Capítulo 4

MOIRA no tuvo tiempo de reaccionar, ni de pensar antes de que los labios de Wynthrope tocaran los suyos.

Él la tomó totalmente por sorpresa. Todos los músculos de su cuerpo se tensaron ante la inesperada y excitante posesión de su boca. Sus labios eran suaves y cálidos, y mucho más hambrientos de lo que ella nunca hubiera imaginado. Sabía dulce y salado, su barbilla era suave y sólo notaba una pequeña aspereza cuando se rozaba con la de ella. El aire de la noche era frío, incluso helado, pero el calor que emanaba de él envolvía a Moira y le derretía los huesos. Sus labios insistieron. Ella separó los suyos. Millones de sensaciones la asaltaron cuando su lengua empezó a saborearla. Después de tantos años de espera, preguntándoselo, ahora sabía lo que era un beso de verdad. Otros labios la habían rozado, pero ningunos como ésos. Nunca un hombre le había hecho desear apretarse contra él. Nunca había querido acariciarle el pelo y agarrarle la cabeza para que no pudiera escaparse. Nunca había deseado más que un beso.

En ese precioso y breve instante, quería todo lo que Wynthrope Ryland pudiera ofrecerle.

Fue él quien rompió el contacto entre los labios. Con la respiración entrecortada formando nubéculas en la fría oscuridad, Wynthrope apoyó la frente en la de ella. Sentir su piel contra la suya era casi tan bonito como el tacto de sus labios y Moira tuvo que resistirse a la tentación de frotarse contra él como un gato afectuoso.

Suavemente, las manos de él le acariciaron los brazos para darle calor antes de que se congelara.

—Ve adentro —le murmuró con voz seductora.

A Moira el corazón le dio un vuelco.

—¿No te ha gustado?

¿Fue un gruñido lo que salió de su garganta? Fuera lo que fuese hizo que a Moira se le erizara el vello.

—Me ha gustado demasiado —fue su respuesta, y levantó la cabeza con la mirada tan oscura como la noche—. No quiero que seas objeto de chismorreos.

Moira miró a su alrededor. No vio a nadie en el balcón, pero la luz de las lámparas del salón sólo iluminaba hasta unos pocos metros de donde estaban ellos. Estaban solos y ella no quería irse.

—Nadie nos está mirando.

—No que tú sepas. —Su cuidado era tan encantador como enervante—. Ahora mismo sólo soy culpable de haberte robado un beso. Si te quedas más tiempo, cogeré mucho más, te lo aseguro.

Sus palabras deberían haberla hecho salir corriendo para proteger sus secretos y el recuerdo de Anthony, pero no lo hicieron. En lugar de eso, la voz de él hizo que se formara un extraño e insistente calor en el abdomen. Moira apretó las piernas para controlar esa sensación, pero eso sólo lo empeoró. Quizá ella tuviese miedo de entregar su virginidad a aquel hombre, pero todo su cuerpo lo deseaba tanto como una flor busca el sol.

Ella no se movió y él la miró intrigado.

—Para ser una mujer que tiene fama de ser fría y distante, es usted una gran seductora, lady Aubourn.

¿Seductora? ¿Ella? ¡Debía de estar de broma! Pero no. Esa dureza que se estaba apretando con fuerza contra sus muslos no era ninguna broma. Ese beso lo había excitado tanto como a ella. Era sorprendente saber que podía excitarlo hasta ese punto.

Moira dio un paso atrás y permitió que el aire de la noche circulara entre ellos. El frío no logró calmar su tormento. Sólo hizo que sus pezones se endurecieran aún más y que el escalofrío de su espalda se intensificara.

—¿Mejor así, señor Ryland?

Movió la cabeza y levantó la vista.

—No lo sé. Dudo entre darle las gracias o besarla de nuevo.

El calor inundó las mejillas de Moira.

—Tal vez deberíamos regresar al baile.

—Ve tú. Si yo regreso ahora, seguro que vamos a dar mucho que hablar.

Él, por supuesto, se refería a su erección. Moira suponía que debería escandalizarse por su propio comportamiento y el de él, pero no lo hizo. Tampoco podía encontrar ninguna razón que le hiciera dudar de la atracción que él sentía hacia ella. Por ahora, lo único que tenía que hacer era asumir que aquel hombre glorioso quería tocarla y besarla. Qué pensamiento tan extraño y maravilloso.

Afirmó con la cabeza y se dirigió hacia las puertas, pero la curiosidad y la inseguridad la obligaron a preguntar.

—¿Te veré dentro?

Él le sonrió de aquel modo tan seductor.

—Mi querida dama, tengo toda la intención de convertirme en tu sombra.

Por todos los cielos. ¿Lo decía en serio? ¿Cómo planeaba evitar los chismes si iba a estar cerca de ella toda la noche?

Despacio, el frío de la noche empezó a calarle en los huesos y Moira decidió volver al cálido salón. Los candelabros brillaban por encima de su cabeza, el ruido inundó sus oídos. Miles de voces disputaban por hacerse oír por encima de la música de la orquesta. Un aroma llegó a su olfato, mezclado con olor a canela. Su estómago protestó. Debería haber cenado algo antes. ¿Alguien se daría cuenta si iba a la otra habitación y comía algún sándwich de los que dejaban preparados para quien tuviera hambre?

Incapaz de ignorar por más tiempo su sonoro estómago, atravesó la multitud y se dirigió hacia los sándwiches de pepino que la estaban esperando. La boca se le hacía agua. Nadie se había dado cuenta de su ausencia.

Bueno, casi nadie.

—¿Dónde has estado? —preguntó Minerva cogiéndola del brazo—. Estás helada.

Moira movió la mano quitándole importancia al tema.

—Estoy bien.

Su hermana empezó a hablar sobre alguna tontería, Moira no la estaba escuchando. Su mente había vuelto al balcón, con Wynthrope. Volvía a estar en sus brazos, sus apetecibles labios volvían a besarla...

—¿Moira?

—¿Qué? —Moira parpadeó y miró a ambos lados.

Los ojos de su hermana se abrieron asombrados.

—¿Qué te pasa? No has escuchado ni una palabra de lo que te he dicho.

Moira sonrió. Pobre Minnie, ¿estaba de verdad preocupada o sólo tenía miedo de que el extraño comportamiento de Moira afectara a su reputación?

—Lo siento, querida. He salido a tomar el aire y he cogido un poco de frío. Nada que una copa de vino caliente no pueda arreglar.

—Permítame que vaya a buscárselo, lady Aubourn.

Todo el calor que le faltaba al cuerpo de Moira hizo acto de presencia de repente al oír la voz de él. Hacía sólo diez minutos que lo había dejado en el balcón, y estaba tan contenta de verlo como si hiciera más de dos semanas que no coincidían.

Ella levantó la vista hacia su cara y se sorprendió de lo calmada que consiguió sonar.

—Sería muy amable por su parte, señor Ryland. Gracias.

Su sonrisa le dijo que no estaba siendo amable. Él quería hacer todo lo que estuviera a su alcance para que ella estuviera en deuda con él. Viajaría a la India a por seda si ella quería, con el único objetivo de que ella debiera darle algo a cambio. A lo mejor valdría la pena pedirle algo realmente escandaloso para ver qué solicitaría él en contrapartida.

A pesar de lo que hubiera entre ellos, Wynthrope seguía siendo un caballero, y así lo demostró con sus atenciones hacia Minerva.

—Señorita Banning, ¿quiere que le traiga algún refresco?

Minnie negó con la cabeza y sus rizos se movieron cerca de sus mejillas. La pobre parecía totalmente escandalizada.

—No, gracias, señor Ryland.

Él inclinó la cabeza hacia ambas, sonrió de nuevo a Moira, que se sonrojó una vez más, y se adentró entre los bailarines.

Minnie se volvió hacia ella con la boca abierta de par en par y la miró sorprendida y un poco resentida.

—¿Cómo lo has hecho?

—¿El qué? —Moira levantó las cejas.

Su hermana la miró como si fuera idiota.

—¡Atrapar así a Wynthrope Ryland, eso!

—Baja la voz —susurró Moira, y cogió a su hermana del brazo para tenerla más cerca—. Yo no he atrapado a nadie.

Minnie apretó los labios.

—Hmpf. Tú no puedes mentirme, Moira. Ese hombre te mira como si quisiera cubrirte de azúcar y comerte de postre. Ahora dime, ¿cómo te las has ingeniado para conseguir algo que tantas mujeres han intentado antes sin éxito?

¿Cubrirla de azúcar? Pegajoso, pero no parecía nada desagradable. ¿Qué tenía ella que todo el mundo la comparaba con comida? Sabía que ya no estaba gorda, sino todo lo contrario. Quizá no había conseguido disimular tan bien como pensaba que era golosa.

—No he hecho nada —contestó. No era mentira. Ella no había hecho nada, excepto devolverle el beso, pero no iba a contárselo a su hermana.

—¿Ya te ha besado?

—¡Minerva! —Moira miró a su alrededor para asegurarse de que nadie estaba escuchando—. ¡Eso es totalmente impropio de ti y además no es de tu incumbencia!

Con los ojos completamente abiertos, Minerva se tapó las risas con la mano. Toda la envidia había desaparecido y había sido sustituida por la curiosidad.

—¡Lo ha hecho! ¿Cómo ha sido? ¿Es tan delicioso como aparenta?

Moira habría estrangulado gustosa a su hermana si no fuera porque estaban completamente rodeadas de gente y las manos no dejaban de temblarle. ¿Cómo podía ser tan transparente?

—Estoy tan celosa —admitió Minnie sonriendo y moviendo la cabeza—. Has capturado la atención de uno de los hombres que yo consideraba un desafío.

Oh, qué joven y estúpida era.

—No todos los hombres que son un desafío merecen la pena, Minnie.

Su hermana enarcó una ceja.

—Creo que no te refieres al señor Ryland cuando dices eso. Claro que para ti él no ha sido ningún desafío, ¿no? Está bien, ya que tú lo has atrapado, deberé buscar a otro con el que entretenerme. ¿Qué te parece sir David?

—¿Yorke, el barón? —Moira inclinó la cabeza—. Un joven muy amable y de buena familia. Nunca he oído nada malo sobre él.

—Así que crees que es aburrido.

—No, creo que es el tipo de caballero que te trataría bien. Eso o ha sido lo bastante listo como para que nunca lo pillaran haciendo nada malo.

La sorpresa que iluminó el rostro de Minnie hizo sonreír a Moira.

—¿Por qué no lo averiguas por ti misma?

—Creo que lo haré. —Con un suave movimiento de faldas, Minnie se dirigió hacia el discreto barón. Pobre chico.

—Espero que tu hermana no se haya ido por mi culpa.

La sonrisa de Moira se volvió más comedida al mirar aquellos ojos azul oscuro, casi negros. Aunque pareciera imposible, era aún más guapo bajo la luz de las velas que bajo la luz de la luna.

—Mi hermana nunca hace nada a causa de nadie, pero gracias por su interés.

Él ladeó la cabeza.

—¿Interés? Difícilmente. Sólo estaba siendo educado. La verdad es que me alegra que se haya ido. Así no tengo que compartirte.

Ella debería reñirle por eso, al fin y al cabo estaba hablando de su hermana, pero Moira no podía hacer nada más aparte de mirarlo.

—Su vino caliente, milady.

Ella aceptó la delicada copa de cristal que él le ofrecía y pudo sentir el calor de la bebida a través de la seda de sus guantes. El olor a canela del vino llenaba sus sentidos y cerró los ojos para disfrutarlo mejor.

Él la miró con intensidad.

—Siempre que estamos juntos, me hace sentir envidia de su comida, lady Aubourn.

—¿Le estoy prestando más atención a la bebida que a usted, señor Ryland? —¿Estaba flirteando? Aquella sonrisa parecía sin duda característica de un flirteo.

Él se acercó aún más. Ella podía oler el suave y especiado aroma de su colonia.

—Quizá, pero lo que envidio es que esta noche ella acariciará sus labios muchas más veces que yo.

¡Oh! Volvía a sentir escalofríos por todo el cuerpo.

—Pero no con tanta intensidad, señor. —Eso sí que era flirtear. Era extraño que ella nunca hubiera sabido cómo hacerlo y que Wynthrope Ryland lograra que le saliera de un modo tan natural.

Sus ojos cambiaron de color mientras la miraba. Ella creía que no podían oscurecerse más pero lo hicieron. Una misteriosa luz parecía resplandecer en ellos, brillar dentro de aquella mirada inescrutable.

¿Cuántas capas tenía aquel hombre? La mayoría de las personas eran lo que aparentaban ser, pero no Wynthrope Ryland. Él flirteaba como si fuera el único gallo del corral, pero ése no era su yo auténtico. A pesar de tener mucha más experiencia, él estaba tan afectado como ella por su juego.

—Quiero volver a besarte.

Su voz era suave como la miel y provocaba que a ella se le hiciera la boca agua. Moira apartó la mirada.

—No hables así. Alguien podría oírte.

—Y tú tienes una reputación que mantener.

¿Escondía una burla su voz aterciopelada? Ella levantó la vista y se enfrentó a él directamente.

—No estoy acostumbrada a las atenciones de un caballero, señor Ryland, pero sé que sus insinuaciones pueden hacerme más mal que bien si los chismosos deciden tomarla conmigo.

Él inclinó la cabeza hacia la izquierda, como si estuviera pensando.

—Supongo que te refieres a que digan que te has convertido en mi amante.

—Ésa es una de las cosas que podrían decir.

Él parecía divertido y un poco intrigado.

—¿Y qué dirían de mí?

Ella se encogió de hombros y tomó un poco de vino.

—Nada. Usted es un hombre.

—Eso no es justo, ¿a que no?

—No —sonrió Moira a su pesar.

Un fingido suspiro de resignación salió de los labios de él.

—Entonces deberé esforzarme en causarte más bien que mal, ¿no?

¿Estaba hablando en serio? A menudo era difícil saberlo. Ella lo miró buscando alguna pista.

—Haz algo por mí. —El humor desapareció completamente de su rostro.

Eso podía ser problemático.

—¿Qué?

—Vuelve a tomar un sorbo de vino.

Una petición extraña, pero no había nada impropio en ella. Después de todo, él le había ido a buscar la bebida, era perfectamente lógico que quisiera que se la acabase.

Se acercó la copa a los labios y bebió un poco del dulce y tibio vino. Se estaba enfriando pero aún mantenía su sabor. El sabor especiado le inundó la boca y se deslizó por su garganta. Ella se lamió los labios para saborear hasta la última gota.

Wynthrope tenía la mirada fija en su boca. Cuando con la lengua se acarició los labios, él cerró los ojos y se le aceleró la respiración. Moira podía jurar que incluso le vio temblar.

Un calor sensual la inundó al recordar cómo momentos antes él le había dicho que envidiaba al vino. Moira bebió un poco más para aliviar su repentina sequedad de garganta.

—Ya he acabado —susurró ella, y se maravilló al oír el tono ronco de su propia voz.

Él levantó los párpados lentamente y la miró a través de un fino velo de deseo.

—¿Quieres otra?

Sí, quería. Su cabeza ya empezaba a notar los efectos de aquella primera copa, y el modo en que él la estaba mirando no le ayudaba a despejarse.

—¿Quizá podríamos compartir una copa? —Era la sugerencia más atrevida que había hecho en toda su vida, e implicaba mucho más de lo que ella podía decir.

A él no le pasó inadvertida la implicación. Sus esculpidas mejillas se sonrojaron y Moira esperó a ver qué contestaba. Nunca antes le había dicho a un caballero que quería que su relación continuara, que le quería de un modo físico.

Su expresión era inescrutable.

—Estaba a punto de decirte que ya no queda más vino.

—Oh. —¿La estaba rechazando o simplemente le estaba diciendo la verdad? Ella no tenía bastante experiencia como para saberlo y estaba demasiado avergonzada como para hacer otra cosa que no fuera estar allí parada.

—¿Tienes vino en tu casa, Moira? —le preguntó él y dio un paso hacia ella para eliminar la distancia que los separaba, dando lugar a una intimidad del todo inapropiada.

Ella frunció el ceño, insegura ante su pregunta y maravillada por cómo sonaba su nombre en sus labios.

—Sí, la verdad es que sí. Siempre tengo en esta época del año.

—¿A qué hora quieres que vaya?

A Moira se le detuvo el corazón. Al cabo de unos instantes, volvió a latirle tan fuerte que pensó que le rompería las costillas.

—¿Ir?

Él la acarició con una mirada ardiente.

—A tu casa.

—¿Esta noche? —Apenas había logrado murmurar eso.

Él afirmó con la cabeza.

—Yo... —Dios, ¿qué podía hacer?

Los labios de él dibujaron una sonrisa burlona pero había vulnerabilidad en su mirada.

—Lo siento. He sobrepasado los límites. Buenas noches, lady Aubourn.

No. Él no podía volver al tratamiento de lady Aubourn después de haber utilizado su nombre. Ella no le permitiría apartarse como estaba intentando hacer.

—Wynthrope. —Gracias a Dios estaba lo bastante cerca como para no tener que levantar la voz.

Él se paró y ladeó la cabeza para mirarla por encima del hombro, de su ancho y perfectamente esculpido hombro.

—A las tres —dijo ella con la boca tan seca que apenas podía hablar—. Entra por el jardín.

Esta vez la sonrisa de él no era en absoluto burlona. Tampoco vulnerable. Era una sonrisa seductora, llena de promesas, promesas placenteras.

Wynthrope simplemente asintió con la cabeza y se fue dejando a Moira mirándolo y con un nudo en la garganta.

¿Qué había hecho? ¡Wynthrope Ryland iba a ir a su casa esa noche!

Y Moira tenía el presentimiento de que a ella le apetecería tomar algo más que vino.

Moira Tyndale vivía en una preciosa casa en el elegante barrio del West End. Era alta y delgada, como su dueña, con una fachada serena y con pocos adornos. Y si fuera posible que una casa tuviera sentimientos, ésta sería poco pretenciosa e insegura de sí misma. Sí, esa casa se asemejaba a su propietaria. Parecía tener personalidad, igual que la vizcondesa.

Las lámparas de la calle la iluminaban y la luz de la luna se reflejaba en la nieve que cubría las aceras. Wynthrope solía maldecir esa luna cuando cometía sus robos a escondidas, y tal vez también debería hacerlo ahora, pero en cuanto vio el jardín de Moira lo único que sintió fue gratitud.

Como era de esperar, en esa época del año no había flores, sino que de los tiestos colgaban estalactitas. Pálidas y fantasmagóricas estatuas cubiertas de musgo lo vigilaban en silencio. No era el jardín de una dama común. Aquel lugar era salvaje e indómito, incluso un poco siniestro a esas horas de la noche. Seguro que en verano estaba lleno de flores de todos los colores. Era sorprendente que una casa como aquélla pudiera albergar semejante jardín.

Le hacía preguntarse qué otros placeres escondía Moira.

Le había sorprendido mucho que ella se hubiera atrevido a invitarle a su casa a esas horas de la noche. ¿Quién se hubiese imaginado que la recatada y serena lady Aubourn pudiera ser tan atrevida? Todo lo que había oído sobre ella indicaba lo contrario, sin embargo, allí estaba él, delante de las puertas del jardín de su casa, sin atreverse a entrar.

La atracción que sentía hacia ella no era nada racional. Era salvaje e incontrolable y lo dejaba con la misma sensación que después de dar un golpe con éxito.

Ese sentimiento agudo y punzante debería ser motivo suficiente para que se fuera y regresara a la seguridad de su apartamento. Pero también fue lo que lo retuvo allí. Quería ver a Moira, necesitaba verla. Hacía apenas una hora que no tenía su cara ante los ojos y se moría de ganas de volver a verla. Anhelaba ver cómo el rostro de él se reflejaba en aquellos ojos de hada, aquella mirada limpia que no lo criticaba. Quería hablar con ella, escuchar lo que ella quisiera contarle, otro peligro.

Y quería besarla de nuevo. Lo quería por encima de todas las cosas.

Levantó el puño y golpeó suavemente la puerta. Debería haber llevado algo. Tal vez flores, o bombones. A las mujeres les gustaban las flores y el chocolate. A él le encantaría observar la cara de Moira al derretirse en su lengua el delicioso chocolate.

Ella no se había cambiado de ropa, sólo se había quitado las joyas. Estaba aún más guapa sin adornos. Su luz dorada resplandecía en medio de su cálido hogar. Él seguía escondido en la oscuridad, con la vasta noche tras su espalda.

—Pensé que no vendrías —dijo ella.

Él logró sonreír. Gracias a Dios que hacía frío y su embarazosa erección había desaparecido.

—Pensé que a lo mejor habrías cambiado de opinión.

—No lo he hecho —respondió ella.

—Quizá deberías.

Ella ni siquiera meditó durante un segundo su consejo antes de ofrecerle el suyo.

—Quizá deberías entrar antes de pillar un resfriado.

Moira se apartó de la puerta y le hizo un gesto para que entrara. Durante un horrible segundo, él se sintió como si estuviera atrapado en un sueño en el que intentaba correr y las piernas le pesaban toneladas. Por muy tentador que pareciera el interior, era incapaz de poner un pie delante del otro para cruzar aquel maravilloso umbral.

Y entonces, como por arte de magia, ya estaba dentro y ella cerraba la puerta a sus espaldas, atrapándoles y condenándoles a lo que les deparara el destino.

La habitación estaba pintada en tonos color aceituna, crema y dorados y la única luz provenía de las llamas de la chimenea. Las paredes estaban completamente cubiertas de estanterías llenas de libros, sólo interrumpidas por unas pinturas de ángeles. Pero los ángeles de Moira no eran dulces y serenos, sino vengadores, salvajes, eran ángeles con sed de sangre y alas blancas como el marfil o azules como el índigo. Algunos luchaban, otros estaban en estado de contemplación, y uno tenía la mirada desgarrada por el dolor mientras sostenía entre sus brazos a una mujer moribunda.

—Dios mío —murmuró Wynthrope acercándose más al cuadro—. Es precioso. —Entonces miró de cerca al ángel. Era Moira, más joven y más gordita, pero sin ninguna duda era ella. Con un poco más de peso parecía más dulce, pero en su rostro había una desgarradora tristeza.

—La mujer es mi tía Emily. —La voz de Moira le acarició el hombro—. Estábamos muy unidas.

De ahí la expresión del ángel de Moira. Él se volvió para poder disfrutar del original.

—Es precioso. ¿Eres tú la artista?

Ella se rió y le ofreció una pesada copa de cristal. Él se dio cuenta de que Moira evitaba mirar el cuadro. Quizá le daba vergüenza que alguien analizara su dolor tan de cerca. O quizá tenía miedo de que él pudiera ver su vulnerabilidad.

—No, por Dios. Lo pintó mi difunto marido. Él pintó todos mis ángeles.

El modo en que lo dijo, el apreciativo tono de su voz, hizo que Wynthrope sintiera una oleada de rabia y celos. Era evidente que el fallecido vizconde era un hombre con talento, pero además, era un hombre al que su viuda echaba mucho de menos. Wynthrope no sólo le envidió el talento, sino que también envidió ese sentimiento. ¿Hablaría alguien así de él cuando ya no estuviera?

Y sí, también tenía celos del vizconde. Celos de que su esposa pensara tanto en él y de que ella se atreviera a no esconder esa devoción. Le hizo desear no haber ido, le hizo sentir que era un canalla por haber llamado a su puerta con la esperanza de hacerle el amor allí mismo, bajo la vigilante mirada de sus torturados ángeles.

Él aceptó la copa que ella le ofrecía; vino caliente, tal como había prometido. Sentía el cristal tibio en sus manos y en sus dedos, la fragancia del vino era tan potente e invitadora como la mujer que se lo ofrecía.

—Gracias.

—Por favor, siéntate —dijo ella.

Tanta cordialidad. O ella no tenía ni idea de que había ido allí para seducirla o estaba jugando con él.

Wynthrope tomó un sorbo de vino y la siguió hasta el sofá. La bebida sabía tan bien como olía. Canela, clavo y el apreciable vino calmaron la amargura de su boca y dulcificaron su lengua. Era mucho, mucho mejor, que el que habían servido en la fiesta.

Moira se sentó en un extremo del sofá y se volvió un poco para poder mirarlo cuando él se sentara en la otra punta. Sólo que él no se sentó allí, sino que lo hizo justo a su lado, con la rodilla apoyada en el cojín que había junto a ella y rozando con su pantorrilla todo el muslo de ella.

Moira dio un respingo ante el contacto y lo miró enarcando las cejas, pero él no se intimidó ante aquella mirada de indignación. Podía ver cómo le latía frenéticamente el pulso en la base del cuello.

—El sofá es bastante grande para los dos como para que tenga que sentarse tan cerca, señor Ryland.

—Me llamo Wynthrope. —Le quitó la copa que ella sostenía entre los dedos y la depositó en la mesa, junto con la suya—. Y si me siento en el otro extremo del sofá no podré hacer esto.

Antes de que ella pudiera preguntar qué era «esto», él la cogió de la nuca con suavidad y la acercó hacia él. Cuando sus labios se encontraron, Wynthrope supo que había ganado el desafío. La boca de Moira se rindió ante sus ataques, su lengua saboreó la suya. Era obvio que no se oponía a sus avances. Ella lo deseaba casi tanto como él a ella; era imposible que lo deseara del mismo modo. Quizá cuando estuviera en su interior pudiera entender por qué ella parecía ver lo que su alma escondía. Tal vez, cuando se hubiera vaciado en ella, dejaría de sentir ese tormento, más intenso cuanto más cerca la tenía.

Su sabor era más potente que el del vino que notaba aún en sus labios. Ella era tibia, cálida, húmeda y caliente y él la abrazaba con fuerza, como si tuviera miedo de que se le escapara. Una de las manos de ella le acarició la pierna, y sus dedos le apretaron el músculo. No sabía dónde tenía la otra mano.

Despacio, Wynthrope subió una mano por su pierna izquierda mientras con la otra le acariciaba la nuca y tenía que contenerse para no quitarle las horquillas del cabello. Sentía su vestido suave al tacto bajo sus caricias, y podía sentir su calor, sus delicadas curvas, sus frágiles huesos cubiertos por la tela. Tenía las caderas redondeadas, el valle de su pequeña cintura, una hendidura que acababa en las costillas. Sus pechos eran más grandes de lo que había imaginado. Los acarició y se excitó al notar aquella plenitud entre sus dedos. Con el pulgar le dibujó el pezón. Sus labios atraparon el gemido de Moira cuando ésta se tensó. Inesperadamente, Wynthrope se detuvo.

Ah, allí estaba su otra maño. Cubriendo la suya, impidiendo que la deslizara por debajo del vestido. Para empeorar las cosas, ella también dejó de besarle. Wynthrope levantó la cabeza y la miró sorprendido ¿Había hecho algo malo?

Ella lo miró con algo muy parecido a la preocupación.

—No soy fácil de seducir, señor Ryland.

¿Fácil? No. Su comportamiento era casi virginal, pero eso no significaba que él tuviera que perder la esperanza. Después de todo, ella aún le cogía de la mano, y la mantenía en su cintura.

—Raramente no obtengo lo que deseo.

Ella lo miró y sonrió incrédula.

—Pobre hombre.

Si no fuera por la erección que le apretaba la ingle se habría reído de su sarcasmo.

—Te convencí de que me invitaras, ¿no es así?

—Está aquí porque yo lo permito, y si nuestra «amistad» se hace más íntima, será también porque yo lo permita. No porque usted lo desee.

Él le sonrió lleno de admiración, no podía evitarlo.

—Es usted más delgada de lo que parece, lady Aubourn.

Las palabras de ella no evitaron que él le acariciara la cintura.

Ahora era él el que la había sorprendido.

—¿Tiene alguna queja sobre mi aspecto, señor Ryland?

—Nada que unos pocos desayunos en la cama no puedan solucionar.

Su descarada insinuación fue recompensada con el sonrojo de sus mejillas.

—¿Cree usted que estoy demasiado delgada?

—Sí.

Ella lo miró completamente anonadada, pero a diferencia de muchas mujeres, no se sintió insultada.

—Es usted muy atrevido, señor.

¿No le reñía por sus insinuaciones sexuales pero sí por haber hecho un comentario sobre su peso? Las mujeres eran seres muy complicados.

—Lo soy, y creo que eso es precisamente lo que le gusta de mí, milady.

—¿Sólo eso? Seguro que hay algo más. Me imagino que tiene una lista completa de todo lo que las mujeres encuentran atractivo en usted.

Y ahora le estaba tomando el pelo. Genial. Qué diferente era en su casa. Qué diferente era con otra copa de vino. A él le encantaba esa faceta divertida y coqueta de ella. Moira no fingía, y no parecía que estuviera actuando contra su voluntad. Simplemente, no quería ir tan rápido como él, y aunque pareciera raro, él lo respetaba. Ella le hacía sentirse libre y joven, y hacía mucho tiempo que no conseguía quitarse el peso que llevaba sobre los hombros.

—No me importa ninguna mujer que no seas tú, Moira. Te lo advierto, te deseo y tengo toda la intención de conquistarte.

Ella se sonrojó aún más, pero no apartó la mirada.

—Vas a ver que no soy una presa fácil, Wynthrope.

Al menos ahora lo llamaba por su nombre.

—Nunca he podido resistirme a una batalla de ingenio. Acepto tu desafío.

Ella se puso seria. Él sintió cómo se alejaba, aunque su cuerpo no se hubiera movido.

—¿Están los libros de juego llenos de apuestas sobre nosotros dos?

Wynthrope sacudió la cabeza para despejarse, seguro que no lo había oído bien.

—¿Disculpa? —No podía haberla oído bien.

Finalmente, ella le apartó la mano de su cadera y se la soltó.

—Voy a ser franca; ¿me has prestado atención sólo para ganar una apuesta?

Si no fuera porque la idea era tan ridícula, él se sentiría ofendido.

—¿Tratas de ofenderme adrede o es sólo un defecto de tu carácter?

El sonrojo que la cubrió desde el cuello hasta la raíz de los cabellos fue magnífico.

—Prefiero ofenderte antes que hacer el ridículo otra vez.

—¿Otra vez?

Eso significaba que ya le había pasado antes. ¿Quién había osado ponerla en ridículo? Él quería cortarle la cabeza y servírsela en una bandeja de plata... y los huevos también.

Ahora ella sí que apartó la vista.

—Después de la muerte de mi marido, cuando aún estaba de luto, un caballero me ofreció su amistad. Creía que era un amigo. Me consoló mucho y confié en él. —Levantó la barbilla y lo miró a los ojos para que él pudiera deducir el resto.

—¿Él había hecho una apuesta sobre ti?

Moira afirmó con la cabeza.

—Él y sus colegas pensaron que sería divertido jugar con mis sentimientos. Con su amistad quería ganar la entrada a mi cama y quinientas libras.

A pesar de que quería apartar la vista, Wynthrope siguió mirándola a los ojos. Él sabía que ese tipo de cosas pasaban. Muchos hombres escribían estúpidas apuestas en los libros de juegos de White's y de otros clubes. Apuestas que iban desde cuándo iba a estornudar alguien hasta cuándo alguien iba a morir. También estaba bien visto apostar sobre mujeres.

Él no podía disculparse en nombre de todo su género, pero no todos los hombres eran unos canallas, y él no quería que ella pensara que él tenía que disculparse por algo.

—El único premio que quiero ganar eres tú.

Ella se incomodó.

—Sí, me lo imagino.

—No, no creo que puedas imaginártelo —contestó él—. Quiero mucho más que tu cuerpo. Te quiero a ti.

Ella frunció el entrecejo como si intentara entender sus palabras.

Si era necesario se lo deletrearía.

—Quiero mucho más que una noche en tu cama.

Ella abrió los ojos de par en par.

—¿Mucho más?

A Wynthrope se le puso la piel de gallina. ¿Qué demonios le estaba pasando? No tenía ni idea, pero se sentía tan bien que no iba a dejarlo.

—Mucho más. Todo lo que pueda obtener. No puedo hacerte promesas, ninguno de nosotros puede en este momento, pero sé que una noche no será suficiente para ninguno de los dos.

—Estás muy seguro de ti mismo.

—Sí. —¿Por qué negarlo si era cierto?— Pero también estoy muy seguro de ti.

Ella entrecerró un poco los ojos, como si intentara leerle la mente. Wynthrope le deseó suerte si quería entrar en su cabeza.

—¿Me juras que no te estás aprovechando de mí?

—Dame una Biblia y juraré sobre ella. Dame un papel y te lo pondré por escrito... te lo firmaré con mi sangre si quieres.

—Eso no será necesario —contestó ella con una extraña y serena expresión en el rostro que se reflejó en su sonrisa—. Confiaré en ti.

Por alguna razón, esas palabras lo emocionaron. No pudo distinguir si se asustó o se alegró.

—¿Así que vas a permitir que te seduzca?

Ella lo apartó con la mano cuando él intentó besarla de nuevo.

—Puedes intentarlo.

—Excelente —sonrió Wynthrope.

—Pero no esta noche. —Ella volvió a apartarlo y le sonrió como una madre sonríe a un niño, dulce, amable, sin posibilidad de oponerse a ella—. Ahora ya es hora de que te vayas.

No tenía sentido discutir y él no quería que ella se sintiera presionada. No quería que Moira se entregara a él porque sintiera que no tenía otra opción. Quería que ella lo deseara con todas sus fuerzas.

—De acuerdo. —Se levantó con ella—. ¿Cuándo volveré a verte?

—Dentro de dos días —contestó Moira—. Octavia y North vienen a cenar. Puedes acompañarnos.

Tener público no era exactamente lo que tenía en mente.

—Hasta entonces pues.

Y la besó, fue un beso breve e intenso que no le iba a bastar para aguantar hasta que volviera a verla.

Ella cerró la puerta tras él, y Wynthrope se quedó allí parado durante un minuto antes de que sus pies empezaran a moverse. Ahora hacía más frío, la nieve caía a toda velocidad sobre la hierba. Corrió por el jardín hasta donde le esperaba su carruaje. El cochero lo esperaba dentro, tal como Wynthrope le había indicado. No quería que se congelara mientras su patrón intentaba seducir a una mujer.

—A casa, John.

—Sí, señor.

Hubo un tiempo en que «casa» era la mansión Creed, donde él y sus hermanos habían crecido. Estaba en el respetable barrio de Mayfair y cerca de la casa de Moira. Ahora vivía en un apartamento alquilado en Grafton Street, algo que se ajustaba mucho más a su estado actual. Estaba lo bastante cerca de Mayfair para ser considerado adecuado pero lo bastante lejos como para poder hacer lo que quisiera. Era muy cómodo. Tenía un mayordomo que se ocupaba de todo y una señora que limpiaba una vez a la semana. Comía cuando quería y donde quería, normalmente en casa de North. Vivía como quería y seguía sus propias reglas. Muchos lo envidiaban.

Pero dejarían de hacerlo si supieran lo solo que se sentía a veces.

La lámpara del estudio estaba encendida. A Wynthrope se le detuvo el corazón. Tenía compañía.

—Hola, chaval.

Wynthrope cerró los ojos. Otra vez no.

—Tengo que cambiar los cerrojos.

—No hay cerrojo que se me resista.

—Ha habido al menos uno. El de una celda de Bow Street, por ejemplo.

Daniels ignoró su irónico comentario.

—Es un golpe rápido.

—No.

—Será una pena que los seguidores de tu hermano se enteren de cómo él te ayudó a escapar de Bow Street. Quizá los dos podáis compartir celda en Newgate. Puede que al marqués de Wynter no le guste mucho saber que su hermana se ha casado con el hermano de un sucio ladrón.

Daniels tenía razón.

—Debería matarte.

—Si dentro de media hora no he vuelto a casa, se entregará un paquete a Duncan Reed, en Bow Street, con todas las pruebas sobre tu pertenencia a mi banda, y sobre cómo Sheffield te encubrió. Y si intentas traicionarme de nuevo, me encargaré personalmente de arruinar a tu familia. Te lo juro.

Wynthrope apretó la mandíbula y miró al hombre que había sido su mentor, mientras luchaba por controlar el odio que sentía.

—Si hago eso, ¿te irás y no volverás nunca más?

Daniels afirmó con la cabeza.

—Quiero alejarme de Inglaterra tan pronto como me sea posible. No hace falta que te diga que aquí tengo más enemigos que amigos.

Eso era cierto. Daniels había delatado a muchos de sus socios de los bajos fondos. Haciéndolo había logrado escapar de la horca mientras otros ocupaban su lugar en ella. Wynthrope podía decirle que se largara y dejar que sus enemigos se hicieran cargo de él tarde o temprano, pero no podía soportar la idea de perjudicar a North y a Octavia.

—¿Qué debo hacer?

A Daniels se le iluminó el rostro.

—Apropiarte de una chuchería para mí, una tontería en realidad. Una diadema que pertenecía a una rica viuda. Seguro que tiene una docena.

Wynthrope asintió sin escuchar apenas.

—Supongo que vive en Mayfair, ¿no?

—Sí. En una casa que compró después de que su marido estirara la pata.

—¿Y sabes dónde guarda la diadema? —No podía creer que estuviera haciendo esas preguntas. El sentido común le dictaba que fuera a ver a North, pero no podía arriesgarse, no después de todo lo que su hermano ya había sacrificado por él. North querría ayudarle, pero ése era un riesgo que Wynthrope no estaba preparado para asumir.

—No. Vas a tener que buscarla. La dama en cuestión se mueve en círculos mucho más elevados que los míos, por eso te necesito.

Wynthrope ladeó la cabeza, su cara inexpresiva como el granito.

—¿Por qué haces esto?

—Digamos que me han ofrecido suficiente dinero como para que no tenga que volver a trabajar en toda mi vida.

Wynthrope tosió.

—Tú nunca has trabajado.

El hombre mayor sonrió y se le arrugaron los ojos.

—Bueno, no iba empezar ahora, ¿no?

Si no hubiera estado tan enfadado Wynthrope se habría reído.

—¿Así que yo hago todo el trabajo sin obtener nada a cambio?

—Proteger a tu familia.

Wynthrope afirmó con la cabeza, ya lo había decidido. Llevaba años sin robar nada, estaba convencido de que esa etapa de su vida ya había quedado atrás. Pero ahora se veía obligado a volver a ella, y una parte de él...

Una parte de él estaba excitada. No por el hecho de cometer un delito, sino por asumir un desafío. Para él lo importante siempre había sido el desafío.

—¿Quién es la viuda a la que se supone que voy a robar?

—Una vizcondesa —contestó Daniels—. Moira Tyndale, lady Aubourn.