SIETE
ASTRONAUTAS DE ANTAÑO
Matt cuenta siete líneas diferentes de burbujas que se elevan hacia la superficie del tanque. No va bien, no va nada bien. Coge el lápiz de grasa que lleva sobre la oreja, mete la mano en el agua y dibuja un círculo alrededor de cada fuga. La mayoría de ellas está en las junturas y costuras. El agua sube por su brazo y le empapa la camisa arremangada. Endereza la espalda y se sacude la humedad.
—Vale, puedes apagarlo.
Cesa el ruido de los compresores, dejando el pequeño cuartillo —originalmente una especie de baño— sumido en un silencio estruendoso. Vuelve a meter el brazo y suelta las correas que sujetan el traje a los pesos de plomo del fondo del tanque. Asciende balanceándose hasta la superficie. Tela plastificada con forma humana, una forma hinchada, sin cabeza, manos y piernas, como la víctima hallada en el agua de una asesinato especialmente horripilante, con media docena de parches rojos en el torso que son heridas de puñal. Desconecta el tubo del cuello de plástico donde irá el casco y saca del tanque le húmeda carcasa.
—Mierda —dice Gail—. Tardará horas en secarse y tenemos que ponerle más aislante.
—No creo que la solución sea más aislante —dice Matt—. Ni más parches.
—¿De veras importan esos agujeritos? —pregunta Gail.
—Si fuera un traje submarino, no importarían —dice Matt—. En el vacío desde luego que sí. Cualquiera de ellos provocaría una descompresión total.
—¿Incluso después de haberles puesto las capas de tensión alrededor?
—Hummmm —dice Matt—. No estoy seguro. Empiezo a preguntarme seriamente si adaptar un traje de buceo es una buena solución. Puede que a la larga fuera más rápido abandonar este enfoque y empezar desde cero, tal como propone Volkov.
Volkov ha estado moviéndose entre la biblioteca de la universidad —que contiene en sus cámaras mucha información sobre construcción de trajes de vacío—, diversas compañías de plásticos y la fábrica de Loudon, tratando de simplificar las especificaciones para adaptarlas al nivel tecnológico existente en la actualidad. Han decidido que Matt se encargue de la tarea aparentemente más sencilla de ver lo que puede sacarse de los trajes de buceo y de aviación. Hasta el momento, lo peor de ambos mundos: fugas y accidentes.
Gail parece abatida.
—¿Quieres decir que hemos tirado a la basura una semana entera?
Matt sonríe.
—Descubrir que algo no sirve no es nunca una pérdida de tiempo. ¿Qué tal marcha ese casco? Ella se encoge de hombros.
—Frank Kemble es un devoto del «hazlo tú mismo». Cada vez que le pregunto se limita a farfullar que cuándo voy a aprender a usar la máquina y luego me manda a talleres y tiendas a comprar componentes extraños y trozos de chatarra. O me dice que venga a ayudarte. Como ahora. Pero la adaptación del aparato de suministro de oxígeno ha sido un buen comienzo y Frank parece haber conseguido por fin un cierre estanco que puede abrirse y cerrarse sin necesidad de arrancarte la cabeza.
Gail ha demostrado de hecho poseer un talento natural para redondear las cosas y aportar ciertas soluciones extraídas de otros trabajos que se desarrollan en la fábrica y para saber exactamente qué puede hacer falta para solucionar los problemas que se presentan. De este modo está contribuyendo más al proyecto del casco que si estuviera encadenada a un torno. Matt se cuida mucho de decirlo y en su lugar comenta con tono animado:
—Bueno, eso es todo un progreso. Supongo que el viejo Kemble te enseñará cuando llegue el momento pero mientras tanto no lo molestes demasiado, ¿vale?
—Vale —dice Gail. Señala los tobillos anudados del traje, que están empezando a deshincharse—. ¿Y qué pasa con eso?
—Ah, déjalo. Vamos a ver si podemos serle de alguna ayuda a Grigory.
Volkov levanta un momento la mirada de su mesa de trabajo cuando entran, y sigue trabajando mientras Matt le pone al día de los últimos y malos resultados. Ha colocado una especie de barandilla en un extremo de la mesa de trabajo, sobre la que ha montado un rollo de tela de avión, otro rollo de plástico y un tercero de malla metálica. Las está extendiendo sobre la mesa de trabajo para probar diferentes técnicas de laminación que, a juzgar por los pedazos descartados que se amontonan al otro lado de la mesa, han implicado hasta el momento pistolas de remachado, cosidos a la fuerza, pegamentos diversos, tratamientos por calor y varias combinaciones de todo lo anterior.
Salasso se ha sentado en un banquillo alto junto a la mesa, cerca de la pared, que está llena de libros sacados de la biblioteca de la universidad: enormes y polvorientos volúmenes de astronáutica, obra de autores americanos y rusos de los siglos XX y XXI, reverentemente reimpresos, que el saurio es capaz de leer y asimilar mucho más rápido que Volkov o Matt. Volkov almacena en su cabeza muchos conocimientos prácticos sobre trajes de vacío, pero más desde el punto de vista del usuario que del constructor.
Desde que empezara a trabajar en el proyecto, Salasso acostumbra a llevar una camisa de cuello abierto y pantalones negros —de niño, y a pesar de todo, demasiado grandes para él— en un intento bastante vano (en todos los sentidos) por conseguir que su presencia no sobresalte al viejo Kemble ni a ningún otro miembro del personal de Loudon con el que pueda toparse por accidente. En este momento tiene los dos pies sobre el banco e inclina la cabeza sobre un libro de bolsillo de colores chillones, uno de tantos de una gran pila tambaleante que descansa junto a los volúmenes encuadernados en piel.
—No sé si yo estoy haciendo más progresos —dice Volkov—. Si pudiéramos echarle mano al traje original, sería de gran ayuda.
—¿Cómo van las cosas con eso?
—No está en mis manos —dice Volkov, mientras le muestra las palmas de las manos como para confirmarlo—. Esias y Lydia están tanteando sus contactos políticos. Loudon está hablando en nuestro favor entre los grandes capitalistas. Asegura que ha conseguido que al menos uno de los periódicos sensacionalistas de la ciudad empiece a agitar al proletariado con el asunto. Claro que, con el resto difundiendo historias sobre peligrosos artefactos y virus procedentes de la Tierra mutados en el espacio, no es que esto vaya a servir de mucho.
—Algo es algo —dice Matt. Confiaba en que Volkov utilizara sus propios contactos locales para presionar a la todavía firme Autoridad Portuaria pero supone que el proyecto no le deja demasiado tiempo para eso. Tampoco él ha tenido demasiado tiempo para ver a Esias y Lydia.
—Hay una reunión en mi barrio esta tarde —dice Gail—. Voy a ir. ¿Por qué no me acompañas, Grigory Andreievitch? Volkov ha conseguido que todos se acostumbren a llamarlo así; el patronímico ayuda a evitar deslices con los apellidos. Pone cara de disgusto.
—No creo que tenga tiempo. Conozco algunas personas de la zona, Gail. Tal vez pudieras hablar con ellas. Gail asiente.
—Claro. Dame sus nombres y los buscaré. No hay problema.
—Buena idea —dice Matt, contento de ver que Grigory está empezando a trabajar con sus contactos.
—Mientras tanto —dice— podría ayudarte aquí.
—Puede —dice Volkov con aire escéptico—. Aunque sería estupendo que las botas y los guantes estuvieran preparados para cuando tengamos un traje funcional. Podrías concentrarte en eso en vez de andar por aquí sin mucho que hacer. Gracias por la oferta pero ya sabes cómo va. Demasiados cocineros y tal.
La mención de las botas y los guantes hace que Matt piense de manera vaga en cuero y se pregunta si un traje de cuero ajustado podría ser lo que necesitaran y eso le recuerda a Dafne y sus pantalones de cuero. Sigue esta línea de pensamiento por un momento, suspira y se distrae de la distracción cuando Salasso deja el libro que ha estado leyendo y recoge el siguiente que, advierte Matt, tiene un pequeño alienígena gris en la portada.
Matt repara por un momento en lo insólito de la imagen —es como si Salasso estuviera leyendo un libro en el que apareciera él mismo retratado en la portada— y examina los lomos del resto del montón: astronautas de antaño, platillos volantes y abducciones alienígenas y Roswell y el Área 51 y tapaderas y conspiraciones. Ediciones locales de libros que, sólo los dioses saben porqué, se incluyeron en los archivos de la Estrella Brillante pero que, por fortuna, no fueron nunca editados por la imprenta universitaria. Es evidente que las editoriales de ficción de Rawliston se han hecho cargo.
Oh, bueno. Matt no cree que le corresponda a él cuestionar los gustos literarios del saurio y no quiere entablar una conversación que podría adentrarse en territorios incómodos para Volkov y él.
Gail no siente las mismas inhibiciones.
—¿Para qué coño estás leyendo esa basura, Salasso?
El saurio levanta la mirada y las membranas nictantes se retraen de los enormes ojos negros en forma de almendra.
—Estoy buscando —dice— pruebas de que mi especie prestara en el pasado ayuda a la vuestra, allá en el sistema solar. Si las encuentro podrían ayudarme a rebatir la acusación de que estoy haciendo algo sin precedentes.
Matt se le queda mirando, sacudido entre el impulso de echarse a reír a carcajadas y una repentina oleada de simpatía. Por encima de ambas sensaciones, experimenta el escalofrío momentáneo de lo insólito. Los saurios de la Segunda Esfera siempre han asegurado que no saben lo que estaban haciendo sus parientes del Sistema Solar y hay algo casi conmovedor en la visión de Salasso tratando de abrirse paso por entre la espesura de desinformación que cualquier humano interesado en la cuestión tendría que afrontar. Pero también resulta preocupante. Los saurios entienden a la perfección la ficción y la imaginación, pero la continuada y deliberada mentira, por no mencionar la ilusión y la alucinación y la demencia, están más o menos fuera de su alcance.
—No creo que ahí vayas a encontrar muchas cosas que puedan considerarse pruebas —dice Gail con tono de burla.
—¿Tú crees? —dice Salasso mientras se asoma por encima de la cubierta, creando un nuevo trampantojo—. Los has estudiado, ¿no?
—Sí —dice Gail—. Había un chico en el garaje de Reece, donde yo trabajaba, que leía esa basura constantemente, así como ciencia-ficción. Alienígenas y naves más rápidas que la luz, tonterías de ésas.
Volkov se vuelve hacia ella al instante.
—No hay duda de que en esa basura se esconde algo de verdad, en alguna parte —dice—. Tu propio pueblo, y todos los pueblos que vinieron aquí antes que vosotros, tienen tradiciones ancestrales en las que se asegura que fueron traídos hasta aquí desde la Tierra por seres que no pueden haber sido otros que los saurios.
—Sí —dice Gail—, pero, Salasso, ¿de verdad puedes imaginarte a los saurios raptando gente y metiéndoles varillas por el culo?
—No —dice Salasso con notable frialdad—. Pero la cuestión de sus posibles intervenciones en el pasado continúa abierta.
—Además —añade Volkov— hay testimonios probados de avistamientos de lo que parecen esquifes gravitatorios. Hasta en los países socialistas y por supuesto en los Estados Unidos.
Matt se ríe con ganas.
Dicen que Camila Hernández mencionó una vez que había algún indicio de ello en los informes de los empleados pero ella sólo voló del Área 51 al Estrella Brillante y luego regresó en un platillo volante así que, ¿qué podía saber?
Una de las ventajas de no envejecer es que las desgracias se mantienen frescas en el recuerdo. Matt observa por un momento el patio atestado que hay al otro lado de la ventana y a continuación le dice a Salasso que siga buscando y se reúne con Volkov en la mesa de trabajo. Gail, sin nada útil que hacer por el momento, empieza a hojear ociosamente los libros.
Gail estaba poniendo al día su relación con los descubrimientos arqueológicos de Erich von Daniken cuando oyó un escándalo procedente del patio. Sonó un golpe fuerte en la puerta del laboratorio y dos milicianos y una miliciana, ataviados con uniformes de color pardo y acompañados por tres saurios, entraron sin esperar respuesta. Gail se levantó y los observó por un momento.
—¿Qué es esto? —exigió Grigory Andreievitch, con el tono indignado de un hombre que tiene muchas cosas en la mente y nada sobre su conciencia. Gail cerró la boca, decidida a mantenerla así el máximo tiempo posible. Durante toda la semana que había estado trabajando allí, la había acosado la preocupación de que sus actos pudieran volverse contra ella para pedirle cuentas. Los daños y las muertes ocurridas durante la Noche de Dawson no tenían precedentes y la banda de la que los paganos y ella se habían encargado le había ido con el cuento a la policía —dos de ellos desde la cama del hospital donde los estaban tratando de sus lesiones internas y huesos rotos—. Y luego estaba el asunto del tráfico de sustancias prohibidas, al que Paul Loudon le había dejado perfectamente claro que tendría que poner fin si quería trabajar para él. Le había dicho a los paganos justo antes de que se marcharan en su planeador, cargados con pequeñas herramientas de metal, que sus tratos no podían continuar. La habían mirado sin inmutarse y le habían respondido que se verían en una semana.
—Tenemos órdenes de clausurar este proyecto —dijo la miliciana—. Esperamos contar con su cooperación.
Gail trató de disimular su alivio, del mismo modo que había disimulado su culpa. Los demás parecían estar volviéndose a ella en busca de una pista, presumiblemente porque era una ciudadana y ellos no.
—¿Por qué? —preguntó con toda la indignación y sorpresa que pudo reunir—. No estamos quebrantando ninguna ley.
Uno de los saurios se adelantó.
—No están quebrantando ninguna ley humana —dijo él o ella. Su tono casi parecía amable—. Sin embargo, lo que están haciendo está provocado disensiones entre nuestro pueblo y, según nuestros acuerdos con su ciudad, nos asiste el derecho a solicitar de sus autoridades que los hagan desistir.
—Protesto —dijo Salasso.
—Tomamos nota de tu protesta —dijo otro saurio—. Pero los términos del acuerdo están bien claros.
—Es la primera vez que oigo hablar de ese acuerdo —dijo Gail.
El saurio frunció sus finos labios.
—Se firmó poco después de la fundación de su asentamiento. El original descansa en una vitrina de cristal en el ayuntamiento de la ciudad.
Gail recordó, de niña, haber estado de puntillas para poder echar un vistazo a aquella reliquia de vitela, escrita con pluma en una letra itálica abigarrada en la que cada «s» parecía una «f». Decidió apelar a una autoridad más inmediata.
—¿Qué tiene que decir el Ciudadano Loudon de esto?
La miliciana esbozó una sonrisa falsa y señaló el teléfono.
—Pregúnteselo. Gail cogió el teléfono y marcó el número del taller de Kemble.
—Hola, ¿es la oficina de Paul Loudon? Hay aquí unos milicianos y unos saurios que quieren clausurar el proyecto.
—Oh, dioses del cielo —dijo Kemble—. Aún no están aquí. ¿Quieres que saque las cosas de aquí?
—Sí, sí. Lo siento, me he equivocado.
Se dio un golpe en la frente y marcó el número correcto.
—Loudon —dijo Paul—. Paul… eh, ciudadano Loudon. Soy Gail Frethorne. Hay unos…
—Milicianos y saurios en el laboratorio. Lo sé. Sus jefes acaban de tener la cortesía de llamarme para decirme que ya estaban… ah, desplegados. No hay nada que hacer, me temo, pero asegúrate de que te dan un recibo especificando todo lo que confisquen.
Pero no estaban interesados en confiscar nada. Se limitaron a escoltarlos a todos con mucha educación fuera del taller y a cerrar la puerta y marcarla con un sello oficial. Gail miró el sello, incrédula.
—¿Autoridades Portuarias? ¿Qué tiene esto que ver con ellos? Los milicianos se echaron a reír. El saurio que había hablado antes fue más educado.
—No tiene demasiado que ver con las Autoridades Portuarias —le explicó él o ella—. Pero de todas las instituciones que firmaron en acuerdo original es la única que aún existe.
—¡Entonces ya es puta hora —dijo Gail a los milicianos por encima de la cabeza del saurio— de que la Asamblea haga algo al respecto! ¡Las Autoridades Portuarias se están volviendo demasiado grandes para sus botas! Pienso contarlo en la reunión de mi barrio esta noche.
—Hágalo —dijo uno de los milicianos—. Y ahora haga esto —sacudió el pulgar por encima de su hombro—. Largo.
Y salieron, directamente hacia la oficina de Loudon. Paul los invitó a entrar y todos se sentaron excepto Salasso.
—Bien —dijo Loudon—. Kemble ha logrado esconder el aparato respirador antes de que llegaran a su laboratorio. Bien pensado, Frethorne. Al menos se ha salvado algo de este penoso asunto. ¡Milicianos en mi fábrica! ¡Como si fuese una especie de criminal! Creo que me deben una explicación, amigos.
—Es culpa mía —dijo Salasso.
Los demás se volvieron hacia él.
—¿Qué?
Miró a Matt y Grigory.
—Poco después de la llegada de la nave —dijo, con voz tan pesada como su gran cabeza parecía de repente—, le conté los planes a mi amante, Bishlayan. A ella no le parecieron bien. Debe de habérselo mencionado a los demás.
Paul Loudon miró a su alrededor con una expresión más reptiliana que la del saurio.
—¿Nos estás diciendo —dijo— que los demás saurios desaprueban que nos ayudes a construir trajes espaciales? ¿O es que vuestros planes implican alguna otra cosa, algo que todavía no me habéis contado?
—Es posible —dijo Grigory— que sientan algunas reservas sobre… la idea de llevar la nave a otros cuerpos celestes, para explorar.
Loudon pareció encontrar esta idea completamente extravagante, pero Salasso sacudió la cabeza con tristeza.
—Tú sabes que ésa no es toda la verdad Grigory Andreievitch.
Loudon apoyó la barbilla sobre los dedos extendidos.
—Bueno, chicos, estoy esperando a que alguien haga lo que debe y me cuente de una puta vez toda la verdad. —Hizo un ademán—. A menos que sea comercialmente confidencial, por supuesto.
Gail se sintió aliviada al ver que conservaba su sentido del humor. Los tres viajeros estelares parecían tan incómodos como escolares sorprendidos en alguna travesura. Fue Matt el que rompió el incómodo silencio.
—Te lo contaríamos con mucho gusto —dijo. Lanzó una mirada incómoda a Gail—. Pero no sería justo involucrar a tus empleados. Loudon alzó una ceja.
—Ya he asignado a Frank Kemble a otro proyecto y le he pedido que se mantenga al margen de esto. El buen hombre tiene una familia y una jubilación en los que pensar. Frethorne… Le sonrió, inesperadamente.
—Lo que hagas a partir de ahora lo harás por tu cuenta y riesgo.
—Gracias —dijo Gail—. Prefiero quedarme. No se lo hubiera perdido por nada del mundo.
Hay veces en que el mundo cambia, pensó Gail media hora más tarde. No sólo el mundo: tu mundo. Cuando algo de lo que estabas seguro hasta entonces se funde y se convierte en aire.
El mundo, Croatano, había cambiado el día de la llegada de la Estrella Brillante, pero su mundo no lo había hecho hasta aquel día. Experimentó parte de la sorpresa y el asombro que debieron de sentir sus antepasados, cuando avistaron por vez primera las extrañas formas plateadas entre los árboles y sus pequeños pilotos grises avanzaron, impasibles e inmunes tanto al fuego de mosquete como a los exorcismos.
Sabía desde niña que la tripulación de la Estrella Brillante había hablado con los dioses del cielo y había aprendido de ellos a construir un motor lumínico. Ahora Matt y Volkov querían hablar de nuevo con los dioses del cielo y tratar de descubrir la razón de la existencia de la Segunda Esfera y lo que los dioses querían de los seres inteligentes que moraban en ella, los humanos y los homínidos, los saurios y los kraken. Por esa razón se sentía como si el suelo estuviera cediendo bajo sus pies: la idea de que todos esos mundos y la misma tierra que se extendía debajo de ella pudieran existir por un propósito y de que fuera posible (por consiguiente) que nunca hubieran existido y de que la inmensa razón de su existencia pudiera llegar a conocerse.
—Lo que quiero saber —dijo Loudon— es por qué habéis decidido hacerlo ahora y no en cualquier otro momento. —Yo quería tratar de encontrar las respuestas antes de partir a Nova Babilonia— dijo Grigory Andreievitch.
—Y yo lo necesito a él para hacerlo, antes de que se marche —añadió Matt—. No conozco a ningún otro con sus conocimientos sobre la nave original o sobre trajes espaciales.
—¿Y vuestros conocimientos y experiencia son irremplazables, es eso lo que quieres decir?
Matt asintió.
—Sí —dijo con tono triste—. Así están las cosas. Hablemos de trajes espaciales, entonces. Parece que estamos enterrados en mierda por lo que a fabricarlos se refiere. Si lo intentamos con otra compañía, podría pasarnos lo mismo. Si lo hacemos aquí, Paul, si arrancamos esa cinta de la puerta, te meteremos en problemas aún peores, por muy impopular que consigamos que resulte este cierre. Así que yo voto por enfocar todos nuestros esfuerzos en conseguir que se levante el embargo de la nave para poder reparar y renovar los viejos trajes de vacío.
Grigory Andreievitch sacudió la cabeza.
—Cuanto más pienso en confiar mi vida a uno de esos trastos, menos me gusta la idea. Son muy complejos, muy dependientes del software y han tenido muchísimo tiempo para degradarse de maneras que ni siquiera podemos llegar a imaginar en este momento. Me sentiría más seguro en uno nuevo, aunque fuera más tosco. Precisamente porque sería más sencillo, menos cosas podrían ir mal.
—La vieja filosofía soviética del diseño —dijo Gail. Todos la miraron.
—Lo he leído en los libros —protestó.
—Bueno, tus libros decían la verdad —dijo Grigory. Por un momento, mientras él la miraba directamente y decía esto, tuvo, y no por vez primera, la insistente sensación de que lo había visto en alguna parte antes de que se conocieran. Algo en lo que acababa de decir había estado a punto de renovar el recuerdo pero ahora se había esfumado. Grigory se volvió hacia Loudon—. Bueno, en todo caso, ¿se puede salvar algo del proyecto tal como están las cosas?
Loudon extendió las manos.
—Los respiradores y los tanques de aire. Me encargaré de eso. Lo que nos deja… ¡todo lo demás! Maldita sea.
—Supongamos que conseguís de alguna manera fabricar otros trajes —dijo Gail— pero no levantan el embargo. Aún tendríais el problema de recuperar la nave.
—Recuerda que yo sí tengo acceso a la nave —dijo Salasso—. Aunque hay guardias a bordo, no sería demasiado difícil librarse de ellos. Si fuera a «verificar» el estado del motor y les dijera que estaba a punto de fallar, me imagino que abandonarían la nave muy deprisa.
Una carcajada general recibió aquel escenario optimista. Gail estaba convencida de que sería más complicado que eso. Pero la idea del engaño era buena.
—¿Y si —dijo— anunciarais sin más que vais a regresar a Mingulay? En ese caso os devolverían la nave y podríais ir a donde quisierais.
Matt sacudió la cabeza.
—Ya lo había pensado y no funcionaría a menos que nuestros dos científicos de Mingulay vinieran con nosotros. Y no estarían dispuestos: se toman muy en serio el establecimiento de buenas relaciones comerciales y dudo mucho que se prestaran a algo que pudiera enajenarles las simpatías de las Autoridades Portuarias o a arriesgar la nave en una aventura en la nube de cometas.
—¿Qué os da derecho a correr esos riesgos? —preguntó Loudon sin rodeos.
—Hummm —dijo Matt. Se levantó y se acercó a la ventana. Entonces se volvió y los miró a todos.
—Legal y moralmente —dijo—, éste es un asunto que concierne sólo a las Familias Cosmonautas. Gregor Cairns y Elizabeth Harkness tienen intereses diferentes a los míos o los de Grigory pero eso no significa necesariamente que su juicio tenga que imponerse al nuestro. Los dos creemos que tenemos derecho a aprovechar esta oportunidad, puede que la única que nunca se nos presente, para averiguar por qué, para empezar, fuimos traídos aquí con nuestra nave.
—Bueno —dijo Loudon—. La verdad es que todo esto no me hace muy feliz que digamos. Pero no es más que hablar por hablar a menos que podáis conseguir trajes espaciales. Las Autoridades podrían devolveros la nave mañana mismo, vuestros amigos podrían deciros que siguierais adelante con vuestro plan y todo eso no serviría de nada mientras no pudierais salir de la nave para poner vuestro aparato.
—Y nosotros hemos aceptado fabricarlos —dijo Gail—. Y nos hemos comprometido con estos tipos, no con los otros.
—Buen argumento —dijo Loudon mientras, sorprendido por su audacia, levantaba ligeramente las cejas. Bajó la mirada y empezó a garabatear en un trozo de papel lo que Gail reconoció como un análisis crítico.
—Concentrémonos en eso, ¿de acuerdo? ¿Cuáles son los planes para hoy?
Un movimiento atrajo la atención de Gail. Era un globo pagano. Recordó, con cierta sorpresa por su olvido, que sus amigos paganos tenían que regresar aquella noche al aeródromo. Se quedó mirando el brillante objeto que descendía flotando hacia los tejados, igual que había hecho la nave una semana antes. Aguijoneada por un pensamiento que se agazapaba justo por debajo de la superficie de su mente, bajó la mirada y se dio cuenta de que seguía teniendo entre las manos uno de los absurdos libros de Salasso, uno de esos que Joshua devoraba con avidez sobre astronautas que topaban con civilizaciones de la Edad de Piedra. La imagen de la portada mostraba a un chamán pagano con un atavío y un casco que recordaban vagamente a un traje espacial…
—¡Sí! —gritó—. ¡Sí! ¡Ya lo tengo!
Se levantó de un salto y todos los demás se volvieron hacia ella. Señaló hacia la venta con la mano.
—¡Mirad ahí! ¿Qué veis?
Nadie le dedicó más de una mirada fugaz a lo que estaba indicando.
—Un globo de aire caliente de los paganos —dijo Loudon—. Un ingenioso armatoste. ¿Y qué pasa?
—Trajes espaciales —dijo ella.
—Sí —replicó Paul sin disimular su ironía—. Estábamos hablando de trajes espaciales antes de que…
—¿No veis a qué me refiero?
Todos volvieron a mirar el artefacto y luego la excitada expresión de Gail, como si se estuvieran perdiendo algo, o lo estuviera haciendo ella.
—Braseros de cerámica —dijo—. Telas herméticas. Cristales.
—Eh… —empezó a decir Matt, quien había comprendido a que se refería. Pero ella no estaba dispuesta a dejarse adelantar.
—Lo que yo veo —dijo— es una tecnología que puede fabricar vuestros trajes espaciales. Sin problemas.
Si alguien le hubiera preguntado a Lydia quién era, habría dicho la verdad. En cierto modo no iba disfrazada. Confiaba, sin embargo, en que su traje a la moda local le permitiera hacerse pasar por una joven de clase media en los márgenes de aquella Asamblea de clase baja. Confiaba en ello con toda el alma: de otro modo, meterse en el vestido más feo que había llevado en toda su vida —hecho de una seda de un azul acuoso, con un corpiño apretado y una falda estrecha con volantes desde las rodillas a los tobillos, y acompañado de una ropa interior sumamente incómoda y guantes, sombrero, bolso, abanico y sombrilla a juego— hubiera sido una pérdida de tiempo. Le hacía sudar tanto que sospechaba que ya olía como las nativas, aunque esperaba que no fuera así.
Abanicándose y oliendo un recipiente lleno de hierbas aromáticas, Lydia se abrió camino entre los periodistas, niños, mendigos, vendedores ambulantes y vagos hasta la fila de caballetes que marcaban los extremos de la Asamblea propiamente dicha. Unos dos mil vecinos se agolpaban en el interior de un estadio adyacente a un colegio de la zona. Algunos de ellos estaban sentados en sillas plegables mientras que otros estaban de pie o andaban de un lado para otro. Aún no habían llamado al orden, de modo que el estrépito de las conversaciones que rebotaba con fuerza en las paredes de madera —el estadio albergaba partidos de un juego de raqueta y pelota, algo parecido a una versión en equipo del squash— resultaba casi ensordecedor. La muchedumbre había acudido directamente después del trabajo, algunos de ellos tras pasar por una tienda de licores. Si la democracia, tal como Esias decía, era el gobierno de la masa, allí estaba la masa.
En algún lugar de aquella masa —ah, allí, cerca de las primeras filas— se encontraba Andrew Barnaby, el agente de los de Tenebre en aquel barrio—. Lydia había pasado media mañana dándole instrucciones en una cafetería cercana. Cierta tensión había envuelto el encuentro. Barnaby era más hábil exponiendo argumentos ingeniosos para conseguir que se levantara una tarifa aquí o se concediera una licencia comercial allá, o para rebatir las propuestas similares de agentes rivales, que para enardecer una asamblea pública por causa de la injerencia en el libre comercio de las Autoridades Portuarias. Había tenido que presentárselo bajo la luz más corrupta posible para que lo comprendiera del todo y aún así, sospechaba que no sería capaz de hacerlo.
Aquel barrio suburbano de clase trabajadora, llamado en un alarde de optimismo Cimas Verdes cuando fue construido un siglo antes sobre una ciénaga mal drenada, no tenía gran importancia por sí mismo. Lo que pasaba era que allí se celebraba la primera Asamblea desde la llegada de la Estrella Brillante y orquestar una protesta a través de este encuentro podía ser crucial para dar comienzo al baile. Así se lo había explicado Esias durante el desayuno. Sentía que estaba a prueba y eso la alentaba.
Habían traído hasta la cancha una plataforma baja de madera y la habían colocado en un extremo, con dos sillas y una mesa encima. Una mujer gruesa de mediana edad y ataviada con una falda negra subió los tres escalones que había a un lado. Pasó resollando sobre las crujientes tablas y se sentó pesadamente. Un joven delgado y de aspecto nervioso que llevaba una carpeta la seguía. Cuando se sentó y dejó sobre la mesa un bloc de hojas de notas de color amarillo y colocó a su gusto dos bolígrafos y un fajo de papeles impresos, la mujer dio un puñetazo en la mesa.
Se hizo el silencio al instante. La mujer abrió la reunión. El hombre leyó las actas y a medida que iban surgiendo las cuestiones, la gente respondía a ellas desde la pista. El joven tomaba notas y grababa voces. Una vez que Lydia superó la sorpresa inicial por la pulcritud y orden con que se desarrollaba todo, empezó a resultarle tedioso. Un montón de gente que aparecía y desaparecía y discurría a su alrededor con lentitud. Se compró un vaso de zumo de frutas y se lo bebió muy despacio. Alguien estaba hablando de los drenajes. Le resultaba difícil mantener la atención. Empezó a desear que el calor y la incomodidad de la reunión —el calor en el exterior era cruel— ayudaran a hacer avanzar el orden del día. Barnaby no tendría oportunidad de participar hasta que llegaran a Otros Asuntos.
Su mirada vagó sin propósito concreto sobre la muchedumbre hasta llegar a la parte trasera de la sala y allí fue a posarse sobre un pequeño grupo que había cerca de la entrada, en el que reconoció a Volkov, muy serio, hablando con una mujer pelirroja. Lydia sintió un repentino ataque de celos. Otras dos o tres personas estaban prestándole toda su atención. Mientras ella los observaba, la mujer se dio la vuelta y se introdujo en la muchedumbre, donde se abrió camino a codazos hasta llegar a la parte delantera; los demás se situaron en el centro y en los lados.
Volkov, que los seguía con la mirada, reparó en Lydia. Sonrió y la saludó con una especie de ademán disimulado sobre las cabezas de los presentes. Intrigada, Lydia emprendió el lento proceso de reunirse con él, respondiendo a cada gruñido de protesta con una sonrisa de disculpa. Tardó diez minutos en llegar hasta él y para entonces tenía los músculos de sus carrillos tan doloridos como las plantas de los pies. El Cosmonauta se había trasladado hasta un extremo de la multitud. Sólo la miró por un momento y a continuación volvió a dirigir la vista hacia delante.
—Hola —dijo—. Estás muy elegante.
—No lo creo —dijo ella—. Me siento atrapada y caliente. La comisura del labio de Volkov se levantó. Lydia se preguntó si habría dicho algo divertido sin pretenderlo. En su interior estaba un poco agitada.
—¿Qué te trae por aquí? —preguntó Volkov.
—Oh, la política. ¿Y a ti?
—Lo mismo. La pelirroja alta trabaja con nosotros en el proyecto. Resulta que vive por aquí. Los demás son un par de trabajadores de la zona que he conocido en el negocio. Van a tratar de sacar el asunto de lo que las Autoridades Portuarias están haciendo.
—Yo también tengo a alguien para hacer lo mismo. Volkov la miró de soslayo con aire de aprobación.
—Bien. Eso nos dará un buen montón de portavoces.
—Eso depende de que la mesa les dé la palabra —dijo Lydia. Volkov la miró directamente con una amplia sonrisa, como si acabara de decir algo encantador.
—Sí —dijo—. Es una de esas cosas que no conviene dejar al azar, ¿verdad? Con una risilla, le dio la espalda. Después de varios minutos, las discusiones sobre drenajes y subvenciones habían tocado a su fin y se habían sometido a votación varias enmiendas y una moción. La mujer de la silla golpeó la mesa con los nudillos y dijo:
—¿Algún otro asunto?
Lo dijo como si hubiera deseado que no lo hubiera pero supiera perfectamente que iba a haberlo. Se alzaron manos por todas partes; la media docena aproximada de gigantes que había en la sala tenía ventaja en esto y Lydia vio a un pithkie subido a los hombros de otro, con el brazo en alto y tratando de llamar la atención de la mesa. Algunas personas aprovecharon la llegada de este momento en el orden del día para marcharse; otras se lo tomaron como la señal de que la prohibición de fumar, prolongada ya durante dos horas, había terminado; otros empezaron a empujar hacia la parte delantera mientras mantenían conversaciones rápidas y ruidosas. Se parecía mucho más al caos que Lydia había esperado de la democracia que todo lo sucedido hasta entonces.
—Ahora es cuando la cosa se pone interesante —dijo Volkov con la boca apenas abierta.
El joven de la mesa estaba observando la multitud y tomando notas en su bloc sin mirar. Se inclinó hacia un lado y habló rápidamente con la presidenta y a continuación señaló discretamente con su bolígrafo. Ella asintió, alzó el brazo y señaló a alguien.
—Usted, segunda fila, la pelirroja…
—Gracias, Señora Presidenta —dijo la mujer que había estado hablando con Volkov. Se adelantó y subió de un salto a la esquina de la plataforma, desde donde podía hablarle a la mayor parte de la multitud, manteniendo al mismo tiempo la ficción de que se estaba dirigiendo a la mesa.
—Ciudadana Gail Frethorne —dijo—. Con su permiso, Señora Presidenta, me gustaría llamar la atención de esta Asamblea sobre una acción sin precedentes llevada a cabo por las Autoridades Portuarias. Esta misma mañana, han ordenado que la milicia irrumpiera en Trabajos de Ingeniería Loudon para clausurar un proyecto…
Hizo una pausa.
—Cuestión de interés —dijo—. Yo trabajo allí, en el proyecto que han clausurado.
—Anotado —dijo el joven mientras escribía.
—El proyecto pretendía fabricar unos equipos de supervivencia para los viajeros estelares que acaban de llegar y cuya nave ha sido embargada de manera tan ruda por las Autoridades Portuarias.
—¡El Tratado! ¡El Tratado! —gritó alguien. Hubo un momento de conmoción, durante el cual Lydia le dio a Volkov un codazo.
—¿Es tu proyecto de los trajes espaciales el que han clausurado?
—Sí —dijo Volkov—. Ya te lo contaré luego.
—La mesa reconoce la interrupción —dijo la mujer gorda de la plataforma—. Usted, el de la derecha, el de en medio… sí, el hombre del sombrero. Un sombrero de copa, muy alto, se movía por el flanco izquierdo de la muchedumbre.
—Señora Presidenta, ciudadanos, este proyecto ha sido cancelado a petición de los portavoces de la comunidad local de saurios, que las Autoridades Portuarias está obligada a…
—¡Cuestión de interés! ¡Cuestión de interés! El hombre se irguió y fulminó con la mirada al que lo acababa de interrumpir. —Soy funcionario de las Autoridades Portuarias— dijo. Unacarcajada generalizada lo respondió. Él continuó a pesar de todo:
—Han apelado al tratado, así que es una cuestión que concierne sólo a las Autoridades Portuarias y que no compete y es ultra vires para esta Asamblea vecinal…
Un escándalo. Lydia entendió algunos de los gritos de indignación:
—¡Todas las Asambleas son soberanas!
—¡Aquí lo único ultra vires eres tú!
—¡Echadlos! ¡Echadlos! ¡Echadlos a todos!
—¿En qué país crees que vives? ¡Regresa al tuyo, coño! La Señora Presidenta estuvo a punto de romper la mesa.
—¡Orden! —gritó, una sola vez. Cesó el griterío—. La cuestión planteada por la Ciudadana Frethorne —continuó— no concierne a esta Asamblea, pero no porque sea un asunto interno de las Autoridades Portuarias sino porque cualquier cosa relacionada con los tratados es materia para los tribunales. La Ciudadana Frethorne hará el favor de bajar del estrado.
Gail Frethorne bajó de un salto y regresó a su lugar. Lydia estaba decepcionada.
—Maldición, eso ha sido un poco… Volkov estaba sacudiendo la cabeza. —Espera.
—Usted, el del lado, el de la camisa roja y la mano levantada… ¡Sí, usted!
—Digan lo que digan sobre lo sucedido esta mañana —dijo desde la pista un hombre en voz alta y con tono confiado— yo creo que hay que andarse con ojo con las Autoridades Portuarias. Y además, ¿qué creen que están haciendo con la nave de Mingulay? Nunca pondrían un dedo sobre las naves de los grandes mercaderes, que sólo trasportan mercancías de lujo. No es que tenga nada en contra de esto, pero habría muchísimo más que comerciar si hubiera un tráfico regular entre Mingulay y aquí…
—¿Qué importa quién flete la nave? —gritó otro—. ¡Eso no cambiaría los diez años de espera que tiene que pasar entre viaje y viaje!
—¡Orden!
—No, eso no —continuó el hombre de la camisa roja—. Pero si hubiera montones de naves, yendo y viniendo de manera que en todo momento hubiese un flujo constante en ambas direcciones y un sistema sencillo de órdenes de importación y exportación por anticipado, como el que tienen los grandes mercaderes… eso sí supondría una diferencia. Así las importaciones serían más baratas y todo el comercio sería más fructífero.
El concepto de un flujo constante de naves era lo bastante familiar para la muchedumbre como para que el argumento calara pero el que había expresado antes sus objeciones volvió a gritar:
—¿Y de dónde van a salir esos montones de naves?
—Bueno…
Pero había perdido la iniciativa. Volkov chasqueó la lengua, irritado.
—Debería haber respondido al instante —dijo—. Oh, vaya.
Un hombre muy alto con barba blanca y una túnica larga de color negro fue el siguiente en hablar.
—No creo que deba haber una sola nave más —dijo—. Deberíamos devolver la Estrella Brillante al lugar del que ha venido, a los malditos heresiarcas paganos de Mingulay, y decirles que se queden allí y no vuelvan. Si los poderes del cielo hubieran querido que los seres humanos manejaran naves estelares, nos habrían dado… nos habrían dado…
—¿Tentáculos? —gritó alguien.
—Nos habrían dado mejores pruebas que la historia que nos cuentan estos impíos Cosmonautas, cuya nave no ha traído a este mundo más que herejía y sedición en estos doscientos años. Recuerdo cuando era niño…
—¿Y llegó la nave por vez primera? —replicó el mismo de antes.
—Los hombres que eran tan ancianos como yo lo soy ahora y como lo seréis vosotros algún día si el Señor lo permite, solían decir que el poder del cielo había enseñado a los kraken el camino para atravesar las esferas de cristal del firmamento y que sólo gracias a la misericordia del Señor no había roto la Estrella Brillante las esferas al llegar desde la Tierra y arrojado sobre nuestras cabezas el agua que hay sobre el firmamento, como en tiempos de Noé.
Hizo una pausa para tomar aliento. Entonces continuó, en voz aún más alta, en medio de un renovado estallido de burlas.
—Asumiendo que viniera de la Tierra, claro, y que no fuera ésa la mayor de las mentiras. Porque los libros que trajeron consigo y que los profesores de la Universidad tratan como si fueran las mismísimas Escrituras no contienen otra cosa que mentiras y sólo hay un lugar del que podrían venir…
Continuó así durante cinco minutos y entonces se sentó de repente, en medio de una salva de burlas, amenes y algunos aplausos dispersos.
—Con el debido respeto al último orador —dijo la mujer que habló a continuación—, me gustaría exponer otras objeciones a la propuesta de extender un comercio controlado por los humanos. Las Autoridades Portuarias nos ha advertido de que la nave está llena de amenazas para la salud: virus y bacterias procedentes del Sistema Solar que han tenido siglos para mutar sometidos a las radiaciones del espacio. Los motores de las astronaves, como todos sabemos, fueron diseñados para ser controlados por kraken, los grandes navegantes. ¡Y ahora nos dicen que quien controla el de esta nave es una máquina calculadora programada por un estudiante! Y que el inexperto piloto que marcha a bordo es un saurio cuyas acciones merecen la desaprobación de muchos de sus hermanos. Mi única queja con respecto a las acciones de las Autoridades Portuarias es que han permitido que un portador de enfermedades que además es una bomba nuclear en potencia recale en nuestro puerto en lugar de enviarlo de regreso a Mingulay o… tal como ha sugerido este ciudadano, ¡al Infierno!
Una significativa minoría jaleó estas palabras.
—Maldita prensa —musitó Volkov—. Es peor que un regimiento entero de sacerdotes.
—No pasa nada —dijo Lydia—. Nuestro agente está preparado.
Andrew Barnaby acababa de subir a la plataforma.
—Todos conocemos sus intereses —dijo la Presidenta—. Pero puede hablar si lo desea.
Barnaby empezó bastante bien pero el creciente número de interrupciones escépticas o burlonas —en especial los gritos cada vez más presentes de «¿Qué naves?»— estuvieron a punto de sacarlo de la plataforma. Competente para abordar los pequeños detalles de impuestos y regulaciones, no estaba dotado para la demagogia. Lydia hubiera saltado de impaciencia y furia si su vestido se lo hubiera permitido. Se volvió para hablar con Volkov y descubrió que ya no se encontraba allí. De alguna manera había logrado llegar hasta la parte delantera de la multitud y había hecho llegar una nota a la mesa, literalmente pasando por encima de Barnaby mientras éste seguía balbuciendo.
La Señora Presidenta y el Señor Secretario tenían las cabezas juntas y de repente la mujer asintió y lo llamó con una seña. Volkov subió a la plataforma de un salto casi antes de que Barnaby tuviera tiempo de bajar. Por todas partes aparecieron cámaras y se extendieron micrófonos.
—Gracias Señora Presidenta —dijo con una voz que empezaba a hacerse fácilmente con el control de la sala—. Gracias a todos. Me llamo Grigory Antonov, miembro de una de las Familias Cosmonautas de Mingulay, y estoy trabajando muy estrechamente con la tripulación de la Estrella Brillante. Permitidme que os asegure que la nave no contiene ningún germen, su motor no va a explotar y no ha abierto ningún agujero en el cielo.
»Algunos ciudadanos han mencionado los beneficios que se derivarían del hecho de tener naves tripuladas por humanos viajando entre los mundos. Otros han preguntado, “¿De dónde van a salir esas naves?”. Después de todo es poco probable que podamos comprárselas a los saurios. Aunque estuvieran dispuestos a vender, nosotros no podríamos pagarlas. ¿Dónde encontraremos esas naves?
Se detuvo y miró a su alrededor. Lydia sintió por un momento que sus ojos se encontraban y comprendió que todos los presentes, aunque sólo durante una fracción de segundo, habían sentido lo mismo.
—Yo puedo decíroslo —dijo con voz tranquila—. La Estrella Brillante fue construida por seres humanos como nosotros. Hombres y mujeres normales de la Unión Europea, una gran democracia como la nuestra, construyeron la Estrella Brillante hace mucho tiempo. La tecnología que utilizaron no era mucho más avanzada que la nuestra. Y el motor lumínico de la Estrella Brillante fue construido también por seres humanos poco después. El diseño les fue revelado directamente por los poderes superiores y las herramientas que utilizaron para construirlo siguen en la nave. Puede que algún día queráis aprender a manejarlas vosotros.
»Así que ésta es mi respuesta para la buena pregunta, “¿De dónde vendrán esas otras naves?”. Vendrán de Rawliston, de Mingulay, de otros mundos humanos. ¡Podemos construirlas nosotros mismos! La Estrella Brillante es sólo una nave, sí. Pero con vuestras habilidades, vuestras esperanzas, vuestras fuerzas, podéis estar seguros de ello… habrá otras naves.
Miró a su alrededor y sonrió.
—Gracias —dijo. Y bajó de la plataforma. Los vítores y abucheos cesaron y se levantaron muchas manos—. Está muy bien eso de hablar de construir naves, pero ¿de dónde —quiso saber el siguiente en tomar la palabra— va a salir el dinero?
Una media hora más tarde, se puso fin a la discusión por un proceso de aclamación. Se procedió a votar una moción para desafiar las acciones de las Autoridades Portuarias. Salió adelante por una mayoría muy escasa, apenas perceptible en una asamblea de manos alzadas.
Después de eso todo perdió intensidad, o al menos así se le antojó a Lydia. Se sacaron diez papelitos de un gran cubo que contenía los nombres de todos los ciudadanos presentes. Los diez acudirían como representantes de Cimas Verdes a la siguiente asamblea municipal, pasadas un par de semanas, donde se discutirían las decisiones adoptadas allí y en otras asambleas vecinales.
Lydia observó la multitud mientras se dispersaba. Quedaban pequeños grupos que seguían charlando. Volkov se encontraba en el centro de uno de éstos y caminaba hacia ella mientras hablaba y gesticulaba. Se detuvo a su lado y los demás hicieron lo propio. Le presentó al hombre de la camisa roja, al otro hombre con el que había estado hablando antes y a la mujer, Gail Frethorne.
Gail tenía una gran sonrisa, estrechaba la mano con firmeza y no parecía estar unida a Volkov por ninguna relación especial. Lydia esperaba que sus insanamente intensas emociones no se reflejaran en su rostro.
—Encantado de conocerte, Mercader Lydia de Tenebre —dijo Gail.
—Lo mismo digo, Ciudadana Frethorne… Gail.
De repente Gail sonrió de una manera diferente, más relajada.
—No te hubiera tomado por una mercader… tu acento es perfecto, y vistes a la última… qué vestido más precioso.
—Gracias —dijo Lydia. Gail, en vaqueros y camiseta, con manos ásperas, no parecía la clase de persona que se preocupa de esas cosas, pero sus ojos brillaban con admiración genuina.
El joven delgado que había estado en la plataforma se había unido a ellos. Se llamaba William Endecott. Facciones cansadas, ojos brillantes y vehementes, pelo de un rojizo pálido, escaso y peinado hacia atrás, un traje vulgar. Cogió con la otra mano el maletín que llevaba bajo el brazo para poder saludarlos y lo devolvió acto seguido a su lugar original. Bueno, ella había tenido que sufrir molestias parecidas con sus elegantes y pesados complementos.
Lydia vio que Volkov saludaba a Endecott con un gesto de la cabeza que parecía significar, «¡Bien hecho!» y comprendió a que se refería al decir que no convenía dejar al azar la elección de oradores. Se le ocurrió una idea.
—Ciudadano Endecott —dijo—, ¿la elección de los delegados que enviarán a la asamblea municipal no se realiza al azar? Diez de cuántos… ¿dos mil? ¿No podría ocurrir que todos ellos fueran representantes de la opinión minoritaria?
—Tiene usted razón —dijo Endecott—. Es un problema, pero hay más de un centenar de asambleas vecinales…
—Al final todo se compensa —dijo Gail—. Y así es como hemos hecho siempre las cosas.
—No obstante… —dijo Endecott. Se volvió hacia Volkov como si estuviera comprobando algo. Volkov respondió de nuevo con un gesto apenas perceptible—. Hemos estado discutiendo, expresando ideas más que nada, considerando la posibilidad de que tal vez fuera una buena idea cambiar la constitución en algún momento para que los barrios eligieran a sus delegados y de este modo se asegurara que la visión de la mayoría es la que prevalece, al margen del azar.
Los dos trabajadores asintieron firmemente. Gail estaba estupefacta.
—¿Y qué hay de la visión de la minoría? ¿Quién la representaría? Endecott hizo un gesto impaciente con la mano abierta.
—Oh, la minoría tendrá también sus delegados y, en todo caso, será muy libre de tratar de convertirse en la mayoría. No veo cómo puede ser eso un problema. Como ha dicho usted antes, a la larga todo se compensa.
—Eso es ridículo, es algo completamente diferente —dijo Gail—. Elegir los delegados al azar es justo, aunque a veces provoque resultados raros. Con las elecciones estaríamos reproduciendo el problema de las minorías a todos los niveles, y provocando otros muchos: partidos, dinero, fama, sobornos, y eso sólo para empezar. ¿Qué oportunidad tendría la gente normal, que oportunidad tendríamos de ser escuchados y de hacer algo? Las elecciones son completamente ademocráticas… no, son anti democráticas. ¡Todo el mundo lo sabe!
La expresión de Volkov era enteramente neutral pero los tres hombres se volvieron hacia él y esperaron a que dijera algo. Él se encogió de hombros.
—Por lo que sé —dijo con voz reflexiva— en las democracias socialistas la representación de los puntos de vista de la minoría no supuso nunca un problema.
Dio una palmada.
—Pero, bueno. Ya basta de política. Vamos a tomar un café. La cafetería estaba abarrotada, el café era bueno y la conversación animada. A juzgar por lo que se decía, el disenso y el descontento reinaban en Rawliston. Los magnates compradores y su influencia en las Autoridades Portuarias no gozaban de gran popularidad. Aunque este sentimiento resultaba útil a los de Tenebre por el momento, podía volverse en su contra en un futuro. Al fin y al cabo, ellos también tenían sus propios compradores. Lydia no dijo nada al respecto. Al cabo de una hora, los dos trabajadores y Endecott se despidieron —otra reunión, dijeron— y algún tiempo después, aparecieron Matt y Salasso. Salasso se sentó y Matt hizo lo propio, al tiempo que pedía a gritos un café y un poco de marihuana.
—Ah —dijo mientras se ponía cómodo—, así que por fin hemos encontrado el sitio. Aquí estamos todos —se pasó una mano por la cara: caliente, sudorosa y cansada—. Oh, hola, Lydia. Uau, estás preciosa. —Parpadeó y echó un vistazo a la floración de volantes que se extendían a un lado de la mesa—. Es un vestido precioso.
—¡Eso precisamente es lo que todo el mundo no deja de repetir!
Trató de impedir que se notara la irritación en su voz.
Matt se rió mientras se volvía hacia Volkov.
—¿Cómo ha ido la reunión?
—Muy bien —dijo Volkov. Cerró los ojos sobre su taza humeante—. Lydia había traído un agente que ha realizado una intervención muy efectiva…
¡Adulador! Pensó Lydia. Pero no pudo evitar sentirse complacida.
—… y Gail le dio la vuelta a la asamblea.
—Adulador —dijo Gail con voz medida—. Sabes que ha sido tu discurso el que nos ha dado la victoria.
Matt levantó la mirada del porro que, con mano bastante temblorosa, estaba preparando.
—Ya está en las noticias, Grigory Andreievitch. Siempre has sido un buen político.
Gail lo miró directamente.
—¿Qué quieres decir?
Matt se rascó la cabeza.
—Ah, hay mucha política en los negocios —dijo—. Un hombre persuasivo como el amigo Grigory puede conseguir muchas más cosas que alguien que sabe más de reglas y acero que del interior de la cabeza de la gente.
—Y que lo digas —asintió Volkov, con lo que parecía una expresión soñolienta. Miró, ahora con más atención, a Matt, Salasso y Gail y luego a Lydia—. Bueno, ahora que nos hemos tomado el café, tenemos una cita con Paul Loudon…
Parecía una indirecta. Lydia se terminó el café, recogió sus guantes y su bolso, furiosa consigo misma por sentirse tan decepcionada y fuera de lugar.
—¿Por qué no puede venir con nosotros? —dijo Gail.
Los dos Cosmonautas intercambiaron otra consulta sin palabras. Matt encendió el porro y miró a Lydia como si no la conociera de nada.
—Sí —dijo—. ¿Por qué?
—¿Para qué vais a ver a Loudon? —preguntó Lydia. Se alegraba de haberse puesto los guantes. Debía de tener los nudillos blancos.
—Oh, por el proyecto de los trajes espaciales —dijo Gail—. Seguro que lo encontrarías muy interesante.
—Tengo muchas cosas que hacer —mintió Lydia, tratando de no parecer demasiado ansiosa ni curiosa—. Mi padre me ha hecho responsable del levantamiento del embargo de vuestra nave y eso significa participar en política. Como hoy.
—Sí. —Volkov asintió, se inclinó hacia delante y le miró los ojos como si estuvieran completamente a solas—. Pero ¿no te parece ésa una buena razón para venir con nosotros esta tarde y averiguar un poco más?
Eso bastaba, era una buena razón para dejarse persuadir y que permitía esconder todas las demás razones, las malas.
—Sí —dijo—. Gracias.
La preocupación de Gail iba en aumento conforme pasaba el tiempo y seguía observando el cielo sin ver ni rastro de paganos en planeadores. Se preguntó si sus amigos se habrían ofendido porque se hubiera retirado del negocio de las drogas o si sería que no habían encontrado nada más para comerciar. O si, por otro lado, habrían encontrado una oposición más firme de la que le habían dicho que cabía esperar a las innovaciones tecnológicas.
Había dejado a sus colegas y a su nueva amiga Lydia en la cafetería y se había marchado a casa para lavarse, cambiarse de ropa y pasar por la rutina de costumbre con su doliente madre (a quien había sobresaltado encontrarse con su cara bajo estruendosos titulares en las noticias) antes de volver a reunirse con el grupo en la cafetería para guiarlos por la complicada maraña de rutas de autobuses que llevaban al aeródromo. Lydia había admirado el traje de seda verde de mujer pagana que se había puesto, un regalo (o pago, no estaba segura) de Paul Loudon, y habían mantenido una charla intrascendente durante el camino.
Loudon había alquilado una mesa privada con sombrilla y una lámpara eléctrica y había hecho que se la prepararan en el exterior, a unos cien metros del club, y que dispusieran un refrigerio y cervezas frías. Era una manera mucho más eficaz de asegurar la privacidad que las pequeñas habitaciones del bar, con sus finas paredes. Había aceptado la inesperada presencia de Lydia con educada curiosidad y elegancia.
Le habían explicado a Lydia en qué podían serles de ayuda los paganos y ahora estaban todos discutiendo el asunto, inclinados sobre planos y cálculos. De tanto en cuanto Gail se daba cuenta de que había perdido la noción del tiempo y de que había pasado otra media hora sin que hubiera ni rastro de los paganos.
Volvió a levantar la mirada, vio que el cielo estaba casi a oscuras. Oh, mierda. Parecía que no iban a aparecer. Suspiró y volvió a la conversación, con la esperanza de que no fuera académica.
—Bien —estaba diciendo Loudon—, hay que buscar una manera de encajar una manga de metal enhebrado en un casco de cerámica. ¿Qué me decís de un… sello de goma? ¿Sería lo suficientemente resistente al vacío?
—No —respondió Matt con aire vagamente distraído—. Eh, perdonad que lo pregunte pero ¿puede alguien decirme qué es eso que estoy viendo ahí arriba? ¿Esa… eh, extraña luz en el cielo?
Con mucha cautela, Piedra utilizó un palo corto para abrir la puerta deslizante del brasero, sacó el asa del contenedor del espíritu de fuego y apretó simultáneamente los fuelles. Las llamas cobraron vida en el globo que había sobre él con un desgarrador estruendo. Tras una sacudida que estuvo a punto de hacerlo caer de espaldas en la alargada góndola de mimbre, la inclinación del globo se corrigió… y estuvo a punto de corregirse de más, pero con otro movimiento veloz, Piedra cerró la puerta del brasero y las llamas se moderaron.
—Calma por ahí —exclamó Pierna Lenta desde la proa, donde se había encaramado—. Y ahora apaga los otros. ¡Rápido, rápido!
Agarrándose a los bordes de la góndola con las dos manos mientras pasaba por encima de los fardos, Piedra logró recorrer sus treinta metros de longitud y apagó los otros dos braseros. Tras cerrar el de popa miró hacia abajo. El suelo parecía estar acercándose a gran velocidad bajo la tenue luz del crepúsculo. Entonces una nube de polvo y tierra empezó a descender debajo de él. Pierna Lenta había soltado lastre y su descenso se frenó.
—Sujétate bien y dobla las rodillas —le advirtió Pierna Lenta. Piedra no necesitó que se lo dijeran dos veces. Se acurrucó, con las rodillas sobre un fardo blando y esperó, muy tenso. El globo se escoró ligeramente hacia la derecha mientras una de las velas laterales se sacudía como una aleta. El estruendo del aterrizaje lo cogió por sorpresa, pero no fue tan violento como había temido. Tal como le habían ordenado, salió de la góndola en cuanto hubo recobrado el equilibrio y corrió para coger la cuerda más cercana de las que colgaban del costado. A su lado, dentro de la góndola, había un mazo convenientemente preparado. La cuerda tenía un ancla en su extremo. Desenrolló la cuerda y clavó la punta afilada del ancla en el duro suelo y a continuación corrió hacia la parte delantera para repetir el proceso. Mientras tanto Pierna Lenta estaba haciendo lo mismo al otro lado y terminaron al mismo tiempo en la proa y la popa. En cada extremo de la nave había una botella de agua, que utilizaron para apagar los braseros. Los tres enormes globos de aire estaban empezando a deshincharse; al virar la nave, Pierna Lenta se había asegurado de que la brisa los haría descender en ángulo y no directamente sobre la góndola pero el peligro de incendio siempre estaba presente. Tras haber apagado el brasero central, se quedaron mirando el uno al otro, riendo. Pierna Lenta le dio una palmada en el hombro.
—Lo hemos conseguido —dijo—. Gracias a los dioses.
—Gracias a ti —dijo Piedra.
—Eso también. Su extravagante inmodestia los hizo reír. Pierna Lenta miró a su alrededor. A cierta distancia brillaban las luces de los achatados edificios del aeródromo y contra ellas se recortaban las siluetas de una docena de curiosos. Más cerca, tres figuras apenas visibles se les acercaban a toda prisa por la hierba.
—Gail y dos hombres —dijo Pierna Lenta—. Vamos a reunirnos con ellos.
Sigue un minuto de confusas presentaciones —Pierna Lenta es el alto y duro con falda corta y Piedra es el guapo y menudo con traje acolchado— y después Matt se ve arrastrando por los campos un gran fardo con correas de cuero en dirección a la mesa en la que están sentados. A continuación regresa corriendo y repite la operación. Al cabo de algún tiempo tienen todo el cargamento del globo sobre la hierba, bajo la imprecisa luz amarillenta de la lámpara, y los paganos están abriendo orgullosamente los fardos para mostrarles su contenido.
—La santa madre que los parió —dice Gail con voz reverente.
Es un tesoro, hasta Matt se da cuenta. Sabe que su sentido estético no tiene gran cosa que decir, pero ha tenido un par de siglos para aprender y lo que ve allí hace que se le erice el vello de la nuca. Tallas de marfil de mamut, piezas de madera de intrincado diseño, confecciones de plumas y flores secas de aspecto efímero pero al mismo tiempo, extrañamente sustanciales, cerámicas y piezas de cristal que no estarían fuera de lugar en las mesas más elegantes en las que alguna vez haya cenado. Imágenes de dioses y demonios que hacen que hasta su alma de materialista se estremezca.
—¿Para qué es todo esto?
—Éstas —dice uno de los paganos, Pierna Lenta— son las cosas que las mujeres nos han dado a cambio de las mercancías que les llevamos.
—Es… es… —Gail se ha quedado sin palabras pero por su tono de voz parece indignada.
—Rentable, sí —dice Pierna Lenta. Se golpea los muslos desnudos con las manos y se echa a reír.
—¿Qué les habéis llevado? —pregunta Lydia.
Piedra, el otro pagano, habla por vez primera:
—Hojas, más que nada. Navajas y cuchillos y cosas así. Agujas y dedales. Monóculos.
—Esto —dice Loudon— es una estafa.
—Un intercambio desigual —dice Volkov. Los dos paganos asienten. Parecen muy contentos.
—Hay que aprovecharlo mientras dure —dice Pierna Lenta.
—Hum —dice Paul. Les da la espalda y dirige una mirada disimulada a todos sus invitados. Enarca las cejas y pone los ojos en blanco. A continuación mira directamente a los dos recién llegados—. Supongo que estaréis hambrientos.
—Puede que un poco —dice Pierna Lenta mientras toma asiento. Piedra se quita el traje acolchado, mostrando el bonito vestido de seda azul que lleva debajo, y se sienta también.
—Aquí hay unos dibujos interesantes —dice Piedra después de un rato, mientras estudia los bocetos y bosquejos. Se ha decidido que sea Gail la que les haga la propuesta. Se inclina hacia delante con aire de ansiedad.
—Hay algo que querríamos pediros que hicierais para nosotros —dice—. Algo para comerciar. No se trata de medicina ni de cosas bonitas. Podríamos pagaros muy bien.
—Veamos lo que quieres.
—Bueno —dice Gail mientras da la vuelta a uno de los bosquejos para que puedan verlo—. Querríamos algo parecido al traje y el casco que Piedra lleva para volar pero hecho con materiales diferentes. Esto de aquí, por ejemplo, tendría que ser de cerámica endurecida al fuego, y esto sería de cristal, y esto puede que del mismo tejido que utilizáis para los globos y las alas. Es muy importante que todo esté hecho de tal manera que no pueda entrar aire por ninguna parte salvo por este agujero de aquí. Si bombearais… si lo llenarais por completo de aire y lo metieseis bajo el agua, no tendría que salir ni la más pequeña burbuja. ¿Crees que podríais hacer dos trajes así en el Gran Valle?
—Ah —dice Pierna Lenta—. Se parece mucho a los trajes que las mujeres del Valle hacían para el pueblo del bosque, para los gigantes, hace mucho tiempo. —Sacude una mano detrás de su cabeza—. Antes de la Estrella Brillante, antes de los cristianos, antes de… bueno, hace mucho tiempo, incontables manos en años hace de eso…
Lanza una mirada a Salasso.
—… Incluso antes de tu tiempo, o del tiempo de tu madre, el pueblo serpiente erigió una ciudad en la luna. Pero necesitaban trabajadores fuertes para construirla, así que le pidieron ayuda al pueblo del bosque. Y el pueblo del bosque pidió a nuestros antepasados que les hicieran los trajes que necesitarían para vivir en la luna, porque allí no hay aire. Así que las mujeres los hicieron. Los llamaban…
Se vuelve hacia Piedra un momento con el ceño fruncido.
—¿Cómo se diría en cristiano?
—Trajes espaciales —dice Piedra.
—¡Eso! —dice Pierna Lenta—. ¿Se parece a lo que queréis?
Está decidido. Matt, Gail y Salasso llevarán las especificaciones y diseños y —lo que es más importante— los respiradores al Gran Valle, y allí las mujeres fabricarán los trajes. Lydia llevará las mercancías de los paganos al departamento de marketing de su familia. Volkov y ella seguirán trabajando para conseguir acceso a la nave y se mantendrán en contacto por radio con los demás mientras sigan en el Valle. El tema no da más de sí, ni tampoco ellos. Ahora han bajado el pistón y conversan de cualquier otra cosa menos ésa.
Pierna Lenta les está hablando a Volkov, a Gail y a Loudon sobre globos y planeadores. Piedra les está explicando a Matt, Lydia y Salasso las complejas tradiciones y costumbres que gobiernan y limitan las tradiciones comerciales que unen a los clanes del Gran Valle con Rawliston, con los salvajes de las tierras exteriores, con las especies no-humanas, y Matt se siente cada vez más intrigado por lo que para él es una incomodidad social completamente novedosa. No sabe cuál es el sexo de Piedra y no se le ocurre una manera de preguntarlo sin arriesgarse a ofenderlo. La suave cara del pagano, esbelta pero fibrosa, y su voz suave no ofrecen pistas definitivas aunque el estilo de su peinado y de su ropa son desde luego femeninos, al igual que sus gestos. Pero hay momentos en que algo en la luz o un movimiento o una expresión hacen que de repente Piedra parezca un tipo rubio con el pelo largo y vestido con un pijama azul y entonces hace algún gesto como enredarse un mechón del pelo con las manos y Matt se da un cachete mental y decide que Piedra es evidentemente una mujer y entonces… son como estados cuánticos superpuestos, o una de esas ilusiones que pueden verse de dos maneras completamente diferentes.
—Cuando regresamos, los chamanes se habían reunido para celebrar consejo en una de las aldeas más grandes —dice Piedra—. Aún siguen discutiendo. Corren rumores sobre grandes desacuerdos. La llegada de vuestra nave es un importante presagio.
—¿Por qué? —pregunta Matt.
—Nuestra sociedad es en muchos sentidos un artificio, mantenido por la constante adhesión a las viejas costumbres y la constante resistencia a las nuevas. Por supuesto, hay excepciones, como los licores fuertes o las herramientas de acero, pero hasta el momento prefieren no cambiar las cosas porque no están… ¿reconocidas?
—Ésa es la palabra —dice Lydia.
—Sin embargo, la auténtica razón es que en el fondo estamos convencidos de que las sociedades diferentes deberían seguir caminos diferentes y que la confusión de los caminos sólo puede provocar infelicidad. Ya ves, igual que nosotros vemos lo que les ocurre a aquellos de los nuestros que viven en esta ciudad. Todos recordamos cómo empezó aquello, cuando los cristianos trataron de conducirnos a su camino. Y a nuestro alrededor y en el cielo vemos que los… ¿pueblos?… diferentes, como el tuyo, Salasso, y el pueblo del mar y los kraken y los gigantes y los pithkies, como los llaman los cristianos, no comparten sus herramientas y máquinas, o lo hacen sólo en muy pequeña medida. Cada pueblo tiene su lugar en el gran orden del universo. O eso pensábamos, hasta que trajisteis aquí la Estrella Brillante.
—¿Entonces estás diciendo que porque caminamos por sendas diferentes a las de los saurios y los kraken, vuestro pueblo ha empezado a preguntase si no debería también caminar por su una senda diferente y propia?
—Me has entendido —dice Piedra.
—Eso sí que es un buen salto —dice Lydia. Piedra se echa a reír.
—Lo es. Pero debes recordar que la Estrella Brillante ha sido siempre un tótem para todos los pueblos del cielo, las tribus del Gran Valle.
Oh, sí. Tras haber pasado una mañana de la semana pasada interrogando a Gail sobre lo ocurrido la Noche de Dawson, Matt ha aprendido algunas cosas sobre la versión del pueblo del cielo de la teoría de la liberación y las objeciones locales a ella.
—Debe de haber sido una enorme sorpresa haberla visto.
—¡Oh, sí! —dice Piedra—. Sobre todo porque estuvo a punto de chocar conmigo.
—¿Ése eras tú? ¿El del planeador?
—Sí.
—¡Asombroso! —Matt reflexiona sobre aquella aparente coincidencia y se da cuenta de que no lo es. De que tiene sentido en la visión autóctona del mundo que la primera persona en encontrarse con la nave haya sido la primera en actuar con respecto a las implicaciones de su llegada.
—Creí que habías dicho que volar es trabajo de hombres —dice Lydia.
—Lo es —responde Piedra—. Pero construir y probar los planeadores es trabajo de mujeres.
Matt, aliviado al fin por haber resuelto esa cuestión, sonríe a la mujer pagana.
—¡Y construir trajes espaciales!
—Sí.
—No sé qué podemos daros a cambio de eso —dice Matt.
—Oh, más de lo que ya nos habéis dado sería estupendo.
—No obstante —dice Matt—, debe de haber algo que no sean agujas y cuchillos y que sea todavía más estupendo.
—Sí que hay algo en lo que he estado pensando. —Piedra mira a Lydia y a Matt con aire tímido, con los párpados entrecerrados—. El vestido que llevas, Lydia. Empiezo… empiezo a darme cuenta de lo bien que puede sentarle a una mujer un traje así y creo que es posible que otras mujeres se den cuenta también. Me pregunto si mañana podrías prestármelo, o uno parecido, para que se lo enseñara.
Lydia se echa a reír a carcajadas.
—Te voy a ofrecer algo todavía mejor —dice—. Puedes quedarte este vestido, ahora mismo, si a cambio me das el tuyo.
Es un trato instantáneo. Desaparecen juntas y regresan al cabo de diez minutos. Piedra se pavonea de un lado a otro para gran placer de Pierna Lenta pero son Gail y Loudon los que parecen más impresionados. Lydia vuelve a sentarse junto a Matt. —Estás impresionante— dice éste. Lanza una mirada a Piedra—. Y ella.
—Ah, tío —dice Lydia mientras sonríe con malicia—. Tengo noticias para ti.