Capítulo 21

—¡Sí! ¡Tenemos algo! ¿Reconoce a alguien? — Pettinelli estaba tan excitado que prácticamente daba saltos en el asiento. Volviendo la cabeza, le dijo a Ed—: ¡Tenemos algo!

La pantalla onduló ante los ojos de Katharine. El dolor de cabeza se convirtió en una migraña devastadora. Se sentía mareada, desorientada. Tratar de enfocar la mirada hizo que su estómago protestara ruidosamente, así que lo dejó correr y cerró los ojos. Echó la cabeza hacia atrás hasta apoyarla en el respaldo de la butaca y empezó a respirar profundamente mientras una oleada de sudor frío le cubría el cuerpo.

«Dan, no. Nick...»

—¿Quién? ¿Quién es? — Ed estaba a su lado, sacudiéndole el brazo—. Dime quién es.

«Dios mío», pensó ella con un súbito ramalazo de pánico que se abrió paso a través del terrible palpitar de sus sienes. Acababa de verse delatada, tanto por su propia reacción como por la máquina. Pero no podía decirles la verdad. Descartó la posibilidad sin molestarse siquiera en considerarla. Todos sus instintos le gritaban que protegiera a Dan... No, a Nick.

«Nick...»

El dolor de cabeza era tan espantoso que sentía náuseas.

—¿Cuál? — quiso saber Ed, con la cara tan cerca de la suya que Katharine sintió su aliento en la mejilla mientras sus dedos se le clavaban dolorosamente en el brazo—. ¿Cuál?

Abrir los ojos le exigió un esfuerzo enorme, pero lo hizo. La habitación osciló ante ella, y por un instante se encontró parpadeando ante media docena de ordenadores que flotaban en un confuso círculo por encima de la mesa. Entonces respiró hondo, apretó los dientes y aferró los extremos de los brazos de la butaca con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos.

Los ordenadores que parecían girar se fusionaron en una máquina gris que permanecía sólidamente inmóvil sobre la mesa.

—Creo que... él — dijo, e instintivamente se dispuso a señalar, algo que no iba a suceder, como descubrió rápidamente—. Cuarta hilera, segunda foto empezando por la izquierda.

«Lo siento», le dijo mentalmente al propietario del rostro, un tío con pinta de militar de mandíbula cuadrada, nariz aquilina y pelo oscuro. Debajo de su foto se lo identificaba como «Investigador especial Frank Rizzo, DOD».

—¿Él? — Ed se había vuelto hacia la pantalla y tocó con la punta del dedo la foto del investigador especial Rizzo.

—No puedo estar segura — trató de ganar tiempo ella, haciendo lo que pudo por ignorar el aturdimiento que le nublaba el cerebro. No quería ser responsable de que le sucediera nada horrible a, que ella supiera, un hombre absolutamente inocente, pero no se le había ocurrido otra solución que señalar a alguien—. Pero... los ojos me resultan familiares. — Apoyó de nuevo la cabeza en el respaldo del asiento y cerró los ojos. El pulso le iba a cien por hora. Las sienes le palpitaban furiosamente—. Oh, Dios, me parece que voy a vomitar.

Eso tenía la virtud de ser completamente cierto — los nervios habían hecho que el estómago le diera más vueltas que el tambor de una lavadora — aparte de que suministraba una razón urgente para que la liberaran de sus sujeciones. Después de todo, no querrían que echara la papilla encima de su asiento, ¿verdad?

—Vale, enséñele el resto — dijo Ed.

—Necesito un descanso. — Katharine abrió los ojos y apretó con las manos los extremos de los brazos de la butaca, tratando de conservar la calma y permanecer despejada el tiempo suficiente para al menos persuadirlos de que U dejaran levantarse de aquel maldito asiento. Saber que se hallaba atrapada en él estaba empezando a darle claustrofobia, y temía que como no la soltaran pronto se le iba a ir la olla—. Por favor... Voy a vomitar.

Cada vez que pensaba en Nick — «Sí, Nick, eso encaja, no era el doctor Dan, era el agente del FBI Nick» — le sobrevenía un ataque de lo que parecía un vértigo tan intenso que por un segundo temió que iba a perder el conocimiento. No podía procesar lo que acababa de descubrir, no allí, no estando conectada a aquella dichosa máquina, no con los ojos de Ed y Pettinelli y de Starkey y Bennett fijos en ella.

—Luego — dijo Ed en tono displicente mientras desviaba nuevamente la mirada hacia el ordenador—. Mira la pantalla.

—Por favor — volvió a decir Katharine, y le pareció que Pettinelli podía haberle lanzado una mirada conmiserativa, pero no podía estar segura porque tenía toda la atención concentrada en Ed, quien era evidente que no sentía ninguna clase de compasión por ella.

Él la miró y entornó los ojos.

—Mira la pantalla — exigió, y ella así lo hizo, porque no parecía que le quedara otra elección si quería llegar a levantarse alguna vez de aquel asiento. Miró mientras las náuseas eran cada vez más intensas, pero la máquina no registró nada a través de cuatro pantallas más de instantáneas, porque Katharine no vio a nadie que le resultara conocido.

«¿Por qué está Nick haciéndose pasar por Dan?» La pregunta no dejaba de darle vueltas por la cabeza, haciendo que le latieran las sienes y causándole agudos pinchazos de dolor detrás de los ojos que hacían que mirar la pantalla del ordenador fuera realmente penoso, sin que ella pudiera encontrar ninguna clase de respuesta aprovechable.

—Eso es todo — dijo Pettinelli cuando la pantalla volvió a oscurecerse. Katharine parpadeó, aliviada. Él, también, parecía contento de que la ordalía hubiera llegado a su fin. Se levantó, las puntas de los dedos apoyadas en la mesa—. No hay más.

—¿Podría soltarme, por favor? — preguntó Katharine con los labios rígidos por la tensión. Notaba los músculos débiles y temblorosos, y pensó que quizá fuese porque necesitaban que circulara un poco más de sangre por ellos. Todavía estaba un poco mareada, un poco desorientada, y se agarró a los brazos del asiento como si le fuera la vida en ello.

—Dentro de un momento. — Ed no la miró. El resto de los presentes la ignoraron también—. Ha metido el vídeo, ¿no? — añadió dirigiéndose a Pettinelli—. ¿Qué tengo que hacer para que se ponga en marcha?

—No tiene más que apretar este botón — dijo Pettinelli, y Ed rodeó la mesa para mirar dónde le estaba señalando, y luego asintió con una mueca de comprensión.

—Gracias, señor Pettinelli — dijo en tono displicente—. Ya se puede ir a casa.

Dirigió una mirada significativa a Starkey, que se puso en movimiento por fin, abriendo la puerta.

—Por aquí, señor Pettinelli — indicó—. Si recoge sus cosas, lo acompañaremos hasta su coche.

Pettinelli titubeó, mirando a Katharine.

«No me deje.»

Las palabras aparecieron de golpe en su mente, pero tardaron demasiado en formarse, y al final no llegó a pronunciarlas. De todas maneras, pedirle que se quedara tampoco habría servido de nada, y además habría enfurecido a Ed. Katharine se sintió nuevamente presa del pánico, confusa. Había algo ominoso, sabía ella, en el hecho de que aún estuviera sujeta al asiento mientras a Pettinelli se le decía que se fuera.

Pero no se le ocurría qué hacer al respecto.

—Señor Pettinelli — dijo Ed.

Pettinelli se volvió y salió de la habitación sin mirar a Katharine. Starkey y Bennett fueron tras él, de manera que Katharine se quedó a solas con Ed.

—Quiero levantarme de este asiento — dijo, su voz más alta y más insistente. Aún no estaba gritando, pero pronto lo estaría. Cosa que tampoco serviría de nada. Cuando sus ojos se encontraron con la fría mirada de Ed, Katharine sintió que se le helaba la sangre en las venas, y se quedó muy quieta.

Había auténtica amenaza en aquellos ojos. Katharine ya los había visto mirar de esa manera antes, pero nunca a ella.

—Observa — dijo Ed. Se inclinó sobre el ordenador y pulsó un botón. La pantalla cobró vida con un parpadeo.

Katharine tardó un segundo en comprender qué estaba viendo. El vídeo era en blanco y negro, mudo, no muy nítido, pero sí lo suficiente. Ahí estaba ella, vestida con las ropas demasiado grandes de Dottie, cruzando con cautela el parking del hospital con sus zapatos demasiado apretados. De pronto se le iluminó el rostro al ver acercarse a ella una figura al volante de un Blazer negro. Un segundo después corría hacia él, cojeando un poco, y le decía algo al hombre cuyo rostro ahora era claramente visible en la ventanilla del conductor: Dan.

«No, es Nick. Sin lugar a dudas.»

Mientras se veía subir al asiento del acompañante y contemplaba al individuo del Blazer ponerlo en marcha para alejarse del parking, la cabeza empezó a darle vueltas una vez más. Partículas de recuerdos, fragmentados como trozos de una foto rota en mil pedazos, subieron a la superficie en un confuso remolino. Nick mirándola con ceño, Nick yendo hacia ella, Nick sonriendo.

«No es Dan, sino Nick.» Pero ¿cómo había conocido ella a Nick?

—Esas imágenes fueron tomadas por una de las cámaras de seguridad del hospital — dijo Ed.

Katharine lo miró, intentando separar la realidad de la ficción e integrar el pasado con el presente, y fue consciente de la ira que había en el rostro de él. Su voz, sin embargo, era suave como la seda. Peligrosamente suave.

Lo que constituía una mala señal, comprendió. El corazón le dio un vuelco. Sintió un nudo en el estómago. El amargo sabor del miedo había vuelto a hacer acto de presencia. Respiró hondo y sintió un estremecimiento.

Ed fue hacia ella, cerró las manos sobre los brazos del asiento y lo hizo girar para dejarla de cara a él. Las semiesferas azules cayeron de los dedos de Katharine para quedar colgando de sus finos cables negros. Las ruedas del asiento chirriaron sobre el linóleo del suelo. Los talones de Katharine las siguieron sin poder evitarlo. Uno de los zapatos se le aflojó del pie, cayó. El asiento se meció cuando la fuerza del movimiento con que era impulsado hacia adelante le apretó la espalda contra el respaldo de cuero. Por un segundo, un segundo estúpido y lleno de esperanza, Katharine pensó que Ed se disponía a abrir las sujeciones que la mantenían inmovilizada en el asiento.

Entonces él se irguió.

—Zorra mentirosa — masculló, y sin previo aviso le cruzó la cara de un revés. Una bola de dolor hizo explosión en la mejilla de Katharine. Su cabeza osciló hacia un lado bajo la fuerza del impacto. Gritó de dolor y de la impresión. Le ardía la mejilla. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Abrió la boca en una mueca de incredulidad.

—Ed...

No tuvo tiempo de terminar la frase. Él volvió a pegarle, con una fuerza tal que el asiento fue empujado hacia un lado, y Katharine sintió que le zumbaban los oídos. Estaba atrapada e impotente, incapaz de levantarse, incapaz de alejarse, incapaz aunque sólo fuese de levantar una mano para desviar el siguiente golpe.

—¿Por qué? — chilló, parpadeando mientras alzaba la mirada hacia él para contemplarlo a través de las lágrimas que arrasaban sus ojos—. ¿Qué he hecho?

—No te hagas la tonta conmigo — dijo él, respirando con jadeos entrecortados y la cara roja de rabia—. Me has vendido, ¿verdad? Yo sabía que alguien me estaba investigando. Lo sabía, ¿entiendes? Las señales han estado ahí durante estas dos últimas semanas. Cosas cambiadas de sitio, alguien que accedía a mi ordenador cuando yo estaba fuera, ese ruidito como a metálico que hace el teléfono cuando alguien está escuchando tus conversaciones. Sabía que no eran imaginaciones mías. Eras tú todo el tiempo, ¿verdad? Estás trabajando de informadora para el maldito FBI.

—¡No! — Katharine sacudió la cabeza, desesperada por convencerlo. El miedo le oprimía la garganta—. ¡No, Ed, eso no es cierto! Yo...

—No me mientas. — Dio un rápido paso adelante, cerró las manos sobre los brazos del asiento y tiró con fuerza, atrayéndola hacia él hasta que la cara de Katharine quedó pegada a la suya. Los ojos de Ed estaban oscurecidos por la furia. La mandíbula se le estremecía al compás de la ira. Estaba tan fuera de sí que prácticamente le escupió gotitas de saliva en la cara cuando habló—. ¿Qué es lo que saben? ¿Qué les has dado? — Su voz fue subiendo de tono, hasta que acabó gritándole a la cara—. ¡Quiero saber qué información les has pasado!

—Nada. Nada. No les he pasado ninguna información. Eso que dices no es cierto.

—¿Cuánto hace que lo saben? — insistió él con expresión de furia—. ¿Averiguaste lo que estaba haciendo yo y fuiste a verlos, o fueron ellos los que vinieron a verte a ti?

—Ninguna de las dos cosas — respondió ella, con voz trémula, echando la cabeza hacia atrás para interponer la mayor distancia posible entre ellos dos—. No te he vendido, Ed. Lo juro por Dios.

—Estaban intentando obtener información para librarse de mí antes de que me diera cuenta de que se estaba cociendo algo, ¿verdad? Por fortuna, lo descubrí a tiempo. — Ed respiró hondo y continuó—: ¿Fueron ellos los que entraron en tu casa? ¿Lo hicieron para echar mano de las cosas que yo guardaba en la caja fuerte sin que sospechara lo que estaba pasando realmente?

—No — contestó Katharine, volviendo a sacudir la cabeza en su desesperación por convencerlo—. No, nada de eso es cierto.

Pero él no le creyó.

—Zorra traicionera — masculló — ¿no sabes que tengo acumulada mierda suficiente sobre toda la gente de este puto gobierno para hacer que esto quede en nada? Puf, como una nubecita de humo que se disipa sin dejar rastro. Pero en tu caso no será así. Vas a contarme todo lo que les pasaste, todo lo que sabes, y luego vas a morir.

La apartó de él abruptamente, de manera que el asiento fue impulsado hacia atrás hasta que acabó chocando con el borde de la encimera. Cuando su cabeza osciló hacia adelante debido a la violencia del impacto, Katharine se agarró a los brazos del asiento para no perder el equilibrio; los ojos le escocían por las lágrimas que habían empezado a rebosar de ellos, las mejillas le ardían, el terror formaba un nudo helado en su pecho.

—¡Ed, tienes que escucharme! — gritó mientras él empezaba a ir hacia la puerta—. ¡No trabajo para el FBI! ¡No trabajo para nadie! Si alguien se ha ido de la lengua acerca de ti, no he sido yo. Lo juro. Lo juro.

—¡Hendricks! — rugió él, asomando la cabeza al pasillo sin prestar atención a las palabras de ella. El hombre apareció casi al instante, lo que indujo a Katharine a creer que se había mantenido al acecho en el pasillo. Estaba dando caladas a un cigarrillo, y el hecho de que Ed lo pasara por alto le dijo hasta que punto estaba fuera de sí: Ed no soportaba que nadie fumara en presencia de él. Detrás de Hendricks estaba su sombra, aquel individuo cuyo nombre Katharine nunca había llegado a saber. Cuando entró en la habitación, Hendricks deslizó la mirada sobre ella, bajó la mano en que sostenía el cigarrillo y le dirigió una sonrisa burlona.

Katharine creyó que iba a estallarle el corazón. Tenía la boca tan seca que se vio obligada a tragar saliva antes de que pudiera pronunciar otra palabra.

—Ed... — suplicó—. Por favor, escúchame.

—Quiero saber qué es lo que sabe — le dijo Ed a Hendricks, señalándola—. Absolutamente todo, ¿entendido? Nos vemos en la Plantación dentro de... ¿cuánto?... digamos tres horas. Eso debería darte tiempo de sobra.

—Me parece que no voy a necesitar ni una tercera parte de ese tiempo — dijo Hendricks mientras la evaluaba con la mirada.

—¡No he sido yo! — chilló Katharine, sabiendo que se le estaba acabando el tiempo. La adrenalina corría por sus venas como una sobredosis de anfetaminas, y sacudió sin éxito los brazos intentando liberarlos de las sujeciones. Todos sus instintos le gritaban que huyera, pero no había nada que ella pudiera hacer—. No trabajo para el FBI — insistió.

Ed se volvió hacia ella con una expresión salvaje en el rostro.

—¿Sabes qué es lo que hace aquí el amigo Hendricks? — No había ni un solo átomo de sentimientos hacia ella en sus ojos, según comprobó Katharine cuando sus miradas se cruzaron—. Es un profesional independiente que trabaja para nosotros. Su especialidad consiste en hacer hablar a la gente. He visto a tipos duros de verdad dispuestos a delatar a su madre antes de que Hendricks hubiese terminado con ellos. — Miró al aludido—. ¿Qué fue lo que hiciste la semana pasada, Hendricks? ¿Despellejarle la cara a un tío como si fuera una uva? — Volvió a mirar a Katharine mientras Hendricks asentía con la cabeza—. ¿Sabías que una persona puede seguir viva sin nada de piel en la cara, y hablar y llorar y todo lo demás? Aunque entonces ya no tiene muy buen aspecto, claro.

Katharine sintió que se le revolvía el estómago.

—Oh, Dios, Ed, no... Por favor. Estás cometiendo un error. ¡No he sido yo!

Sus frenéticas súplicas cayeron en oídos sordos. Él ya estaba saliendo por la puerta, deteniéndose sólo para decirle «Tres horas» por encima del hombro a Hendricks, quien asintió con la cabeza.

La puerta se cerró tras él con un chasquido que en la cabeza de Katharine resonó como un disparo. El corazón le retumbaba en el pecho. El pulso le iba a mil por hora. Volvió a sacudir vanamente los brazos y trató de abrir el cierre del cinturón tensando frenéticamente el cuerpo contra él. Las ruedas del asiento avanzaron un par de palmos sobre el suelo, pero las sujeciones aguantaron.

Estaba atrapada en aquel maldito asiento.

Su mirada voló temerosamente hacia Hendricks. Podía sentir las lágrimas que le corrían por las mejillas, la sal que contenían escociendo la carne maltratada.

Hendricks se acercó a ella muy despacio al tiempo que sacudía la cabeza con un resoplido de cansancio. La calva de su coronilla brillaba bajo las luces del techo. Un hilillo de humo grisáceo ascendía detrás de él. El olor del cigarrillo flotaba en el aire.

—Madre de Dios, ¿quién se iba a imaginar que usted y yo acabaríamos teniendo que vernos así? — dijo en un tono muy afable—. Es una pena, pero ya ve dónde ha acabado.

Mientras Hendricks se acercaba, el otro hombre hacía lo propio por el otro lado. Debía de estar por cumplir cincuenta años, pero el corte al estilo recluta que le habían hecho a su pelo castaño claro no podía sentarle peor a aquella cara de facciones redondas y aquellos ojos azules un poco saltones. Rubicundo y con una pequeña perilla, era casi tan aterrador como Hendricks.

—Sí que es una pena — convino el hombre mientras la repasaba con la mirada. Katharine lo contempló con recelo, y la expresión con que la observaba hizo que se le pusiera la carne de gallina. Los huesos parecieron reblandecérsele súbitamente, como si el miedo hubiera hecho que los músculos se le convirtieran en gelatina, y el corazón empezó a palpitarle tan fuerte que temió que fuera a salir despedido de su pecho en cualquier momento.

—Éste es Lutz — dijo Hendricks a modo de presentación. Se sacó el cigarrillo de la boca, contempló por un segundo la punta reluciente, y luego la bajó sobre el dorso de la mano de ella y la apagó retorciéndola contra la piel.

Katharine gritó. Hendricks sonrió mientras levantaba la colilla apagada y la arrojaba a un cubo de basura.

—Tiene un grito de lo más femenino, ¿no? Eso me gusta — le dijo a Lutz, extrayendo con un par de golpecitos del dedo otro cigarrillo del paquete que se sacó del bolsillo de la camisa y encendiéndolo. Sudorosa y jadeante, mareada por el dolor que le abrasaba la mano y el olor de su carne quemada, Katharine vio con terror que Hendricks se llevaba a los labios el cigarrillo que acababa de extraer del paquete y le daba una profunda calada.

—Ya no me acuerdo de la última vez que nos hicimos una mujer — corroboró Lutz.

Katharine se encogió en el asiento, temblando, mientras contemplaba la punta encendida de aquel cigarrillo.

«Aguanta. No pierdas los nervios. Si no se te ocurre alguna manera de detenerlos van a matarte.»

—Oiga — balbuceó. La voz estuvo a punto de quebrársele mientras luchaba por recuperar algo de compostura, de control sobre sí—. No hay necesidad de que me hagan daño. Les diré todo lo que quieran saber ahora mismo.

Hendricks dio otra profunda calada al cigarrillo, y luego se lo sacó de la boca.

—Ya sé que no hace falta que le hagamos daño — dijo, y sonrió—. Pero es que nos divierte hacérselo.

Esta vez se movió muy despacio, sonriendo y sin apartar la mirada del rostro aterrorizado de Katharine mientras le aplicaba la punta del cigarrillo en el brazo justo por encima de la muñeca, a pocos centímetros de la primera quemadura.

Katharine volvió a gritar. El dolor subió como un relámpago por sus terminaciones nerviosas para ir directamente al cerebro. El olor a carne quemada era terrible.

—Bueno, vamos — dijo Lutz, como sí estuviera un poco aburrido de todo aquello—. Seguramente estarán esperando para apagar las luces.

—Eso nos toca hacerlo a nosotros — replicó Hendricks, pero ambos pusieron manos a la obra en las sujeciones que mantenían atrapada a Katharine en el asiento.

Cuando hubo conseguido reunir la energía suficiente para quitarse el otro zapato y sentir los pies sólidamente plantados en el suelo debajo de ella, cuando habría salido disparada del asiento, haciendo cuanto pudiera para quitarse de encima las manos de aquel par de hombres y salir corriendo por la puerta aun sabiendo que no tenía ninguna probabilidad de que la cosa llegara a salir bien, Hendricks se encargó de impedírselo agarrándola por la muñeca justo cuando la hebilla del cinturón quedaba abierta por fin; luego la obligó a ponerse de pie de un tirón al tiempo que le retorcía ferozmente el brazo a la espalda.

El dolor fue atroz.

—Como me dé problemas, se lo romperé — le dijo él, y ella le creyó.

La hicieron salir por la fuerza del edificio, que ahora parecía estar desierto. En cuanto Hendricks dijo que podía hacerlo, Lutz apagó las luces detrás de ellos. Cuando salieron a la cálida brisa nocturna, Katharine vio que el Mercedes ya no estaba.

Se había quedado sola con Hendricks y Lutz.

Saberlo hizo que el corazón empezara a palpitarle como si quisiera perforarle el pecho con cada latido.

—Iremos en el coche de ella — dijo Hendricks mientras la empujaba en esa dirección. La grava se le clavaba en las plantas de los pies, pero apenas la notaba. Sentía el brazo como si se lo estuvieran arrancando del hombro. Y estaba muerta de miedo—. Barnes me dijo que me librara de él, y me dio un juego de llaves. Cuando hayamos acabado, podemos hacer que nos traigan aquí para coger el nuestro.

Si Lutz dijo algo, Katharine no lo oyó porque para entonces habían llegado al coche y Hendricks la metió en el asiento trasero de un empellón, y luego se acomodó junto a ella mientras Lutz se sentaba detrás del volante.

Muffy la saludó con un maullido cuando Katharine medio cayó sobre su cesta antes de coger el contenedor de plástico y ponérselo sobre el regazo con la vaga idea de emplearlo como arma o al menos como protección. Era patético, lo sabía, pero no tenía otra cosa.

—Hola, minino — dijo Hendricks, y metió los dedos en la rejilla, que había quedado encarada hacia él. Muffy le bufó.

«Qué gata más lista.»

—Sólo para que lo sepas — dijo Hendricks mientras Lutz ponía en marcha el motor y empezaba a ir en marcha atrás—. Si me das problemas, si intentas escapar, lo primero que haré será arrancarte los ojos.

Sonrió mientras lo decía. Ella no dudó de que sería capaz de hacerlo. Se estremeció de horror. El hombro le dolía. Las quemaduras en su mano y su brazo palpitaban lentamente. Sentía las mejillas hinchadas y entumecidas. Pero lo peor, decididamente lo peor de todo, era el miedo helado que corría por sus venas. A menos que se le ocurriese alguna manera de salvarse, aquellos dos hombres iban a hacerle un daño espantoso. Y antes de que la noche hubiera llegado a su fin, iba a morir.

«Cálmate», se ordenó a sí misma. «Piensa. Inténtalo.»

—¿Sabe? — dijo con la voz más tranquila de que fue capaz, volviendo la cabeza hacia Hendricks y mirándolo a los ojos — tengo dinero. Un montón de dinero. ¿Por cuánto me saldría que me dejaran marchar?

Estaban dejando atrás las hileras de coches usados en venta mientras iban inexorablemente hacia la carretera. Dentro del coche estaba oscuro, pero no tanto como para que Katharine no pudiera distinguir la cara que puso él. Estaba interesado, lo comprendió por la forma en que se le movieron los ojos. Sintió que Lutz la observaba por el retrovisor cuando el coche se detuvo en el cruce entre el solar y la carretera.

—¿Dónde lo tiene? — preguntó Hendricks.

Katharine tuvo que respirar hondo antes de responder, pero procuró que él no se diera cuenta.

—En el banco.

—¿Qué le parece si hacemos un alto en el banco y usted retira todo ese dinero y nos lo da? Así podemos tener la pasta sin necesidad de perdernos la diversión.

Katharine estaba abriendo la boca para explicarle por qué eso no le serviría de nada a ella, cuando la puerta de él y la de Lutz se abrieron de golpe inesperadamente y los dos hombres se volvieron soltando gritos de alarma. Katharine aún intentaba asimilar el que unos brazos cubiertos de tela oscura y unas manos que empuñaban sendas pistolas se metieran en el coche, cuando la puerta de su lado fue abierta de un tirón y alguien la cogió del brazo sin ninguna clase de miramientos.

Ella gritó, dio un bote en el asiento, intentó quitarse de encima aquella nueva amenaza; y entonces vio que el cráneo de Hendricks explotaba y esparcía restos sobre el respaldo del asiento de delante. Para horror y estupefacción de Katharine, acababan de dispararle en la cabeza.

* * *