22
Su ingenioso plan se había venido abajo, pensó disgustado al tiempo que caminaba con pasos lentos en torno al perímetro de su alcoba, en su esfuerzo por recuperar las fuerzas. El hecho de sentirse incapaz de moverse libremente le enfurecía. Y Gabriella era la causa de aquella calamidad. Desde el momento en que la había visto, vestida con aquel espantoso traje negro y dándose aires de superioridad, había comprendido que iba a causarle problemas. Lo que no había previsto era la magnitud.
Gabby le había amenazado con revelar su impostura, le había desafiado, le había disparado un tiro, le había excitado y encima le había hecho sentirse culpable.
De haber sabido que su cojera era permanente, jamás se habría referido a ella, pensó, lamentándose de no haberlo sabido. Pero al verla atravesar su alcoba renqueando, había temido ser el responsable de su cojera. ¿La había lastimado al tomarla bruscamente en brazos la primera noche en el recibidor, o más tarde, al caerse Gabby de su cama? Esa idea le preocupaba enormemente. Al margen de lo que pudiera ocurrir, no deseaba lastimarla. Pero el caso era que lo había hecho al poner de relieve su cojera, la cual, las más de las veces, pasaba inadvertida. Al ver aquella expresión dolorida en sus ojos; había decidido borrarla pronunciando el comentario más hiriente que se le había ocurrido. Y había conseguido su propósito. Había conseguido enfurecerla.
Lo cual no dejaba de ser un tanto a su favor, pensó.
—¿Qué quiere que haga con esto, capitán? — preguntó Barnet, que se disponía a cambiar las sábanas, mostrándole una de las notas impregnadas de perfume que le había enviado Belinda.
Un lacayo se la había entregado hacía un rato, y como en aquellos momentos él estaba acostado, la había leído superficialmente. Cuando Beth había irrumpido inesperadamente en su alcoba, la había ocultado debajo de la colcha y se había olvidado de ella.
—Guárdala en el cajón con las otras — respondió encogiéndose de hombros.
Belinda le había escrito con admirable frecuencia. Estaba seguro de que era gracias a la presencia de Gabriella en la casa que Belinda no le había visitado personalmente durante su convalecencia. La indecorosa conducta que suponía visitar a un caballero postrado en su misma alcoba — y agasajado como si fuera un rey — entusiasmaba a Belinda sólo la presencia en la casa de una dama de aire altanero, dotada del porte de una duquesa y ojos de lince — es decir, su «hermana mayor»—, era capaz de impedir que Belinda fuera a vedo.
—La cama está lista, capitán — dijo Barnet, alisando el cobertor y mirando a su jefe con aire inquisitivo.
Éste dio un respingo.
—Estoy harto de guardar cama. Si sigo acostado más días, me quedaré débil como un gatito. Esa bruja arrogante por poco acaba conmigo, Barnet.
Barnet, que se disponía a retirar el vaso de la mesilla, le miró con expresión de censura.
—No debe hablar de la señorita Gabby con ese tono, capitán. Ella no tuvo la culpa de que usted la asustara e hiciera que le disparara.
El impostor se detuvo y miró a su compinche.
—¿Acaso te ha arrojado un sortilegio?
—Lo lamento, capitán, pero digo lo que pienso. La señorita Gabby es una dama de los pies a la cabeza, y no consiento que usted ni nadie se refiera a ella de forma irrespetuosa — declaró Barnet con tono severo, depositando el vaso en la bandeja.
—Esto es el colmo — contestó su superior, más divertido que enojado. Tras lo cual siguió caminando por el perímetro de la habitación—. Es una pelmaza, te lo aseguro, Barnet.
Barnet dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta, portando la bandeja. Al pasar junto a su amo le dirigió otra mirada de censura.
—El problema, capitán, es que está tan acostumbrado a que las mujeres caigan rendidas a sus pies, que no las respeta.
—Desde luego no respeto a las que disparan contra mí — replicó el otro mientras Barnet depositaba la bandeja en el pasillo, junto a la puerta, y entraba de nuevo en la alcoba. Cuando se acercó con la intención de ayudarle a acostarse, él le detuvo con un ademán imperioso—. Ya me acostaré yo solito cuando me apetezca. Retírate y vuelve por la mañana.
Barnet arrugó el entrecejo.
—Pero, capitán...
—Aléjate, traidor — insistió su amo, sonriendo al ver la expresión ofendida de Barnet al oírse llamar traidor—. Era una broma. Hemos soportado juntos muchos contratiempos para que dude de tu lealtad a estas alturas. Puedes defender a la señorita Gabby cuanto quieras, que no me enfadaré.
Barnet insistió durante unos minutos, pero su patrón acabó convenciéndole de que fuera a acostarse. Al quedarse a solas, observó el lecho con odio, continuó paseándose un rato alrededor de la habitación y por fin se sentó junto al fuego con un libro que halló en la repisa de la chimenea: Marmion. Tenía aspecto de novela insulsa, pero no tenía ánimos de bajar a la biblioteca en busca de otro libro más acorde con sus preferencias. No se explicaba qué hacía ese libro en su habitación, pues no era el tipo de obra que él solía leer. Prefería las novelas históricas, especialmente centradas en hechos militares, o una biografía...
El libro pertenecía a Gabriella. Al hojearlo vio su nombre, escrito con tinta y una esmerada letra, en el frontispicio. Por supuesto, debió de imaginar que era suyo. Era el tipo de libro que gustaba a las mujeres. En todo caso, a un gran número de mujeres. No había sospechado que Gabriella fuera una romántica, pero a tenor de sus preferencias literarias no cabía duda de que lo era.
Wickham hojeó el libro con mayor interés, leyendo algunos pasajes y sonriendo para sí ante el lenguaje florido y el desbordante sentimentalismo que al parecer complacían a Gabby, cuando de pronto oyó el inconfundible sonido de ésta al entrar en su habitación. Seguramente la ópera había terminado. Escuchó distraído el murmullo de voces y a Gabby hablando con su doncella. Tenía una voz dulce y melodiosa... hasta que se enfurecía. Ese pensamiento le hizo sonreír. Por lo general la voz de Gabby, cuando hablaba con él, era cortante como un puñal.
Reconoció que buena parte de la culpa la tenía él. Ella había comprobado que él poseía una marcada propensión a tomarle el pelo. Y ella mordía invariablemente el anzuelo.
Las voces en la habitación de Gabby se disiparon. Él dedujo que estaba sola, probablemente acostada. Pensó que quizás echaba en falta su libro y sonrió. Se le ocurrió llevárselo. Por más que se esforzó en no pensar en ello, sabiendo que era una imprudencia seguir provocando a su «hermana», era una idea irresistible.
Tras levantarse con cuidado, sosteniendo el libro en una mano, se encaminó hacia la puerta que comunicaba ambos dormitorios. A pocos pasos de la puerta se detuvo al oír un golpe seco en la puerta, seguido por el sonido de una llave al girar en la cerradura.
Wickham observó entre curioso y divertido cuando la puerta se abrió y apareció Gabriella, vestida, según pudo observar, con un camisón blanco de escote cerrado y mangas largas, una bata estampada con flores rosas y un edredón azul echado sobre los hombros. El edredón casi cubría el camisón y ocultaba su figura, como sin duda pretendía ella. Llevaba el pelo, como de costumbre, recogido en un desmañado moño que no le favorecía en absoluto. Al principio Gabby le miró con ojos como platos y luego los achicó, observándole con recelo.
Wickham aguardó, con una excitación que hacía mucho tiempo que no sentía, a que Gabby le increpara.
Gabby no esperaba toparse con él. Momentáneamente sorprendida, pestañeó al tiempo que se preparaba mentalmente para la batalla. No permitiría que la decisión que había tomado mientras se hallaba en la ópera flaquease por el mero hecho de toparse con él de narices, en lugar de hallado acostado en su lecho, a una distancia de media alcoba, se dijo. Independientemente de que lo encontrara de pie o acostado, estaba dispuesta a aclarar las cosas en el acto.
—Hola, Gabriella.
Despeinado y sin afeitar, vestido con su bata de color rojo oscuro y endiabladamente guapo pese a su aspecto desaliñado, era mucho más alto que ella. La sensación de estar físicamente en desventaja incomodó a Gabby, que estaba acostumbrada a verlo tendido en la cama, gimiendo de dolor. Él la saludó con una leve y cortés reverencia, llevándose una mano al pecho, que su expresión burlona contradecía. Gabby le miró enojada. Él sonrió con aire divertido, lo cual intensificó el enojo de ella, que se temía que estuviera burlándose. Había sido un error dejar que hablara antes que ella, pero no podía hacer nada al respecto. Desde su primer y desafortunado encuentro, él se había salido siempre con la suya. Gabby estaba dispuesta a imponer a toda costa sus reglas esa noche.
—Si esta farsa ha de continuar, es preciso dejar las cosas muy claras entre nosotros — dijo sin andarse por las ramas, mirándole fríamente a los ojos.
—¿De veras? — No fue más que un cortés murmullo, pero Gabby tuvo de nuevo la impresión de que se reía de ella y le miró recelosa—. ¿A qué te refieres?
—En primer lugar, permite que te aclare un extremo: si no te mantienes alejado de mis hermanas, en particular de Claire, te denunciaré por impostor. — Era una afirmación que no admitía réplica.
—Ya. Claire — respondió él, esbozando una leve sonrisa—. Una belleza extraordinaria. Un diamante en bruto.
Gabby endureció el gesto.
—Lo digo muy en serio, tenlo por seguro.
—¿El qué? ¿Que anunciarás al mundo que no soy tu hermano? ¿No te colocaría eso en una situación un tanto comprometida, ya que me has aceptado como tal?
—Me tiene sin cuidado colocarme en una situación comprometida si se trata de proteger a Claire — contestó ella con vehemencia.
—¿De veras? — La miró sonriendo de nuevo—. ¿Por qué no te sientas y lo hablamos con calma? Gracias a tu impetuosidad con una pistola, me canso con más facilidad que de costumbre.
Tras vacilar, Gabby accedió.
—De acuerdo.
—A propósito, te dejaste el libro en mi habitación — dijo él mostrándole el libro.
Luego cruzó la estancia y se sentó en una de las butacas instaladas junto al fuego.
—¿Marmion? — preguntó Gabby. Se movía con cierta torpeza debido al edredón que se había echado sobre los hombros en aras del decoro. Le disgustaba que él la viera en camisón y bata, especialmente después de... Pero no quería recordar eso. Recordarlo le hacía sentirse avergonzada, y eso proporcionaba a su adversario cierta ventaja. No podía permitirse el lujo de mostrarse débil. Se sentó frente a él y depositó el libro sobre sus rodillas—. Gracias. Me preguntaba dónde lo había dejado. Bien, ¿ha quedado claro? Si deseas continuar con tu farsa sin que yo me inmiscuya, debes dejar en paz a Claire y a Beth.
—Creo que no te das cuenta — respondió él con tono pensativo, apoyando la cabeza en el respaldo de terciopelo de la butaca y mirándola a los ojos con una irritante expresión burlona — de lo difícil que te sería demostrar que no soy el conde de Wickham, puesto que todo el mundo me tiene como tal. Asimismo, tengo el deber de indicarte que, si lograras demostrarlo, posiblemente te considerarían mi cómplice, habiendo conspirado conmigo para defraudar al auténtico conde durante casi una semana.
—¡No es cierto! — replicó Gabby indignada—. ¡Nadie puede acusarme de haber conspirado contigo!
—¿Ah, no? — sonrió él suavemente—. Te aseguro que no te lo reprocho. Por lo que he averiguado gracias a Claire y Beth (principalmente de Beth, que se ha mostrado deliciosamente franca conmigo), y algunos detalles que ha averiguado Barnet de los sirvientes, sé que desde la muerte de tu padre te encuentras en una situación apurada. Todos los bienes pasaron a manos de tu hermano. Tu padre no os dejó nada ni a ti ni a tus hermanas. Para decirlo sin rodeos, sin la buena voluntad de vuestro hermano, estáis sin un céntimo; y el hombre que heredará la fortuna familiar al morir vuestro hermano es un primo lejano que no ha demostrado ningún cariño hacia vosotras. ¿Me equivoco?
—¿Y qué? — le espetó Gabby, enderezándose en la butaca y mirándole con abierta antipatía.
—Pues que esto explicaría el misterio de por qué te uniste a mi pequeña farsa y el hecho de que tú me necesitas más de lo que yo te necesito a ti, querida mía. — Le dirigió una sonrisa tan encantadora, que Gabby sintió deseos de arrojarle el libro y partirle su blanca dentadura.
—Yo de ti no estaría tan seguro.
—Estoy más que convencido de ello, de modo que no vuelvas a amenazarme. No me lo trago. Pero para consolarte te diré que siento un afecto fraternal hacia Claire y Beth. — Sus ojos dejaban traslucir una expresión divertida y burlona—. Bueno, en todo caso hacia Beth.
Gabby se levantó bruscamente. El edredón resbaló sobre sus hombros y se apresuró a sujetarlo para evitar que cayera al suelo. Con la otra mano sostuvo Marmion, el libro que había dejado olvidado. Furiosa, lo miró a los ojos.
—¿Quién eres? Supongo que tendrás una identidad propia. Exijo que me lo digas. Y lo que te propones al hacerte pasar por mi hermano. Aparte de vivir como un marajá.
Durante unos momentos se miraron en silencio. Cuando él respondió, lo hizo con tono casi indiferente.
—No veo ningún motivo que me obligue a revelarte nada sobre mi persona.
Sus lánguidas palabras enfurecieron a Gabby.
—Eres un canalla.
—No tengo inconveniente en reconocerlo — respondió él con un tono que hizo que Gabby se pusiera a temblar de indignación.
—Te exijo que dejes en paz a Claire.
Él emitió una carcajada y meneó la cabeza como si se sintiera muy asombrado.
—¡Qué ferocidad la tuya, Gabriella! No puedes atemorizarme para que me aleje de tu hermana, como bien sabes, pero es posible que puedas sobornarme para conseguido.
Gabby achicó los ojos y lo observó fijamente.
—¿Sobornarte? — preguntó recelosa.
Él asintió. Aunque sus ojos mostraban una expresión risueña, al responder lo hizo con tono solemne.
—Mi precio por mantenerme alejado de tu hermana es... un beso.