TRECE
EL DÍA DE SAN TEILHARD
La cabeza de un dinosaurio asoma por la ventana y cuando Matt despierta la visión le hace dar un respingo. Repara en los colores pintados, verdes y rojos, justo cuando la forma de papel maché sale balanceándose de su cuarto. Vuelve a oír los ruidos que lo han despertado: el entrechocar de unos palos, gritos rítmicos; es lo bastante intimidante como para resultar tranquilizador.
Sale de la cama y se acerca a la ventana que hay junto a ella, la abre y se asoma al aire de una mañana preciosa, al azul del cielo todavía pálido sobre los tejados, al tenue aroma del mar en la brisa. En la calle, la mitad delantera del dinosaurio interpreta un vals, ajena a la mitad trasera, y a lo largo de unos cincuenta metros de acera, un centenar más o menos de jóvenes medio desnudos están cara a cara, practicando movimientos de ataque y defensa con grandes palos.
—¡Hey! —Golpe—. ¡Hey! —Golpe— y el ruido de las botas pesadas de trabajo que levantan el polvo cuando los hombres cambian de postura.
Calle abajo se están reuniendo las carrozas del festival —y unos trajes ornamentales de enormes dimensiones—, el más cercano de los cuales es una representación de brillante colorido de un tren globo, con el fuego de los braseros y todo, que es una serie de serpentinas de seda roja agitadas por un ventilador montado en la parte inferior. Esbeltas chicas paganas posan o hacen cabriolas en pantalones y camisas de bordado extravagante o en brillantes trajes de insecto o hada con alas de cuero. Sus gordas mamás salen con los trajes de domingo y enormes sombreros con tocados de flores; sus padres se presentan vestidos de dandys, haciendo girar bastones mientras sus hermanos, con el pecho desnudo y ropa cristiana de última moda, se pavonean y presumen de lanzas y palos.
Es hora de ponerse en marcha. Matt se envuelve en una toalla y cruza a toda prisa el pasillo cubierto de grasienta moqueta hasta el baño, se moja la cara y la nuca, regresa a la habitación, se pone ropa limpia apresuradamente, se echa la chaqueta sobre los hombros y comprueba el contenido de sus bolsillos. Ha reemplazado el cuchillo que perdió por otro más pesado y peligroso. Pistola y munición, bien. Radio y auricular, bien. Qué más. Mira a su alrededor. Una botella de medio litro de agua. Eso también va a necesitarlo. La llena en el baño. Se acuerda de mear.
Baja las escaleras de madera, con cuidado de no introducir la puntera de las botas en la trampa mortal que es la moqueta de los escalones y sale a la calle. Se vuelve hacia los mozos paganos, ve a Pierna Lenta, que no lo ve a él. Bien. Sin complicaciones. Se introduce en una callejuela lateral. Unos cuantos recodos más y llega a Tras-los-Muelles.
Las calles están empezando a llenarse de gente y carrozas que ocupan sus posiciones. Para este barrio es un gran, gran día, tan grande como para los propios paganos. Equilibristas y malabaristas, acróbatas y bailarines, gigantes y pithkies, trajes y carrozas, algunas de las cuales celebran incluso la revolución: imitaciones en madera contrachapada de coches blindados por cuyas ventanas asoman escobas y junto a las que trotan personas vestidas con uniformes de milicianos, falsos o auténticos. O lo harán, una vez que la procesión se ponga en marcha. Todos los travestis del lugar han salido a las calles, con trajes de fulana, o vestidos de lujo, o atavíos extravagantes o atuendos con enormes sombreros de plumas y faldas de cola de hasta tres metros de longitud.
Matt recorre las calles esquivando a los transeúntes, sale del barrio y entra en la zona de los almacenes, grandes calles desiertas sin ventanas, y a continuación llega a los suburbios y al camino de la costa, más allá del cual se extienden el puerto y los muelles. Han desviado el tráfico que, en cualquier caso, es poco nutrido a causa de las vacaciones. Las cajas y algunos barcos del puerto están engalanados con banderas y banderolas: hay dos astronaves en el amarradero: la de los Rodríguez, que tiene prevista su salida para Mingulay al día siguiente, y la de los de Tenebre, que partirá esta misma tarde en dirección a la siguiente parada en su camino de regreso a Nova Terra. Ya se ven los esquifes yendo y viniendo.
Lydia lo recogerá en uno de ellos a las nueve de la tarde. Si es que sigue vivo para entonces.
En todo caso ha vivido bien. Como una tortuga de las Galápagos. Recuerda haber visto en televisión unos ojos que contemplaron a Darwin…
Frena el paso y sigue caminando, tembloroso, con la respiración entrecortada, el sudor brotando en su frente. Se cuelga la chaqueta llena de armas del hombro y se acerca al primer punto de encuentro, un grasiento bar de la zona portuaria. Una barra alargada, unas pocas mesas, olor a café y cebollas. Hoy no está muy concurrido: diez de los doce clientes apoyados en la barra son camaradas suyos. Todos ellos trabajan en los muelles pero sólo dos son estibadores, tíos que cargan y descargan barcos, que forman un club privado y fuertemente cohesionado en el que una de las ramas locales del Partido de Volkov lleva generaciones muy bien enraizada. Los que no son estibadores son temporeros o trabajadores sin cualificar, duros, jóvenes, muy poco respetables. Durante las últimas semanas ha trabajado algunos días con ellos, en períodos discontinuos. Saben que llegó en la Estrella Brillante y creen que es de Mingulay. Ha descubierto que son todavía más hostiles que él al nuevo gobierno y que están preparados para actuar hoy mismo.
Los saluda, se sube a una silla alta y desvencijada junto a la barra y pide una ración de huevos con beicon y un café. Mientras está tomándose el café y espera la comida, se fuma un pitillo rápido. La nicotina y la cafeína tienen un gran efecto en la sangre oxigenada.
Alguien le pasa un periódico mugriento del electrostato.
—¿Qué dices a eso, Matt?
El notición de la hora es que el Gran Valle está a punto de declararse puerto franco. La cuestión resulta todavía más preocupante por las especulaciones sin confirmar que han empezado a correr de un lado a otro y que aseguran que las Familias Cosmonautas de Mingulay han construido muchas más naves y que no van a esperar a que regrese la Estrella Brillante para enviarlas llenas hasta las escotillas de mercancías y aventureros. Esta parte de la historia incluye un montón de detalles plausibles sobre el modo en que los componentes más exóticos habrían sido comprados a los saurios influenciados por Salasso, quien no ha hecho nada para desmentirlo.
La camarera le pone el plato delante. Se lo agradece con una sonrisa y empieza a comer mientras piensa. No debe mostrarse en absoluto preocupado. Los chicos están bromeando con la camarera o pidiendo más cosas; el cocinero, menudo y cargado de espaldas bajo su gorro, contesta a gritos con insultos de difícil comprensión.
Matt deja el tenedor en la mesa, traga, le devuelve el periódico a Dave Borden.
—Es un montón de basura —dice en voz lo bastante alta para que todos lo oigan—. Cuando nos marchamos de allí no tenían más naves y es imposible que las hayan construido en solo tres meses.
—¿Estás seguro de eso? —pregunta uno de los estibadores mientras se inclina hacia ellos y los mira—. Una vez que tienes el motor, lo único que te hace falta es una puta caja estanca.
—No si no sabes con toda certeza dónde tienes que ir. Nosotros no lo sabíamos, no con toda certeza. Todo el que dé el salto antes de que la Estrella Brillante haya regresado tampoco lo sabrá. Será un puto salto a ciegas, tío.
—¿Y qué me dices de los paganos? —pregunta Borden—. Parece que están tratando de jodernos, después de todo. Matt le sonríe.
—Ya te lo dije, ¿no? Te dije que alguien se encargaría de organizar una provocación. Ahí la tienes.
—Pero tú te referías a algunos capullos paganos organizando un lío, o algún activista anti-Dawson mezclándose con los desfiles. No dijiste nada sobre esto.
—No, es cierto que no —admite Matt—. Pero aunque lo hubiera hecho no supondría ninguna diferencia. Es otra mentira. Se termina el desayuno. Lía otro cigarrillo y dice: —Muy bien. ¿Alguien tiene el mapa?
Sacan la programación del comité de festejos, en la que aparece la ruta que seguirá el desfile. Matt la introduce en la máquina de copias del electrostato, marca unos pocos puntos sobre la copia, la copia a continuación nueve veces y las reparte.
—Muy bien. El contingente de la iglesia se reúne en Alto Piltdown, enfrente de la Catedral. El resto llega por rutas diferentes desde Tras-los-Muelles, el barrio pagano, la Universidad y los tres parques de la ciudad alta. Todos se sitúan detrás de la gente del obispo y la siguen. Bajamos la colina, seguimos por la ribera, giramos para cruzar el puente, luego por el camino de la costa, por aquí, y por fin la procesión entra en el muelle para contemplar cómo echa el obispo un poco de agua bendita al puerto. Mientras todo el mundo regresa por Tras-los-Muelles después de media tarde, las milicias se dispersan y… luego es cosa suya. Lo único que nosotros tenemos que hacer es impedir que haya problemas a lo largo del desfile. ¿Todo el mundo lo tiene claro?
Así es.
—Muy bien. Estas cruces del mapa son puntos idóneos para un ataque: curvas muy cerradas, zonas abiertas, calles estrechas rodeadas de callejuelas, cosas de éstas. Contaremos al menos con una docena de buenos tíos y tías en cada una de ellas, armados.
Matt dirige una sonrisa por toda la barra.
—Y ahí dentro —añade— estaremos nosotros.
Obtiene una carcajada como respuesta. Y una pequeña punzada de remordimientos.
—Si tenemos suerte, los grupos irán quedando libres conforme el desfile trascurra sin incidentes y para cuando lleguemos aquí —el punto central, gracias a los muelles, los idiotas de las Autoridades Portuarias y la basura del periódico— estarán todos preparados para respaldarnos.
—Ya verán —dice Borden—. Putos capullos de las Autoridades Portuarias…
Todavía discuten durante algún tiempo pero cuando Matt se marcha todos saben perfectamente lo que tienen que hacer. Ha desayunado demasiado como para marcharse corriendo, así que camina a paso vivo y consulta los horarios de autobús en un lado del mapa. El calor del día está empezando a aumentar. En los cruces de las calles del puerto, casi desiertas y sin tráfico, se ven milicianos aburridos con sus uniformes nuevos, casi resplandecientes. La milicia reformada y expandida de las Autoridades Portuarias, no las milicias vecinales controladas por las asambleas.
La historia sobre los paganos, en este momento, y lo de las naves, son dos joyas. Se pregunta quién está detrás y se le antoja una provocación demasiado temeraria para Volkov. La gente más susceptible de sucumbir a ella son los trabajadores del puerto, e inmediatamente después quienes alentaron el levantamiento de los elementos rebeldes de las Autoridades Portuarias: los compradores y sus patronos. Son como criados de una gran familia que existe desde hace siglos y cuyo castillo llevan generaciones cuidando. Cada siglo más o menos el castillo se llena de luces y bailes y riquezas, y luego las luces se apagan de nuevo, termina la fiesta… Hay algo feudal en aquella relación. Dependencia. El pueblo de tierra firme.
Vuelve a pensar en Lydia y en Dafne. Basta ya o tendrá que aceptar otra obsesión de doscientos años. No es divertido. Si le sobrevives a todo cuanto amas, lo único que acumulas son pérdidas. Es demasiado aterrador.
Así que dobla ese recodo y sube a un autobús que asciende penosamente por la cuesta que lleva a Alto Piltdown. En medio de gente que charla. Piensa. Si la historia que se han inventado los periódicos hace dudar a alguno de los estibadores, una gran parte del plan, uno de sus puntos fundamentales, está en graves problemas. Es esencial que su bando controle los muelles al anochecer. Ha sido una promesa y no se atreve a romperla.
Consulta las incomprensibles y diminutas instrucciones impresas en la placa trasera de su radiófono, registra las longitudes de onda en busca de los demás grupos de su improvisada organización. Todo el mundo está en posición y preparado. Hasta el momento no ha habido problemas. Llama a Gail y trasmite la advertencia.
Gail dejó que el capó delantero del viejo coche del club se cerrara. Emitió un minúsculo ruido metálico en lugar de un satisfactorio portazo pero ella estaba más que contenta con el trabajo que había hecho debajo. El tono del motor era más limpio que nunca, aunque jamás podría ser descrito como un ronroneo.
—¡De acuerdo, puedes apagarlo! —gritó. Piedra se inclinó sobre el asiento del conductor y sus manos tantearon debajo del salpicadero. El motor se apagó sin apenas un pequeño carraspeo. Piedra le sonrió y levantó el pulgar. Ella le devolvió la sonrisa por su pequeño triunfo. Los dos juntos se dirigieron hacia la cabaña en la que los paganos guardaban los planeadores. Normalmente no había más que dos o tres al mismo tiempo. Ahora había docenas.
Gail y Piedra los extendieron sobre la hierba para que el rocío, todavía presente en las alas, terminara de secarse. Un olor dulzón empezó a brotar de la seda tensa mientras el sol la calentaba. Cuando terminaron, parecía como si un enorme enjambre de mariposas gigantes se hubiese posado sobre el campo. Entonces tuvieron que volver a recogerlos todos, empezando por los primeros que habían extendido, secos ya pero ahora en peligro de deformarse si se dejaban demasiado tiempo en el suelo.
—Oh, Cristo —dijo Gail mientras se derrumbaba, con los hombros doloridos, a la sombra de la cabaña—. Confío en que esto funcione.
Como respuesta, vio un grupo de guerreros del Valle, acercándose al trote por la hierba crecida del extremo del campo. Llegaron a la polvorienta vereda que daba a las calles y desaparecieron por ella.
—Funcionará —dijo Piedra—. Matt es muy astuto.
—La astucia no basta —dijo Gail.
La advertencia de Matt sobre los posibles problemas en los muelles no se le iba de la cabeza. Podía arruinar el plan. Las semanas de agitación y organización, de pedir favores, de decir la palabra justa en el lugar adecuado, podían no servir para nada.
—La sincronización es crucial —dijo—. Así como mantener el plan en secreto, a nuestros dos bandos, nuestras dos columnas —juntó las manos— y al enemigo.
Se volvió y miró los ojos de Piedra.
—Y golpear al objetivo adecuado.
—Son muchas cosas cruciales —dijo él.
El autobús atraviesa lentamente la zona industrial, se incorpora a una amplia avenida y se detiene a pocos cientos de metros del punto de reunión. Los pasajeros salen en tropel y Matt va con ellos hasta la gran plaza pública jalonada de árboles que rodea la Catedral. Tiene un aspecto más respetable que la otra en la que Matt ha despertado, pero su decoración tradicional no es menos colorida. El obispo, los sacerdotes y el coro están reunidos alrededor de un crucifijo y un gran símbolo con la letra omega de color dorado. Hay banderolas de seda con retratos de las suaves y eruditas facciones del santo colgados de altos postes. Entre trajes de los domingos y elegantes galas corretean niños disfrazados de dinosaurios, megaterios, hombres-mono, saurios y kraken. Docenas de los parroquianos congregados allí son gigantes y pithkies, y sus encuentros con los niños H. Sap. con sus disfraces velludos y de máscaras prognatas son divertidos y, por lo que Matt puede ver, hasta amistosos.
Se abre camino hasta el vistoso panel de noticias negro que se proyecta sobre el muro del patio y estudia sus letras doradas mientras espera a que la procesión se ponga en marcha. La Iglesia Anglicana de Rawliston. Una rama de la Iglesia Episcopaliana Extraterrestre. Maitines, prácticas de coro, comuniones. Bautizos los primeros domingos de cada mes. Se permiten visitantes.
No es más absurda que cualquier otra de las instituciones trasplantadas desde la Tierra que abundan en la Segunda Esfera, pero a Matt se le antoja a un tiempo ridícula y magnífica. Hay un firme desafío en su tozuda mundaneidad, su resistencia a permitir que la mera distancia suponga una diferencia para el espíritu.
Un murmullo y un coro de voces que piden silencio se extienden en círculos concéntricos por la muchedumbre y Matt se vuelve y se encuentra con que el obispo levanta por encima de su cabeza, uno detrás de otro, un cráneo, una mandíbula y un fémur, al tiempo que con su voz resonante y nasal impone un silencio que sólo desafían los inevitables carraspeos y roces de ropa. Matt capta alguna que otra frase: «… enséñanos a ver en las reliquias fraudulentas los muchos niveles de Tu verdad… en los torpes tanteos de nuestra ciencia el misterio de Tus caminos… Tu sabiduría en nuestra necedad… unidad en multiplicidad… todos hijos Tuyos, sean cuales sean sus formas externas…».
Esto basta para volver a poner en marcha los reflejos ateístas de Matt y en un ejercicio de irreverencia se lía un cigarrillo y lo enciende. El ruido de tambores, flautas y cantos anuncia la llegada de otros grupos. A través de las ramas de los árboles, Matt puede ver banderolas que se agitan y bastones que dan vueltas por el aire en dos de las cuatro vías de acceso a la plaza. El obispo vuelve a meter los falsos huesos en el relicario y, tras colgárselo de un brazo y ponerse el crucifijo sobre el otro, abre la procesión. Matt deja que la muchedumbre salga de la plaza antes de apagar su cigarrillo y seguirla, junto a una réplica en papel plata de un esquife gravitatorio que sacuden y balancean de un lado a otro unos niños con grandes cabezas de saurio sobre sus pequeños hombros.
La primera de las procesiones secundarias ocupa el espacio tras él y antes de que haya pasado mucho tiempo está caminando delante de la orquesta de un contingente más alegre y más ruidoso pero todavía relativamente comedido proveniente del barrio de clase media más cercano. Su especialidad es la recreación histórica y militar y visten los yelmos y corazas de las milicias coloniales originales. Las compañías de hombres que la siguen llevan al hombro rifles obsoletos pero auténticos.
Matt se aparta para subir a la acera un momento y examinar el paso de la procesión. Las mujeres marchan también con sus faldas rojizas y sus chales de cuadros y sus pañuelos. Sus rifles —o puede que se trate de mosquetes— parecen todavía más viejos y más largos pero no menos reales, que los que llevan los hombres. Matt sospecha que aquel despliegue teatral tiene por objeto proteger a la congregación que marcha delante así como a los demás contingentes que marchan detrás.
Una cosa menos de la que preocuparse, pues. Que los fieles se ocupen de sí mismos. Deja a los grupos de las iglesias y se une a la primera de las secciones de paganos cristianos de la procesión, que forma un alargado y flexible amortiguador entre los grupos religiosos y los juerguistas completamente seculares de los barrios de clase trabajadora, la Universidad y Tras-los-Muelles. Por primera vez, el olor del humo de la marihuana es más denso en el aire que el del incienso.
Diez de los paganos infiltrados han tomado las posiciones de cabeza en esta sección y obligan al resto de los jóvenes a correr y brincar arriba y abajo por los costados, sacudiendo sus falsas lanzas como si fueran palos de verdad. También están imponiendo una estricta disciplina alcohólica, cambiando por la fuerza las botellas de cerveza por otras de licor y obligando a todo el mundo a beber de estas últimas.
Matt se retrasa hasta llegar a una de las secciones de trabajadores industriales. Se siente fuera de lugar entre los monos idénticos y las carrozas de plástico con forma de máquinas de vapor y sigue retrasándose, se deja adelantar por la unidad de la milicia vecinal, financiada por la compañía, hasta que se encuentra en una sección de unión. Otra banda de música, nuevas banderas y otro pelotón de milicianos que pasa en formación cerrada. Avanza con ellos hasta que llegan al primer punto conflictivo potencial, un giro que discurre frente a un pequeño parque, al otro lado del cual se extiende un barrio antidawsoniano.
Abandona la procesión y se reúne con el pelotón de defensa local, un grupo de chicos del barrio cuya apariencia y actitud ligeramente excéntricas les han ganado algunas palizas propinadas por los matones de la zona. Están sentados en un par de bancos destartalados, observando el paso de la procesión y bebiendo cerveza. Uno o dos de ellos están sentados al otro lado de los bancos, vigilando el parque y la primera línea de tiendas y casas que tienen delante. Hay unos banderines enrollados a un lado, con gruesos y duros palos… que pueden soltarse con facilidad.
—¿Todo despejado hasta el momento? —pregunta Matt mientras se sienta en un adorno metálico que hace la vez de brazo y acepta agradecido una cerveza.
—Sí, sin problemas —dice Annie Gibbs, que parece ser la líder indiscutible de esta célula de anarquistas. Es lo bastante rubicunda como para pasar por pagana, lleva el cabello recogido en dos coletas, al estilo de los hombres paganos, y viste una chaqueta formal sobre unos pantalones de piel a rayas. Ha leído mucho sobre el anarquismo.
—¿Nos ponemos en marcha?
—De eso nada —dice Matt—. Quedaos por la zona y corred a reuniros con la siguiente unidad cuando hayan pasado los objetivos más fáciles y obvios. Por el momento están bien defendidos.
—Ya nos hemos dado cuenta. —¿Es normal? Ella le lanza una mirada que parece decir, ¿de dónde vienes?
—No —dice—. ¿Ves la milicia de la fábrica? El año pasado no apareció. A los jefes no les gustaba, ya ves. —Esboza una sonrisa sarcástica—. ¡Es la revolución, uau!
—Podría ser —dice Matt, cuidadosamente desapasionado—. O puede que sea sólo que hay un poco más de tensión de lo habitual.
—Es lo mismo. Más o menos. ¿Has visto el reportaje sobre los paganos del Valle?
—Sí —dice Matt—. ¿Qué impresión has sacado de él?
—Alguien está tratando de tomarnos el pelo —replica sin perder un instante—. La guerra es la salud del estado y toda esa mierda, y alguien quiere hacerle una cura completa a nuestro estado.
Muy aguda. Matt asiente de inmediato sin dejar de observar la procesión. El muchacho que está sentado en la parte trasera del banco toca a Annie en el hombro.
—Problemas —dice en voz baja—. Pero no saltéis todos a una.
Matt ni siquiera se vuelve. Sigue observando la sección de la procesión que está doblando el recodo. Aún no ha llegado Tras-los-Muelles pero desde luego ha aumentado el colorido: montones de travestis, montones de mujeres y chicas, faldas y sombreros, brillos y resplandores. En este grupo los paganos se limitan a avanzar o a bailar detrás de la banda y no hay pelotones de defensa a la vista. Además, el siguiente grupo es de la Universidad y no se puede contar con recibir demasiada ayuda desde allí, a menos que… Ah, sí, a cierta distancia calle arriba Matt atisba las banderas de los cadetes.
Todo esto le lleva uno o dos segundos. Se le eriza el vello de la nuca. Se vuelve lentamente. Tarda un momento en identificar el problema potencial y está a punto de echarse a reír: en el exterior de un bar situado a unos cien metros de ellos, al otro lado del parque descuidado y lleno de basura, se ha reunido un grupo de veinte hombres que está sacudiendo botellas, y gritando y haciendo gestos obscenos.
—Putos chimpancés —dice.
Annie se acerca lentamente a los banderines.
—Ese garito puede contener un centenar de tíos y, créeme, pueden salir muy deprisa.
Mierda, la cosa es seria. Será un cuerpo a cuerpo en cuestión de segundos: botellas, cuchillos, palos y puñetazos. Y dos pistolas si es necesario. No puede permitir que se llegue a eso.
—Coged los postes —está diciendo Annie—, uno por uno. Acercaos poco a poco al extremo de la procesión y desplegaos en línea, con las armas en horizontal. Mirando hacia fuera.
Lo hacen. Más hormigueos en la nuca hasta que se vuelve. El grupo del bar ha aumentado en número pero no se ha movido. Matt echa la espalda atrás, mira a su derecha. Cada vez que ve aparecer a un pagano asiente y lanza una mirada al grupo de camorristas. Algunos de los paganos se limitan a reírse, o están demasiado borrachos o colocados como para comprender lo que quiere decirles o preocuparse. Uno o dos responden tomando posiciones en la fina línea. Annie empieza a decir algo en el idioma de los paganos y al cabo de un par de minutos su grupo de diez se ha visto reforzado por un número igual de paganos. Forman una sólida barrera humana en el extremo exterior de la curva.
Los clientes del bar vuelven dentro al mismo tiempo que las primeras majorettes de los cadetes de la Universidad aparecen al otro lado del recodo. Los paganos regresan corriendo a su propia sección.
Matt revisa en su memoria el orden del resto de la procesión. Vuelve la vista calle arriba, hasta tan lejos como le alcanza, para comprobar cómo van las cosas, y entonces decide que es seguro avanzar hasta el próximo punto conflictivo. Se lo dice a los demás y el grupo de Annie se pone en marcha a paso ligero, atravesando algunas callejuelas en las que los espera una docena de albañiles paganos, apoyados en sus picos y palas junto a una intersección y observando de manera despreocupada una pequeña pero militante congregación fundamentalista que se ha reunido en una calle lateral con carteles en los que se ataca a los paganos, los sodomitas y los dawsonianos.
También superan este punto sin violencia y los albañiles siguen al pelotón. El peso sobre los hombros de las herramientas no los frena. Tienen constitución de cazadores recolectores. Matt no, y da la bienvenida al aire más fresco de las proximidades del gran río, después de dos encuentros más y los consecuentes refuerzos para el grupo de defensa móvil. Acepta sin vacilar todas las ofertas de agua o cerveza que recibe por el camino.
Para cuando llegan al puente, cuenta casi con cuarenta hombres. Se dividen y una docena de ellos se sitúa a cada lado de la desembocadura del río, imposibles de detectar entre los numerosos curiosos que abarrotan el pavimento y la acera, y una vez más se detienen para observar el paso de la procesión y montar guardia. Hay que dejar que atraviese este cuello de botella, seguirla al otro lado del puente y unirse por fin a los trabajadores del puerto para abordar el último punto conflictivo. Ése será sin duda el punto más peligroso de todos, lleno de estibadores furiosos, jóvenes paganos con un exceso de alcohol y cannabis y adrenalina en la sangre y la nerviosa y nueva milicia de las Autoridades Portuarias para terminar de estropear la mezcla.
Annie está a su lado, sonriendo, casi sin aliento. Matt comparte con ella su cerveza mientras la ya familiar primera mitad de la procesión va pasando delante de ellos —ahí están de nuevo los estudiantes de ciencias, con su microscopio automóvil gigante y su conductor pintado de blanco, atravesado por un alfiler de papel de plata a la altura del abdomen, sacudiéndose violentamente y saludando a todo el mundo— y es entonces cuando su cerebro comprende lo que sus subrutinas automáticas llevan un rato rumiando.
Es la visión del camión con sus tubos de ensayo de dos metros de altura unido por unas mangueras al tubo de escape para hacer que de sus bocas salga humo lo que hace cristalizar de repente una sospecha a partir de fragmentos de pensamiento: ¡Avakian!
Todas las piezas encajan en su lugar. El boticario mantiene una relación comercial con los Rodríguez y tiene contactos entre los paganos, a los que compra medicinas legítimas (y posiblemente de las otras), y además sabe lo bastante sobre las unidades de fabricación y la construcción del motor como para proporcionar detalles convincentes.
Se vuelve, se apoya sobre el parapeto de piedra y deja caer la botella ya vacía sobre los bloques de cemento desnudados por la marea baja. Se hace añicos con un agradable crujido.
—Qué antisocial —le reprende Annie.
—Tienes razón. Joder. —Se vuelve, un poco arrepentido—. Acabo de descubrir quién está detrás de la gran provocación de hoy y se trata de un tío que yo creía que era mi amigo.
—Que seas un paranoico no significa que todo el mundo esté contra ti —dice Annie.
Matt siente un momento de maravilla por la capacidad de perduración de los viejos dichos anarquistas. Probablemente ella piense que si votar pudiera cambiar las cosas no sería legal y… Pero está siendo condescendiente. Annie es la persona más sólida y fiable y política que ha conocido en todo el día. Una gran carroza cuadrada gira la curva y se dirige hacia el puente, seguida por otra cubierta de fardos multicolores, y otra más que es una maqueta de cuatro metros de una nave espacial, muy ligera porque la cargan sobre unos pilotes que descansan sobre los hombros de cuatro tipos muy fornidos, y detrás de ellos viene otro cajón de cartulina con las planchas dibujadas con pintura negra… De repente Matt se percata de que está viendo el contingente del sindicato de estibadores.
Y junto a ellos, charlando amigablemente, hay un joven delgado con un maletín bajo el brazo. Endecott ve a Matt en el mismo momento, se disculpa con el trabajador con el que estaba hablando y se aparta hábilmente del discurrir de la procesión.
—Hola, Matt —dice con un rápido y educado gesto de la cabeza hacia Annie y una mirada cauta hacia sus camaradas—. Jesús, te he estado buscando por todas partes.
—Yo podría decir lo mismo —dice Matt, aunque a decir verdad, lo había olvidado por completo en el acaloramiento del momento—. Tengo la impresión de que va a haber problemas en los muelles.
—Sí, dímelo a mí, desde que esa historia salió a la luz he estado… —Señala con el pulgar hacia atrás—. La mitad del sindicato ni siquiera viene a la procesión. Probablemente están sentados en algún pub, pensando en machacar algunas cabezas de paganos.
—Malas noticias. ¿Y qué hay de la rama del Partido? Las cejas rojizas de Endecott tiemblan de manera casi imperceptible.
—Es sólida. La mayoría de ellos.
—¿Qué partido? —pregunta Annie con tono suspicaz.
—Eh… luego te lo cuento —dice Matt. Tiene una absurda regresión en la que ella acompaña a Endecott a Kronstadt, Makhno, la Centralita de Barcelona…
—¿Crees que vuestros estibadores renegados van a arrojarle piedras a la procesión?
Endecott se encoge.
—Todavía peor. Trozos de plomo. Grandes trozos.
—¡Jesús! ¿Tienes algún plan para impedirlo?
—Pues claro que lo tengo. —Lanza una mirada a la patrulla y a su equivalente del otro lado de la calle y a los paganos que en aquel mismo momento están abriéndose camino hacia ellos a la cabeza del continente de Tras-los-Muelles—. Parece que hay alguien más que también tiene planes.
—Todo el mundo ha aumentado un poco las medidas de seguridad —dice Matt, sincera pero lacónicamente—. Por eso está siendo tan pacífico hasta el momento.
—Bueno, será mejor que me vaya, ya te veré más tarde…
Y desaparece corriendo tras la carroza de los estibadores que en aquel momento está cruzando el punto más alto del puente.
—¿Sabes? —dice Annie—, esas carrozas parecen muy sosas, salvo la de la astronave. Es como si fueran trabajos de última hora, no sé si me entiendes.
Matt asiente, parpadea y levanta el pulgar.
—Oh, mira a esos chicos —dice ella.
La vanguardia de los jóvenes paganos está avanzando, cubierta de polvo pero con la energía intacta, sin flaquear en su danza frenética, sin dejar de azotar a los espíritus del aire con sus bastones y lanzas. Varios de ellos profieren lo que parecen gritos de admiración dirigidos a Annie, en la lengua de los paganos y ella les responde en el mismo idioma.
—Quería preguntártelo —dice Matt—. ¿Eres pagana?
—Mis abuelos lo eran —dice—. Así que sí, soy pagana. Pero tuve que aprender el idioma por mi cuenta, cuidado. A mis padres no les hacía demasiada gracia.
El contingente de paganos de Tras-los-Muelles, el último del desfile, el menos respetable y más influyente y el que más comentarios recibe, ocupa ahora el camino del río y vira hacia el puente, fila tras fila y con grandes espacios abiertos entre cada una de ellas para que quepa algún bailarín especialmente enérgico o un traje extravagante o un zancudo, o un temerario malabarista que hace girar espadas bajo el sol. Las bandas, discordantes en la distancia, se vuelven armoniosas al pasar a su lado, ahogando con su sonido el de las demás. Los travestis hacen muecas y posan y lanzan besos a los curiosos o gobiernan embarcaciones cubiertas de faldones con ensimismada destreza. Las jóvenes paganas brincan y hacen piruetas, tan vivaces como los muchachos que brincan a ambos lados de la procesión. Y a intervalos regulares entre ellos, rifles al hombro, marchando a un ritmo diferente, están los miembros de las dos milicias: la del barrio de Gail y la de la fábrica de Loudon.
Matt llama a Gail por la radio.
—Hora de ponerse en marcha —dice.
—Recibido —dice ella.
No parece pasar mucho tiempo antes de que el resto de la procesión haya pasado, y entonces las dos mitades del pelotón de defensa se sitúan tras ella antes de que los transeúntes que quieren sumarse puedan adelantárseles. Así que, con una multitud cada vez más grande tras de sí, cruzan el puente y salen al camino de la costa, en dirección a los muelles.
Once planeadores estaban ya en el aire, volando en círculos sobre la fina corriente termal que había sobre los edificios más próximos. Gail trajo el coche y lo llevó una vez más al punto de partida, la pista de lanzamiento pisoteada, al otro lado del campo. Entonces vio que Piedra era el siguiente. Giró el coche y el trailer, frenó, apagó el motor y salió. Piedra sostenía la estructura del ala con una mano y le dio un abrazo incómodo con la otra.
—Oh, Piedra, ten cuidado. Sólo tenían un momento. La coordinación era crucial. —Lo tendré— dijo. Levantó el planeador sobre su cabeza y sus hombros, colocó el arnés a su alrededor y se abrochó las correas, llevó el planeador hasta el trailer y se subió. Durante un momento sentimental, Gail vio el planeador como si fuera un traje de carnaval. Entonces volvió a subir al coche, comprobó que tenían el camino libre y que Piedra estaba convenientemente colocado sobre el trailer y apretó el acelerador. El coche salió disparado, más y más deprisa, y al cabo de cien metros la sombra del planeador pasó sobre ella y se remontó para unirse a la última fila de los demás.
El primero de los planeadores rompió la formación circular y viró hacia el otro extremo de la aldea, hacia la costa.
Azuzados por Annie y Matt, los pelotones de defensa echan a correr y adelantan a casi toda la procesión. Justo cuando están a punto de llegar al alargado extremo de los muelles, unos veinte estibadores se apartan de un edificio y se interponen en su camino. Todos se detienen.
—Mierda, ¿esto es todo lo que tenemos? —dice Dave Borden.
—Nunca dije que habría más —dice Matt—. Pero no, no es todo.
—¿Los milicianos y algunos paganos saltarines? No me hagas reír.
—Quien ríe el último ríe mejor —dice Matt—. ¿Cómo andan las cosas ahí adelante?
—He echado un vistazo —dice Borden—. Son cientos, no sólo estibadores, en el muelle que hay detrás de ese almacén. ¿Ves esa línea de polis de las Autoridades Portuarias? El grupo grande está veinte metros más a la derecha. Por ahora sólo están gritando, pero tú espera. En cuanto vean a los paganos y a la gente de Tras-los-Muelles, empezarán a arrojarnos de todo. Y a continuación les pasarán a los polis por encima. Es una línea simbólica, no más de una docena. Luego nos tocará a nosotros.
Matt puede imaginárselo, y durante un momento no son las consecuencias políticas de semejante revuelta las que llenan su mente, sino la imagen de la frágil belleza de las jovencitas y los travestis aplastados como mariposas. Ojalá en Rawliston la homosexualidad hubiera desembocado en la variante tipos duros, todo músculo y cuero y cadenas, en lugar de en aquella feminidad transexual. Pero la historia no les ha dado eso y…
—Uno lucha con lo que tiene —concluye en voz alta y Borden, para su sorpresa, levanta el pulgar y se marcha para discutir los planes con Annie y los líderes de los demás grupos.
Al cabo de un minuto o dos han llegado. Hay un espacio abierto de unos doscientos metros delante de un amplio muelle cuyo extremo se encuentra más o menos a cien metros del camino de la costa y los veintitantos milicianos de las Autoridades Portuarias ocupan la calle entre las dos aceras, con enormes espacios entre sí, de espaldas a la procesión, frente a una muchedumbre de —oh, coño— unos mil hombres que no están ni a un tiro de piedra. Los trabajadores del puerto, enfurecidos por las noticias, han construido un frente popular en su contra, utilizando una coalición de descontentos, fanáticos y asustados. Los estibadores forman una disciplinada primera línea y tras ellos se extiende en desorden una muchedumbre ruidosa, como la que se había reunido en la licorería pero más resuelta. Está erizada de palos y sobre ella se ven varios carteles antidawsonianos y otros diferentes; aquí y allá refulgen los cascos de metal o los cañones de los rifles: algunos de los milicianos de las Autoridades Portuarias que lucharon en el bando perdedor, licenciados pero evidentemente no desarmados, deben de encontrarse allí. Su número aún está creciendo: hay un flujo continuado de gente que llega al muelle desde la misma dirección conforme la procesión sigue avanzando y Matt comprende con desaliento que algunos de los que han sido detenidos en los puntos críticos deben de haber tenido la misma idea que él y están concentrando ahora sus fuerzas.
No tiene sentido esforzarse en no provocarlos. Ya están provocados. De modo que los pelotones forman en las aceras, entre los polis y detrás de ellos, en grupos de cinco, con los palos levantados y los picos y palas claramente a la vista. Ésta es exactamente la clase de situación que se les da bien. Matt no oye nada más que el estruendo de los tambores y los abucheos del enemigo. ¿Qué sección está llegando? Vuelve la mirada. Los estudiantes. El grupo de cadetes de la milicia ha pasado ya. Maldición. No debería de haber esperado otra cosa salvo que fueran atacados.
Pero los primeros paganos jóvenes están llegando ya y se están desplegando para ocupar los huecos que quedan entre los pelotones. Hay montones de huecos que llenar en aquella línea de doscientos metros y los espacios siguen vacíos pareciendo numerosísimos. Pero Matt confía en que el grupo principal de paganos no pase por delante del contingente al que se supone que debe proteger.
Un estrépito a su espalda y el ruido de muchas botas. Matt se vuelve y ve que las carrozas de los trabajadores de Endecott empiezan a frenar, cubiertas por un enjambre de gente, y las cajas de cartulina se rompen desde dentro y las tapas de los fardos de brillantes colores salen despedidas. El estrépito y el ruido son los que hacen los estibadores al tirar al suelo los palés hechos pedazos y convertidos en escudos redondos, al recogerlos y al correr hacia ellos.
También están recogiendo gruesos y cortos maderos y garfios metálicos de aspecto aterrador.
Docenas de ellos corren entre los huecos y forman una nueva línea varios metros por delante de los polis. Otros forman una línea similar detrás de la posición de Matt. Tienen muchos más escudos de los que necesitan así que les gritan a los paganos y los milicianos que los cojan y levanten un muro de escudos a lo largo de la línea de la procesión.
Alguien da un empujón a Matt y éste ve que llegan más y más paganos para rellenar la línea, escucha el inconfundible sonido de sus tambores y al mirar atrás, ve que los hermosos jóvenes pasan a toda prisa, y avista tras el muro de escudos todavía a medio formar a Pierna Lenta, que dirige otro grupo de paganos con las lanzas en horizontal, para contener a cualquiera de los suyos que quiera abandonar la multitud.
Apenas hay espacio para que los miembros de los pelotones de defensa puedan moverse. Matt se apoya el bastón en el hombro en el mismo momento en que la primera de las formas negras cae sobre ellos. La primera andanada va dirigida sobre todo contra la línea de estibadores, rebota con estruendo en sus escudos o cae detrás de ellos y a continuación llega la segunda lluvia de pedazos de metal. Esta vez sí acierta de lleno: gritos, cabezas sangrando, alguien cae muy cerca de él sacudiendo los brazos. La multitud enemiga avanza, se detiene, los estibadores vuelven a lanzar sus proyectiles. Esta vez Matt ve cómo vuelan los objetos sobre ellos, escucha su infernal traqueteo sobre los escudos de madera de los que vienen detrás y más gritos.
Lo empujan por delante de los polis, justo detrás de la línea de los estibadores, que están lanzando miradas hacia atrás. Todo el mundo, delante o detrás de él, lo mira, y ve la sonrisa de Annie a diez metros, a su izquierda, y se saludan con un gesto de la cabeza. Se apartan a continuación y Matt grita con voz tranquila que se escucha por encima del escándalo reinante:
—Cuando gustéis, camaradas.
Y echa a correr hacia el enemigo.
Rawliston se extendía por debajo de Piedra. El aire era más cálido de lo normal y las corrientes termales eran más fuertes. La neblina del calor y el sudor le estorbaban la visión. En una o dos ocasiones se arriesgó a quitarse las gafas para escupir sobre ellas y secarlas con el pulgar y para limpiarse los párpados con la muñeca. Delante de él y a su izquierda, aquellos que habían despegado antes se habían desplegado en una irregular formación en «V», como pterodáctilos en migración.
La pistola le estorbaba en la cintura y la bomba que llevaba en cada ala suponía un peso muerto. Piedra, al igual que los demás, había practicado antes las maniobras con lastre pero algo —quizá el conocimiento del peligro que contenían los tarros de arcilla— volvía más incómodo el vuelo real.
El planeador de cabeza viró para apartarse del camino que estaban siguiendo y todos los demás fueron tras él mientras empezaba a descender en dirección a los muelles.
Matt atraviesa la línea de escudos de los estibadores y sus pies veloces dejan atrás los adoquines de la calle y empiezan a pisotear los ruidosos maderos del muelle. La distancia mengua muy rápidamente porque el enemigo también está corriendo hacia ellos. Lo último que Matt ve antes de que se encuentren es cómo vuelan por encima de su cabeza los escudos de madera, ahora inútiles, y caen sobre las caras de sus adversarios. No sabe cómo ha llevado el bastón hasta que ve que el hombre al que acaba de golpear con la fuerza de un cañonazo en todo el pecho se tambalea y cae, bajo unos pies que lo hunden como si acabara de pisar unas arenas movedizas.
Matt levanta el bastón justo a tiempo para desviar el golpe de la barra que empuña el hombre que venía detrás del que acaba de derribar. Y entonces el extremo de su bastón aparece por debajo de la barbilla de su oponente y ambos se ven empujados por los que vienen detrás y todo termina. La sangre le empapa la cara y le mancha el bastón. Ve morir al hombre a pocos centímetros de distancia.
Entonces están demasiado pegados hasta para eso, es la furiosa y aplastante intimidad del puño y la cara, la frente y la nariz, los dedos y los ojos, los codos y los riñones, las rodillas y la ingle. Matt siente, o más bien oye, que algo le aplasta el labio y le parte los dientes. Escupe sangre y trozos de dentadura contra una cara, da un golpe con la cabeza, y entonces empieza a resbalar hacia el suelo y es incapaz de seguir moviéndose. Zumbido y traqueteo por encima de sus cabezas. El atisbo momentáneo y robado de una andanada entera de palos arrojados mientras caen lanzas sobre la refriega. Luego otra. Y otra. Las dos muchedumbres enzarzadas avanzan y retroceden pero ninguna de ellas cede.
Entonces llega un sonido diferente desde lo alto, y al mismo tiempo una sombra pasa sobre ellos, rápida como un parpadeo.
Qué difícil era, a esa velocidad, a esa altitud, diferenciar los dos bandos. Las dos masas enfrentadas eran una sola. Y la línea divisoria entre ellas era invisible. Lo único que Piedra podía hacer —siguiendo el ejemplo del primer piloto— era apuntar a la mitad de la muchedumbre más próxima a la orilla. Pasó a baja altura, justo por encima del tejado de los edificios de cuatro pisos que se elevaban a ambos lados de la batalla y tiró de las palancas mientras sobrevolaba el camino y la alargada y colorida línea de la procesión.
El planeador se remontó con una sacudida al tiempo que las bombas caían a tierra. Piedra trató de controlarlo y no pudo seguir la trayectoria de caída de las bombas. Su ascenso lo llevó por encima de unas aguas grises y agitadas y unos mástiles que parecían querer cogerle los pies, y se ladeó para dar la vuelta. Con una mirada rápida hacia abajo y hacia la izquierda vio que se encendían dos brillantes flores de fuego y luego tuvo que concentrarse en el vuelo.
Explosiones y llamas y gritos. El pecho que se aprieta contra la cara de Matt deja de repente de presionar y Matt consigue el espacio suficiente para propinarle un puñetazo directo en el plexo solar. A continuación avanza a trancas y barrancas y derriba a su enemigo. Se abren huecos delante de él y luego empieza a distinguir peleas separadas por todo el muelle. Las bombas incendiarias han arrojado petróleo en docenas de lugares. Hay gente rodando por el suelo, con la ropa y el pelo ardiendo, mientras otros tratan de apagarlas y algunos más corren frenéticamente para saltar al mar. Aquellos que no han sido heridos están dispersándose. Matt coge un palo y se suma a la furia de la persecución, golpeando cuantas espaldas se encuentra en su camino. Por el rabillo del ojo ve cómo un travesti pagano, sin nada más que unos jirones de color azul para cubrirse las piernas, propina una perfecta patada voladora a un rostro sorprendido. Ve cómo parte Annie el rifle de un renegado con su palo. Ve más heridas de las que querría recordar en toda su vida. Y entonces el enemigo se bate en retirada y todo termina.
Matt deja a Borden para organizar a algunos de los estibadores para la siguiente tarea. Annie y él regresan corriendo a la calle principal y pasan junto a la procesión, que en su mayor parte es ajena a lo que acaba de ocurrir —aunque los rumores están extendiéndose muy deprisa—.
Más adelante, la parte religiosa de la procesión acaba de pasar por la calle y está encaminándose a la entrada principal del puerto. Al mismo tiempo, su parte colorida, carnavalesca está volviéndose en la dirección opuesta, hacia Tras-los-Muelles. Algunos de los jóvenes paganos —de Rawliston y del Valle— están formando grupos pequeños que se alejan corriendo por las calles y callejuelas.
Un número creciente —ahora se cuentan por centenares— de guerreros paganos está formando filas, allí mismo, donde los pelotones de las milicias de las fábricas y los barrios están marchándose, dejando a las secciones principales que acompañan para seguir adelante, a la ceremonia o a la gran fiesta callejera, según el gusto de cada uno. Los comandantes de las unidades cristianas y paganas están colaborando y negociando, en ocasiones de manera muy ruidosa.
—Ya está —dice Matt—. Hemos acabado.
Deja de correr y se apoya en la pared de un edificio de oficinas. Su espalda resbala por ella hasta que está sentado en el suelo, con las manos sobre las rodillas, mirando a Annie.
—¿Qué está pasando? —pregunta ella—. Sólo otro golpe de estado —dice—. Las milicias de las fábricas y los barrios están a punto de marchar para derrocar al Consejo de Notables, ocupar algunos edificios públicos y esa clase de cosas. Junto con los paganos, que creen que están invadiendo y ocupando Rawliston con la ayuda de unos pocos quintacolumnistas. Pobres desgraciados. Entre todos deberían pasarle por encima a la milicia de las Autoridades Portuarias.
Ella lo fulmina con la mirada.
—¿Lo has preparado tú?
Se encoge de hombros.
—Más o menos.
—¿Y no vas a tomar parte en tu propio golpe de estado?
—No —dice Matt—. Pueden cuidarse solos y, además, se está preparando una batalla más importante. Toda esta gente a la que hemos estado persiguiendo va a reagruparse, hará correr las noticias y en algún momento de las próximas horas ellos y los antidawsonianos y toda la chusma restante van a llevar a cabo el peor ataque contra Tras-los-Muelles y el barrio pagano que esta ciudad haya visto nunca.
—Mierda —dice Annie—. Sí, ya veo, en efecto. Tenemos que estar preparados.
Matt se pone en pie con dificultades. Annie está recorriendo la calle con la mirada, buscando a sus camaradas y llamándolos con gestos. La mira con una especie de admiración desesperanzada. En este momento y hasta que vengan a recogerlo, lo único que quiere hacer es unirse a cualquiera de las fiestas callejeras de Tras-los-Muelles, y escabullirse cuando empiece la batalla.
Ella ha vuelto a reunir el pelotón.
Se vuelve hacia él con una ceja enarcada.
—Oh, vale —dice Matt.
Piedra descendió en mitad de una calle de Tras-los-Muelles, justo delante de la primera riada de gente que se lanzaba a las fiestas callejeras. Corrió sobre los duros adoquines, frenó hasta detenerse, salió de debajo del ala y se encontró frente a centenares de personas que estaban lanzando vítores. Tardó varios segundos en comprender que lo estaban vitoreando a él.
Se adelantó con el planeador cargado a hombros y esperó en un extremo de la muchedumbre —la mayoría ya había dejado de prestarle atención y estaba dedicada a la bebida y el baile— a que llegara uno de los capitanes del pueblo del cielo. Un hombre de Puente Largo se separó del gentío, levantó una lanza y un rifle y los agitó.
—Bien hecho, mujer —le dijo a Piedra—. Ahora vamos a guardar ese planeador y nos reuniremos con los que van a construir las barricadas.
—Primero tengo que enviar un mensaje por radio —dijo Piedra. Le quitó el walkie-talkie al capitán y llamó a Gail para decirle que se encontraba bien. Escondieron el planeador en un callejón, a pesar de que los dos sabían que era muy poco probable que lo recuperaran, reunieron a más hijos del pueblo del cielo y algunos aliados lugareños y se alejaron de la música, el ruido y el humo por una callejuela que llevaba al extremo del barrio.
—Por aquí —dijo el capitán, llamado Puño Fuerte.
Se detuvieron. Era una calle estrecha que desembocaba en una plaza de la que salían otras calles más amplias que se adentraban en un vecindario hostil. Todas las tiendas de la zona tenían las ventanas atrancadas con tablones: aquélla era una ruta tradicional de escape para las batallas que todos los años estallaban cuando terminaban las celebraciones.
Siguieron un par de horas de duro trabajo. Se trajeron vehículos, puertas y muebles —parte del material había sido prestado voluntariamente por sus propietarios, otra parte no— y se colocaron en las calles. Se llenaron botellas de petróleo, se apilaron ladrillos y se llevaron cajas enteras llenas de ambos a los pisos superiores, donde se colocaron junto a determinadas ventanas que dominaban la plaza. El equipo al que Piedra se había unido se coordinaba con los demás por radio y a cada minuto que pasaba más gente abandonaba las fiestas y se unía a ellos. No se veían milicianos por ninguna parte: estaban todos ocupados defendiendo el gobierno provisional o tratando de derrocarlo. Ocasionalmente les llegaba el traqueteo distante del fuego automático o alguna noticia elevada a la categoría de rumor.
Piedra tiraba y arrastraba, se arrancaba astillas de las manos, empujaba y levantaba. El sol estaba descendiendo pero el aire seguía muy caliente. El joven pagano estaba cubierto de porquería y sudor pero no le importaba. Ahora había unas sesenta personas en la calle, paganos y travestis e hijos del cielo y vecinos, y todo el proceso se había convertido en un carnaval, a pesar de la seriedad de su propósito o precisamente a causa de ella.
Acababan de completar la barricada cuando se produjo el primer ataque. De improviso, un grupo de unos cuarenta jóvenes salió corriendo de una de las calles laterales, se reunió detrás de la fuente seca del centro de la plaza y empezó a arrojar piedras. Entonces, cuando todos se habían agachado detrás de la barricada, cayó una bomba incendiaria sobre ella y empezó a arder.
Puño Fuerte introdujo el cañón de su rifle por un agujero y disparó un par de veces. Los atacantes se dispersaron, lo que proporcionó a los defensores el tiempo necesario para apagar el fuego.
—No disparo más —dijo Puño Fuerte—. Ahorro balas por si llegan aquí.
El siguiente ataque se produjo al cabo de media hora. Esta vez, la turba atacante llenaba la plaza. Piedras, ladrillos, botellas y bombas de petróleo volaban en ambas direcciones. Grupos de escaramuza de ambos bandos se adelantaban y chocaban. Piedra tuvo la impresión de que los acontecimientos se volvían inconexos. Un instante estaba alargando la mano hacia el último ladrillo de un montón, al siguiente estaba detrás de un cristal roto, contemplando la plaza y viendo cómo estallaba una bomba de petróleo, consciente de que acababa de arrojarla pero sin saber muy bien cómo.
Una vieja pagana y desdentada le estaba gritando al oído.
—¿Por qué no utilizas tu maldita arma?
Se volvió hacia ella mientras removía los escombros y la basura de su dormitorio en busca de algo más que arrojar.
—Espera un momento —dijo—. Espera.
Y corrió escaleras abajo. Al salir al exterior sintió la brisa del atardecer, el viento procedente de las montañas y el oeste, y levantó la mirada y divisó las primeras luces de los braseros de los trenes globo que avanzaban lentamente hacia ellos por el firmamento.
Entonces, por encima de los gritos y los golpes y algún que otro disparo ocasional, oyó el zumbido de los aviones.
Gail recibió el mensaje por radio, se inclinó por encima del parabrisas y le dio unos golpecitos a Loudon en el hombro. Éste miró atrás. Gail señaló hacia abajo. Loudon levantó el pulgar y descendió. Más abajo, a unos trescientos metros de altitud, la flota de aeronaves primitivas que llevaban sobrevolando veinte minutos se acercaba a una velocidad agónicamente lenta a la ciudad. En las calles que rodeaban los muelles ascendían columnas de humo; aquí y allá por toda la ciudad, Gail veía llamas. Más adelante, desde la costa, se acercaban dos aviones de las Autoridades Portuarias, aterradoramente deprisa.
El plan de Matt había permitido que no todos los aviones de las Autoridades Portuarias estuvieran en manos de las milicias leales a la Asamblea cuando la segunda oleada de la fuerza aérea del Gran Valle —Mando de Bombarderos, como él lo llamaba con ironía— llegara a Rawliston.
Gail comprobó la cinta de munición de la ametralladora y se aseguró de que las miras estuvieran ajustadas a las distancias más probables. Aferró la doble empuñadura del arma, la giró hasta situarla en posición de disparo y se volvió en su asiento hasta estar incómodamente acurrucada detrás de él.
Por un momento, mientras se dirigían en línea recta hacia los trenes globo, los dos hidroaviones parecieron patos sentados. El Kondrakov-Lebrun contaba con la ventaja de la sorpresa y el sol a su espalda. Pero una ráfaga de fuego automático desde la góndola del globo, que hizo que se balanceara violentamente —Gail pudo imaginarse la escena con toda claridad— falló por mucho y el primero de los hidroaviones ascendió en una maniobra evasiva. Pasó como un destello fugaz delante de los ojos de Gail, a unos treinta metros de distancia y demasiado deprisa como para que pudiera hacer nada. Lo siguió mientras se ladeaba al alcanzar el punto más alto de su ascenso y viraba para atacar al KL-3B.
Loudon hizo virar su aeronave, que emitió un aullido atronador. Gail tuvo la impresión de que todas las vértebras de su columna se comprimían. La maniobra funcionó: el hidroavión, más lento y más pesado y con mayor resistencia al aire, no pudo seguir su viraje. El otro aeroplano enemigo había pasado sobre los lentos trenes globo enemigos y ahora estaba girando. Lo tuvo en el punto de mira, inmóvil, durante uno o dos segundos, y apretó el gatillo. La cinta de munición trepidó sobre sus rodillas mientras los casquillos vacíos saltaban delante de su cara.
Falló.
El KL-3B picó, se ladeó y volvió a volar paralelo a la superficie, a unos cien metros de distancia del primer hidroavión. Su piloto cometió el trágico error de ladearse tratando de apartarse. La siguiente ráfaga de Gail desgarró la parte inferior del fuselaje y el vehículo cayó dando vueltas.
No tuvo tiempo de seguirlo con la mirada. El segundo estaba ahora a su cola. Ninguno de los dos aviones tenía capacidad de disparo delantera y ella no podía girar la ametralladora hacia él. El enemigo permaneció allí a pesar de los intentos de Loudon por quitárselo de encima. Volvió a virar y voló hacia el primero de los trenes globo. El hidroavión lo siguió y una ráfaga procedente del globo, más atinada esta vez, lo derribó.
Matt se acurruca en un rincón de la calle, tras un carromato volcado y observa cómo se deshace una revuelta entera mientras llueven sobre ella bombas incendiarias y explosivas. En el cielo cada vez más oscuro y a través del humo, se ven luces y fuego que cae del cielo. Alguien de la muchedumbre tiene la presencia de ánimo suficiente para dejar de correr y disparar al tren globo que está pasando sobre ellos.
Perfora los globos que sustentan el vehículo, que al instante empiezan a deshincharse, y entonces las llamas los devoran, más y más furiosas conforme el artefacto se precipita a tierra. Los cabos de la góndola arden también y cuando se consumen del todo, ésta cae en picado y choca contra la calle. Ninguno de sus ocupantes tiene la menor oportunidad de sobrevivir. Los globos ardientes caen flotando sobre los tejados. Estallan más incendios.
Pero la calle está vacía: el asalto ha sido rechazado. La sorpresa provocada por el ataque aéreo ha desmoralizado más al enemigo de lo que lo ha dañado el efecto físico de las bombas. Matt y Annie se retiran algunas manzanas de la primera línea, hasta una zona segura. La mayor parte de los demás trenes globo, libres de sus letales cargas, están alejándose en dirección este, hacia el mar.
Matt consulta su reloj. Son las ocho y media, hora local. Annie está tomando un trago. Sonríe al ver su rostro feliz, sucio, fiero, y ella le ofrece la cerveza y lo mira con aire inquisitivo.
—Me necesitan en los muelles —dice. Hace un gesto en dirección al cielo y el mar—. Búsqueda y rescate: los globos tendrán que descender en el mar y vamos a tener que enviar barcos para rescatar a los pilotos.
—Ah —dice Annie—. Por eso era tan importante conservar el puerto.
—Sí. No creo que nos lleve más de una hora. —Le toca el brazo—. Luego me reuniré con vosotros.
Ella esboza una gran sonrisa.
—Sí. Estaré por aquí. Cuídate. Matt se vuelve y sale corriendo. Puede que sea la superstición de los paganos con respecto a las despedidas, o puede que se hubiese mostrado igual de despreocupada si no pensara que va a verlo dentro de una o dos horas. Sea como sea, hace que se sienta un poco mejor.
De modo que, al igual que esta mañana, está corriendo por Tras-los-Muelles. Para su asombro, hay grupos de gente que siguen celebrando la fiesta junto a otros que acuden a las batallas o huyen de ellas. Está corriendo por un trecho oscuro de una calle cuando ve una figura conocida que camina a buen paso, sola, arrastrando una gran bolsa negra. Avakian.
Matt no se lo piensa dos veces. Se precipita como un obús contra la calle y en menos de tres segundos tiene el cuerpo del boticario dos metros más allá, apoyado contra la pared en un portal oscuro y con un cuchillo en la garganta.
—Matt… —gime Avakian.
—Habla —dice—. Le fuiste con el cuento a los Rodríguez, ¿verdad? ¿Qué te hicieron? ¿Amenazarte o sólo emborracharte?
—Jesucristo —suplica Avakian—. ¿De qué estás hablando? Deja caer la voluminosa bolsa negra. Al tocar el suelo emite un sonido metálico.
—Llevo horas atendiendo a los heridos —dice—. No sé qué…
—Qué ha desencadenado todo este embrollo —dice Matt mientras deja que la hoja resbale un poco—. La historia de los paganos, de las naves, ¿sabes?
Avakian parpadea.
—¡Oh! —dice. Sacude la cabeza levemente en un acto reflejo, se encoge y a continuación se queda muy quieto mientras una gotita de sangre se forma en su cuello—. No he sido yo —dice—. ¿Para qué coño iba a hacerlo? Los Rodríguez me han hecho el vacío desde que regresamos. No les gustó que los utilizáramos como cobertura cuando nos llevamos la nave. —Esboza una sonrisa desesperada—. Las invitaciones a las fiestas han dejado de llegar.
Aquello suena perfectamente plausible. Si Avakian hubiera sido el responsable de aquella historia, voluntaria o involuntariamente, se mostraría contrito, no lo negaría.
—Mierda —Matt lo suelta, hace desparecer el cuchillo como si fuera un truco de magia y retrocede un paso—. Mierda. Lo siento, Armen. Chócala.
Aturdido, Avakian le estrecha la mano.
—No te culpo —dice—. Sé que no he sido yo, así que me imagino quién ha debido ser. Jesús, podría matarlo yo mismo.
—Sí. —Matt lo mira con el ceño fruncido durante un segundo—. Sí, bueno, puede que lo haga yo. Nos veremos, amigo.
Se marcha corriendo. Resulta extraño estar corriendo ahora por las mismas calles que por la mañana. Resulta extraño mirar las luces que pasan por el cielo, haber visto aquella breve batalla en el aire, y pensar que las próximas batallas podrían librarse en el espacio.
Está pasmado por el caos y la sangre de las pasadas horas pero al mismo tiempo satisfecho por lo que ha hecho. Convertir el absurdo ataque de los paganos en una contribución al levantamiento puede afectar, o incluso determinar, la clase de sociedad que existirá allí cuando lleguen los alienígenas, sea dentro de un año, de un siglo o de más tiempo. Una sociedad que podría ser capaz de darles la bienvenida y ganárselos, tal como pidió Salasso, en lugar de una sociedad llena de suspicacia, capaz de responder al fuego sólo con fuego.
Y aunque eso no sirva —¿Quién puede decirlo con tanta antelación?— tiene la sospecha de que éste va a ser el último motín del Día de San Teilhard. Los paganos locales ya tienen aliados, ya no son presa fácil, y el Gran Valle se ha ganado el respeto de la ciudad. Para un solo día, no está mal.
Lydia esperaba al pie de la escalerilla del esquife, al otro extremo del embarcadero de los mercaderes. Salía humo de las calles contiguas. Uno por uno, los trenes globo se alejaban lentamente, arrastrados por los vientos por encima del puerto y hacia el mar, donde se hundirían. Algunos de ellos ya habían caído, muy lejos y flotaban por breve tiempo como lámparas ceremoniales de papel. Entre ellos pasaban lanchas motoras, recogiendo a los tripulantes.
Matt llegaba tarde y cada minuto que se retrasaba reducía la cantidad de tiempo que Lydia le había concedido para que la convenciera y aumentaba el tiempo que tenía para que su enfado creciera. Para cuando llegó al fin, jadeando y cojeando, con la cara ennegrecida por el humo, la ropa hecha jirones y los ojos inyectados en sangre, ella lo había concentrado todo en una sola frase:
—Que te jodan, Matt Cairns.
Que, para su gran satisfacción, pareció contrariarlo y sorprenderlo enormemente.
—¿Qué? —dijo, boquiabierto. Allí parado, con la respiración entrecortada y las manos apoyadas en las rodillas, levantó la mirada hacia ella.
—No vienes con nosotros.
Se enderezó.
—¿Por qué no? —Esbozó una sonrisa sarcástica—. Acabo de demostrarte que puedo arruinar los planes de Volkov.
Lydia sintió que los puños se le cerraban.
—¡Sí, con los tuyos! ¡Eres tan peligroso como él! ¡Uno solo de los dos ya es lo bastante malo! ¡No os quiero en el mismo planeta!
Matt frunció el ceño y a continuación sonrió y se encogió de hombros.
—¿No deberías estar ya a bordo?
—Sí —dijo. Una voz de saurio teñida de urgencia la llamó. Subió la escalerilla y al llegar a lo alto se detuvo y vio que Matt la estaba mirando.
—Habrá otras naves —dijo el cosmonauta.