Capítulo 19

A Katharine casi le dio un mini ataque de nervios allí mismo.

«Te han trincado. Oh, Dios, piensa, piensa. ¿Qué le digo?»

En ese instante mientras seguía contemplando a Bennett con ojos desorbitados, mientras su corazón estaba haciendo ejercicios calisténicos y su pulso alcanzaba niveles estratosféricos, su mente puso la directa. Podía negarse a bajar la ventanilla y en cuanto el maldito bus se quitara de en medio pisar a fondo el acelerador y salir a escape de allí.

Con Starkey y Bennett detrás de ella, y el resto de la Agencia a disposición de Ed, las probabilidades de que pudiera desaparecer sin que la siguieran y/o le dieran el alto eran prácticamente cero.

También podía saltar del coche y tratar de perderse entre la multitud, incluso en última instancia pedir a los tenderos, los turistas, todas y cada una de las personas allí presentes, que la protegieran de aquellos hombres malos que iban tras ella. Quienes daba la casualidad de que trabajaban para la CIA. Quienes enseñarían sus identificaciones si no quedaba más remedio y mascullarían que se la llevaban para ponerla bajo custodia protectora. Los tenderos y todos los demás se apartarían de ella como si tuviera alguna enfermedad contagiosa.

Llamar a la policía arrojaría el mismo resultado. La Agencia estaba por encima de ellos. Incluso suponiendo que ella lograra convencerlos de que le dieran protección durante un tiempo — ofreciéndose a hablar con los detectives, pongamos, sobre el asesinato de Lisa—. Ed no tardaría en volver a echarle el guante. Katharine sabía que no podía hacerse ninguna clase de ilusiones al respecto.

Sólo le quedaba Dan. Su buen vecino la había ayudado antes. Pero... pero él era médico, y no podía vérselas con la CIA. Además, ella había decidido dejarlo fuera de todo aquello. Si Ed llegaba a enterarse de su existencia, Dan correría peligro.

Katharine afrontó la terrible verdad: sólo contaba con sus propios recursos. Aquello era como su propio episodio personal de Supervivientes y ahora tendría que ser más lista, más rápida y más fuerte, sencillamente.

Bennett volvió a llamar a la ventanilla con los nudillos, más fuerte que antes, ahora su rostro comprimido en un fiero ceño.

Final de partida.

Katharine bajó la ventanilla y no tuvo que hacer ningún esfuerzo para responder a aquel ceño con uno de su propia cosecha.

—¿Qué? — preguntó secamente.

Las pupilas de Bennett se dilataron un poco, y a Katharine lo complació verlo sorprendido por su tono.

Le hicieron falta un par de segundos, pero se recuperó.

—¿Intenta volver a darnos esquinazo?

—Pues sí, francamente. Os he tenido pegados a mi espalda durante los tres últimos días. ¿Y sabe una cosa? Necesito un poco de espacio vital. — El bus por fin se había quitado de en medio y el tráfico empezaba a moverse. Katharine se dispuso a subir la ventanilla—. Largo.

—Espere.

Bennett metió la mano por la ventanilla, impidiendo que ella acabara de subir el cristal. Pensó en continuar pese a todo, pero hacer que Bennett se enfadara de verdad, lo que sin duda conseguiría si le aplastaba los dedos, habría sido una estupidez. Movió el coche lentamente, a medida que un vehículo tras otro iban turnándose para esperar ante la señal de stop, y Bennett se puso a andar junto a él, la mano cerrada sobre el borde del cristal.

El ceño que ella le ofreció no podía ser más feroz.

—He dicho que largo.

—Pero... — Estaba confundido—. ¿Adónde va?

—A recoger a mi gata, si quiere saberlo. Mire, dentro de media hora volveré a la casa. Sólo necesito estar a solas un rato, ya sabe, para despejarme un poco. — Le lanzó una mirada irritada—. Y por cierto, quiero subir la ventanilla.

—Pero...

Katharine pisó el acelerador y mantuvo el dedo encima del botón de la ventanilla. Bennett se apresuró a apartar la mano y se quedó plantado en mitad de la calle, observándola perplejo mientras ella por fin conseguía girar en la esquina. El Mercedes negro estaba unos seis coches más atrás, vio ella por el retrovisor. Ni siquiera lo había visto acercarse.

Respiró hondo mientras intentaba convencer a su corazón de que dejara de palpitar frenéticamente. Condujo como si no tuviera ninguna prisa en el mundo, y observó por el retrovisor que Bennett daba media vuelta y zigzagueaba entre los carriles de tráfico contrarios hasta llegar al Mercedes. Dando una palmada sobre el capó para alertar a Starkey, rodeó el coche por delante, abrió la puerta del pasajero y subió.

En ese preciso instante, Katharine llegó a lo alto de la cuesta y por un segundo se perdió de vista. Sabía que la rampa de acceso a Beltway estaba cerrada al tráfico. El discreto letrero acompañado por una flecha junto al arcén así lo evidenciaba. Con un suspiro de resignación, por un momento pensó en hacer caso omiso del Mercedes que tenía detrás y conducir a toda velocidad en dirección oeste, hasta llegar a San Luis, o incluso a California. Olvidarse de toda aquella pesadilla, iniciar una nueva existencia.

Pero sabía que Ed nunca la dejaría marchar. No de aquella forma. Si se iba, necesitaría disponer del tiempo suficiente para ir muy lejos, y entonces debería esconderse. Lo que tenía que hacer, entonces, era ser más lista que Ed. Seguiría comportándose como si sólo buscase un poco de intimidad e iría a recoger a Muffy. A Cindy quizá le apetecía tener visita durante un rato. Como unas cuantas horas, por ejemplo. Quizás incluso encargaría una pizza y vería una película o algo por el estilo. Lo importante era que el día siguiente sería miércoles, día laborable. Dadas las circunstancias, ella se había tomado la semana libre, pero Ed tenía que presentarse en la oficina cada mañana a las siete. Probablemente no querría permanecer levantado todo el rato que ella pensaba estar fuera.

Si Katharine conseguía evitar una confrontación aquella noche, el día de mañana quizá le proporcionaría otra ocasión de huir, siempre y cuando conservara la calma y no levantara sospechas sobre lo que estaba intentando hacer.

El tráfico no estaba mucho mejor al otro lado del cruce, vio para gran consternación suya, y un instante después descubrió la razón: la comitiva presidencial se había puesto en movimiento. Coches de policía con las luces parpadeando bloqueaban la calle mientras la caravana, banderitas al viento, bajaba lentamente por la calle South Alfred.

Otro atardecer de martes en los alrededores del Capitolio.

Katharine miró por el retrovisor y vio que el Mercedes acababa de llegar a lo alto de la cuesta. «Vale, olvídate de darles esquinazo.» Estaba claro que tendría que ir a recoger al gato. El problema era que no conseguía acordarse de dónde vivía su amiga Cindy.

Lo de que había sufrido alguna lesión cerebral empezaba a sonar repetitivo, pero tampoco parecía muy desencaminado. Afortunadamente, de repente recordó que el teléfono de Cindy estaba programado en su móvil. Si introducía el número en el GPS del Lexus, éste daría con la dirección y le indicaría cómo llegar hasta ahí.

«Muffy, allá voy», pensó, y tendió la mano hacia el móvil. Unos minutos después, con la voz mecánica de su GPS dirigiéndola, dejó atrás el barrio antiguo para adentrarse en sus modernas zonas residenciales. Cindy vivía en las afueras yendo hacia Franconia, en una urbanización de los años cincuenta. Las casas eran sólidas estructuras de ladrillo o mansiones de piedra; los jardines eran pequeños y mostraban juegos infantiles como piscinas de plástico, columpios y casitas de plástico, y había niños por todas partes.

Katharine visualizaba vagamente a Cindy, pero nada más. Sabía que eran buenas amigas, pero no recordaba absolutamente nada más acerca de ella. Ni cómo se ganaba la vida, ni cuánto hacía que se conocían, ni si estaba casada o tenía una familia.

Caer en la cuenta de ello hizo que se le formara un nudo en el estómago.

Cindy vivía en la tercera casa de la izquierda en la calle Woodland. Era un discreto chalé de ladrillo con un ventanal estilo años cincuenta, un pequeño porche delantero y un garaje anexo. Cuando Katharine detuvo el coche en el camino particular, volvió la mirada hacia la ruta que había seguido para llegar hasta la casa de su amiga. Naturalmente, al poco el Mercedes apareció por la esquina.

Katharine se dio cuenta de que le sudaban las palmas de las manos. El corazón había vuelto a acelerársele. Saber que Starkey y Bennett la estaban siguiendo por orden de Ed la ponía muy nerviosa. Tras apagar el motor, se despojó de la chaqueta y se calzó los zapatos y luego, en camiseta y pantalones, se encaminó hacia la puerta principal. Durante el trayecto hacia la casa, había tratado de llamar a Cindy para hacerle saber que iba, pero le había saltado el contestador. No obstante, a través de las cortinas delanteras a medio correr vio que el televisor estaba encendido — en un canal de dibujos animados — por lo que se sintió razonablemente segura de que había alguien en casa.

—Hola — le dijo al hombre que abrió la puerta en respuesta a su llamada. Aparentaba treinta y pocos años, de estatura media, un poco entrado en carnes, de pelo castaño bastante corto y un rostro de facciones joviales. Llevaba unos pantalones cortos caqui, una camiseta de los Orioles y chanclas. Una niñita rubia de grandes ojos asomó la cabeza por detrás de las piernas del hombre para inspeccionar a Katharine.

—¿Cindy está en casa?

—Está en el hospital — dijo el hombre—. Lindsey por fin está teniendo ese bebé.

Por la forma en que abrió la puerta mosquitera para dejarla entrar, Katharine presumió que ambos se conocían. Puesta a hacer conjeturas, habría dicho que estaba viendo a la familia de Cindy, su marido y su hijita. Además, saltaba a la vista que él pensaba que ella estaba al corriente acerca de Lindsey, quienquiera que fuese, y su bebé, cuando en realidad no tenia ni idea.

—Por fin — asintió Katharine, ya que tampoco se arriesgaba a nada con ello. La sala estaba pintada en tonos amarillos y lucía bastantes chintz. Encima del sofá había un cojincito y una mamita rosada para bebés. Un biberón a medio llenar reposaba sobre la mesita auxiliar de madera de roble.

—Oh, por cierto, ya me he enterado de lo que te pasó. Dios, no sabes cómo lo siento. Es la clase de cosa por la que nos vinimos a vivir a las afueras.

—Gracias. Sí, fue bastante espantoso.

Mientras él cerraba la puerta tras ella, Katharine vio que el Mercedes se detenía al otro lado de la calle. Sintió que se le tensaban los músculos y su estómago volvió a convertirse en un amasijo de nervios. Con Cindy en el hospital, las perspectivas de quedarse en aquella casa durante unas horas para no tener que vérselas con Ed no parecían nada buenas. De hecho, estaba claro que iba a tener que recurrir al plan B.

—¿Vienes por tu mascota? — Los ojos del hombre se apartaron de ella como si acabara de ver algo—. Oh, espera, aquí está. He de decirte que Cindy adora esa cosa.

Katharine miró, y en el hueco de la puerta que daba a un pasillo que presumiblemente conducía a los dormitorios estaba Muffy. De las dimensiones aproximadas de un beagle, la gata era una bola de vaporoso pelaje blanco, tan largo que casi llegaba al suelo. Las orejas, las patas, la cola, los pies y la cara plana y redonda eran gris marengo. Entre todo aquel gris, dos ojos muy azules la miraban fijamente.

—Hola, Muffy — consiguió decir ella. La reacción emocional más intensa que sintió al ver a su mascota fue una de sorpresa ante lo enorme que era. Pero naturalmente eso ella ya lo había sabido. Lo había olvidado, nada más. Al igual que tantas cosas.

Pensarlo hizo que sintiera un nudo en la garganta. Saber que partes enteras de su vida se habían esfumado era terrible.

—La cesta, la comida y todo lo demás está en la cocina — le dijo el hombre animadamente. Se dejó caer en el sofá, y la pequeñina se le encaramó al regazo. Un segundo después, estaba acomodada en el hueco del brazo de él con el biberón en la boca y la mantita rosa encima mientras ambos veían la televisión.

Katharine comprendió que se esperaba que se las apañara por su cuenta. «De acuerdo.»

Echó a andar en dirección a la gata, que esperó hasta que Katharine casi había llegado hasta ella antes de dar media vuelta y alejarse, la cola altivamente levantada. La precedió hasta la cocina, que era pequeña y acogedoramente abarrotada. Junto a la puerta de atrás había una canasta de plástico marrón para mascotas: obviamente, el recipiente en el que transportar a Muffy. Dos platitos de cerámica cercanos contenían comida seca para gatos y agua. Una bolsa amarilla de Mezcla Miau, de la que sólo quedaba una cuarta parte del contenido, estaba depositada sobre la canasta.

Katharine limpió los platitos, y luego cogió la comida y la cesta y las puso sobre la encimera. Metió los platitos en la canasta, lo que aún dejaba espacio de sobra para la gata. Tras unos segundos de reflexión, decidió no arriesgarse a llevar a Muffy en brazos, o dejar que... Los ojos se le ensancharon cuando cayó en la cuenta de que no sabía si Muffy era macho o hembra. Dios, ¿cómo podía haber olvidado una cosa semejante de su propia mascota? Empezó a respirar más deprisa mientras añadía otro inexplicable agujero en su memoria a la ya larga lista.

«Esto no pinta nada bien.»

Bueno, así que era propietaria de un felino de sexo indeterminado. Lo importante no era eso. Ahora lo importante era que no quería que Muffy campara a sus anchas dentro del coche. Eso sería una invitación al desastre.

Con todo preparado, miró alrededor en busca del minino.

Muffy había buscado refugio debajo de la ovalada mesa de arce, desde donde la miraba entre las patas de la silla.

—Ven, Muffy. Aquí, gatito.

Eso le ganó un desdeñoso vaivén de la cola.

—Vamos, Muffy — volvió a intentarlo, poniéndose a cuatro patas y apartando sigilosamente (al menos, trató de hacerlo lo más sigilosamente posible, aunque con el gato pendiente de cada uno de sus movimientos el sigilo parecía un objetivo inalcanzable) la silla detrás de la que se había parapetado Muffy—. Gatita, gatita.

En cuanto Katharine llegó allí, Muffy salió disparada en dirección a las habitaciones, arañando el parqué con las uñas en su premura por escapar.

—Maldición — masculló Katharine mientras la seguía con la mirada. Era evidente que la mascota no había estado suspirando por su dueña.

—Probablemente habrá ido a meterse debajo de nuestra cama — anunció el marido de Cindy desde la sala mientras Katharine se levantaba del suelo—. Ahí es donde va cuando Sammy Lou se pone a perseguirla.

Katharine respiró hondo para tratar de calmarse.

—Gracias — dijo.

Había averiguado dos cosas, pensó mientras localizaba la habitación conyugal y contemplaba la cama de matrimonio, debajo de la que presumiblemente acechaba su mascota: la hija de Cindy se llamaba, o la llamaban, Sammy Lou, y Muffy era hembra.

«Bueno es saberlo.»

El dormitorio tenía las paredes pintadas de color crema, muebles de roble, y un edredón en tonos rosa y crema extendido sobre la cama. Ésta disponía también de una tela protectora del polvo que llegaba hasta el suelo. Katharine tuvo una idea, y cerró la puerta del dormitorio. Después se arrodilló junto a la cama y levantó la tela blanca. Muffy estaba allí debajo, como era de esperar, agazapada justo en el centro. Aquellos ojos azules se clavaron en el rostro de Katharine, reluciendo torvamente mientras la observaban desde la penumbra. En una tentativa de descifrar el lenguaje gestual de los felinos, Katharine interpretó que eso quería decir que no se sentía particularmente contenta de verla.

Bueno, pues el caso era que el sentimiento empezaba a ser mutuo. Si Starkey y Bennett no hubieran estado allí fuera esperando verla salir de la casa con su mascota, habría dejado que Muffy prolongara un poco más su visita a la familia de Cindy.

Pero Starkey y Bennett estaban allí fuera, lo que significaba que necesitaba a la gata.

—Aquí, gatita — volvió a intentarlo, procurando sonar de lo más relajada—. Ven aquí, Muffy.

Muffy sólo meneó la cola. Katharine extendió un brazo y vio que así no iba a llegar hasta la gata. Masculló un juramento y pegó el estómago al suelo. Entonces, agradeciendo la lisura de la madera, que le facilitaba un poco el trabajo, empezó a arrastrarse debajo de la cama.

Por primera vez, se alegró de que ahora estuviera tan flacucha. De otra manera no podría haberse escurrido en aquel espacio. El somier no estaba a mucho más de treinta centímetros del suelo.

Sin moverse, los ojos reluciendo todavía más intensamente que el anillo en la mano de Katharine, la gata la contempló reptar hacia ella. Entonces, cuando sólo le faltaban unos centímetros para poder agarrarla, Muffy huyó hacia el lado opuesto de la cama.

—¡No! — chilló Katharine, y fue tras ella como un cocodrilo que se lanza sobre un pato. La atrapó, hincando los dedos a través de varios centímetros de suave pelaje, y palpó un collar que había estado escondido entre aquel forro de pelo.

«¿No debería haber sabido lo del collar?»

Muffy se revolvió prestamente y bufó y Katharine olvidó por unos instantes haber perdido el juicio mientras tenía que vérselas con una gata furiosa.

—No pasa nada, Muffy. Buena chica, Muffy.

Con bufido o sin él, la gata no conseguiría escapar, Afortunadamente, ésta no mostró indicios de iniciar un auténtico ataque. Se limitó a formar una especie de plumero para el polvo con sus patas, mantuvo la barriga firmemente pegada al suelo y trató de encontrar un poco de sujeción con las uñas mientras Katharine la agarraba con la otra mano y tiraba de ella. Manteniendo un par de dedos en el collar sólo por si acaso, Katharine fue retrocediendo centímetro a centímetro, llevándose consigo a Muffy, que no dejó de clavar frenéticamente las uñas en el parqué durante el forzado trayecto. Finalmente, ambas salieron de debajo de la cama y Katharine cogió en brazos a la rebelde Muffy, que al punto volvió a bufarle.

Una plaquita de identificación o algo por el estilo colgaba del collar, un rectángulo de plástico grisáceo prácticamente oculto entre aquel pelo, y Katharine se sintió tentada de echarle una mirada, para asegurarse de que su nombre estaba escrito y realmente aquella gata era de su propiedad. Pero no se molestó en hacerlo, porque ya sabía lo que ponía en la plaquita: Muffy era suya.

Aparentemente, tendrían que empezar a trabajar los vínculos dueña mascota.

Con un suspiro, le hizo una tímida caricia y la gata respondió con un bufido. Luego la llevó a la cocina y la embutió — no había otra palabra para ello, ya que Muffy se resistió valerosamente — dentro de la cesta. Luego, con Muffy lanzándole miradas asesinas a través de la rejilla metálica, cogió la cesta y la bolsa de comida para gatos y se encaminó hacia la puerta.

—¿Lo tienes todo? — preguntó el marido de Cindy cuando la vio de vuelta en la sala. Habló en un susurro, porque Sammy Lou se había quedado dormida en sus brazos.

—Sí, gracias. Y dale las gracias a Cindy de mi parte — dijo.

Él asintió con la cabeza, y Katharine salió por la puerta lo más silenciosamente que pudo.

Ya estaba oscureciendo, con ese crepúsculo impregnado de tenues grises que sólo se da durante el verano. Las luces se habían encendido dentro de las casas. El olor del césped recién cortado flotaba en el ambiente. Las luciérnagas parpadeaban como minúsculas luces navideñas a lo largo de toda la manzana. Las cigarras cantaban. Otros insectos zumbaban. Niños ruidosos jugaban al escondite un par de patios más allá, y una mujer estaba en un porche hacia el final de la manzana, llamando a gritos a alguien que respondía al nombre de Eric. Presumiblemente, pensó Katharine, una madre llamando a su hijo para que volviera a casa.

El Mercedes seguía estacionado frente a la casa al otro lado de la calle.

Bien, había llegado el momento de recurrir al plan B.

El problema era que en esos momentos tenía la mente tan confusa que no podía pensar con claridad.

Sin quitarle ojo a la negra mole del coche que esperaba, sintiendo cómo Starkey y Bennett la observaban aunque ella no podía distinguirlos a través de los cristales tintados, Katharine mantuvo a raya un ataque de temblores y depositó rápidamente a Muffy y la bolsa de comida en el asiento de atrás antes de sentarse al volante. Tras encender el motor, puso las luces, bajó en marcha atrás por el camino y luego fue hacia Woodland Drive. Desde allí giró en dirección a la parte vieja de la ciudad.

No logró llegar. Un coche salido de una calle lateral se plantó delante de ella justo antes de que llegara a la próxima señal de stop, la última antes de llegar a las afueras de Alexandria tras quince minutos de conducción. De aquella señal de stop en adelante, todo el trayecto era por una carretera secundaria expuesta a los cuatro vientos. Con unas vistas preciosas de día, pero inquietante de noche. Naturalmente, con Batman y Robin siguiéndole la pista, al menos no necesitaba preocuparse por los tarados y los ladrones de coches.

«Esa suerte que tengo.»

Al principio no le prestó atención al coche que tenía delante. Lo que sí notó fue que cuando se detuvo detrás de él, esperando a que su conductor mirara en ambos sentidos ante la señal de stop y luego siguiese adelante, el coche no se movió.

Aparte de ese coche y del Mercedes que tenía detrás, no había ningún otro vehículo a la vista. El cruce estaba despejado, y sin embargo el coche — que era negro o azul marino, alguna clase de gran sedán oscuro — no se movía. Ya había anochecido del todo, y las cálidas luces de las afueras habían quedado atrás. Salvo por los tres pares de faros que acuchillaban la oscuridad, iluminando los herbosos arcenes y un grupo de arbolillos, la zona no podía estar más oscura.

No tenía sentido, percibió Katharine sin demasiado interés mientras miraba alrededor, tratar de ver cuál podía ser la causa de que se hubieran quedado parados así, ya que aquella noche la luna brillaba en el cielo.

De pronto se oyó un estampido.

Fue tan súbito, tan impresionante, tan inesperado que Katharine soltó un grito y dio un respingo. El corazón empezó a palpitarle con fuerza, y volvió la cabeza instintivamente hacia el ruido. Lo hizo con el tiempo justo de ver cómo una rociada de partículas de cristal esparcía un pequeño aguacero de diamantes sobre el asiento trasero de su coche.

La ventanilla trasera de la derecha acababa de hacerse añicos. Katharine aún estaba tratando de asimilar la incongruencia de aquello cuando una mano — una mano de hombre, con un intenso moreno de sol y gruesos nudillos — salida de la manga de un traje oscuro entró por la abertura y pulsó el botón que desbloqueaba la puerta del asiento del acompañante. En un visto y no visto.

«¡Pisa el acelerador!», le ordenaron todos sus instintos, pero ya era demasiado tarde. Justo cuando miraba frenéticamente al frente, cuando su pie se tensaba para pasar del freno al acelerador, se dio cuenta de que el coche que tenía delante le cerraba el paso.

Entonces la puerta del asiento del acompañante se abrió de golpe y un hombre se coló en el coche, cerrando la puerta en cuanto estuvo dentro.

Starkey.

Katharine fue a abrir la boca para exhalar un suspiro de alivio cuando vio que él empuñaba su arma.

Y le estaba apuntando.

A Katharine se le aflojó la mandíbula. Abrió unos ojos como platos y lo miró con incredulidad.

—El señor Barnes quiere verla — dijo él.

* * *