Capítulo III
Me noté la barba muy espesa, y me dolía todo el cuerpo como si hubiera dormido sobre un lecho de espinos. Me hallaba totalmente dispuesto a enfrentarme con todas las Furias que fuera necesario con tal de no tener que permanecer por más tiempo en aquel maldito sótano. Tuvimos que caminar sobre unos diez centímetros de agua helada, para poder llegar hasta las escaleras; abrí la puerta hasta el mismo límite que lo había hecho antes, y Jane se asomó. Ni el menor atisbo de vida.
—Creo que todo va bien. Saldré a echar un vistazo — dijo Jane.
—No, tú no.
—Pero alguien tiene que salir primero.
—Sí, pero ésa no serás tú. Aquí, «Sek».
Subió las escaleras, y se me quedó mirando. Señalé el canto de la puerta.
—Vamos, chica.
Dudó unos instantes, y después se escurrió al exterior. No se oyó el menor ruido. Poco después se oyó el estrépito de cascotes que caían. Esperamos oír los ladridos o el fragor de un combate. Pero todo continuó en calma. Al cabo de unos minutos hice un gesto de asentimiento a Jane.
—De acuerdo. Supongo que todo debe ir bien. Antes de nada quita lo que haya detrás de la puerta para que yo pueda salir.
Se deslizó al exterior, y empezó a remover todo lo que había caído al otro lado de la puerta. Cuando la hubo despejado bastante forcé un poco y conseguí salir.
No sé qué es lo que esperaba ver, pero sí sé que quedé terriblemente sorprendido. Quedé paralizado. La casa no tenía tejado, dos muros habían caído totalmente, y de un tercero no quedaba más que la mitad. Todo había quedado reducido a un caos, desde el que no se divisaba más que árboles y campos. Mi tablero de dibujo, un perchero con una chaqueta colgada de uno de los extremos, y la puerta de la cocina, yacían en el suelo. El aire era reposado y dulce, y el sol del amanecer cubría los campos, tiñéndolo todo de oro.
—Bueno, fue una buena casa mientras se mantuvo en pie — dije. Me senté sobre un montón de ruinas, y encendí un cigarrillo. Jane vino junto a mí y apoyó una mano en mi hombro, mirando hacia el suelo con el ceño fruncido. Hubo un momento en que tuve la impresión de que había perdido el habla. Terminé el cigarrillo y lo tiré lejos. Hubiera querido quedarme sin moverme, en donde estaba, pero eso no serviría de nada. Teníamos que tomar una determinación, decidir qué íbamos a hacer. Hice cuanto pude por recordar que al fin y al cabo habíamos tenido suerte; sin lugar a dudas, el temblor de tierra nos había salvado la vida.
Cambiamos impresiones sobre nuestra situación tranquilamente. El silencio era total y aplastante; ni coches ni aviones. Daba la sensación de que toda la región, o al menos los alrededores hubiesen sido gravemente afectados. Y era totalmente indeterminado el número de Furias que afilaban sus insaciables aguijones, para matar en cuanto hallaran un ser humano a su alcance. Jane me propuso que podríamos trasladarnos a Brockledean, y allí escondernos durante algunos días, teniendo en cuenta, sobre todo, que su casa estaría bastante bien provista de alimentos que cubrirían de largo nuestras necesidades y que además había sótanos que a buen seguro serían virtualmente inexpugnables. Pero al fin decidimos que lo mejor sería quedarnos por allí, al menos durante aquel día, y esperar los acontecimientos, si los había; si todo continuaba en calma y veíamos que el peligro se había alejado, podíamos arriesgarnos, más tarde, a cruzar los campos. Jane vigilaba, mientras que yo excavaba entre los restos de la despensa. Conseguí desenterrar unas rebanadas de pan y un par de latas de carne, con la gran ventaja de que en ellas había abrelatas acoplados. Las abrí, le di una a «Sek» y nosotros comimos la otra, rociándola con cerveza. No es que fuera un desayuno extraordinario, pero era lo mejor que teníamos. Después, nos dirigimos hacia la parte posterior de la casa en busca del coche. Cualquier esperanza que hubiera podido concebir de sacarlo de aquí para hacer uso de él, se disipó de inmediato. El parabrisas se había roto en mil fragmentos y no cabía la menor duda de qué era lo que le había sucedido. Las Furias, evidentemente, habían hecho uso de sus tácticas devastadoras, igual contra los coches que contra los edificios.
Estábamos todavía de pie junto al coche, cuando oímos un ruido sordo en la distancia. Corrimos hacia la relativa seguridad que nos pudiera dar el sótano. Antes que entráramos en él vimos tres Furias; pero comprendimos inmediatamente que no tenían ningún interés puesto en nosotros. Se estaban lanzando sobre algo que corría bajo ellas; al acercarse más vi que su presa era un par de aterrorizadas ovejas. Las fueron persiguiendo hasta que llegaron a unos doscientos metros de donde estábamos, en el campo que se extendía tras la casa. Contemplamos la escena con toda precaución; Jane se mantuvo con ambos puños cerrados sobre la boca, reprimiendo un grito de angustia, hasta que las ovejas dejaron de patear en sus estertores de agonía. Las avispas, como si de un rito se tratara, dieron varias vueltas alrededor de los flácidos cuerpos pinchándolas repetidas veces con las antenas. Después comenzaron a descuartizar los animales. Cumplieron con su cometido de prisa y con eficiencia. Al cabo de poco rato, llegaron cuatro bestias más, cogieron enormes trozos de carne sangrienta entre sus mandíbulas y se lanzaron hacia el oeste. Media hora después, se habían ido todas, no habiendo quedado sobre la hierba más que los pellejos. Hasta entonces no había podido tragar saliva; al menos, lo que había visto, me resolvía algunas dudas sobre sus exigencias alimenticias. Si por mi mente había pasado alguna vez la idea de que solamente acechaban a las ciudades, la deseché de plano.
En aquellos momentos no podíamos hacer otra cosa que esperar. Las Furias raramente dejaban de estar al acecho; era raro no oírlas casi constantemente, produciendo un ruido parecido al de los coches en un circuito de carreras. Menos mal que los temblores de tierra no se repitieron. A mediodía volvimos a recorrer juntos las ruinas; la estufa funcionaba todavía, de manera que pusimos agua a hervir para hacer café, convencidos de que con ello no corríamos ningún riesgo. Por la tarde un escuadrón de insectos, en el que debía haber más de una docena, voló en línea recta por encima de la casa; nos dispusimos a cobijarnos, pero comprendimos antes que no importábamos lo más mínimo en aquella ocasión y no tardaron mucho en desaparecer de nuestra vista. De vez en cuando intenté captar alguna noticia por la radio; localicé una emisora francesa, otra española y lo que me pareció ser una alemana, pero absolutamente nada en inglés. Las emisoras de la BBC habían quedado en el más profundo silencio.
Oímos algunos disparos que me parecieron proceder de armas automáticas. El ruido llegó hasta nosotros claramente, lo cual nos dio un leve atisbo de esperanza; reconfortaba el saber que alguien, desde algún sitio, tomaba una actitud ofensiva. Continuamos a la escucha hasta bastante después de que hubieran cesado los disparos, pero no se oyó ningún otro ruido.
Creo que serían aproximadamente las cuatro de la tarde cuando Jane volvió la cabeza rápidamente y alzó la mano. «Sek» se levantó y vino junto a nosotros y se quedó mirando fijamente hacia el camino. Permanecimos inmóviles durante unos momentos, después nos miramos el uno al otro sin mediar palabra y después me levanté y corrí hacia la verja de entrada. Creo que nunca me había i alegrado tanto de ver a alguien como en aquella ocasión.
Un coche blindado descendía por el sendero. Se acercaba pausadamente, a una velocidad que no creo que sobrepasara los diez o quince kilómetros por hora. Distinguí el morro impresionante del cañón de largo alcance, la tórrela de mandos y en ella el ametrallador. Los dos hombres que asomaban por la tórrela me pareció en un principio que llevaban fusiles ametralladores, pero luego me di cuenta de que eran lanzallamas. No es que hubiera manejado uno solo en mi vida, pero eran perfectamente reconocibles por las asas y los artefactos que llevaban los dos hombres al hombro. Me dio la impresión de que el Ejército hubiera tomado la determinación de hacerse cargo de un modo absoluto de la situación.
Jane se puso a correr por delante de mí, con «Sek» pegada a sus talones. El vehículo se detuvo frente a la verja, cubriendo con su envergadura casi todo el camino. El de mayor graduación de los dos parecía muy joven; no llevaba gorro y su pelo lacio le cubría casi por completo la frente. Para hacerse entender, a causa del ruido del motor, tuvo que gritar:
—¿Son muchos ustedes ahí?
—Nosotros dos solos.
—¿Hace mucho que están aquí?
—Desde que empezó el temblor de tierra. Esta es mi tasa. O era, mejor dicho.
—Ha sido mala suerte — dijo con cortesía —. ¿Han visto avispas?
—Unas cuantas. No se han acercado mucho. Habló a través del intercomunicador y el motor se detuvo. Salió de su posición y saltó a tierra.
—Manténgase en constante vigilancia no quiero sorpresas.
—Entendido, señor.
Se enjugó el rostro con el dorso de la mano, metió la mano en el bolsillo y sacó un paquete de cigarrillos.
—¿Tienen agua? Necesitamos agua y gasolina con toda urgencia.
—Pues tenemos un sótano completamente lleno de agua — dije —, de manera que pueden servirse a su comodidad. El garaje más próximo está a unos dos kilómetros de aquí, en Brockledean. A propósito, me llamo Bill Sampson, y ésta es la señorita Beddoes-Smythe.
Jane dijo continuando el formulismo:
—Encantada de conocerle, teniente. Y doy gracias a Dios de que el Ejército esté aquí.
Se la quedó mirando por un momento. Después dijo:
—Mi nombre es Connor, Neil Connor. Encantado de conocerles — se volvió hacia el vehículo y continuó —: Alan, traiga un par de latas, ¿quiere? Lo primero de todo, vamos a ocuparnos del agua.
El conductor saltó de la trampilla.
—¿Querría indicarnos dónde está el agua, señor?
—En el sótano — se apresuró a decir Jane —. Es bastante difícil entrar, porque la puerta está bloqueada. ¿Le acompaño?
—Pues claro que sí, encanto — asentí.
—Por aquí, por favor — le dijo al conductor, poniendo en la inflexión de voz y en los modales la misma severidad que si se hubiera tratado de acompañar a un invitado en una reunión de alto raigambre. Se alejaron y los perdimos de vista al dar la vuelta en una de las esquinas de la casa.
—Teniente— dije —, ¿podría darme usted una idea de cómo van las cosas?
—Bien me gustaría, muchacho — respondió —. Si le he de decir la verdad, yo soy el primero a quien le gustaría saberlo. Ustedes son los primeros a quienes hemos visto hoy. Vivos, me refiero.
Pasó por mi mente una idea horrible:
—¿No están ustedes solos, verdad?
—¿Un cigarrillo? — me dijo.
—Gracias... Lo encendimos.
—Lamento desalentarle — me respondió —, pero no estamos más que nosotros solos. Y creo que aún podemos considerarnos muy afortunados al poder contar con medios operacionales.
—¿De dónde vienen?
—Nos hallábamos de maniobras — me respondió evasivamente —. Un par de «Saladins», media docena de «APC» y unos cuantos aparato» de artillería ligera. —Dudó unos instantes y continuó—. Estábamos en el Llano, a unos doce kilómetros de aquí, cuando empezó el temblor de tierra. Notamos una sacudida. Y antes de que pudiéramos darnos cuenta, ya teníamos las avispas encima de nosotros. Casi se salieron con la suya. No había forma de combatirlas; estaban en todas partes al mismo tiempo.
—¿Y qué ocurrió? — tardé en decir a causa de la sequedad que sentí de pronto en la garganta.
Volvió a hacer una pausa, pero daba la impresión de que una vez lanzado a hablar no pudiera detenerse:
—Mi aparato fue el único que salió bien. Conseguimos sacarlo de aquel maldito infierno. Pero al cabo de un momento nos dimos cuenta de que no habíamos ganado nada. En primer lugar nos habíamos metido en una lucha desesperada contra aquellos bichos, y al ver que no sacábamos nada en limpio, quisimos alejarnos, cuando nos pareció que ya los habíamos esquivado, volvieron a caer sobre todos nosotros. Por fin salimos de allí, no sé cómo. Esas bestias han causado unos daños inmensos. No hay ni una sola ciudad intacta a diez kilómetros a la redonda. Fue una suerte que lleváramos con nosotros los lanzallamas. Es lo único que los detiene. No pudieron aguantar nuestro ataque mucho rato. Cayeron a cientos. No he podido ponerme en contacto con nuestra base desde la noche pasada. Dios sabe lo que habrá ocurrido allí.
Un escalofrío me atravesó la espalda. La llegada del Ejército nos pareció en un principio que sería el fin de nuestras preocupaciones, pero la verdad era que no estábamos mejor que antes. Jane y el chófer volvieron cuando todavía estábamos hablando.
—¿Les gustaría a ustedes tomar un té, teniente? Creo que no les iría mal un rato de descanso.
Miró su reloj de pulsera y se encogió de hombros:
—Ahora ya da lo mismo. Ya no llegaremos a Swyreford antes de que oscurezca. ¿Qué le parece, Alan?
—Como usted guste, señor.
—Nos encantaría que se quedaran — insistí.
Continuamos la conversación en lo que antes fuera la cocina. Me senté sobre un montón de escombros, con «Sek» a mis pies. Neil lo hizo sobre un cajón resquebrajado y el chófer se recostó sobre lo que quedaba de un muro.
—Entonces, ¿los prejuicios son considerables? Neil encendió su segundo cigarrillo:
—Hemos pasado casi todo el día para recorrer diez kilómetros. No hemos encontrado más que grietas inmensas por todas partes. Si no queríamos exponer nuestro vehículo, y a nosotros mismos, a graves riesgos, tuvimos que retroceder infinidad de veces para dar un rodeo. Las avispas, como es lógico, estuvieron a nuestro acecho la mayor parte del tiempo. Al principio nos defendimos bastante bien con los lanzallamas, pero hubo un momento en que nos atacaron a ras de suelo y tuvimos que defendernos disparando hacia abajo. Quedamos inmovilizados, ya que esas bestias se lanzaron en grupo tan nutrido contra nosotros, que en modo alguno pudimos hacer uso de las mirillas de observación. Ni siquiera podíamos conducir. De no haber renunciado a su ataque todavía estaríamos allí.
—¿Y por qué se fueron?
—No me lo pregunte. No tengo ni la menor idea de lo que bulle en sus asquerosos cerebros. De momento estaban todas sobre nosotros de un modo feroz, y un instante después alzaron el vuelo y se alejaron. Pero se fueron todas, todas de una vez, como si atendieran a una orden dada desde algún sitio. Sólo dejaron a uno de los suyos encima del vehículo, presto a caer sobre nosotros en cuanto saliéramos al exterior. Muy inteligentes. Desgraciadamente para ellas oímos sus pisadas; abrimos con todo cuidado y sigilo y la abrasamos a quemarropa antes de que pudiera reaccionar. Los lanzallamas es lo único que parece causar efectos sobre esas bestias, aunque en realidad no parecen importarles mucho.
Subrayando sus palabras, llegó a nuestros oídos un ruido estremecedor. La casa se estremeció; por algún rincón de ella algo había caído al suelo. Todo pareció temblar. «Sek», que continuaba a mi lado, entreabrió el hocico. Lo sostuve por el collar; el temblor de tierra se disipó sin mayores consecuencias.
Respiré profundamente y dije:
—¿De manera que se dirigen ustedes ahora a Swyreford?
—Sí. No nos queda otro recurso. En esta situación nos hallamos completamente impotentes e indefensos.
—¡Santo Dios! Creíamos que nos hallábamos en una situación desesperada. Pero ustedes tienen un carro blindado.
Sonrió a Jane plácidamente y se volvió hacia mí para decir:
—Y ustedes, ¿qué es lo que van a hacer?
Estaba tratando de dominar la intensa sensación de pánico que me había invadido. Era imposible hacerse cargo de la situación de un modo rápido, y estaba empezando a percatarme de la magnitud del desastre,
—No lo sé, teniente — respondí —. Francamente, no sé qué es lo que más nos conviene hacer.
Jane se puso en pie con la taza en una mano:
—¿No podrían llevarnos con ustedes?
—Ahí no hay ni el menor resquicio útil para pasajeros — sonrió de un modo que parecía querer disculparse —. Lo siento.
Me miró fijamente un instante, y se volvió de nuevo hacia él:
—¿Y es el suyo el único carro? ¿No hay otros? Dudó unos instantes antes de responder.
—De acuerdo, creo que a usted ya se puede hablar con sinceridad. No, Jane, no hay más blindados. Las avispas cayeron sobre ellos anoche.
—Jane, ya nos ha explicado el teniente lo ocurrido —intervine—. Ya sabes que fueron ellos los únicos en salir bien librados. La estricta misión del teniente es volver a su base.
—¿Y dónde están, pues, todos los demás?
—Diseminados por el Llano. No hay conduc... — Una idea asaltó mi mente e hice una pausa —. No hay conductores.
Jane pareció haber captado mi pensamiento:
—Podrían ustedes llevar a Bill hasta allí y él conduciría uno. Condujo tanques en el Ejército, ¿verdad. Bill?
Neil me miró con severidad:
—¿Es verdad eso, señor?
—Pues, sí. En el servicio militar.
—¿No querría usted verme fusilado, verdad? — me dijo —. Ya se han puesto suficientemente mal las cosas como para que ahora las empeore llevándoles con nosotros. Yo bien quisiera, pero ni las ordenanzas, ni la situación actual me lo permiten. Tendría que pagar con mi vida una decisión parecida. Gracias, pequeña — Se lo dijo a Jane cuando ésta le entregó una taza de té.
Ella volvió al sitio que ocupara antes y se echó hacia atrás su pelo negro.
—Siento que no haya una cucharilla, pero nos ha desaparecido toda la cubertería. Si nos deja aquí, nos matarán.
Empezaba a ver un medio de salir de allí, aunque no sabía a ciencia cierta cómo.
—No insistas, Jane — dije.
—No me importa insistir dada la situación en que nos hallamos — su voz era sobria, pero un tanto temblorosa.
—Termínate el té, ¿quieres, encanto? No nos ocurrirá nada.
Se levantó y se alejó malhumorada. Volví a mirar a Neil:
—¿Y de dónde demonios proceden esas bestias? Creí que ya habían sido totalmente barridas.
No había dejado de mirar a Jane. Después se volvió hacia mí un tanto sorprendido por mi pregunta:
—No lo sé. Las que nos atacaron aparecieron ayer de repente, y no hicimos más que avanzar un poco, y se lanzaron contra nosotros.
Nos pusimos en pie y caminamos juntos hacia el Saladin. En el momento en que iba a meterse en su puesto en la tórrela, se detuvo para volverse hacia mí y decir:
—¿Quién es esa chica?
—Es la hija de los dueños de la casa grande que hay al otro lado del pueblo. Pero allí no están más que el ama de llaves y su marido. A juzgar por lo que me han dicho ustedes, creo que será mejor que se quede conmigo.
—¿Y sus padres, dónde están?
—En el extranjero.
—Humm... Mucha responsabilidad. Es una jovencita que vale mucho. Cuídela bien.
—Así lo haré.
Se mordió el labio inferior, mientras permanecía pensativo:
—Mire, no sabe hasta qué punto me es enojoso el tenerme que marchar así, pero no me queda más remedio. Será mejor que permanezca cubierto el mayor tiempo posible, y si ven acercarse a alguna de esas bestias, no hagan el menor movimiento. Le garantizo que a la menor oportunidad que tenga mandaré a alguien para hacerse cargo de ustedes. Sin embargo, tampoco deben contar firmemente en ello. Es imposible predecir lo que ocurrirá a partir de ahora.
Hice un gesto con la cabeza para señalar el lanzallamas:
—¿No era de maniobras donde iban ustedes, verdad? Frunció el ceño para responder:
—Creo que tiene usted derecho a estar al corriente de la situación tanto como nosotros. Evidentemente no trajimos esto con nosotros para calentar los calderos de campaña. Se dispuso que debíamos ponernos en movimiento tan pronto como empezó el temblor de tierra. Desgraciadamente fu irnos atrozmente derrotados. Si a las otras unidades que salieron en idéntica misión no les ha ido mejor que a nosotros, debo confesar que nos hallamos metidos en el peor de los conflictos. Sabemos que hay un buen número de nidos que han tomado como centro operacional el Llano, y también se han localizado algunos en New Forest y otros en Somerset. En New Forest apenas si queda un solo «pony». En el oeste, ya no hay ovejas, y ayer tuvimos noticias de que se habían localizado tres ciudades desiertas — extendió las manos —. Desiertas totalmente vacías. Las últimas noticias que tuve decían que algunas unidades móviles las estaban ocupando. Se nos ordenó que procuráramos mantener la situación lo más apaciblemente posible, pero la verdad es que en las circunstancias en que nos hallamos, tales ordenanzas parecen un poco fuera de lugar. Cualquier decisión que se adopte ya es suficiente para mantenerle a uno inquiete por algo. Lamento no poderle describir un cuadro mejor y más agradable — extendió la mano —. Adiós y buena suerte. — Unos minutos después, el «Saladin» produjo un ruido infernal al ponerse en marcha y se puso en movimiento hacia Brockledean.
Continué en la puerta hasta que lo perdí de vista, y después me volví hacia la casa. Estaba sudando; no me cabía la menor duda de qué era lo que había ocurrido a los animales de las granjas. Se podía ver con bastante profusión los campos sembrados de pellejos, en los lugares exactos donde las Furias habían hecho su aparición. Tenía la horrible sensación de que les hubiera ocurrido lo mismo a las gentes que se habían echado de menos en los poblados. Lo que me había contado el teniente, hacía todavía más imperativa la necesidad de salir de allí. Nos hallábamos justo en el centro de una situación muy comprometida y horrible, y tenía que sacar de allí a Jane conmigo, en tanto fuera humanamente posible. Ya hacía demasiado tiempo que estábamos allí sin tomar una decisión definitiva.
Jane se me acercó.
—¿Qué es lo que dijo antes de marchar? — me preguntó —. Daba la impresión de estar terriblemente serio.
—Así era — confesé —. Vamos adentro un momento. Quiero hablar contigo.
—Me llegué a hacer la ilusión de que todo estaba solucionado. Cuando vi el vehículo acercarse...
—Sí también me ocurrió eso a mí. Pero creo que podemos hacer algo para mejorar nuestra situación. — Le expliqué a grandes rasgos lo que Neil me había contado. Me escuchó sin interrumpirme ni un solo momento. Cuando terminé, dijo:
—Mi opinión es que tenemos que salir de aquí lo antes posible. Pero antes de nada tendré que ir a Brockledean a casa de los Carter.
—Eso ya lo haremos — asentí —. Pero ahora no. Lo primero de todo debo ir a apoderarme de uno de esos malditos carros de combate de que hablaba el teniente. Eso en el caso de que sepa encontrar el campamento.
Me miró con viveza y contestó:
—Estaba segura de que lo harías y por eso me callé y no quise hablar más de ello. De todas formas creo que se armaría un buen lío si nos cogen. Al fin y al cabo esos aparatos son propiedad del Gobierno. Dijo que podrían fusilarle a uno por ello, y probablemente no estaba bromeando.
—Ya nos ocuparemos de eso más adelante — la interrumpí —. Ahora lo que quiero es que te quedes aquí. Tan pronto como vuelva...
—Iré contigo — se apresuró a decir.
—No. Lo siento, encanto. No tendría sentido el que arriesgáramos el cuello los dos.
—Pero...
—No hay peros. Está decidido. No hagas las cosas más difíciles, Jane.
Empezó a discutir nuevamente y la hice callar. Consideré que había llegado el momento de que me escuchara con toda atención:
—Espero que no me ocurrirá nada y te diré por qué. Las avispas no sienten interés alguno por una zona determinada de la región. Han descuartizado prácticamente todas las ciudades y han asestado un golpe terrible al Ejército, y por consiguiente estarán muy ocupadas sobrevolando las zonas donde hayan efectuado mayores escarnios para ver si todavía queda alguien con vida. Ya has visto que nosotros no hemos visto ni oído a ninguna avispa durante muchas horas. Lo que voy a hacer ahora es sacar el coche, ir hasta Brockledean y averiguar qué es lo que ha ocurrido. Me imagino que las cosas no habrán ido demasiado mal por allí, en cuyo caso volveré inmediatamente. De haber ocurrido un desastre, llenaré los depósitos del coche y me iré a dar una vuelta por el campamento de que nos han hablado. Creo que no será difícil encontrarlo. Tomaré uno de esos carros de combate y volveré aquí. Después podremos ir a ver qué ha sido de los Carter.
—De acuerdo, Bill — dijo reprimiendo sus propios sentimientos —. ¿Y qué quieres que haga si no vuelves?
—Volveré. Pero si tardara, espera a que se haga de noche y trata de regresar a tu casa, y entonces ya iré yo a buscarte a Brockledean. Haz lo que quieras, pero no te muevas de aquí hasta que oscurezca. Llegado el momento, no te vayas antes de las once, ¿entendido?
Asintió con la cabeza.
Una de las cosas que quería evitar a todo trance, era encontrarme con el «Saladin» del teniente Neil otra vez. Dejé transcurrir cuarenta minutos; a partir de aquel instante, mis nervios no pudieron soportar por más tiempo aquella espera. Decidí dejarme a «Sek» en casa; si me veía atacado, su presencia no resolvería nada, ni en un sentido ni en otro. Me costó encontrar la traílla; se la puse y le di el otro cabo a Jane. Ésta no pareció convencida, pero yo estaba seguro de que la perra se quedaría con ella. Salí en busca del coche, lo puse en marcha y fui marcha atrás hasta el camino. Jane se acercó a la ventanilla. Me dio la impresión de que estuviera a punto de echarse a llorar. Saqué la mano y apreté la suya con fuerza.
—Vuelve pronto — me dijo. Después fue a esconderse en la casa, llevando a «Sek» tras ella. Pisé el acelerador y empecé a alejarme preguntándome si volvería a verla de nuevo.
Se me hacía extraño el verme conduciendo de nuevo. El parabrisas roto me daba una sensación terrible de falta de seguridad; al principio no hice más que mirar hacia el cielo en todas direcciones, tratando de divisar posibles atacantes. Tomé la determinación de no hacer el menor caso. No servía de nada aquella incertidumbre, puesto que de haber Furias en los contornos, tendría noticias de ellas inmediatamente.
Llegué hasta la alineación de árboles que había al final del camino, tomé la carretera principal y aceleré un poco. Brockledean se alzó ante mí en la distancia. Desde allí las casas parecían no haber sufrido el menor daño, pero todavía estaba muy lejos. El coche, al franquear una grieta del suelo, dio un salto impresionante. Por el retrovisor pude apreciar que en aquel lugar se había producido un desplazamiento de casi medio metro.
Había una confusión indecible entre las ruinas, tal grado de devastación que me produjo un escalofrío intenso, de tal amplitud que me hizo estremecer. Los cuatro muros de una masía habían quedado totalmente hundidos; en una casa de al lado, lo único que quedaba en pie era el espejo de una coqueta. El Royal Oak, a mitad de la calle a la derecha, se había derrumbado totalmente. La cosa más alta que quedaba de entre todas las ruinas, era un piano. Se veía que las cerraduras de todas las puertas habían saltado, y por todas partes se distinguían restos de algo que me hicieron concebir la idea de sangre seca.
A medida que me acercaba al centro de la ciudad empecé a ver cuerpos. Se hallaban diseminados por todas partes, con brazos y piernas mutilados o tendidos hacia el cielo. Distinguí a un hombre a quien había visto muchas veces en el bar. Estaba sentado contra el muro de la casa, con las manos tratando de cubrir por completo su garganta. Nunca podré olvidar la expresión de su rostro, mirando horrorizado hacia el cielo.
El garaje era un sitio muy espacioso y bastante bien aislado de las casas limítrofes. En un letrero medio caído se leía el nombre de Virginia, y debajo mismo se alzaba una bomba de aprovisionamiento. Asomé la cabeza por la ventanilla, paré el motor y bajé del coche. No se oía ni el menor ruido; el único, el zumbido de las moscas. Vi que alguien se había servido de la bomba porque el candado de seguridad había sido violentado y porque el que había estado cargando su depósito lo había llenado hasta que el líquido quedó desparramado por el suelo. Se veía el reguero por donde había discurrido la gasolina. En mitad de la carretera había una Furia muerta, repugnantemente aplastada. No sé por qué, pero tuve la impresión de que el «Saladin» había sido atacado, pero que había conseguido salir adelante. Eso ya era algo.
Al otro lado de la calle se alzaba el edificio de correos, donde sin duda se había reunido toda una avalancha de gente. Estaba lleno de muertos. Me acerqué y me fijé en uno de ellos. No sé por qué no tuve sensación de rabia ni de disgusto, sólo una especie de desfallecimiento. Quería verlo todo, asimilarlo por completo.
Había algo raro en aquel cuerpo, y quise discernir lo que era. Al fin lo hallé. No era un experto, pero hubiera podido asegurar que en él había heridas de bala...
Me aproximé de nuevo al surtidor de gasolina, puse la boca del tubo en el depósito del coche y comencé a bombear, arriba y abajo, sobre la maneta del aparato. A unos cuantos metros de allí había un «Land Rover» aparcado. Tendría a mitad de llenar el depósito de mi coche cuando me di cuenta de que estaba perdiendo el tiempo. El «Land Rover» era mucho más asequible para mis propósitos. Me fui acercando a él con cierta precaución. Caminaba al acecho del menor ruido que me previniera de la presencia de una Furia en el claro cielo.
Tenía las llaves puestas en el contacto y el depósito de gasolina estaba casi lleno. Puse el motor en marcha; el trepidar de los pistones me pareció más estridente que nunca. Dejé mi coche con la manga de la gasolina todavía puesta sobre la boca del depósito y me alejé. No sé por qué, sentía una necesidad apremiante de salir de aquel lugar. Aceleré, menospreciando las irregularidades del terreno que llenaban la carretera.
Deshice el camino andado anteriormente, y dije adiós con la mano a Jane cuando pasé ante la casa. No me detuve. A un kilómetro y medio de allí encontré el primer obstáculo serio en el terreno, debido a fisuras abiertas en él. Me pareció una cosa sin precedentes en una carretera inglesa; debería tener unos tres metros o tres y medio de ancho. Pude observar que el «Saladin» había dado media vuelta allí, y aun pude distinguir las huellas que había dejado. Llegué a la conclusión de que debían ser fáciles de seguir; mantuve una velocidad apreciable, haciendo uso de la doble tracción en los dos o tres sitios que encontré más peligrosos para el rodamiento de un vehículo. Me alegré de haber optado por coger el «Land Rover», pues mi coche nunca hubiera podido atravesar por aquellos parajes.
Atravesé otro tramo de carretera y al poco encontré el Llano ante mí, totalmente árido, despoblado, enorme. Entré en él de un modo casi automático y después me detuve. Nunca creí que pudiera un ser humano sentir tanta soledad y sensación de impotencia. En Brockledean mismo daba la impresión de que en un caso extremo se podría llegar a encontrar, mejor o peor, algún sitio donde refugiarse llegado el caso, pero de ser atacado allí era totalmente imposible llegar a esconderse. Y no tenía ni la menor idea de dónde se había levantado el campamento. Frente a mí había huellas en la hierba que parecían haber sido producidas por vehículos de gran peso, pero, a juzgar por su aspecto, bien podrían tener más de una semana. Parecía completamente inútil el empezar a buscar de un lado a otro, pero tenía que intentarlo. Me dirigí hacia el oeste, por donde el sol empezaba a declinar, con la boca muy seca.
Encontré el campamento. O un campamento. Creo que tuve una suerte inaudita. Había estado conduciendo durante más de media hora y me hallaba casi perdido, cuando al llegar a la cima de un pequeño altozano divisé un grupo de vehículos en la distancia y los pálidos colores de las tiendas de campaña. El sol reverberaba sobre los carros blindados de color gris plomizo.
Paré el «Land Rover» a unos trescientos metros y estudié el lugar. Me hubiera gustado tener un buen par de prismáticos. Permanecí en aquel lugar durante unos veinte minutos aproximadamente, puse el motor en marcha de nuevo y me fui acercando paulatinamente. Como me hallaba sobre una pendiente, cuando estuve más cerca paré el motor otra vez y dejé que el vehículo se deslizara sigilosamente hacia allí, patinando de vez en cuando sobre la hierba. El corazón me latía con tal fuerza que parecía que me iba a saltar de su sitio. No me hallaba más que a un centenar de metros de lo que podría ser mi salvación y la de Jane y, sin embargo, me hallaba remiso en llegar. Pensaba que tenía grandes probabilidades de llegar sano y salvo hasta allí, pero que con ello tal vez no hiciera más que meterme en mayores problemas, pues en el caso de que las avispas estuvieran todavía en posesión de aquel lugar mi vida no valdría un comino.
Vi que allí también se había producido otra masacre. Los cuerpos yacían desparramados por todas partes, y algunos de ellos tan hinchados, que a cierta distancia parecían balones blancos y negros. Los vehículos estaban al otro lado de las tiendas; había otro «Saladin» aparcado frente a mí y media docena de «APC Saracens» perfectamente alineados. Detuve el «Land Rover», y la fuerza de la costumbre me hizo poner el freno de mano. Salté del vehículo y comencé a caminar hacia el carro blindado avanzando en silencio y presto a retroceder sobre mis pasos al menor ruido que me anunciara el aleteo de aquellas bestias. Había una suave brisa omnipresente en el Llano. Frente a mí las lonas de las tiendas se agitaban ligeramente. Todo lo demás permanecía en absoluta calma.
Llegué hasta la parte delantera del «Saladin» paso a paso, tomando todas las precauciones posibles, y después me detuve para mirar. El conductor tenía el cuerpo medio asomado por la trampilla de acceso; tenía el cuerpo tan hinchado que casi la ocupaba toda. Tenía una mano asida a la brazola, y los ojos en el rostro descompuesto parecían buscar algo en la distancia. Parecía un ídolo grotesco oteando el Llano.
Tal escena me sobrecogió. No pude impedir el volverme de espaldas y sentí náuseas de repente. No lo pude remediar. Caí al suelo y me quedé apoyado, jadeante, sobre las manos y las rodillas. Cuando pasó el espasmo me alejé sin volver el rostro.
Me acerqué a uno de los «Saracens». Había seis carros enormes que parecían estar esperando. Me acerqué al más próximo. Su trampilla de emergencia estaba abierta, todo lo demás perfectamente cerrado. Me asomé, recordando lo que Neil me había dicho acerca de las bestias que quedaban a la retaguardia. Estaba preparado para cualquier sorpresa.
Pero fue igual. En el momento de penetrar un poco más pareció que el carro tomaba vida de pronto, haciendo un ruido impresionante. Dejé caer rápidamente la puerta de la trampilla y cerré inmediatamente con el seguro exterior. Quedé aturdido, por la sorpresa y el miedo junto al aparato, mientras continuaba oyendo ruidos escalofriantes en el interior. Parecía que aquel bicho intentara abrirse camino a través de la chapa de acero del carro. Deseé con toda mi alma que no lo consiguiera.
El segundo carro no ofrecía peligro. Las puertas traseras estaban abiertas y vi perfectamente todo el interior a su través. Había tres o cuatro rifles y un lanzallamas apiñados en un rincón de la parte de atrás. Me era suficiente; ya no quería arriesgarme más. Cerré las puertas, anduve hasta el sitio que debía ocupar el conductor, entré y cerré la trampilla. Respiré profundamente al saborear la sensación de seguridad que aquello me daba. Desde hacía veinticuatro horas ya que estaba viviendo con el temor de que algo iba a caer sobre mí por la espalda, lo cual era suficiente para hacer perder los estribos a los nervios más templados. De todos modos no me recreé mucho en aquella sensación; tenía demasiadas ganas de volver junto a Jane. Puse el contacto y accioné el botón del «starter».
El motor se puso en funcionamiento y todo el aparato comenzó a trepidar. Los «APC» no eran tan ruidosos en el interior como yo me había imaginado. Eché un vistazo a los aparatos de control. Me parecieron bastante accesibles al manejo de un novato; válvula reguladora, tracción simple o doble, freno de pie, acelerador, freno de mano abajo y a la izquierda, cuadrante preselector... Lo sabría conducir. El indicador de la cantidad de combustible existente en los tanques marcaba un cuarto de su capacidad, lo cual me daba fuel suficiente para ir más allá incluso de Brockledean... Me coloqué las correas de seguridad y puse la primera. Solté el freno de mano, aceleré un poco y me puse en marcha.
Se manejaba bastante bien, a pesar de la mole que era. En cuanto me habitué al sistema de eje móvil empecé a disfrutar en el manejo. Me lancé por el Llano. El motor vibraba normalmente y el sol había empezado a declinar, rayando ya el horizonte, mientras que la larga sombra del carro corría delante de mí. Condujo a la mayor velocidad posible, siguiendo las huellas anteriores.