Capítulo VIII
No creo que haya nada que alivie tanto los efectos de una borrachera, como el verse metido involuntariamente entre un grupo de gentes desconocidas que están todavía más borrachos que uno mismo. Al cabo de unos minutos de que el camión se hubiera puesto en marcha, mi cabeza empezó a despejarse, y entonces me di cuenta de la clase de idiota que había sido. A mi alrededor la diversión y la alegría parecían no tener fin ni precedentes. No hacía más que ver botellas llenas y vacías que eran arrojadas por ambos lados a la carretera. Traté de conversar nuevamente con una de las muchachas; llegó a decirme una o dos frases coherentes, y después sus ojos parecieron sumidos en el vacío, hasta que por fin fue a derrumbarse sobre el individuo que tenía al lado, el cual no perdió tiempo en sacar un frasco que llevaba en el bolsillo y hacerle beber a la fuerza gran parte de su contenido. Al cabo de unos minutos vi cómo se inclinaba sobre el lateral del camión dando señas acústicas de estar devolviendo hasta la última gota. Me fui arrastrando a gatas sobre las manos y las rodillas, y abriéndome paso hasta llegar junto al hombrecito de la camisa sin cuello para gritar:
—¿Pero qué es lo que pasa aquí? ¿Están todos locos? Estaba y continuó mirando la avispa que había sobre el techo de la cabina y murmuró:
—Ahora, no, más tarde, ¿eh, amigo? Ahora no... — le dejé solo y volví a donde estaba antes. Él continuó —: Ahora no... — y lo repitió unas cuantas veces más con aire abstraído, como si estuviera encantado, con los ojos fijos en la Furia.
El camión se fue deteniendo de vez en cuando, para recoger a vagabundos a lo largo de la carretera, que no ofrecían resistencia alguna en cuanto veían a la avispa, y subían a la caja, junto a nosotros, sin rechistar. Atravesamos los lugares más inhóspitos y al mismo tiempo los más desiertos, como por ejemplo, Barton Middlemarsh. Recuerdo que en un momento determinado, vi a un hombre viejo en la puerta de una masía, sorprendido por lo extraño del cargamento del camión. No nos detuvimos, y la Furia sobre el techo de la cabina no mostró interés alguno en él. Entonces comprendí la razón de que mistress Stilwell saliera tan formidablemente del paso al ser huésped de las avispas. Por razones particulares las avispas sólo atrapaban a sobrevivientes físicamente capacitados.
El viaje parecía interminable. Sólo el hecho de pensar que cada vez me iba alejando más y más de la costa, y por consiguiente cada vez se me hacía difícil encontrar de nuevo a Jane, se me hacía insoportable. Alimentaba la esperanza de dejarme caer por el lateral del camión y escapar a la caída de la noche, pero antes de que el sol se ocultara, mi idea se vino abajo con el refuerzo de una docena más de avispas. Formaban un cordón que rodeaba el camión a una distancia prudencial. Se hablaba de cosas intranscendentes entre los que no estaban preocupados ni lo más mínimo por lo que la suerte les deparara. No había razón alguna para que el camión se detuviera; se estaba haciendo de noche y no había edificio alguno a la vista., Una de las Furias se acercó, y fue a posarse sobre el techo de la cabina. Se miraron mutuamente con el guardián que hasta entonces habíamos tenido durante todo el camino, y ambos dieron unos golpes con la antena sobre la chapa. El recién llegado, adopto la postura que el otro bicho tuviera antes, y el primero salió volando, dirigiéndose hacia el este. Unos minutos más tarde vi unas luces en la carretera, y poco después otro camión se unía a nuestra marcha. Vi la palidez del rostro del conductor. Junto a él vi algo que me recordó la cabeza de un perro; después distinguí una Furia con la cabeza junto al parabrisas.
Unos kilómetros más adelante, nos detuvimos para llenar de gasolina los depósitos. Poco después de ponernos nuevamente en marcha, otro camión se unió a nosotros, y después otro, y cuando llegamos a nuestro destino, formábamos una columna de siete u ocho.
Nos veíamos cada vez más rodeados de Furias. Por fin vi una alineación de cabañas que me dieron la impresión de que después de todos mis esfuerzos había llegado al campamento de Neil.
Nuestro camión se detuvo, e inmediatamente después toda la flota hizo lo propio. Media docena de avispas se posaron sobre el suelo y formaron un estrecho círculo a nuestro alrededor. Era tan evidente lo que querían que no cabía la menor duda. Alguien bajó por la parte trasera del camión y los demás le imitamos. Cuando los insectos nos tuvieron bien agrupados y protegidos, se pusieron en marcha conduciéndonos como si fueran auténticos perros amaestrados para rebaños. Caminábamos inseguros, temerosos de un ataque repentino. Nadie hablaba. Nos unimos a los grupos de los otros camiones, pero con la oscuridad reinante, era imposible hacerse una idea, aun aproximada de cuánta gente estábamos allí. Yo llevaba medio a rastro a una de las chicas; el que había sido el chófer de nuestro camión la llevaba por el otro brazo. Nos conducían hacia la barraca más próxima. Fui el primero en llegar hasta la puerta, y accioné el pestillo. Estaba abierta. Entré sin dejar de arrastrar a la víctima de Baco. Los otros continuaron tras de mí, apresurados por los impacientes empujones que les llegaban desde atrás. Cuando habían entrado unos veinte aproximadamente, las avispas cortaron el grupo y los fueron empujando hacia la cabaña siguiente.
No había luz. Fui a tientas hacia delante, y cuando toqué lo que me pareció los pies de una cama, hice un último esfuerzo y deposité el fardo que llevaba conmigo sobre ella. Después me senté sobre la de al lado. Me hallaba tembloroso por lo sorprendente e improcedente de la situación. Lo último que se me hubiera ocurrido imaginar en el mundo, era encontrarme de nuevo sobre las barracas del Ejército.
A mi lado, oí unos sollozos. Continuaron, aunque se notaba que el que los producía, trataba de contenerlos o disimularlos. La cabeza me dolía terriblemente, y no hacía más que ver imágenes de Jane, pero por encima de todo pensé que tenía que procurar hacer callar aquellos hipidos, antes de que el pánico cundiera entre los que allí estábamos.
—La chica que está llorando. Que procure callar ya, porque de nada le sirve.
No me hizo caso, y al cabo de unos segundos se oyeron unos golpes secos en la puerta, seguidos de lo que me pareció ser arañazos sobre la madera. Esperé a que el otro ruido cesara:
—Si no quieres que las avispas entren aquí con nosotros, tranquilízate. ¿Quién eres?
—¿Qué?
—Tu nombre. Que como te llamas. La oscuridad respondió:
—Jill Sanders — después elevó la voz para decir —. Quiero ir a casa... y volvió a llorar de nuevo. A continuación una voz recia y serena dijo:
—Veamos, pues... y el del rincón, ¿tú quién eres?
—Bill Sampson — respondí —. Creo que haríamos mejor en conocer al menos nuestros nombres, Estamos aquí como payasos. ¿Quién es el conductor del camión? Sé que vino con nosotros.
—¿Importa eso mucho ahora, amigo? — la voz me llegó del otro extremo de la barraca.
La voz profunda que había hablado antes, intervino:
—Pues yo creo que sí. Importa mucho. Yo soy Greg Douglas, de Bristol. Vamos, los demás, hablad. ¿Quién es el que está al lado de la cama de Bill?
Silencio. Después desde el otro lado de la cabaña:
—Jillie McGifford. Creo que se ha dormido. — El hombre habló con acento de las llanuras del norte —. Yo soy Len Dilks. De Bradford, si es que eso tiene importancia. Yo soy el chófer del camión.
—Muy bien — dijo Greg — continuad, el de la cama de al lado.
—Owen Jones, del maldito Merioneíh. ¿Qué os parece si escapáramos de aquí?
Inmediatamente después un murmullo y un ruido seco en la puerta más fuerte que el anterior. Greg alzó la voz para que apaciguáramos las nuestras:
—Han puesto centinelas en cada una de estas malditas barracas, así que a tranquilizarse todos. Nadie va a salir de aquí esta noche...
Se alzó otra voz desde otro ángulo de la barraca:
—Prosigamos, compañeros. Yo soy Fred Mitchell, de Veston.
—John Castleton, de Dorchester — después añadió en un fallido intento de humor— amigo de los albañiles.
—Harry West, de Bristol — esa voz la localicé. Era la del hombrecillo que había sido tan parco en palabras.
—Margaret Ellis. Sin lugar fijo...
Dave Kemp. De un conjunto de guitarras...
Cuando todo aquel proceso de presentaciones terminó, la paz volvió a reinar. Incluso Julie, que hasta entonces había quedado postrada, se despertó preguntando qué era lo que ocurría. Pero lo que era más importante, era que nadie tenía ya ni una sola botella.
Poco después Greg y el que decía llamarse Dilks, sacaron unos paquetes de cigarrillos y los compartieron con los que no tenían. Los encendimos cautelosamente y empezamos a contar todos la historia de nuestros últimos días. Poco más o menos eran todas iguales, llenas de pesadumbres, temores y angustias.
La charla había conseguido alejar de mi mente a Jane, temporalmente al menos.
Le pregunté a Len cómo se las arreglaban las avispas para orientar la dirección de los camiones. Sonrió levemente:
—A fuerza de golpes principalmente. Si quieren que te inclines hacia un lado o hacia el otro, o que te pares, dan unos golpes. Si dicen que vayas hacia la izquierda, y vas a la derecha, pongamos por caso, golpean más fuerte, ¿comprendes? No sé lo que ocurriría si hicieras caso omiso a sus indicaciones. Algo así como que te encontrarías de pronto sin cabeza...
—Ten en cuenta que saben mucho de camiones, Len. Saben que necesitan fuel y se detienen en los garajes...
—No tienen ni puñetera idea de camiones — se apresuró a responder Len —. Saben que los camiones se paran ante las gasolineras, pero no saben por qué.
Yo también les expliqué grosso modo lo que me había ocurrido. No hablé mucho de Jane. Cuando terminé, tratamos entre todos de sacar alguna consecuencia de nuestra situación. Era evidente que los invasores se habían hecho fuertes en sudoeste; aunque no sabíamos hasta qué punto llegaba aquella fuerza.
Después de algunas divagaciones me dormí hasta el amanecer, y me desperté con la cabeza muy pesada y un mal sabor de boca. Había soñado otra vez con Jane y la realidad era muy difícil de afrontar. Susurré algo, di media vuelta y me di cuenta de que alguien me estaba zarandeando el hombro. Abrí los ojos. La luz entraba por las ventanas de la barraca y vi que la mayor parte de las camas estaban vacías; al inclinarse vi a un hombre barbudo rubio, de anchas espaldas, y fornido sin llegar a ser grueso.
—¿Cómo te encuentras, Bill? — me dijo. Le reconocí en seguida por la voz. Era Greg Douglas.
—Medio muerto. ¿Qué ocurre?
—Aún no lo sabemos. Las avispas no han vuelto a meterse con nosotros. ¿Qué te parece si vamos a echar un vistazo?
Me levanté tambaleando. Noté en aquellos momentos el esfuerzo realizado en los últimos días. Tenía las piernas medio dormidas, y una sed rabiosa. Le seguí al aire libre.
Había media docena de campamentos aislados unos de otros en Swyreford. Nosotros estábamos apiñados en uno de los más pequeños. Al mirar hacia atrás, comprendí la razón por la que las avispas habían escogido aquel lugar y era por el agua. Todos los campamentos estaban vigilados por Furias que se hallaban situadas a unos diez metros escasos unas de otras. Vi que no había hombres uniformados en los alrededores, o que me hizo pensar que las avispas habían matado a todos los soldados que antes ocuparan aquellos lugares.
Calculé que habría unos doscientos ciudadanos civiles errando de un lado a otro sin dirección definida, vigilados por Furias que estaban colgadas del techo de las barracas. Era evidente que no se había llegado nunca a un intento de organización. Greg hizo un gesto de decisión con la cabeza:
—Bueno, pues alguien tendrá que empezar alguna vez...
Detrás de nuestra cabaña había un montón de canastos y cajas vacías, apilados de cualquier forma; se acercó allí, se subió encima y empezó a gritar para que la gente se acercara a su alrededor. Dos Furias despegaron a la vez desde el techo de sus respectivos camiones; empezaron a dar vueltas y aletear a escasos centímetros por encima de su cabeza, hasta que quedó bien demostrado que aquel nuevo régimen era totalmente opuesto a cualquier cosa que significara un «meeting» público. No le quedó más remedio que bajar de allí. Hubo algunos individuos que se volvieron para mirar hacia allí; rápidamente desviaron la mirada como si temieran las represalias.
Nos fuimos hacia la cantina. Allí también reinaba el mayor de los desórdenes. Había sacos de harina y de patatas repartidos por todas partes, unos empezados y otros perdiendo su contenido. Nos propusimos arreglar aquella situación. Allí encontramos a Owen Jones. Recordé que había dicho que era cocinero. Pero nosotros solos no éramos suficientes para hacernos cargo de la cocina. Fui en busca de los otros compañeros de barraca. No es que se mostraran muy decididos, pero cuando lo hicieron fueron los primeros en ponerse a trabajar. Al cabo de una hora, habíamos puesto la cocina más o menos en orden y dos de las estufas estaban encendidas. Len Dilks se puso a limpiar patatas, lo cual hizo con cierto aire de melancolía. Miraba y remiraba cada una de las que cogía, como si le hubieran hecho una ofensa personal. Las muchachas se encargaron de las cacerolas y los platos, mientras que Owen Jones — Jones «Cocinas» le llamaban ya — iba de un lado a otro, con la energía de una hormiga incansable. A media mañana ya estábamos guisando y la gente empezaba a acercarse a la cantina con aspecto de sorpresa. Tres o cuatro avispas se aproximaron, tomaron posiciones en puntos estratégicos, pero no interfirieron nuestro trabajo. Cuando concluyeron los preparativos resultó que la comida estaba sorprendentemente buena; el ex cocinero había hecho maravillas con cecina, tomates y poca cosa más. Yo, en realidad, necesitaba comer lo que fuera, no había probado bocado desde hacía más de cuarenta y ocho horas.
El resto del día quedó para hacer lo que quisiéramos. Las avispas no se metían en absoluto con nosotros, a menos que nos aproximáramos mucho a los camiones que circundaban el campamento. Me quedé en la cocina ayudando a hacer la limpieza. La tarde era calurosa y muy tranquila. Hacia las cuatro de la tarde, vi a Len Dilks que era materialmente arrastrado por un par de avispas hacia uno de los camiones. Volvió a última hora de la tarde, trayendo consigo una docena más de bocas que alimentar.
Cuando caía la tarde nos encerraron otra vez en las cabañas. Los guardianes, sabían perfectamente, a qué barraca pertenecíamos cada uno de nosotros. Hubo quien se quiso reunir con antiguos compañeros suyos, pero las avispas se lo impidieron. Tales acontecimientos se repitieron delicadamente, al siguiente día, y al otro y al otro. Al quinto día, ya éramos más de doscientos cincuenta y la comida empezaba a escasear. Greg se mostraba inquieto por lo que sucedería cuando los «stocks» del campamento quedaran exhaustos. Por una especie de selección natural, se convirtió en un líder de nuestra barraca. En realidad nadie en todo el campamento puso objeción alguna a su autoridad. Cambiaba impresiones acerca de la situación presente conmigo. En casi todas sus intervenciones las avispas habían mostrado un alto grado de inteligencia, y debieron darse cuenta de un modo u otro de que para nosotros era primordial el comer. Greg pensó que incluso debía haber algún medio de comunicarse con ellas pero una simple ojeada a aquellos rostros sin expresión me convenció de que la idea era absurda.
Jones «Cocinas», era más optimista.
—No son tontas, no — decía —. Había una en la cocina esta mañana que no hacía más que meter su morro asqueroso en todo. Creo que saben ya...
Resultó ser cierto lo que pensábamos. A última hora de aquel día, Greg, Len Dilks y yo, fuimos atajados por un par de Furias y conducidos hacia uno de los camiones. El ser empujados por aquellas bestias ya no nos causaba impresión alguna, pues era evidente que no significaba un peligro inmediato. El camión que escogieron era grande, un «Diesel» casi nuevo y mucho mejor que aquél en que nos habían traído. Subimos a la cabina, y Len puso el motor en marcha y se encaminó hacia la salida. Afortunadamente, los bichos, decidieron que no merecía la pena venir con nosotros dentro de la cabina; uno se situó en el techo, y otro volaba cerca y delante de nosotros, como si quisiera mostrarnos el camino a seguir. Nos dirigíamos hacia Swyreford. Sentí un alivio inmenso al dejar atrás el campamento. Greg se apresuró a decir:
—Tú que has estado bastante con ellas, Len, ¿crees que hay alguna posibilidad de dejar atrás a esas dos bastardas?
Dilks, hizo una mueca sarcástica, y negó con la cabeza:
—Ni la más remota. Al menor movimiento que hagas que parezca que te vas en dirección contraria a la indicada, el que va delante, ataca de inmediato. — Hizo un gesto hacia el techo con el pulgar —. Y si aceleras, el de ahí arriba empieza a dar porrazos en seguida sobre la chapa. — Decidió hacer la prueba para demostrárnoslo; casi en el mismo momento en que aceleró, la Furia empezó a dar golpes con las alas. La avispa que iba al frente, dio media vuelta y se lanzó sobre el parabrisas. Por un momento, creí que iba a atravesarlo de parte a parte; Len frenó, en seco y esquivó al animal. Había sido una seria advertencia; después el cuenta velocidad, no pasó de treinta.
Unos cuantos kilómetros más adelante, llegamos a un poblado. No es que fuera ni siquiera grande, pero había un gran letrero en la entrada de la calle principal que anunciaba un establecimiento de autoservicio, a escasa distancia. La Furia empezó a aletear y a dar golpes. Ello nos hizo pensar en que tal vez nos habían llevado a buscar comida. Len acercó el camión a un lado de la calle y paró el motor. Descendimos.
Entrames en los almacenes a través de las ventanas destrozadas. Todo el local hervía de moscas. Los costados del mostrador habían caído, y la carne que había tras las largas vitrinas de vidrio llenas de gusanos. Hice cuanto pude por no verlo.
Una de las Furias se había quedado con el camión, y la otra aunque no la veíamos, oíamos, sin embargo, el zumbido de sus alas. Comprendí que estaba sobrevolando el local. No teníamos esperanza alguna de poder echar a correr, pues dondequiera que pudiéramos dirigirnos, seríamos advertidos en seguida. Fuimos hacia la trastienda, y encontramos montones de cajas que casi llegaban hasta el techo. Empezamos a cargar el camión. Greg hacía la selección, yo lo transportaba hasta la puerta de la tienda, y Len lo cargaba en el camión. Hubiera sido más cómodo acercar el camión, pero no sabíamos si el hecho de efectuar algunas maniobras con el camión sería comprendido en su justa medida por las avispas, y un malentendido en aquellos momentos nos podría ser fatal. Al cabo de una hora aproximadamente la trastienda daba la impresión de estar vacía, y casi lo estaba en realidad, y el camión llevaba un buen cargamento. Ayudamos a Len a asegurar la carga. Poco antes de partir añadimos a lo que ya llevábamos una o dos cosas que se nos habían olvidado y que eran esenciales, como cerillas y sal. Nuestros guardianes parecían satisfechos; subimos otra vez en el camión y nos fuimos en dirección opuesta de donde habíamos venido.
A poco más de dos kilómetros de allí, nos alcanzaron tres Furias y fueron a posarse sobre la carga. Cuando llegamos al campamento, llevábamos una docena de pasajeros que no habían pagado por el viaje. Fuimos directamente hacia la cocina y las avispas se encargaron de que alguien nos ayudara para la descarga. Seleccionaron a una docena de individuos que acertaban a pasar por allí, y los acercaron a nosotros. Costó poco descargar y nos fuimos a nuestras barracas. Puesto que todos sabíamos lo que teníamos que hacer en todo momento, las avispas no tenían que darnos tantos empujones y cercarnos tan estrechamente.
A ese viaje, siguieron oíros con cierta regularidad. El local que habíamos asignado para almacenes estaba rebosante. Me preocupaba, no obstante, el pensar lo que ocurriría cuando se terminaran las provisiones en todos los poblados limítrofes. Era evidente que no podíamos con todas las ciudades indefinidamente. Len era siempre el chófer en todos los viajes de aprovisionamiento, aunque las avispas no consentían nunca que alguien fuera con él dos veces para acompañarle. Me dijo que en varias ocasiones se había encontrado con equipos que iban en busca de alimentos, conducidos también por las Furias, pero que nunca le permitieron acercarse para hablar con ellos.
Habría transcurrido una semana, desde nuestro primer viaje, cuando un día el camión volvió más tarde que de costumbre, y en lugar de ir directamente hacia la cantina se detuvo en la puerta de nuestra barraca. Greg y yo éramos los únicos que estábamos dentro, tumbados sobre nuestros petates, y fumando unos cigarrillos que Len nos había traído el día anterior. El hecho en sí no me llamó mucho la atención hasta que no oí algunas voces desabridas. Dave y Harry West habían sido los acompañantes de aquella jornada y discutían ferozmente. Oí que Dave decía:
—Bueno, pues haz lo que quieras, yo ya estoy cansado y aburrido de oírte... — Después dieron un golpe en la puerta. La abrí:
—¿Qué demonios...? ¡Cristo! ¿Qué ha ocurrido?
—No eres más que un jeringuero, amigo, ya lo sabes, un jeringuero imbécil... — Llevaba una muchacha entre sus bracos. Al mismo tiempo se esforzaba en llevar el cajetín de primeros auxilios del camión.
West iba tras él con la cara sumida en la angustia.
Dave dijo:
—Por lo que más queráis, echadnos una mano, ¡sujeten esa maldita caja antes de que se me caiga...!
El camión se alejó. Yo estaba intentando ayudar a Dave. Dejó caer la carga que llevaba sobre la cama, y se revolvió furioso contra Harry West. Éste se apartó. De pronto se hizo el silencio. Greg se acercó a la cama, y permaneció unos instantes mudo, contemplando lo que había sobre ella.
—¿Dónde diantres encontrasteis esto, Dave?
—En Westrincham. Es un pueblecito a unos diez kilómetros de aquí — respondió con la respiración todavía jadeante —. Habían matado a toda su familia. No podíamos dejarla así.
El objeto de aquel revuelo, era una rubia delgadita, con pantalones vaqueros y una camisa. Se hallaba inconsciente; tenía el rostro inclinado de un lado. Tenía la mitad de la cara en un estado horrible. Tanto el pelo como la camisa estaban cubiertos de sangre seca. Greg le alzó un poco el vendaje que provisionalmente le habían puesto, y acercó a Greg y le tendió medio vaso de «whisky». Se lo bebió de un trago y luego dijo:
—Por la mañana estará muerta, desde luego — se fue hacia su cama y se sentó mirando fijamente hacia la pared.
Margaret y Julie terminaron el trabajo, limpiando a la muchacha y lavándola. No recobró el conocimiento. Tenía el rostro color ceniza, casi tan pálido como la camisa que llevaba. La dejamos donde estaba, y yo me fui hacia una cama que sobresalía en el otro extremo de la barraca. No me cabía la menor duda de que Greg tenía razón. Cuando nos levantáramos por la mañana la encontraríamos fría.
Pero por una razón y otra, el caso es que no murió.