones. Extendió la mano hacia las llaves de control y comenzó a comprobar los cálculos.
–Tengo una ruta -le interrumpió Maginnis-. Sigue el mismo curso que las bombas dirigidas. Se dirige a Londres.
Jones miró desconcertado los datos, mientras sus propios cálculos confirmaban lo que sus operadores estaban informándole.
–¿Debemos comunicar el blanco al Comando de Cazas? – preguntó Maginnis.
Jones meneó la cabeza.
–No nos creerán. Pensarán que estuvimos bebiendo.
–Es un auténtico blanco -le recordó Maginnis-. Lo tenemos en ambas antenas. Quizás es un tipo de proyectil de artillería.
–No existe nada parecido -replicó Jones-. ¿Qué clase de cañón puede disparar de Holanda a Inglaterra?
–Alcance, trescientos veinte kilómetros -dijo la mujer-. Tiempo para llegar a Londres… seis minutos.
Jones miró el trazo, que ahora había recorrido la mitad de la pantalla de radar.
–¿Para qué informar al Comando de Cazas? – preguntó con aire distraído-. Si es real, no podrán hacer absolutamente nada.
–Está aumentando la velocidad -anunció la voz de la mujer-. Tres mil ochocientos cuarenta kilómetros.
–Y desciende -agregó Maginnis-. La maldita cosa salió de la pantalla y ahora regresa.
–Infórmeles -dijo Jones.
Maginnis manipuló su transmisor.
–Mensajero, habla Palacio. Tenemos un blanco en cero-ocho-cinco, alcance trescientos veinte, velocidad tres mil ochocientos cuarenta kilómetros, altura veinte mil metros. No identificado.
El interlocutor reaccionó inmediatamente.
–Otra vez, Palacio. Entendí velocidad tres mil ochocientos cuarenta. ¿Qué significa eso?
–Lo que ha oído -contestó Maginnis-. Velocidad tres mil ochocientos cuarenta kilómetros.
Hubo una pausa. Después, otra vez la voz del interlocutor.
–¿Ustedes están bien? No puede ser tres mil ochocientos cuarenta kilómetros.
–La velocidad es la misma -dijo suavemente la mujer-. Llegará a Londres en cinco minutos.
Jones se apoderó de un teléfono que le comunicaba con el comandante de la defensa aérea del distrito de Londres. Se identificó, se calló un instante, y después gritó al teléfono: -Sáquelo ahora mismo de esa condenada reunión. Esto es urgente. – Volvió los ojos hacia la pantalla mientras esperaba. El trazo de identificación ahora había recorrido dos tercios de la pantalla.– Aquí, Jones -ladró de pronto, los ojos fijos en el blanco-. Tenemos algo nuevo que viene de Holanda. Se desplaza a tres mil ochocientos cuarenta kilómetros por hora, y desciende desde unos treinta mil metros. Explotará en…
–Cuatro minutos -dijo la mujer.
–Cuatro minutos -repitió acercándose al teléfono.
Escuchó un momento, con el rostro inexpresivo. Después, colgó el auricular. Maginnis esperaba sus instrucciones.
–Me dijo que rezara -masculló Jones. Se inclinó sobre sus operadores y vio el trazo que avanzaba constantemente hacia el extremo de la pantalla.
Nadie lo vio. El primer cohete V-2 operativo de los alemanes atravesó un cielo lechoso en un picado vertical a más de 3.600 kilómetros por hora. Cuatro segundos después perforó el techo de un edificio de cuatro pisos y llegó hasta los cimientos. Se había hundido seis metros bajo el nivel de la calle cuando estalló su tonelada de explosivos de gran potencia.
Desde la profunda cueva que la bomba había creado, la explosión tuvo escaso efecto. Su energía se orientó hacia arriba, y pulverizó el edificio al que ya había atravesado y sacudió los cimientos de las construcciones circundantes. Quedó destruida menos de media manzana. La gente que estaba a pocas calles de distancia no tuvo idea siquiera de que había explotado algo.
Pero Haller sabía cuál era la carga que ese increíble cohete debía transportar. Y si los británicos habían aprendido a defenderse de las bombas V-l, los alemanes tenían ahora algo mejor. No había defensa posible contra un cohete que salía de la atmósfera y después buscaba su blanco a una velocidad que triplicaba la del sonido. Jamás podría haber una defensa contra un arma de ese género.
El informe que tenía en las manos demostraba que los nazis ya habían conquistado la mitad de su victoria. Habían demostrado la precisión con que podían lanzar su bomba atómica sobre el corazón de Londres, e incluso anunciado su llegada, en vista de que los británicos no tenían la más mínima posibilidad de impedirlo. Lo único que necesitaban era la carga explosiva.
"El reactor de producción sufrirá un fallo catastrófico", había asegurado Anders en su mensaje cifrado. Era la única esperanza de Haller. Si el agente aficionado, aislado en Alemania, se equivocaba, los nazis obtendrían pronto la otra mitad de su victoria.
Berlín -10 de setiembre
–Significará nuestra destrucción -declaró el general von Rundstedt-. No estamos en condiciones de defender la línea. Debemos reconsiderar la situación.
Pero la cara medio iluminada que estaba detrás del enorme escritorio guardó silencio. Las manos continuaron jugueteando con los papeles, como para demostrar que Himmler ni siquiera prestaba atención.
–Si retrocedemos hacia el Rhin, tendremos una posibilidad. Debemos reagruparnos. Reabastecer nuestras divisiones. Después, con el Rhin como barrera, tal vez podamos mantenernos.
Era el mismo razonamiento que von Rundstedt había desarrollado ante el Führer cuando lo convocaron al laberíntico bunker del comando. Hitler lo había relegado de su mando apenas un mes antes, enfurecido por el éxito de la invasión de los aliados. Ahora, el gran jefe le ordenaba que regresara al frente occidental para contener la ofensiva que parecía cobrar cada vez más impulso. Pero sus órdenes eran ridiculas.
–¿Cómo puedo defender Holanda sin llevar más tanques? Y si lo hago, los aliados simplemente pasarán al lado de Holanda, aislando a los tanques que yo puse allí, de manera que no contaré con esas fuerzas para organizar un perímetro defensivo.
Esperó la contestación, pero no hubo nada de eso. Himmler continuó atareado con las carpetas depositadas sobre su escritorio.
–¡Y además que contraataque! – Von Rundstedt alzó las manos.– ¿Con qué? Si se trata de contraatacar, ¿por qué debo dejar divisiones blindadas que quedarán aisladas en Holanda? ¿No lo comprende? Destruiría toda nuestra fuerza occidental sólo para ganar unas pocas semanas. Quizás un mes. Pero después de ese mes, el Reich estará indefenso.
Las manos descansaron, y después la voz susurrante habló desde un lugar que estaba fuera del resplandor de la lámpara.
–Yo supondría que el Führer considera que el tiempo es más importante que sus ejércitos.
–¿Están formándose nuevos ejércitos? – preguntó sarcásticamente von Rundstedt-. ¿Ejércitos de los que nada sé? ¿Quizá constituidos por los niños y los ancianos que ahora estamos llamando a filas?
–El Führer tiene sus razones -dijo suavemente la voz incorpórea.
–Pero si usted hablase con él, Reichsführer. El respeta mucho su opinión.
–Y yo la suya -replicó la voz, esta vez con un amenazador tono de irritación-. Siempre acertó, incluso cuando nuestros generales no comprendían su sabiduría.
Von Rundstedt sintió que se le endurecían los músculos. Necesitó realizar un gran esfuerzo para contener el impulso de arrojarse sobre el escritorio y apretar el frágil cuello hasta que se quebrara. Había realizado una experiencia de primera mano del genio del Führer cuando Hitler prohibió que los tanques de Rommel atacasen a los invasores en Normandía. "No puede ser la invasión", había insistido Hitler, pues no era allí donde según sus Pronósticos debía realizarse el ataque. Y había mantenido a Rommel vigilando el paso de Calais hasta que los aliados ganaron las cabezas de playa de Normandía. Si von Rundstedt hubiese impartido las órdenes en lugar del Führer, las fuerzas que ahora estaban atacando por Bélgica habrían sido arrojadas al Atlántico.
–Herr Himmler -dijo, negándose a pronunciar el antiguo título de ese detestable y pequeño bastardo-, a pesar de todo su genio, el Führer no puede conocer el estado de las tropas a las que pide que organicen un contraataque.
–No lo pide -respondió Himmler en un tono casi canturreado-. Lo ordena. El Führer está ordenándoles que ataquen. Y puedo sugerirle, Herr Rundstedt, que usted no está en condiciones de conocer las armas que usaremos contra nuestros enemigos en pocos meses más. Armas que los aplastarán totalmente. El ordena el ataque porque eso es lo que el Reich necesita de sus ejércitos. ¡No victorias! Sólo tiempo. Tiempo suficiente para preparar la victoria definitiva.
El general sintió que su fuerza cedía bajo el peso tremendo de la desesperación. Estaban todos locos con sus superarmas. Esas maravillas científicas eran excelente propaganda para los maltratados civiles. Pero no contribuirían en absoluto a mejorar la situación de los soldados en las trincheras.
–Seremos masacrados -dijo-. No quedará nadie para disparar las nuevas armas.
Hubo un momento de silencio, y después una risita insultante llegó del otro lado del escritorio.
–Con nuestras nuevas armas, no necesitaremos soldados -dijo Himmler-. Le aseguro, general von Rundstedt, que si usted puede mantener el frente occidental hasta febrero, los aliados se rendirán en masa.
Von Rundstedt se asombró ante la audacia de la sugerencia. ¿Todos estaban locos? ¿Creían sinceramente que los grandes ejércitos de los aliados, que ahora superaban a las fuerzas alemanas tanto en hombres como en material, se rendirían ante un contraataque condenado al fracaso?
–Reichsführer Himmler -dijo pacientemente-, aprecio plenamente la importancia de nuestros nuevos cohetes y los nuevos cazas a reacción que están entregando a la Luftwaffe. Comparto la creencia de que con esas armas, y un poco de tiempo, podremos defender el terreno. Pero incluso con todas estas armas, ¿cómo podemos abrigar la esperanza de mantenernos si todas nuestras divisiones están muertas o encerradas en campos de prisioneros? Si queremos mantenernos durante el invierno, debemos salvar ahora lo que queda de nuestros ejércitos.
–Los cohetes y los cazas a reacción son sólo el comienzo -respondió la voz de Himmler-. Tenemos una nueva arma que estará preparada en pocos meses, y que destruirá en un día a nuestros enemigos. Me temo, general, que nuestros ejércitos deben morir en el lugar que ahora ocupan. No puede haber retirada. – La voz se interrumpió un momento, de manera que la sentencia de muerte fuese bien entendida por el más alto jefe militar de Alemania.– Es el sacrificio que el Reich reclama. Con ese sacrificio, sus soldados nos darán el tiempo que necesitamos para asestar el golpe definitivo a nuestros enemigos. Serán los verdaderos responsables de nuestra victoria total.
Von Rundstedt miró sin ver la luz. Extendió la mano hacia el escritorio y recuperó las órdenes que Himmler no se había molestado en examinar. Había comenzado a apartarse del escritorio cuando concibió una alternativa que tal vez salvase a parte de sus tropas de la masacre que era inevitable.
–Quizá yo pueda darles todo el tiempo que necesiten mediante una retirada muy bien organizada. Si retrocedemos en etapas, sosteniendo una línea y después retrocediendo hasta la siguiente.
–General von Rundstedt, sugeriría que usted confíe en el criterio del Führer -contestó Himmler con voz suave-. Le aconsejo que cumpla sus órdenes.
Estaba en el automóvil del comando, saliendo de Berlín, en dirección a la frontera belga, antes de que hubiese reunido el valor necesario para examinar otra vez las órdenes. "Defienda a Holanda en la línea del río Waal. Prepare un contraataque desde la frontera belga en dirección a Namur, aislando a los ejércitos aliados que presionan sobre el Ruhr." Era absurdo. Holanda tenía escaso valor, excepto como base de lanzamiento de los inútiles cohetes. Y los ejércitos de Runsdtedt podían retroceder para defender el Rhin, y no avanzar dejando absolutamente indefenso el centro de la industria pesada alemana.
¿Por qué? ¿Para ganar tiempo con el fin de utilizar otra de las superarmas que Goebbels continuaba prometiendo? ¿Qué clase de superarma podía contener a los tanques de Patton? ¿Qué clase de mente enfermiza creía que había un arma que podía imponer la rendición a los británicos?
Eindhoven – 22 de setiembre
La información de Haller había sido decisiva.
Había llegado al continente en el momento mismo en que se desarrollaba la furiosa discusión entre Montgomery, que mandaba a los ejércitos septentrionales en su marcha hacia el interior de Holanda, y Eisenhower, que mandaba a todos los ejércitos aliados. Montgomery estaba proponiendo un ataque masivo de fuerzas aerotransportadas con el propósito de apoderarse de todos los puentes tendidos sobre el Rhin inferior en la propia Holanda. Proponía llevar sus tanques en un ataque relámpago, cruzar los puentes y entrar en el corazón de Alemania, acelerando en varios meses la derrota nazi. Eisenhower había llegado a la conclusión de que el plan no sería eficaz.
Para equipar al obstinado comandante de campo británico tendría que retirar suministros de otras fuerzas aliadas, y de ese modo el frente entero quedaría paralizado. Incluso si la fuerza de Montgomery entraba en Alemania, todas las provisiones deberían pasar por la serie de puentes que él debía capturar. Si los alemanes conseguían destruir un solo puente, el ejército atacante quedaría detenido, sin vías de retirada.
Bedell Smith negociaba entre los dos generales, tratando de apaciguar a Montgomery, con el fin de que no hiciera públicas sus quejas. El héroe de El Alamein se había convertido en leyenda para el pueblo inglés, y sus constantes reclamaciones en el sentido de que se le diese el mando, amenazaban la estructura total del comando unificado. Smith estaba en guardia cuando Haller entró en su oficina. Lo que menos necesitaba ahora era otro oficial inglés instruido cuidadosamente para defender la posición de Montgomery.
Haller nada sabía de la polémica. Deseaba llamar la atención de Eisenhower sobre dos hechos, y no sabía que estos serían los puntos de apoyo que Montgomery necesitaba. Uno era la nueva V-2 alemana.
–Esos malditos artefactos están en el límite de su radio de acción -dijo a Smith-. Están diseñados para volar desde Holanda. Podemos destruir el concepto entero si avanzamos hacia el norte, en dirección a las áreas de lanzamiento, y no hacia el este, en dirección a Alemania. – Presentó los mismos argumentos en relación con las bombas V-l. Varias no habían llegado a explotar cuando tocaron suelo, y los ingleses habían descubierto que los tanques de combustible estaban vacíos.– No detienen los motores. Sencillamente agotan el combustible -explicó Haller-. Si los alemanes se retiran de Holanda, no podran llegar con esas armas a Inglaterra.
Su segundo punto era el cronograma del explosivo de uranio, que podía ser transportado por los dos misiles dirigidos. Los alemanes ya habían probado el prototipo y Haller no podía confiar en las seguridades de Siegfried de que el reactor destinado a la producción alcanzaría menos éxito. Era posible que los alemanes produjesen plutonio en un lapso menor de seis meses.
–Lo cual significa que las bombas atómicas caerán en Inglaterra hacia la primavera -explicó pacientemente, con la esperanza de que Smith demostrase el mismo pánico que el propio Haller sentía desde que Anders le había informado del éxito obtenido con el reactor de prueba-. Los bastardos todavía pueden ganar esta guerra.
Pero Smith se había mostrado impasible como un jugador de poker, la cara inexpresiva mientras tomaba notas de lo que Haller decía. Había intentado consolar a Haller señalando los avances que los aliados realizaban en todo el frente.
–Si podemos abrir Amberes, triplicaremos nuestras posibilidades de suministros -dijo, haciéndose eco de la estrategia logística que Eisenhower había explicado repetidas veces-. Hacia Navidad deberíamos estar en el Rhin, desde Suiza hasta el Mar del Norte.
–Eso no será suficiente -había dicho finalmente Haller, rodeando el escritorio de Bedell Smith para acercarse al mapa colgado de la pared-. Los alemanes aún retendrán la totalidad del norte de Holanda. Aún dispondrán de rampas de lanzamiento seguras para sus cohetes. Y construirán aquí sus bombas de uranio… -Su dedo apuntó a Nordhausen.– Eso está a más de trescientos kilómetros del Rhin. – Abrió los dedos de la mano para medir la distancia de Holanda a Inglaterra meridional, y después trazó un arco a través de Francia.– Podrán pulverizar todos los blancos de este área, y eso cubre la totalidad del territorio que habremos ocupado para Navidad. Dios mío, usted insiste en afirmar que Amberes es la clave de la guerra. Los alemanes podrán destruir Ambe-fes una vez que tengan su bomba.
Smith asintió, y después cerró su cuaderno. Era inútil cuestionar la argumentación de Haller. La velocidad era esencial. Tenían que entrar en Alemania antes de que los nazis lograran fabricar su bomba. Y necesitaban apoderarse de las rampas de lanzamiento de cohetes.
–Examinaré esto con Ike -prometió a Haller. Pero Smith ya sabía cuál era el consejo que ofrecería al comandante supremo. El ataque de Montgomery a los puentes era la mejor posibilidad que se les ofrecía, pese a que no era una posibilidad demasiado favorable.
Ahora, Haller se paseaba ida y vuelta en una ruinosa casa que estaba cerca de Eindhoven, el lugar convertido por los británicos en puesto de mando. Por las ventanas sin vidrios alcanzaba a ver los cañones que pasaban veloces llevando suministros por el camino que se dirigía a Nimega, donde los norteamericanos atacaban uno de los puentes. Por la radio de campaña, escuchaba los informes provenientes de Arnhem, donde su propio regimiento se había lanzado en paracaídas sobre otro de los puentes. Las noticias no eran favorables.
Las veteranas divisiones de von Rundstedt combatían por Holanda como si ésta hubiera sido la propia Alemania. Ni siquiera habían intentado volar los puentes, algo que representaba el más grave temor de Mongtomery. En cambio, usaban los puentes para enviar tropas al sector. Al norte de Eindhoven, estaban atacando los costados del corredor, tratando de cerrar la línea de suministros que los tanques británicos del frente necesitaban desesperadamente. En el río Waal, combatían a los paracaidistas norteamericanos en las calles que conducían al puente. En el cruce del Rhin, los Diablos Rojos estaban siendo masacrados en edificios que se encontraban a casi un kilómetro del objetivo.
–Aún estamos en el juego -dijo Bedell Smith, tratando de mostrarse optimista, pese a los informes depositados sobre la mesa de cocina utilizada como escritorio-. Los polacos se arrojarán sobre Arnhem esta tarde para reforzar a los británicos. Y nuestra gente intenta forzar el paso del Waal aquí mismo. – Señaló el lado occidental del puente de Nimega, donde los paracaidistas norteamericanos estaban atacando y trataban de cruzar el río en balsas de caucho.– Si nos apoderamos de Nimega, tendremos el camino libre para enviar los blindados hasta Arnhem. Atacaremos por tres lados a los alemanes.
Haller asintió sin demostrar entusiasmo. Sus pensamientos estaban lejos de las tácticas de la batalla.
–Creo que nos llevan ventaja -razonó-. Creo que saben exactamente lo que perseguimos. Saben que esta es la batalla que decide la guerra. Si no fuera así, ¿por qué estarían volcando todo lo que tienen en Holanda?
Smith no comprendió.
–¿Qué gana von Rundstedt atacando en Holanda? – insistió Haller-. Está usando tropas y tanques que necesita para defender su margen del Rhin, y malgastándolos de este lado. ¿Por qué? ¿Qué consigue de ese modo?
–¿Una gloriosa victoria para el Führer? – conjeturó sarcásticamente el general Smith.
–Tiempo -dijo Haller, respondiendo a su propia pregunta-. Está canjeando tropas por tiempo. Lo cual significa que, a menos que esté loco, sabe que el tiempo es más importante que los ejércitos. Sabe que si puede ganar bastante tiempo, no necesitará los ejércitos.
Smith pareció desconcertado.
–Tal vez -admitió-. Pero es posible que usted les asigne excesiva inteligencia. Arnhem es un puente sobre el Rhin. Puede ser sencillamente que un buen ataque sea la mejor defensa.
Haller se acercó a la ventana y miró los camiones que ahora se habían detenido a un lado del camino.
–Es posible -reconoció-. Pero concuerda con el cronograma que ellos tienen. Sabemos que han llegado al punto crítico con un reactor. Y sabemos que están construyendo una planta de producción. Sólo necesitan unos pocos meses. Mi conjetura es que consideran que este ataque es un intento frenético de negarles el tiempo que necesitan. Creo que por eso han volcado en Holanda la mitad de su ejército. Están luchando para ganar tiempo… no territorios.
A lo largo del día los dos hombres examinaron los mensajes que venían de los distintos combates librados a lo largo del camino. Varias veces Smith descolgó el auricular de un teléfono y habló con Eisenhower, ofreciéndole un relato exacto de los hechos, al margen de sus propios sentimientos, que oscilaban entre la esperanza y la angustia.
Se sintió deprimido por los informes de que los cazas y el fuego antiaéreo de los alemanes estaban masacrando los transportes que llevaban al regimiento de paracaidistas polacos. Después, se sintió reanimado por un mensaje de las tropas aerotransportadas norteamericanas, que informaban que habían cruzado el Waal. La atmósfera llegó a ser sombría cuando se interrumpieron tas comunicaciones con los Diablos Rojos, retenidos cerca del Puente de Arnhem, pero las cosas mejoraron cuando Smith supo que los norteamericanos habían tomado intacto el puente de Nimega y que los tanques británicos estaban cruzándolo.
–Un puente más -dijo a Eisenhower-. Son sólo trece kilómetros, pero von Rundstedt lo necesita tanto como nosotros.
Escuchó varios segundos antes de cortar la comunicación, y después se volvió hacia Haller.
–Ike ha dicho a Montgomery que tiene que decidir por la mañana si seguirá adelante o retrocederá. Teme que, aunque ocupemos los puentes, no podremos mantener abierto el camino.
–Dios mío -exclamó Haller-. Tenemos que continuar avanzando.
Bedell Smith meneó la cabeza.
–¿Cómo lo haremos, si no podemos trasladar suministros y refuerzos?
Hizo un gesto en dirección a la ventana. Los camiones de suministro continuaban detenidos afuera.
Era casi medianoche cuando llegó la decisión. Los tanques de Montgomery estaban detenidos a ocho kilómetros del puente de Arnhem. Los Diablos Rojos estaban evacuando la ciudad, y en pequeños grupos cruzaban el Rhin y huían hacia el sur. Las tropas alemanas habían cortado el camino en dos puntos, y los norteamericanos apenas habían podido obligarles a retroceder. Montgomery ordenaba la retirada hasta Eindhoven.
Quién sabe por qué, Bedell Smith sintió que había defraudado personalmente a Haller, y se disculpó por el fracaso del ataque.
–¿Qué hará ahora? – preguntó.
–Imagino que iré a Berlín -contesó Haller con expresión fatigada-. Por lo que sabemos, continúan recibiendo información del prototipo del reactor. Tal vez podamos obligarles a trabajar más lentamente. No es mucho. Pero por ahora parece la única táctica posible.
Berlín – 27 de setiembre
Estaban atravesando en automóvil las calles, y salían de la ciudad en dirección a la casa de campo, cuando las sirenas sonaron en el silencio y la oscuridad. El conductor aminoró la marcha, mientras ponderaba las alternativas. Podía volver a la seguridad del Instituto Kaiser Guillermo, al que los bombarderos parecían considerar una especie de santuario. O podía acelerar hacia el sur, con la esperanza de salir de la zona de los blancos antes de que las bombas comenzaran a caer.
Se dio la vuelta en su asiento.
–Herr profesor Bergman, creo que deberíamos volver. Podríamos llegar al instituto en pocos minutos.
–Estamos casi fuera de la ciudad -contestó Anders.
–Es peligroso -le recordó el conductor-. Las bombas pueden caer en un sitio cualquiera.
Anders miró a Birgit, que parecía indiferente al miedo que las sirenas provocaban en todos los que se hallaban cerca. Las personas que habían estado caminando por las calles de pronto corrían hacia los portales. Otros salían rápidamente de los edificios y buscaban la protección de los subsuelos.
–Creo que es mejor continuar -dijo ella-. Cuanto más nos alejemos del centro de la ciudad, tanto mejor.
Anders hizo al conductor un gesto para indicar su conformidad, y el otro inmediatamente comenzó a acelerar. Pero su velocidad era limitada. No había más luces que el pálido resplandor de los focos pintados a medias, y de cuando en cuando formas más oscuras se cruzaban en el camino, buscando refugio. La bocina era inútil, a causa del alarido de las sirenas; y además la gente no hacía caso, pues concentraba la atención en peligros mucho más graves. Las bocacalles pasaban lentamente, y Anders contaba cada una como si hubiese sido una etapa.
–No lo conseguiremos -gritó finalmente el conductor, sin apartar los ojos del camino-. Creo que es necesario que me detenga y ustedes busquen un refugio.
–Continúe avanzando -decidió Anders-. Tal vez ataquen otros lugares. Estaremos a salvo.
Pero en ese mismo instante el camino quedó bloqueado. Dos camiones militares se habían detenido a un lado de la calle. Los soldados, jovencitos vestidos con uniformes mal cortados, descendían de la tranquera de cada vehículo, cubierta con lonas. Algunos buscaban refugio entre las ruedas. Otros intentaban montar ametralladoras en la calle y sobre el techo del camión.
El conductor frenó y después describió un giro en U, y las ruedas subieron a la acera.
–Herr profesor, creo que deberían buscar refugio.
–¿No podemos buscar otro camino? – preguntó Anders. El conductor se encogió de hombros. Nada era seguro. Y estaban perdiendo tiempo. Las bombas podían comenzar a caer de un momento a otro.
De pronto, el cielo se iluminó intensamente, perfilando las siluetas de los edificios. Era como si una estrella de pronto hubiese caído sobre ellos.
–Dios mío -gritó Anders. Sintió el apretón de la mano de Birgit en su brazo.
–Bengalas -gritó el conductor-. Están soltando bengalas para iluminar el objetivo.
Anders podía ver la fuente de luz, una llama intensa como el calor cortante de una lámpara de acetileno, descendiendo lentamente en la noche.
–Están unidas a paracaídas, para colgar en el aire como reflectores.
La forma de un pequeño bombardero apareció iluminada por el resplandor, y detrás de la máquina apareció otro punto luminoso. Y después más aviones, quizás una docena, que sembraban de bengalas el cielo hasta que el sol del mediodía pareció brillar sobre el suburbio de Dahlem.
–Es sobre el instituto -gritó el conductor-. Están bombardeando cerca del instituto.
Frenó el automóvil, y comenzó a abrir la portezuela cuando el estampido del cañoneo le paralizó. Del suelo partieron brillantes relámpagos rojos. Un instante después, pareció que el cielo explotaba, en fogonazos blancos donde el cielo era oscuro y con feas manchas negras donde la noche estaba iluminada por las bengalas.
–Tenemos que llegar a un refugio -ordenó el conductor, que finalmente descendió del automóvil y abrió bruscamente la portezuela del asiento de los pasajeros. Anders salió dificultosamente, y obligó a Birgit a seguirle. Pero quedó como paralizado en la calle, entre el automóvil abandonado y la seguridad de los edificios. Percibía un sonido nuevo, cuya intensidad aumentaba a cada instante, y que dominaba el tableteo de los cañones antiaéreos. Era el ronroneo de los motores de los aviones, elevándose en un crescendo como un toque de tambor en una obertura.
–¡El refugio! – aulló el conductor, pero apenas podía oírsele a causa del estrépito de los motores. Anders no respondió. Estaba completamente paralizado por la violencia desencadenada que sacudía el cielo. Acercó a Birgit, como si deseara protegerla, pero él mismo permaneció inmóvil en el lugar, sus ojos buscando la flota de bombarderos todavía ocultos en la oscuridad, sobre la esfera incandescente creada por las bengalas.
El conductor le tiró de la manga, pero Anders no lo advirtió. Birgit continuaba apretada contra él, mirando incrédula hacia arriba, hacia el poder ensordecedor que se reunía en el cielo. Y después, el planeta comenzó a estallar.
Raudales de luz intensa brotaban detrás de las líneas de los edificios. Al principio, eran núcleos diferentes, pero después nuevas explosiones llenaron los huecos, hasta que todo el horizonte fue una línea de fuego. Antes de que los relámpagos pudiesen amortiguarse, las columnas de fuego se elevaban y volvían a ocupar su lugar. Y después, los fuegos se dividían a causa de nuevas explosiones amarillas y rojas.
El sonido les golpeó como el chasquido de un látigo. Birgit y Anders sintieron esa impresión en la cara un instante antes de que comenzara a zumbarles en la cabeza. Después, comenzó a temblar el suelo bajo los pies. Podían ver las formas oscuras de los edificios que vibraban recortados contra el cielo carmesí y sentir las nubes de polvo que caían de los tejados.
El cataclismo empeoró a medida que nuevas oleadas de bombarderos vaciaron sus vientres sobre el mismo blanco. Ya no necesitaban las bengalas, que se habían agotado. Los incendios provocados por los primeros atacantes habían convertido al blanco en una gigantesca lámpara incandescente. Nuevas saetas de luz aparecían acompañadas por torres de llamas aun más brillantes. El estrépito de los explosivos se mezclaba hasta formar un rugido constante y destructivo.
Anders advirtió que él y Birgit no estaban solos. El pueblo que se había refugiado en los sótanos ya había advertido que el ataque afectaba a otro sector de la ciudad. Poco a poco había salido de sus agujeros para regresar a la calle. Miraban atónitos, las caras teñidas por el resplandor rojo sangre de los incendios. El centro de su Reich eterno estaba desapareciendo ante sus propios ojos.
Las explosiones cesaron, y Anders pudo escuchar de nuevo el ronroneo de los motores, que ahora se atenuaba a medida que los aviones comenzaban a alejarse. Pero los incendios cobraron más intensidad, y se extendieron a medida que hallaron más combustible en los escombros de los edificios destruidos. Las columnas de fuego se entrelazaron, convirtiéndose en vendavales de llamas que parecían ascender hasta el infinito. Con ellas se elevaban fragmentos de restos calcinados, que bailoteaban en el aire como ateniéndose a la partitura de una sinfonía enloquecida.
Un hombre que estaba de pie cerca de ellos comenzó a llorar. Apretó contra su cuerpo a dos niños pequeños, hundió la cara en el cuerpo de los dos menores y los sacudió con sus sollozos. Otro hombre se acercó hacia él, extendió una mano para consolarle, pero después se volvió desesperado. No tenía palabras. Sabía que todos estaban condenados.
La multitud silenciosa comenzó a moverse en una lenta procesión hacia sus casas. Pero los ojos permanecieron fijos en los incendios, pues todos sabían que les esperaba un auténtico infierno. Habían sido dioses, que ejercían poder sobre todos los hombres. Ahora, el Valhala de sus científicos era la ofrenda presentada a un dios más grande en una gigantesca inmolación.
Anders sintió temblar el cuerpo de Birgit. Apartó los ojos de las llamas y se volvió hacia ella, y vio que las mejillas de la joven estaban cubiertas de lágrimas.
–Ha terminado. Estamos a salvo -le aseguró.
Pero ella meneó la cabeza.
–No ha terminado -murmuró-. Apenas comienza. La locura apenas está comenzando.
El conductor los llevó de nuevo al automóvil y salió de aquel infierno, conduciendo con cuidado entre los grupos de espectadores atemorizados que no podían apartar la mirada de su propio destino. Dejó atrás los camiones militares con su carga de niños uniformados, y atravesó otras calles iluminadas con los reflejos de las llamas que bailoteaban. Ya estaban en el área rural, y Birgit y Anders todavía viajaban acurrucados y en silencio, cuando el conductor habló.
–Profesor Bergman, quizá debería regresar a su país.
Anders no contestó.
–Bombardearon el sector del instituto. No creo que haya quedado nada.
Anders encontró la mirada del conductor en el espejo retrovisor. Asintió para manifestar su acuerdo. No podía haber quedado nada.
–Creo -continuó diciendo el hombre-, que las cosas empeorarán todavía más. Si yo no fuese alemán… si éste no fuese mi país, intentaría irme.
–Quizá -reconoció Anders. Pero sabía que aún no podía irse. Se preparaba un horror todavía mayor. Un horror que él debía impedir para frenar el avance de la locura.