Capítulo V

LA MUERTE EN EL ACERO

UNA parte de la declaración del pequeño bandido llamado Wart, era exacta. Doc Savage estaba interesado. A las doce de aquel mismo día aterrizó en su avión ultraveloz en un campo desierto situado no lejos del sitio en que Tink O'Neil sufrió el accidente en su cochecito de carreras.

El campo se encontraba aproximadamente a media milla de la alta valla de alambre que rodeaba los largos edificios ennegrecidos por el humo del taller de fundición número 5.

El hombre de bronce descendió del avión y sacó de él varias cajas grandes.

De pie, a solas, Doc Savage no parecía extraordinariamente grande. Pero su aspecto era sorprendente.

Su piel era de un tono áureo, como si hubiese estado expuesta durante largos períodos de tiempo al sol tropical. Su cabellera dispuesta como un gorro que ajustara perfectamente al cráneo, era del mismo riquísimo tono, con un matiz ligeramente más oscuro.

Lo más sorprendente de Doc Savage eran sus ojos. Eran como un rico destello de oro, y en sus profundidades se notaba una agitación continua, inquieta. Eran dominadores, casi hipnotizantes.

A cualquier otra persona le hubiese sido necesario subirse sobre un objeto elevado para introducir los brazos por la puerta de la carlinga y alcanzar las cajas. Pero Doc Savage las sacó sin tener siquiera que ponerse de puntillas. Su gigantesca estatura era engañosa y sólo se mostraba tal cual era cuando se hallaba de pie al lado de otros hombres. Era el resultado de la perfecta simetría de su cuerpo, científicamente desarrollado.

Cada caja pesaba más de cien libras. Sin embargo, el hombre de bronce levantó las tres fácilmente, colocólas debajo de sus brazos y partió en dirección a los bosques que rodeaban el campo desierto.

Doc Savage caminaba en silencio por entre los bosques hasta que llegó a un punto desde donde percibía la gran fábrica de acero. Vio a numerosos trabajadores sentados en torno a los inmensos patios con fiambreras a su lado. Era la hora del almuerzo del mediodía.

Casi todos los hombres estaban divididos en grupos, discutiendo, al parecer, algo muy importante. Doc Savage tenía idea de lo que eran aquellas conversaciones. Pues una llamada telefónica le había impuesto del misterio del trabajador moteado y loco.

La llamada fué recibida por Doc Savage algún tiempo después de la desaparición de J. Henry O'neil. El informador no dio a conocer su nombre, pero indicó que el rey del acero, el millonario, había desaparecido misteriosamente y en circunstancias extrañas.

No hizo mención alguna de la fórmula T 3. Y, sin embargo, el hombre de bronce sabía algo. Pocos días antes J. Henry Masón había consultado con Doc Savage, pidiéndole consejo con relación a una parte de la fórmula.

Doc Savage era conocido como genio científico. Importantes ingenieros y químicos requerían a menudo su opinión.

De consiguiente, no era extraño que hubiese estado en contacto con un potentado como Mason en el pasado.

Doc Savage consideraba que la amistad que le unía al rey del acero, era suficiente para investigar su desaparición. Desde luego, se sentía intranquilo por la suerte de Pat, que siempre se estaba metiendo en peligrosas aventuras. Pero ya había designado a Monk y Ham para que cuidaran de su prima.

El hombre de bronce no sabía, claro está, que las dos muchachas habían sido capturadas por los hombres flacos. En aquel momento se interesaba en conocer el misterio de los locos moteados y de la desaparición de J. Henry Mason.

El hombre de bronce hizo entonces una cosa muy extraña: empezó a desnudarse.

Pero momentos después pudo verse el porqué de su acción. Empleando objetos que extrajo de una de las pesadas cajas, pronto quedó vestido como uno de los trabajadores de acero medio desnudos.

Unas ojeras especiales, muy delgadas ocultaba el extraño centelleo áureo de los ojos magnéticos del hombre de bronce. Ahora semejaban los ojos inyectados de sangre de un obrero de las fundiciones.

Su cuerpo, desde la cintura hacia arriba, estaba teñido con lo que parecía ser hollín procedente de los talleres. Los zapatos y los pantalones presentaban aproximadamente el mismo aspecto. Incluso el cabello de Doc era ahora negro. Cualquiera hubiera dicho que era un sucio obrero recién salido de la inmensa fundición.

Doc ocultó las cajas de equipo en el bosque, avanzó y pronto entraba como si tal cosa en la vasta fábrica de acero por las grandes puertas de entrada. Hubiérase dicho que era uno de los doce o catorce hombres que regresaban del almuerzo.

A la una, cuando sonó el pito, trabajaba en el largo piso del taller de fundición número 5.

Otros hombres habían sido contratados ya para reemplazar a algunos de los que fueron atacados por la extraña locura. Así Doc Savage pasó inadvertido entre los trabajadores. Todos eran altos y corpulentos, y Doc fué considerado como uno de tantos.

El hombre de bronce escuchaba la conversación de aquellos hombres sudorosos, mientras trabajaban. Al parecer, varios otros hombres se habían vuelto locos en los grandes hornos y se hallaban hospitalizados. Un hombre había muerto. Se creía improbable que los otros sobrevivieran.

Con el cuerpo bañado en sudor y las cavidades nasales inflamadas por el calor y llenas de polvo procedente del inmenso taller, Doc Savage trabajaba al lado de un corpulento hombrachón cuya misión era sacar el metal fundido de uno de los gigantescos hornos.

Doc trabajaba en silencio, en medio de aquel calor horroroso y la atmósfera sofocante del taller. Oía todo lo que se decía a su alrededor.

Había inquietud entre los trabajadores. Hablaban de abandonar el trabajo. Muchos de ellos vieron las significativas motas rojas en los cuerpos de los locos, y temían que fuera la viruela.

Ciertamente, muchos de aquellos trabajadores de acero estaban casados y tenían familias que mantener. No disponían de medios para permanecer parados. Eran los que incitaban a los otros a que permaneciesen en el trabajo.

A las dos de aquella tarde, un trabajador de poderosa corpulencia se acercó a Doc Savage y le susurró:

—Deseo verle —e indicó un sitio alejado de los hombres que trabajaban.

Doc siguió al hombre. Era difícil decir gran cosa del color de su piel y su cabello. Estaba negro de tizne.

El hombre salió del taller seguido de Doc y se volvió hacia una fundición tan vasta como la primera.

A la entrada de la segunda fundición, Doc se detuvo y comentó:

—Bien podría decirme lo que significa todo esto.

El enorme y sudoroso trabajador miró fijamente al hombre de bronce.

—Usted es Doc Savage —declaró.

Doc permaneció silencioso. Sus facciones no acusaron sorpresa. Sospechaba que alguien le descubriría a pesar de su atavío. Además, tenía el presentimiento de que alguien sabía que se había dirigido a aquel sitio.

—Pues bien —prosiguió el hombre— puedo enseñarle algo con relación al T 3.

Las facciones de Doc no se alteraron.

—¿El T 3?

El hombre movió la cabeza, asintiendo.

—El T 3 es un nuevo acero —explicó.— Este condenado trastorno empezó después que se efectuó el primer temple. Creo que podré ayudarle.

Al parecer, el hombre pensaba que Doc estaba allí únicamente con el propósito de descubrir el misterio del T 3 y saber por qué los hombres se volvían locos. No se hizo mención de la extraña desaparición de J. Henry Mason. Hasta entonces, no se había revelado a los hombres de los talleres la súbita desaparición del millonario.

—¿Qué es lo que tiene que revelar? —inquirió Doc tranquilamente.

—Venga conmigo.

Se dirigieron a la fundición de enfrente. Sobre sus cabezas iban y venían grúas gigantescas, deslizándose con estruendo por sus sólidos carriles. Los hombres gritaban y blasfemaban contra el calor. Máquinas impresionantes recibían secciones de acero caliente hasta el blanco, las pasaban por una serie de cilindros que las comprimían como voluminosas y pesadas manos y expulsaban las planchas de acero, ya más delgadas, por el otro extremo.

Hacia una de aquellas máquinas se dirigió el hombre en compañía de Doc Savage.

Al otro extremo de una máquina, una inmensa lámina permanecía, de canto, sostenida por un gancho procedente de una grúa elevada. La lámina medía diez pulgadas de espesor y diez pies en cuadro.

—Plancha acorazada —explicó el acompañante de Doc.— Se dice que no hay bala que pueda atravesarla.

Doc asintió con la cabeza. Conocía bastante bien la manufactura de planchas pesadas para la armada. Juzgó que aquella sola sección podía pesar unas diez o quince toneladas.

Ambos se hallaban detrás de la imponente pieza de acero, y el acompañante de Doc prosiguió:

—Primeramente le diré lo que descubrí hace precisamente dos horas. No tiene nada que ver con el T 3, y sin embargo, se relaciona con esa fórmula. Es un solo hecho que podría explicar todo este condenado alboroto. Por eso...

—Puede explicármelo-sugirió Doc.

—Primeramente-continuó el trabajador, —quiero enseñarle algo...

Se interrumpió y se agachó para indicar un lugar cercano a la base de la plancha acorazada.

Doc se inclinó para ver lo que indicaba el hombre.

De pronto se oyó, cerca de ellos, el grito salvaje de un hombre:

—¡Cuidado!

Pero ya la inmensa pieza se inclinaba sobre ellos.

El ruido de la gran fundición apagó el grito del hombre. El alto techo abovedado recogió los sonidos y los despidió con eco ensordecedor mientras funcionaba la pesada maquinaria. Por eso no oyó el grito el acompañante de Doc Savage.

Pero los sentidos del hombre de bronce estaban bien entrenados por sus muchos años de experiencia científica. Sentía, incluso, el movimiento antes de que lo observaran los demás.

Y así, en aquella última fracción de segundo, captó el movimiento lento, prácticamente invisible, de la gigantesca plancha de acero al instante de empezar a inclinarse.

Doc dio un salto. Ya la pieza acorazada se había inclinado lo bastante para que su gran peso comunicara a su movimiento descendente una velocidad rápida y silenciosa.

El hombre de bronce evitó la gigantesca pieza de acero por una fracción de segundo antes de que golpeara el suelo. No tuvo tiempo de echar mano a su acompañante. Doc evitó la muerte milagrosamente.

El choque de tantas toneladas de peso contra el suelo hizo estremecer toda la fundición. El suelo tembló y se estremeció bajo los pies del hombre de bronce. Y un hombre yacía bajo aquella pieza acorazada, aplastado de tal manera, que entre la imponente lámina y el piso apenas había una pulgada de espacio.

El rostro de Doc se contrajo con una expresión de horror. Acababa de presenciar el aplastamiento de un hombre que deseaba hacerle revelaciones.

Los ojos de Doc se dirigieron hacia el inmenso gancho que pendía de la grúa elevada, el gancho que había mantenido de canto la plancha acorazada. Vió que habían aflojado la tensión del cable que sujetaba el gancho. ¡Habían bajado el gancho casi más de tres pies!

El hombre de bronce miró hacia la cabina de la grúa movible. Y vio al obrero saltar de la cabina y escapar por el pasillo paralelo a los rieles de la imponente grúa.

Alguien señaló y gritó desde el piso de la fundición: —¡Mirad! ¡Otro loco con motas rojas! Un grito de terror partió de dos docenas de gargantas. Los hombres empezaron a salir corriendo de la fundición. Todos temían al que les miraba sonriendo desde los rieles de la grúa.

Durante un momento nadie advirtió lo que hacía el hombre de bronce. Doc, con la facilidad obtenida por un largo entrenamiento, saltó y se agarró al gancho que aun se bamboleaba al extremo del cable. Con movimiento suave y rápido de sus manos empezó a subir por el cable.

Llegó al brazo de la grúa, encaramóse, y corrió por el brazo hasta encontrar los rieles. A cincuenta pies de él, el loco se volvió y empezó a reír idiotamente.

Doc Savage vio las horribles motas rojas en el cuerpo medio desnudo del hombre y el bizcar peculiar de uno de sus ojos. El loco saltó en dirección a Doc. Desde abajo, en el piso del taller, un hombre gritó: —¡Cuidado! ¡Ese loco te matará! Pero Doc Savage saltó hacia adelante para recibir el ataque del enajenado. Sus poderosas manos hicieron presa en el musculoso brazo de su enemigo; lo atrajo hacia sí, levantólo en brazos y empezó a andar a lo largo del estrecho pasillo.

El loco se retorcía y trataba de deshacerse. Parecía inminente que ambos hombres cayeran de la angosta viga y se estrellaran contra el suelo.

El cuerpo sudoroso del hombre se removía como una serpiente entre los brames de Doc Savage. El loco poseía una fuerza sobrehumana, y les músculos del hombre de bronce se hinchaban como nudos de cuerdas mientras se esforzaba por impedir que el hombre demente les hiciera perder la vida a los dos.

Luego, repentinamente, el hombre quedó inerte en los brazos de Doc. Su cara torcida se volvía hacia la de Doc y murmuró, casi incoherentemente:

—¡Me engañaron! ¡Ellos... los flacuchos se llevaron a las muchachas!... ¡Engañaron a Monk y Ham!...

El hombre quedó aún más inerte. Los efectos de la locura debieron debilitarlo y agotarlo.

Doc miró con fijeza. El anuncio de la captura de Pat Savage y Molly Mason fue para él una sorpresa inesperada. Se había figurado que sus ayudantes Monk y Ham estaban con las dos muchachas.

Asimismo, el repentino colapso de la fuerza sobrehumana de su cautivo, hizo que el hombre de bronce olvidara sus precauciones.

Pues un instante después el hombre profería un grito de locura y se deshacía de la presa de Doc. E inmediatamente asestó a Doc un poderoso puñetazo en la cabeza.

El tremendo golpe derribó a Doc haciéndole vacilar y caer del angosto pasillo. Pero sus poderosas manos se extendieron e hicieron presa en el borde del pasillo. Los tendones de sus vigorosas manos se hinchaban a medida que su cuerpo se levantaba lentamente buscando una posición de seguridad.

Pero el loco, al lanzar el puñetazo, perdió el equilibrio. Su cuerpo se inclinó hacia atrás, salió del estrecho pasillo de hierro y fué a caer sobre el piso desde cincuenta pies de altura.

Cubierto de sudor, Doc Savage miró hacia el suelo. El loco había caído sobre el cuello. La posición torcida de su cabeza indicaba que se lo había roto.

Doc Savage sólo sintió piedad por aquel pobre diablo que se había vuelto loco furioso. Era preferible que hubiera cesado de sufrir.

Y, sin embargo, en aquel momento de agotamiento momentáneo, el hombre murmuró palabras relacionadas con la captura de las muchachas y la estratagema de que fueron víctimas Monk y Ham.

El hombre de bronce comprendió, al instante, que debía volar en socorro de aquellos seres. La seguridad de Pat Savage significaba para él más que la solución del misterio del T 3 o de los hombres que, sin razón aparente, se volvían locos.

Durante la agitación que se produjo abajo, Doc Savage bajó de los rieles de la grúa y salió, sin ser visto, del edificio.