Capítulo II
TINK O'Neil no era cobarde. No obstante su delgadez, era tan duro como el acero que manipulaba desde hacía tantos años.
Y es muy probable que no hubiera hecho resistencia al gigante medio desnudo a no ser por una sola razón: el temor que le infundían aquellas motas rojas. Le daban mala espina, le sobrecogían de temor. Por eso peleó como un león.
Se deshizo de la garra del gigantón, agachóse muy bajo y golpeó al sonriente lunático con la cabeza. Tink O'Neil puso en el golpe todo él ardor de que era capaz.
Tuvo la sensación de haber chocado contra un muro de piedra. El gigantón quedó con los pies separados, guiñando siempre el mismo ojo, y no hizo más que sonreír como un loco. Luego soltó una risita de mofa y se abalanzó de nuevo sobre el joven operario.
Temblando de miedo, Tink O'Neil se apartó y esquivó los enormes brazos que intentaban apresarlo. Se estremeció al ver el dorso velludo cubierto de motas rojas, y empezó a correr como alma que lleva el diablo, huyendo del gigantón.
Pero el loco lo persiguió acortando la distancia que le separaba del fugitivo a medida que sus pesados pies golpeaban el terreno. Tink logró evitar la tribuna, llegó de nuevo a la pista y regresó, corriendo, al sitio donde el coche siniestrado aparecía casi empotrado en la barrera.
Inhalaba ávidamente grandes cantidades de aire a medida que el gigante se le acercaba. En su cara sucia y llena de grasa negra se veían sus ojos grises desmesuradamente abiertos. Tenía que aguantar un momento más, porque detrás del cochecito de carrera había algo...
El gigante, que conservaba su sonrisa idiota, lo había casi alcanzado cuando Tink O'Neil llegó al montón de objetos situado cerca de la empalizada. Eran herramientas que el joven pelirrojo llevó consigo al conducir al cochecito de carrera hasta la pequeña pista. En el montón había una pesada llave inglesa.
Tink tomó el instrumento, giró y trató de asestar un golpe a su agresor. Por una fracción de pulgada erró el golpe dirigido contra la cara del gigante. Si lo llega a alcanzar, probablemente hubiera destrozado el cráneo al loco.
Luego, de un modo extraño, el gigante clavó los ojos en Tink. Hubiérase dicho que algo ocurría en su cerebro, si es que acaso se le podía conceder capacidad de concentración.
Con movimiento repentino giró y empezó a correr como un loco en dirección opuesta.
Por un instante, Tink O'Neil le miró, asombrado, y luego echó a correr tras él. Como el hombre moteado no se pudo apoderar de él, ya no tenía tanto miedo. Quería saber algo más de aquel misterio.
Misterio que envolvía el accidente del cochecito, la desaparición del millonario J. Henry Mason... y la aparición de un loco moteado de manchas rojas.
Tink estaba seguro de que el gigante era un obrero que trabajaba en aceros. En realidad, se parecía mucho a un hombre que Tink había conocido en la fundición. Y sin embargo...
Bruscamente, Tink gritó:
—¡Eh!
Porque de repente, el gigante que perseguía se dirigió hacia el coche siniestrado. Al pasar al lado del auto el individuo se agachó y recogió la pieza del tambor roto que Tink había examinado momentos antes. Con el tambor en sus manos enormes, el perseguido se lanzó de un salto sobre los arbustos y matorrales que crecían precisamente en el lado interno de la empalizada interior, y desapareció.
Pera Tink O'Neil pudo seguir el ruido estrepitoso que producían sus pies al pisar la hierba. Desgraciadamente, Tink avanzaba más lentamente.
Finalmente apareció en el lado más distante del óvalo y vio, a cierta distancia más allá, cómo el gigante atravesaba, con dirección incierta, los matorrales, para llegar hasta una ruta que serpenteaba a través de los árboles, más allá de los terrenos de prueba. Tink continuó la persecución. Diez minutos después supo adonde se dirigía el gigante, pues más allá aparecía a la vista la gran línea de inmensas chimeneas. Se veían los penachos de humo y se percibía el olor de las grandes fábricas de acero. Era la imponente fundición número 5. Se aproximaban a la fábrica por la parte trasera, y el camino serpenteaba entrando y saliendo entre los árboles. Más allá, Tink pudo oír aún el ruido que producían los pies del gigante, aunque sólo vio al gigante moteado a intervalos distantes.
Por fin Tink llegó a la puerta del alto vallado de acero que rodeaba los grandes talleres. No había nadie, pero vio las huellas de los zapatos del gigante en el camino polvoriento.
Tink echó a correr y penetró en el largo patio de almacenaje que rodeaba los elevados edificios ennegrecidos por el humo.
Y a una docena de yardas más lejos, un tren de mercancías, que consistía en cinco o seis vagones abiertos cargados de hierro fundido, penetraron en el patio obstruyendo la marcha del joven operario.
Cuando hubo pasado el lento tren, la presa de Tink había desaparecido ya. No vio rastros del gigante.
Pero vio, en cambio, un grupo de obreros excitados que se encaminaban hacia las enormes puertas de entrada del taller de fundición. Tink corrió hacia ellos.
Oyó las voces inflamadas de los que hablaban, los gritos de espanto que partían de las roncas gargantas de los obreros. Al igual que el gigante loco, llevaban sólo zapatos de trabajo de espesa suela y pantalones. Sus torsos desnudos aparecían tiznados y sudorosos. Era indudable que aquellos hombres acababan de salir corriendo de algunos de los talleres y se dirigían hacia le vasta bóveda que llevaba el número 5. Tink preguntó:
—¿Qué sucede?
Los obreros conocían al joven ingeniero pelirrojo. Tink había introducido gran número de mejoras en los diferentes talleres de acero, y los hombres lo estimaban.
—¿Qué sucede? —exclamó uno de ellos. ¡Cosas muy malas, Tink, muy graves! Venga conmigo.
Tink se reunió con el grupo de hombres excitados, y otro de ellos le dijo:
—Oiga, ¡quizá le pueda usted hablar!
—¿Hablar a quién? —inquirió Tink.
—A Johnson.
—¿Qué le sucede a Johnson?
—Se ha vuelto loco. El calor lo ha vencido. Está trabajando en el número cinco, y dice que está completamente loco.
Tink O'Neil se estremeció. ¿Qué maldito misterio venia a interrumpir la tranquilidad de la fábrica de acero? Un obrero la había atacado y otro perdía el juicio.
El muchacho condujo al grupo de obreros hacia el vasto espacio de la fundición. El calor, un calor que pasaba de cien grados, azotaba sus rostros como una ráfaga de aire que saliera de los hornos.
Se sentía la atmósfera nebulosa y pesada del acero fundido y el calor de los hornos y se oía el rugir del aire que se inyectaba en el fondo de las elevadas cúpulas. Un inmenso crisol de acero fundido pendía de una grúa alta, pero el maquinista permanecía sentado, en una actitud de asombro, incapaz de bajar el acero fundido a causa de la confusión que reinaba en el piso sucio que yacía debajo de él.
Unos cincuenta trabajadores, todos ellos vociferando con ronca voz, se hallaban alineados sobre aquel piso, observando con asombro a uno que se encontraba en la galería de arriba.
La galería era una plataforma situada frente a la línea formada por hornos gigantes. Desde allí se manipulaban los hornos y se extraía el metal candente para ser vertido en los grandes crisoles. Pero todo el trabajo estaba paralizado.
El obrero solitario andaba por la plataforma, con ojos vidriosos, la boca entreabierta y emitiendo un sonido semejante a una risita idiota.
Tink O'Neil, como los demás próximos a él, miraban horrorizados. El hombre aludido era Johnson, un obrero que poseía un historial largo y excelente. Nadie había visto nunca a Johnson perder el tino, y siempre se comportaba bien con sus compañeros de trabajo. Vivía con su mujer y cuatro chicos, y nunca faltó un día al trabajo.
Pero en aquel momento el hombre estaba completamente loco. Con un estremecimiento, Tink advirtió que Johnson cerraba uno de los ojos en un guiño muy semejante al del gigante que le había atacado. Y llevaba también los horribles granos rojos, las horripilantes motas que vió en el dorso desnudo y en la cara del primer loco.
El demente dejó de andar por la plataforma, se asió a la baranda de hierro y miró de soslayo a los que le observaban desde abajo. Fué entonces cuando Tink se adelantó. Un murmullo de expectación se elevó tras él cuando colocando las manos sobre sus labios a manera de bocina, gritó: —¡Johnson, baje aquí enseguida! El hombre abrió la boca y de su garganta salió un sonido sordo parecido a un regaño. Intentaba hablar, decir algo coherente. Los espectadores se lo figuraron al notar la expresión de angustiosa tirantez que adquirió la cara de Johnson. Tink O'Neil exclamó:— Está bien, Johnson. Baje. Nadie le molestará.
El hombrón moteado pareció entender algo de las palabras de Tink O'Neil. Movió apenas la cabeza en señal de asentimiento y se dirigió hacia una escalera de hierro que conducía al piso. Alguien dijo, aconsejando precaución: —¡Cuidado, Tink; ese hombre está loco! Pero Tink no se movió. Johnson se le acercó, observando al joven detenidamente mientras andaba lentamente sobre el duro piso del taller. Luego se detuvo guiñando un ojo a medias y con las horribles manchas rojas brillándole bajo el sudor de su dorso desnudo. Tink le preguntó con voz tranquila:
—¿Qué le sucede, amigo? El hombre continuaba mirando con fijeza. Los demás obreros habían retrocedido hasta una pared algo alejada. Miraban con ojos desorbitados.
De repente, sin el menor aviso, el corpulento Johnson profirió un grito espantoso y dio un salto dejando atrás a Tink O'Neil. Uno de los trabajadores había sido más lento que sus compañeros al retirarse del lugar.
El gigante de ojos huraños asió al obrero, lo levantó por encima de su cabeza como si fuera un niño y echó a correr con él a lo largo del piso del taller.
Un hombre gritó. Tink O'Neil dio un salto y echó a correr tras el loco; pero al hacerlo ya sabía que era demasiado tarde.
A unos doce pies del crisol lleno de acero fundido que pendía sobre el piso, se detuvo el corpulento Johnson y arrojó violentamente al pobre diablo dentro de la inmensa caldera como si fuera un simple juguete.
Un momento después huía el loco. Después de su acto escalofriante, continuó corriendo por la larga fundición y salió por una puerta situada al fondo del taller.
Varios de los obreros más valientes lo persiguieron y lo buscaron por los espaciosos patios de la fábrica de acero. Quinientos hombres se unieron a aquéllos, provistos, en su mayoría, de mazas y armas.
Pero no encontraron trazas del moteado Johnson.
Tink O'Neil informó de la desaparición de J. Henry Mason. Pero no lo hizo saber a los obreros de los talleres, sino que se dirigió a un teléfono de una pequeña oficina situada en un extremo de la inmensa fábrica. Llamó a la oficina principal y comunicó el misterio al director del taller.
No perdía el tiempo en explicaciones. No había tiempo para ello en aquel momento. Tenía que alcanzar a Molly que iba a volar en un avión en el cual se había empleado el acero T 3. ¡Tenía que salvarle la vida!
Evitando a los otros, Tink salió a toda prisa del taller y pronto se encontró junto a su pequeño cupé, situado, no muy lejos, al interior de las puertas de la gran fábrica. Sólo invirtió diez minutos en llegar en su auto a la espaciosa morada de J. Henry Mason. Tal vez allí podía obtener una indicación exacta acerca del lugar adonde se había dirigido Molly.
Pues, aunque Tink habló por teléfono con Doc Savage, dudaba de que el extraordinario hombre de bronce pudiera intervenir eficazmente. Estaba demasiado lejos.
Tink lanzó el coche a toda velocidad. La suntuosa residencia del millonario estaba situada en la ruta principal que conducía a Búfalo. Por suerte para Tink, no se vio obligado a introducirse en el tránsito de la gran ciudad. La mansión se hallaba situada en las afueras, a corta distancia, en auto, de la gran fábrica de acero.
El terreno de la residencia hallábase al borde de la ruta principal, pero la gran casa solitaria, construida de piedra, estaba situada bastante más atrás, protegida por árboles y arbustos cuidadosamente dispuestos.
Tink hizo subir el coche por la calzada en forma de círculo, frenó delante de un largo porche y saltó a tierra. Vio a un hombre en el pórtico frontal.
Era Walter Mason, primo de Molly.
Ni el ruido estrepitoso que produjo la llegada de Tink O'Neil pudo despertar al joven gordinflón del pacífico sueño que dormía tendido en un cómodo sillón.
Walter Mason era más que gordo. Era obeso. Tenía varias barbillas; su enorme estómago sobresalía de su pecho y sus labios gruesos se hinchaban cada vez que dejaban escapar sus felices ronquidos. Su pelo era rubio y fino y parecía dar a su enorme cabeza proporciones aun mayores.
Tink O'Neil lo sacudió y gritó:
—¡Por amor del cielo, despiértese, hombre!
Walter Mason se movió o, mejor dicho, parte de su cuerpo se movió quedando el resto temblando como la jalea, y abrió los ojos.
Enseguida reconoció a Tink O'Neil y se incorporó con un esfuerzo. Extrañado preguntó:
—¿Qué diablos le ocurre, Tink? Cualquiera diría que ha visto un fantasma.
—¡Escuche! —contestó Tink, jadeando.— Habrá de decirme dónde podré encontrar a Molly. Es horrible, terrible. Tenemos que prevenirla contra el T 3 y decirle que su avión podrá estrellarse, y...
El obeso Walter Mason no intentó de nuevo levantarse. Hubiera sido un esfuerzo demasiado grande, y el perezoso joven nunca se molestaba a menos que fuera absolutamente necesario. Con un suspiro rogó a Tink: —Por el amor de Dios, ¿quiere sentarse y no gritar más? Venga, voy a pedir que le traigan un whisky. Bien se ve que necesita un trago...
El obeso extendió la mano hacia un botón adherido a un cordón colgado cerca de la cabecera de su sillón y empezó a tantear con el propósito de asir el cordón sin levantarse.
—Escuche —exclamó con arrebato Tink O'Neil.— Me parece que voy a necesitar tiempo para decirle...
En pocas palabras le refirió el accidente del cochecito de carrera, la extraña desaparición de J. Henry Mason y la escena de los obreros locos en la fábrica de acero. Y terminó diciendo:
—No me pregunte lo que es y no crea que exagero. Lo que ocurre es algo desconcertante... y tenemos que encontrar a Molly. ¡Su vida está en peligro!
Por fin, a medida que Tink hablaba, Walter mostró interés y luego fastidio, y se levantó. El sillón crujió bajo su persona. Pero sus ojos brillantes y vivos tomáronse entonces penetrantes.
—¡Qué pena! —exclamó.— Tenemos que hacer algo.
Tink O'Neil suspiró. —¡Eso es lo que he estado tratando de decirle! Bueno, dígame, pues, ¿dónde podremos localizarla?
Walter Mason se acarició una de sus barbillas.
—Veamos —dijo con aire meditabundo.— Salió esta mañana mucho antes de que yo me levantara, y ahora estaba yo echando un sueñito. No tengo la menor idea... —añadió haciéndose crujir los dedos,— pero quizá lo sepa la servidumbre.
Walter penetró en la casa. Tink lo siguió. Y cinco minutos más tarde, después de interrogar a media docena de criados, sabían tanto como al principio. Al parecer, la bonita Molly Mason no dijo a nadie adonde iba para probar su nuevo aeroplano.
Pero el obeso Walter parecía más preocupado por la suerte de J. Henry Mason, y dijo:
—¿Pero qué le habrá sucedido? ¡Santo Dios, no nos queda otro remedio que llamar a la policía o hacer algo!
Tink ordenó:
—¡Espere!
—Pero...
—Ya he solicitado la intervención de un hombre que puede hacer más que la policía. ¡Me he puesto en contacto con Doc Savage!
Walter Mason miró a Tink.
—¿Quiere decir con el Doc Savage tan conocido?
Tink O'Neil asintió con la cabeza.
—Y ahora, en cuanto a Molly...
Pero ya Walter se dirigía hacia el teléfono que se hallaba en el espacioso hall central.
—¡Caramba, Doc Savage conoce a J. Henry! Voy a asegurarme de que va a ayudarnos —dijo.
Tink observó al joven obeso. No se preocupaba el gordinflón por la suerte de la hermosa Molly, sino que sentía temor por la del millonario. Tink lo comprendía. J. Henry Mason había constituido para él un fondo en obligaciones, y el obeso y perezoso individuo temía perder la fuente de aquellos ingresos. Un solo día de trabajo hubiera acarreado la muerte a Walter. Eso lo sabia Tink.
En pocos minutos quedó establecida la comunicación entre Walter y el cuartel general de Doc Savage, en Nueva York.
Walter habló unos instantes por teléfono y luego, colgando el auricular, informó a Tink:
—Contesta uno de los ayudantes de Doc Savage —informó Walter.— Ha dicho que dos hombres llamados Monk Mayfair y Ham Brooks están buscando a las muchachas en sus aviones. Parece que ya han estado en comunicación con ellas, y...
Los ojos de Tink se iluminaron de esperanza.
—¿Dónde se encuentran? —inquirió.
—Despegaron de un campo privado que se encuentra cerca del lago Erie, en las afueras de Búfalo. Y han...
Pero Tink se alejaba ya hacia el porche. Volvióse e informó:
—Entonces también iré yo a ese aeropuerto. ¡Quizá pueda alquilar un avión y localizarlas!
Un momento después Tink O'Neil salía a toda velocidad de la calzada circular. No se daba cuenta de que su persona presentaba un aspecto deplorable. Llevaba su cabello color de paja en desorden: su camiseta blanca, llena de grasa y suciedad. Pero sus agradables ojos grises brillaban.
¿Así, pues, dos auxiliares de Doc Savage estaban en contacto con las dos muchachas, en el avión? Tal vez le habían notificado ya el peligro que ofrecía el acero T 3.
Tink se sintió repentinamente más tranquilo. Se decía que los auxiliares de Doc Savage eran buenos. Hacían las cosas maravillosamente bien y deprisa.
Tink frenó al penetrar en la aguda curva de la ruta que le conduciría al aeropuerto. Tal vez encontrara aquellos dos auxiliares de Doc Savage a tiempo para prestar ayuda a las...
Pero, en aquel preciso instante, le pareció que no iba a llegar a tiempo para ayudar a nadie. Porque el gigantón medio desnudo surgió de entre los árboles próximos y saltó sobre el estribo del auto en marcha.
Tink retrocedió, horrorizado. El individuo presentaba las horripilantes motas rojas. Cerraba el ojo izquierdo, guiñando de aquella manera particular, y dejaba escapar una risita idiota.
Era el gigantón que le había atacado en la pista.