23

—¿Qué?

—Ya me has oído.

—No — respondió Gabby con firmeza. Supuso que su rostro mostraba la explosiva mezcla de ira y turbación que sentía y que estaba rojo corno el pelo de Beth.

Él se encogió de hombros, corno si su negativa le tuviera sin cuidado.

—Como quieras. Lo cierto es que me apetece trabar una relación más profunda con Claire. Mi posición como hermano me ofrece numerosas oportunidades de hacerla. Es una joven deliciosamente inocente, que no da importancia al hecho de permanecer a solas conmigo en mi alcoba, ni a...

—¡Eres un... degenerado! — exclamó Gabby, casi atragantándose con el epíteto.

—Insultar es un recurso muy pueril.

—No permitiré que te acerques a ella. Le advertiré...

—¿Que se guarde de su hermano? Dudo que consigas convencerla. Claire me parece una joven que, a diferencia de su hermana mayor, siempre piensa bien de la gente.

—Le contaré la verdad sobre ti.

—¿Y descubrir el pastel? Vamos, Gabriella. Sabes que si lo haces no podrás seguir manteniendo el secreto. Claire se iría de la lengua y estaríamos todos perdidos.

—Entonces dame tu palabra de que no te acercarás a ella. — Lo haré... a cambio de un beso. En los labios, naturalmente. Nada de un besito en la mejilla.

Sosteniendo con firmeza el edredón, Gabby lo miró impotente al comprender que la discusión había llegado a su fin. Los ojos de aquel bribón parecían casi negros a la luz de las llamas y era evidente que disfrutaba de lo lindo.

—¿Tanto te cuesta besarme? Piensa en lo que te has arriesgado por tus hermanas. En comparación con ello, me parece una insignificancia.

—No.

—De ti depende.

Gabby no supo qué responder. «Tienes una boca que invita a besarla.» Las palabras acudieron a su mente sin que ella lo pretendiera. Desvió la vista, mordiéndose el labio. Un beso. Un beso para salvaguardar a Claire. Un breve beso en los labios, nada más. Tal como él había dicho, era una insignificancia. Lo que inquietaba a Gabby, como comprendió contrita, era que desde que él había hecho aquel comentario sobre su boca ella había deseado besarle, preguntándose qué sentiría al apretar sus labios contra los suyos.

Lo único que tenía que hacer para averiguarlo era hacer otro pacto con ese diablo. La tentación era casi irresistible. Gabby se sentía como Eva al ver la manzana, tentada pero cohibida.

Tragó saliva y le miró a los ojos.

—¿Un beso y me das tu palabra de que dejarás en paz a Claire?

—Te doy mi palabra de que trataré a Claire tan castamente como si fuera realmente mi hermana. No puedo prometerte que me alejaré por completo de ella, puesto que en un futuro no muy lejano viviremos todos bajo el mismo techo.

Gabby lo pensó unos momentos. Parecía un acuerdo aceptable, a condición de que...

—¿Cómo voy a fiarme de que cumplirás tu palabra? Los delincuentes, por lo general, no destacan por su honradez.

Él esbozó una sonrisa lenta, íntima, que hizo que el pulso de Gabby se acelerara inesperadamente.

—Puesto que eres mi cómplice, tendrás que fiarte de mí.

—No soy tu...

Gabby no terminó la frase. Dadas las circunstancias, y a tenor de aquella mirada burlona, era absurdo protestar. Por más que ella se había visto forzada a aceptar el fraude de ese impostor, se había convertido, a todos los efectos, en lo que él había dicho: su cómplice.

Era una idea angustiosa.

—¿Y bien? — inquirió él arqueando la ceja—. ¿Has tomado una decisión? No estoy dispuesto a pasarme la noche discutiendo contigo. Hay muchas formas más placenteras de pasar el rato... como planear la conquista de tu bella y casta hermana.

Gabby se tensó.

—Eres el ser más repugnante que he conocido jamás.

Él rió.

—Es posible, pero ¿vas a besarme para salvar a tu hermana o no?

Ella lo miró furiosa pero comprendiendo que era inútil tratar de fulminarlo con la mirada o conseguir que se avergonzara por su falta de caballerosidad. Apretó los labios, se inclinó y le besó.

En los labios. Un beso fugaz. Gabby tuvo que reconocer que, pese a sus temores y vacilaciones, fue de lo más decepcionante.

Aquella boca caliente y reseca no logró excitar sus sentidos. Su corazón, su pulso y su respiración no registraron alteración alguna. Pese a las vueltas que había dado al tema, y al igual que muchas otras cosas en la vida, besar a un hombre se reducía a mucho ruido y pocas nueces.

Satisfecha por haber tenido el valor de encararse con ese diablo, aliviada por haberse quitado de encima el problema, y por consiguiente experimentando cierta sensación de superioridad, Gabby le miró esbozando una breve sonrisa.

—Ya está — dijo—. Hemos hecho un trato.

Él se rió y, antes de que Gabby pudiera reaccionar, la agarró por la muñeca. Le aferró la mano con que sujetaba el edredón y, ella, sorprendida, sintió que sus dedos se distendían. Al levantarlos el edredón se deslizó y cayó al suelo.

Aun con la: doble protección de la bata y el camisón, Gabby se sintió desnuda. No podía apartar de su mente la idea de que él sabía lo que ocultaba debajo de esas prendas. Mientras trataba de soltarse, se tapó el pecho con el otro brazo.

Al advertir ese gesto, él sonrió con picardía.

—¿Qué haces? — le espetó Gabby tratando de liberarse—. Suéltame.

—No — contestó meneando la cabeza—. Todavía no. No hasta que cumplas tu parte del trato. Ese besito fue una simple migaja.

—Me diste tu palabra. — Le miró indignada, inmóvil, pues prefería no arriesgar su dignidad esforzándose en liberarse sabiendo como sabía que no tenía la menor posibilidad de lograrlo—. Debí suponer que no la cumplirías.

—Tú también me diste tu palabra — le recordó él—. Y según las normas, o pagas o juegas, querida mía.

De pronto le tiró bruscamente de la muñeca y Gabby cayó sobre él. Sus brazos la aprisionaron como las fauces de una trampa y Gabby comprobó horrorizada que estaba sentada sobre sus rodillas.

—Suéltame y deja que me levante — le exigió.

Al caer, el libro que sostenía había caído también y había quedado alojado entre su muslo y el vientre de él. Aterrorizada, lo agarró por ser la única arma que tenía a su alcance, dispuesta a golpearle en las costillas con tal de liberarse.

—¡Cuidado! — exclamó él con tono de reproche mientras se zafaba del pretendido golpe con el codo—. ¿Serías capaz de deshacer tu buena obra hiriéndome de nuevo? ¡Qué mujer tan sanguinaria!

Y le arrebató el libro con increíble facilidad. El breve estrépito que emitió al caer al suelo intensificó el empeño de Gabby en liberarse. Despojada de su arma, le golpeó violentamente en el pecho con el codo, haciéndole emitir un quejido de dolor, y trató de levantarse. Pero él la sujetó por los brazos, inmovilizándola y obligándola a permanecer sentada en sus rodillas.

Gabby se sintió impotente, furiosa, cautiva. Resuelta a conservar la poca dignidad que le quedaba, renunció a seguir luchando y permaneció sentada muy tiesa, aprisionada entre los brazos de su captor, temblando de ira.

—¡Lamento que al disparar contra ti errara el tiro!

—En fin, la triste realidad es que todos debemos apechugar con nuestros errores.

—¡Cerdo! — El ofensivo epíteto, que Gabby jamás había pronunciado en su vida, expresaba con exactitud sus sentimientos.

—Tus palabras no me hieren, Gabriella — respondió él suavemente.

Para mirarlo a los ojos tuvo que inclinar la cabeza hacia atrás. Al hacerlo su cabeza chocó con el brazo de Wickham, el cual le ofrecía un sólido apoyo. Gabby no pudo por menos de notar sus pronunciados bíceps.

El hecho de notario no hizo sino atizar su ira.

—Sabía que no eras de fiar — dijo con amargura.

—Por el contrario, eres tú quien no ha cumplido su parte del trato.

Wickham sonrió, casi con ternura. Pese a estar muy furiosa, esa sonrisa dejó anonadada a Gabby. Ese canalla era el hombre más peligrosamente atractivo — dadas las circunstancias ese adjetivo era el que mejor cuadraba — que había visto en su vida.

—Te he besado. Lo sabes perfectamente.

Con la cabeza apoyada en su brazo, sus rostros estaban tan próximos que Gabby distinguió cada pelo de su barba. Vio las arruguitas que se formaban en las esquinas de sus ojos al sonreír. Vio la textura de su piel, la forma de sus orejas, la expresión divertida que dejaban traslucir sus ojos.

Fue esa expresión lo que le permitió comprender que él la había puesto a prueba. Al mismo tiempo había eliminado todo rastro del súbito e instintivo temor que había provocado en ella el hecho de sentirse inmovilizada entre sus brazos. Lo cual no significaba que no estuviera enojada con él. Por el contrario, estaba furiosa por verse obligada a permanecer sentada en sus rodillas, indignada por sentirse aprisionada entre sus brazos y turbada por sentir el contacto de sus muslos. Para colmo, detestaba haber caído en una trampa.

—Es el tipo de beso que uno da a su tía soltera en su lecho de muerte. No cuenta.

—Es el tipo de beso que doy a cualquiera. Y por supuesto que sí cuenta.

La expresión divertida que mostraban los ojos de él se intensificó.

—¿Qué sabes tú sobre besos? Estoy dispuesto a apostar todo cuanto poseo a que jamás habías besado a un hombre.

Al contemplar aquellos ojos burlones, Gabby experimentó una sensación inaudita. Casi sintió que su ira se disipaba. Al darse cuenta, le espetó:

—Es una apuesta segura, teniendo en cuenta que no posees nada. Todo lo que hay aquí pertenece al conde de Wickham, y tú no lo eres.

Él pasó por alto ese comentario despectivo, prefiriendo seguir con el tema que había sacado a colación.

—Dime la verdad, Gabriella. ¿A que nunca has besado a un hombre?

Ella se sulfuró.

—¿Qué te hace pensar eso? — replicó apartando la cabeza de su hombro.

—El beso que me diste no es el tipo de beso que una mujer da a un hombre. Y ése es el tipo de beso al que yo me refería — dijo éste con firmeza.

—No recuerdo que nuestro pacto contuviera ninguna cláusula específica — contestó Gabby con cierto aire de superioridad. Estaba apoyada contra el pecho de él, que la abrazaba por la cintura, sujetándole también los brazos. Probablemente habría podido soltarse de haberlo intentado, pero no sentía un gran deseo de hacerlo. Antes bien, se sentía casi a gusto en aquella escandalosa postura, y, aún peor, gozaba del toma y daca que sostenían—. Accediste a que si te besaba una vez en los labios, cosa que hice, tratarías a Claire como si fuera tu verdadera hermana. Yo he cumplido mi palabra. Ahora te toca a ti cumplir la tuya.

—Gabriella. — Sonrió, contemplándola con aquella expresión tierna, y la calidez de su mirada provocó en Gabby una sensación casi lánguida.

—¿Qué?

—Si quieres que cumpla mi parte del trato, tienes que besarme como deseo que me beses. De lo contrario, no hay trato.

Ambos se miraron a los ojos. Ella notó que el corazón le latía más aceleradamente de lo normal y que el ritmo de su respiración también se había acelerado. Sintió que sus músculos se aflojaban y se echó a temblar como la gelatina. Era consciente de sentirse muy relajada, y al mismo tiempo profundamente confundida.

Ese hombre era peligroso; había cometido un acto criminal; la había amenazado; la había tratado de una forma capaz de escandalizar a cualquier mujer de buena familia.

Sin embargo... El mero hecho de aspirar su olor la hacía sentirse mareada. El mero hecho de apoyar la cabeza en su brazo y sentir la dureza de sus músculos la hacía temblar. El mero hecho de apoyarse contra su pecho y sentir su tibieza y fortaleza la hacía desfallecer.

El permanecer sentada sobre las rodillas de un hombre sin duda era un pecado. Era algo que quizás hiciera una mujer casquivana, pero no una dama de alcurnia. En cualquier caso, Gabby jamás había imaginado, ni en sus sueños más inconfesables, que pudiera hacer una cosa así. Sin embargo le gustaba. Y mucho. Hasta el extremo de que quería permanecer durante horas en esa postura.

¿Qué experimentaría si le besaba como él deseaba? ¿Qué sentiría al descubrir lo que se siente «al besar a un hombre como lo hace una mujer»?

Si en sus veinticinco años de vida Gabby nunca había besado a un hombre de ese modo, seguramente no lo haría jamás. Sabía que se había quedado para vestir santos. Jamás conocería la pasión. No aparecería ningún caballero montado en un corcel blanco para llevársela.

Si quería saber lo que siente una mujer al besar a un hombre, ésta era su oportunidad de averiguarlo.

Quizá su única oportunidad.

Gabby comprobó, con cierto asombro virginal, que deseaba hacerlo.

—Muy bien — dijo, desmintiendo con la forzada firmeza de su voz el temor que sentía—. ¿Qué quieres que haga exactamente?