El capital
Prólogo a la primera edición[1]
La obra cuyo primer tomo entrego al público es la continuación de mi trabajo Contribución a la crítica de la economía política, publicado en 1859. La prolongada pausa entre comienzo y continuación se debió a una enfermedad que me ha aquejado durante años y ha interrumpido una y otra vez mi labor.
En el primer capítulo del presente tomo se resume el contenido de ese escrito anterior. Y ello, no sólo para ofrecer una presentación continua y completa. Se ha mejorado la exposición. En la medida en que las circunstancias lo permitieron, ampliamos el desarrollo de muchos puntos que antes sólo se bosquejaban, mientras que, a la inversa, aquí meramente se alude a aspectos desarrollados allí con detenimiento. Se suprimen ahora por entero, naturalmente, las secciones sobre la historia de la teoría del valor y del dinero. Con todo, el lector del escrito precedente encontrará, en las notas del capítulo primero, nuevas fuentes para la historia de dicha teoría.
Los comienzos son siempre difíciles, y esto rige para todas las ciencias. La comprensión del primer capítulo, y en especial de la parte dedicada al análisis de la mercancía, presentará por tanto la dificultad mayor. He dado el carácter más popular posible a lo que se refiere más concretamente al análisis de la sustancia y magnitud del valor[2]. La forma de valor, cuya figura acabada es la forma de dinero, es sumamente simple y desprovista de contenido. No obstante, hace más de dos mil años que la inteligencia humana procura en vano desentrañar su secreto, mientras que ha logrado hacerlo, al menos aproximadamente, en el caso de formas mucho más complejas y llenas de contenido. ¿Por qué? Porque es más fácil estudiar el organismo desarrollado que las células que lo componen. Cuando analizamos las formas económicas, por otra parte, no podemos servirnos del microscopio ni de reactivos químicos. La facultad de abstraer debe hacer las veces del uno y los otros.
Para la sociedad burguesa la forma de mercancía, adoptada por el producto del trabajo, o la forma de valor de la mercancía, es la forma celular económica. Al profano le parece que analizarla no es más que perderse en meras minucias y sutileza. Se trata, en efecto, de minucias y sutilezas, pero de la misma manera que es a ellas a que se consagra la anatomía micrológica.
Exceptuado el apartado referente a la forma de valor, a esta obra no se la podrá acusar de ser difícilmente comprensible. Confío, naturalmente, en que sus lectores serán personas deseosas de aprender algo nuevo y, por tanto, también de pensar por su propia cuenta.
El físico observa los procesos naturales allí donde se presentan en la forma más nítida y menos opacados por influjos perturbadores, o bien, cuando es posible, efectúa experimentos en condiciones que aseguren el transcurso incontaminado del proceso. Lo que he de investigar en esta obra es el modo de producción capitalista y las relaciones de producción e intercambio a él correspondientes. La sede clásica de ese modo de producción es, hasta hoy, Inglaterra. Es este el motivo por el cual, al desarrollar mi teoría, me sirvo de ese país como principal fuente de ejemplos. Pero si el lector alemán se encogiera farisaicamente de hombros ante la situación de los trabajadores industriales o agrícolas ingleses, o si se consolara con la idea optimista de que en Alemania las cosas distan aún de haberse deteriorado tanto, me vería obligado a advertirle: De te fabula narratur! [¡A ti se refiere la historia!]
En sí, y para sí, no se trata aquí del mayor o menor grado alcanzado, en su desarrollo, por los antagonismos sociales que resultan de las leyes naturales de la producción capitalista. Se trata de estas leyes mismas, de esas tendencias que obran y se imponen con férrea necesidad. El país industrialmente más desarrollado no hace sino mostrar al menos desarrollado la imagen de su propio futuro.
Pero dejemos esto a un lado. Donde la producción capitalista se ha aclimatado plenamente entre nosotros, por ejemplo en las fábricas propiamente dichas, las condiciones son mucho peores que en Inglaterra, pues falta el contrapeso de las leyes fabriles. En todas las demás esferas nos atormenta, al igual que en los restantes países occidentales del continente europeo, no sólo el desarrollo de la producción capitalista, sino la falta de ese desarrollo. Además de las miserias modernas, nos agobia toda una serie de miserias heredadas, resultantes de que siguen vegetando modos de producción vetustos, meras supervivencias, con su cohorte de relaciones sociales y políticas anacrónicas. No sólo padecemos a causa de los vivos, sino también de los muertos. Le mort saisit le vif! [¡El muerto atrapa al vivo!]
Comparada con la inglesa, la estadística social de Alemania y de los demás países occidentales del continente europeo es paupérrima. Aun así, descorre el velo lo suficiente para que podamos vislumbrar detrás de él una cabeza de Medusa. Nuestras propias condiciones nos llenarían de horror si nuestros gobiernos y parlamentos, como en Inglaterra, designaran periódicamente comisiones investigadoras de la situación económica; si a esas comisiones se les confirieran los mismos plenos poderes de que gozan en Inglaterra para investigar la verdad; si a tales efectos se pudieran encontrar hombres tan competentes, imparciales e inflexibles como los inspectores fabriles ingleses, como sus autores de informes médicos acerca de la Public Health [salud pública], sus funcionarios encargados de investigar la explotación de las mujeres y los niños y las condiciones de vivienda y de alimentación, etc., Perseo se cubriría con un yelmo de niebla para perseguir a los monstruos. Nosotros nos encasquetamos el yelmo de niebla, cubriéndonos ojos y oídos para poder negar la existencia de los monstruos.
No debemos engañarnos. Así como la guerra estadounidense por la independencia, en el siglo XVIII, tocó a rebato para la clase media europea, la guerra civil estadounidense del siglo XIX hizo otro tanto con la clase obrera europea. En Inglaterra el proceso de trastocamiento es tangible. Al alcanzar cierto nivel, habrá de repercutir en el continente. Revestirá allí formas más brutales o más humanas, conforme al grado de desarrollo alcanzado por la clase obrera misma. Prescindiendo de motivos más elevados, pues, su propio y particularísimo interés exige de las clases hoy dominantes la remoción de todos los obstáculos legalmente fiscalizables que traban el desarrollo de la clase obrera. Es por eso que en este tomo he asignado un lugar tan relevante, entre otras cosas, a la historia, el contenido y los resultados de la legislación fabril inglesa. Una nación debe y puede aprender de las otras. Aunque una sociedad haya descubierto la ley natural que preside su propio movimiento —y el objetivo último de esta obra es, en definitiva, sacar a la luz la ley económica que rige el movimiento de la sociedad moderna—, no puede saltearse fases naturales de desarrollo ni abolirlas por decreto. Pero puede abreviar y mitigar los dolores del parto.
Dos palabras para evitar posibles equívocos. No pinto de color de rosa, por cierto, las figuras del capitalista y el terrateniente. Pero aquí sólo se trata de personas en la medida en que son la personificación de categorías económicas, portadores de determinadas relaciones e intereses de clase. Mi punto de vista, con arreglo al cual concibo como proceso de historia natural el desarrollo de la formación económico-social, menos que ningún otro podría responsabilizar al individuo por relaciones de las cuales él sigue siendo socialmente una criatura, aunque subjetivamente pueda elevarse sobre ellas.
En el dominio de la economía política, la investigación científica libre no solamente enfrenta al mismo enemigo que en todos los demás campos. La naturaleza peculiar de su objeto convoca a la lid contra ella a las más violentas, mezquinas y aborrecibles pasiones del corazón humano: las furias del interés privado. La alta iglesia de Inglaterra, por ejemplo, antes perdonará el ataque a treinta y ocho de sus treinta y nueve artículos de fe que a un treintainueveavo de sus ingresos. Hoy en día el propio ateísmo es culpa levis [pecado venial] si se lo compara con la crítica a las relaciones de propiedad tradicionales. No se puede desconocer, con todo, que en este aspecto ha habido cierto progreso. Me remito, por ejemplo, al libro azul publicado hace pocas semanas: Correspondencia con las misiones extranjeras de Su Majestad sobre problemas de la industria y las tradeuniones. Los representantes de la corona inglesa en el extranjero manifiestan aquí, sin circunloquios, que en Alemania, Francia, en una palabra, en todos los Estados civilizados del continente europeo, la transformación de las relaciones existentes entre el capital y el trabajo es tan perceptible e inevitable como en Inglaterra. Al mismo tiempo, allende el océano Atlántico, el señor Wade, vicepresidente de los Estados Unidos de Norteamérica, declaraba en mítines públicos: tras la abolición de la esclavitud, pasa al orden del día la transformación de las relaciones del capital y las de la propiedad de la tierra. Son signos de la época, que no se dejan encubrir ni por mantos de púrpura ni con negras sotanas. No anuncian que ya mañana vayan a ocurrir milagros. Revelan cómo hasta en las clases dominantes apunta el presentimiento de que la sociedad actual no es un inalterable cristal, sino un organismo sujeto a cambios y constantemente en proceso de transformación.
El segundo tomo de esta obra versará en torno al proceso de circulación del capital (libro segundo) y a las configuraciones del proceso en su conjunto (libro tercero); el tercero y final (libro cuarto), a la historia de la teoría.
Bienvenidos todos los juicios fundados en una crítica científica. En cuanto a los prejuicios de la llamada opinión pública, a la que nunca he hecho concesiones, será mi divisa, como siempre, la del gran florentino:
Segui il tuo corso, e lascia dir le genti!
[¡Sigue tu camino y deja que la gente hable!]
Karl Marx
Londres, 25 de julio de 1867