Capítulo 1

F

Finley Price era idiota.

Miró la pantalla del ordenador con la boca seca al tiempo que se rascaba, sin prestar atención, las pequeñas cicatrices redondeadas que tenía en el hombro derecho. El título «Solicitud para jóvenes para el Teatro Mansfield» se burlaba de ella en negrita, como si supiera que no merecía la plaza. Como si supiera que era una tonta por el simple hecho de pedirla.

Y sin embargo, ahí estaba, con la mano sobre el ratón. Como una idiota. Seguramente no le haría ningún daño responder una pregunta más. No tenía por qué enviar la solicitud.

«Pues responde a algo ya.» Pero la mancha de un rotulador fosforescente captó su atención en el escritorio. Rascó en un intento de borrar la raya naranja. Mmm. Estaba complicada la cosa. Frunció el ceño, se llevó el pulgar a la lengua y volvió a intentarlo.

¡Hecho!

Se acomodó en la silla y se estiró. Al bostezar le crujió la mandíbula. Puso una mueca y volvió a erguirse.

«¿Cómo vas a solicitar plaza? —se preguntó con la voz de Nora muy presente en la mente—. ¿Así es como les agradeces a los Bertram que te hayan acogido, olvidando todo lo que les debes para perseguir un sueño infantil? ¿Es que ya te has olvidado de cómo te salvaron?»

Se masajeó la mandíbula, justo debajo de la oreja. «No —pensó—. No se me ha olvidado.»

Estaba a punto de apagar el ordenador cuando la particular forma de llamar a la puerta de Oliver la interrumpió. Exhaló un suspiro y apartó la silla de la mesa.

—Entra.

La puerta se abrió y el hijo de sus padrinos apareció con una camiseta de Pac-Man que dejaba muy claro que había empezado a levantar pesas. El pelo castaño claro de Oliver estaba más alborotado que de costumbre. No pudo evitar esbozar una sonrisa cuando lo vio.

—Hola, Fin. Solo quería... Un momento, ¿esa es tu solicitud para Mansfield? —Oliver atravesó la habitación con la vista fija en la pantalla—. ¿Aún no la has rellenado?

—Tengo de plazo hasta abril —respondió al tiempo que él se arrodillaba a su lado. Olía a desodorante y... ¿eso era colonia? En cualquier caso, olía bien. Más masculino que de costumbre, pero muy bien—. Todavía me quedan un par de meses.

—Querrás decir que te quedan un par de meses para convencerte de que no la mereces. —Le dio un golpecito con el hombro—. ¿No?

Finley dejó escapar un gruñido. Se apartó de la mesa y empezó a dar vueltas en la silla con la mirada fija en los pósteres enmarcados, las cámaras de vídeo antiguas y los numerosos carteles publicitarios que lucían en la estantería. Cuando dio la vuelta completa, Oliver agarró el reposabrazos con firmeza y la detuvo. Ella frunció el ceño.

—Oliver, aún no se lo he preguntado a tus padres, y de todas formas, no sé si tu madre podría prescindir de mí. Mansfield me robaría mucho tiempo, así que, la verdad, no debería pensar...

—¿En ti, para variar?, ¿en tu futuro? Fin, mi madre será la primera persona que te anime a hacerlo.

Oliver negó con la cabeza. No entendía lo que era tener una deuda como la que ella mantenía con sus padres.

—Últimamente se encuentra muy mal, Ollie. Depende completamente de mí.

La tensión en la mandíbula de Oliver le dio a entender que estaba molesto.

—Entonces depende demasiado de ti. Y no me lo discutas —continuó antes de darle tiempo a protestar. Se inclinó para escribir por encima de ella y le dio con el brazo a la lámpara retro confeccionada con rollos de carrete—. Vale, vamos a empezar con este apartado: «curso en otoño». ¿En serio? T-e-r-c-e-r-o. Siguiente: «nacionalidad». A ver... No está la opción de mitad brasileña mitad irlandesa, ¿pongo brasileña?

Finley le apartó el brazo.

—Ja ja.

—Muy bien, de acuerdo —prosiguió Oliver—. «Los ámbitos del teatro profesional que más le interesa estudiar...» Oh, esta es difícil. ¿Por qué no tienen la opción de «ninguna» o «yo sé más que ustedes sobre esto»? Supongo que tendremos que elegir...

Marcó las casillas «dirección», «producción» y «análisis y crítica de la obra».

—¿Cómo sabes que eso es lo que quiero? —exclamó Finley.

Arqueó las cejas encima de los ojos del color del cielo.

—¿Será porque he visto seis coma cuatro millones de obras y películas contigo en los últimos dos años?

—Puede —respondió ella con una sonrisa.

Aunque Oliver era casi dos años mayor que ella, se habían llevado muy bien de pequeños, y cuando se mudó con la familia de él, su relación se estrechó aún más.

—Exacto. Sé de lo que hablo, Fin.

Mientras él seguía con la solicitud, Finley levantó las piernas y apoyó la barbilla sobre ellas. Se agarró el dobladillo de los jeans, que le quedaban demasiado largos, y lo observó. Ahí estaba, tan relajado y seguro de sí mismo.

—¡Vaya! Al fin una pregunta que ya has rellenado. «¿Por qué cree importante que los estudiantes de instituto se familiaricen con el teatro?» —recitó, y vio cómo a ella se le iluminaba el rostro al leer la contestación.

Se le detuvo el corazón. Estaba leyendo su respuesta.

—¡Para! —Intentó arrebatarle el portátil.

Oliver se puso en pie de un salto y levantó el ordenador por encima de la cabeza. Miró hacia arriba y continuó leyendo, a pesar de que ella daba brincos para quitárselo.

—¡Eh, Fin, vamos, para! ¡Está muy bien! «El teatro nos permite...» ¿Me quieres dejar que acabe? Fin, por favor, así no puedo leer... —Oliver acomodó la pantalla frente a su cara—. «Nos permite experimentar emociones de toda una vida que en realidad no hemos vivido. Con Antígona advertimos la lealtad feroz hacia la familia que trasciende a toda razón y supervivencia. Con Camelot sufrimos el dolor de un amor desafortunado que nunca hemos...»

Finley se subió a la silla giratoria, le arrancó el ordenador de las manos y lo cerró.

—¡Eh, que estaba leyendo!

—No puedes entrar y leer mis respuestas como si nada, tontorrón. ¡Es algo privado!

Oliver le sonrió y la ayudó a bajar de la silla antes de dejarse caer en la cama.

—Pero si son buenas, Fin. Francamente buenas. Lo vas a conseguir. Ya verás.

La aludida se ruborizó.

—Lo dudo mucho. Es el programa más competitivo de Chicago. —El pelo rizado y negro le cayó en cascada delante de la cara cuando se sentó en la silla con las piernas cruzadas—. Pero sería increíble. ¡Tener la oportunidad de hacer una producción con algunos de los mejores actores del gremio! ¡Que me den clase los directores ganadores de los Premios Tony! —Exhaló un suspiro.

—¿Vas a mencionar a tu padre? —le preguntó Oliver, y ella sacudió la cabeza—. ¡Vamos! ¿No crees que se darán cuenta, Finley Price? Por si el apellido no fuera suficiente, te recuerdo que eres un calco de él, pero en chica.

Finley se quedó mirando el cartel de una película de su padre que colgaba encima de la cama; tan guapo, tan vibrante, con esa mirada tan intensa y amable. Daría cualquier cosa por convertirse en la mitad de lo que él había sido.

—No. No lo soy —replicó—. Además, su apellido cuando actuaba allí era Peres. Así que dudo mucho que nos relacionen.

Pedeez —repitió él, mejorando la pronunciación—. Qué mierda que tu padre tuviera que cambiarse el apellido para trabajar en Hollywood, ¿no?

La sonrisa de Finley se desvaneció.

—Si hubiera sido el apellido lo único que perdió por culpa de Hollywood, todo habría sido más fácil.

Oliver se puso serio. Se inclinó hacia delante, con los codos apoyados en las rodillas, y la tomó de la mano.

—Lo siento. No me refería a...

Finley negó con la cabeza y se concentró para que no le temblaran las manos.

—No pasa nada. Además, no sé quién lo presionó más para que cambiara de apellido, si Hollywood o mi madre. A ella le encanta lo exótico, no lo étnico. —Sonrió con ironía y soltó de repente la mano de Oliver, poniéndose bien la manga del brazo derecho.

Odiaba hablar de su madre. Odiaba pensar en quién se había convertido. Odiaba recordar lo que había hecho. Le entró un escalofrío y contempló las manos entrelazadas de Oliver. Se volvía a morder la uña del pulgar hasta la zona de la carne.

—¿Sabes? —dijo Finley—. Si sigues mordiéndote así las uñas, nunca vas a alcanzar tu sueño de convertirte en modelo de manos.

El chico puso cara de asombro y se llevó ambas manos a la boca en una expresión de horror.

—¡No me digas eso! ¿Tú crees?

Finley se rio y después entornó los ojos.

—Quédate quieto, tienes una pestaña justo debajo del ojo. Espera... Aquí. —Ella se señaló la cara como si fuera un reflejo en el espejo.

Oliver se pasó una mano torpemente por el rostro.

—¿Ya? —dijo, pero ella negó con la cabeza, y él volvió a pasársela—. ¿Ya?

Se llevó nuevamente las manos a la mejilla y Finley soltó una risita.

—¡Pero si ni siquiera lo estás intentando! Ahora creo que te la has metido en el ojo.

—Quítamela tú, por favor.

—¿Yo? No pienso hacerlo.

—Venga, Fin... Quítame esa pestaña antes de que me arañe la córnea y me quede ciego.

—¿Ciego? Déjate de bromas.

Oliver hizo amago de levantarse, con un ojo cerrado.

—Muy bien, si quieres ser la responsable de mi inminente ceguera...

Finley lo agarró del brazo y volvió a sentarlo en la cama.

—Dios... De acuerdo. Quédate quieto. —Finley respiró lentamente y se aproximó al ojo de Oliver. Él los abrió más, pero en lugar de desviar la pupila hacia arriba, la miró directamente a los ojos. Cuando ella le tocó el párpado, se sorprendió de la calidez de su rostro—. Oh, ya la veo. La tienes en las pestañas inferiores. No te muevas. Un momento... Ya, la tengo.

Se apartó y sostuvo la pestaña justo delante de la boca de Oliver, como si se la ofreciera. Después se fijó en su expresión. Parecía... embobado.

—Ollie, ¿estás bien? Sólo ha sido una pestaña.

* * *

O

Oliver parpadeó.

—Hey, ¿estás bien? —repitió Finley.

Fijó la vista en el delicado dedo que sostenía la pestaña frente a su cara.

—Sí, sí, perfectamente —mintió.

El ceño fruncido de Finley se suavizó. «Por supuesto que te cree —pensó Oliver—. Ella confía en ti.»

—Pues entonces pide un deseo. —Finley balanceó el dedo con una sonrisa.

Oliver observó las veintisiete pecas que salpicaban el rostro de ella y después los enormes ojos oscuros. Estaba a punto de soplar la pestaña cuando alguien llamó a la puerta. Ella se echó hacia atrás y dejó caer la mano. Antes de que le diera tiempo a decir nada, la puerta se abrió y entró atropelladamente la hermana pequeña de Oliver, Juliette; su novio, Raleigh, andaba pesadamente detrás de ella.

Juliette estaba en tercero, era un año menor que Oliver y una de las chicas más populares del instituto. Con todo el tiempo que perdía tiñéndose perfectamente el pelo de rubio y poniéndose el tono idóneo de bronceado en la cara, resultaba sencillo olvidarse de lo brillante y calculadora que era; lo bastante como para difundir una serie de rumores sobre las vacaciones de Navidad que hicieron que Raleigh rompiera con su novia de toda la vida justo antes de empezar el nuevo semestre. Raleigh Rushworth, que estaba en el último curso del instituto y era el capitán del equipo de béisbol, ya contaba con cierto atractivo, pero además su padre era senador, de manera que no solo era uno de los chicos más ricos de su —ya de por sí— instituto para ricos, sino también el más famoso. Así pues, cuando Juliette se sentó a su lado el primer día en la única clase avanzada a la que él asistía (Política Estadounidense), en fin, ese día consiguió a su hombre.

Pero... qué pena que fuera idiota.

—Menuda habitación más estupenda. Además, está muy limpia, ¿no? —comentó Raleigh boquiabierto, como si estuviera recitando un monólogo interior. Miró los pósteres de Broadway y Hollywood y siguió fijándose en otros tantos, entre ellos, el del padre de Finley—. ¡Uf, estás un poco obsesionada con ese tal Gabriel Price!, ¿no crees? Mi madre también estaba loca por él. Me obligó a ver un documental suyo después de su muerte, ¿sabes? Eeeh... ¿cómo se llamaba?

Juliette esbozó una sonrisa llena de superioridad.

—«De los Globos de Oro a las sondas espaciales: la historia de Gabriel Price.»

Oliver apretó la mandíbula; le dieron ganas de estrangular a su hermana. O mejor aún, de encerrarla para siempre.

El padre de Oliver era muy protector con Finley; en realidad, más protector que cariñoso. Decía que era porque él y el señor Price fueron amigos íntimos desde prácticamente el primer día en la universidad de Chicago. Dos jóvenes que venían de partes opuestas del mundo, unidos por el sistema aleatorio encargado de determinar las parejas que compartirán habitación. Pero Oliver sabía que no era por eso, al menos no enteramente. Estaba casi seguro de que era por culpa de la horrible esposa y madre en la que se había convertido la señora Price. Cuando los padres de Oliver comenzaron a salir, conocieron a los padres de Finley. Pero se suponía que el señor Price se tenía que enamorar de otra mujer: de la tía Nora, no de la madre de Finley.

Si él y la tía Nora hubieran acabado juntos, Finley habría sido su prima...

Oliver se estremeció. «Necesito una ducha fría.»

Raleigh chasqueó los dedos para sacar a Oliver de su ensimismamiento.

—¡Eso! ¿Cómo lo sabías, Jules?

Juliette se encogió de hombros. Ella era la única persona que quería mantener la identidad del padre de Finley tan secreta como su propia hija. Esta última, porque no quería que la gente la tratara de forma diferente por ello, y Juliette lo hacía porque no quería que Finley se volviera más popular que ella.

Por suerte, Finley no estaba prestando atención a Juliette. Simplemente le dedicó una mirada escéptica a Oliver y después hizo un gesto en dirección a Raleigh. El chico seguía con su tema, examinando los carteles.

—Ni siquiera había oído hablar de la mayoría de estas películas. Arizona Baby, Very important perros, La ventana indiscreta —enumeró Raleigh—. Oh, sí. Esta es de Alfred Hitchcock, ¿no? Esa me gustó.

Oliver miró a Finley, cuya expresión era un libro abierto. Sabía exactamente qué era lo que atravesaba su mente. Quería darle una respuesta sarcástica, pero, por el modo en que tenía el brazo cruzado delante del cuerpo y se rascaba el hombro derecho, parecía demasiado vulnerable. Probablemente no sirviera de mucha ayuda que, con sus dos metros de altura, Raleigh le sacara casi medio metro.

—¿Te gusta Alfred Hitchcock? —le preguntó Oliver.

Raleigh resopló.

—Me gusta su nombre. Hitch-cock... —lo pronunció lentamente—. Es asombroso.

Oliver captó la mirada de Finley de «¿lo dice en serio?» al tiempo que Juliette le pedía a su novio, con un codazo, que madurara de una vez.

—Debe de encantarte el cine, ¿no? —le dijo Raleigh a Finley.

Esta frunció el ceño.

—Sí. Bueno, es... complicado.

Pero el joven ni la escuchó siquiera y siguió en su mundo.

—Juliette, ¿por qué no tienes tú carteles de hombres gordos como El Padrino en tu habitación, en lugar de chicos como Harlan Crawford?

Su novia puso los ojos en blanco.

—No quiero volver a hablar de este tema, Raleigh. Además, Harlan Crawford salía en dos de esas películas de Gabriel Price que Fin tiene en la pared.

—Sí, pero de pequeño, no sin camiseta y con algo parecido a mantequilla derretida en los abdominales —se quejó su novio.

Finley miró a Oliver y articuló discretamente «¡mantequilla derretida!» con los labios. El chico reprimió una carcajada.

—Da igual, Raleigh —concluyó Juliette. Se volvió hacia su hermano, que seguía sin poder ocultar la sonrisita. Entornó los ojos y se rascó la cara con el dedo corazón—. Mira, empollón, yo solo he venido porque la tía Nora está abajo. Ha venido a decirle algo a papá sobre el bufete. Así que... vamos. Y tú también, Fin.

Cuando la pareja salió de la habitación, Finley se acercó a Oliver.

—¿Crees que Raleigh sabe que El Padrino no es el nombre verdadero de Marlon Brando?

Oliver soltó una carcajada y se levantó. Sabía que no debía, pero le tendió una mano para ayudarla a levantarse, y le dio un vuelco el corazón cuando ella la tomó con firmeza.

—Claro que no —dijo él—. Pero lo más importante de todo: ¿crees que Marlon Brando se ponía mantequilla en los abdominales?

Finley resopló.

—¿A cuál te refieres: al Brando delgado o al Brando gordo?

Oliver fingió pensar detenidamente en ello.

—A los dos.

—¡Claro! —indicó ella, volviendo a reír mientras se dirigía a la puerta. Entonces se detuvo y se dio la vuelta. La sonrisa se había esfumado y lo miró suplicante con esos ojos marrón chocolate—. ¿Me prometes que no me dejarás sola con Nora?

El chico asintió.

—Te lo prometo. Pero te recuerdo que ella no puede hacerte sentir mal si tú no se lo permites, ¿entendido?

—Lo sé. Pero si tú estás conmigo, seguro que no podrá —le dijo, dándole un apretón en la mano. Se dio la vuelta y salió corriendo de la habitación.

Esas palabras dejaron paralizado a Oliver. La chispa se había atenuado con la aparición de Juliette y Raleigh, y la presencia de su tía seguramente extinguiría lo que quedaba de ella. Odiaba lo frágil que se mostraba con ellos. Era mucho más fuerte de lo que pensaba, y se sentía orgulloso de haber sacado a relucir ese lado suyo, de haberse ganado su confianza, no protegiéndola, sino animándola, retándola. Pero casi se había cargado toda esa confianza que había conseguido con los años por culpa de aquella estúpida pestaña.