Capítulo 19

AL día siguiente, persistía una gran tensión en Donoughmore. Por primera vez desde que Caitlyn lo conoció, Connor se quedó en la cama hasta cerca del mediodía. No había regresado a la casa hasta la madrugada —Caitlyn lo sabía porque no pudo dormir hasta que llegó—, por lo tanto no era extraño. Pero cuando se levantó, estaba de muy mal humor. Hasta las disculpas de Cormac fueron recibidas con un simple gruñido, si bien Connor parecía no albergar resentimientos contra su hermano. Su ira parecía concentrarse por completo en Caitlyn. No le dirigió la palabra en todo el día. Y ella tampoco. Si había que disculparse por algo, le dijo a Rory cuando este la instó a hacerlo, le correspondía a Connor, no a ella.

El mal carácter de Connor afectaba a todo el mundo. Desde la señora McFee en la casa, hasta Mickeen en el establo o los campesinos en el campo, o los hermanos. Todos caminaban con cuidado en medio de la oscura nube de malestar del conde. Mickeen insistía en considerar todo el asunto culpa de Caitlyn. Murmuraba comentarios reprobatorios sobre su carácter, sus antecedentes y su sexo.

Fharannain había alojado una piedra en su casco cuando Connor cabalgó en solitario la noche anterior; esto se agregó a la lista de desgracias de la cual Caitlyn debía ser acusada. Enfadada con el mundo, dejó a medio hacer sus tareas por la tarde y decidió caminar por la pradera. La cura para sus desdichas —además de abofetear a Connor y en menor medida a Mickeen— estaría en el aire fresco. Lo que necesitaba era una larga y solitaria caminata.

Estuvo fuera aproximadamente dos horas y cuando regresó se sentía mejor. El establo estaba desierto, al igual que el corral de las ovejas. Los d'Arcy y Mickeen no estaban por ninguna parte. Willie hacía tiempo que estaba con los O'Leary, la familia de campesinos con la cual dormía y comía. En los últimos tiempos lo veía poco. Su relación, lenta pero inexorablemente, había cambiado. La señora McFee estaba en la casa y como Caitlyn no se sentía con ánimos ni para su conversación, ni para sus tareas, no tenía otra posibilidad que su sola compañía. Entonces trepó al altillo del establo y se acostó sobre el heno para mirar a través de la ventana abierta el cielo azul y sin nubes. En su línea de visión flotaban hacecillos de pelusa blanca que luego desaparecían. Se divertía formando imágenes con ellos. Después se quedó dormida.

—¡Está aquí!

Las palabras penetraron su sueño, que era profundo, por todas las horas que había perdido la noche anterior esperando a Connor. Trató de salir de la niebla en que estaba inmersa. Al abrir los ojos encontró a Cormac de pie al lado con el entrecejo fruncido. Caitlyn le sonrió. Fue una sonrisa lenta y dulce porque se parecía tanto a Connor que por un momento imaginó que eran amigos otra vez. El gesto adusto se esfumó del rostro de Cormac.

—Ha estado aquí durmiendo todo el tiempo —dijo Cormac por encima del hombro, como excusándose. Caitlyn todavía estaba despierta a medias, pero tomó conciencia de que sus piernas estaban en una posición reñida con la modestia, pues mostraba gran parte de la pantorrilla. Se sentó y se arregló la falda con movimientos somnolientos. Cormac le sonrió con indulgencia y se agachó con las dos manos extendidas para ayudarla a ponerse de pie. Caitlyn aceptó la ayuda, se levantó y se lo agradeció con una sonrisa. El joven no la soltó de inmediato sino que se quedó sosteniéndole las manos al tiempo que le sonreía.

Como no tenía todavía la energía para entablar la batalla que implicaría tratar de liberar las manos, las dejó allí hasta que se despojara de los últimos recuerdos del sueño. Un sonido parecido a un gruñido hizo que mirara más allá de Cormac, a la sombra alta a la que se había dirigido antes. La sombra se adelantó y resultó ser Connor. Parecía seguir de mal humor. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y los ojos ardían del disgusto de ver que las manos de Caitlyn descansaban en las de Cormac. En cuanto se dio cuenta de la expresión tormentosa del mayor de los d'Arcy, Caitlyn sintió que la paz que la tarde solitaria le había brindado se alejaba para ser reemplazada por el enfado.

—¿Así que has estado descansando aquí? ¡Hemos pasado las dos últimas horas buscándote! —Había un tono furioso en su voz, más furioso de lo que la situación justificaba. Caitlyn se preguntó si todavía guardaba resentimiento por lo ocurrido la noche anterior y decidió que así era. Luego Connor levantó los ojos de las manos, todavía unidas a la de Cormac, y pasó al rostro de la joven que se conmovió cuando vio la furia que escapaba de sus ojos endemoniados. Caitlyn pestañeó. Los párpados de Connor cayeron y cuando se volvieron a levantar, la emoción había sido ocultada. Una idea golpeó a Caitlyn con la fuerza de un ladrillo. Al considerarla, su corazón comenzó a latir con mucha violencia. Volvió su atención a Cormac y le sonrió con calidez. Quería probar esta nueva sensación sin demora.

—¿Me habéis estado buscando? —le preguntó a Cormac con dulzura y su mejor sonrisa. Nunca antes había tenido la oportunidad de usar sus encantos femeninos pero todo surgió de pronto por instinto, sin premeditación—. Lamento si te preocupé. —Le apretó las manos con suavidad. Cormac la miró asombrado.

—Yo... yo... fue Conn —balbuceó. —Ah, Connor—dijo Caitlyn en un tono despectivo, como si Connor no importara en lo más mínimo. Echó una mirada al objeto de su experimento y vio con placer que Connor parecía cada vez más descontrolado. Hizo todo lo posible para contener una sonrisa de triunfo. Estaba casi segura de que su intuición era correcta: lo que había exacerbado el humor de Connor hasta perder el control la noche anterior y lo enfadada tanto hoy, era la atención que Cormac le prestaba. A Connor no le gustaba. Por qué, todavía no lo sabía, pero le brindaba una sensación muy placentera y quería sacar toda la ventaja que pudiera de esto.

—La próxima vez que decidas echar la siesta en el granero, podrías tener la gentileza de comunicárselo antes a alguien. Hemos perdido medio día de trabajo buscándote —gruñó Connor. Al mirarlo, Caitlyn pudo ver que sus manos estaban apretadas en dos puños y ocultas en los bolsillos de sus pantalones. Una chispa de excitación se encendió dentro de ella. Este nuevo juego podía resultar muy interesante.

—¿Por qué te has molestado? Deberías haber sabido que no podía estar muy lejos.

—Pensé que habías decidido escapar de nuevo. —La admisión fue áspera. La sombra cubría el lugar donde se hallaba Connor, lo que hacía difícil determinar su expresión en la breve mirada que se permitió Caitlyn. Cormac todavía sostenía las manos de la joven cuyos dedos se estaban adormeciendo por la presión. Trató de soltarse sin resultar demasiado obvia, pero al final tuvo que retirar las manos ante la reticencia de su galán.

—¿Por qué haría algo así? —Caitlyn sonrió a Cormac y volvió a mirar de reojo a Connor mientras se encaminaba a la escalerilla. La falda de su vestido a rayas amarillas crujió contra el heno que cubría los tablones del altillo.

—¿Por qué en realidad? —El tono de Connor era irónico pues veía que Cormac seguía a Caitlyn y le ofrecía ayuda para bajar la escalera. Ella consiguió hacerlo sola aunque, a propósito, le regaló una dulce sonrisa de agradecimiento. Cormac bajó detrás de ella. Connor salió el último.

Afuera apenas estaba oscureciendo, aunque el interior del establo ya estaba completamente a oscuras. Caitlyn no necesitaba que Cormac apoyara la mano en su codo para salir al aire libre. Se lo habría dicho en términos muy claros si no hubiera sido por el juego que llevaba a cabo con Connor. Como caminaba del otro lado, ni siquiera estaba segura de que supiera que Cormac le sujetaba el codo. Pero, conociendo a Connor, suponía que sí.

Mientras los tres se encaminaban a la casa, ninguno habló. Cuando llegaron al corredor y Cormac le soltó por fin el codo para que pudiera subir, Connor dijo secamente:

—Me gustaría verte en mi despacho después de la cena, Caitlyn.

La joven subió las escaleras sin volverse a mirarlo. Cormac estaba detrás y ella se hizo a un lado para dejarlo pasar. Se detuvo justo a sus espaldas. Caitlyn no le prestó atención. Toda su concentración estaba en Connor, que se quedó en el patio mirándola. Con tres escalones entre ellos Caitlyn no le prestó atención. Miró hacia abajo, a esos ojos color de agua, y se permitió una sonrisa pensativa.

—Si quieres disculparte por tu conducta de anoche, no hay necesidad —dijo en dulce provocación—. Ya te he perdonado.

Después de ese disparo maestro giró sobre sus talones y entró en la cocina para cenar.

Connor no habló con ella durante la comida, de modo que Caitlyn ocupó su tiempo coqueteando tanto con Rory como con Cormac. Liam era un poco más reacio a este tipo de juegos —tenía el hábito desconcertante de mirarla siempre con desconfianza cuando ella le sonreía—, pero aun así hizo su mejor esfuerzo. Era asombroso lo fácil que le resultaba coquetear con los hombres, pensaba, considerando que hacía menos de un año ni siquiera se comportaba como una mujer. Pero no era para nada complicado; una sonrisa y una mirada de reojo, un roce de sus dedos en una mano o un hombro y Rory y Cormac parecían quedar esclavizados. Mickeen miraba esta demostración con agria reprobación, mientras la señora McFee expresaba su opinión con una serie de suspiros. Connor, si lo notaba, no daba muestras de ello. Caitlyn redobló sus esfuerzos y consiguió que el embobado Cormac volcara la salsa sobre la mesa en lugar de en su plato mientras recibía una sonrisa cegadora.

Cuando la cena terminó y los d'Arcy y Mickeen se levantaron para abandonar la mesa —por mucho que lo odiara, formaba parte de sus obligaciones ayudar a la señora McFee a limpiar—, Connor se dignó a mirarla.

—A mi despacho, Caitlyn —dijo con suavidad. Caitlyn le devolvió mirada por mirada. Se le ocurrió decir que no, sólo para ver cómo era su reacción, pero quena escuchar lo que tenía que decir, y además odiaba las obligaciones de la cocina. Por lo tanto lo siguió escaleras arriba, consciente de que los ojos de los d'Arcy más jóvenes estaban fijos en ella.

Connor abrió la puerta de la estancia y esperó a que ella entrara. Desacostumbrada a gestos de caballerosidad de parte de él, que se inclinaba más a tratarla como a uno de sus hermanos que como una muchacha, Caitlyn logró pasar por delante de él con aplomo. Connor cerró la puerta detrás de ella con movimientos deliberados. Con creciente intranquilidad la joven vio cómo encendía la lámpara del escritorio, apagaba la vela y la hacía a un lado. De pronto no se sintió cómoda. Le parecía casi un extraño: un individuo alto, atractivo y masculino. Al ver cómo la luz de la lámpara jugaba con los rasgos delgados de su rostro, la sorprendió lo hosco que era. Más áspero de lo que ella hubiera esperado si lo que quería hacer era reprenderla por su papel en el escándalo de la noche anterior. Quizás había llevado sus coqueteos con los hermanos d'Arcy un poco lejos...

—Siéntate, por favor. —Su tono no le dijo nada. Le señaló la silla de cuero gastado frente al escritorio.

De nuevo, al esperar a que ella se sentara, la trataba como si fuera una dama, una persona completamente adulta. Lo había visto realizar estas cortesías con la señora Congreve y se había burlado en secreto. Pero descubría que era muy agradable ser la receptora de sus buenos modales y trató de sonreírle mientras se sentaba.

Connor no le devolvió la sonrisa y se sentó detrás del escritorio. Parecía más cortante que de costumbre. Durante un largo rato reflexionó sin decir palabra. Finalmente Caitlyn se retorció bajo su mirada insistente. Como si esa fuera la señal que había estado esperando, se echó hacia atrás y apartó un poco la silla del escritorio para estirar sus largas piernas. La silla crujió con la nueva postura. Sus dedos golpetearon los brazos de madera. Sus ojos volvieron a encontrar los de ella, distantes bajo las cejas fruncidas.

—Caitlyn. —Por fin rompió el silencio pronunciando su nombre y nada más. Parecía repasar algo en su mente.

—Es mi nombre. —Su actitud dubitativa la ponía nerviosa. Para ocultar esa aprensión, la respuesta sonó impertinente. En su expresión había una mezcla de preguntas y desafíos.

Cuando Connor se decidió a hablar, las palabras fueron cuidadas, medidas.

—Primero debo admitir que tienes cierto derecho. Te debo una disculpa. Lamento haberte golpeado, aunque fue un accidente, estoy seguro de que lo sabes. Aun así, si hubiera logrado refrenar mi carácter, eso no habría ocurrido. Te pido disculpas.

La formalidad de sus disculpas perturbó a Caitlyn. Lo miró con incertidumbre.

—Te provoqué. —Pensó que la disculpa le iba a dar una ventaja. Ahora descubría que el juego le pertenecía a Connor por completo, como siempre. Se había convertido de pronto en una criatura nerviosa. El sonrió un poco ante la admisión tácita, pero sus ojos seguían siendo fríos. No parecía gustarle lo que estaba haciendo y eso la asustaba cada vez más.

—Sí, me provocaste. Parece que es tu especialidad hacer eso. Caitlyn creyó detectar una nota de humor en su voz e intentó esbozar una sonrisa mientras buscaba en vano sus ojos. El no le sonrió y, si había existido un rasgo de humor en sus palabras, ya había desaparecido por completo. Parecía muy serio, incluso un poco melancólico.

—Caitlyn. —La forma en que pronunció su nombre la preocupó. Era como si fuera a darle malas noticias y no sabía cómo iba a tomarlo. Sus ojos se agrandaron y buscaron los de él. El círculo negro de su iris pareció agigantarse.

—Tenemos un problema, pequeña —continuó después de dudar un poco—. Parece que debí haber previsto esta dificultad antes, pero no sé cómo, no me di cuenta.

—¿Qué dificultad? —La perturbación le entorpecía el habla. El la miraba con cierta tristeza, ella podía imaginarse muerta y en su ataúd.

—Educar a una muchacha en una casa de hombres. Las muchachas son diferentes de los muchachos por su misma naturaleza, y viceversa. Es natural que tú quieras probar tu femineidad y que ellos te respondan. Quiero que entiendas que no te estoy acusando por esto. No has hecho nada malo.

—¿De qué estás hablando? —Un peso terrible pareció habérsele instalado en el pecho.

—Por tu propio bien debo alejarte, muchacha. —Lo dijo con una terrible gentileza. Caitlyn lo miró. Sus enormes ojos azules resaltaban en la blancura de su rostro. Cerró las manos sobre el regazo hasta que las uñas se clavaron en la suave piel de las palmas. Su agitación era tal que ni siquiera sintió el dolor.

—¿Qué? —La propuesta era tan inesperada que la enloqueció.

Connor continuó con rapidez, ignorando la interrupción y la angustia que surgió en el rostro de la joven.

—No es una gran tragedia, Caitlyn. No tengo la intención de devolverte a tu mundo. Las hermanas de Santa María en Longford tienen una escuela para señoritas. Ellas te recibirán. Tengo un amigo que me ha dicho que hará los arreglos necesarios. Te enseñarán cómo administrar una casa, buenos modales,... Hay muchas cosas que las mujeres necesitan saber y de las cuales los hombres no tenemos ni noción.

—¡No!

—Todo está arreglado y es lo mejor, muchacha. Créeme.

No lo haría si no fuera así.

—¡No!

Connor continuó con rapidez para tratar de evitar las protestas con palabras racionales.

—Nada bueno puede sucederte si te quedas con nosotros. El lugar de una muchacha es entre otras mujeres, no entre jóvenes salvajes. Mañana juntarás tus cosas y te despedirás. Partiremos para Santa María pasado mañana bien temprano.

Caitlyn sintió como si una mano gigante le estuviera apretando el corazón. Los ojos de Connor estaban fijos en el rostro de la muchacha, oscurecidos por la compasión. Compasión, cuando estaba hiriendo tanto, ¡todo lo que quería hacer era gritar!

—No puedes... no puedes hacerme esto. Si es por... por lo que sucedió la otra noche, no volverá a pasar. Te lo juro. Me quedaré a salvo en la casa cuando salgáis y nunca volveré a mirar a Cormac, a Rory o a Liam o cualquier otro que tú no quieras que mire. Yo...

Connor detuvo su balbuceo frenético levantando la mano.

—No es porque nos seguiste la otra noche o por lo que pasó después. Es por lo que tú eres. Has crecido y te has convertido en una hermosa muchacha, Caitlyn, y nosotros somos todos hombres aquí. Los hombres, hasta los mejores, como pienso que son mis hermanos, pueden perder la cabeza con facilidad cerca de una bella muchacha. Ahora hay problemas, pero podemos solucionarlos. Piensa en la catástrofe que se produciría si te quedaras.

—Yo no...

—Yo no...

—Tú no podrías evitarlo. —El pronunciamiento fue duro—. Además piensa en ti misma. Pronto llegará el día en que quieras casarte y tener hijos. ¿Qué hombre decente te aceptará cuando se sepa que has estado viviendo aquí, sola con nosotros? Pensarán que tu virtud es escasa, y si alguien te acepta, es probable que te valore menos a causa de esto. Con las hermanas tu buen nombre estará a salvo. Y no te abandonaremos por completo, pequeña. Te visitaremos y te llevaremos regalos y cuando te llegue el momento de casarte, te entregaré incluso una dote. ¿Qué te parece?

—¡No!

—Lo siento, pequeña. Así va a ser.

Los labios de Caitlyn temblaron cuando buscó en el rostro de su verdugo y no encontró la más mínima comprensión. Estaba dispuesto a hacer lo anunciado. La enviaría lejos. El aguijón de las lágrimas se hizo sentir en sus párpados, pero se contuvo. No lloraría. ¡Nunca!

—Pensé que... te preocupabas por mí. —Las palabras partían el corazón. La boca de Connor se puso rígida y le extendió una mano, sólo para volverla atrás. Parecía muy estricto, sus cejas tupidas casi se unían sobre su nariz. Sus extraños ojos claros se oscurecieron por el dolor de verla en ese estado. La imagen de la agonía en ese hermoso rostro delgado que se había vuelto tan familiar como el suyo propio y más querido de lo que hubiera podido imaginar, la hizo sollozar. Connor torció la boca cuando vio la fuerza con la que intentaba tragar las lágrimas.

—Todos te queremos como a una hermana pequeña. Nunca lo dudes.

—Entonces, por qué...

—El hecho es que no eres nuestra hermana. No eres pariente nuestro. Eres una hermosa joven y nosotros somos cuatro hombres sanos. Esa es una receta para el desastre, Caitlyn. Gracias a Dios soy lo suficientemente mayor como para verlo antes de que suceda.

Caitlyn respiró hondo y se sacudió.

—¿Los otros lo saben? —Tenía la esperanza de que ellos defendieran su causa. Lo que harían probablemente, pero en la práctica era muy poco lo que podrían cambiar. Connor era el señor de Donoughmore, el conde, el cabeza de familia.

—No. Pensé que era mejor decírtelo primero. No había lugar a dudas de que estaba dispuesto a hacer lo que acababa de decir. Sin esperanzas, Caitlyn lo miró suplicando en silencio la posibilidad de quedarse. Una sola lágrima rodó de cada ojo. Connor se levantó y se acercó a ella. Con la mano limpió la gota que humedecía la mejilla que él había abofeteado la noche anterior. Recogió la lágrima con la punta del dedo. Caitlyn sintió el roce de su mano contra la mejilla y lo miró con un ruego en los ojos. Pero él no la miraba. Sólo por un instante bajó la vista hacia la lágrima que había recogido, luego en un gesto repentino e involuntario su mano se convirtió en un puño como si ese fuera el signo visible del dolor que le infligía su partida.

—No tengo más que decir. Puedes retirarte.

Caitlyn se puso de pie y caminó como si tuviera muchos años encima. Con una casi insoportable sensación de pérdida comprendió cómo había llegado a considerar que Donoughmore era su hogar. Amaba cada brizna de hierba, cada oveja, cada colina, árbol o arroyo. Amaba a los d'Arcy, a todos ellos. Incluso a este duro extraño que estaba apartándola de ellos. Este era su hogar y ellos, su familia. Su corazón saltó en el pecho inundado de dolor.

—Por favor, no hagas esto, Connor —le suplicó en un último intento por convencerlo.

—Ya está hecho y es lo mejor —respondió entre los labios rígidos. Luego, como si ya no pudiera soportar verla, salió de la habitación y dejó a Caitlyn hundida de nuevo en el sillón de cuero gastado, gimiendo como si su corazón se fuera a romper.