Capítulo V
Estábamos metidos en un lío, desde el principio. Las grietas abiertas por todas partes, le daban a la tierra la apariencia de un gigantesco pavimento mal construido. Y cuanto más nos adentrábamos, más difícil era avanzar y más inconvenientes hallábamos; había sitios, donde la fuerza de la comprensión había levantado lastras de tierra que recordaban campos de icebergs flotantes, de más de un metro de altura. El conducir era una auténtica prueba de nervios. Como es lógico fuimos buscando los sitios más susceptibles de poder franquear. No podíamos arriesgarnos, a causa del enorme peso de los carros, a dar ni un solo paso en falso. Algunas de las grietas daban pavor; las había que alcanzaban los seis y ocho metros de ancho, y de una profundidad tal que era imposible de estimar. Anduvimos siguiendo el curso de una de las mayores durante algún tiempo. Hubo momentos en que llegué a calcular unos veinte metros de profundidad, y aunque la vista se perdía en la oscuridad, no aprecié en ningún momento el menor síntoma de estrechamiento. Ted veía mucho mejor desde la tórrela; me dijo conspicuo, a través del intercomunicador «que aquella maldita cosa, parecía tener varios kilómetros de profundidad».
Una vez tras otra, los carros recorrieron el camino sobre penínsulas de tierra firme que resultaban en la mayoría de casos estar limitadas por fisuras, no quedándonos más remedio que volver hacia atrás o buscar otra salida. Al cabo de dos horas, no creo que hubiéramos avanzado más de dos kilómetros hacia el sur. Cuando el sol llegó a su cénit la temperatura en el «APC» empezó a aumentar considerablemente. De haber mantenido cierta velocidad, las trampillas nos hubieran proporcionado cierta cantidad de ventilación, pero al paso que llevábamos, había poca o nada. Jane se lamentó del calor. Quiso que abriéramos las puertas traseras, pero no lo permití. Había visto la velocidad con que las Furias se lanzaban en picado hacia su presa, y preferí no arriesgarme.
A las nueve de la mañana, empezó a preocuparme la cantidad de carburante que me quedaba en el depósito. Estaba a punto de preguntarle a Ted para que me dijera los litros que indicaba la aguja que quedaban, cuando vi que el «Saladin» había hallado un camino de tierra firme. Neil aceleró y le seguí, manteniendo siempre la misma separación entre ambos. Al cabo de unos cuantos kilómetros de marcha continua, tuvimos que hacer un poco de zigzag y retroceso, pero por fin logramos atravesar la grieta que se había abierto ante nosotros. Ted expresó el alivio que le produjo esta situación con las siguientes palabras: «Este maldito tanque es el mejor que he visto mi vida...» Y poco después añadió: «Pero continúo pensando que hubiéramos hecho el viaje más rápidamente a pie...»
Las Furias atacaron cuando estábamos a un ciento de metros de la carretera. Vi a Neil que nos hacía señas, indicándonos un punto negro Iras de nosotros, después oí una exclamación a través del intercomunicador, y por fin una maldición. Poco a poco, el cielo se fue cubriendo de insectos, que destellaban como gallinas de Guinea bajo la luz del sol. En esta ocasión, sí que no cabía la menor duda de que éramos nosotros el objetivo. El «Saladin» se detuvo de repente, y describió un semicírculo, situándose a unos veinte metros de donde estábamos nosotros. Cerré la trampilla y pasé los cerrojos.
—Será mejor que cierre, Ted.
Le oí lanzar una nueva maldición y añadió:
—¡Al demonio con eso...!
Había una nube de humo que cubría el campo visual del periscopio. No llegué a ver los efectos del disparo, pero al cabo de pocos segundos el lanzallamas se ponía en acción nuevamente, y entonces sí que vi cómo el chorro de fuel ardiendo alcanzaba de lleno a una Furia. El insecto se revolvió con un aleteo de muerte, y desapareció de mi vista.
Los periscopios me daban una visión panorámica, bastante irreal de la lucha que se desarrollaba alrededor del «Saladin». El carro estaba en el centro mismo del alcance visual de mis lentes. A su alrededor las Furias parecían una nube negra, que lo cubría por entero, convulsionándose y apretujándose, procurando mantenerse fuera del alcance del lanzallamas. De vez en cuando, media docena de insectos se desprendían de la nube que acechaba el carro, se alejaban a unos cincuenta metros, para lanzarse de nuevo sobre él, en perfecta formación. Su propósito parecía ser el romper el fuego de los lanzallamas que por el momento conseguía mantener alejados a otros gran número de Furias que nos sobrevolaban. Pero su táctica no surtió efecto; uno u otro de los lanzallamas cazaba de lleno a las avispas, cuyos cuerpos iban cayendo pesadamente junto a los carros.
El primer ataque duró una media hora, al cabo de la cual la hierba ardía por una docena de sitios y un velo de humo dificultaba ver a las Furias cuando se lanzaban contra nosotros. Cambiaron de sistema; en un momento se alejaron formando una masa tan compacta como siempre, y poco después desaparecieron. Por un momento creí que habrían desistido de sus propósitos; pero de pronto, vi que algo se movía junto a las ruedas del «Saladin», y al prestar más atención vi que la hierba hervía de avispas, al parecer heridas, que se arrastraban en dirección del carro de Neil. Vi a una que se aferraba a una llanta y se subía al techo, pero de repente la visión a través de los periscopios quedó cortada, no vi más que el brillo horripilante de un cuerpo negro, y una garra enorme. A nosotros también nos estaban asaltando.
Pasé unos momentos terribles. Llamé a Ted, de un modo que recuerdo que fue más bien un chillido de desesperación y un instante después oí cómo la trampilla se cerraba. Vino ante mí de un salto sosteniendo entre sus manos el lanzallamas. Se oía el ruido de los arañazos y raspaduras que producían las garras de las Furias sobre el blindaje al inundarlo con sus cuerpos. «Sek», nerviosa, empezó a ladrar, pero yo le grité para que se callara. El bicho que había bloqueado mi periscopio se apartó; la vista quedó inmediatamente oscurecida por otra Furia que como las demás dejaba el suelo para subir arrastrándose, sobre nosotros. Ted dijo algo así, como «se arrastran como ratas malditas». Los insectos habían conseguido su primer objetivo; acercarse a nosotros hasta obligarnos a cerrar las trampillas, y sin que pudiéramos hacer nada ya para remediarlo.
Miré hacia el fondo del carro para llamar a Jane.
—¿Estás bien, encanto?
—Sss... sí — dijo incierta.
—No tengas miedo. Aquí no podrán entrar.
—Si no es eso. Es que me estoy asando... — respondió.
No podíamos hacer nada contra el calor. La ventilación no estaba designada para paliar este tipo de emergencia. El sol estaba muy alto y descargaba toda su fuerza sobre el carro. El sudor corría por mi rostro a raudales. Me pasé la mano por la frente, y me quedé oyendo el discurso que Ted se dedicaba a sí mismo, quizá para contener los nervios: «Encerrados aquí, en esta maldita estufa, asándonos...» Y no sé cuántas cosas más decía. Quiso ponerse en contacto por la radio con el «Saladin». Yo le dije que le hablara a Neil del carburante que nos quedaba. No hubo respuesta.
El querer ponernos en marcha, estaba fuera de toda posibilidad, ya que estábamos asediados por tantas Furias que nos hubiera sido imposible apreciar las estribaciones del terreno, y aun eso a través de los periscopios de costado. Nos dispusimos a aguantar el sitio a que nos sometían.
Se me hizo extraño que no hubieran hecho uso de aquella técnica de infiltración antes. Los ataques de frente les habían costado muy caro. Después de lo que había visto era imposible no concederles el crédito de un alto grado de inteligencia; se me ocurrió pensar que tal vez estaban aprendiendo de nosotros. Traté de imaginarme cómo trabajarían sus mentes, pero naturalmente, no pude. Sabía muy poco de los insectos, pero recordé algunos pasajes de lecturas de mi juventud, en los que se decía que el sistema nervioso de los insectos era muy distinto al nuestro. Tenían una especie de cerebro, pero apenas se le podía conceder importancia alguna, ya que la mayor parte de sus actos, estaban gobernados por centros motores, y por ganglios que estaban repartidos por todo el cuerpo. El volumen de la fibra nerviosa en estos animales tan enormes probablemente era igual al del cerebro humano; ¿significaría ésa que potencialmente eran tan fuertes como nosotros? Hice un esfuerzo por recordar más detalles de mis lecturas. ¿Había alguna relación entre el peso del cerebro y la inteligencia? Me parecía tener una ligera idea de algo por el estilo. Sabía, por ejemplo, que el cerebro del delfín era mayor que el del hombre. Y había gente especializada que estaba intentando enseñar a hablar a los delfines...
Pensé de nuevo en los que había dicho Neil. Presagió una situación alarmante, cuando unos cuantos miles de insectos de enorme tamaño nos obligaron a ir hacia la derecha, tierra adentro. Me parecía absurdo hasta que me acordé de Brockledean, y Yatley. Pues cosas por el estilo pudieron haber ocurrido por toda la nación. Pero no había forma de saberlo, ya que las bestias cortaron con gran efectividad todas las comunicaciones.
Eso me llevó de nuevo a pensar en el grado de inteligencia que pudieran tener. Después de todo habían hecho del temblor de tierra su aliado. Tal vez sabían qué era lo que iba a ocurrir; tal vez, al mismo tiempo que la inteligencia, poseían un gran nivel instintivo del que no teníamos noticia. Era esa clase de presciencia que hace que las moscas, presintiendo la tormenta, dancen antes de la lluvia... Parecía imposible, pero era cierto sin embargo que las cosas no tomaban un cariz que nos pudiera hacer albergar muchas esperanzas. Debía haber avispas en casi todas las naciones del mundo.
El cúmulo de mis ideas fue aumentando. Creo que fue entonces cuando por primera vez empecé a pensar en la relación que pudiera guardar la llegada de las Furias con la explosión de las pruebas nucleares. ¿Sería quizás una simple coincidencia? Algo me decía que era imposible, tan imposible como la noción de que de algún modo, en algún sitio, una avispa había ido agigantándose, creciendo, aumentando el volumen de todo su cuerpo hasta llegar a hacerse unas cien mil veces mayor. Yo no era biólogo, pero estaba seguro de que tal posibilidad estaba fuera de toda duda. Podía imaginarme la transformación de un insecto hasta duplicar su tamaño, o triplicarlo, si fuera posible, pero nada más. De manera que esos... seres, no eran avispas. Se parecían mucho a ellas, es cierto, actuaban como ellas, pero nada más. Entonces, ¿qué demonios eran?
Las bombas. Una gran fuerza dando rienda suelta a la energía. La energía no puede de ningún modo perderse, sólo puede transformarse o disiparse como el calor. ¿Y si esos seres, fueran lo que fueran, hubieran estado esperando a que tal cantidad de energía hiciese irrupción en la atmósfera, para con ella poder completar su metamorfosis en nuestro mundo? Había leído en alguna parte algo acerca de una gran tormenta que había generado más energía que todos los explosivos arrojados en la Segunda Guerra Mundial. Pero esa energía en esta ocasión había sido concentrada en las entrañas de dos artefactos de una bomba H, derribaba a un ángel. ¿No habría ocurrido ahora algo así? El instinto me dijo que estaba en lo cierto; sólo que nosotros habíamos hecho peor. Habíamos hecho caer demonios y no ángeles, para que inundaran nuestros campos. Oí el ruido que producían las garras al arrastrarse sobre la chapa que nos protegía. Básicamente, era inútil especular; tal vez nunca llegaría a estar seguro de nada de lo que pensara en aquel aspecto. Tal vez las avispas no sabían ni ellas mismas...
El encierro duró dos horas; después, increíblemente, los atacantes se fueron.
Estaba recostado en el asiento, con los ojos cerrados, haciendo todos los posibles por no pensar en la temperatura que hacía en el interior del carro, cuando de pronto oí por encima de mi cabeza un ruido seco, y comprobé que la luz brillaba de nuevo a través del periscopio. Me reincorporé, y aún estuve a tiempo de ver cómo las Furias abandonaban el «Saladin». Un momento antes, cubrían el carro por completo, hasta el extremo de que lo ocultaban totalmente, y al cabo de un segundo, alzaron el vuelo y se alejaron, zumbando por encima de la hierba en todas direcciones a medida que iban ganando altura. Grité pictórico de alivio:
—¡Se van!
Ted subió inmediatamente a la tórrela, siguiéndolas con la mirada a través de los periscopios. Dijo que se reagruparon todas cuando estaban a unos cien metros de altura, y después se alejaron otra vez hacia el oeste. Las perdió de vista al cabo de pocos, minutos.
Resistimos a la tentación de abrir las trampillas. Reestablecimos el contacto con el carro de Neil, y éste con buen criterio nos dijo que diésemos una vuelta a su alrededor, muy despacio, para asegurarnos de que no quedaba ningún bicho agazapado en ninguno de los dos carros. No había el menor peligro. Abrí la trampilla, corrí al exterior, y dando la vuelta hasta la parte posterior del «Saracen», abrí las puertas. Jane se desplomó prácticamente sobre mí. Estaba pálida, y llevaba las ropas completamente empapadas de sudor.
—¿Estás bien, encanto? — me apresuré a preguntar.
»Sí, pequeña — continué — las vencimos, ya no hay ningún peligro. — Me asomé al interior del «Saracen» y acaricié a «Sek»; tenía la boca enormemente abierta y agitaba la lengua sin descanso. El interior del «APC» era un auténtico horno.
El «Saladin» se puso en movimiento. Neil nos gritó desde la tórrela:
—¿Todo bien por ahí?
—Más o menos sí, gracias.
—De acuerdo, pues todo el mundo a bordo. No podemos quedarnos por aquí, no es saludable.
—No por favor, esperen aunque sólo sea un minuto — suplicó Jane —. La levanté en brazos y la metí en el interior —. Lo siento, Jane, tenemos que continuar la marcha. En cuanto nos hayamos puesto en movimiento, te encontrarás bien. Habrá corriente de aire, ya lo verás.
La carretera parecía que había escapado a grandes daños. En cuanto llegamos allí, apretamos el acelerador hasta que el aparato alcanzó su velocidad máxima. Unos minutos más tarde, los carros entraban en Summerton.
El pueblecito, estaba casi totalmente en ruinas. Media docena de edificios a ambos lados de la calle principal ardían vivamente. Había un coche de bomberos cerca, y mangas de riego cruzadas en la calle, pero nadie que hiciera el menor intento de luchar contra las llamas. Atravesamos aquel lugar, con gran precaución manteniéndonos constantemente en el centro de la calle. A unos cien metros de allí, divisé a un grupo de gente reunidos en una acera. Me dio la impresión de que estaban saqueando una tienda; echaron a correr cuando se percataron de la presencia de los carros; me pregunté que por qué habrían reaccionado así y llegué a la conclusión de que lo habían hecho bien por lo que estaban haciendo cuando fueron sorprendidos, o bien porque consideraron que al ir armados y blindados, éramos más susceptibles de atraer a las Furias. Vi que alguna especie de tanques habían atravesado la ciudad; sus ruedas habían dejado profunda huella en la superficie de la calle.
Nos encontramos con una barrera que formaba un paso a nivel que cercaba una línea de ferrocarril que cortaba la calle. Estaba alzada solamente a mitad, y pasamos justo por debajo con gran precaución. Al otro lado la calle se ensanchaba, mostrando a ambos lados un pueblecito pequeño y feo de deficiente urbanización a juzgar por los recovecos y callejuelas estrechas y cortas que se apreciaba en todas direcciones. A la izquierda divisamos una gasolinera. Neil se dirigió hacia allí, se situó debajo de la marquesina, y se detuvo. Yo avancé hasta situarme tras él. No hubiera podido ir mucho más lejos, ya que la aguja del depósito estaba a cero. Apagué el motor y salté del carro.
No se oía otro ruido que el chisporroteo de las llamas. El humo danzaba lentamente por encima de todo el poblado, tiñendo el cielo de negro y cubriendo el suelo de sombras. Alcé la mirada hacia la casa consistorial, que estaba cerca de la gasolinera. Estaba llena la fachada de bandos y de papeles que me pareció, anunciaban una fiesta. El reloj de su torre funcionaba todavía. Me pregunté cuánto tiempo tardaría en pararse.
Evidentemente, no éramos los primeros visitantes del garaje. Los candados de las bombas habían sido forzados. Deseé por mi propio bien, que los tanques no hubieran quedado a seco. Neil y el ametrallador, tomaron posiciones a cada lado de los carros, mientras yo me ocupaba de las operaciones de llenar el tanque del «Saracen». Me ayudó Ted en el manejo de la maneta de aprovisionamiento y la gasolina empezó a rellenar el depósito. Me asomé a la cabina para ver cómo la aguja volvía a su posición de lleno completo; noté en la nuca cómo el sol calentaba sin miramientos.
Oí el ruido de unas alas. Me volví rápidamente. Tres Furias se acercaban hacia el «Saracen», a toda velocidad, como si salieran de entre la nube de humo. Me dio la impresión de que fueran descomunalmente grandes, rayando casi en lo absurdo.
Quedé como petrificado donde estaba, sin ánimo para moverme. Neil avanzó, preparándose para poner en acción el lanzallamas; le estaba diciendo algo en voz alta al ametrallador que no llegué a entender. Las Furias cambiaron de dirección, lanzándose hacia él. Por un momento creí que había reaccionado demasiado tarde y que no le daría tiempo a defenderse, pero inmediatamente oí un ruido seco que ya me era familiar y vi una llama blanca con tintes rojos que poco a poco fueron convirtiéndose en fuego normal. Las avispas se alejaron un poco, y se posaron sobre la carretera. Dos de ellas se quedaron allí, pero la tercera alzó de nuevo el vuelo, lanzándose sobre él. Neil se tiró a un lado; el ametrallador fue en su ayuda, y la avispa renunció de momento al ataque. Neil se volvió hacia nosotros con el rostro completamente cubierto de sudor.
—Dense prisa — gritó.
Entonces fue cuando me di cuenta de que el sargento no había dejado de hacer funcionar la bomba.
Todo ocurrió en un momento. La gasolina había llenado el depósito e incluso se salía resbalando por el motor hasta cubrir el suelo. Lancé un grito de advertencia a Ted, y en el mismo momento Jane abrió la puerta trasera del «APC».
—Bill, ¿qué ocurre? ¿Todo va bien?
—Saquen a esa maldita chiquilla de ahí!... — gritó Neil.
Yo volvía a sentirme incapaz de reaccionar. Contemplaba la escena con la boca abierta de par en par, y vi cómo el bicho se situaba inmediatamente detrás de Ted.
Quise gritar pero las palabras no salieron a mis labios. Alcé la mano para ponerme frente a mí, de un modo estúpido, como alguien que quisiera resguardarse de un espíritu maligno. Ted dio un paso hacia delante, vio mi gesto y mi rostro, y se detuvo. Quiso dar media vuelta pero no fue lo suficientemente rápido. La Furia saltó por encima de la bomba de la gasolinera que acababa de abandonar Ted, y fue a caer con una garra sobre cada uno de sus hombros. El choque le hizo caer de rodillas.
Nunca llegamos a saber, si el insecto hacía mucho rato que estaba allí, o si algún ruido que hicimos le atrajo, haciéndole salir de algún lugar escondido. Lo que sí pude comprobar, es que aquella avispa, no era ninguna de las tres que habían merodeado momentos antes a nuestro alrededor. En un instante, vi cómo la cabeza le caía hacia delante, y cómo agitaba las manos de un modo horrible sobre el suelo. La sangre manaba abundantemente por ambos lados de su cabeza.
«Sek» saltó del carro; a pesar de que Jane llevaba la correa sujeta a su muñeca, la perra corrió hacia la Furia, y Jane no tuvo más remedio que soltarla. Yo fui en busca de un rifle, aunque sabía de sobra que ya era demasiado tarde. Cuando me volví, vi que algo rodaba a mis pies. Era la cabeza de la Furia, batiendo todavía las mandíbulas. «Sek» continuaba debatiéndose contra el cuerpo, que proseguía aferrado al cadáver del sargento Jane chillaba, mientras que habiendo recuperado el extremo de la correa, intentaba sacar de allí a «Sek».
Quité el seguro del rifle, y al tercer o cuarto disparo, los restos de la avispa rodaron por el suelo. Continué disparando sin poder evitar el hacerlo hasta que descargué por completo el arma. Vi carne destrozada por todas partes. Había una pierna a cuatro o cinco metros. Al agotar las municiones, no pude reprimir el deseo de descargar cuantos golpes pude con el rifle sobre los restos de la Furia. Hubiera querido golpearla hasta que no quedara de ella ni una migaja. Recuerdo muy bien a Jane tratando de sujetarme por un brazo; y al mismo tiempo sujetaba a «Sek», que no hacía más que ladrar inquieta. Distinguí a Neil un instante y tras él al ametrallador que corría tomo un loco hacia el «Saladin». No sé cómo en un momento, la calle quedó totalmente inundada de avispas.
Mi primera intención fue de ir a esconderme tras las bombas de gasolina, pero hubiera sido un suicidio, ya que era lo que precisamente querían aquellos bichos. Preferí correr, aunque estaba más lejos, hacia el «APC», llevando casi a rastras tras de mí a Jane; no sé cómo fue, que en la carrera perdí el rifle. Vi e! cuerpo de Ted tendido en un charco horrible de sangre.
La parte trasera del carro estaba abierta; entramos y cerré la puerta de golpe. Cinco segundos después la primera de las avispas se estrellaba contra la chapa blindada. El choque imprimió un movimiento de vaivén al Saracen». Mi mayor preocupación era llegar cuanto antes a la tórrela. Por el momento lo único que quería era cerrar las trampillas, situadas, una en la tórrela, y otra junto al asiento del conductor.
Cerré la primera y me alejé rápidamente en sentido contrario. «Sek» no hacía más que ladrar; notamos otro impacto terrible. Miré hacia el exterior a través de la trampilla que había frente a mí. El «Saladin» se hallaba ya a unos cincuenta metros, y corría a toda velocidad un buen chorro de fuego.
Continué arrastrándome para pasar de la tórrela al asiento del conductor, y en cuanto llegué cerré la trampilla. A través del periscopio vi al «Saladin» que giraba hacia la derecha y desaparecía de mi vista. Accioné el «starter», aceleré a fondo y salimos a toda velocidad. Me di cuenta de que fuera como fuera, teníamos que alcanzar al «Saladin». Sin el lanzallamas, estábamos totalmente indefensos, pues si las Furias caían nuevamente sobre nosotros nos podrían tener sitiados durante muchas horas. Giré yo también hacia la derecha por donde Neil había desaparecido, y ante nosotros se abrió una carretera amplia y completamente despejada. Cinco minutos después estábamos lejos de Summerton y el otro carro era visible a lo lejos como un punto negro.
La carretera se fue haciendo cada vez menos accesible. El asfalto había saltado por muchos sities, produciendo unos desniveles y baches que dificultaban en grado sumo nuestra marcha. Pero yo mantenía el «APC» a toda velocidad. El ruido que imperaba en el interior, era terrible; de la parte posterior llegaban hasta mí tal cantidad de ruidos que parecía que hubiera media docena de baterías de cocina dispersas por detrás de mí. Confié en que a Jane se le ocurriera tirarse al suelo boca abajo para evitar que pudiera hacerse daño.
Ya casi había dado alcance al «Saladin»; no sé por qué pasó por mi imaginación que en el ataque de que nos hicieron objeto por la mañana las Furias, debieron pensar antes de abandonarnos que los carros estaban muertos. Pero ahora se habrían dado cuenta de su error; si las dejábamos acercarse ahora, quizá fueran nuestros huéspedes durante una semana. Creo que Neil debió tener la misma idea; trataba de distanciar a aquellos bichos, cansándolos y perdiendo contacto con ellos poco a poco. Pero era casi imposible; eran casi cinco o seis veces más rápidas que nosotros. Tenían rodeado al «Saladin» a medida que avanzaba, procurando mantenerse como es lógico, fuera del contacto de la llama. Me imaginé que nosotros también debíamos ser el centro de una nube de asedio similar. La velocidad a que íbamos les impedía posarse en el suelo pero nada más.
Estaría yo a unos seis cuerpos de «Saladin» cuando el camino quedó corlado por una grieta. Vi el carro de Neil que giraba hacia un lado de repente, y frené en seco. Los segundos que siguieron a éste fueron de una angustia tenaz; diez o doce toneladas de carro «APC» parándose en el acto, era mucho pedir; vi el peligro que se cernía sobre nosotros, y puse a tope el volante. Por un momento llegué a pensar que aún escaparíamos a aquélla; el carro alzó las dos ruedas de un lado al aire, y cuando volvió a sentarse sobre las cuatro nos dio una sacudida como no había experimentado en mi vida. Después continuamos la marcha tratando de orientarme a través de la visión restringida de los periscopios.
Para nosotros, aquella huida terminó poco antes de las tres. Y me imaginaba que tenía que ocurrir; sólo era una cuestión de tiempo. El «Saladin» se había alejado nuevamente y yo estaba tenazmente empeñado en darle alcance, cuando de pronto las ruedas de un lado se metieron en una grieta. Accioné cuanto pude sobre el volante, aceleré el motor, e hice cuanto estaba en mi mano para volver el carro a tierra firme. Por fin lo conseguí, con el motor acelerado a fondo, y antes de que lograra hacerle perder velocidad ya vi otro peligro inminente frente a nosotros. Pisé a fondo el freno, pero no sirvió de nada. No sé cómo la parte delantera del carro se hundía hacia delante, y vi cómo el periscopio venía directamente hacia mi rostro, por efecto de que en realidad era mi rostro el que iba a él. Alcé las manos, y no vi más que el resplandor y el ruido producidos por el brutal accidente final que debió tomar las dimensiones del desenlace de algunas carreras en las películas. Después vino una sensación de caída, una fantasmagórica sensación de malestar... y nada más, durante bastante rato.
Volví en mí poco a poco, y en diferentes etapas. Lo primero que recuerdo, fue la sensación de que me pasaban por la cara una toalla húmeda y caliente. Me quedé quieto, deseando que quienquiera que fuere quien lo hacía terminara pronto y se fuera. Sin embargo, proseguía, y con un gran esfuerzo me reincorporé y abrí los ojos. Aquel simple movimiento fue como si me hubieran dado cien martillazos en la cabeza. Emití un quejido, y el tratamiento de la toalla caliente recomenzó. Tendí la mano y toqué una piel fuerte y peluda, que inmediatamente reconocí como la de «Sek», que se había abierto camino hasta donde yo yacía. Me estaba lamiendo el rostro.
—Ya está bien, pequeña — murmuré.
Abrí los ojos de nuevo e hice cuanto pude por orientarme. Nos hallábamos sumidos en una oscuridad casi total, y había un olor fuerte que no llegaba a distinguir. Me agarré al volante que estaba junto a mí, y distinguí algo que se cernía sobre mi cabeza. Los periscopios. Aún no comprendo cómo no me abrí la cabeza contra ellos en el momento del accidente.
Tenía la mano herida; por lo visto me había cortado. Recordé la carrera delante de las Furias, y al «Saladin» saltando ante el periscopio, y la loca carrera a través de las grietas. Me senté de repente, y grité:
—¿Jane? Silencio.
— ¡Jane!
Al no obtener respuesta, reaccioné convulsivamente, y sacando fuerzas de flaqueza, conseguí abrirme camino para salir de donde estaba. Me parecía que me estuvieran estallando en la cabeza bombas de varios megatones, y no pude por menos de volver a quedarme quieto y tendido como estaba. Cuando me encontré un poco mejor, volví a intentarlo poniendo más cuidado esta vez en mis movimientos. No era fácil. El «Saracen» se había quedado empotrado formando un ángulo de casi cuarenta y cinco grados, y estaba decantado hacia un lado. Cuando bajé al fondo del vehículo, mis pies tropezaron con toda una colección de objetos; una botella de agua, algunas latas de comida en conserva, y la pieza de uno de los lanzallamas. Instantáneamente, daba la impresión de que el ruido de metal sobre metal se amplificaba en el interior del carro. Se oía el ruido de arañazos y pisadas fuertes que recorrían la parte superior del carro como si se tratara de ecos etéreos. El sonido era indescriptible, un maremágnum de ruidos secos y crispantes que me hicieron sentir un escalofrío en la espalda. Mi capacidad pensante, funcionaba mejor ya; comprendí que debíamos estar completamente cubiertos de Furias. Y el olor tan fuerte que ya había advertido antes, debía proceder de los insectos. Hasta entonces no me había dado cuenta del calor que hacía. El solo hecho de haberme movido un poco me había dejado transido de sudor. Dejé que el ruido se apaciguara y volví a llamar más despacio. Tuve el silencio por respuesta. Casi a tientas me acerqué a la torreta. «Sek» vino tras de mí. Le hice señas para que se alejara, y anduve buscando hasta que por fin encontré una linterna. A través del periscopio se apreciaba luz, pero el cuerpo del carro se veía completamente negro. Encendí la linterna, vi una mano y luego una mata de pelo. Me acerqué a Jane y la puse boca arriba. Tenía una herida en la frente y había sangrado por la nariz, lo cual le había dejado manchas en el vestido. Era difícil de apreciar con la linterna, pero al parecer no estaba herida en ningún otro sitio. Se hallaba desvanecida; la saqué de allí sin saber, en realidad qué hacer. La dejé de nuevo sobre el suelo con todo el cuidado que pude, y anduve buscando hasta que encontré una botella de agua. Humedecí un pañuelo y se lo pasé por el cuello y la garganta. Me pareció una eternidad el tiempo que tardó en hacer un movimiento. Se llevó una mano a la cara y después trató de reincorporarse. Murmuró unas palabras y creí entender algo así como: «conejos negros...»
—Tranquilízate, estamos bien, no te preocupes... — le dije.
Me miró fijamente, parpadeó como si no me reconociera, y de pronto dio rienda suelta al pánico.
—No pasa nada — le dije sujetándola por las muñecas.
Empezó a tranquilizarse y creo que por fin comprendió dónde estábamos.
—Bill... tuvimos un accidente y caímos, ¿verdad? Se volvió a sentar. Yo la ayudé.
—¿Estás herida? Dime si estás herida...
—No lo creo — dijo vagamente —, sólo me duele la cabeza... Oh..., ¿dónde está Neil?
—No lo sé. Ni siquiera había pensado en ello. Yo también perdí el conocimiento.
—Tenemos que decirle que estamos bien. No vaya a creer que hemos muerto... Bill, qué calor hace...
—No podemos salir, encanto; estamos rodeados de avispas.
Levantó la cabeza para mirar hacia el techo. El ruido que producían con las garras habían comenzado de nuevo a oírse. Me pregunté si aquellas bestias oirían quizá nuestras voces.
—¡Oh, no! — exclamó Jane.
—Vamos, quédate ahí tranquila un momento y no te muevas. Te debiste dar un golpe terrible, ¿cómo ocurrió? ¿Te acuerdas?
—Yo... no puedo... Sí, me acuerdo de que íbamos en el carro y que de pronto empezó a dar saltos, y luego caí hacia delante junto con «Sek»...
Me sentí aliviado. Debió haber sufrido algún golpe, pero sí recordaba los últimos instantes de nuestro accidente, es que la lesión no era muy importante.
—De todas formas, quédate ahí sentada, y descansa un poco.
—Pero si estoy bien... — protestó.
—No, no estás bien. Hace un minuto o dos estabas diciendo no sé qué de conejos.
—Yo no pude haber... — empezó a protestar de nuevo, pero terminó diciendo —. Bill, ¿qué estás haciendo?
—No es nada, espera un poco. Voy a ver si puedo echar una ojeada y enterarme de lo que ocurre ahí fuera.
Los periscopios habían quedado bastante maltrechos. Quise girar la tórrela para aumentar el ángulo de observación pero tan pronto como lo hice, el ruido del exterior redobló en intensidad. Oía picotazos y arañazos a escasos centímetros de la cabeza. Sentí una rabia inmensa pero no podía hacer nada en contra.
Vi el horizonte. Después, un trozo de cielo azul abrasado por el sol. Luego hierba. Pensé que tal vez Neil estaría por allí cerca. Aunque estuviera probablemente no le pudiera ver debido a la posición que yo ocupaba.
Quise conectar la radio. Me puse los auriculares, y esperé. No se oía absolutamente nada. Me pasé diez minutos manipulando en los aparatos antes de que me diera por vencido. Tal vez se había estropeado; y en tal caso no podía hacer nada para arreglarlo. La radio nunca había sido mi punto fuerte.
Tuve mis dudas respecto a si Neil se habría preocupado por esperarnos. Parecía lo más lógico; pero de todos modos, aunque hubiera sabido que estábamos vivos, no hubiera podido hacer nada por ayudarnos. Si hubiera conseguido, aún en el mejor de los casos, alejar a las avispas, sin abrasarnos a nosotros, tampoco hubiera podido llevarnos con él. Era mucho mejor continuar hacia la base. Tal vez tratara de mandar a alguien a por nosotros; o tal vez se limitaría a lavarse las manos, para limpiarlas de un pequeño problema moral, y se olvidaría hasta de que nos había conocido. Hice girar nuevamente la tórrela, no queriendo enfrentarme a la realidad de que estábamos solos.
Jane me miraba, sujetándose con una mano a uno de los lados del carro.
—¿Ves algo? — dijo sin poder reprimir la angustia.
Me limpié la cara del sudor que la bañaba. Creo que sentía el calor como una presión física, como si algo me estrujara el cerebro. Aquel malestar me dificultaba hasta la capacidad de reflexionar.
—No creo que esté por ahí, pero vamos a asegurarnos. Jane, voy a disparar el «Browning» y si no está muy lejos al menos sabrá que estamos bien. Mejor será que te tapes los oídos con los dedos, cuando yo te lo diga, porque esto arma un ruido espantoso.
—Un ruido espantoso — repitió en voz baja.
Pensé que la cabeza que ya me dolía entonces, en cuanto me pusiera a disparar, me estallaría. De todos modos, vacié un cargador. Por un impulso incomprensible, arrojé también las descargas de humo. El estallido que produjeron fue ensordecedor. Nos sentamos con los oídos todavía silbando y esperamos oír algo procedente del exterior. No ocurrió nada. Al cabo de unos minutos, vi las nubes de humo que había producido a través de los periscopios, espesas, de un color blanco grisáceo, que se extendían perezosamente por el Llano. Las avispas se agitaron en el aire por unos momentos, pero luego volvieron a posarse sobre nosotros. Era evidente que no había nadie cerca de nosotros.
—De nada sirve que nos preocupemos, se ha ido — dijo Jane con amargura—. Vuelve aquí, Bill, ya lo hemos intentado todo.
Nos sentamos en la casi completa oscuridad. Por encima de nosotros continuaban los ruidos casi espasmódicos. Me cambié de sitio tratando de hallar una posición, donde no tuviera que recostarme contra la chapa del carro. Aquel lado del carro, ardía. El sudor me bajaba incesantemente por la espalda; tenía la camisa totalmente empapada.
—Si hubiera querido encontrarnos, creo que ya lo hubiera hecho — dijo Jane. Y luego añadió en voz baja —: ¿Crees que volverá, Bill?
—Pues claro que sí. O enviará a alguien. Ya verás como todo va formidablemente.
Vi la palidez que la invadía cuando su rostro se volvió hacia mí.
—Me estoy poniendo nerviosa y empiezo a tener miedo otra vez. No creo que vuelva. Me parece que ya no le volveremos a ver nunca más.
Me acerqué a ella y le acaricié la mano. Tenía la palma húmeda.
—No seas pesimista. Intenta descansar y no te preocupes. Ya verás como salimos bien de ésta.
La temperatura en el interior del coche continuaba elevándose.