Capítulo 20

Tess apartó las finas cortinas de verano y se asomó a la ventana. Desde su dormitorio se veían el prado oeste, un grupo de árboles cuya perfecta disposición indicaba que habían sido plantados por la mano del hombre, y en la distancia alcanzaba a verse también una parte de la cabaña de Adelaide.

—Hay un par de caravanas delante de la cabaña —le dijo a Jack, que aún seguía ocupado con el desayuno que les habían subido a la habitación. Se volvió a mirarle antes de añadir—: Se va, tenemos que seguirla.

Él se comió un último trozo de tostada antes de contestar.

—Vamos a hacerlo, pero no hace falta apresurarse. Sabemos a dónde se dirige.

—¿Ah, sí? ¿Puede saberse cómo lo sabemos? —le preguntó, mientras buscaba la camisa y los pantalones en el guardarropa.

—Ella misma nos lo dijo mientras tú buscabas nuevas formas de insultarla. Stoke-on-Trent, su grupo teatral actúa allí este viernes. Andreas debe de estar enterado de ello, si es que van a encontrarse allí; de no ser así, se verán en el próximo pueblo donde ella actúe y, si tampoco es ahí, en el siguiente después de ese.

Tess se enfadó al verle tan calmado.

—Eso suponiendo que vayan a verse, ¿por qué estás tan seguro de que siguen siendo amantes?

—Porque tiene que ser así; si no lo fueran, ¿por qué estaba tan empeñada en hacerme creer que él estaba muerto? Estaba protegiéndole. Por mucho que me cueste creerlo, es posible que mi madre sea capaz de sentir verdadero afecto por alguien, más allá de sí misma y sus propias ambiciones.

Ella regresó a su silla antes de comentar:

—Sí, admito que eso es difícil de creer, pero si es cierto debió de quedarse devastada cuando él desapareció… cuando estuvo apresado en España gracias a Sinjon —le miró y se le ocurrió otra posibilidad—. ¿Crees que estaba enterada de que él había regresado a Inglaterra?, ¿qué lo sabía antes de que tú se lo dijeras? No tenemos ni idea de cuándo escapó él exactamente, podrían haber sido semanas, meses o incluso días antes de que cometiera el robo que alertó a Sinjon de su regreso. No sabemos si la dejaste conmocionada con la noticia o si le diste una gran alegría.

Al ver que él se ponía en pie, Tess se apresuró a imitarle creyendo que quizás se había replanteado lo de no seguir a Adelaide de inmediato.

—¿Es posible que le haya dado una gran alegría a Adelaide?, eso es algo que no se me había ocurrido. Ella lleva varias semanas en Blackthorn… Dios, puede que él haya ido a verla de noche a esa condenada cabaña para disfrutar a escondidas de un reencuentro a lo grande. La cuestión es si va a atreverse a ir a verla a Stoke-on-Trent sabiendo que aún tengo intención de darle caza.

—No hables así, estás llevando a cabo una búsqueda legítima en nombre de la Corona y tu objetivo no es ejecutarle, sino capturarle. ¿Estamos de acuerdo? Porque tú eres mejor persona que él y civilizado. No se trata de llevar a cabo una venganza, sino de que se haga justicia.

—Lo que usted diga, mi señora —le dijo él, antes de besarla en la mejilla—. Explícale eso a mi madre cuando intente arrancarme los ojos.

—No te preocupes por eso, Jack Blackthorn. Soy más que capaz de encargarme de tu madre.

—Y estás deseando hacerlo, ¿verdad? Mi guardiana y protectora.

—¿Tienes alguna objeción?

Lo preguntó con cierta inseguridad, pero sus miedos se disiparon al verle sonreír.

—La verdad es que me gusta, debo de ser un hombre muy malo.

Ella se cobijó entre sus brazos y alzó el rostro para besarlo. Si no tenían que salir a toda prisa tras Adelaide, había otras formas mucho más placenteras de pasar el tiempo.

—Pero eres muy bueno en muchas, muchísimas cosas. En este momento estoy pensando en una en concreto, pero los dos llevamos puesta demasiada ropa.

Él le agarró las manos para evitar que siguiera despojándole del pañuelo que llevaba al cuello, y le besó los dedos antes de decir:

—No puedo creer que esté diciendo esto, pero ahora no, Tess. En la bandeja del desayuno había una nota de Cyril, desea vernos a todos en la sala de música a las once. Parece ser que la conversación que he estado eludiendo durante tanto tiempo es inminente, lo interesante es que quiere que también estéis presentes Chelsea, Regina y tú.

—Ellas me comentaron que el marqués va a ofrecerte una finca, pero eso ya lo sabías; al fin y al cabo, a lo largo de este año ya le ha entregado una a Beau y otra a Puck mientras tú seguías eludiéndole —le puso bien el pañuelo antes de añadir con dulzura—: No vas a cometer la necedad de rechazar su ofrecimiento, ¿verdad? Ya es bastante con que siempre hayas rechazado la mensualidad que él estaba dispuesto a darte.

—¿Hay algo de lo que no hablarais vosotras tres ayer?

—Creo que no… pero, si no estoy enterada de algún tema, no tengo forma de saber si no hablamos de él, ¿verdad? —le contestó, mientras el reloj que había sobre la repisa de la chimenea empezaba a dar la hora—. Aunque no estaba enterada de lo de la lesión del marqués, ¿sufrió una caída del caballo?

—Sí. Sucedió hace un par de semanas, un día en que salió a montar con Adelaide. Le pregunté a Beau al respecto, y me dijo que les sorprendió un jinete que surgió de improviso de entre los árboles y cruzó el camino. El caballo de Cyril se encabritó y le tiró al suelo. Nunca ha sido demasiado bueno como jinete… a diferencia de Adelaide; por sorprendente que parezca, ella siempre ha sido una excelente amazona.

Tess le miró al oír aquello y se preguntó si él estaba poniéndola a prueba.

—¿No ves nada raro en lo que acabas de contarme?

—La verdad es que no quería verlo. Cyril fue categórico al afirmar que había sido un accidente, pero Adelaide tan solo está aquí porque él la mandó llamar cuando Puck le dijo que yo había prometido venir a… a casa. Cada vez me cuesta menos decirlo… venir a casa, a mi hogar. Opté por el camino más largo, ¿verdad? En cualquier caso, no me apetece demasiado oír lo que Cyril desea decirnos a todos, pero, aunque no sé si la caída del caballo fue un mero accidente o parte de un plan, lo que tengo claro es que Adelaide preferiría que él siguiera guardando silencio. Sea lo que sea lo que Cyril quiere decirnos, él considera que sus tres hijos debemos escucharlo al mismo tiempo, y eso es algo que yo he impedido durante estos diez años; además, ahora también os ha incluido a Chelsea, a Regina y a ti, así que admito que siento curiosidad.

Mientras hablaban salieron de la habitación y bajaron a la primera planta. El mayordomo estaba a los pies de la escalera y les miró con cierta desaprobación, como reprochándoles una gran tardanza.

—La familia les espera en la sala de música.

Tess se tensó al oír aquellas palabras; dicho así, ida familia», daba la impresión de que tanto aquel tipo como el mundo entero sabían que, en realidad, Jack no formaba parte de la familia Blackthorn. Agarró a Jack de la mano y le pidió con voz suave:

—¿Vas a dejar que hable sin interrumpirle? No te marcharás si lo que te dice no te gusta, ¿verdad?

—No, no pienso seguir dándole la espalda a las verdades desagradables. Siempre acaban por atraparte tarde o temprano.

—Te amo.

Él le apretó la mano segundos antes de que entraran en la sala de música, donde ya estaban todos los demás. Dos lacayos cerraron la puerta tras ellos.

—Eso es lo único que me importa, Tess. ¿Ves ese retrato que hay encima de la chimenea? Es Abigail, la esposa de Cyril.

Ella no pudo evitar contener la respiración al ver el enorme retrato a tamaño real en el que la marquesa aparecía como un hada de delicadas alas, ataviada con un vaporoso vestido. La inocente felicidad que se reflejaba en su precioso rostro resultaba cautivadora. Su larga melena era tan clara que parecía casi blanca, tenía un rostro pequeño y ovalado en el que imperaban unos ojos enormes y llenos de dulzura. Era muy delicada, incluso etérea. Hermosa por siempre, por siempre joven.

Beau estaba de pie debajo del retrato, pero se acercó a ellos al verles llegar. Tess sentía una gran admiración hacia él. Era un hombre que exudaba responsabilidad y honestidad, que inspiraba confianza de inmediato. Era un verdadero ejemplo como hijo primogénito.

—No me gusta nada todo esto, Jack —dijo Beau en voz baja—. Cyril se comporta como si fuera de camino a la horca, ni siquiera Puck ha podido arrancarle una sonrisa. No sé si es aconsejable que las mujeres estén presentes, pero él ha insistido en que así sea.

—No soy quién para inmiscuirme —le contestó Tess, en voz igualmente baja—, pero su señoría debe de saber lo que quiere decir y quién desea que le oiga. Podrías alterarle aún más si le sugieres lo contrario.

Jack miró a Cyril, que estaba sentado en un sillón con el cuerpo muy rígido y la tez macilenta.

—Estoy de acuerdo con ella, Beau. Bueno, será mejor que empecemos ya para acabar con esto cuanto antes. Deberíamos dar gracias de que no haya incluido también a Adelaide en la reunión, aunque puede que ella se haya negado a asistir. Yo creía que Cyril quería contar con su presencia.

Beau miró por encima del hombro a su padre, que en ese momento estaba aceptando una copa de vino de manos de Puck.

—¿Va a tomar vino antes del mediodía? Otro detalle inquietante. En cualquier caso, él pasó varias horas en la cabaña anoche, y apuesto a que tuvieron una discusión. Sí, será mejor que acabemos con esto cuanto antes.

Jack asintió y, sin soltar la mano de Tess en ningún momento, se acercó a su padre e inclinó la cabeza ante él de forma respetuosa.

—Buenos días, me disculpo por ser el último en llegar.

—Sí, se ha retrasado una década más o menos.

Puck hizo el comentario en tono de broma, pero no se salvó de la severa advertencia que Regina le hizo en voz baja.

Después de saludar al marqués con una reverencia y una sonrisa alentadora, Tess se sentó entre Jack y él por indicación del primero. Puck, Regina y Chelsea se acomodaron frente a ellos en otro sofá, y Beau volvió a quedarse de pie frente a la chimenea.

Al ver que todas las miradas se centraban en el marqués, Tess sintió cierto instinto de protección hacia él y tuvo que contener las ganas de tomarle de la mano para darle valor.

—En primer lugar, me gustaría disculparme ante las damas presentes —empezó a decir él, con voz un poco trémula—. Lo que voy a contar, lo que tengo la obligación de revelar, no es apto para oídos femeninos, pero debe salir a la luz. No puedo negar que Adelaide estaba en lo cierto en una cosa: mis tres hijos han tenido la fortuna de saber que el amor de sus damas es sincero, ya que el amor verdadero es la única razón que llevaría a una mujer a unir su vida a un bastardo que carece de expectativas de futuro. Las tres son dignas de elogio, y merecen ser amadas por el resto de su vida.

—¡Brindo por ello! —Puck alzó su copa de vino, con lo que se ganó un codazo de su mujer en las costillas—. Regina, querida mía, si vas a seguir así, creo que voy a ir a colocarme junto a Beau.

—No, quédate aquí por si es necesario que te recuerde que no estás aquí para hablar, sino para escuchar. Os ruego que le disculpéis, milord. Mi marido parece tener muy arraigada la costumbre de intentar aligerar los ánimos en todo momento. Se trata de una cualidad que suele resultar agradable —miró a Puck con reprobación al añadir—: Pero no en este momento, querido.

—Sí, claro, pero Beau puede quedarse ahí de pie como si estuviera al mando de la situación, y Black Jack puede permanecer ahí sentado con cara de pocos amigos, ¿verdad?

Chelsea se inclinó hacia delante para mirar a Puck, y le dijo sonriente:

—Cada cuál debe ceñirse a sus propios talentos.

Tess se mordió el labio para intentar contener una sonrisa; al oír que el marqués soltaba una pequeña carcajada, supo que Puck había conseguido su propósito. La incómoda tensión que reinaba en el ambiente se aligeró un poco. Sus ojos se desviaron hacia el retrato, bastaba con mirarlo para relajarse. Abigail se parecía mucho a su hermana, pero tenía una pureza que Adelaide no podía emular porque carecía por completo de ella. Sí, no había duda de que toda la pureza había ido a parar a Abigail.

—Lo que debo deciros no es nada fácil, contároslo podría ser lo más difícil que he hecho en toda mi vida —les dijo el marqués, con voz suave—. Vuestra madre se opone a que lo haga… porque la deja en mal lugar y, según ella, porque me deja a mí en mal lugar; en cualquier caso, se ha negado categóricamente a estar aquí esta mañana, y va a partir en breve. Ha prometido no regresar jamás, pero, como lleva años amenazando con lo mismo, yo dudo mucho que lo cumpla. Aunque sus visitas a la finca son mucho menos frecuentes que antes, siempre regresa.

Hizo una pequeña pausa y respiró hondo antes de proseguir.

—En cualquier caso, ella y yo estamos en desacuerdo respecto a los detalles, a las razones, así que permitidme que os advierta desde este mismo momento que es posible que sintáis que lo que estáis oyendo no es más que lo que yo deseo haceros creer. Espero que no sea así, ya que en el fondo soy yo quien tiene la culpa de todo. He esperado demasiado, incluso décadas, pero me han dicho que aún estoy a tiempo de poner las cosas en su sitio; aun así, voy a necesitar… mejor dicho, vamos a necesitar que Adelaide coopere, y hasta el momento he sido incapaz de conseguirlo.

Los miró uno a uno y comentó:

—Ya veo que lo único que he logrado de momento es confundiros a todos. Quizás sería mejor que os contara una historia que os sonará en parte, ya que Adelaide solía contárosla cuando erais pequeños. Dicen que, a fuerza de repetir las cosas, uno puede llegar a creérselas, y ella puede ser muy convincente. Vosotros la adorabais.

Fue Puck quien contestó:

—Creo que hablo en nombre de los tres si admito que sí, sí que la adorábamos. Ella entraba y salía de nuestras vidas como un ángel, papá, pero los niños crecen y lo que le parece lógico a un crío le resulta menos creíble a un hombre. Cuéntanos tu historia.

El marqués estuvo hablando durante cerca de una hora; al menos, esa fue la impresión que les dio. Nadie le interrumpió, ya que no podía haber más palabras que las suyas hasta que terminara de contar su historia.

Les dijo algo que ellos ya sabían, que había tenido que detenerse en una cabaña situada a unos kilómetros de la finca un día en que había salido a montar y su caballo había empezado a cojear, y que había sido allí donde había conocido a Adelaide y a su hermana Abigail. Él acababa de cumplir veintiún años y había heredado el título unos meses antes, cuando su madre y su padre le habían sido cruelmente arrebatados en un accidente de carruaje. Aún seguía llorando su pérdida y estaba confinado en el campo hasta que terminara el año de luto. La pesada carga de la responsabilidad que debía asumir le daba miedo, no estaba preparado para ella, pero de repente ocurrió una especie de milagro: se encontró ante el ser más hermoso que había visto en su vida, y se enamoró a primera vista… de Abigail, no de Adelaide.

Se enamoró de la dulce e inocente Abigail a pesar de que era del todo inapropiado que se enamorara de ella, y en ese punto fue cuando empezó a desvanecerse cualquier parecido que la historia hubiera tenido hasta el momento con el romántico cuento de hadas que Adelaide les había contado multitud de veces a sus hijos.

El amor que Cyril sentía por Abigail era puro, y él sabía que el sentimiento era mutuo.

Sí, ella le adoraba de igual forma que adoraba sus flores, el encaje de sus guantes, las coloridas hojas de árbol que ella metía entre las hojas de su libro de cuentos… y los castos besos que él le daba sin atreverse a ir más allá. A pesar de lo joven que era, de lo enamorado que estaba, era consciente de que un verdadero matrimonio entre ellos sería imposible, inadmisible, pero a pesar de todo había sido incapaz de renunciar a ella. Abigail era la personificación de la pureza y la ternura, ella había sanado su corazón. Quería que formara parte de su vida, necesitaba que así fuera, y ansiaba darle a cambio una vida maravillosa.

—Y lo conseguiste —le dijo Puck—. Nunca he conocido a nadie tan completamente feliz. Todos los que conocían a Abigail la adoraban, yo siempre la echaré de menos.

Regina se inclinó un poco para besar la mejilla de su marido.

—Gracias por tus palabras, Puck. Supongo que esa es la parte positiva que se puede sacar de todo esto —le dijo el marqués, antes de continuar con el relato.

Él había fingido que estaba cortejando a Adelaide con el único propósito de estar cerca de Abigail, pero la primera había acabado por descubrir su treta y la había indignado la idea de que alguien prefiriera a su «hermana medio boba» antes que a ella. Abigail era una muñeca bonita, pero irreal; Adelaide, en cambio, era fuego y excitación, era una mujer vibrante y llena de vida, era más bonita, más inteligente, se merecía mucho más el afecto de un marqués… y se había empeñado en demostrárselo a él.

Había aprovechado su parecido físico con Abigail para salirse con la suya, y había logrado captar su atención durante un tiempo. Él podía besarla y fingir que en realidad se trataba de Abigail; podía hacer algo más que soñar con ella; podía tocarla, poseerla, saciar en cierta medida aquella necesidad aberrante con ella, y mentirse a sí mismo. Podía creer que se había equivocado, que en realidad era a Adelaide a quien amaba.

Esa situación duró un tiempo, pero al final despertó de la locura que estaba viviendo y tomó por sorpresa a Adelaide al pedir y conseguir la mano de Abigail en matrimonio; aunque ella solo podía ser su esposa de nombre, nada más, necesitaba tenerla cerca, verla cada día, saber que ella era feliz.

Adelaide había ido a hablar con él enfurecida sobre lo que, según ella, era una «perversión del alma» que le llevaba a casarse con una hermana mientras se acostaba con la otra. Le había amenazado con contarle la verdad a todo el mundo para que no pudiera casarse con su amada, le había asegurado que ella misma se encargaría de que no pudiera volver a ver nunca más a Abigail… pero entonces le había propuesto un trato.

Estaba dispuesta a guardar silencio a cambio de que él financiara su necesidad de ser actriz, de vivir libre y sin ataduras, y también iba a seguir «atendiéndole» cuando el deseo carnal se adueñara de él; al fin y al cabo, no pensaba casarse y le hacía falta un protector. Su cuerpo, cuando él lo deseara y como fuera que lo deseara; su silencio a cambio de dinero.

Él se había debatido entre el amor hacia una mujer que nunca podría ser suya por completo y la baja y retorcida obsesión por una mujer peligrosa y única a la que podía desear, pero no amar.

Avergonzado y temeroso de perder a Abigail, había aceptado el trato.

Pero el día de la boda, cuando había alzado el pesado velo blanco del rostro de la mujer con la que acababa de casarse justo después de que ambos firmaran en el registro como marido y mujer, la que le miró con ojos llenos de diversión tras convertirse en marquesa de Blackthorn no fue otra sino Adelaide; al parecer, había llevado a Abigail a su cuarto y la había convencido de que se quedara en casa. Su padre no se había percatado de nada, y le había explicado a los invitados que su hija Adelaide se sentía indispuesta y no iba a asistir a la ceremonia; el marqués, por su parte, estaba tan nervioso esperando en el altar que ni siquiera se había dado cuenta de que ella no estaba presente.

Adelaide había escrito su propio nombre en el registro matrimonial; según ella, le había engañado para salvarle de sí mismo. La idea de ocupar el lugar de su hermana se le había ocurrido aquella misma mañana y le parecía muy divertida, le había preguntado sonriente si no le parecía una broma exquisita y le había prometido que nadie sabría jamás la verdad. No, nadie la sabría excepto él, así que iba a tener que cuidarla por el resto de su vida, iba a concederle todos sus deseos si no quería que el mundo se enterara de sus antinaturales deseos.

Lo cierto era que nadie más se había enterado. El párroco había sido silenciado gracias a una buena suma de dinero, y el padre de Adelaide no se había puesto demasiado difícil. Le bastaba con haberse deshecho de sus dos hijas, ya que la mujer con la que se había casado recientemente; que, por cierto, no era demasiado agraciada, odiaba a las dos hermosas jóvenes.

Adelaide tenía lo que siempre había querido, una vida sin ataduras y alguien que se la financiaba. Abigail estaba a salvo, vivía mimada a más no poder y rodeada de amor; en lo referente a sí mismo, el marqués tuvo que admitir avergonzado que también había conseguido lo que quería: tenía a Abigail para él solo, podía amarla y dejar que ella nutriera su alma… y tenía a Adelaide para saciar su frustración física.

Pero Beau había nacido mientras Adelaide estaba de gira en Escocia con su grupo teatral, y todo había vuelto a cambiar. Al ver a su hijo, el marqués había despertado al fin de lo que él denominaba su «sueño terrible», y había tomado plena conciencia de las consecuencias que tenía el engaño que estaban perpetrando. Había querido revelar la verdad de inmediato, reconocer a su legítimo heredero, pero Adelaide le había amenazado con pregonar a los cuatro vientos que la había violado en presencia de su hermana; según ella, así todo el mundo sabría lo enfermo y retorcido que era, y quizás llegaran a meterle en prisión.

Ella le había recordado que la sociedad ya había empezado a darle la espalda, había dicho cosas muy desagradables acerca de las razones que habría podido tener él para tomar por esposa a una mujer hermosa pero que no estaba bien de la cabeza. ¿Qué iba a ser de Abigail si la verdad salía a la luz?, ¿se la llevarían de Blackthorn para ponerla a salvo de él, de su perversidad? ¿La internarían en un manicomio?, ¿era ese el destino que él deseaba para la mujer a la que decía amar? Adelaide había pasado demasiados años aguantando la carga de tener que cuidar a su hermana, por fin había conseguido ser libre y no estaba dispuesta a permitir que volvieran a encadenarla de nuevo a alguien que, según ella, era una retrasada mental.

Entonces había vuelto a marcharse, pero había dejado a Beau con él. Había tardado más de dos años en regresar, y en esa ocasión lo había hecho con un niño de pelo oscuro al que le había puesto el nombre de Don John.

Aunque Jack no era hijo suyo, el marqués le había acogido en su hogar y había vuelto a doblegarse ante los deseos de Adelaide, ante sus exigencias… y, por mucho que le avergonzara admitirlo, ante el malsano deseo que sentía por ella. Se había llevado a cabo la construcción de la cabaña, y ella se había comportado como si quisiera quedarse en Blackthorn. Estaba muy pendiente de su hermana, interpretaba el papel de madre amantísima con sus hijos, que la adoraban, y consiguió meterse de nuevo en la cama del marqués. Puck era el resultado de aquel largo y extraño verano, y para entonces ya era demasiado tarde para volver atrás e intentar cambiar en algo las cosas.

Él seguía amando a Abigail, pero con el amor de un hermano. Adelaide era a la que no podía quitarse de la cabeza, la que le atormentaba el alma. Antes creía que lo que deseaba era pureza, pero la que realmente lo mantenía cautivo de su propia locura era Adelaide… Adelaide, con su carácter cambiante, sus jueguecitos y su pasión desenfrenada. Ella era su enfermedad incurable.

Adelaide le aseguraba que arreglarían toda aquella situación en un año, cuando fuera demasiado mayor para pisar un escenario; según ella, cuando Abigail mejorara de salud, cuando se repusiera del todo, podrían corregir los errores que habían cometido, ya que la vida de su hermana podría peligrar si desvelaban la verdad antes de tiempo. En más de una ocasión había argumentado que estaba convencida de que iban a invitarla a actuar en Covent Garden, le había asegurado que entonces no le pediría nada más a la vida y le obedecería en todo, y le había suplicado que le concediera un año más.

Excusa tras excusa, año tras año. Él sabía que no podía poner las cosas en su sitio sin su cooperación, así que cedía y le financiaba una gira de verano por la campiña… y después otra, y otra más.

Adelaide siempre parecía saber cuándo había llegado el momento de marcharse. Llegaba de improviso a Blackthorn y después, justo cuando Cyril se disponía a hablar de asuntos serios, se marchaba de nuevo. Si la presionaba demasiado, tardaba un año en regresar y él enloquecía de ganas de volver a verla, así que no tardó en darse cuenta de que era preferible no presionarla.

Estaba atrapado, todos ellos estaban atrapados en una maraña de mentiras. Y así habían seguido las cosas hasta que los niños habían crecido y estaban en camino de convertirse en unos hombrecitos. Con cada año que pasaba, la idea de revelar la verdad iba haciéndose más y más difícil. El marqués sabía que había esperado demasiado, se sentía incapaz de contarles la verdad a sus hijos. Los tres eran jóvenes instruidos que recibían una generosa mensualidad, lo único que no les había dado era su apellido. El hecho de saber que estaba mintiéndose tanto a sí mismo como a sus hijos cada vez que Adelaide se dignaba a regresar a Blackthorn le había llevado a odiarla aún más… porque aún seguía deseándola con todas sus fuerzas.

Hasta que un día, de repente, dejó de desearla. Ella sonrió, y él no sucumbió; ella coqueteó juguetona, y él se sintió hastiado; ella intentó meterse en su cama, y a él le causó repugnancia; ella le amenazó… y él descubrió que ya no le importaban sus amenazas.

De hecho, el marqués podía especificar el momento exacto en el que había despertado al fin de su sueño y se había dado cuenta de que había sido una pesadilla: había sido cuando ella había hecho que Jack se marchara, cuando había sacrificado a su propio hijo en una especie de retorcido intento de aferrarse al marqués.

Abigail había ido encerrándose más y más en un pequeño mundo propio y apenas le reconocía, así que no iba a salir lastimada si la verdad salía a la luz, si él revelaba que no era con ella con quien estaba casado y reconocía a sus hijos. Y esos hijos la protegerían, ya que habían dejado de ser unos niños indefensos. Sí, habría un escándalo, sí, algunos no quedarían convencidos y seguirían dándoles la espalda a los tres creyendo que eran bastardos, pero podrían heredar los títulos. Blackthorn tendría en Beau a un administrador sólido y capacitado, que era algo de lo que carecía desde la muerte de su abuelo. El título, la dinastía, iban a perdurar.

Nunca era tarde para enmendar un error.

Por fin, con años de retraso, el marqués había encontrado el valor necesario, pero antes de nada tenía que hablar con Jack. Tenía que hacerle entender que no solo lo quería como a un hijo, sino que, cuando se demostrara que en realidad estaba casado con Adelaide, él también sería considerado por ley un miembro legítimo de la familia. Había que ver cuántos aristócratas eran fruto de las relaciones extramatrimoniales de sus madres, la publicación conocida como Miscelánea de Harley no era más que un ejemplo de ello. Tenía que hacérselo entender a Jack, pero este se negaba a hacer acto de presencia. Después había estallado la guerra, y sus hijos habían tomado distintos caminos.

La primavera anterior les había mandado llamar a los tres para contarles por fin la verdad, pero Abigail había fallecido, Adelaide había regresado a Blackthorn para asistir al funeral, y había aprovechado mientras él lloraba su pérdida para volver a incorporarse a su vida. Había estado a punto de convencerle de que revelar la verdad a aquellas alturas solo sería para ensombrecer la memoria de Abigail. Le había asegurado que nadie iba a creerle ni aunque ella admitiera la verdad, ya que tanto su padre como su madrastra y el párroco estaban muertos. Era posible falsificar un acta de matrimonio, y parecería demasiado conveniente que revelaran la verdad justo después de la muerte de Abigail.

A pesar de todo, él había redactado una explicación de todo lo sucedido y se la había entregado junto con el acta de matrimonio a su abogado, que llevaba más de un año solicitándoles tanto al Gobierno como a la Iglesia que Oliver LeBeau, Don John y Robin Goodfellow Blackthorn fueran declarados sus legítimos herederos; en cuanto fuera así, Beau recibiría el título de vizconde de Oakley, Jack sería lord Don John Woodeword, y Puck lord Robin Goodfellow Woodeword.

Tess estaba convencida de que todos eran conscientes de algo que el marqués no mencionó: si Beau fallecía sin dejar hijos varones, quien heredaría el título sería Jack, el verdadero bastardo, y no Puck. Ella sabía que Jack jamás permitiría algo así y esperó con el aliento contenido a ver cómo reaccionaba, si protestaba y salía de la sala hecho una furia. Ni siquiera se atrevió a mirarle, pero él guardó silencio y el marqués continuó con el relato.

—Por desgracia, las cosas aún no están solucionadas ni mucho menos —admitió, apesadumbrado—. Mi abogado me ha dicho que vamos a necesitar la declaración jurada de vuestra madre admitiendo su participación en el engaño, pero anoche aún seguía negándose a dármela.

«Y vos sufristeis hace poco un accidente que podría haberos costado la vida, milord». Pensó Tess para sus adentros. «¿Por qué?, ¿por qué se niega Adelaide a permitir que la verdad salga a la luz? Su actitud resultaba comprensible cuando era joven y quería conservar su libertad, pero a estas alturas no tiene sentido. Podría ser la marquesa, con todo lo que eso conlleva. Sería el papel de su vida. No lo entiendo».

El marqués se levantó del sofá con dificultad y se acercó a Beau, que había permanecido de pie durante el largo relato y tenía los labios tan apretados que la piel de alrededor de la boca estaba blanquecina.

—Recuerdo el día en que te dieron aquella horrible paliza por mi culpa, Beau, por culpa de mi debilidad. No puedo pedir tu perdón, y no puedo prometerte que algún día llegarás a recibir el título que está claro que ostentarías con más dignidad que yo.

Beau asintió antes de contestar.

—Estoy en paz conmigo mismo desde hace mucho, papá. De no haber sido un bastardo, ahora no tendría la dicha de tener a mi lado a mi esposa, que vale más que diez títulos nobiliarios. No hay nada que perdonar.

—Bien dicho, hermano, y yo secundo tus palabras —dijo Puck, antes de acercarse a ellos—; al parecer, nuestra madre tenía razón en una cosa. De no ser por mi condición de bastardo, no sé si habría estado junto a Regina cuando ella me necesitaba. No cambiaría ni uno solo de los días que pasé siendo le beau bátard anglais… bueno, quizás me arrepienta de algunos de los más alocados ahora que soy un hombre felizmente casado, pero los disfruté bastante en su momento. Para mí sería un placer ser lord Robin y me haría muy feliz que se reconociera oficialmente que soy hijo tuyo, pero la legitimidad a ojos del mundo carece de importancia en comparación con lo que ya tengo.

Tess sacó un pañuelo del bolsillo y se secó los ojos. Las palabras de Beau y Puck eran conmovedoras y totalmente sinceras. El hecho de ser bastardos les había ayudado a convertirse en hombres fuertes y sensatos, y la embargó una profunda emoción al ver que sus esposas, unas mujeres encantadoras y bondadosas que merecían aquel inesperado golpe de suerte, se acercaban a ellos.

Jack, por su parte, permaneció donde estaba sin decir palabra.

Después de abrazar a sus hijos, el marqués se acercó al que era el hijo de su corazón; al ver que Jack se ponía en pie, ella se apresuró a hacerlo también y le apretó la mano con fuerza en un gesto de apoyo.

—Señor —dijo él, con voz suave.

—No sabes cuánto lamento todo lo sucedido, hijo mío. Siempre me he sentido orgulloso de ti por ser la persona que eres, por el hombre en que te has convertido. Posees una fortaleza, un fuego y un valor que yo envidio y que no he tenido en toda mi vida. Jamás llegaré a saber qué fue lo que te dijo tu madre para lograr que te marcharas de aquí, ni cuánto te ha costado regresar. Ver a tu hijo, a ese muchachito maravilloso que me confiaste, ha llenado mi corazón de una felicidad que hacía mucho que no sentía. Por él, por esta mujer que está a tu lado con actitud tan protectora, te ruego que me permitas intentar compensarte en cierta medida por todo el dolor que tu madre y yo te hemos causado. Por favor.

Tess contuvo el aliento hasta que Jack contestó:

—No tienes que compensarme por nada. Le abriste las puertas de tu casa al hijo de otro hombre, me recibiste con los brazos abiertos y me diste cabida en tu corazón a pesar de que tenías todo el derecho a darme la espalda. Debo darte las gracias por todo lo que me has dado. Estoy en deuda contigo y pensaba que la forma de pagarte esa deuda era regalarte mi ausencia, pero estaba muy equivocado. Y tú te equivocas ahora, no tengo derecho a que se me legitime por el mero hecho de que Adelaide fuera marquesa cuando yo nací. No estoy dispuesto a aceptarlo.

Puck soltó un suspiro de resignación antes de comentar:

—Ya empezamos otra vez, qué afortunados somos al poder ver a Jack comportándose como un botarate. La ley es la ley, hermanito; además, a mí me parece una idea espléndida, y Beau no está objetando nada. ¿Alguien tiene alguna objeción?, ¿la tienes tú? Por el amor de Dios, Jack, cede un poco, aunque ya sé que eso es algo con lo que no estás nada familiarizado.

Tess se atrevió al fin a mirar a Jack, y no pudo seguir callada al ver su rostro. Era increíble que nadie más se diera cuenta del dolor que se reflejaba en sus ojos oscuros.

—Creo que carece de sentido iniciar una discusión sobre algo que no sabemos si va a suceder. Si Adelaide ha conseguido evitar que se sepa la verdad durante todos estos años, me resulta difícil de creer que vaya a cambiar de opinión a estas alturas.

—En eso te equivocas, Tess, aunque te agradezco que salgas de nuevo en mi defensa —le dijo Jack—. Adelaide va a atestiguar que el acta matrimonial es legítima, de eso me encargo yo.

Beau le pasó un brazo por los hombros.

—No, no vas a hacerlo tú solo. Es una tarea de la que debemos encargarnos los tres juntos, conseguiremos hacerla entrar en razón.

—¿Crees que va a servir de algo intentar razonar con ella? Algún día llegarás a ser un gran marqués, hermano mío, ya que eres un caballero de pies a cabeza. Pero son mis talentos especiales los que hacen falta en este momento.

El marqués suspiró antes de afirmar:

—Él tiene razón, Beau. Siempre he tenido la impresión de que tu madre se siente intimidada por Jack, incluso me atrevería a decir que le tiene miedo. ¿Tienes algún plan en mente, hijo?

—Aún está a medias, pero acabaré… Tess y yo acabaremos de pulirlo cuando partamos en busca de Adelaide.

Beau le dio vueltas al asunto antes de asentir.

—En ese caso, te aconsejo que completes el plan cuanto antes, porque alcanzaba a ver el camino desde donde estaba y las caravanas ya se han ido. No hace mucho, así que dudo que te resulte difícil alcanzarlas, pero que me aspen si sé cómo crees que vas a poder convencerla de que regrese a la finca.

—No, Tess y yo vamos a encontrarnos con ella en otro sitio —le contestó Jack, con un tono de voz duro e inflexible—. Adelaide no regresará jamás a este lugar.

Tess entendió de inmediato lo que quería decir: estaba protegiendo al marqués. Si algo tenía claro acerca del hombre al que amaba, era que estaba dispuesto a acabar con cualquier dragón que amenazara a sus seres queridos y que para ello emplearía cualquier arma que tuviera en su arsenal, justa o injusta. Estaba deseando ayudarle a planear la derrota de Adelaide; de hecho, prefería pensar en eso que en la captura del cíngaro. Los puñales de Adelaide estaban en su boca y las palabras no podían matar a nadie, aunque bien sabía Dios que podían causar un gran daño.

—¿Por qué dices que no regresará jamás? —le preguntó Beau—. No, supongo que tampoco debo preguntarte acerca de eso, ¿verdad? En cualquier caso, ¿sabemos al menos a dónde se dirige?

—A donde va siempre cuando no está conmigo, a reunirse con su amante —le contestó el marqués con voz apagada— Con tu padre, Jack. Él fue siempre el hombre de su vida y le conoció incluso antes que a mí, ese dato es un pequeño dardo envenenado que ella me lanzó una noche en que quería herirme. Adelaide adora a ese hombre y la vida libre y sin ataduras que tienen juntos, necesita esa excitación como el resto de mortales necesitamos el aire que respiramos. Debo admitir que, en cierto modo, le admiro. La toma y la deja según su propia conveniencia, a veces pasa meses alejado de ella. Esta última separación duró unos tres años. Pobre Adelaide, cuánto sufrió. Pero él ya está de vuelta, de eso no me cabe ninguna duda. Siempre noto la diferencia en ella cuando él regresa. Yo me comporté como un necio por dejarme encandilar por Adelaide, pero a ella le pasa lo mismo con él. La maneja a su antojo. Sí, no hay duda de que su amante es un tipo listo. Ha demostrado ser más sensato que yo.

Beau carraspeó un poco antes de decir:

—En ese caso, y aunque me cuesta decir estas palabras… ¿Estás preparado para conocer a tu progenitor, Jack?

—Ya nos conocemos, aunque nuestro encuentro fue breve —le contestó él con rigidez—. Y lo único que voy a añadir al respecto es que no hay duda de que nuestra madre es una necia.