Capítulo XVI

Y AHORA, ¡A MORIR!

DURANTE aquella tarde, el hombre de bronce anduvo por diferentes edificios de la fábrica. Estaba silencioso y grave, y no hizo ningún comentario sobre la muerte de Renny.

Los acontecimientos en la fábrica se sucedieron con velocidad desconcertante.

Otro centenar de hombres abandonó el trabajo... Un taller de laminado que se ocupaba en terminar un importante pedido del gobierno tuvo que cerrarse. Había algo que no funcionaba en aquella fórmula del T 3. El material de armamento resultaba deficiente.

Diez obreros más aparecieron con las motas rojas. No había falsedad en la expresión horrible de aquellos hombres. No formaban parte de una banda dispuestos a aprovecharse del pánico producido por la terrible enfermedad. Porque en realidad estaban locos, locos de atar.

Antes de ser capturados, mataron a dos docenas de obreros que trataron de impedir sus horribles hazañas en la calle principal de la ciudad. Sólo cuando los locos pudieron ser derribados a tiros cesó temporalmente el terror.

Pero dificultades de nuevo tipo surgieron bien pronto. Sucedió cuando el arrogante y dominador Leidenberg, director de la fábrica, cerró el resto de los talleres a las seis de aquella tarde.

Aunque centenares de hombres habían abandonado ya el trabajo por temor a la enfermedad de las motas y de la locura, otros querían continuar trabajando. No temían exponerse. Necesitaban dinero para mantener a sus familias.

Y por ello lucharon en las calles y asaltaron las puertas cerradas de la inmensa fábrica. Al anochecer, una multitud rondaba por la ciudad blandiendo antorchas y mazas. Buscaban a los que estuvieran atacados por la enfermedad. Una tentativa desesperada, homicida, se llevaba a cabo para extirpar la aterradora amenaza.

A la ciudad llegó la noticia de que otra de las fábricas de J. Henry Mason, en Pennsylvania, había cerrado también sus puertas. De algún modo la epidemia se abatió también en aquella región. Era una fábrica en la que la fórmula T 3 estaba también en uso y en la que se estaban fabricando arcos para puentes construidos por el estado.

Cuando cayó la noche, Doc Savage se encontraba en las oficinas generales de la gran fábrica. Se celebraba un consejo en el salón de la presidencia, al que asistían todos los altos empleados y les parientes ejecutivos de J. Henry Mason.

Incluso el obeso Walter Mason, el primo perezoso e indiferente de la bella Molly Mason, estaba presente. Al parecer, el gordinflón consideró que era de su interés saber finalmente qué ocurría.

Pero fueron el pequeño y rudo Willie Watt y el gigantón de Leidenberg, director, con su cabello grisáceo, quienes llevaron toda la discusión. Los demás apenas dejaron oír una o dos palabras.

El arrojado Willie Watt daba fuertes puñetazos sobre la mesa y gritaba:

—¡Idos todos al diablo! ¡Tenemos que mantener las fábricas abiertas! ¡La compañía iría a la quiebra si no fuera así!

Leidenberg, el director, se irguió, arrogante:

—¡Claro, y así moriremos todos! Repito que debemos cerrar. Yo perderé tanto como vosotros... y quizá más. ¡Pero eso es preferible a permitir que la locura se apodere de nosotros!

Mientras se desarrollaba la acalorada batalla de palabras alrededor de la mesa del consejo, un botones penetró en el salón y se dirigió silenciosamente al lado de Doc.

—Le llaman por teléfono, míster Savage. Es en la antesala, en la cabina telefónica.

El gigante de bronce salió silenciosamente del salón. Penetró en un locutorio con ventanas de cristal, descolgó el receptor y preguntó:

—¿Quién es?

—¿Eres tú, Doc? Aquí Renny —contestó la voz sonora.

Aunque parezca extraño, Doc Savage no mostró sorpresa alguna, y repuso con toda tranquilidad:

—Me lo figuraba, Renny.

—Así lo creí-dijo Renny. —Esta mañana noté, en uno de mis laboratorios, que mi anillo había desaparecido del bolsillo de mi chaqueta. Más tarde, unos intrusos se apoderaron de mí y me hicieron beber un líquido. Querían volverme loco, y cuando vieron que fracasaban, narcotizaron a un individuo de mi talla, más o menos, e hicieron correr el rumor de que me había vuelto loco.

—Sí-contestó Doc. Y luego continuó: —Quizá te haya salvado la cápsula que te di. La droga que usan es rara, pero el antídoto que empleé surtió el efecto previsto.

—¿Entonces tú conoces la causa de la locura? —Sí.

—Pero...

Doc prosiguió, con rapidez.

—La revelación de este misterio se acerca con paso acelerado. Ocurrirá esta noche debido a que el verdadero bandido se ve obligado a borrar todas las huellas que ha dejado lo antes posible.

El hombre de bronce indicó el último paradero conocido de Ham, Monk y Tink O'Neil y el sitio en que se hallaba el avión.

—Tú podrías intentar encontrarlos y volver a la fábrica lo antes posible.

—Pero ¿por qué aquí? —inquirió Renny.

—Porque tengo razones para creer que Pat se encuentra en las proximidades de la fábrica —terminó Doc.

Luego colgó el receptor y volvió tranquilamente al salón de sesiones. Los asistentes se levantaban en aquel preciso momento. La asamblea terminó con un voto en favor del cierre de la fábrica por tiempo indefinido.

El obeso Walter Mason encontró a Doc cuando éste regresaba al salón.

—Tengo el coche fuera, Savage. Si puedo serle útil...

Doc aprovechó inmediatamente el ofrecimiento.

—Sí, en efecto-contestó llevándose a Walter Mason aparte. —Usted debe conocer bastante bien el plano de la fábrica, ¿verdad, Mason?— inquirió luego.

Walter asintió con la cabeza haciendo estremecer sus barbillas.

—Claro. He vivido aquí lo bastante para conocer todos los rincones del lugar.

—En ese caso puede usted ser de gran ayuda-repuso Doc. —Comencemos enseguida.

Y salieron.

El coche de Walter estaba construido de acuerdo con las líneas de su propio físico. Era pesado. Pero era al propio tiempo la cosa más rápida que se moviera sobre ruedas.

Avenidas pavimentadas con cemento formaban vueltas y más vueltas a través de la extensa propiedad de la entonces silenciosa fábrica de acero. Pero lejos, más allá de los diversos talleres, un murmullo confuso llegaba a través de la oscuridad. Un resplandor rojizo se reflejaba en el cielo.

Walter daba explicaciones, mientras guiaba.

—La batalla continúa. Willie Watt quería a todo trance llamar esta noche a la policía para detener la agitación, pero le convencí que era preferible esperar hasta mañana. Le dije que usted podría aclarar este misterio esta misma noche.

Doc permaneció silencioso un momento, sin hacer comentarios. Luego preguntó:

—¿Dónde le parece a usted que pueda haber en las cercanías un escondite donde hayan podido encerrar a Pat Savage y a los demás?

Los ojillos brillantes de Walter Mason estaban pensativos en su rostro redondo como una luna. De repente castañeó los dedos.

—¡El río! —exclamó.— Es decir, en una de las gabarras de mineral atadas allí. Aquí abajo, en el extremo final de la fábrica, hay un río que parte del lago. Ha sido rastreado a bastante profundidad para que nuestras gabarras puedan casi penetrar en la fábrica. De este modo traemos la chatarra y las barras de hierro colado. Pero habiéndose cerrado los talleres, el hierro se ha acumulado, y varias de esas gabarras tuvieron que ser amarradas hace una semana. Sería el lugar lógico que ha pasado inadvertido.

Poco después el enorme coche franqueaba una puerta y penetraba, primeramente en la calle principal de la ciudad fabril y luego en otra calle que formaba el final de ésta. Siguió un camino desviado que conducía al pequeño río. Allí, cerca de la orilla, una línea de ferrocarril partía de las líneas principales y entraba en la fábrica misma.

Los dos hombres corrieron por encima de raíles y pasaron por oscuros cobertizos y edificios pintados de rojo donde se guardaban pinturas y productos químicos inflamables.

Por fin se detuvieron al lado de una hilera de gabarras de madera amarradas a una inmensa plataforma de descarga.

Walter descendió resoplando a causa de su gordura.

—Espere-dijo. —Iré adelante para ver si hay algún guardián por aquí.

Doc esperó. En la noche, sus extraordinarios ojos dorados se movían con inquietud no acostumbrada.

Pasaron diez minutos. Entonces Doc avanzó en la misma dirección que tomara el obeso. Walter Mason, al separarse de Doc, se fué en dirección a la primera de las gabarras que formaban la hilera.

Hacia allí se encaminó Doc. Y en el preciso momento en que se aproximaba al extremo del dique de descarga, sus pies tropezaron con algo blando, que cedía. El hombre de bronce se agachó rápidamente.

¡Era el cuerpo de un hombre! Era Walter Mason! El joven obeso gemía y logró decir, sin aliento:

—¡Deprisa! Se han metido en ese cobertizo que se encuentra a nuestro lado. Aun puede que tengamos tiempo...

Doc se irguió, vio el vasto edificio de metal y corrió hacia él.

Una puerta que había en un lado del edificio estaba entreabierta. Al penetrar por ella sin hacer ruido, el gigante de bronce percibió la oscuridad y un olor de productos químicos y pinturas.

Doc avanzó cautelosamente, sin usar luz, guiándose sólo por sus agudos sentidos. Llegó a un espacio libre que vio en el centro del inmenso cobertizo. Distinguió los contornos vagos y voluminosos de tambores de acero y otros recipientes químicos apilados a gran altura.

Intuyendo presencias distintas de aquellos objetos inanimados, Doc concentró toda su atención.

Y la poderosa lámpara pendida del techo se alumbró derramando una luz brillante y cegadora sobre la forma del hombre de bronce. La luz estaba bastante baja para formar en torno a Doc un círculo de unos doce pies.

Doc Savage era el punto central de aquel círculo revelador.

Pero en la periferia del círculo se veían doce hombres armados de pistolas, que encañonaban cuidadosamente al gigante de bronce. Una voz gritó:

—¡Muy bien, hombre de bronce! Empieza a quitarte la chaqueta y el chaleco. Colócalos cuidadosamente en el suelo. Cualquier tontería que hagas y...

El que hablaba tocó ligeramente su automática al terminar la frase.

Doc no veía más que las piernas de los hombres, sus cuerpos y sus amenazadoras pistolas. Sus caras, situadas fuera del círculo de luz, eran invisibles.

Lentamente, empezó a desprenderse de su chaqueta y su chaleco.

—¡Cuidado! —previno la misma voz dura.

Era evidente que aquellos pistoleros sabían algo de los dispositivos que el hombre de bronce llevaba en su misterioso chaleco, y por ello trataban de evitar que Doc sacara de sus bolsillos alguna pequeña bomba de gases y la hiciera explotar.

—¡Desnúdate hasta la cintura! —volvió a ordenar la voz.

Doc siguió las instrucciones. Al parecer, muy poca cosa podía hacer en aquella situación.

Cuando su amplio torso quedó desnudo, cuando los hombres que le rodeaban vieron que Doc no podía llevar ningún artefacto en las mangas o en los bolsillos, la voz anunció:

—¡Doc Savage, te encuentras en presencia del gran jefe! Se oyó un ruido de pies. Doc advirtió que los hombres retrocedían un poco para dejar abierto un lado del círculo.

Otra lámpara, mucho más pequeña, apareció suspendida del techo. Daba luz suficiente para revelar la figura sentada a la mesa. La distancia entre el hombre de bronce y la figura sentada tras la mesa era de unos doce pies. Doc notó que aun le encañonaban cuidadosamente unos doce pistoleros.

Su mirada volvió hacia la figura sentada bajo la luz. Era difícil precisar la talla de aquel personaje, pues llevaba una capa completamente negra, como negro era también el capucho que le cubría la cabeza y a través del cual brillaban un par de ojos intensos. Era el hombre de la máscara negra.