Capítulo XII

El no ver, la oscuridad, tal vez duró un día, una semana, o quizás un mes. Había visto imágenes febriles que me acechaban, que se mezclaban en mis sueños; vi a Jane y «Sek», a las Furias, al bote y el camión ardiendo; una lluvia de rocas, mi casa derrumbándose, y aplastándome las piernas. Quise hablar con Jane pero no me sirvió de nada; su pelo se había vuelto rubio, o blanco, y tenía la cara llena de cicatrices; tenía las manos frías, heladas, y no hacía más que gritarme... matar... matar... Las palabras, el ruido, parecían penetrar en mi carne para agudizar el dolor, y volvía a estar en el bote, en medio de un mar agitado. Quise remar, pero el bote entonces se convertía en un coche rojo, que era asaltado y que me estrellaba contra la carretera. Después las rocas y la casa que se hundía de nuevo, y otra vez y otra vez...

Los sueños se fueron aplacando. Y en un momento dado, abrí los ojos.

Me llevé la mano a la cara. Estaba sudando.

De pronto, lo recordé. El «MG».

Había ido mal. Y me habían cogido. Esto era una celda, una cárcel. Escaparía antes de que se dieran cuenta de que había vuelto en sí.

De pronto oí una voz:

—Tranquilo, tranquilo — decía —, tranquilo, está bien, tranquilo...

Vi con más claridad, y me encontré con Pete frente a mí. Y sobre ella un techo rocoso.

Esto no era una celda. Era Chill Leer.

Pete me estaba enjugando el rostro. Quise hablar pero tenía la boca demasiado seca. Le cogí la mano y se la apreté. Sus dedos estaban helados. Estaba sentada mirándome y luego volvió la cabeza:

—Greg — llamó — ha vuelto en sí.

—Vaya, demonio de Bill — ya pensé que no conseguiríamos recuperarte..., Después de beber un poco de agua que me trajo Pete, dije:

—¿Que ocurrió?

—Pues que la armaste buena... — respondió Pete sonriendo.

—Creyeron que estabas muerto — explicó Greg —. Y nosotros también. Oímos los disparos, nos acercamos, y conseguimos burlar a aquellos bastardos para traerte hasta aquí...

Empecé a darme cuenta vagamente de lo que habían hecho por mí. Quería hablar, levantarme y abrazar a Pete, y a Greg, pero no tenía fuerzas ni para eso. Cerré los ojos de nuevo y me dormí...

Pasaron un par de semanas antes de que pudiera levantarme, y bastante más tiempo antes de que fuera capaz de andar sin ayuda de un bastón. Tuve la suerte de poder salir con vida, pues al parecer el accidente había sido muy grave. Pete decía, bromeando, que en lo que más suerte había tenido era en haber caído de cabeza, pues de lo contrario el accidente pudo haber sido mortal. Había un gran trabajo de enfermera. Quise comentarlo con ella. Hubiera querido decirle muchas cosas, pero siempre me interrumpía diciendo:

—Ya está bien, querido. Toda la rama de los Peterson han sido siempre sirvientes...

Durante el tiempo que había durado mi ausencia de la vida activa, Greg había tenido tanto trabajo que casi no reposaba. Había estado preparando trampas por los alrededores de la cueva, para cuando volvieran las avispas. Había puesto cargas y detonadores en muchos sitios que él consideraba podrían ser cobijo de las avispas.

Y tal como Greg había supuesto, las avispas volvieron. Los acontecimientos del año anterior se repitieron casi idénticamente. Por aquellas fechas yo ya estaba casi totalmente recuperado. Greg logró hacerse con un par de vehículos «Mark Two Ferrets», que escondió no lejos de nuestra guarida, bajo brozas y maleza.

A mediados de abril las Furias aparecieron a miles. Greg estaba asustado. Irrumpieron sobre los campos de la noche al día.

Desde que llegó el momento de mi recuperación, vi con menos asiduidad a Pete. Había vuelto a encerrarse sobre sí misma; se había vuelto tan esquiva como un gato de china. Una noche lo comenté con Greg. Estaba en la boca de la cueva viendo cómo e! sol se ocultaba tras las colinas. A mis sugerencias, quedó callado unos momentos y al fin dijo pausadamente:

—¿Te habló alguna vez de sí misma? ¿De lo que fue antes de esto?

—Una vez. Me lo explicó en unas cuantas frases bien escogidas.

—¿Y qué pensaste?

Le miré fijamente antes de responder:

—Pues no pensé nada. Le dije que aquello pertenecía al pasado. De todos modos no me importa. No comparte esa clase del sentido de la moral.

—Moralidad. Ahí está la llave de todo, creo yo...

—¿La llave de qué?

No me respondió de un modo directo:

—Cuando yo era un poco más joven, y un poco más loco por tanto, solí pensar mucho en la moralidad. En el cielo y en el infierno y en todas esas cosas. — Se sonrió —. Creo que en aquellos momentos me hubiera gustado ser la cabeza de una nueva fe. Ensayar una nueva moralidad. Una en la que nada tuviera que ver el sexo. Hay muchos más medios de ser inmoral que el simple hecho de hacer el amor con alguien que te gusta. Aunque sea pagando. Tal vez estoy loco, pero creo firmemente que una prostituta puede muy bien tener moralidad. Tal vez sea una moralidad completamente reñida con la cristiana. Pero moralidad al fin y al cabo.

—¿Y qué tiene que ver esto con Pete?

—Pete sufre una psicosis en este aspecto. — Alzó las manos. Después alzó la mirada hacia el cielo —. Pete cree que ella ha contribuido a que vinieran las Furias. Está convencida de que las Furias vinieron a aplastar la raza humana, por los pecados de los condenados. Y ella se cuenta entre los condenados...

—¡Cristo!, pero eso se aleja un tanto de la realidad de las cosas...

—Eso no lo puedo discutir, Bill. No soy un psicólogo. Mi intención no es determinar de un modo fijo, si su mente atraviesa un proceso consciente de su pensamiento. Pero es una chica que piensa mucho y que se crea a sí misma muchos complejos. No te dejes engañar por su acento de los bajos fondos. Debieron castigarla y no lo hicieron. Y por eso ahora quiere castigarse a sí misma, y seguir los pasos de su familia. Se desea la muerte.

Unas frases vinieron a mi memoria: Matad a iodos los tipos decentes. Pero hacerlo con cuidado. Lentamente. Pero mirar bien de no hacer ningún daño a ninguno de los demás. Dejar a las prostitutas y a los ladrones y a las gentes de mal vivir, a ésos dejarlos tranquilos...

Dije despacio:

—¿Así que crees que verdaderamente quiere morir?

—Una parte de ella sí. Quizá ya esté muerta. Tal es un caparazón que habla, camina...— Se reincorporó —. ¿De todos modos, qué más da? A todos nos acecha la muerte. ¿Por qué estamos aquí sino?

Avanzó unos pasos, y se perdió en la oscuridad de la cueva.

Recuerdo aquellos tiempos como un período continuo de luchas y devaneos: la lucha para encontrar comida, gasolina, aceite, municiones, y la lucha constante para poder continuar con vida contra aquellos bichos que se multiplicaban cada día. En julio sobrevino el primer ataque a Chill Leer. Aún no comprendo cómo las Furias tardaron tanto tiempo en descubrir el escondite. Casi me inclino a creer que tenían noticia de él bastante antes. Y sospecho que si no nos hubiéramos metido con ellas, ellas hubieran hecho lo propio con nosotros. No sé cuántos insectos pondrían sitio a las cuevas, pero la verdad es que nos dieron mucho trabajo. Más de un ciento debieron morir en la primera sima, antes de que el resto se decidiera por abandonar. A partir de entonces nunca estuvimos a salvo en el campo exterior, sino llevábamos un arma. Las avispas mantenían el área en constante vigilancia, lo cual dificultaba nuestros viajes de aprovisionamiento e incursiones de ataque en un cien por ciento.

Jane nunca se apartaba de mi pensamiento a lo largo de aquel verano héctico, aunque la esperanza de poder marchar hacia la costa me parecía tan remota como un sueño. Casi llegué a envidiar a la gente que trabajaba en los campamentos de avispas. Ellos, al menos eran libres para ir y venir. El tráfico de carreteras por estas fechas era continuo; yo no hacía más que darle vueltas a la idea de coger uno de los vehículos y adentrarme abiertamente hacia el mar. Pero estaba también convencido de que no daría resultado; si no me mataban las avispas, lo harían los «simbos», nombre que habíamos dado en generalizar, para designar a los esclavos de las avispas. Ya tenía un escarmiento de lo que pensaban ellos de las guerrillas.

En agosto murió Dave.

Fue una verdadera desgracia. Habíamos planeado un ataque contra un grupo de nidos que había hacia el sudoeste, un poco más allá de la llanura de Somerset. En la escaramuza se vieron envueltos los dos «Ferrets», y un puñado de gente de a pie. Todo se llevó a cabo con una facilidad asombrosa, pero uno de los coches no volvió. Era el que iba conducido por Dave, llevando como compañero encargado de las armas a Jesse Stokes; resbaló y se precipitó al fondo de una de las grietas de la tierra que parecía que se perpetuaban en la región. Las lluvias del invierno no habían servido de mucho para aminorar la profundidad. Tan pronto como nos enteramos fuimos media docena de nosotros, con escaleras que metimos en uno de los camiones, y nos encaminamos hacia el escenario del accidente. Greg fue quien bajó y estuvo más de una hora perdido por aquellas profundidades. Cuando subió a la superficie, nos dijo que había llegado a estar cerca del vehículo, aunque sin poder aproximarse totalmente, pero que había desistido porque nadie había respondido a sus llamadas, y que sin lugar a dudas, por la profundidad y los vuelcos que había sufrido el coche, los dos estaban muertos.

Una o dos noches después de que ocurriera esto, me mandó llamar. Bajé a la cueva que desde hacía tiempo utilizamos siempre que debíamos reunimos para forjar planes. Greg estaba sentado junto a la lámpara, en la única silla que podíamos vanagloriarnos de tener. Con él estaba Pete, Len Dilks, Jones «Cocinas» y Maggie. Pete estaba en pie en uno de los extremos de la cueva y los otros estaban distribuidos por el suelo sentados sobre toda una variedad de cajas y trapos. La Cockney llevaba algo entre sus manos; de momento no supe de qué se trataba, pero luego me di cuenta de que era un arco. Dios sabe de dónde lo debió sacar.

Quedé sorprendido al ver el grupo.

—¿Qué es esto, el cónclave de los clanes?

—Algo parecido — respondió Greg —. Mira a ver si encuentras algún sitio donde dejar caer tus huesos, Bill, tenemos que charlar un rato.

Me senté entre Maggie y Owen. Greg comenzó sin más preámbulos:

—Parece que tenemos algunas disensiones en el campamento, Bill. Te hice venir porque eres el único que faltaba de los de la vieja guardia. Ahora estamos todos, o al menos lo que queda de nosotros. Supuse que no querrías faltar.

—¿Pero qué es lo que ocurre? — dije. Aunque me daba la impresión de que ya sabía de qué se trataba.

Maggie estaba jugueteando nerviosilla, con el dobladillo de su jersey, y retorciendo entre sus dedos algunas hebras de lana.

—Queremos marcharnos, Bill — dijo Maggie —. Len, y yo... y Jones. Hemos hablado de ello en varias ocasiones y hemos llegado a esta conclusión. Después de que el pobre Dave... bueno, que no queremos permanecer aquí encerrados por más tiempo.

Me estremecí. No había podido borrar de mi memoria la impresión que me produjo el ver el coche con las cuatro ruedas al aire, en el fondo de la grieta.

—Comprendo tu posición, Maggie. Pero, ¿hacia dónde queréis ir?, eso es lo importante.

Pareció insegura. Len Dilks se volvió hacia mí, frotándose lentamente su mano izquierda destrozada. Dijo tranquilamente:

—Pues es eso, chico. Hubo un tiempo en que formábamos un grupo compacto de una docena. Quince, para ser más exactos. Y ahora mira. Nos podemos contar con los dedos de una mano. Incluso yo...

—No vamos a ninguna parte — dijo Maggie —. No podemos salir victoriosos de esto. Lo sabemos bien. Siempre lo hemos sabido. No es más que esperar y esperar, para que al final te maten; no importa lo que hagamos así será.

Pete intervino amargamente:

—Pues para eso vinisteis aquí, amigos. Lo que ocurre es que hay gente que nunca está contenta...

—Cierra el pico — gritó Greg —. Lo que tengas que decir lo dirás más tarde, Pete. Primero deja que oigamos lo que tenga que decir Maggie.

Pete se mordió los labios. Alzó el arco sin flecha, apuntó en dirección contraria a nosotros y disparó. La cuerda quedó vibrando.

Maggie dijo reposadamente:

—No creo que tenga mucho más que decir. Excepto que lo que Len dice es cierto. En un momento fuimos quince. Ahora seis. Y no duraremos mucho.

Cundió el silencio.

—Si hubiera alguna razón para ello, Greg. Pero esto es todo. Sí..., bueno, ya lo sabéis, si esto nos condujera a algo, si tuviera alguna finalidad. Pero estamos acabados. Aplastados. El ejército no consigue vencer a las avispas, y nosotros tampoco, por descontada. No vamos hacia ninguna meta.

—Eso lo dirás tú, amiguita...

Fue Pete quien habló. Greg la miró fijamente.

—¿Tú piensas igual, Owen? — dije yo.

—Por el estilo. No veo ni una pizca así de claridad en el futuro...

—Bueno, aquí, ya hemos pasado bastante. Todos. Queremos marcharnos, Greg. Cualquier cosa es mejor que esto. Llegamos incluso a pensar en marcharnos una noche sin deciros nada. Pero creímos, bueno, ya sabes..., que era mejor decírtelo. Nos parecía más correcto...

Greg asintió con la cabeza lentamente. La luz de la lámpara le daba a su rostro un aspecto contraído.

—Te agradezco el detalle, Maggie. Pero a mí no me debéis nada. Todo cuanto he hecho ha sido mataros a la mayoría.

—Con eso no estoy de acuerdo — dije rápidamente— Tú nos sacaste de aquel maldito campamento. De habernos quedado a estas horas seguramente estaríamos todos muertos.

—No es bueno pensar en lo que podría haber ocurrido — dijo sonriendo —. Sólo hay que tener en cuenta lo que ha...

El arco zumbó de nuevo.

—Llegamos incluso a pensar... — intervino Jones «Cocinas» —, ¿qué tal si nos fuéramos todos juntos, Greg? Greg estaba todavía sonriendo:

—Esa idea ya había pasado por mi cabeza. Tal como ha apuntado Bill, la cuestión está en saber a dónde ir.

—Yo creo que al menos podría aportar una idea. Hacia el sur. A la isla de Wight o más allá incluso. Sabemos que en algún sitio se ha organizado una resistencia. Lógicamente tendría que ser en las islas. En sitios donde las Furias no puedan llegar fácilmente.

Pete se echó a reír.

—El bueno de Bill. Nunca se da por vencido, ¿eh?

—Pero podría estar en lo cierto. Creo que es la mejor alternativa...

Maggie dijo con voz reposada:

—Hay otra... Esperamos.

—Abandonar — explicó al fin —. Ir a uno de los campamentos. O ir directamente hacia las avispas. Necesitan gente que trabaje para ellas. Hasta ahora no han matado gente en los campamentos. Si esa fuera su intención a estas horas ya lo habrían hecho...

Greg negó con la cabeza.

—Ya os dije una vez en el campamento lo que iba a ocurrir. Y no estuve muy equivocado. Ahora escucharme esto también.

—Esa no es ninguna alternativa, al menos para mí. Vosotros sois dueños de tomar la determinación que queráis. Pero yo digo lo siguiente: Estamos todavía en una fase de transición. Poseemos muchas habilidades que les son necesarias a las avispas. Podríamos trabajar para que en el invierno no se extinguiera el frío y durante todo el año para alimentarlas. Tal vez ahora somos indispensables. Pero eso no durará siempre. Esos cornudos bastardos van aprendiendo, poco a poco, cada vez más. Lo han demostrado ya. Y cuando hayan aprendido bastante, cuando ya no les seamos necesarios, cuando sepan plantar en nuestros campos y conducir nuestros vehículos, entonces... crack. — Se pasó un dedo de parte a parte por la garganta —. El final. Se acabó. Nos matarán. No pueden permitirse el lujo de tenernos toda la vida merodeando alrededor de los campamentos. Nos quieren, claro, pero quieren nuestros conocimientos. Y el saber es un arma de dos filos. Siempre lo ha sido. El saber humano nos dio la oportunidad de mejorar nuestro medio ambiente.

Y de poner en orden muchas cosas en el mundo. Pero también nos dio la bomba de fusión. Sin la cual, no lo olvidéis, no estaríamos metidos en este maldito lío. Las avispas no tienen nada de tontas, y saben que igual que ellas aprenden cosas de nosotros, nosotros las aprendemos de ellas. Y en algún sitio habrá siempre gente trabajando para hallar el modo y manera de destruir a esos bichos. No sé cómo; quizás un virus;!a humanidad está muy adelantada en el estudio de los gérmenes, y se sabe mucho de cosas que aparentemente son repugnantes... Me, llegará el momento en que se hará algo. Tal vez no sea este año, ni el siguiente, pero llegará. Por eso vine a estas colinas. Por eso no dejé de luchar, aunque sea quizá por una causa perdida.

—¿Y es la nuestra una causa perdida. Greg? — intervine.

—¿Y quién sabe eso? Yo no al menos. Todo cuanto digo es que estamos entre la espada y la pared. Y que no tenemos elección. — Miró lentamente a cada uno de los presentes —. Bueno, sometemos el asunto a votación, ¿o es que no somos ya una asamblea democrática?

—Yo me quiero ir— dijo Maggie con firmeza—. También podríamos tener nuestra oportunidad allá en las islas. Como decía Bill...

Len y Owen la secundaron. Greg chasqueó los labios y dijo:

—De acuerdo, ya hay cuatro en contra de quedarse. ¿Pete?

—Yo esperaba que estallara de una vez este asunto mientras estábamos aquí, pero no llegó. Supongo que también habrá avispas donde vayamos. Así que podemos ir donde queráis y allí darles un pequeño tratamiento a las pobrecitas...

—Bueno, en ese caso yo me iré también con la mayoría— dijo Greg —. Nos iremos. Los otros pueden marchar o quedarse. Yo les hablaré. Pero antes quiero haceros una proposición. Antes de salir de aquí quiero dar el golpe más grande que hayamos dado nunca. Dejarles a las avispas un buen recuerdo nuestro. A unos kilómetros al norte de aquí hay una ciudad de avispas enorme. Es tan grande que ni por un momento sospecharán que vamos a atrevernos a tacarlas. Quiero aniquilarlas. He pensado detenidamente en ello y creo que podremos lograrlo. En cuanto haya acabado la fiesta nos iremos. A partir de ese momento todas las operaciones en esta llanura se habrán convertido en algo virtualmente imposible de llevar a efecto, de forma que de nada serviría que nos quedáramos. ¿Qué decís?

Miré uno a uno a todos los rostros y supe que ninguno iba a decir que no. Saldríamos adelante. Por una incursión más... En el silencio. Pete se puso a juguetear con el arco otra vez. Yo la miraba. El arco se curvó demasiado y se oyó un chasquido. El hierro se había roto por el centro. Las piezas cayeron al suelo.

Pete se sentó en el suelo junto a las piezas, mirándolas con los ojos abiertos de par en par. Después se echó a reír y lo tiró todo a un rincón de la cueva. Dijo:

—Pues aquí tampoco era tan mala la vida. ¿O no os disteis cuenta ninguno?

* * *

Era el plan más completo y delicado que hubiéramos arriesgado nunca. En un punto determinado hacia el norte, el único «Ferret» que nos quedaba estaba esperando con un par de camiones. El ataque consistiría en dos partes. El coche de cabeza avanzaría solo hasta situarse lo más cerca posible de los nidos de la ciudad de avispas. Después los camiones se encargarían de encender hogueras en distintos puntos, más al norte. Confiábamos en que las avispas caerían en la trampa de pensar que toda nuestra fuerza estaba concentrada en el Llano. Mientras las Furias estuvieran ocupadas con aquel engaño el camión cisterna que llevábamos iría desparramando gasolina, que discurriría por la vertiente de la colina hasta anegar la mayor parte de la ciudad de las avispas. Lo que nadie sabía era cuánto tiempo pasaría antes de que detectaran nuestra presencia. Greg llegó a la conclusión de que tardarían tres o cuatro minutos. Cuando nos divisaran arrojaríamos las granadas y escaparíamos lo antes y mejor que pudiéramos. De conseguirlo dejaríamos detrás de nosotros una enorme conflagración; Greg confiaba en que la mayor parte de los bichos morirían entre las llamas, o al menos quedarían imposibilitados de alzar el vuelo para lanzarse tras de nosotros. Y así lo creíamos todos...

El viaje hasta allí fue bueno. Se pararon los motores. Len bajó del camión y empezó a hacer los preparativos. Con todo a punto y las mangueras de la gasolina bien distribuidas por la ladera de la colina, nos ocultamos tras el camión y encendimos unos cigarrillos. Yo tenía un sobresalto inexplicable en todo mi cuerpo. Siempre estaba nervioso antes de cualquier escaramuza. Me pregunté si los otros sentirían lo mismo.

En mi reloj faltaban veinte minutos para empezar la operación. Greg estaba apoyado sobre un lateral del camión fumando lentamente.

—¿Cada uno conoce perfectamente su misión? Len asintió:

—Yo tengo que darle a la bomba en cuanto las avispas se dirijan hacia la trampa. Después sólo hay que correr... Bueno, antes hay que prender la gasolina cuando las avispas vengan hacia nosotros. No está mal... va a ser fácil...

—Me alegro de que lo creas así... ¿tú estás bien, Bill?

—Formidable.

—Embustero — me dijo sonriendo —, tienes casi tanto miedo como yo...

Se oyó un chasquido. La colina se estremeció casi imperceptiblemente. El ruido se volvió a oír, esta vez más fuerte. Yo empecé a sudar. La voz primaveral de los temblores de tierra hacía muchos meses que había quedado en silencio.

Pete aspiró con todas sus fuerzas el cigarrillo mientras decía:

—Esto es precisamente lo que necesitábamos, así se despertarán esos bicharracos y estarán todos bien alertas...

Por encima de nosotros, la luna, alta y serena, bañaba el cielo de azul. Recuerdo el ruido de! primer temblor de tierra y el que destruyó mi casa. Recordé el sótano, a «Sek» y a Jane. Pero Jane estaba a muchos kilómetros de allí, al otro lado del mar. Apagué la colilla y me puse en pie. Si salía con vida de este último ataque a las avispas ahí es donde iba a ir. Al otro lado del mar. Nada ni nadie iba a detenerme más.

Faltaban cinco minutos para la hora cero, y ya estábamos todos en posición de ataque. El coche que deba llegar cerca de los nidos apareció a lo lejos justo a tiempo. Vi los faros, y sus luces me mostraron la gran cantidad de nidos que debíamos atacar. Después se oyó el tableteo de unos disparos.

La ciudad fue lenta en reaccionar. Cuando lo hizo el efecto fue indescriptible. Las bocas de la cisterna se abrieron rápidamente y la gasolina empegó a resbalar por la colina. Esperé tendido sobre la hierba. A lo lejos veía las hogueras. La gasolina, sin duda, había llegado ya a extenderse por todo el campamento. ¿Qué les ocurría a las Furias? ¿Estarían todas adormecidas?

De pronto el aire se llenó de ruidos. Greg lanzó un grito que quiso ser una orden; las bombas fueron cayendo desde media docena de sitios sobre los alrededores del campamento. Y las llamas fueron cubriendo todo el cielo de luz amarillenta. Vi a las Furias que revoloteaban en el aire sumergidas en aquel infierno.

Quedé medio cegado. Parecía que toda la ladera de la colina hubiera hecho explosión. Había fuego por todas partes, cuyas llamas parecían lamer las estrellas. Corrimos hacia los coches.

Una oleada de calor nos azotaba la espalda. Nos metimos en el «Rover» más próximo Pete, Greg y yo. Aceleré. El coche iba dando tumbos y apenas conseguía dominar el volante. Tras de nosotros la noche estaba teñida de rojo.

Nos dimos cuenta del error que habíamos cometido antes de llegar a nuestro refugio. Si las Furias habían muerto a miles, a miles se lanzaron tras de nosotros, tratando de cortarnos el camino. Estábamos atrapados. Nunca lograríamos salir con bien de aquello.

Pete gritó algo. No sé qué. El retrovisor se puso blanco y después oí la premura de un claxon. Di un golpe de volante y me hice a un lado. El camión cisterna pasó a escasa distancia de nosotros, bajando la vertiente con las mangueras todavía pendientes de la parte trasera, saltando como culebras locas. Aún tuve tiempo para pensar que el camión no lograría llegar a destino. A aquella velocidad se tenía que estrellar.

Y así fue. Al pasar cerca de una de las grietas vimos el camión con las ocho ruedas al aire.

Todo era confusión. Len debió haber saltado. Pero si lo hizo no le vi. No le vi...

Las Furias venían peligrosamente tras de nosotros cuando llegamos a Chill Leer. Dos de los «Rover» vinieron también. No sé qué debió ocurrirle al tercero. Nunca lo volví a ver. Entramos a trompicones. Casi es más apropiado si dijera que caímos a la primera sima, que no la bajamos. Pero ese obstáculo no detuvo a los insectos. Se pusieron sobre el borde, plegaron las alas y caían como piedras. Las machacábamos literalmente a medida que iban cayendo, pero bajaban más y más, hasta que todo aquel lugar quedó convertido en un caos. Una lámpara que había quedado encendida se descolgó y cayó junto a nosotros, explotando con el choque. Alguien, me cogió una pierna, me revolví en la oscuridad y casi en el mismo momento un fogonazo de unos disparos me pareció que cruzaba por delante de mi cara. Alguien lanzó gritos de agonía.

La cueva estaba llena de humo. Apenas si podía respirar. Quise abrirme camino hasta donde había visto a Pete por última vez. Tropecé con algo, tendí la mano y sentí una frialdad horripilante que me la hizo retirar. Se encendió una linterna que me permitió ver un mare maremágnum de cuerpos, humanos y animales, que me hizo estremecer. Vi a Pete encogida, tumbada al lado de una pared rocosa. Fuimos por el pasadizo que nos conduciría hacia la segunda sima. Una linterna iba delante de nosotros. Pete se debatía, tratando de liberarse de mí. Encontré la escalera, la hice bajar por ella y la seguí a la mayor velocidad posible, hacia la oscuridad. Aún estaríamos a mitad de camino cuando casi perdí el equilibrio al resbalar sobre los travesaños. Alguien venía tras de mí, que me pisó los dedos. El zumbido de las alas volvió a oírse con mayor intensidad. Las avispas nos seguían. El ataque de que habían sido objeto parecía haber soliviantado su paciencia; ésta era la hora de la verdad. Iban a cogernos, no cejarían en su empeño hasta que lo consiguieran.

Cuando llegamos al fondo, Greg estaba tras de mí. Había bujías almacenadas en el fondo de la sima: cogí dos y puse una en la mano de Pete. Frente a nosotros hubo una voz que nos llamaba. Las avispas nos iban detrás.

Fuimos cuatro los que llegamos al sifón: Greg, Pete, Owen Jones y yo. No sé cómo Oven se había hecho con un fusil, pero era la única arma que teníamos. Nunca podríamos luchar contra los insectos con un arma sólo y además sumidos en la oscuridad.

No cabía la menor duda. Sólo había una solución y todos sabíamos cuál era. Tendríamos que pasar el sifón a nado. Si el recorrido del túnel, totalmente cubierto de agua, era pequeño, habríamos puesto una barrera entre las Furias y nosotros que nunca podrían traspasar. Y si el túnel era largo... bueno, pues lo mismo daba una muerte que otra.

Pete fue la primera. Nada hasta alcanzar la boca arqueada del túnel. Se dio impulso con los talones y desapareció. Después fue Owen, y yo tras él; antes de entrar en el túnel oí a Greg que me anunciaba a gritos la proximidad de las Furias. La frialdad del agua y la oscuridad me aturdieron.

Nunca fui un buen nadador, y la escasa distancia que había entre las dos paredes del túnel me impedían los movimientos. Después de la primera media docena de brazadas necesitaba aire. Me sostuve, contando. Diez, once, doce, trece, catorce... dos más... otra más... Era imposible, la roca me impedía levantar la cabeza. Oí un ruido. Vi el chisporroteo de unos fuegos de artificio que estallaban en mis ojos. Solté el poco aire que me quedaba en los pulmones y un momento después me estaba ahogando. Sentí pánico. La cabeza me estallaba y el agua entraba a bocanadas en mis pulmones. Noté cómo me cogían por un brazo y tiraban de mí hacia fuera. Mis manos tocaron algo. Abrí los ojos y comprendí que estaba fuera del agua, tumbado y escupiendo sobre la roca. A mi alrededor la oscuridad era estigia, impenetrable, y el silencio, propio de una tumba.