Capítulo XIII
Cuando me fui recuperando paseé la mirada por el lugar donde nos hallábamos. Owen había traído una linterna, que si en un principio parecía que no lograría hacerla funcionar, después nos sirvió para acompañar nuestra soledad. Habíamos perdido el control de tiempo y nuestros relojes, inundados de agua, se habían parado. Me pregunté durante cuánto tiempo nos veríamos obligados a permanecer allí y cómo reaccionarían las Furias a nuestra desaparición. ¿Se creerían que nos habíamos ahogado o nos esperarían con paciencia felina a que saliéramos para caer sobre nosotros? Discutimos lo que sería más conveniente con voces alicaídas. Le pregunté a Greg su opinión, pero se negó a darla y a hacer cualquier comentario. Las decisiones las tendríamos que tomar nosotros; él estaba acabado.
El desastre había sido para él un rudo golpe. Se reprochó a sí mismo amargamente por haber sido el promotor de la destrucción de la colina. Hice cuanto pude por recordarle sus propios argumentos: en más de una ocasión me había convencido de que el medio de vida que habíamos escogido era el único posible. Pero no me hizo caso.
—No me hables de lógica, Bill — me dijo apesadumbrado —, es demasiado tarde para ello... Ahora comprendo que no soy más que un maldito hipócrita y que debí darme cuenta antes. Vosotros erais los lógicos. Maggie tenía razón. La única cosa segura que podíamos hacer era quedamos en los campamentos y correr la suerte con los demás. No soy un hombre lógico.
—Pero cuando...
Me interrumpió con ferocidad: —¿Nunca leíste el discurso de John de Gaunt? «Este real trono de reyes...», etcétera, etcétera... Hay en él mucho jingoísmo y hará estremecer el corazón de cualquier escolar. Creo que hallarás mi respuesta en ello. Lo que me importaba a mí era que esto era Inglaterra y que estaba ocurriendo en Inglaterra. Quizá después no quede mucho para que uno se pueda sentir orgulloso. Los campos se quedarán tan verdes, exponiendo al aire y al sol la fuerza de sus raíces...
«Muchas veces continuó — he tenido la visión de toda la nación cubierta de nidos. Desde Escocia, a través de los Peninos, a través de Gales y de los Midlands, hacia el sur, hacia Dorset y Somerset, y hacia el mar. Nidos, montañas de ellos, creciendo corno hongos por todas partes, y todos repletos de avispas blancas y amarillas. Esto ya no es una tierra, sino despojos. Un pueblo sumido en la pobreza, en la miseria. Un lugar donde los malditos bastardos han venido a engordarse. Eso podría ocurrir y es lo que yo quería evitar. Era simplemente emoción, sentimentalismo, quería mantener al menos un trozo de la vieja nación limpio, eso es todo... Pete dijo con sorprendente amabilidad:
—¿No le preguntaste nunca a nadie, Greg, por qué se mantenían siempre igual un día tras otro y seguían adelante? Ellos podrían haberte dicho lo mismo. No tenías que amarrarlos para que se quedaran, sabían lo que hacían...
Chasqueó los labios con impaciencia.
—De nada me sirve. Pete. Ya no veo las cosas con claridad. Me parece estar ciego... Oí cómo ella se acercaba a Greg.
—Vamos, no te preocupes, cariño — le dijo suavemente —. Estás haciendo sufrir a la tía...
Volvió a reinar el silencio.
Nunca llegaré a olvidar aquel silencio. Y así pasaron los minutos y las horas.
Hubo un momento en que Greg se puso a hablar de nuevo. Había recuperado el control de sí mismo; hacía uso de su voz para luchar contra el silencio. Nos habló de la formación de las cuevas, de cómo las colinas habían emergido del mar, lentamente, y de cómo la lluvia había ido haciendo perforaciones. Nos habló de las estalactitas y las estalagmitas y de su formación hasta quedar convertidas en fósiles de aspecto vítreo. Y de ahí pasó a explicar los diferentes períodos de la transformación de la tierra, sin olvidar los abismos de la geología...
Yo dormí mientras hablaba.
Estuvimos en la cueva mil años. Intelectualmente, sabía que el tiempo se medía por horas, pero emocional: mente, subjetivamente, había transcurrido un milenio. A buen seguro que nadie nos esperaría durante tanto tiempo, ni aun las Furias.
Aguantamos allí cuanto pudimos, pero llegó un momento en que todos nos dimos cuenta de que habíamos llegado al límite de nuestras fuerzas. Padecíamos hambre y nos habíamos acartonados por la humedad. A veces nos pasábamos ratos enteros golpeándonos los brazos alrededor del cuerpo para hacer circular la sangre. No soportamos más aquella situación.
Greg insistió en salir el primero. Nos dijo que esperáramos su señal; si todavía había Furias al otro lado volvería inmediatamente, y si las avispas se habían ido intentaría hacernos llegar una cuerda. Pete alzó la voz en el momento en que se metía en el agua:
—Buena suerte, amigo...
Él, en contestación, alzó un brazo y lo ondeó en el aire. Después desapareció.
Nos pareció que había transcurrido una hora. Probablemente no fue más que un cuarto de hora. Ya no aguanté más y dije:
—Owen, tengo la impresión de que ha debido tener algún problema. Enciende la lámpara, iré a echar un vistazo.
Discutieron conmigo para persuadirme de lo contrario, pero estaba completamente decidido, y si no lo hacía en aquel momento quizá después no tendría arrestos suficientes para ello. De haber habido Furias, Greg ya hubiera estado de vuelta; por tanto, lo más seguro era que tuviera dificultades para sujetar la cuerda. Me metí en el agua, estremeciéndome otra vez su frialdad, y desaparecí por la boca del túnel.
Esta segunda vez fue peor que la primera. La corriente de agua hacia emplearme con mucha más energía que en el camino de ida, e incluso hubo momentos en que creía que retrocedía en lugar de avanzar.
Llegué al otro extremo del sifón. Aún no estoy seguro de cómo lo conseguí. Cuando llegué a la superficie quedé sorprendido de que la luz de la linterna me diera de lleno en el rostro. Hablé un par de veces antes de darme cuenta de que Greg no estaba sosteniendo la luz. Estaba apoyada sobre una roca y nadie alrededor.
Salí del agua y me castañeteaban los dientes. La cueva estaba sumida en el más absoluto silencio. Avancé para recoger la linterna.
No recuerdo haber sentido emoción alguna cuando vi a Greg. Sólo fue como si se me hubieran nublado los sentidos. No podía ser; me produjo la misma sensación de torpeza y aturdimiento que me hubiera producido el resolver una ecuación con una sola solución y que al obtenerla ésta fuera totalmente descabellada. Estaba tendido hacia arriba, a unos cuantos metros del agua. Con las garras todavía clavadas sobre él había una Furia. Greg le había arrancado los ojos al animal y todavía tenía los dedos aferrados a las cuencas vacías. Tenía toda la camisa cubierta de sangre y estaba muerto.
Es fácil suponer lo que ocurrió. Cuando llegó al extremo opuesto del sifón y salió a la superficie se encontró con que todo el recinto estaba completamente tranquilo. Salió del agua y encendió la linterna con el fin de hacer los preparativos para guiarnos a todos los demás. La Furia no hizo ningún ruido, ni siquiera para que Greg se apercibiera de su presencia por el zumbido de las alas. Se limitó a dejarse caer sobre él desde alguna estribación de la roca y lo hizo con el silencio y la contundencia de una piedra...
Tal vez Greg enviara a algunas gentes a la muerte, no soy yo quién para juzgarlo. Pero su final fue el más duro y el más solitario; más que el de nadie. Nadie para ayudarle. Sólo la oscuridad a su alrededor, la luz de la linterna y el silencio de la cueva; su respiración jadeante y el restregar de sus botas contra la roca. Y aquel bicho sobre él, arañándole y clavándole las garras sobre el pecho...
Estaba todavía con una rodilla clavada en tierra, mirándole, cuando los otros aparecieron por la boca del sifón. Nadie dijo nada, todos quedaron perplejos. Nos limitábamos a formar un grupo y a mirar a Greg. Apartamos a la Furia muerta de encima de él y empezamos en silencio a levantar una tumba de piedras sobre su cuerpo. Cuando hubimos terminado y el mojón tendría aproximadamente un metro nos retiramos. Yo todavía me sentía anonadado, como si formara parte de una profunda tragedia que se me hacía incomprensible. Dije lentamente:
—Sentía... una atracción profunda por las cuevas. Era fácil de comprender por el respeto y admiración con que hablaba de ellas. Creo que hubiera preferido descansar aquí antes que en cualquier otro sitio...
A mis palabras siguió el silencio y continué:
—Cree alguien... ¿Hay algo más que podamos hacer?
Jones «Cocinas», de pie, con la cabeza hundida sobre el pecho y las manos cruzadas por delante, empezó a hablar, despertando leves ecos con sus palabras profundas.
—El Señor es mi pastor; Él me llevó hacia los verdes pastos y me condujo al lugar donde se tienden las aguas mansas...
Esperamos a que terminara. Después nos miró a todos nosotros y dijo:
—Tal vez no era muy apropiada, pero es la única que recuerdo...
—Estuvo muy bien, Jones — le dijo Pete tomándole por el brazo —. Lo hiciste muy bien. Pero es curioso. No parece suficiente. Es como si faltara algo mucho mayor. Una gran ceremonia...
Y llegó la ceremonia.
Al ruido siguió un gran chasquido y noté cómo la roca se movía bajo mis pies. Las rocas empezaron a desmoronarse. Pete se quedó con la boca abierta. Yo noté cómo los pelos se me ponían de punto y me era imposible hablar. El ruido fue muriendo, y después volvió con un estruendo terrible.
Aquella vez pareció ser el caos. Grité:
—¡El temblor de tierra...!
Cogí a Pete por una muñeca y nos pusimos a correr. Jones iba a nuestro lado con la linterna en una mano. Subimos la primera sima y corrimos por los retorcidos pasadizos. La segunda escalera se balanceaba al ritmo de la convulsión; todo el recinto parecía venirse abajo. Vi uno de los enormes pilares que se inclinaba y se perdía en la oscuridad de la sima. Trozos de piedra me cayeron sobre el pecho, y cuando por fin llegué arriba me quedé agarrado a la pared que se estremecía, mientras Pete me gritaba cogiéndome.
—Vamos... Bill... vamos...
Al ponernos en movimiento algo me pasó rozando, y Pete chilló. Era una Furia. Allí arriba estaba plagado de ellas y oía el zumbido de sus alas mezclado con el ruido del temblor.
Al frente se veía la luz del día. Al cruzar la cueva principal vi cuerpos tendidos sobre el suelo, pero no tenía tiempo para pararme a mirar. Owen estaba subiendo todavía el último tramo de escaleras.
Cuando llegamos a la escalera que nos abriría el camino para escalar la última sima una avalancha de piedras caía sobre nosotros. El haberla visto venir nos salvó. Nos quedamos pegados a la pared hasta que el peligro amainó. Seguimos adelante. Llevaríamos pocos metros escalando cuando Jones «Cocinas» pasó por delante de nosotros, con los brazos y las piernas desmesuradamente abiertos. Fue a caer sobre la sima apestada de Furias. Me cayó una piedra sobre la mano, dejándomela medio insensible. Pero seguí atenazando la escalera y llegué arriba. Esperé a Pete y vi cómo algo le daba de lleno en un costado. Ella lanzó un grito y la escalera dio una sacudida mayor que nunca; el temblor de tierra terminó con la misma rapidez con que había empezado.
—Pete, ¿estás herida? Asintió, mordiéndose los labios.
—¿Dónde?
—Se me han debido romper algunas costillas. Cristo...
—Tenemos que salir de aquí antes de que haya otro temblor de tierra...
—No puedo...
—Pete, por favor...
Una vez fuera me senté sobre la hierba y dejé descansar la cabeza entre las manos. Pete estuvo tumbada durante un minuto boca abajo y después se levantó y empezó a vomitar. Me acerqué a ella y la sostuve, rezando para que no vomitara sangre. No fue así, ni sangre ni nada porque no llevaba nada en el cuerpo. Cuando los espasmos terminaron la dejé tumbada en el suelo y pude comprobar que se había roto alguna costilla. Pero era de una importancia vital salir de allí. Alejarnos de las cuevas. A excepción del cuchillo que Pete llevaba en el cinturón estábamos totalmente desarmados, y en cualquier momento el cielo podía llenarse de avispas. Y si eso ocurría no habría remisión para nosotros.
Me puse en pie, tembloroso. La tarde declinaba; habíamos estado en Chill Leer más de veinte horas. Todo era tranquilidad en los alrededores; la colina se teñía de oro a la caída de la tarde.
Ayudé a Pete a caminar hasta donde habíamos dejado los coches y con el mayor de los cuidados la subí a uno de ellos. Antes de subir yo mismo miré hacia atrás para echar un último vistazo a la boca de la cueva. Greg Douglas yacía bajo una tumba tan enorme e impenetrable como pudiera haberse imaginado nunca un ser humano. E igual Jones «Cocinas» y una docena más. A partir de aquel momento la tranquilidad de aquel lugar nunca volvería a quebrantarse. Ni aun en un millón de años...
Puse el coche en marcha y nos alejamos sin pensar en las avispas. En cierto modo, me alegraba de alejarme de las cuevas y continuar la vida.
Ya se había ocultado el sol casi por completo cuando divisamos un grupo de masías; eran tan pocas que ni siquiera se le podía comparar a un poblado. Paré el motor y me mantuve a la escucha. Estaba seguro de que aquel lugar estaba desierto; se me había desarrollado un sexto sentido para esta clase de cosas. Nos acercamos más y ayudé a Pete a entrar en la primera casa. El entrar fue fácil; la puerta principal había quedado destruida y colgaba de un solo gozne.
La casa no tenía más que un par de habitaciones. En una de ellas había un viejo petate. Dejé allí a Pete y salí para ir a esconder el coche. Después empecé a buscar por el interior de las casas; no tuve mucha suerte. Habían sido todas saqueadas y destruidas y no quedaba nada. Encontré solamente un bote de leche condensada y una botella llena hasta la mitad del coñac del más barato. Se los llevé a Pete; con una piedra hice un agujero en el bote y en un vaso puse leche. Lo terminé de llenar de coñac y se lo di; no sabía si eso podría hacerle bien o mal, pero pareció calmarla. Estaba medio dormida o semiinconsciente. Encontré algunas sábanas, le hice quitarse sus ropas mojadas y la arropé lo mejor que supe. Hice fuego en la cocina y estuve media noche sentado junto a la lumbre secando las ropas de Pete y las mías. No faltaría mucho para el amanecer cuando me quedé medio dormido y tuve unos sueños horribles.
Oí un ruido y reaccioné inmediatamente. Media docena de avispas pasaban volando bajo muy cerca de nosotros, pero no prestaron atención a la casa. Agradecí a Dios que el fuego se hubiera apagado y el haber escondido el vehículo.
El encontrar comida me tuvo bastante preocupado. Había algunos conejos y gallinas por los alrededores, pero se habían vuelto salvajes. No podía ni acercarme a ellos. Busqué por las masías vecinas otra vez y encontré algo en lo que no había reparado antes: medio metro más o menos de goma elástica en perfecto estado, que me podría servir para hacerme un tirachinas. Y así fue; era bastante rústico, pero funcionaba. Ni aun de niño no había jugado nunca con un aparato de aquellos, pero ahora tendría que aprender pronto. Por fin conseguí coger una liebre. Y me costó más de un par de horas el prepararla y guisarla. Encontré sal y algunas zanahorias salvajes en uno de los jardines. Las puse junto con la carne y el resultado no fue malo del todo. El guiso lo hice en una masía muy apartada; si el olor y el humo llegaban hasta las Furias y éstas me cogían, a] menos Pete podría salvarse. Estaba todavía muy enferma; la tuve que obligar para comer, y aun así no probó más que un par de cucharadas. Le di lo que quedaba del coñac y me preparé para pasar la segunda noche, arreglando sobre todo la puerta lo mejor que pude. Pasé la mayor parte de la noche despierto; no oí a las Furias, pero sí a un perro que ladraba a lo lejos.
Y allí estuvimos escondidos cinco días. Por la mañana del sexto día Pete me dijo que se encontraba lo suficientemente bien como para viajar; lo puse en duda, pero ella insistió. Si teníamos que marcharnos, cuanto antes mejor.
A la caída de la noche saqué el vehículo de donde lo había escondido y lo llevé junto a la casa. Encontré un viejo jersey para Pete. Tuve que ayudarla a ponérselo porque no podía levantar el brazo por encima del hombro; pensé que el vendárselo le haría bien, ya que era lo que la gente solía hacer con las costillas dañadas. Probé de hacerle un vendaje con tiras que corté de una sábana, pero sólo el hecho de tocarla le causaba tanto dolor que tuvimos que dejarlo. La subí al vehículo y nos pusimos en marcha con la confianza de que encontraríamos una carretera que nos llevaría hacia la costa.
Los dos días siguientes fueron malos. La tierra, hacia el sur de los Mendips estaba plagada de nidos y de simbos que iban en todas direcciones trabajando para las avispas. Era imposible hacer uso de las carreteras principales; no nos quedó más remedio que ir hacia el este. A la segunda noche, cuando empezaba a hacerme ilusiones de poder llegar hasta la costa, se reventó una rueda del vehículo.
Y no llevábamos ninguna de repuesto.
Continué rodando sobre la llanta durante más de media hora, pero no podía ser; me era muy difícil dominar el vehículo y el traqueteo le hacía mucho daño a Pete. Sería mejor continuar a pie. El amanecer nos encontró en la inmensidad de aquellas tierras y el sol empezó a quemar cuando llevaríamos más de una hora andando. Nos detuvimos a la sombra de unos matorrales. Yo había llevado una botella de agua que compartimos, y continuamos la marcha. Al cabo de otra hora Pete terminó por decirme que no podía continuar más. Nos escondimos en el mejor sitio que encontramos, aunque no ofrecía muchas garantías. Hacia mediodía Pete me sacó del estado de sopor en que había caído. Me senté, me restregué la cara y lo único que pensé fue en si se habría terminado el agua.
—¿Qué hay, encanto? — dije.
No me contestó, pero levantó una mano y señaló al frente. Vi el brillo del horizonte y durante un minuto no vi nada más. Pero pronto distinguí unos puntos brillantes que subían y bajaban para ir a posarse sobre la hierba. Furias. Se hallaban por todas partes, a la derecha y a la izquierda, y se perdían en la distancia.
Pete se humedeció los labios con la lengua.
—Ahí están los nuestros, Bill; nuestras amiguitas...
Yo continuaba mirando a las avispas. Parecían estar mordisqueando, explorando cada palmo de terreno, pero se veía a las claras que no hacían uso de su inteligencia.
—Tal vez eso no tiene nada que ver con nosotros. A lo mejor es uno de sus juegos. Negó con la cabeza.
—Encontraron el coche. Deberíamos haberlo escondido. Nos buscan a nosotros... Será mejor que te vayas tú...
—¿Y qué demonios te crees que vas a hacer tú? Sacó el cuchillo que llevaba en el cinturón.
—Yo puedo cazar a una de ellas... vete, Bill. Vete ahora que aún estás a tiempo...
Las avispas se acercaban. Avanzaban con lentitud, pero inexorablemente. Era muy probable que nos vieran en cuanto nos pusiéramos en movimiento, pero tampoco podíamos quedarnos allí sentados y esperar. Y ya estaba cansado de hacer heroicidades. Cogí a Pete por la muñeca. Quiso abrir mis dedos con la mano que sostenía el cuchillo.
—¿Qué estás haciendo?... Bill, maldito seas... vete...
—Deja de hacer la imbécil. Y aleja el cuchillo antes de que nos hagamos daño uno de los dos...
Se rebatió y dejó caer todo el peso de su cuerpo contra el suelo para que no la pudiera llevar.
— No...
—Haz lo que te dicen... — le grité en voz baja. La verdad es que no esperaba que me obedeciera, pero lo hizo al fin. Nos fuimos alejando. No había ningún sitio donde escondernos, y estoy seguro de que las Furias debieron vernos. Pero no alzaron el vuelo para dejarse caer sobre nosotros. ¿Por qué no lo hicieron?
Continuamos caminando durante toda la tarde, descansando cuando nos fallaban las fuerzas, y contemplando la danza interminable de los insectos tras de nosotros. Tantas veces como nos dejamos caer para descansar pensé que Pete no llegaría a levantarse más, pero llegado el momento, en un esfuerzo supremo, se ponía otra vez en marcha. Pete no se quejaba, y no tenía fuerzas ni para hablar. Su rostro parecía el de un cadáver, con la única diferencia de que estaba transido de un sudor frío. Pero la llegada del día siguiente pareció darle renovadas energías. Se movía tan rápidamente como yo, y aún más de prisa, arrastrando su cuerpo hasta el límite de la resistencia, dándole todo el dolor que pudiera soportar hasta que llegara el momento de que le aliviara la muerte. Era su Camino de la Cruz. Escogía deliberadamente el peor camino para ella, saltando desniveles, y abriendo el camino en los zarzales. Yo caminaba con paso incierto, y ella me esperó e incluso trató de sonreír. Le hubiera pedido que fuera más despacio, podernos parar, hacer cualquier cosa menos lo que se hacía a sí misma, pero no me hubiera escuchado. Ya no.
Continué caminando, pero era inútil. Habíamos sido anacrónicos desde un principio, fuera de la ley en un mundo extraño. El mejor medio de terminar era que nos mataran, a los dos a la vez, pero que lo hicieran rápido...
Una carretera apareció ante nuestros ojos. Discurría por ambos lados de donde estábamos. Aquello pareció darnos aliento, pero al aproximarnos, las avispas quedaban tan cerca de nosotros que incluso podíamos apreciar el brillo de su cuerpo y el grisáceo de sus alas. Di media vuelta. El primer grupo de ellas estaba a tan escasa distancia que podrían caer sobre nosotros en un instante.
Pete se quedó donde estaba, y se dejó caer de rodillas. Se abrió la camisa, dejando al aire su pecho, mientras el pelo le cubría completamente el rostro y el sudor le resbalaba por el cuerpo. Me miró y luego se volvió hacia las avispas:
—Bastardas — decía —, bastardas... Ni tan siquiera tienen que volar, Bill. Casi es mejor así, será más lento...
Oímos el ruido de un motor.
Era un viejo camión de aspecto desastroso; la cabina era cuadrada y alta y los laterales suplementados con tablas que se balanceaban por el traqueteo. El camión se detuvo frente a nosotros y el chófer saltó de la cabina. Era un hombre pequeño, de facciones rudas, que vestía unos pantalones sucios y un «sweater». Se quedó mirando alrededor y después gritó:
—Si están por ahí, salgan inmediatamente. ¿Dónde están?
Nos escondimos detrás de unos matojos. De pronto Pete se levantó. Blandía el cuchillo nuevamente en la mano:
—Aquí estamos, amigo. ¿Qué le pasa? Corrió hacia nosotros:
—Dense prisa, por lo que más quieran... no tenemos ni un minuto que perder...
Le seguí sin entender una palabra. Los grupos de avispas estaban muy cerca. Él ya estaba bajando el lateral posterior del camión; levanté a Pete como pude y la subí; y yo tras ella. Había una pila de sacos y un montón de paja. Nos cubrimos con ella. Antes de que estuviéramos completamente cubiertos, el camión ya estaba en marcha. Unos minutos después me di cuenta de que habíamos logrado escapar.
No hubiéramos sabido decir hacia dónde nos llevaba. Pero al cabo de un rato el camión se detuvo. No es que se estuviera muy bien en aquella postura y casi sin aire para respirar, pero no hicimos ni un solo movimiento mientras cargaban más sacos sobre la caja y al lado nuestro. Después el camión se puso nuevamente en marcha.
A un kilómetro aproximadamente de allí, tomamos una curva muy cerrada, y yo me abrí paso hasta el lateral de camión para mirar. Pete vino tras de mí; un segundo después me apretó el brazo con fuerza; y pronto oí el ruido que le había llamado la atención a ella momentos antes. Ese ruido lo había oído antes, y demasiado a menudo para poderlo confundir. Por encima de nosotros se alzaba una ciudad de avispas.
Pete empezó a debatirse para saltar del camión. Yo la sostuve. Era demasiado tarde para reaccionar; estábamos completamente rodeados de Furias. Entrábamos en un complejo de nidos; era la ciudad más grande que había visto nunca.
El camión se detuvo. Tenía la garganta seca y el sudor me corría por el rostro. El conductor se acercó a la parte trasera del camión y volvió a bajar el lateral. Yo abrí la boca para decir algo pero el simbo, me contuvo con sequedad:
—No se puede hablar aquí — dijo —. Venga, de prisa... No hagan caso de las avispas, ahora no les harán ningún daño...
El rostro de Pete mostraba una palidez mortal, y llevaba la mano apoyada sobre el cinturón cerca del cuchillo. Seguimos tras el guía por un túnel lleno de recovecos. De vez en cuando nos hacía señas para que nos diéramos prisa.
Después de mucho sudar y de cruzar por los lugares más extraños llegamos a una habitación alta y aireada, donde había no obstante el mismo olor, desconocido para los, que nos había acompañado a través de los túneles. Había grandes ventanales que iban desde el suelo hasta el techo. Frente a uno de ellos, había un hombre sentado. Era un hombre de edad avanzada, con el pelo lacio y muy blanco. Vestía unas sandalias de cuerda, pantalones un tanto usados, e iba en mangas de camisa. Se levantó al entrar nosotros, sonriendo ligeramente:
—Gracias, John — dijo —. No creo que tenga nada más para ti por ahora — después se dirigió a nosotros —. ¿Siéntense, por favor, quieren? — Ahora la sonrisa se hizo más amplia —. Por el aspecto que traen me parece que no les iría mal un trago...