Capítulo 2

Su novio, Edward Barnes, un hombre de cuarenta y siete años y porte distinguido, que tenía planeado divorciarse en breve, estaba en Ámsterdam hasta el martes. Hacía trece meses que salían juntos, y él había sido su jefe durante los últimos cuatro años en su condición de DDO, director de Operaciones de la CIA. En los dos últimos años, Edward había hecho ascender a su ayudante personal hasta las mismas alturas por las que él se movía, a tal punto que ahora, a efectos prácticos, ella, Katharine Marie Lawrence, antigua y reconocida fiestera, se había convertido en una de las personas más poderosas de la CIA.

Ed tenía plena confianza en ella, y ahora que la que era su esposa desde hacía veinte años se había marchado de su mansión en la zona de las embajadas por culpa de la maldita foto del Washington Post, Katharine tenía, por contrapartida, buena parte de Ed.

Teniendo en cuenta que él era el propietario de la casa en que ella vivía sin pagar alquiler, la existencia de una caja fuerte de pronto no le pareció una cosa tan descabellada.

Se le heló la sangre.

—Yo no sé nada al respecto. Yo sólo vivo aquí.

—Ya — dijo el matón con sarcasmo.

Entonces, casi con ternura, le colocó la cuchilla sobre la mejilla.

En cuanto sintió el frío metal contra su rostro, se le cortó la respiración, y el corazón pareció detenérsele. Por un instante, Katharine se quedó paralizada por el miedo. Acto seguido, se dio cuenta de que lo que estaba sintiendo no era sino el mínimo grado de presión, ya que la navaja ni la pinchaba ni le provocaba dolor alguno. Era chocante; el mero contacto del filo sobre su piel ya resultaba escalofriante. Al menos, todavía no la había cortado. Todavía.

—Por favor — rogó, tan tensa que hasta le costó decirlo. El corazón le latía cada vez más rápido y tenía un nudo en el estómago. Podía sentir cómo Lisa la miraba con ojos de pánico. El terror que sentía su amiga casi se podía palpar—. No lo haga; se lo suplico — añadió desesperada, sabiendo que no iba a servir de nada.

—¿Dónde está la puta caja fuerte?

¿Por qué aquel hombre se negaba a creerle? ¿Qué más podía decir? Aferrarse a la verdad, seguir asegurando que no lo sabía y que, hasta donde ella sabía, no había caja fuerte, sólo iba a servir para que le hicieran daño. El pánico se apoderó de ella desde sus entrañas, como una serpiente enroscada. ¿Serviría de algo mentir?, se preguntó, atormentada. Si, por ejemplo, fingía tener conocimiento de la ubicación de la supuesta caja, el tipo iría a comprobarlo y descubriría que se trataba de un farol. El solo pensamiento de lo que entonces podía llegar a hacerle la aturdió.

Aun así, ¿podría la situación empeorar más?

—¿Katharine? — preguntó el tipo con exagerada delicadeza, moviendo la navaja y colocándole la hoja debajo del pómulo.

Ella comenzó a hiperventilar y retuvo un grito en la garganta. Estaba claro que, de lo contrario, él hombre la cortaría. En la boca, el miedo tenía gusto a vinagre, pero Katharine consiguió hablar:

—Si hubiera una caja fuerte y yo supiese donde está, ¿no cree que ya se lo habría dicho?

—Eso depende de lo lista que seas, y a mí no me lo pareces. A fin de cuentas, te estás follando a Ed Barnes.

El terror le entorpecía pensar con claridad. Dijera o hiciera lo que fuese, el resultado iba a ser el mismo. Esos dos no iban a irse tan fácilmente. Iban a seguir torturándolas hasta que dieran con lo que querían, o hasta que estuvieran convencidos de que la caja de caudales no existía, momento en el que ambas, probablemente, ya estarían muertas. Como era sábado, lo más normal sería que nadie las echase en falta hasta el lunes, cuando Katharine no apareciera por el trabajo. Cuando no respondiese a las inevitables llamadas telefónicas que le harían desde la agencia, enviarían a alguien a ver si todo iba bien. Ese alguien llegaría a la casa y, al no poder entrar, no tardaría en avisar a la policía, y, finalmente, encontrarían los cadáveres de ambas en el mugriento suelo de la cocina.

«No, no pienso dejar que eso ocurra», pensó.

Aquella determinación le hizo enderezar la columna y apretar los dientes. Katharine se negaba a morir allí, tirada.

Tenía que haber una salida. Tenía que pensar en algo.

«Dios mío, por favor...», rogó para sus adentros.

Entonces se humedeció los labios y levantó la vista.

—Mire, tengo dinero en el banco; mucho dinero — soltó.

La mirada del asaltante se ensombreció, y frunció el ceño. Katharine supo que iba a rechazar la oferta, así que prosiguió sin perder un segundo:

—Casi cien mil dólares. Todos suyos. Tengo la tarjeta de crédito en el bolso. ¿Por qué no...?

—¡Eh, la he encontrado! — gritó de repente el otro hombre, exultante.

Katharine presumió que la voz provenía del pequeño despacho que, junto con el salón comedor, la cocina, el recibidor y el aseo, completaba la planta baja. Por el tono jovial con que fue pronunciada la frase, era obvio que sólo podía tratarse de una cosa: la caja fuerte.

Por lo visto, al final sí que existía, porque aquel tipejo había dado con ella.

«¡Uf! — pensó Katharine entonces, seguido de un devoto—: Gracias a Dios.»

Entretanto, el agresor apartó la navaja de su cara. Salvada por los pelos... Katharine suspiró aliviada.

—Eres una chica con suerte.

Hubiera tenido suerte o no, estaba claro que aquello no significaba que estuvieran a salvo. Como mucho, no les proporcionaría más que un breve descanso. Katharine notó el corazón golpeando contra las costillas, mientras ella y el asaltante se miraban durante lo que pareció un momento extrañamente largo. La mirada de aquél era absolutamente fría, y sus ojos pardos no mostraban el mínimo ápice de piedad. Sin dejar de asirle la cabellera, el tipo giró la muñeca y esbozó una sonrisa.

Entonces, sin más, le aplastó la cabeza contra el suelo. La nariz y la frente de Katharine golpearon contra las baldosas con toda la fuerza de aquel brazo. El impacto fue tan violento que vio las estrellas.

—¡Ay! — exclamó Katharine, dolorida, percatándose a duras penas de que el grito provenía de su garganta. Comenzó a sangrarle la nariz. Incluso a través del torbellino de confusión en que se encontraba sumida, pudo sentir fluir la sangre, cálida y pegajosa.

El asaltante le soltó el pelo y se puso en pie.

—Ahora vuelvo — anunció, saliendo de la cocina con unas ágiles zancadas que retumbaron ligeramente en las baldosas. En cuanto llegó a la alfombra del comedor, el sonido de sus pasos se desvaneció, atenuado por la espesa capa de lana.

Salvo por ese detalle, Katharine apenas si registró nada, inmersa como estaba en aquella nebulosa de pánico y turbación. Jadeante y con los ojos cerrados, se quedó tumbada exactamente donde el tipo la había dejado, azorada, mientras la nariz no dejaba de chorrearle. Era posible que hubiera perdido el conocimiento durante unos segundos, ya que no fue consciente de mucho más que la nube gris que le emborronaba los sentidos y de su propia lucha por respirar a través de la sangre.

—Katharine — oyó a lo lejos.

Algo la tocó, algo tibio que le tiraba de la pierna y del hombro izquierdo. Al no reaccionar, ese algo volvió a tocarla, esta vez con más fuerza, casi con urgencia.

No sin esfuerzo, Katharine logró abrir los ojos. Tenía la boca llena de sangre, salada, espesa y caliente, y su sabor y la sensación viscosa la hicieron estremecerse. Con todo, consiguió levantar la cabeza y escupir. Inmediatamente, tomó conciencia del charco carmesí que había en las baldosas, justo donde su cabeza había impactado. ¿Se le habría roto la nariz? Seguía sangrando, pero no tanto como al principio.

Aunque le dolía, vaya si le dolía.

—Katharine.

Si bien le costaba enfocar la vista, pudo volver la cabeza en la dirección de la que provenía aquel susurro. Su visión periférica captó un destello amarillo. A pesar de que una nueva oleada de aturdimiento volvió a hacer mella en ella y el resto de la cocina se desdibujó una vez más, su cabeza logró completar el dificultoso giro de noventa grados, tras lo cual no pudo sino abrir los ojos, sorprendida. Se trataba de Lisa, no cabía duda. Su amiga se había arrastrado hasta su lado, y su espalda, revestida de nailon amarillo, se encontraba ahora a escasos centímetros del maltrecho rostro de Katharine, a la que le llevó un segundo darse cuenta de que Lisa, de alguna manera, había conseguido rodar o algo parecido por el suelo de la cocina.

Las miradas de ambas se encontraron por encima del hombro de Lisa.

—Desátame — le pidió ésta. Sus manos, delgadas y bronceadas, y cuyos dedos estaban blancos a causa de las ataduras, no dejaban de agitarse por encima de la generosa porción de cinta aislante que le ataba las muñecas.

Katharine frunció el ceño levemente, mirándolas sin saber demasiado bien de qué se trataba. Entonces, Lisa se apartó un par de centímetros de ella y colocó las manos a la altura del rostro de su amiga.

—Las manos — murmuró.

De repente, Katharine tomó conciencia: Lisa estaba hablando. Con dificultad, sí, pero hablando al fin y al cabo. La cinta que le tapaba la boca se había soltado, pero ¿cómo? Pensó en ello un instante, pero se dio cuenta de que no importaba lo más mínimo. El trozo rectangular de plástico seguía ahí, pegado a su labio superior y a las mejillas, pero Lisa era capaz de mover el labio inferior lo bastante como para pronunciar palabras de forma inteligible.

—Utiliza los dientes — susurró su amiga con premura.

Katharine volvió a parpadear.

—¿Los dientes? — repitió, confusa.

—Sí, pero baja la voz.

Katharine se había olvidado de ello, pero se percató tan pronto pronunció las palabras, antes incluso de que Lisa hiciera una mueca y le golpeara el muslo con los talones, como advertencia. Katharine hizo un gesto de dolor y apartó la pierna.

—Corta la cinta con los dientes.

—Vale — repuso Katharine, que esta vez sí se acordó de susurrar.

Con todo, todavía no era capaz de pensar con claridad en lo que tenía que hacer. Le dolía la nariz, como si tuviera un tenedor puntiagudo clavado en su sistema nervioso. La cabeza le zumbaba y le pitaban los oídos, y cada vez que movía la cabeza, por poco que fuera, volví a sentirse aturdida. ¿Qué pretendía Lisa? ¿Que le sacara la cinta con los dientes? No le pareció demasiado sensato, pero obedeció y agachó la cabeza sobre las manos de su amiga. Craso error. Un dolor lacerante le sobrevino justo detrás de los ojos, y la realidad comenzó a distorsionarse de nuevo. El zumbido de los oídos se convirtió en un rumor casi relajante. De repente, la cocina parecía resplandecer a su alrededor como si de un espejismo se tratase. Era como si ya no quedara nada sólido en el mundo...

—Katharine...

Salvo Lisa, que no dejaba de agitar las manos en la espalda con evidente urgencia. Lisa, que no dejaba de patearle la pierna con los pies, también atados. Lisa, que no paraba de lanzarle miradas asesinas.

Lisa, que estaba haciendo todo lo posible para sacar a Katharine del estado de seminconsciencia en que se encontraba, a pesar de que parecía que fuera a desvanecerse en cualquier momento.

—Katharine, haz lo que te digo. Corta con los dientes la cinta adhesiva que tengo en las muñecas.

La decisión con que hablaba logró penetrar la nebulosa que enturbiaba la mente de Katharine, que finalmente registró las palabras. Abrió bien los ojos, tomó una buena bocanada de aire y trató de despejarse. Entonces, antes de que pudiera moverse, responder o cualquier otra cosa, se oyó un sonoro golpe proveniente del despacho, seguido de una retahíla de imprecaciones, y el corazón le dio un vuelco.

—¡La has dejado caer! — exclamó una voz por encima de los insultos.

—Joder, ¿sabes lo que pesa esto?

Lisa, que había estado a punto de darle otra patada a su amiga, se detuvo en seco a escasos centímetros de la pierna de Katharine, que también se quedó inmóvil.

El miedo repentino acabó de despejarle la cabeza, y se dio cuenta de que no tenían tiempo. Los ladrones seguían ahí, a escasos metros, y podían volver a por ellas en cualquier momento.

Por supuesto, Katharine no tenía ningunas ganas de estar presente cuando lo hicieran.

—Vamos — insistió Lisa, propinándole otra patada.

Katharine todavía se sentía como si la mitad de su cerebro se hubiera convertido en gelatina, pero ahora que recordaba lo ocurrido y que las vidas de ambas estaban en peligro, la otra mitad de su cerebro, junto con el resto de ella, hizo que se pusiera en marcha.

Sí no salían pronto de ahí, iban a morir; tan sencillo y tan escalofriante como eso.

—Vale, de acuerdo — murmuró entonces.

El hecho de centrarse requirió un esfuerzo de lo más doloroso, pero Katharine lo consiguió. Se puso a morder la cinta adhesiva que maniataba a Lisa, ignorando el ardor que sintió en la nariz, extremadamente sensible tras el impacto contra el suelo, cuando sin querer la rozó contra el antebrazo de Lisa. El dolor fue tan intenso que le vinieron ganas de tumbarse en el suelo a esperar que se le pasara. Sin embargo, la alternativa de la muerte era mucho peor. Con ese pensamiento, Katharine hizo caso omiso del dolor y se puso a morder la cinta con renovada ferocidad, fruto de la desesperación. Lisa mantuvo los brazos tan quietos y tan tensos como le fue posible, pero sin dejar de luchar contra las ataduras, caso de que pudiera aprovechar cualquier rasgadura en ellas, por pequeña que fuera.

Sin embargo, parecía que todavía no había ninguna. A pesar del esfuerzo de Katharine, sus dientes parecían no hacer mella en la cinta, que tenía una consistencia gomosa y un gusto ácido de lo más desagradable, lo cual dificultaba la tarea aún más. Además, no dejaba de chocar la nariz contra los brazos de Lisa, lo que producía un dolor insoportable. La verdad es que era como tener un nervio a flor de piel. Tenía la nariz tan dañada que respiraba por la boca. Lo más probable era que estuviera rota.

Aun así, el estado de la nariz no era lo que más le preocupaba en aquellas circunstancias. No les quedaba tiempo.

—Date prisa — murmuró Lisa.

Parecían haber pasado horas, días, semanas, meses... No obstante, en cuanto Katharine se fijó en el reloj del microondas, se dio cuenta de que estaba equivocada. No eran más que la una y catorce, pero parecía imposible que sólo hubieran pasado siete minutos desde la última vez que había mirado aquellos números brillantes. Daba igual, no debía de haber estado mordiendo la cinta más de un par de minutos.

—No hagas eso — espetó entonces uno de los asaltantes, tan alto que Katharine dio un respingo como si hubiera tocado un cable pelado.

—¿Se te ocurre algo mejor? — gruñó el otro.

Con el corazón desbocado, Katharine dejó estar la cinta adhesiva lo suficiente como para, por encima del hombro, echar un vistazo a la puerta. Sonaba como si los dos hombres estuvieran cerca..., peligrosamente cerca.

Con todo, gracias a Dios, en la parte del comedor que podía ver desde su posición no había rastro de ellos. Katharine veía la esquina de la mesa de cristal, parte de una elegante silla cromada y tapizada y el cuadro del lirio que uno de los matones había dejado caer sobre la alfombra. Lo más probable era que siguieran en el despacho. Era obvio que no tenían ni idea de lo que sucedía en la cocina.

«Dios mío, ¿cuánto puede quedar hasta que a uno se le ocurra venir a mirar?», se preguntó. El miedo le heló la sangre en cuanto llegó a la inevitable conclusión: no demasiado tiempo.

—Vamos — insistió Lisa.

Katharine casi se había olvidado de ella. Sin más dilación, volvió a atacar la cinta con renovada desesperación. Los matones podían volver a la cocina en cuestión de segundos.

En ese instante, Katharine tuvo la certeza de que iban a morir. Al fin y al cabo, los ladrones habían encontrado la caja fuerte, así que ya no las necesitaban. «Date prisa, por lo que más quieras», se dijo entonces para sus adentros, mientras las palabras le retumbaban en el cerebro.

—¿Adónde vas? — exclamó el matón que le había aplastado la cabeza contra el suelo.

Katharine no pudo evitar reconocer su voz, y casi le dio un infarto. Sin duda era un acento un tanto brusco, y con cierto deje de las calles de Nueva York o Nueva Jersey. Era evidente que le estaba hablando a su socio, que por lo visto había salido del despacho.

Madre de Dios, ¿dónde diablos estaría? Katharine trató de aguzar los cinco sentidos para averiguarlo, pero fue en vano. No se oían pasos ni sonidos de ninguna clase, nada que le diera una pista de su situación.

«Por favor, que no venga a la cocina.»

El pánico le dio fuerzas. Clavo los colmillos, tiró con rabia y, ¡milagro!, la cinta se rasgó. Por fin. El instante fue sublime, cosa que Lisa también pudo percibir. No era más que un minúsculo desgarro, pero les daba esperanzas y hacía que el éxito ya no pareciera imposible. Katharine siguió aferrada a la atadura como un perro de presa, sintiendo el gusto metálico en la boca. Aunque ese sabor bien podía ser de la sangre. Ni lo sabía ni le importaba.

«Puede volver en cualquier momento», no cesaba de repetirse una y otra vez.

Lisa tensó los músculos y se puso a efectuar movimientos bruscos y cortos para que la cinta fuera cediendo poco a poco, mientras trataba de apartar las manos para que Katharine siguiera rasgando el plástico. Poco a poco, muy poco a poco... y finalmente se rompió.

Lisa separó los brazos con fuerza y consiguió liberar las muñecas. Katharine, jadeando, descansó la cabeza contra las baldosas. Entonces, las dos amigas se miraron de manera triunfal. Con algunos jirones de cinta adhesiva todavía colgándole de una muñeca, Lisa se incorporó, se arrancó la mordaza y se agachó para hacer lo propio con las ataduras de los tobillos, sin éxito.

El ruido de la cadena del inodoro respondió una de las preguntas que Katharine se había estado haciendo: el paradero del segundo matón. Estaba en el servicio que había junto al pasillo de entrada. Eso la tranquilizó un poco, aunque fuera por una milésima de segundo.

Entonces pensó que la cocina podía ser su siguiente parada. Todo lo que el tipo tenía que hacer era ir hacia la izquierda y caminar una docena de pasos por el pasillo. La arcada que hacía las veces de entrada en la cocina ni siquiera tenía puerta, así que el hombre podría verlas antes incluso de llegar allí.

Lisa comenzó a desplazarse sobre el trasero por las baldosas, y Katharine no entendió qué pretendía su amiga hasta que vio que alcanzaba el tirador del cajón de los cubiertos y empezó a abrirlo. El suave deslizamiento del mismo, aunque casi inaudible, le sonó atronador, y desvió la mirada hacia la entrada de la cocina, con el corazón en un puño. El ruido que hizo Lisa al hurgar entre los cubiertos hizo que Katharine pegara un bote y volviera inmediatamente la vista hacia su amiga. Al cabo de un segundo, la mano de Lisa emergió triunfante blandiendo un cuchillo de sierra, con el cual se apresuró a cortar ferozmente la cinta que le sujetaba los pies.

—¿Quieres echarme una mano con esto? — pidió un atracador a su compañero.

Katharine casi se traga la lengua al volver la cabeza hacia la arcada. Nada.

—Pensaba ir a hacerme cargo de las damas — respondió el otro.

Katharine contuvo el aliento y se volvió como un rayo hacia Lisa, justo a tiempo de ver cómo se desembarazaba de las ataduras. «Dios mío, viene a matarnos.»

A juzgar por el sonido de su voz, el tipo estaba cerca, muy cerca. A tan sólo unos pasos.

El pánico volvió a apoderarse de Katharine. De repente, todo su cuerpo se cubrió de un sudor frío. Su corazón se disparó con una velocidad inusitada y fue como si las entrañas se le cayeran al suelo. Lisa y ella se miraron fijamente y, acto seguido, Katharine se percató horrorizada de que por mucho que su amiga se pusiera de pie, libre de sus ataduras, no era libre en absoluto.

Entretanto, él se acercaba cada vez más.

Sin soltar el cuchillo, Lisa se acercó a Katharine, se inclinó sobre ella y se puso a cortar frenéticamente la cinta que le sujetaba los tobillos.

—Ya tendremos tiempo para eso — contestó entonces uno de los delincuentes, impaciente—. Primero ven aquí y ayúdame con esto.

Los pasos se detuvieron durante lo que pareció una eternidad, y luego cambiaron de dirección.

¡Por los pelos! Katharine se sintió tan aliviada que estuvo a punto de desmayarse.

Lisa, por su parte, seguía serrándole la cinta aislante de manera desaforada.

A medida que el plástico iba cediendo, Katharine trataba de separar los tobillos, hasta que, finalmente, lo consiguió.

—Vamos — murmuró Lisa, cogiéndola del brazo por encima del codo y ayudándola a incorporarse, al mismo tiempo que cortaba las ataduras de sus muñecas.

Una vez que consiguió cortar las ligaduras, Katharine separó las manos, liberándose de su pegajosa sujeción. El hecho de haberse puesto de pie con tanta rapidez hizo que sintiera la cabeza a punto de estallarle. Un dolor punzante le atravesó las costillas, donde el matón le había propinado la patada, y Katharine supuso que le había roto alguna. En cuanto movió los brazos, dormidos por la falta de irrigación sanguínea, notó como si le clavaran agujas en ellos. Tomó aire y se dispuso a salir corriendo, pero entonces se hizo patente una terrible realidad: las piernas apenas si le funcionaban. Confusa y debilitada, contuvo un repentino ataque de náuseas y se obligó a ponerse en marcha y seguir a Lisa, que se dirigía al otro extremo de la cocina, aunque las extremidades le pesaban y tenía los pies medio dormidos. El objetivo era llegar al pequeño lavadero que había al otro lado, donde se encontraba la puerta trasera.

La luz de la luna se colaba a través de las cortinillas que cubrían las ventanas que había detrás de la lavadora y la secadora. El resplandor amarillo de la farola que había en el callejón que pasaba por detrás del patio trasero delante de una hilera de garajes adosados traspasaba el cristal que había en la parte superior de la puerta, facilitando la visión aunque la luz del lavadero estuviera apagada. En la pared, a un metro de la puerta trasera, se encontraba el pequeño panel del sistema de alarma. Su lucecita era verde, según Katharine pudo ver en cuanto llegó a la puerta segundos después de Lisa. A pesar de que todavía le costaba pensar con claridad, no estaba tan atontada como para no darse cuenta de que, aparentemente, el sistema todavía funcionaba. Entonces ¿por qué no había saltado la alarma cuando los intrusos habían allanado la casa? ¿Se habría olvidado de ponerla en marcha? ¿Conocerían los asaltantes la clave? En realidad, poco importaba ya. Lo que sí que importaba era que el botón de emergencia del panel de control funcionara.

Estaba conectado directamente al departamento de policía, así que todo lo que tenía que hacer era pulsarlo y, en cuestión de minutos, la casa estaría rodeada de coches patrulla.

Siempre y cuando funcionara, claro.

Katharine se desvió unos centímetros de la estela de Lisa y apretó el botón con fuerza justo cuando su amiga llegaba a la puerta.

Lo que oyó a continuación le hizo olvidarse de todo menos de la necesidad inmediata de escapar: pisadas veloces de alguien entrando en la cocina.

Para Katharine sonaron tan alto como la sirena de una ambulancia.

En cuestión de una milésima de segundo, el corazón se le disparó como un bólido, el estómago se le cerró como un puño y la sangre se le congeló. Automáticamente, sus ojos se posaron sobre el rectángulo de luz de la puerta trasera.

Durante un exasperante instante no ocurrió nada. Entonces...

—¡Eh! ¿Dónde están? — Al principio, el hombre parecía confuso, como si pensara que no había mirado bien. Sin embargo, no tardó ni un segundo en atar cabos—. ¡Se han ido!

Las habían descubierto.

—¡Mierda, mierda, mierda! — susurró Lisa, respirando frenéticamente, al tiempo que trataba de abrir la puerta trasera, moviendo el picaporte, aunque sin éxito. Katharine alcanzó nuevamente a su amiga, que la miró, desesperada, por encima del hombro—. No se abre.

Aterrada, sin otra cosa en la mente que no fuera la urgencia de salir por aquella puerta, Katharine apartó a Lisa, cogió el picaporte metálico y se puso a accionarlo y tirar de él.

En balde. El picaporte giraba, pero la puerta no se movía.

Entonces, Katharine comprendió: la puerta estaba equipada con un cerrojo que requería de una llave para poder abrirlo. Había sido diseñado de aquella forma para contrarrestar el fallo de seguridad que suponía la ventana que había en la parte superior de la misma puerta, y dicha llave se encontraba colgada de una cinta de satén azul en el tablero que había junto a la secadora, que estaba a unos dos metros de la puerta.

Katharine desvió los ojos hacia allí y alcanzó el tablero de una zancada, justo en el instante en que la silueta de un hombre se perfilaba en la entrada del lavadero.

* * *