Capítulo 15
El Blazer siguió en marcha atrás, tan deprisa que casi se pasó de largo el camino, pero Katharine dio un volantazo a la izquierda para no chocar contra los árboles del otro lado. Mirando frenéticamente mientras frenaba y cambiaba la marcha, perdió de vista a Dan. Con el corazón retumbándole como un martillo pilón y la respiración como si llevara varios kilómetros corriendo, forzó la vista buscando entrever algún atisbo de movimiento a través de la oscuridad.
Aparte de los contornos tenuemente iluminados de la cabaña, ya a unos cien metros de distancia de ella, los destellos plateados de las gotas de lluvia y la grava mojada y el marrón de los troncos y el verdor del follaje que desfilaba a través del haz de sus faros, el manto de la noche cubría cuanto la rodeaba. Dan podía estar en cualquier sitio, pensó con una gélida punzada de miedo. Podía estar corriendo hacia esa puerta del Blazer, para llegar en ese mismo instante. También podía — y aquí sintió que le faltaba la respiración — estar cerca en aquella postura de tirador que ella recordaba de su sueño, apuntándole con su arma. Podía... Vamos, que podía estar en cualquier sitio haciendo cualquier cosa, pero ella no tenía que quedarse para averiguarlo.
Apagó los faros en la fútil esperanza de que así no sería tan fácil localizarla, pisó el acelerador e hizo todo lo que estaba en su mano para salir de allí a toda prisa. El Blazer trató de responder, avanzando con un nuevo bamboleo entre un crujir de neumáticos decididos a devorar el suelo que tenían debajo. El resultado final fue un lento deslizarse en sentido lateral, y Katharine comprendió con horror que el camino se había convertido en un mar de barro por debajo de la capa superficial de grava. Inclinándose hacia delante como para apremiar al coche a que aguantara mientras aferraba el volante como si le fuera la vida en ello, apretó los dientes, respiró hondo y se ordenó no sucumbir al pánico. Luego hizo lo que pudo por ignorar los latidos de su corazón desbocado y levantó un poco el pie del acelerador.
Demasiado tarde. Mientras luchaba por dominar el vehículo, que había empezado a derrapar, el lado derecho del Blazer chocó contra un árbol.
El seco crujido del metal que se arruga la cogió desprevenida y la violenta sacudida que acompañó al sonido la zarandeó abruptamente. Ilesa y todavía aferrando el volante, Katharine miró hacia atrás para ver con qué había chocado. Se trataba de un roble enorme, pero el Blazer no se había parado.
«Sigue, sigue, sigue.»
Nerviosa como una adolescente con un carné de conducir falso en un control de carreteras, Katharine trató de mirar por todas las ventanillas al mismo tiempo. ¿Dónde estaba Dan? Todos sus instintos la urgían a pisar a fondo el acelerador, pero eso no haría más que empeorar las cosas. Maldiciendo en voz baja y con el corazón tan desbocado que le costaba concentrarse por encima del frenético retumbar del pulso en sus oídos, Katharine tomó las riendas del torrente de adrenalina y despacio, muy despacio, puso el pie sobre el maldito pedal.
«Por favor, por favor, arranca...»
El Blazer lo hizo durante un segundo y luego se atascó con un chirriar de metal contra la dura corteza del tronco. «¡Oh, no!» Conteniendo el aliento y rezando, Katharine volvió a pisar suavemente el acelerador.
Esta vez el inquietante sonido de las ruedas atrapadas en el barro fue la única respuesta que obtuvo.
Con un nudo oprimiéndole el estómago, Katharine hizo frente a la horrible verdad: no iba a ir a ninguna parte. El Blazer se había quedado atascado en el barro. Quizás aún pudiera sacarlo del atolladero meciéndolo de un lado a otro, pero no disponía de tiempo para eso. Dan podía aparecer en cualquier momento.
No tenía elección. A menos que quisiera quedarse atrapada dentro del Blazer como un tejón en una trampa, tendría que echar a correr.
Pero ¿hacia dónde?
Eso, se dijo mientras apagaba el motor, ya lo analizaría más tarde.
Sacando las llaves del encendido, abrió la puerta del conductor y salió a la noche saturada de humedad. La grava embarrada estaba caliente y resbaladiza. Como es habitual con los chaparrones de verano, la lluvia estaba empezando a aflojar; justo cuando ya era demasiado tarde para que eso la beneficiara en ningún sentido, reflexionó con amargura. Unos cuantos goterones le cayeron en la cara; unos cuantos más cayeron dentro de los charcos que formaban relucientes manchas negras en el camino. La luna creciente asomó entre la gruesa capa de nubarrones grisáceos que llenaban el cielo, iluminándolo todo inesperadamente; ella y el Blazer incluidos. «Faltaría más.» Cerró la puerta sin hacer ruido — confiando en el improbable supuesto de que Dan fuera sordo, ciego e idiota y por consiguiente no se hubiera enterado del actual emplazamiento del Blazer — y apretó el botón de bloqueo en el llavero.
Qué recompensó su civismo respondiendo con un pitido y un destello de aceptación.
«Mierda.»
Katharine inició una torpe carrera, yendo en diagonal a través de los árboles. Lo de cerrar las puertas había sido una buena idea, se justificó. Si Dan no podía abrirlas, tratar de determinar si ella estaba atrapada dentro o no lo mantendría entretenido durante un rato. En todo caso, una vez que se hubiera alejado lo suficiente del Blazer, dada la oscuridad y la vastedad del espacio de que disponía para esconderse, imaginaba que sería muy difícil localizarla.
Con esa idea bien presente, ignoró la creciente debilidad que notaba en las piernas y aquel aturdimiento que convertía el pensar en una tarea muy ardua y los dolores en distintos puntos del cuerpo que deberían haberle hecho ir más despacio, y continuó avanzando resueltamente por la gruesa hojarasca mojada que cubría el suelo. Allí debajo de los árboles sólo unas gotitas llegaban hasta ella, y se desprendían del dosel formado por el ramaje. Hilachas de niebla subían del suelo, efímeras como un velo de gasa, y los rayos de luna que se filtraban brillaban a través de ellas. El aire estaba cargado de humedad, y Katharine estaba segura de que el olor a vegetación húmeda tenía que ser muy intenso, aunque su nariz sólo percibía alguna que otra tenue vaharada. Las arias de soprano de las ranas se combinaban con el zumbido de los insectos para formar un telón acústico. Muchos pares de ojillos, luminiscentes como estrellas, la observaban desde lo alto de los árboles.
Mientras siguieran ahí arriba, decidió Katharine al tiempo que encogía los hombros instintivamente por si se diera el caso de que algo decidiese saltar sobre ella, todo iría bien.
—¿Katharine? — La voz de Dan rasgó la oscuridad como un cuchillo, su filo sólo ligeramente desvaído por la lejanía.
Estaba junto al Blazer, hubiese podido jurarlo por la dirección del sonido. Lo imaginó tirando de la manija de la puerta, intentando atisbar dentro del coche.
—Maldita sea, ¿dónde te has metido?
La pregunta fue dirigida a la noche, y Katharine sintió que el corazón le daba un vuelco. Mirando atrás instintivamente, vio a Dan plantado delante del Blazer, una mano sobre el capó y mirando en la dirección por donde ella huía (estaba segura de que estaba haciendo precisamente eso, aunque la oscuridad sólo le permitía distinguir una silueta masculina ribeteada por la luna), y lo pagó casi chocando con una rama baja. Logró esquivarla pero perdió pie y acabó con una rodilla hincada en el suelo, donde estableció un contacto bastante doloroso con una roca.
Katharine gimió. El sonido no fue muy intenso, y seguramente quedó apagado por el coro de criaturas del bosque y el ruido de la lluvia y el murmullo del viento entre las hojas de los árboles por encima de su cabeza, pero fue bastante agudo e hizo que se encogiera temerosamente mientras se obligaba a incorporarse y seguir adelante.
«Por favor, Dios mío, que no lo haya oído.»
Pero cuando miró atrás, él había desaparecido. El Blazer seguía allí, por lo que Katharine supo que estaba mirando el sitio correcto, pero Dan ya no se encontraba junto a él. Ahora delante del Blazer sólo había la oscuridad vacía del camino que, al estar expuesto a la luz de la luna, era de una negrura un poco más intensa que cuanto había a su alrededor.
Haber perdido de vista a Dan hizo que se le pusiera carne de gallina.
Aún no se había alejado lo suficiente. Distaba mucho de haber llegado lo bastante lejos para que pudiera considerarse a salvo. El pánico dio un nuevo impulso a sus piernas. Respirando entrecortadamente y sin hacer caso al nuevo dolor en la rodilla ni a los antiguos, Katharine huyó por entre los árboles. El terreno empezó a descender, y lo resbaladizo de la hojarasca hacía que fuera muy fácil perder pie. Afortunadamente, allí había muy poca vegetación. Salvo en los sitios donde finas cintas de luz de luna se abrían paso hasta el suelo, aquellos parajes estaban tan oscuros como una cueva. Katharine serpenteó entre docenas de troncos muy próximos unos de otros, que se alzaban en torno a ella como centinelas silenciosos e inamovibles y resultaban visibles únicamente porque eran de un negro más intenso que el boscaje circundante.
Entonces sucedieron dos cosas a la vez: Katharine entró en un pequeño claro iluminado por la luna y una mano la agarró por el brazo.
Sintió que le daba un vuelco el corazón. Un nuevo torrente de adrenalina fluyó por sus venas y el pulso se le aceleró al máximo.
Katharine gritó. No pudo evitarlo. El shock fue tremendo, ella, no lo había oído venir, no había oído absolutamente nada aparte de su propia respiración entrecortada y el ruido de sus pies al correr y, por supuesto, el coro del bosque al completo. Pero allí estaba, otra vez él, surgiendo de la oscuridad para agarrarla del brazo.
Katharine se volvió en redondo, un bufido en los labios, para encararse con él... y uno de sus pies resbaló y se encontró perdiendo el equilibrio.
—¿Qué diablos...? — tuvo tiempo de decir él antes de agarrarla también por el otro brazo para detener su caída, pero se desplomó él también, porque Katharine lo agarró instintivamente en busca de algún punto de apoyo y eso hizo que perdiera el equilibrio—. Mierda.
Cuando se dieron contra la mullida alfombra de hojas al mismo tiempo y resbalando un poco sobre ella, acabaron con la cara vuelta el uno hacia el otro, pero Katharine fue más rápida. Mientras él yacía mascullando juramentos, ella tuvo la presencia de ánimo necesaria para rodar a un lado y tratar de levantarse.
Las hojas resbalaban como trocitos de hielo bajo las plantas de sus pies descalzos; se deslizaban y se escabullían debajo de ella, imposibilitando una huida rápida.
—Oh, no, de eso ni hablar. — Incorporándose de un salto, él la agarró, primero por la espalda de su camiseta, y luego enganchándole la cinturilla de aquellos vaqueros demasiado ceñidos, haciéndola caer.
Entonces, cuando Katharine chocó contra el suelo y su reacción instintiva fue rodar a un lado, él se le puso encima a horcajadas, inmovilizándola. Antes de que Katharine pudiera intentar nada, él le descargó encima todo su peso con la sutileza de un volquete que vuelca su carga de cemento. El aire salió expelido de sus pulmones en un ruidoso jadeo.
—No vas a ir a ninguna parte.
La tenía atrapada. Él era demasiado grande y pesado. Las probabilidades de huir habían quedado reducidas prácticamente a cero, y Katharine lo sabía. Con el pulso desbocado y el corazón latiéndole a cien, tragó todo el aire que pudo para volver a llenar sus pulmones y, aun así, continuó debatiéndose con todas sus fuerzas.
—¡Aparta! — gritó, empujándole el hombro. Fue entonces cuando sintió su piel caliente, mojada y suave bajo sus manos, y se dio cuenta de que él todavía iba sin camisa. Sus hombros eran lo bastante anchos para ocultarle casi por completo el cielo nocturno por el que corrían los nubarrones; sus músculos parecían tan sólidos como rocas. Retorciéndose como un pez que ha mordido el anzuelo, Katharine le pegó con los puños y levantó las piernas entre las suyas en un entusiástico pero en última instancia fútil intento de darle un buen rodillazo en la entrepierna.
—Maldita sea, para ya. — Él le apartó los puños de un manotazo y luego intentó agarrárselos y falló, pero consiguió poner fin a sus frenéticos intentos de darle un rodillazo por el sencillo método de atraparle los muslos bajo los suyos.
—¡Que te apartes, maldita sea! — Para entonces Katharine estaba furiosa.
—No.
Aquella respuesta brutalmente simple hizo que ella acabara de perder los estribos, y empezó a debatirse, dar patadas en el suelo y pegarle con los puños mientras él maldecía, esquivaba los golpes y la mantenía a raya lo mejor que podía. Bajando la cabeza, Dan escondió aquella cara tan mal recibida, cuya barba incipiente volvía rasposa, tratando de evitar los manotazos de Katharine. Hasta que, en un contrataque fulminante, consiguió por fin sujetarle las muñecas y se las inmovilizó a los lados de la cabeza.
—¡No! — gritó ella, pero era desperdiciar el aliento y lo sabía. Podía debatirse todo lo que quisiera: había perdido.
Agotada, acabó quedándose quieta. Ambos respiraban con jadeos entrecortados. El calor de aquel cuerpo masculino irradiaba a través de sus ropas mojadas; su peso la oprimía contra las hojas. Ahora que ya no corría ningún peligro, él levantó la cabeza y la miró. Sus caras estaban a un palmo de distancia, y la luna brillaba lo suficiente para que Katharine pudiera verlo bastante bien. Sus ojos se encontraron. Los de él eran oscuros y estaban entornados, su expresión imposible de descifrar. Pero por lo rígida que tenía la mandíbula y la forma en que apretaba los labios, le dio la impresión de que no estaba de muy buen humor.
«Pues mira qué bien», pensó, porque ella tampoco lo estaba. Encontrarse aprisionada contra el suelo mojado debajo de aproximadamente una tonelada de hombre con exceso de musculatura estaba cabreándola bastante.
—Cobarde — siseó, temblando de indignación, e hizo otro intento de soltarse los brazos aun sabiendo que era un desperdicio de energía.
Él tenía los dedos lo bastante largos para rodearle las muñecas y lo bastante fuertes para partírselas como si fueran ramitas. Su cuerpo era tan sólido y pesado como un tronco que le hubiera caído encima. Ser consciente de su impotencia la llenó de furia y aprensión. Eso y el hecho de encontrarse completamente a merced de él. Temía lo que iría a hacer él ahora, por todo lo que estaba sucediendo que ella no entendía, por toda su vida súbitamente puesta patas arriba. Pero, como descubrió con extrañeza, la presencia de él no le inspiraba miedo físico.
—Suéltame — pidió.
—¿Se puede saber qué demonios te pasa? — Su voz era un gruñido de furia. Sus ojos relucieron por encima de ella mientras le recorría el rostro con la mirada — ¿Por qué has salido huyendo de esa manera?
—¿Cómo, es que se supone que ahora soy una especie de prisionera? Quería irme, así que supongo que... me fui.
—Me robaste el coche. ¡Demonios, lo estrellaste! — Eso parecía tenerlo muy preocupado. Estabas intentando huir de mí. ¿Por qué?
—Oh, no sé — masculló ella—. A lo mejor es que me cae muy mal que me mientan.
—¿Qué dices? — Él la miró como si hubieran vuelto a crecerle orejas verdes.
A esas alturas, Katharine empezaba a estar harta de que la miraran así. Aquel hombre podía ser peligroso, pero no para ella, pensó. De momento no le había hecho ningún daño, y Katharine estaba todo lo humanamente segura que se puede estar, dadas sus limitaciones cognitivas, de que no iba a hacérselo. Así pues, decidió dejar a un lado sus sospechas y ver qué clase de reacción obtenía.
—No eres médico. Tú lo sabes y yo lo sé, así que admítelo.
Su reacción no fue la que ella esperaba. Ninguna culpabilidad, ninguna ira, ninguna confesión murmurada con voz atónita. Ningún envaramiento del cuerpo, ningún apartar la mirada. Simplemente la miró en silencio por un instante, y luego puso los ojos en blanco.
—Joder, ¿ya estamos con eso otra vez? Tú me conoces, ¿recuerdas? Eres mi vecina. Pero si hasta examinaste mis documentos de identidad.
Ella lo miró con los ojos entornados.
—Sí, ¿y sabes lo que pienso, ahora que he tenido tiempo de meditar un poco sobre ello? Pues pienso que son falsos. Pienso que todo lo que me has contado acerca de ti hasta ahora es mentira.
Él arrugó el entrecejo y su expresión se ensombreció.
—Katharine...
—No soy Katharine — rechinó ella. Luego, más despacio, sin apartar la mirada de él, añadió—: Y creo que tú lo sabes. Porque lo sabes, ¿verdad? ¿Verdad que sí?
—¿Qué? — Su tono era de pura incredulidad. La mirada que le lanzó decía que la consideraba loca perdida.
De haber tenido las manos libres, ella le habría dado de tortas. Porque no era Katharine. No lo era. Al menos, estaba razonablemente segura de que no. Pero claro, él no había reaccionado como debería haberlo hecho si ella hubiera dado en el blanco. Quizás era un actor consumado. O quizás era que realmente no sabía nada. También cabía que sí, que ella estuviese irremediablemente majara y los hombres de las batas blancas no tardaran en aparecer para llevársela. Pensándolo bien, esta última posibilidad era la que menos le gustaba.
—¿Por qué no me cuentas qué está pasando realmente? — lo apremió y, pese a sus esfuerzos por conservar la calma, no pudo evitar que una nota de histeria se deslizara en su voz—. ¿Para quién trabajas? ¿Eres de la CIA? — Entonces se le ocurrió una posibilidad verdaderamente horrible, y sintió que le daba un vuelco el corazón—. Dios bendito, ¿trabajas para Ed? — Sus labios se separaron cuando tragó aire.
Era un pensamiento de lo más aterrador, y tuvo que notársele en la cara porque él se apresuró a sacudir la cabeza.
—No. Demonios, no. Por supuesto que no trabajo para tu novio, ni para la CIA. — La miró fijamente a los ojos, y cuando volvió a hablar lo hizo en tono muy serio—. Hubo una razón por la que saliste huyendo de esa manera, y quiero saber cuál es.
—Quizá simplemente me harté de la compañía.
—Tiene relación con ese sueño que tuviste, ¿verdad? Hasta entonces habías estado bien.
Ella desvió la mirada cuando el recuerdo de la pesadilla le produjo un nudo en el estómago, y empezó a forcejear nuevamente para liberarse.
—Suéltame, te digo.
—No hasta que me lo hayas contado.
Ella dejó de forcejear — era inútil, y lo sabía — y lo fulminó con la mirada.
—¿Quieres saber de qué iba mi sueño? — Su tono era beligerante.
—Sí, quiero saberlo.
Ella titubeó. Rememorar aquella pesadilla bastaba para ponerle los pelos de punta. Las emociones habían sido tan reales, tan intensas, y lo que acabó sucediendo al final había sido tan horrible... Incluso ahora, con las imágenes parpadeando tenuemente en los límites de su cerebro, sintió que el terror, la ira y la pérdida volvían a crecer dentro de ella.
Humedeciéndose los labios, apartó los ojos de los de él y miró alrededor en un esfuerzo por convencerse de que todo aquello — aquella noche lluviosa saturada de humedad, aquel hombre tan sexy y tan sospechoso que la mantenía pegada al suelo con su peso — era la realidad y lo otro era un mal sueño.
Allí donde estaban, cerca del borde del claro, la oscuridad los rodeaba por todas partes. Cuando ella miró hacia arriba, la pálida rodaja de luna se hizo visible por un instante en el cielo, donde jugaba al escondite entre las nubes de tormenta que se deslizaban veloces, primero para iluminar la noche con los tonos grisáceos del crepúsculo y luego, cuando se ocultaba nuevamente, para sumirlos otra vez en una oscuridad casi absoluta. Las ramas que se extendían como dedos huesudos muy por encima de su cabeza los resguardaban un poco de las rociadas de llovizna que aún caía intermitentemente. El suelo era blando y esponjoso bajo su capa de resbaladizas hojas empapadas.
Estaba calada hasta los huesos, y con el viento que empezaba a colarse entre los árboles habría tenido frío de no ser por él, pensó.
Allí donde sus cuerpos se hallaban en contacto — y eso quería decir prácticamente en todas partes — sentía un agradable calorcito.
Volvió a alzar la mirada hacia él, y sus ojos se encontraron con los suyos.
—Puedes confiar en mí, ¿sabes? — musitó él.
—Le dijo la araña a la mosca.
—Háblame del sueño.
Quizás él sabría explicarlo, pensó ella. O quitarle importancia. Lo que fuese. Pero de pronto sintió que quería — no, necesitaba — compartirlo, oír lo que él tuviera que decir acerca del sueño.
Respiró hondo y empezó a hablar.
—Es de noche. Estoy atada a una silla en una especie de oficina. Una oficina al viejo estilo, con archivadores metálicos contra la pared y mesas de madera. Tengo el aspecto correcto, soy la mujer que me gustaría ser, con una melena leonada y la piel muy blanca y unas cuantas curvas más que ahora, ¿comprendes? La oficina tiene dos habitaciones, y puedo ver dentro de la segunda. Hay dos hombres justo enfrente de la puerta. Uno está obligando al otro a arrodillarse en el suelo encañonándole el cuello con una pistola. Va a matarlo, lo sé.
Cuanto más contaba, más vivida se volvía la imagen en su mente. Era casi como si volviera a hallarse presente en el sueño. Cuando se interrumpió para poner un poco de distancia entre el aquí y el ahora y la película de horror que se estaba proyectando en su cabeza, se dio cuenta de que la respiración se le había vuelto entrecortada.
—Continúa — dijo él con voz adusta.
Ella lo miró. Vale, estaba claro que eso era el allí y el ahora. La luna iluminaba sus cabellos ondulados con reflejos más plateados que dorados. Ella sentía el calor de su cuerpo, su sólido peso apretándose contra el suyo, el rumor de su respiración, veía las facciones angulosas de su cara, y el oscuro destello de sus ojos. Teniendo en cuenta que había estado huyendo de él, que él le había dado alcance y ahora la mantenía aprisionada contra el suelo, probablemente era bastante estúpido por su parte sentirse a salvo. Pero era lo que sentía.
—Entonces sucede algo: alguien a quien no puedo ver le dispara al hombre del arma. Su cabeza simplemente... estalla. — El recuerdo la estremeció—. Él y el arrodillado (no sé quién es éste, pero sé que es alguien que me importa muchísimo) caen al suelo muertos, y luego hay un río de sangre.
Para entonces ella ya tenía los ojos cerrados, con los párpados apretados mientras se esforzaba en borrar el recuerdo..., no, el sueño. Pero no lo percibía como un sueño sino como algo real, y el problema radicaba precisamente en eso: tenía un miedo horrible de que de alguna manera fuese real. O al menos hubiera sido real una vez. Podía sentir cómo la miraba él, pero no abrió los ojos. Las imágenes estaban demasiado próximas, eran demasiado vividas, y se veía obligada a hacer un esfuerzo demasiado grande para alejarlas. El corazón le palpitaba y su estómago ya llevaba un buen rato convertido en una madeja de tensión. Incluso tenía un poco de náuseas.
—Un sueño aterrador — dijo él, sin ninguna entonación—. Entiendo que despertaras gritando.
Ella abrió los ojos y lo miró. Fue una mirada larga, penetrante, casi acusadora.
—Hay más.
—Bueno, en ese caso oigámoslo.
—Tú apareces en el sueño — dijo con tono tenso y mirada súbitamente recelosa. De pronto tuvo frío, pese al calor que irradiaba el cuerpo de él, y se estremeció.
«Quizás — murmuró una vocecita dentro de su cabeza — estás cometiendo un pequeño error. El que te sientas a salvo cuando estás con él no quiere decir que realmente sea así.»
Él parpadeó una vez, casi perezosamente, igual que un gato.
—¿Yo?
Había cierta tensión en sus labios, advirtió ella. ¿O sólo era una ilusión proyectada por las sombras que danzaban sobre sus cabezas por el viento que mecía las crujientes ramas? Dios, ¿cómo saberlo? Lo único que sabía era que había decidido fiarse de sus instintos, y lo único que podía hacer era rezar para que no estuvieran equivocados. «Aquí yace la tonta de la clase» no era exactamente el tipo de epitafio con que siempre había soñado.
Respiró hondo y lo miró a los ojos.
—Después de que alguien le vuela la cabeza a aquel hombre, tú apareces en la puerta entre las dos oficinas y me apuntas con una gran pistola plateada. — Bueno, ya estaba dicho. Conteniendo la respiración, escrutó los ojos y el rostro de él en busca de una reacción.
Por un segundo él no dijo nada. Se limitó a mirarla con expresión... ¿pensativa? ¿De preocupación? ¿De furia? Estaba demasiado oscuro para saberlo. El rostro de él era indescifrable. Podía sentir cómo su pecho subía y bajaba contra el suyo, y pensó que quizás estaba respirando más deprisa que cuando ella había empezado el relato. Sus hombros se flexionaron como si, pensó ella, intentase disipar la tensión. Sus dedos se movieron; sus manos seguían siendo cálidas y fuertes, pero la presa con que la sujetaba se había aflojado un poco. El cuerpo de él pesaba, y parecía hundirla en el suelo mojado y esponjoso, pero ella descubrió para su sorpresa que ya no le importaba.
Aquella intensa sensación de familiaridad que experimentaba siempre que estaba con él había vuelto. Quienquiera que fuese ese hombre, pensó, ella lo conocía. Lo que significaba, naturalmente, que él también la conocía a ella. La sorpresa de aquel corolario hizo que se pusiera rígida y lo mirara ceñuda. Se sentía como un ciego que intenta abrirse paso en un mundo de videntes.
—¿Quién eres? — susurró sin apartar los ojos de su rostro. Empezó a respirar con jadeos entrecortados, aún temblorosa, mientras trataba de no perder los nervios. La respuesta era algo que necesitaba y temía oír al mismo tiempo.
Él le recorrió el rostro con la mirada y sus labios se curvaron en una sonrisa casi imperceptible.
—Al parecer, ahora soy el tío que ves en tus sueños, Ojitos de Ángel — dijo finalmente.
«Ojitos de Ángel...»
Mientras aquellas palabras resonaban en su interior y llegaban directamente al centro de su ser, mientras abría mucho los ojos y se le aceleraba el pulso y su cerebro se aferraba al cada vez más escurridizo recuerdo que estaba ahí, él bajó la cabeza y le tocó la boca con la suya.
* * *