Capítulo 17

No se sacudió la tierra. Ni sonaron campanas. Dentro de la cabeza de Summer no explotaron estrellas. Rodeada apretadamente por los brazos de Frankenstein, inclinada hacia atrás, aferrada a un par de hombros muy anchos para no caerse sobre el trasero, aguantó unos labios duros y cálidos contra los de ella, y esperó a que el beso terminara. Ni siquiera participó la lengua de él.

No cabía duda de que la mente de Frankenstein estaba en otra parte, igual que la de ella. Por fin, el hombre alzó la cabeza, echó una mirada cautelosa hacia la montaña, y dejó a Summer otra vez sosteniéndose sobre sus propios pies.

—No hay moros en la costa.

Su tono era tan imperturbable como si hubiese besado a un maniquí de tienda. Azorada, Summer reconoció que esta despreocupación le picó la vanidad.

—Bien.

Si la voz de ella resultaba fría, mucho mejor. En realidad, empezaba a sentirse más bien caliente. Por el fastidio. Claro que no pensaba dejárselo entrever. A fin de cuentas, el beso tampoco la había conmovido a ella. ¡Y si él hubiese usado la lengua, se la habría mordido!

—Eran sólo turistas. Una familia. El asiento de atrás estaba repleto de juguetes y de chicos. — De pronto, le sonrió—. Cuando vieron cómo nos arrullábamos, la mamá y el papá volvieron las cabezas. Creo que hasta aceleraron: no había que escandalizar a los chicos.

¡Ese beso no habría escandalizado a Shirley Temple! Mientras lo veía inclinado sobre la pila de artículos junto a la carretera, Summer seguía rumiando: ¿habría perdido el atractivo hasta ese punto?, ¿él sería gay?

No, no era posible que fuese gay: ¿cómo entender si no, el escándalo con la esposa del amigo? Debía de ser Summer: algo en ella no lo atraía. No se habría sentido más ofendida si la hubiese insultado. De hecho habría sido preferible.

—Eh, por lo menos vamos a comer.

Frankenstein levantó una caja con ocho paquetes sin abrir de galletitas de mantequilla de cacahuete para que Summer las viese. Las miró con expresión amarga. Muffy en cambio, respondió con más entusiasmo: al ver la caja, se incorporó y ladró.

—Después — le dijo Frankenstein, dejando caer la caja sobre el montón.

Además de las galletas, del maletero salieron un bolso de deporte donde había una camiseta anaranjada, unos pantalones cortos de nailon negro, unos calcetines deportivos blancos hechos una bola, otro par de zapatillas inmensas, y una pelota de baloncesto. También había una manta deshilachada, un gato de esos que se usan para desmontar neumáticos, y un tubo de pastillas de menta. Junto con el mapa y los artículos hallados en el asiento trasero, eran todo un botín.

Summer pensaba que su amigo dentista tampoco sentía demasiada pasión por ella. Por él, se había hecho colocar un DIU, y casi no le fue necesario. "Afróntalo", se dijo, "tienes treinta y seis años. Empieza la cuesta abajo. Estás vieja. Ya no eres más una gatita provocativa."

No entraba en discusión que Summer no quisiera tener relaciones sexuales con Frankenstein, no las tendría aunque él le ofreciera un millón de dólares como Robert Redford a Demi Moore en aquella estúpida película, "Una proposición indecente". Quería que él la deseara, por su orgullo. A ella no se le exigía desearlo.

Y si no era coherente, ¿qué importaba?

El ceño de Summer hubiese asustado a un alce macho. Frankenstein, en cambio, no le prestó atención. Estaba muy atareado guardando todo, menos la pelota, la gorra y el gato dentro del bolso. Hizo rebotar una vez la pelota contra el asfalto, con expresión melancólica. Por fin, la lanzó por encima del acantilado, y contempló la trayectoria descendente con verdadera pena. Luego, sin decirle una palabra a la mujer se encasquetó la gorra, que era negra, con la palabra Bulls escrita en rojo en el frente, y se encaminó hacia el bosque.

—¿Vienes o no? — le preguntó sobre el hombro, deteniéndose junto a la primera línea de árboles al ver que Summer enfurruñada, no hacía otra cosa que fijar la vista en su espalda.

—Me falta un zapato — le dijo, aunque sólo en ese preciso momento tomó conciencia del hecho.

Al parecer, el monstruo no la oyó. Se alejaba, ya era sólo una sombra entre los troncos oscuros. Un retumbar advirtió a Summer que se acercaba otro vehículo. Levantando a Muffy y murmurando maldiciones, se apresuró a seguir al hombre.

Tal como imaginó, sintió que el suelo del bosque que era musgoso y desagradable le picaba en la planta del pie descalzo. Por unos momentos, siguiendo a Frankenstein, que se adentraba más y más entre los árboles, casi no podía ver, hasta que sus ojos se adaptaron a la penumbra.

Se encontró en un bosque primitivo. Era bello, de un verde lujurioso, había enredaderas que se arrastraban desde el suelo para entrelazarse en torno de las ramas retorcidas, y los rayos oblicuos del sol formaban temblorosas columnas de luz, pasando entre el entoldado de hojas que se extendía allá arriba. Tuvo la sensación de que había pasado a otro mundo, a través del espejo. Un mundo en el que ella, Frankenstein y Muffy eran los intrusos. Un mundo que no estaba hecho para los humanos sino para criaturas como las ardillas de cola peluda que la contemplaban, cautelosas, desde un peñasco. Un sitio donde los caparazones dorados de las cigarras que se pegaban a la corteza áspera y gris tenían ojos y veían, y la música que tocaban sus anteriores ocupantes subía de volumen a cada paso que Summer daba, internándose en el dominio ajeno.

Nunca había sido una entusiasta de la naturaleza, y ese bosque la puso nerviosa.

—¿Puedes esperar? — estalló dirigiéndose a la espalda de Frankenstein que se alejaba.

Casi corrió para alcanzarlo. Era sorprendente la velocidad que desarrollaba, con esa cojera.

—Jesús, que lenta eres.

Summer se acercaba jadeando, y el hombre la miró con expresión de desaprobación. Summer estaba demasiado sin aliento para hacer otra cosa que rechinar los dientes. Muffy, engañosamente pequeña, pesaba una tonelada. Y hasta ahí, el camino iba en subiría. Dejó a la perra en el suelo y se acercó hasta Frankenstein con desgana, Muffy la siguió.

—¿Y ahora, qué? — preguntó.

—¿Cómo qué? Ahora, caminamos.

—¿A dónde? ¿Tienes un plan? ¿O, sencillamente, caminaremos hasta caernos por el fin de la tierra?

—Jesús, hablas mucho. — Reanudó la marcha.

—Dime sólo una cosa: ¿por qué tendría que seguirte? Quizás esté más segura sola.

Dejó de caminar y se quedó, los brazos en jarras, mirando al hombre con expresión adusta. Frankenstein también se detuvo, se encogió de hombros, y giró de cara a la mujer:

—Es tu decisión, Rosencrans. Tal vez estés más segura sola. Si crees que puedes encontrar el camino de vuelta a la civilización sin mí y si crees que no te atraparán en cuanto lo logres, y que no tratarán de sonsacarte mi paradero. No quisiera ser un aguafiestas pero yo, en tu lugar, pensaría en lo que les hicieron los malos a esas dos mujeres, por el solo hecho de que estaban en tu casa. Porque creyeron que una de ellas eras tú.

Summer se estremeció. Se había esforzado por no recordar el destino de Linda Miller y de Betty Kern. Cada vez que evocaba el cuerpo yerto y ensangrentado de Linda, una pregunta surgía en su mente: "Morir así, ¿dolerá mucho?". Claro que dolía.

Apartó la idea. Era demasiado horrible. Erigió una vez más las barreras protectoras. No pensaría en eso. Si lo hacía, estaba segura de que se enroscaría formando una bola, en el preciso lugar en que estaban, y no se movería nunca más.

—Rosencrans, ¿acaso supones que te llevo conmigo por el placer que me brinda tu compañía? — dijo Frankenstein con voz dura—. Estás equivocada. Ahora que vamos a pie, llegaría mucho más rápido si os dejara a ti y a ese animal de porquería. Te dejo venir conmigo porque te lo debo: si no fuera por mí, no te habrías visto metida en este embrollo. Por eso, en cierto modo me siento responsable por ti. Pero si tú quieres asumir la responsabilidad de ti misma, date el gusto.

Se dio la vuelta y la abandonó, avanzando entre los árboles. Mientras las palabras penetraban en el cerebro de Summer, se quedó mirándolo fijamente. Luego, magnetizada por el recuerdo de las dos mujeres, que murieron en lugar de ella, rompió a trotar tras él.

—¿Podrías decirme a dónde vamos, por lo menos? — jadeó, dócil, cuando lo alcanzó.

El no pareció sorprendido al verla. Tampoco demasiado complacido.

Mi padre y yo teníamos un campamento de pesca por estas montañas, ¿entiendes? Allí nos dirigíamos cuando nos quedamos sin combustible y, ahora que lo pienso, no fue tan malo. Es probable que yendo a pie estemos más seguros. Ellos no lo esperarían, y estarán vigilando las carreteras. El campamento debe de estar a unos tres días de caminata, hacia el este. Nunca iba nadie allí, excepto nosotros dos. Supongo que podremos ocultarnos allí unos días, mientras intento ordenar este embrollo. Tiene que haber una salida, pero ahora estoy demasiado cansado para verla.

—Quizá deberíamos...

Pero descubrió que estaba hablándole a la espalda del hombre, que había remprendido la marcha. Era evidente que no le interesaban las sugerencias de Summer, entre las cuales estaba la de llamar a su hermana, que era abogada y vivía en Knoxville. Sin embargo, en realidad no quería involucrar a su hermana en esto, pensó mientras seguía al hombre. Tenía la sensación de que las personas que se mezclaban en este asunto terminaban muertas.

"Un campamento de pesca", pensó. La llevaba a un campamento de pesca. Por lo menos, había pensado en un destino. Inspirando una honda bocanada de aire, decidió seguirlo. ¿Qué otra cosa podía hacer?

Unos momentos después, tal vez extrañado por el silencio de la mujer, Frankenstein volvió la cabeza para mirarla, y aminoró el paso, mientras 121 veía avanzar renqueando hacia él.

—¿Por qué cojeas? — le preguntó. — Me falta un zapato.

Frankenstein siguió caminando pero, al menos, la dejó trasponer la distancia entre los dos.

—¿Cómo perdiste el otro?

A Summer se le cruzó la idea de estrellarle en la cabeza el próximo objeto sólido con que se topara, pero eso sería más fatigoso que explicarle. Era obvio que no había advertido que le faltaba un zapato en todo el transcurso de la aventura.

—No preguntes.

Tampoco estaba dispuesta a explicárselo. Summer oyó un gemido plañidero que la hizo mirar hacia atrás. Era Muffy que iba quedándose atrás, y que ahora estaba tendida sobre la barriga, encima de las hojas.

—Vamos, Muffy — la instó. La perra movió la cola. — Ven aquí, Muffy.

Dejó de caminar y chasqueó los dedos: Muffy no se inmutó.

—¡Jesucristo! — refunfuñó Frankenstein—. Debí de estar loco para cargar con Kathy la Charlatana y su porquería de perra. ¿Por qué diablos no podías dejar a ese maldito animal en tu casa? A ella no la habrían torturado.

—No podía dejar a Muffy — replicó Summer, indignada.

—Entonces, hazla caminar o llévala en brazos. Frankenstein reanudó la marcha.

—Vamos, Muffy. Ven, Muffy. Por favor, Muffy.

Pero los halagos de Summer fueron inútiles. Era evidente que la perra no tenía intenciones de moverse más. Summer retrocedió para ir a buscarla.

Caminaron hasta que a Summer le dolieron las piernas. El colmo fue cuando tropezó con el pie descalzo contra un gran peñasco que la alfombra de hojas caídas le había impedido ver, sobresaliendo por el sendero.

—Eso es — dijo entre dientes, y se dejó caer sobre el suelo, sin importarle más si Frankenstein la dejaba o no.

Estiró las piernas y se masajeó los dedos lastimados, mientras Muffy, recostada sobre las hojas, jadeaba a su lado. Cuando el dolor se alivió un poco, se reclinó contra un árbol v contempló las ramas retorcidas, intentando deshacerse de todo pensamiento que no fuese grato.

El rostro castigado de Frankenstein se interpuso en su esfuerzo por serenarse.

—¿Qué te pasa? — Summer lo miró, ceñuda.

—Me he hecho daño en un pie. Hace veinticuatro horas que no duermo. Tengo hambre. Estoy enloquecida de miedo. Tengo las muñecas magulladas, un chichón en la cabeza, el mentón golpeado, me duelen las costillas, se me rompió un tirante del sostén, y perdí un zapato. Encima, estoy aquí perdida en un lugar salvaje con un asesino que parece haber salido de una película de monstruos, mientras asesinos aún peores me persiguen para matarme. Eso es lo que me pasa.

—¿Se te ha aliviado el pie? — Summer asintió.

—¿Te parece que puedes seguir?

—No daré un maldito paso más. Frankenstein la miró largo rato, pensativo.

—Como quieras — y emprendió de nuevo la marcha.

¡Un momento! ¡No era así como funcionaba! Él tenía que comprender que ella estaba realmente agotada, y sentarse junto a ella para calmarla, ofrecerle unas galletas de mantequilla de cacahuete, y llevar a la maldita perra.

No abandonarla en medio del bosque, sin otra protección que una bola de pelos, sabiendo que unos crueles asesinos la perseguían.

—¡Maldito seas, Steve Calhoun! — le espetó a la espalda del hombre que se alejaba, mientras forcejeaba para levantarse.

Cuando logró levantar a Muffy y seguir tras él, ya casi lo había perdido de vista.

Al fin, desapareció tras una piedra que sobresalía. Se proyectaba unos dos metros escasos de la ladera de la montaña, y estaba a menos de tres metros del suelo. Frente a ella crecían profusamente enredaderas y arbustos, transformando ese espacio casi en una cueva. Eso fue lo que Summer descubrió cuando siguió los pasos de Steve tras la colgadura vegetal. Él estaba sentado sobre el suelo, la gorra junto a él, y buscaba algo dentro del bolso cuando Summer dejó caer a Muffy y se derrumbó a su lado.

—Podemos descansar un rato aquí. No sé tú, pero yo tengo los pies destrozados.

Casi no la miró, mientras sacaba la manta del bolso. Summer, tan agotada y sin aliento que no podía ni hablar, lo miró con odio. ¿Él tenía los pies destrozados? ¿Y ella, entonces?

—¿Qué quieres hacer, primero, comer o dormir?

—¿Dormir? ¿Vamos a dormir? — La perspectiva la alegró de tal manera que, por un momento, olvidó buena parte de su animosidad hacia él—. ¿Dónde?

Steve esbozó una sonrisa torcida.

—Aquí mismo, Rosencrans. ¿Qué esperabas, un hotel de lujo?

—¿Aquí? — Miró alrededor—. ¿Al aire libre? Podría haber osos, lobos, o... cualquier cosa.

—Después de los asesinos, los osos y los lobos me parecen bastante dóciles. Además, no creo que haya lobos en las Smokies.

Summer advirtió que no dijo nada de los osos. Iba a señalárselo cuando Muffy ladró, y se removió sobre su regazo.

—Tiene hambre — le recordó Summer—. Tal vez eso signifique que primero debemos comer.

—Si crees que pienso compartir la poca comida que tenemos con un perro, te equivocas.

—Ella te salvó la vida — señaló Summer.

—Gracias — le dijo Frankenstein a Muffy—. Ahora, ve y caza una linda ardilla jugosa.

—No es esa clase de perro. Caramba, es una Gran Campeona. Una perra de exposición. Mi madre la trata como a una hija. Creo que no ha salido nunca sin correa.

—Mala suerte — repuso, arrojándole a Summer un paquete de galletas—. Tenemos exactamente ocho paquetes de galletas, cuatro cervezas, y un tubo de pastillas de menta que se interponen entre nosotros y la muerte por hambre. Cuando esto se termine, nosotros cazaremos ardillas.

Había seis galletas en un paquete de papel celofán. Bajo la mirada suplicante de Muffy, Summer desgarró el envoltorio con los dientes. Aunque sonara insensible y frío, lo que decía Frankenstein era cierto. Tenían que ahorrar cada migaja de comida para sí mismos.

Sin embargo, le pasó a Muffy una galleta. Frankenstein, masticando la suya, las observó con clara desaprobación.

—Mujeres — murmuró, moviendo la cabeza.

—Te hemos salvado el pellejo — replicó Summer, incluyendo a la perra en el plural—. Y debería añadir que más de una vez. Para subrayar el argumento, le dio otra galleta a la perra. ¿Quieres una cerveza?

Al parecer, había decidido dejar como estaba la cuestión de Muffy y las galletas por el momento, pues sacó una Stroh del paquete, y se la ofreció.

—Detesto la cerveza.

Pero la aceptó con una mueca.

—Yo, por mi parte, dejé de beber cerveza hace tiempo, pero es la única bebida que tenemos, salvo que descubras algún manantial cerca.

Summer hizo una mueca y arrancó la tapa. Si no hubiese estado tan sedienta, no lo habría hecho. Por lo general, bastaba el olor de la cerveza para que se sintiera real. Pero se llevó la lata a la boca y bebió. Tras el sabor y la consistencia de las galletas de cacahuete, la cerveza tibia era mojada. Era lo mejor que se podía decir de ella.

—No entiendo cómo la gente puede tragar esto — dijo, frunciendo la nariz y pasándole la lata—. Ten, puedes terminarla. Sólo he bebido un sorbo.

—Sí, bueno, creo que gustar de la cerveza requiere de cierta práctica. ¿Acaso eres una de esas santurronas abstemias?

—De hecho, lo soy — respondió, ofendida por la condena del hombre a las personas sensatas que preferían no beber alcohol—. ¿Qué eres tú, alcohólico?

—Sí — respondió, y le devolvió la lata, sin probar el contenido—. ¿Quieres más?

Atónita por la admisión, Summer negó con la cabeza.

—¿Seguro? — insistió Steve.

Summer repitió la negativa. El hombre se encogió de hombros, se levantó y virtió el resto de la cerveza en la hierba, junto a la entrada de la cueva. La mujer seguía observándolo cuando se dejó caer otra vez junto a ella, aplastó la lata con la mano, y la metió en el bolso deportivo.

—Bien podrías dejar de mirarme así — le dijo, con cierto humor retorcido, al descubrirla mirándolo—. No la he bebido, ¿verdad? Y yo también estoy sediento como el demonio.

Derrotada, Summer bajó la vista y se concentró en romper en trozos pequeños la última galleta para dársela a Muffy, que le lamió los dedos, agradecida. Cuando la levantó de nuevo, Frankenstein es taba extendiendo la manta sobre el suelo rocoso. Era ese tipo de manta que uno podría tener en la trasera del coche para cuando va al campo, tejida a máquina, con un diseño de sortijas de boda dobles. El fondo era color crema, y los anillos formaban pequeños cuadrados con florecillas, de algodón malva y azul pizarra. Estaba deshilachada en los bordes, tenía un agujero en una punta, y estaba tan desteñida que, a primera vista, era difícil distinguir el malva del azul.

Bajo la mirada de Summer, Frankenstein se acostó y se envolvió en la manta, como una salchicha en un pan. Sólo se le veía la cabeza, que apoyaba en el bolso de gimnasia.

Cerró los ojos. A la vista de cualquiera, estaba a punto de quedarse dormido.

—Eh, ¿y yo? — protestó Summer, indignada.

Steve abrió los ojos. La miró, ceñudo, largo rato y luego, sin decir palabra, extendió los brazos, abriendo la manta para ella, adoptando el aspecto de un pájaro que estaba a punto de volar. El mensaje era claro: aquí está la cama. Si quieres usarla, tendrás que compartirla conmigo.

Summer repasó rápidamente las alternativas. Eran pocas, y ninguna muy atrayente. En ese momento, lo que más necesitaba era dormir. Estaba tan cansada que sentía como si tuviese arena en los ojos. Si hubiese sido una flor, haría tiempo que estaría marchita.

Frunciendo el entrecejo, se sacó el único zapato, tironeó, pensativa, del tirante del sostén, y se arrastró a los brazos del hombre. Se cerraron alrededor de ella, estrechándola. Segundos después, la espalda contra el pecho de Steve, la cabeza apoyada sobre el bolso junto a la de él, estaba refugiada en la tibieza del hombre y de la manta.

Si tenía en cuenta las circunstancias, era absurdo que, de pronto, se sintiera a salvo, pero así era como se sentía.

La respiración regular del hombre le agitaba el cabello. Por el modo en que sonaba, se había dormido en cuanto ella se quedó quieta. Mientras ella, a su vez, se dormía sonrió un poco. De golpe, se le presentó una imagen de sí misma intentando explicarle a su madre qué había ocurrido para acabar durmiendo con Frankenstein.