Capítulo I

EL MOTEADO ROJO

EL cochecito de carreras era casi tan largo como el joven de cabellos rubios, de haber estado éste tendido. Pero Tink O'Neil no estaba tendido. Hubiérase dicho que intentaba pasar por debajo de la capota levantada del coche su cuerpo largo y delgado. Su cabeza pelirroja quedaba oculta.

De pronto la mitad superior del cuerpo del muchacho surgió de debajo de la capota, y Tink O'Neil se enderezó. Sus facciones simpáticas y curtidas aparecieron manchadas de grasa. El muchacho semejaba más bien un engrasador de un garaje que un joven inteligente muy versado en ingeniería, aceros y cochecitos de carreras.

Tink O'Neil se volvió hacia el hombre que estaba sentado en la valla, sonrió y anunció:

—Ya está a punto para una prueba de velocidad, míster Mason. Y ahora fíjese bien; valdrá la pena. Más adelante, Tink O'Neil habría de preguntarse por qué había formulado aquel comentario. Casi se lamentaba de haber subido a la rueda trasera del cochecito de carrera.

Ajustó la capota. El motor del cochecito funcionaba ya con suave ronroneo.

El hombre que estaba sentado en la valla dijo:

—Yo cronometraré la velocidad. Dé una vuelta y póngalo a toda marcha cuando pase por delante de mí.

El hombre sentado en la valla parecía ser alguien de importancia. Bien vestido, de cabello gris acerado y facciones agradables, era un tanto grueso. Probablemente era uno de los hombres mas ricos de América. Por lo menos era presidente de una de las más grandes compañías de acero de América.

Era J. Henry Mason, un hombre conocido en todos los Estados Unidos.

El magnate del acero dijo entonces:

—Tenga cuidado, Tink. Recuerde que ésta es una prueba del nuevo acero empleado en los discos de freno y en el eje trasero y que no se trata de una carrera en la cual se expone a romperse la crisma.

Tink empezó a acomodarse detrás del volante y permaneció unos segundos ocupado en introducir sus piernas largas y flacas por debajo de la caperuza. Luego se ajustó los anteojos.

J. Henry Mason bajó de la valla. Para un hombre de su corpulencia se movía con paso rápido y seguro.

—Sólo un par de vueltas, Tink —recomendó:— No olvide que tengo una cita con Molly y esa muchacha Pat Savage. Esta mañana van a probar el nuevo aeroplano de Molly. Han empleado el acero T 3 en la construcción de las alas. De manera que no me queda mucho tiempo.

Tink O'Neil asintió con la cabeza. Aceleró el motor y el suave ronroneo convirtióse en rugido. Se percibía el olor de aceite de ricino, que se emplea en todos los coches de carrera. Detrás del cochecito veíase el polvo repelido por los gases.

El coche arrancó. Tink manejó la palanca de velocidades y el vehículo se lanzó a unos noventa kilómetros por hora en torno a la pista de media milla.

Con leve sonrisa, J. Henry Mason observaba la carrera.

Vió cómo Tink recorría las dos últimas curvas más distantes y entraba en la pista recta. El auto bajó hacia el punto de partida como un brillante cometa amarillo.

J. Henry Mason esperaba con el cronómetro en la mano. Al pasar fugaz el joven Tink, lo cronometró.

El polvo cubrió al rey del acero. Este pestañeó, bizcó el ojo y finalmente logró ver cómo el coche entraba rugiendo en la primera vuelta.

Tink O'Neil tomóla al principio con excesiva amplitud, atravesando el arco y tomando la peligrosa curva, cuando ya había recorrido la mitad, por el lado interior de la barrera.

Mason meneó la cabeza en signo de aprobación. Sabía que era así como se tomaban las curvas.

Tink se hallaba entonces en la porción lejana de la pista disminuyendo la velocidad para tomar la curva más lejana. Se introdujo en ella envuelto en una nube de polvo. Casi instantáneamente salió de ella corriendo en dirección al punto de partida.

Con el cronómetro en la mano, Mason disponíase a registrar el tiempo. Pero sucedió algo.

¡El coche parecía correr sin control, se desviaba!

J. Henry Mason quedó boquiabierto al descubrir la causa del fenómeno.

¡Una de las ruedas traseras, la izquierda, se salía del eje! ¡Y junto con ella, parte del eje trasero!

La pieza se soltó repentinamente, destrozó la baranda de madera de la barrera y arrancó y arrojó sobre la pista un trozo de aquélla, de unos doce pies de longitud.

El coche zumbó formando un círculo espantoso, dio dos vueltas completas, luego media vuelta y retrocedió velozmente a lo largo de la pista.

J. Henry Mason dio un salto y gritó horrorizado. Un momento más, figuróse, y Tink O'Neil quedaría hecho trizas. Porque en aquella clase de coches de carrera no había suficiente espacio para que el conductor pudiera introducir completamente el cuerpo bajo la caperuza protectora del motor.

Pero, por milagro, el coche no se volcó, sino que fué a detenerse con fuerte golpe contra la empalizada. Por un momento, el humo del aceite y el polvo lo ocultaron. J. Henry Mason contuvo el aliento. Quizá...

La nube se alejó y vio a Tink O'Neil saliendo del cochecito. A consecuencia del accidente, los anteojos de Tink habían girado en torno a su cabeza, y el sitio en que las llevaba puestos para protegerse los ojos daba la impresión de dos platillos blancos rodeados de mugre y porquería.

Tink O'Neil dijo con aire ceñudo:

—Vea, mister Mason, este T 3, que creemos es más flexible y fuerte que cualquier acero conocido, ha sido empleado en los ejes y en los tambores de los frenos, ¿no es verdad?

Mason asintió con la cabeza.

—Con toda seguridad, puesto que yo mismo inspeccioné los trabajos.

—Lo sé —dijo Tink.— ¿Pero sabe lo que ha ocurrido?

—¿Qué ha ocurrido? —inquirió el millonario con curiosidad.

—El eje trasero estaba cristalizado. Oí el ruido especial mientras funcionaba. Se partió cabalmente en dos.

—Pero...

—Y lo mismo sucedió con los tambores. Espere, se lo demostraré.

Tink estaba ya en tierra deslizándose hacia una parte del cochecito que sobresalía de la pista, y prosiguió:

—No lo comprendo, mister Mason. Todos los tambores han quedado completamente rajados, y eso que apenas frené cuando advertí que la rueda trasera se soltaba del eje. Se han rajado de tal modo que parecen haber sido construidos con latón.

Mason parecía estar a punto de ahogarse, y exclamó: —¡Pero si el T 3 es el mejor acero que jamás se ha producido! Es un acero que revolucionará la industria. Es un metal que...

De debajo del coche, Tink O'Neil preguntó:

—¿Qué ha dicho usted, míster Mason? No hubo respuesta. Tink puso mala cara, pues el rey del acero había pronunciado sus palabras con brusquedad, y volvió a inquirir: —¿Que ha dicho usted, míster Masón? Tampoco hubo respuesta esta vez. Desde el sitio en que se hallaba, Tink no pudo ver al gigantón que había salido de entre los arbustos próximos a la vista llevándose a J. Henry Mason.

Al no obtener contestación de Mason, el joven Tink O'Neil se figuró, al principio, que el rey del acero había vuelto probablemente a la pista para examinar el eje roto adherido a la rueda que se zafó en el accidente.

Por consiguiente, Tink continuó examinando atentamente la pieza rota del tambor del freno que halló al deslizarse por debajo del coche de carrera. El tambor se había roto y en la mano tenía ya un trozo desprendido del mismo. Deseaba ansiosamente comprobar lo que había sucedido con el T 3.

Según las mismas palabras de J. Henry Mason, el T 3 era la última invención de sus inmensas fábricas de acero. Se trataba de una fórmula que iba a originar profundas modificaciones en la construcción de aeroplanos, armamentos y buques. Porque aquel acero era el más flexible y más fuerte que se conocía, como asimismo el más ligero en cuanto al peso.

Mason había insinuado algo sobre un nuevo avión cuyas pruebas llevaba a efecto su hermosa hija, Molly, a solas con una muchacha llamada Pat Savage. Y Tink recordó haber oído hablar de ello a la misma Mollie, a quien conocía bastante bien. La chica le gustaba, y tenía la esperanza de que algún día...

Una joven llamada Pat Savage debía efectuar el primer vuelo con ella. Al parecer, Molly conoció a aquella muchacha en un salón de belleza de su propiedad, en Nueva York. Pero Pat Savage era, según opinión de Molly, una de esas muchachas que preferían volar en avión y llevar una vida algo aventurera a permanecer quietas en la gran urbe.

Tink O'Neil pensaba en todas estas cosas mientras salía de debajo de su coche de carrera, cosas que adquirieron, de pronto, un horrible significado.

En efecto, el muchacho se hallaba contemplando con atención el tambor del freno que tenía en la mano y el acero con que había sido construido y observó que era de la misma calidad que el empleado en las alas del nuevo avión de velocidad de Molly Mason.

La boca del operario pelirrojo se abrió para soltar una exclamación: —¡Diantre, esto es!...

Se detuvo y escudriñó con ojos espantados los alrededores en busca del rey del acero. Luego volvió los ojos hacia atrás para comunicar el asombroso informe a Mason, a quien creía aún en la pista. Pero no se veía a éste por ninguna parte.

—¡Qué extraño! —pensó Tink O'Neil.

Y tenía sobrada razón, puesto que la pista aludida era un pequeño terreno de pruebas privado que sólo usaban Tink y el rey del acero.

Estaba desierta. Había una pequeña tribuna vacía y un palco elevado para uso de los árbitros en el interior de la pista y a medio camino. Hubiera sido muy fácil ver a una persona en el trecho recto de la ruta.

Pero no había millonario ni sonido alguno, sino la quietud de la mañana temprana y el suave susurro de las aves posadas en los árboles que poblaban la parte interior de la empalizada que protegía la pista en forma de óvalo.

Asombrado, Tink O'Neil llamó al millonario por su nombre. Colocó en el suelo la pesada pieza del tambor y empezó a mirar en torno suyo. Así descubrió las huellas de pisadas impresas en el polvo, no lejos del sitio donde se produjo el choque.

Las huellas de una serie eran más grandes que las de la otra, procedentes, al parecer, de unos pies enormes.

Tink vio en el acto que los zapatos de J. Henry Mason no eran ni con mucho tan grandes como éstos, y frunció el entrecejo.

Las huellas formaban una línea quebrada dentro de la empalizada y desaparecían bajo la espesa hierba que llegaba casi a la altura de la baranda protectora de la empalizada.

Tink se introdujo, agachado, por entre los arbustos, vagó acá y allá durante quince minutos y... ¡no halló nada!

De pronto se le ocurrió pensar que eran de carácter verdaderamente extraordinario los sucesos acaecidos en la última media hora. Primero, el accidente que casi le cuesta la vida, y ahora la súbita desaparición del magnate del acero.

De nuevo pensó Tink O'Neil en las declaraciones de J. Henry Mason relativas al nuevo avión de Molly y al ensayo que había de tener efecto aquella misma mañana, y quedó sobrecogido de horror. El T 3 formaba parte del nuevo avión... y Molly corría hacia la muerte.

Con pánico indescriptible, Tink O'Neil empezó a atravesar la pista polvorienta, Su andar se convirtió en carrera. Recordó que había un locutorio telefónico debajo de la tribuna. Desde allí podía llamar a Molly y prevenirla...

Y entonces advirtió que no tenía ni la menor idea del sitio en que debía tener lugar la prueba del avión. ¡No había medios de ponerse en comunicación con la muchacha!

Pero, sí, ¡los había!

Se le ocurrió a Tink con la velocidad de un relámpago. Pat Savage, que debía volar con Molly aquella mañana, era prima o algo por el estilo de una persona que se llamaba Doc Savage, acerca de quien oyó varias veces detalles sorprendentes.

Recordó que Doc Savage, lo llamaban el hombre de bronce, era considerado como un gigante intelectual, como una especie de genio científico. Tal vez Doc Savage pudiera ponerse en comunicación con la joven Pat Savage...

Tink O'Neil llegó a la cabina telefónica, sacó de su chaqueta grasienta una moneda de níquel y pudo al fin comunicar con el interurbano. Recordó que Doc Savage tenía su cuartel principal en Nueva York, pero no sabía qué explicación dar para que le pusieran en comunicación con él. Por fin dijo:

—Escuche, señorita, no tengo cambio aquí, pero necesito urgentemente comunicar con una persona llamada Doc Savage, en Nueva York. Tendrá que hacer pagar el coste de la conferencia a destino, si puede. Tal vez la operadora de Nueva York pueda encontrar la dirección de Doc Savage. O quizá...

Las palabras de la operadora sorprendieron a Tink O'Neil.

—¡Oh, no es ninguna molestia! —dijo.— Puedo encontrar a Doc Savage enseguida. No deje la línea.

Oyó que conectaban y que la operadora hablaba con un hombre que decía que aquel era el cuartel general de Doc Savage, y deseaba saber quién llamaba. La operadora repitió la pregunta.

—Dígale que es James O'Neil —exclamó Tink con excitación.— Pero eso no significará nada para él —pensó al instante.— Escuche, infórmele que se trata de su prima Pat Savage. Dígale que es terriblemente urgente, una cuestión de vida o...

Tink se interrumpió bruscamente. Escuchó con profunda admiración la voz clara y, sin embargo, tranquila que transmitían los hilos, una voz que poseía una extraña cualidad dominadora y la sonoridad de una campana de elevados tonos, a pesar de la gran distancia desde donde procedía.

—Habla Doc Savage. ¿Qué desea usted decir acerca de Pat Savage?

Falto de aliento, Tink O'Neil refirió lo que sabía de la cita de Molly Mason y de su propósito de volar con Pat Savage en el nuevo aeroplano. Intentó contar algunos hechos relacionados con el accidente que le había ocurrido en la pista, pero estaba tan excitado que sus palabras eran incoherentes.

Debido a ello, volvió a referirse a las dos muchachas y gritó:

—Escuche, míster Savage; he oído hablar de esos receptores de radio de onda corta —y de otros aparatos que usted emplea en sus trabajos. Creo, pues, que de algún modo le será posible comunicar con ellas. Deténgalas y evite que vuelen en el nuevo avión.

—¿Por qué?

El tono algo extraño de la pregunta calmó algo a Tink O'Neil.

—Porque —continuó Tink,— están en gravísimo peligro. Escúcheme bien, se trata del T 3 y...

Tink O'Neil se interrumpió bruscamente y miró con ojos de espanto. Sus ojos, desmesuradamente abiertos, se clavaron en la figura que se erguía al exterior de la puerta de la cabina.

Era un hombre de talla gigantesca, pues debía tener unos siete pies de altura, y aparecía con el torso completamente desnudo.

Durante un instante, las facciones de Tink demostraron reconocerle. Aquel gigantón era Jeff Hanson, uno de los obreros que trabajaban en la fundición libre número 5, situada a una milla de allí.

Pero, un momento después, exclamaba, asombrado:

—¡No! ¡No puede ser!

Porque, a pesar de su sorprendente masa muscular, el enorme Jeff Hanson era un obrero tranquilo y laborioso que nunca se atrevió a alzar la voz ni a mostrar el más insignificante sentimiento de ira. Era un bruto manso como un buey.

Pero aquel hombre allí...

Tink retrocedió atemorizado. Llevaba el ojo izquierdo cerrado y bizcaba de manera tan particular que todo su rostro adquiría la expresión idiota de un enajenado. Reía suavemente, mientras observaba a Tink O'Neil.

Y aquello sólo representaba una ínfima parte del horror que infundía su aspecto.

Desde la cintura hasta la cabeza, parte del cuerpo que llevaba desnuda, su carne aparecía cubierta de manchas de un rojo lívido, semejante a tumorcillos rojos e inflamados. Las manchas rojas le cubrían también el rostro, lo cual, unido al bizcar de su ojo izquierdo, daba al gigantón el aspecto de un payaso pintado.

¡Un payaso loco de atar!

Con la rapidez de un relámpago, una palabra vínosele a las mientes al pobre Tink O'Neil. ¡La viruela! Las manchas rojizas le hicieron pensar en la temida enfermedad.

Pero todo aquello no era tan espantoso como la mirada de locura del individuo, quien hizo un movimiento para acercarse a Tink.

Todavía con el receptor en la mano, Tink O'Neil gritó al micrófono:

—¡Está loco! ¡Loco como una cabra! ¡Y tiene el cuerpo lleno de manchas rojas! Yo...

Las palabras de Tink O'Neil terminaron en un estertor cuando el gigantón lo asió, lo amordazó con una mano y lo sacó a rastras de la cabina telefónica.