CUATRO
EL PRIMER HOMBRE EN VENUS
Los escalones del interior del edificio de las Autoridades Portuarias son de hormigón desgastado. Los del exterior, los que bajan a la calle desde las dobles puertas giratorias, son de mármol lascado pero limpio. La luz del sol incide con fuerza sobre la piedra blanca mientras Matt emerge pestañeando, seguido de cerca por Gregor y Elizabeth. Al final de los diez amplios y bajos escalones hay unas dos docenas de personas que cargan pesadas cámaras o apuntan hacia ellos micrófonos de color negro. Muchos de ellos llevan trasmisores de radio pegados a una oreja y están hablando o garabateando notas en cuadernos. Tras ellos, en la amplia avenida, pasan coches y camiones a poca velocidad. Los conductores y los transeúntes se demoran y cotillean. El escándalo de las voces y los vehículos distrae. Unos pocos hombres de uniforme, sudando bajo los lustrosos cascos de acero y con varas de dos metros de longitud en las manos ordenan a la gente que siga su camino pero aparte de impedir que se produzca un auténtico atasco, no es mucho lo que están logrando.
Sin embargo la muchedumbre no se precipita escaleras arriba, de modo que Matt baja para salirle al paso a la espesura de micrófonos. Una mujer que empuña uno de ellos le pone una gran hoja de papel en las manos. El papel está todavía caliente y las negras letras son manchas bajo las yemas de sus dedos. Una cabecera en negrita en una fuente arcaica anuncia que se trata de El Horario Electrostato, sobre un voluminoso titular que exclama ASTRONAVE EMBARGADA. El resto de la mitad superior de la página es una fotografía con mucho grano pero claramente discernible, tomada evidentemente a baja altura desde alguna avioneta, de dos de los hombres de Aduanas que abordaron la Estrella Brillante. Los dos están apuntando a la cámara con sus rifles. Matt está impresionado: la cosa tuvo lugar hace menos de dos horas. Puede que el nombre del periódico esté justificado.
No tiene tiempo de leer más. Alguien le pone un micrófono delante de la nariz.
—Señor Cairns, ¿tiene algo que decir a lo que están haciendo las Autoridades Portuarias?
Otros periodistas se amontonan a su alrededor, haciendo preguntas sobre cómo y por qué ha hecho la Estrella Brillante el salto lumínico. Matt se vuelve hacia Gregor, quien al fin y al cabo está al mando de la nave. Gregor se encoge de hombros y guarda silencio. Elizabeth sacude la cabeza. Matt comprende con cierta irritación que los otros dos han decidido que sea él el portavoz.
Le sonríe a la mujer que le ha entregado el periódico y dice:
—No, no tengo ningún comentario sobre lo que han hecho las Autoridades Portuarias.
—¿No cree que es…? Pero él ya se ha vuelto para responder otra pregunta.
—Estamos aquí para comerciar —dice—. Y para probar la nave.
Eso es todo. El navegante Gregor Cairns, aquí junto a mí, ha resuelto el problema del salto entre Mingulay y Croatano. Por descontado, estamos aliviados de que haya funcionado —hace una pausa y le sonríe a la cámara hasta que alguien le devuelve la sonrisa—, y estamos encantados de estar aquí.
La mujer del Electrostato vuelve a la carga y sacude peligrosamente su micrófono.
—¿Por qué han venido? Quiero decir, ustedes en concreto, todos ustedes.
Matt da un codazo disimulado a Gregor para que responda. El joven se encoge de hombros y se rasca la cabeza como si estuviera considerando alguna cuestión muy profunda. Típico de los científicos. El tiempo muerto se prolonga veinte segundos.
—Estoy aquí —dice Gregor— porque los cálculos de navegación son obra mía y no hubiera podido pedirle a nadie que arriesgara la vida basándose en ellos mientras yo me quedaba atrás. Aquí mi… eh, pariente Matt ha venido porque cuenta con cierta experiencia en el funcionamiento de la nave. Ha realizado un… eh, estudio especial sobre ella. Y Elizabeth… eh…
—Yo estoy aquí —dice Elizabeth con firmeza— porque soy una científica. Una bióloga marina. Estoy aquí como representante de la Universidad, no de las Familias Cosmonautas.
—¿No echan de manos a nadie que se haya quedado en casa? —le pregunta la periodista con una sonrisa maliciosa.
—De todas las personas que conozco, Gregor es la única a la que no hubiera soportado pasar diez años sin ver.
Esto provoca una carcajada y algunos vítores.
Alguien coloca otro micrófono delante de la cara de Matt.
—¿Es cierto que cuentan con la ayuda de los saurios?
—Con la de unos pocos —dice Matt.
Le da la espalda a este periodista y responde algunas preguntas más, pródigo en detalles pero evasivo al mismo tiempo, y se asegura de rodear con los brazos a sus dos compañeros, en parte para las cámaras y en parte porque se da cuenta de que empiezan a parecer un poco alienados. Él conoce la sensación: el cambio cultural, asociado al cambio aún mayor que supone encontrarse en un planeta nuevo, con una gravedad ligeramente diferente, que hace que andes mal y se te caigan las cosas, mientras el aire arrastra aromas que no conoces y una mezcla un poco distinta de gases que tu cerebro no termina de identificar pero que notas en cada una de tus células.
Y mientras todo esto ocurre se está preguntando cómo van a salir de allí y adónde irán cuando lo hayan conseguido, cuando de repente se topa con una visión deliciosamente familiar y bienvenida, el auténtico sabor de hogar, un platillo volante que sobrevuela los tejados de los elevados edificios que tienen delante y empieza a descender, reflejando toda la escena en una imagen asombrosamente distorsionada sobre el espejo perfecto de su superficie lenticular, hasta posarse con suavidad en la calle. Los vehículos y la gente se apresuran a apartarse de su camino, en medio de una cacofonía de frenazos, crujidos de parachoques, tintineo de cristales, motores revolucionados y gritos. El vehículo extiende sus tres patas telescópicas y la escotilla de entrada se abre como un ojo líquido. Una escalerilla grisácea baja hasta el pie de la escalinata de las Autoridades Portuarias.
La chica Tenebre, Lydia, baja unos pocos escalones, recorre la multitud con una mirada de desaprobación y por fin esboza una sonrisa.
—Venid —les dice—. Os llevaremos a la Casa de los Mercaderes Estelares.
Matt espera mientras primero Gregor y luego Elizabeth suben por la escalerilla. A continuación, con una sacudida de la cabeza y un esfuerzo de voluntad, los sigue al interior del esquife. La escotilla se cierra tras él sin el menor sonido. El interior es idéntico al de todos los platillos volantes en los que ha estado, con una pantalla circular que recorre todo el perímetro y muestra el exterior con más claridad que una ventana y una especie de estantería blanda y angulada por debajo de ella que sólo desaparece detrás del panel de control frente al cual se sienta el saurio piloto. Sabor de hogar.
Salasso ya está a bordo. Matt le sonríe y se sienta junto a Lydia en el banco circular cuyo confortable respaldo acolchado envuelve el eje central del motor de la nave. En el suelo hay varias maletas, entre las que reconoce la suya.
El piloto mira atrás.
—¿Todos preparados?
—Sí —dice Lydia—. Llévanos a casa, Voronar, por favor.
No hay sensación de movimiento pero la visión que muestra la pantalla se inclina hacia abajo. Por un momento Matt puede ver la multitud de periodistas, algunos de los cuales levantan hacia el cielo los micrófonos o, lo que tiene más sentido, las cámaras y entonces la visión vuelve a inclinarse y no se ve más que el cielo cubierto de calima.
—Bueno, ¿qué es lo que ha pasado? —pregunta Matt. Salasso exhala un largo y siseante suspiro y hace un gesto en dirección a Lydia, como si él estuviera sin palabras, cosa que probablemente sea cierta. La propia Lydia está furiosa.
—¡Ese cerdo, ese burócrata de Cargill ha inspeccionado la nave y la ha sellado diciendo que representa un peligro! Por poco no podemos sacar vuestras cosas. Ninguno tiene permiso para volver allí salvo Salasso y eso sólo porque ha conseguido convencer a Cargill de que el motor requiere puestas a punto regulares o se convertirá en un peligro aún mayor. Ahora mismo hay dos botes patrulla amarrados junto a la nave. Podéis desembarcar vuestro cargamento, pero nada más.
Gregor frunce el ceño y se echa hacia delante lo más posible evitando la curva del banco.
—¿Crees que Cargill se habrá asustado al ver el motor y el resto de material avanzado?
Lydia se ríe y cuando habla la rabia ha desaparecido de su voz.
—Sé que se ha asustado al verlo… ¡Yo me he asustado al verlo! Pero ésa no es una razón válida para embargar una nave. No, es un pretexto.
—Bueno. ¿Y cuál es la razón de verdad?
—Eso lo discutiremos en la Casa —dice Lydia—. Mi padre sabe algo al respecto.
Se levanta y observa el exterior por la pantalla. El aire es claro y el cielo tiene un brillante color azul. El esquife ha aumentado la velocidad al salir de la ciudad y ahora vuela a baja altura siguiendo la carretera de la costa. Entre la carretera y las alargadas playas blancas, se ven grandes villas y mansiones erguidas en medio de amplios jardines. Al llegar cerca de una de las más grandes, el esquife se inclina hacia un lado, luego hacia otro, y por fin desciende como una hoja sobre un patio pavimentado y jalonado de palmeras y fuentes que proyectan arco iris en miniatura. Tras extender las patas y la escalerilla, se posa con suavidad sobre la piscina central.
—Aquí estamos —dice Lydia—. Bienvenidos a la Casa de los Mercaderes Estelares.
Lydia los llevó hasta una mesa situada bajo la galería interior del patio. Un par de parientes lejanos se habían llevado los equipajes y el esquife despegó y pasó sobre el tejado para descender inmediatamente de nuevo sobre la amplia franja de césped que discurría entre la casa y la playa.
Su padre, Esias, y la tercera esposa de éste, Phoebe, salieron para recibir a los recién llegados. Esias, claramente relajado, vestía una túnica suelta de aspecto informal. Phoebe, por su parte, otra túnica liviana de Nova Babilonia, de color verde y bordada con hilo de plata. A continuación vinieron los estrechones de manos y las palmaditas en la espalda de rigor. Matt era el único al que había que presentar. Phoebe empezó por llenar varios vasos de una jarra grande y cubierta de escarcha y a continuación indicó con un gesto a unos parientes lejanos que esperaban al otro lado del patio que trajeran más bebidas mientras Voronar aparecía en la entrada abierta de la parte delantera, se reunía con Salasso y todos se sentaban.
Lydia se encontró a la derecha de Gregor; éste tenía el brazo izquierdo alrededor del de Elizabeth, quien no tenía ojos más que para el vaso alargado que acababa de aparecer frente a sus ojos.
—Una vez me preguntaste dónde vivíamos entre viaje y viaje —murmuró Lydia—. Aquí es donde vivimos cuando estamos aquí.
—Es maravilloso —dijo Gregor al tiempo que estiraba el cuello y echaba un vistazo a su alrededor—. ¿Y cómo lo mantenéis entre visita y visita?
—No tenemos que hacerlo —dijo Lydia—. Se le alquila a cualquier familia mercante que pase por aquí y, cuando no hay ninguna, imagino que a magnates locales que quieren pasar algún tiempo lejos de la ciudad. —Se reclinó en su asiento y echó también una mirada a su alrededor y reparó por vez primera en que las losas y las tejas estaban más gastadas y había líquenes y plantas trepadoras en las paredes—. Ha cambiado mucho en los últimos meses… quiero decir, siglos…
Gregor le dirigió una mirada irónica.
—Sí, apuesto a que sí. ¿Hay otras familias viviendo aquí?
—No, no, sólo nosotros. Cuatro alas, tres pisos… lo justo para todos. Sesenta y pico humanos, treinta saurios más o menos… lo normal para un clan mercantil. Los demás se encuentran en este momento en otras villas situadas a lo largo de la costa.
—Mejor que el Torreón, ¿no te parece?
Lydia sonrió al recordar el vasto castillo prehumano que las Familias Cosmonautas mantenían en las afueras de Kyohvic, la ciudad nativa de Gregor, en Mingulay.
—Más cómodo, puede, pero no tan interesante. Aquí no hay nadie que nos ofrezca su hospitalidad. Ni tampoco hay cabezas de dinosaurios en las paredes ni paseos por los acantilados.
Gregor sonrió fugazmente mientras aquel recuerdo que compartían se hacía sentir en su mente, y a continuación alargó la mano hacia su bebida. Matt Cairns y Esias estaban ya hablando en voz baja y con aire enfático. Los dos saurios estaban pasándose una pipa de hierba y soltaban gruesos anillos de humo por sus pequeñas bocas. Al otro lado de la mesa, Phoebe estaba distrayendo a Elizabeth con una conversación intrascendente a la que ahora Gregor dirigió su atención.
Lydia no tenía que preguntar si Gregor y Elizabeth seguían enamorados. La presencia de la muchacha era prueba más que suficiente. Pero ignoraba si aquella pasión la excluía. En Mingulay las costumbres sexuales eran tolerantes pero las emocionales, en cambio, restrictivas. La atracción mutua combinada con la amistad se consideraba el único fundamento válido para el matrimonio y el amor romántico se desdeñaba, pues se consideraba un peligroso pero transitorio desorden de la mente, un cimiento poco sólido para cualquier compañerismo duradero. El predecible resultado era que los amoríos florecían de manera furtiva, tallos que no creían altos y floridos, sino que reptaban por el suelo, pálidos y retorcidos y ensortijados. No podía por menos que considerar su propia cultura como mucho más saludable y natural, al conceder a los romances pasajeros un lugar honorable aunque ornamental al lado del matrimonio, más parejo a un asunto de negocios.
En aquel momento, Faustina, la segunda esposa de su padre y madre de Lydia, acababa de llegar de la playa acompañada por Grigory Volkov, los dos desnudos y empapados, charlando y secándose y jugueteando y Lydia estuvo a punto de gritar de celos. No había razón para ello, ninguna razón. Por supuesto que no; Volkov podía nadar con quien le viniera en gana, y de hecho lo hacía. Ahora mismo la estaba mirando directamente con una sonrisa y sus blancos dientes brillaban contra el moreno de su piel, y el rubio cabello peinado hacia atrás con aire fortuito en grandes escarpias mojadas de casi tres centímetros de longitud. Se ató la toalla alrededor de la cintura al ver que había nuevos invitados y su sonrisa se transformó de manera sutil mientras los saludaba y daba la vuelta a la mesa para llevar una silla hasta la esquina de Lydia. Faustina se arrimó a la esquina que había frente a Esias.
—De modo que lo habéis conseguido —dijo Volkov, a Matt más que a Gregor. Su suave tono de barítono y el indefinible pero refinado acento de su inglés le produjo a Lydia, como de costumbre, la misma sensación que si le hubiera estado acariciando la espalda a un gato. O, más bien, siendo ella el gato, que le hubieran acariciado la espalda.
—Lo conseguimos —dijo Matt con firmeza. Un pariente lejano había hecho girar un carrito lleno de botellas y, en medio de un tintineo de cristales, estaba haciendo una lenta ronda por la mesa. Matt apartó de Volkov la mirada el tiempo justo para hacer una elección y a continuación se volvió de nuevo hacia él mientras se servía con aire ausente varios dedos de transparente vodka en el zumo de frutas.
—Me alegro de veros a todos —dijo Volkov mientras obsequiaba con su sonrisa a todos los presentes—. No podía creerlo cuando lo he oído en la radio. —Soltó una risilla—. Así que me fui a nadar. Ah, vodka. Gracias, Arianne. —Sonrió a la prima que estaba sirviendo y se volvió hacia Esias con las cejas enarcadas—. ¿Estáis hablando de negocios?
Esias sacudió la cabeza con el ceño ligeramente fruncido.
—Creo que eso puede esperar hasta después de la cena. Nuestros invitados tienen que relajarse.
—Naturalmente —dijo Volkov. Se sacó el agua de una oreja y volvió a mirar a su alrededor, con la cabeza inclinada, como con timidez—. Voy a la piscina y a las fuentes para quitarme la sal y estoy segura de que Faustina hará lo mismo. ¿Alguno de vosotros quiere venir?
—Una idea excelente —dijo Esias. Se quitó la túnica y, ataviado tan sólo con su inmensa dignidad, cogió de la mano a su segunda esposa, caminó hasta la piscina, la tiró al agua y saltó tras ella.
Volkov miró de reojo la expresión asombrada de Gregor y Elizabeth.
—Pero si no tenemos nada que… —empezó a decir Elizabeth.
—Allá donde fueres… —dijo Volkov. Y tras un poco más de persuasión hicieron lo que estaban viendo.
Esias es un hombre fornido y musculoso que ronda los cuarenta y cinco, de cabello fuerte y rojizo y una salpicadura de pecas alrededor de la ancha nariz. Desde la cabecera de la mesa, flanqueado por su primera y segunda esposas, encauza la conversación de sobremesa sin necesidad de recurrir a nada más serio que un ojo enarcado o una oreja vuelta en determinada dirección. Con intención que podría ser maliciosa o diplomática, ha sentado a Volkov entre Faustina y Lydia —su séptima, pero, para esta ocasión, más favorecida hija— y a Matt frente a él, entre Claudia y Phoebe. Gregor y luego Elizabeth están a la izquierda de Lydia; Salasso, Bishlayan y Voronar a la derecha de Phoebe. Más allá se sientan otros miembros de la familia o la tripulación, saurios o humanos; como exige la costumbre, varios familiares jóvenes sirven la cena y el resto de la comunidad ocupa otras mesas, en aquella galería exterior o en el frondoso césped que hay cerca de la orilla, bajo la alargada sombra de la casa que, con la brisa del mar, hace del lugar un escenario fresco y agradable para una cena temprana. La música de arpa se mezcla con el sonido de las fuentes que les llega por el corredor desde el patio del otro lado para formar en la mente un efecto a un tiempo refrescante y calmante.
Matt encuentra interesante aunque un poco tensa la conversación con las dos damas que lo flanquean. Como el resto de los de Tenebre, están al corriente de su impropia longevidad —y la de Volkov— y les intrigan sus recuerdos de la Tierra. Matt tiene ya cierta experiencia en relatárselos a gente que no ha estado allí y sabe que una fina línea separa el dejarlas desconcertadas por falta de explicaciones o hacer que se les pongan los ojos vidriosos por exceso. Volkov, se ha dado cuenta, no experimenta tales dificultades, charla con desenvoltura con Lydia y su madre, se dirige a otras personas por toda la mesa, personas cuya amistad ha cultivado durante el último cuarto de siglo y no deja en ningún momento de dar las gracias a los jóvenes por su servicio en lugar de darlos por sentado como hacen sus parientes.
Matt se dice con cierta amargura que Volkov siempre ha sido un maestro a la hora de ganarse a la gente. Es enteramente posible que su genuina competencia como cosmonauta y el auténtico aunque científicamente absurdo heroísmo que lo llevó hasta la superficie de Venus, sean tanto los efectos como las causas de su ascenso político por la burocracia de la Agencia Espacial Europea y el Partido Comunista de la Unión Europea. En los dos últimos siglos estos logros han quedado en entredicho pero desde entonces ha hecho varias carreras en el mundo de los negocios bajo diferentes identidades y en cada una de ellas ha dejado preparado un precioso nidito para su sucesor del que ha podido beneficiarse él mismo, bajo guisa de hijo perdido u otro heredero legítimo. Todo lo contrario que Matt, cuyas transiciones han solido implicar incendios premeditados, grandes fraudes a las aseguradoras y muertes fingidas para escapar de los enfurecidos acreedores. Evitar toda referencia a estos suicidios, autodesfalcos y cosas así no ha sido la parte menos costosa de su conversación con Claudia y Phoebe.
Gregor tampoco lo está pasando muy bien. Habla sobre todo con Elizabeth y Lydia, aunque ésta está tan pendiente de la conversación de Volkov que puede que ni se haya dado cuenta. Al menos parece que Elizabeth y Gregor se han sacudido de encima la conmoción cultural, aunque Matt supone que sufrirán una brusca recaída —y también él— a primera hora de la noche. Los tres saurios que Matt tiene a su derecha guardan un silencio completo, absortos en su comida. Cada uno de ellos tiene delante un plato lleno con los restos del plato principal —pequeños pterosaurios con un sabor parecido al del pollo— y sacuden la cabeza de un lado a otro a causa de una pipa de hierba que han compartido hace poco. Matt le acepta un porro a Claudia y sin que se dé cuenta su mirada vaga hasta la mesa a la que se sienta la arpista, casi de espaldas a ellos, ofreciendo a la vista un pómulo, una mandíbula y una boca de aire pensativo que resultan tan fascinantes como el cabello rubio y liso que le cae sobre la cintura de los pantalones de cuero.
El sonido que hace Esias al poner los codos sobre la mesa y aclararse la garganta arranca a Matt de sus ensoñaciones, así que extiende el brazo por delante de los ojos vacíos de los saurios para pasar el porro a estribor, se reclina en su asiento y dirige la mirada hacia la cabecera de la mesa.
Esias convierte en un gran espectáculo el encendido de un grueso puro con un nuevo artilugio que acaba de importar de Mingulay, con el que, a Matt no le cabe la menor duda, está inmensamente complacido y en el que tiene depositadas grandes esperanzas comerciales. La tapa del Zippo se cierra con un clic y Esias exhala humo para limpiarse el olor a petróleo de la boca.
Vuelve a toser, sólo para asegurarse. Es una señal discreta pero tan enfática para todos aquellos que la escuchan como el golpeteo de un tambor. Aparte de los que se encuentran cerca de la cabecera de la mesa, la única persona que responde a ella es la arpista, que deja de tocar y se vuelve (otro momento de distracción para Matt, cuando aparecen ante sus ojos sus esbeltas y pálidas facciones). Con un gesto fugaz en el aire, Esias la insta a seguir tocando. Lo hace. Salasso, Bishlayan y Voronar salen de su trance de repente. Esias se inclina hacia delante apoyándose en los codos y empieza a hablar con rapidez.
—Antes de que todos hayamos bebido demasiado… cosa que, espero, terminemos por hacer… tenemos un negocio que atender. Todos los que estáis aquí sois invitados o familiares, así que no tenemos que preocuparnos de que nadie nos oiga, y aunque sin duda todo cuanto diga aquí acabará por saberse, podemos disfrutar de un momento de algo parecido a la privacidad sin necesidad de ser demasiado misteriosos, así que mejor será que lo utilicemos para allanar antes que nada las… ah, cuestiones más delicadas.
Cierra los ojos por un momento, suspira y se pasa los grasientos dedos por el pelo. Lydia se ruboriza de repente y parece desesperada, como si no supiera dónde mirar y por fin posa la vista sobre Matt y no la aparta de él. Desconcertado, éste responde con lo que espera que sea una sonrisa amistosa y tranquilizadora.
—Como algunos ya sabéis —continúa Esias—, hace pocos meses, en Mingulay, le prometí la mano de Lydia a Gregor si conseguía darnos alcance con su propia nave. También repetí dicha promesa, en términos diferentes, en otro momento. El consentimiento de Lydia era —le sonríe por un instante— evidente en ambas ocasiones. Nos consideramos vinculados por aquella promesa. Gregor, la decisión está en tus manos. No es necesario que lo decidas ahora, pero sería… conveniente que lo hicieras.
Matt está estupefacto. Sabía que había cierta tensión entre Gregor y Elizabeth a causa de Lydia pero no pensaba que fuera más que los típicos celos por una exnovia. Nunca hubiera creído que se trataba de un compromiso aplazado. ¿De veras son los señores del comercio interestelar tan primitivos y patriarcales? ¿Les ponen precio a las novias? Jesús, si en 2049 nosotros hemos desterrado esa costumbre del puto Afganistán… se da cuenta de que es la primera vez desde hace años que piensa en «nosotros» refiriéndose a la Unión Europea. Gregor y Elizabeth han juntado las manos sobre la mesa. A Esias no se le escapa el detalle pero le habla sólo a Gregor.
—Tu relación con Elizabeth no supone un impedimento para que aceptes la oferta, por lo que a nosotros se refiere. Gregor, que hasta entonces ha titubeado, aprovecha estas palabras como una oportunidad.
—Por lo que a mí se refiere sí que lo es —dice—. Aprecio tus palabras y te doy las gracias por ellas pero nosotros… en Mingulay vemos esta clase de cosas de manera diferente.
—Ya lo creo que sí —dice Esias con tono irónico—. Pero debo preguntártelo formalmente: ¿Estás liberando a Lydia de mi promesa?
—La libero —dice Gregor. Entonces sorprende a Matt volviéndose hacia Lydia con una gran sonrisa y añadiendo—. Pero, ya sabes, no quisiera ofender…
Hasta Elizabeth se ríe al oírlo; hasta Lydia, aunque al mismo tiempo está parpadeando muy deprisa, como si se sintiera liberada y aliviada.
—Gracias —dice—. Estoy segura de que podré vivir con este rechazo.
—No es un… —comienza a decir Gregor con acaloramiento y poniendo en peligro la astucia y el tacto demostrados hace un momento. Lydia le pone una mano en la boca.
—Soy una bromista —dice.
Ya puedes jurarlo, asiente la mirada sombría de Elizabeth pero el comentario aparentemente torpe de Gregor ha borrado toda la tensión de la situación. Matt está convencido de que sólo Elizabeth ha advertido que bajo su tono frívolo se escondía una nota de arrepentimiento.
—Muy bien —dice Esias. Mira a sus esposas, que parecen tan contentas como él por la resolución de este punto concreto del orden del día—. Vamos a… um… continuar. Hablemos de la nave y su embargo. Desde nuestra última visita, la ciudad ha adoptado un nuevo sistema político: legislación a cargo de asambleas públicas constituidas por la población entera y elección de casi todos los puestos de funcionario por sorteo. Una verdadera democracia, si queréis saber mi opinión. —Sacude la cabeza con tristeza—. Bueno. Ya aprenderán. Esta clase de tiranía absoluta de la mayoría tiene varias desventajas, una de las cuales es que sobornar a los funcionarios se vuelve más difícil y resulta más complicado colocar a gente amistosa en posiciones útiles.
Matt se echa a reír pero entonces, al ver el silencio reinante, comprende que el mercader está hablando muy en serio.
—Sin embargo —continúa Esias— tengo la impresión de que lo que está ocurriendo aquí va más allá de la aplicación burocrática de una ley a un caso para el que no fue concebida. Entre otras cosas, no tienen una auténtica burocracia. Sólo esos malditos ciudadanos escogidos en la lotería. Las únicas excepciones son las propias Autoridades Portuarias, que sí que representan una verdadera burocracia, aunque en teoría se trata de una corporación privada, cuyos puestos requieren conocimientos especializados: la oficialidad militar y los funcionarios de alto rango de seguridad y salud pública, como nuestro amigo el Ciudadano Cargill. Éste podría proporcionarnos el punto de entrada que necesitamos.
—He sacado del Ciudadano Randolph la impresión de que esa regulación ha sido recientemente rescatada de la estantería y desempolvada —dice Matt—. Mencionó que habían hecho planes de emergencia para la eventual llegada de una nave tripulada por humanos.
—¿Ah, sí? Se diría que tenía razón cuando comenté que alguien había estado hablando de más en la barra de un bar. Oh, bueno. Ya no podemos hacer nada. Lo más curioso es que la población local se beneficiaría indudablemente de un incremento del comercio y aunque es cierto que los compradores locales, los representantes de las grandes familias navieras, se verían perjudicados, su influencia directa sobre las autoridades locales es mucho menor. Es posible que uno de nuestros competidores, los Rodríguez, los Montfort, los Vari, cualquiera de ellos, haya conseguido cierta influencia sobre los miembros de las Autoridades Portuarias. Puede que a través de Cargill. Hmm. Haré que mis agentes lo investiguen.
El clan de Tenebre es una de las familias navieras que Esias ha mencionado, dueño de una considerable flota de astronaves y sin duda poseedor de una infraestructura no menos grande de compradores y agentes. Sin embargo, a diferencia de las demás, ha hecho un trato con las Familias Cosmonautas de Mingulay para poder beneficiarse de cualquier nueva realidad comercial que pueda abrir su navegación independiente. Sus rivales, supone Matt, deben de estar echando humo.
—¿Y no es posible conseguir que cambien la decisión? Esias mueve su cigarro. —En cuestión de pocas semanas, la cuestión se habrá suscitado en la mayoría de las asambleas locales y para entonces habremos hecho que nuestros contactos se aseguren de que la gente se dé cuenta, si es que todavía no lo ha hecho, de que dificultarnos las cosas no es la mejor manera de alentar el futuro comercio.
¿Semanas? Matt no tiene semanas. Se guarda para sí la respuesta espontánea apretando con fuerza los labios. Así que en su lugar pregunta: —¿Cuánto tiempo vais a quedaros? Esias exhala entre dientes—. Naturalmente, estamos impacientes por regresar a Nova Babilonia, pero nos quedaremos en Croatano por lo menos otros tres meses. No somos nosotros sino los kraken los que determinan los horarios y rutas de la nave. Y ésta es precisamente una de las razones por las que nos interesan tanto las naves tripuladas por humanos. Nuestra nave se trasladará a puertos de otro continente dentro de… ah… diecisiete días y regresará de allí unas seis semanas después, con la idea de abandonar el planeta el Día de San Teilhard.
—Una de las sectas de la iglesia anglicana local —explica Volkov sonriendo—. Dentro de tres meses celebran una gran fiesta en homenaje a San Teilhard de Piltdown, el santo patrono de la evolución. La procesión es bastante espectacular, según me han dicho. Tambores, trajes y bailarines llenando las calles, las muchedumbres, dirigidas por el arzobispo, llevando un relicario…
—Espera un segundo —dice Gregor, frunciendo el ceño—. No pueden tener las reliquias de Teilhard de Chardin.
—Serán unos huesos falsos —dice Volkov, con aire de presunción.
—Los cristianos nunca dejan de asombrarme —dice Esias—. En Nova Babilonia también tenemos, por supuesto. Descendientes de soldados de las legiones romanas, llevados a los cielos con alguna legión perdida hace muchísimo tiempo. Que Dios los ayude cuando descubran lo que sus hermanos de Croatano han hecho con los evangelios… y no hablemos de lo que hicieron en la Tierra. —Suspira y a continuación levanta la mirada con una sonrisa resuelta—. Y ahora las buenas noticias: al menos vais a recuperar la carga, si no el acceso a la nave, y descubriréis que nuestros agentes en tierra pueden hacerse cargo de ella para beneficio de todos…
Esias se embarca en una detallada conversación con Gregor y Elizabeth y los demás invitados empiezan a levantarse y alejarse. Matt busca con mirada esperanzada a la arpista pero ella sigue ocupada, absorta en su trabajo. Puede que luego. Mira a Volkov, al otro lado de la mesa, y se da cuenta de que parece más inquieto ahora que Lydia y su madre se han unido a Esias en las conversaciones de negocios.
—Grigory Andreievitch —dice—, ¿te apetece dar un paseo por la playa?
Volkov asiente con la mirada entornada.
—¿Alejarse de esto? Buena idea.
Mientras da la vuelta a la mesa, Matt le da una palmadita en el hombro a Salasso que ahora está completamente despierto.
—Vamos a dar un paseo —le dice.
El saurio se pone en pie y lo sigue.
El sol de Croatano se encuentra justo sobre las lomas y los edificios de la costa y el cielo es azul en su cenit y amarillo en el horizonte, con toda una gama de colores que cambian entre evanescentes limas y verdes. El mar está a oscuras y parece encrespado y más frío que la brisa que sopla desde las montañas. Los dos hombres de elevada estatura y el menudo saurio proyectan alargadas sombras sobre la arena blanca que terminan en un borrón imposible de distinguir sobre el oleaje.
Volkov se ha dirigido a la izquierda y están caminando lentamente en dirección al norte. Al mirarlo de reojo sobre el cráneo pelado de Salasso, Matt se da cuenta de que aún hay un resto de envidia en su mente por el simple hecho de que la edad aparente de Volkov supera al menos en diez años a la suya. Allá en el siglo XX, se traficaba con toda clase de agentes contra el envejecimiento, más en el bloque capitalista que en el socialista. Matt, como todo el mundo, los consumía indiscriminadamente. El ruso debía de rondar la treintena cuando ingirió quién sabe cuál de ellos —o quién sabe qué cóctel sinérgico y afortunado— que le proporcionó más longevidad de la esperada. Tanta, de hecho, que el proceso de envejecimiento no parece haberse ralentizado sino, hasta el momento, detenido por completo. Es curioso sentir envidia por algo así pero lo cierto es que el aspecto de madurez tiene ciertas ventajas sobre la tozudamente juvenil apariencia de Matt.
—Bueno —dice Matt— llevas tres meses aquí. ¿Qué has estado haciendo? Volkov se encoge de hombros y le da una patada a un guijarro que sale despedido por la arena mientras él sigue caminando.
—Tuve que abandonar mis negocios en Mingulay —dice—, cuando los mercaderes me ofrecieron un puesto en sus naves sin apenas tiempo para tomar una decisión. Pero sigo teniendo contactos aquí, en ingeniería naval y cosas así, y me he dedicado a cultivarlos. Organizando el envío de ciertas mercancías y técnicas que, según me ha asegurado Elizabeth, son novedades en Nova Babilonia. Me proporcionarán algo con lo que comerciar en el caso de que la investigación de nuestra común… eh… condición no resulte tan provechosa como Esias espera.
—Muy sabio —dice Salasso—. Si pretenden hallar el secreto de vuestra longevidad en los laboratorios de Nova Babilonia, vuestra longevidad supondrá una considerable ventaja.
Los dos hombres se echan a reír.
—Ya veremos si el método experimental despierta un poco a sus científicos —dice Matt—. Estoy seguro de que las obras de Francis Bacon figuran el cargamento de los de Tenebre.
—Llevar el Novum Organum a Nova Babilonia —dice Salasso—. ¡Sí!
—Imagino —dice Volkov— que no me habéis traído hasta aquí para contarme qué secretos epistemológicos debo revelar a los alquimistas.
—Ah, no —admite Matt—. Salasso y yo tenemos un plan que, para serte franco, no hemos compartido con la joven y agradable pareja. Creemos que podría interesarte.
Volkov se vuelve, con las cejas enarcadas.
—¿Algo comercial?
—No —dice Salasso—. Algo científico.
—Continúa.
—¿Te acuerdas de Armen Avakian? —dice Matt.
Volkov ríe entre dientes.
—¿El científico? ¿Cómo iba a olvidarme de él?
—Se aseguró de que su obra no fuera recordada —dice Matt—. Pero he sabido que llegó a Croatano hace varios años y sospecho que sabes dónde encontrarlo.
—Ah —dice Volkov—. ¿Y si fuera así, qué?
—Hemos traído en la nave el artefacto alienígena —dice Matt—. ¿Sabes cómo funciona?
—No —dice Volkov.
—Pero Avakian sí —dice Matt—. Y tú sabes cómo arreglar los viejos trajes de vacío o fabricar otros nuevos si llegara a ser necesario.
—Ahá —gruñe Volkov. Están caminando entre unas hierbas resistentes y enmarañadas que han arraigado en la arena y la han convertido en una duna—. Me interesa. ¿Cuál es el plan?
Los tres paseantes se detienen en lo alto de la loma. Matt señala hacia delante. El sol se ha puesto hace quince minutos y en ese tiempo la oscuridad ha avanzado lo bastante como para que empiecen a verse las primeras estrellas. La luna de Croatano, con más cráteres y grietas que la Luna, se levanta llena sobre el mar.
—Tú te encargas de los trajes de vacío, Armen de las comunicaciones. Llevamos la nave al equivalente en este sistema del Cinturón de Kuiper y hablamos con un dios.
Por toda la galería, en el patio, hay luces brillantes y flotan de un lado a otro las personas, algunas de ellas bailando de manera informal. Alguien toca con suavidad unos bongos, otro toca una flauta. Las mesas se están vaciando. La música de fondo para las conversaciones ya no es necesaria. Las manos de la arpista abandonan las cuerdas y se posan sobre sus rodillas. Endereza la espalda y levanta la cabeza. Su hermoso cabello casi acaricia el pequeño asiento. Matt se detiene, se despide de Salasso y Volkov con un gesto y se le acerca.
—Ha sido precioso —dice—. Gracias. —Dobla los largos dedos y se frota las yemas con los pulgares—. Lo malo de tocar es que no puedes hablar con nadie.
La alargada mandíbula y la fina barbilla le estrechan el rostro. Sus ojos y labios parecen demasiado grandes y suaves para él. Se ve una fina tracería de encaje allí donde los pequeños senos sobresalen de la delicada seda de su camisa blanca. Tiene los pies descalzos y manchados de arena.
—Podemos hablar ahora —dice Matt. Ella empieza a levantar el grande y pesado instrumento—. Permítame —dice Matt. Lo levanta con facilidad, con movimientos de una perfecta precisión; una docena de docenas de años lo ha vuelto muy consciente de la parte inferior de su espalda. Le sonríe a través de las cuerdas—. Y tú eres…
—Me llamo Dafne de Charonea —dice ella—. Pertenezco a un clan menor de los de Tenebre, de Nova Babilonia.
—Encantado de conocerte, Dafne —dice—. Yo soy Matt Cairns. De la Tierra.
Lo más probable es que ella ya lo sepa. Ha corrido la voz. Pero oírlo de su propia voz provoca justo el efecto esperado y mientras la sigue a la más brillante luz del interior empieza a lidiar con sus preguntas al tiempo que eleva una pequeña plegaria de agradecimiento a la diosa apropiada, es decir, Venus.