DOS
VIVÍA UNA MOZA EN LA CIUDAD DE RAWLISTON
El grito de Joshua sobresaltó a Gail Frethorne, que soltó la llave inglesa y se arañó la mano con una rebaba metálica. Por un momento, mientras se llevaba la mano a la boca, vio la sangre roja sobre el negro petróleo. Chupándose el arañazo de los nudillos, sacó con suavidad la plataforma con ruedas sobre la que estaba tendida de debajo del coche y preparó una andanada de imprecaciones para arrojársela a Joshua.
Se encontraba en el taller del garaje, a un par de metros de distancia, boquiabierto y mirando al cielo. Desde donde ella se encontraba, el aprendiz parecía una estatua alegórica de El Asombro. De espaldas como estaba, en una posición óptima para contemplar el cielo, siguió la dirección de la mirada de su ayudante.
—Me cago en la leche puta —dijo, mientras sus procacidades se convertían en reverencia. La cosa que flotaba varios cientos de metros sobre sus cabezas era demasiado grande para ser una nave atmosférica, demasiado pequeña para ser una astronave y, por su forma no se parecía a ninguna de las dos. Por Dios, ¡si hasta tenía agujeros! Se veía el cielo a través de ellos.
Se puso en pie con dificultades, sin apartar la mirada de la cosa. Estaba descendiendo, hundiéndose hacia el horizonte al tiempo que sobrevolaba la ciudad en dirección este. Joshua la miró de soslayo.
—¿Un nuevo tipo de avión?
Se notaba por su tono de voz que no le gustaba consultarla sobre el particular.
—No —dijo ella, tratando de no parecer sarcástica—. No tiene la forma apropiada para ser un vehículo de ascenso y es demasiado rápida para ser una nave atmosférica. Si tuviera cohetes o propulsión de chorro, las veríamos u oiríamos, creo.
—¿No crees —dijo Joshua, mientras la cosa pasaba sobre ellos y desaparecía de su vista— que podría ser algo nuevo creado por los paganos con… no sé, planeadores y globos o algo por el estilo?
—A los paganos no se les da demasiado bien lo nuevo —dijo Gail—. Y tampoco a los saurios o los kraken, ya no. No, tío, eso es una puta nave o puede que un esquife, de una clase que no habíamos visto nunca. Ni oído.
—¡Tío! —Joshua se llevó los nudillos a la boca y meneó los dedos—. ¡Alienígenas!
Gail se echó a reír. La única prueba de que Joshua supiera leer era la diligencia con que se entregaba a la dolorosamente lenta pero persistente lectura de tebeos sobre alienígenas y otras rarezas similares.
—No existen los alienígenas, salvo los Poderes Superiores.
—Eso no lo sabemos —dijo Joshua con tozudez.
—Sí, sí que lo sabemos —dijo Gail con tono ausente, sin apartar la mirada del cielo. Entonces se volvió de repente hacia él, con una gran sonrisa en los labios—. ¿Y sabes lo que significa eso? Dios, sí que era lento.
—¡Gente! —dijo, dando una palmada por encima de la cabeza—. ¡Nuestra gente! ¡Es una nave de casa! ¡Han venido!
Joshua frunció el ceño. Miró por encima de la grande y ruidosa radio, en precario equilibrio sobre la estantería que había junto a la puerta, entre piezas de motores, tarros de líquidos peligrosos y latas de tuercas y tornillos.
—Mejor no especulemos sobre ello —dijo, para gran sorpresa de Gail—. Si se trata de algo especial lo sabremos en las noticias, ¿eh?
—Oh, sí. —Gail alargó la mano hacia el dial y lo giró entre zumbidos hasta dar con la frecuencia de noticias. Tras un minuto del típico parloteo matutino sobre crímenes y tráfico, la voz de la locutora cambió. Se oía el rumor de los papeles y el chasquido de los interruptores de teléfono.
—Noticia de última hora —dijo—. Hace unos momentos ha aterrizado en Rawliston una astronave que se ha identificado como la Estrella Brillante. Estamos enviándole un mensaje urgente a Chris, nuestro vigilante del cielo, para que se ponga en contacto con ellos y mientras tanto les mantendremos informados.
Siguió una comunicación poco clara con el hombre del avión cuya obligación era mantener vigilado el interminable y gruñente flujo del tráfico de la ciudad y, al oírlo, un viejo chivo de alguna universidad despertó de la siesta para hablar de forma incoherente sobre lo maravilloso e histórico que era todo aquello. Con una mirada desafiante, Joshua devolvió el dial al programa de música.
—Ahí está —dijo—. Tienes razón. Es el Cosmonauta.
Parecía decepcionado. Su rostro apagado dejó boquiabierta a Gail, que se preguntaba qué abismos de estupidez y falta de sentido de la proporción podían esconderse debajo de aquella expresión. ¿Qué fatuos sueños sobre alienígenas habían sido frustrados por el descubrimiento de que los pilotos de aquella nave nunca vista eran mera, gloriosamente humanos? A ella le parecía la mejor y más grande noticia de su vida.
—Es una noticia estupenda —le dijo—. Ya lo verás.
Joshua se encogió de hombros y volvió a sumergirse bajo el capó levantado de un coche en el que había estado trabajando, en medio del patio. Los otros dos mecánicos se encontraban en el interior oscuro del taller, aún soldando —Gail tuvo que parpadear para conseguir que desaparecieran los destellos provocados en su visión por una mirada de soslayo— y no parecían haberse percatado de la aparición de la nave ni de la noticia en la radio. El jefe, inclinado con el ceño fruncido sobre unas etiquetas, al otro lado de la ventana de la oficina que sobresalía en la otra esquina del patio, tampoco parecía haberse enterado de nada.
Se volvió rápidamente antes de que levantara la mirada y la viera holgazaneando y lamió la sangre fresca de la herida de sus nudillos. Una parte de su mente empezó a considerar cómo podía mover aquella tuerca recalcitrante. Utilizar un soplete era tentador pero demasiado peligroso. Varias capas de aceite penetrante no parecían haber penetrado nada en absoluto. Se acercó al armario en el que se guardaban las soluciones para casos de emergencias como aquél y cortó una tira de veinte centímetros del plástico calentador, aproximadamente la misma cantidad que utilizaban para hervir un bidón de un litro de agua.
Una vez debajo del coche, Gail envolvió la tuerca con la tira plástica y la apretó con el pulgar. Al cabo de unos segundos empezó a despedir un resplandor amarillo y luego anaranjado. Después de que se hubiera consumido apartó de un soplido las cenizas que habían quedado, aplicó la llave inglesa de nuevo y logró soltar la tuerca justo antes de que el calor se extendiese por toda la herramienta y le fuera imposible sujetarla.
Abandonó el trabajo hasta que todo se hubiera enfriado y volvió a salir de debajo del coche justo cuando David gritaba desde el taller de máquinas.
—¡Abigail! Creía haberte visto haciendo un poco de té. ¿Dónde está?
—En marcha y casi a punto —respondió con otro grito—. ¡Davy! —añadió, una variante de su nombre que él odiaba casi tanto como ella detestaba el que acababa de utilizar el otro. Hacer el té era parte del trabajo de Joshua, pero por alguna razón ella se sentía en deuda con el aprendiz por su muy poco caritativo pensamiento de antes, que lo había pintado como más tonto de lo que en realidad era.
Se limpió el aceite de las manos en el grasiento delantal, corrió de nuevo al armario y el grifo y repitió el truco con otro pedazo del plástico calentador. En una ocasión, el jefe había perdido una o dos horas de su tiempo para probar laboriosamente y a su propia satisfacción que aquel producto de los saurios era más barato que la electricidad. Mientras esperaba a que el cazo de lata se calentase, Gail se preguntó por qué no estaría más generalizado su uso y su mente divagó sobre las nociones de las economías de escala y otras cosas. Pero por fin (mientras arrojaba un puñado de hojas de té en una ennegrecida tetera de barro, vertía en su interior el agua hirviendo y lo dejaba reposar) llegó a la conclusión de que sólo era un ejemplo más del extraño criterio de los saurios sobre lo que estaban dispuestos a vender y lo que no. Estaban dispuestos a vender los paneles solares finos como hojas de árbol y los tubos de plástico de las junglas de ingeniería genética a las que llamaban con toda justicia plantas de manufacturado y no escatimaban esfuerzos para colaborar en la extracción de petróleo. Pero en la mayoría de los casos dejaban que la industria humana se las compusiera por sí sola. No vendían sus esquifes y se mostraban muy reacios hasta para alquilarlos. Eran considerados y sensibles a la hora de ofrecer tratamientos quirúrgicos de restauración y respondían con prontitud a la extensión de enfermedades introducidas por el comercio interestelar pero no estaban de ninguna manera dispuestos a ofrecer el secreto de su propia longevidad.
Gail sirvió el té y David, Mike, Joshua y el jefe se reunieron para el descanso de las diez y media. El ruido típico del patio se vio reemplazado por el metálico rumor de la radio, el crujido de los metales, el cristal y la madera que se expandían diferencialmente bajo el creciente calor, y el murmullo apagado de las conversaciones y risas. Los tres chicos mayores mostraron menor cinismo que Joshua con respecto a la aparición de la nave. Mientras hablaban, no dejaban de pasar sobre sus cabezas los aviones que despegaban de los aeródromos situados en los extremos de la ciudad y se dirigían al mar. Por fin, Gail no pudo seguir soportándolo.
—Eh, señor Reece —le dijo al jefe—. ¿Le importaría que me tomara el resto del día libre? El montaje del motor está yendo de maravilla y… bueno, me gustaría acercarme a la pista de aterrizaje.
Casi podía oír el tintineo de una máquina calculadora detrás de los ojillos de Reece. Era una petición poco habitual en ella, que normalmente se quedaba trabajando hasta después de su hora. Llevaba el trabajo adelantado y el propietario del vehículo no podía recogerlo antes de lo estipulado…
—Sí, vale —le dijo—. Pero siempre que mañana estés aquí a primera hora de la mañana.
Ella le sonrió, hizo lo propio con los chicos, dejó sobre la mesa el té sin terminar y salió corriendo en dirección al baño.
Más o menos una hora después, poco antes del mediodía, Gail aparcó su bicicleta en el cobertizo del club y echó a andar por el césped con la sensación de que necesitaba un baño, esta vez para quitarse el polvo y el sudor. El taller se encontraba en la frontera entre los suburbios y la zona de chabolas y la mayor parte de las carreteras que se dirigían al oeste desde allí estaban llenas de surcos y baches. Después de todo aquello, el espacio abierto y verde del aeródromo era como una ducha con agua fresca.
El perímetro tenía alrededor de quinientos metros de longitud por doscientos de anchura y las vallas delimitaban una zona de hierba descuidada que había crecido sobre un antiguo lecho demasiado lleno de guijarros y grava como para que germinara nada mejor en él. Postes de anclaje, cabañas, un medidor de viento, un solitario amarradero —la mayoría de los aviones atracaban mucho más cerca del centro de la ciudad o al otro extremo de los muelles—, el edificio circular de hormigón que contenía los tanques de queroseno y una fila de monoplanos y biplanos de tela y bambú. El club tenía una docena de vehículos pero tres de ellos se encontraban en aquel momento en vuelo, revoloteando sin duda en las proximidades de la nave recién llegada.
A cierta distancia, en un rincón, había una amplia franja de césped —aplastado por los aterrizajes y ennegrecido por los despegues— donde llegaban y partían los paganos en sus globos de aire caliente. A su alrededor había una zona más amplia, de suelo irregular y recorrido de surcos, donde los mucho más raros planeadores aterrizaban y eran devueltos al cielo por medio de un sistema de arrastre: el piloto se colocaba sobre una plataforma de madera inclinada montada sobre seis ruedas de bicicleta y corría con ella hasta que había cogido la velocidad suficiente para despegar. Durante un minuto más o menos era arrastrado por los aires mientras iba ganando altitud, hasta que soltaba el asidero y la cuerda volvía a caer a tierra tras el coche del club.
Era aquel mismo coche, aparcado cuidadosamente en aquel momento detrás del edificio del club, el que le había servido para obtener un empleo allí, un par de años antes, cuando tenía dieciséis y estaba vagabundeando por los terrenos del aeródromo sin que nadie la viera, observando cómo despegaban y aterrizaban los aviones. Orbitaba alrededor de las conversaciones de los pilotos y mecánicos, absorbiendo los retazos de información que llegaban hasta sus oídos, su jerga, mientras todos la tomaban por la hermana pequeña de alguno de ellos.
Había visto, a un centenar de metros de distancia, cómo levantaba el pagano alto y medio desnudo su extraño armatoste, cómo alzaba con facilidad la estructura, gritaba y saludaba. El coche había cobrado vida con un carraspeo y se había puesto en marcha. El pagano estaba encajado entre las alas que tenía encima y la madera que tenía debajo, dando saltos por el césped. Y entonces al coche se le había parado el motor y la velocidad había disminuido y el hombre había tropezado y se había inclinado hacia delante y había corrido unos metros antes de caer echo un ovillo y el planeador se había inclinado hacia delante y se había detenido sobre él en un ángulo extraño.
Gail había echado a correr. El pagano estaba en el suelo, agarrándose la rodilla, con el rostro ceniciento y los dientes apretados. El planeador no parecía haber sufrido daños. La gente no le prestaba la menor atención al piloto. Se habían reunido alrededor del capó levantado del coche y sacudían las cabezas. Mientras se arrastraba hacia ellos, Gail se había dado cuenta de que no tenían la menor idea de lo que había pasado: sus conocimientos de aero-mecánica no se extendían a la de coches.
Los suyos, en cambio sí, como no había tardado en poner de manifiesto. Había reparado la tapa del distribuidor, que era la causante del problema y una hora más tarde el pagano —que se había hecho algo muy feo en la rodilla pero lo estaba ignorando deliberada, estoicamente— estaba en pie y había levantado el vuelo. Desde entonces Gail compaginaba su trabajo en el aeródromo con el del garaje: tenía credibilidad y el mantenimiento del viejo coche le proporcionaba una ocupación permanente. Y no se había limitado a su mantenimiento. Había afinado y mejorado el motor hasta conseguir que funcionara a las mil maravillas cada vez que lo arrancaban.
El piloto pagano no la había olvidado. Dos semanas después de su accidente había regresado y le había dado un buen susto acercándosele en silencio mientras ella estaba trabajando con el coche. La proposición que le había hecho la había asustado y sorprendido más aún; pero en el tiempo trascurrido desde entonces, a pesar de que el temor a ser descubierta o su conciencia la hubieran acosado ocasionalmente, se había traducido en una cuantiosa mejora de sus ingresos.
Gail dejó atrás el edificio principal del club y vio a Paul Loudon, que estaba realizando las comprobaciones rutinarias del Kondrakov-Lebrun 3B, un monoplano de dos pasajeros con el eje del ala situado a gran altura. Paul era el propietario de la pequeña compañía de ingeniería que lo había diseñado, con licencia de los diseñadores de Mingulay. A mediados de la veintena, era ya independiente y más rico que la mayoría de los miembros de su familia de terratenientes, y lo aparentaba: alto, con unos brillantes ojos negros, pómulos elegantes y una nariz orgullosa. Cuando estaba con ella, nunca parecía consciente de su sexo o su clase social. Gail no sabía con certeza si las razones para esto eran buenas o malas pero le otorgaba todo el crédito a él.
—Oh, hola. Frethorne. —Cerró una diminuta escotilla sobre una válvula de combustible situada en el lado del fuselaje, se limpió los dedos en un pañuelo blanco y a continuación se los pasó con aire ausente por el cabello castaño y peinado hacia atrás—. He oído el notición por pura casualidad, mientras trabajaba con la radio puesta. Probablemente me haya perdido casi toda la diversión. Una verdadera lástima.
—¿A qué diversión te refieres? Aún puedes acercarte a echar un vistazo.
—Oh, sí, claro. Eso me disponía a hacer. Pero seguro que los demás llevan fotógrafos y periodistas ya están ganando un buen montón de pasta.
Ella sabía que no era el dinero lo que lo preocupaba. Lo que estaba haciendo que frunciera el entrecejo y los labios era la pérdida de caché que significaba el no haber sido uno de los primeros en presenciar y registrar un momento histórico.
—Bueno —respondió—. Eso significa que ninguno de ellos está tomando fotos para el club…
—¡Ahá! —Se dio una palmada en el muslo—. ¡Bien visto! —Dirigió la mirada a algún lugar situado tras ella y luego volvió a bajarla—. Eh… ¿te importaría acompañarme y tomar una o dos fotos?
—No —dijo ella, manteniendo el rostro impasible—. No me importaría. Se hubiera conformado con que le dejara girar la hélice para arrancar el motor.
Lydia de Tenebre sabía muy bien lo que era la estructura negra y rectangular, incluso antes de que un vuelo peligrosamente bajo sobre los tejados de Rawliston la hubiera acercado lo bastante para poder distinguir entre la neblina el nombre pintado de manera burda sobre el casco. Había albergado la esperanza de verla algún día pero en realidad nunca había creído que fuera a ocurrir y desde luego no tan pronto, después de apenas tres meses de su vida.
Tratando de no correr, caminaba apresuradamente por la atestada calle de los muelles. Los vehículos achaparrados y humeantes avanzaban un paso y se detenían, avanzaban un paso y se detenían, en el típico atasco matutino de aquella parte de la ciudad. En general, la gente le abría paso: la belleza extrema, lo mismo que la fealdad extrema, puede conseguir que las multitudes se abran, y Lydia utilizaba su belleza como una guadaña. Sólo algún gigante o pithkie ocasional ofrecía algo de resistencia y se apartaba con un gruñido o un centelleo de colmillos brillantes y afilados.
Los muros de los almacenes y las oficinas impedían ver el lugar en el que la nave había aterrizado. Cuando Lydia llegó a la calle que daba a los muelles, vio que un bosquecillo de mástiles que había aparecido en el puerto ocultaba por completo el mar. Se detuvo en el oportuno portal de una tienda y sacó su radio del bolsillo central de su vestido. La encendió y se le arrugó el rostro al escuchar la cacofonía de voces y aullidos: las frecuencias se agolpaban más en Rawliston que en cualquier otro lugar de la Segunda Esfera, incluida la propia Nova Babilonia, donde una estricta regulación mantenía bien diferenciados los canales. En aquel lugar le hizo falta toda la delicada capacidad de discriminación del equipo para hallar la longitud de onda correcta.
—Aquí Lydia, en la costa, frente a la nave.
—Adelante.
El operador parecía distraído.
—¿Ha aterrizado sana y salva la otra nave?
—Si se le puede llamar una nave —replicó el operador— sí.
—Loados sean los dioses —dijo Lydia—. Cierro.
Miró en las dos direcciones de la abarrotada calle. Una lluvia reciente la había dejado brillante y cubierta de charcos; los coches y los autobuses y los camiones expulsaban agua por las ruedas al pasar, empapando las aceras. El tráfico era más rápido en las vías laterales. Allí la calle era una continuación del amplio bulevar que bordeaba la zona del paseo marítimo, más residencial y comercial y menos industrial y mercantil, y conservaba su sinuosidad, aunque no los árboles, las mesas a la sombra de las sombrillas ni los cafés.
Lydia esperó a uno de los inexplicables huecos en el tráfico que se producían de manera fortuita cada pocos minutos y atravesó la calle en zigzag. Un rápido salto por encima de una valla metálica le permitió acceder a los grasientos maderos del embarcadero, desde el que brotaban largos muelles como si fueran dedos. Avanzó entre bolardos y barriles, carromatos y camiones, estibadores y transportistas, una multitud menos densa pero formada por componentes más rápidos y pesados. Permaneció alerta y preparada hasta que hubo cruzado la barrera de Aduanas que restringía el acceso a la zona de descarga, reservada para los botes que iban y venían desde el amarradero de las astronaves. Entonces se relajó con una prolongada y estremecida exhalación y recorrió con lentitud los cien metros que la formaban. Ahora se encontraba en su propio territorio.
Las olas mecían una lancha neumática al final de una de las escaleras. Lydia llamó desde arriba al tripulante, un primo lejano que dormitaba en la popa.
—¡Eh, Johannes! ¿Puedes sacarme de aquí? Johannes despertó dando un respingo y la saludó con la mano.
—Sí, sube. Descendió y se sentó frente a Johannes en un asiento hecho, como el resto del bote, de un plástico fino que una vez había sido trasparente pero que ahora, entre arañazos y manchas, había quedado reducido a una traslucidez acuosa. Johannes desamarró, se apartó de un empujón del malecón cubierto de percebes y arrancó el motor fuera borda.
Mientras la lancha neumática se abría camino por las estrechas aberturas que discurrían entre los cascos de madera y acero Johannes le sonrió y dijo:
—¿Qué prisa hay? No te esperaba antes de la noche.
—¿No lo has visto?
—¿El qué?
—La nave de Mingulay que ha llegado. Ya sabes, la nave de los Cosmonautas. Johannes se rascó la nuca.
—Demonios, no. Me lo he perdido. Por los dioses, ¿así que al final lo han hecho?
—Sí —dijo Lydia—. Han llegado navegando hasta aquí, por sí solos. —Sacudió la cabeza—. No esperaba que Gregor lo lograra… tan pronto. Estoy impresionada.
Su primo la estaba mirando con malicia divertida.
—Me apuesto algo a que tu padre estará aún más impresionado. Las cosas cambian un poco para ti, ¿eh?
—Eso debo decidirlo yo.
Sonrió, sólo para mostrar que la firmeza de su tono no indicaba un reproche, y entonces se volvió hacia delante, hacia la proa redondeada de la lancha neumática. Al mismo tiempo que emergían a aguas más claras avistaron las dos astronaves delante de ellos. La nave de Mingulay era una forma oscura y chata, apenas discernible junto al aspecto circular de la nave cilíndrica de Tenebre vista desde uno de sus lados.
Conforme la lancha avanzaba dando saltos entre las olas Lydia empezó a distinguir una línea de luz que unía la nave pequeña con el mar; no era lo bastante grande para crear una depresión significativa en las aguas. Casi sin darse cuenta se descubrió preguntándose qué intercambios podían estar produciéndose entre la Estrella Brillante y la nave de su familia y entre cualquiera de ellos y las Autoridades Portuarias y luego se dio cuenta de que no era necesario seguir especulando.
Volvió a sacar el transmisor de radio y giró el dial con mucha lentitud.
—… en su nave —estaba diciendo una voz—. Repito, permanezcan en su nave. Un navío de las Autoridades Portuarias está en camino.
—Recibido —respondió otra voz, que no reconoció. Se volvió hacia popa y vio otra lancha neumática, mucho más grande, que abandonaba el puerto, a mucha distancia de ellos.
—¿No puedes hacer que esto vaya más deprisa?
Johannes asintió.
—Claro. Nos mojaremos un poco pero…
—Hazlo, por favor.
Su primo se apoyó sobre la caña del timón y el ruido del motor se intensificó. La lancha levantó el morro; empezó a saltar espuma salada. Lydia volvió a encender el transmisor.
—Llamando a la Estrella Brillante. Respondan, por favor.
Después de algunos crujidos, llegó la respuesta:
—¿Lydia?
Su corazón empezó a saltar como la lancha; los ojos se le llenaron de humedad, como la espuma.
—¡Sí, soy yo! ¿Gregor?
—Hola, Lydia. Me alegro de oírte. —Esta vez su voz sonaba más apagada —. ¿Dónde estás?
Se lo dijo.
—Estupendo —dijo él—. Pero ahorremos aliento por el momento, no queremos que un enjambre de…
El zumbido del motor de un avión ahogó sus palabras; un planeador marino pasó como una exhalación a unos cincuenta metros sobre su cabeza. Lydia siguió con la mirada el desvencijado aparato y vio que partía la superficie del mar con sus flotadores y frenaba hasta detenerse junto a las astronaves. En cuestión de momentos una bandada de pequeños vehículos voladores convergió alrededor del muelle de las astronaves y empezó a sobrevolarlo en círculos. Desde algún lugar situado detrás del espigón del puerto un dirigible emergió y se encaminó en la misma dirección. Lydia giró el dial para pasar al canal de trasferencia de datos: estaba zumbando; era evidente que se estaban trasmitiendo borrosas reproducciones fotográficas a las oficinas de todos los periódicos de Rawliston. Los canales de radio también estaban muy atareados, aunque no trasmitían ninguna noticia que ella no supiera ya.
—¡Maldición! —gritó por encima del sonido del fuera borda y del creciente escándalo que provenía del cielo—. ¿Qué esperabas? —la mirada divertida de su primo había vuelto—. ¡Esa nave es legendaria! ¡Esto es histórico!
—Lo sé —dijo Lydia. Su idea de una rápida y tranquila reunión con Gregor le parecía ahora una ingenuidad—. Lo que pasa es que no esperaba que los lugareños se enteraran tan pronto.
Pero eso era también una ingenuidad, comprendió en cuanto las palabras hubieron abandonado su boca. Hizo una mueca y se volvió de nuevo hacia delante.
Había sido menos de un cuarto de año antes, en su propia vida, cuando había sabido de la primera llegada del Estrella Brillante. No a Croatano, sino a su colonia gemela, Mingulay, situada a cinco años luz de distancia. En ese tiempo Croatano había dado doscientas vueltas alrededor de su estrella; doscientos años que se habían visto afectados radicalmente por el acontecimiento. Los zumbantes vehículos voladores eran una de sus consecuencias, así como en gran medida el paisaje industrial de los alrededores.
No es que Croatano no hubiese emprendido con eficacia la senda de la industrialización de haber estado abandonado a sus propios recursos. Pero ni el comercio interestelar con el resto de la Segunda Esfera ni el limitado comercio tecnológico con los muchísimo más antiguos y avanzados saurios podían ni remotamente competir con los efectos de un sinfín de conocimientos traídos de la Tierra y el Sistema Solar de 2049, que habían empezado a llegar en el Año de Nuestro Señor Estacionalmente Ajustado de Dos Mil Cincuenta y Siete. Según el calendario de Croatano, el Anno Domini actual era aproximadamente el 2270-y-algo, lo que descontaba con notable sensatez los incontables milenios trascurridos en el tránsito a la velocidad de la luz.
En algún lugar de la Segunda Esfera, el año de Nova Terra era el estándar y la fecha cero se había establecido en la fundación de la ciudad conocida como Nova Babilonia, que recientemente había celebrado su décimo milenio. Lydia sentía cierto orgullo patriótico por este hecho, aunque sabía muy bien que para las especies homínidas más antiguas, por no hablar de desde la perspectiva de los saurios o los kraken, aquello era muy poco tiempo y para los dioses suponía apenas el paso de un día. Ella misma era, como todos los demás que viajaban en las naves mercantes, un viajero del tiempo de una sola dirección, que se trasladaba al futuro con cada subjetivamente instantáneo salto lumínico; en sus dos docenas de años había dejado su fecha de nacimiento a siglos de distancia y en ese sentido era más vieja que Rawliston. La ciudad había crecido más deprisa que cualquier otra cosa que hubiera visto en sus viajes: ¡Oh, vaya, cómo ha crecido!
La lancha neumática rodea los flotadores del hidroavión y se introduce en el espacio que los separa del Estrella Brillante. Matt y Elizabeth están detrás de Gregor, quien espera en la escotilla abierta de lo que fue una vez una compuerta interior. Su propia lancha neumática, desinflada y plegada alrededor del cilindro de gas, está alojada a lo largo de la escotilla en lo que es otro ejemplo de retroajuste chapucero. La nave entera es aterradoramente inapropiada para el vuelo espacial: sólo una esclusa de aire, en una esquina muy incómoda; trajes EVA que llevan siglos sin someterse a pruebas o utilizarse; sistema de soporte vital por hidroponía que incorporan siglos de mutaciones sin controlar y que ocasionalmente despiden bocanadas de aire de olor rancio. El húmedo aire del exterior parece fresco en comparación. Los saurios han mantenido la Estrella Brillante en buen estado, en una órbita lenta alrededor de Mingulay, pero han hecho su trabajo al pie de la letra, siguiendo con dolorosa minuciosidad unas instrucciones extraídas de los archivos: los conocimientos sobre ingeniería de soporte vital que pudieran haber poseído en el pasado se han atrofiado a lo largo de los millones de años en los que no han tenido que pasar más que unas pocas horas seguidas en el vacío. El dedo que les falta es el dedo verde de los humanos.
Por encima del hombro de Gregor, Matt ve a la mujer acurrucada en la proa de la lancha neumática, esforzándose por avanzar. A su lado siente la presencia de Elizabeth, asomándose por encima del otro hombro de Gregor, tensa. El pelo negro y ondulado ondeando al viento, piel castaña, un rostro realmente hermoso; Matt entiende parte de las razones de la tensión que siente Elizabeth al ver a Lydia y, obedeciendo un impulso, le da un fugaz y reconfortante apretón en el hombro.
Ella lo mira de reojo un momento, luego parpadea.
La lancha neumática avanza muy despacio. Gregor coge el cabo que les arrojan y regresa al interior de la sala de control, apartando a sus compañeros delante de sí. Tras un momento de confusión ata el cabo al soporte fijo de uno de los asientos. Tarda un rato en regresar y para entonces Lydia ha subido a bordo, seguida por el mozo que manejaba el bote. El traje azul marino de la muchacha está cortado en pliegues y concertinas; la falda tiene mucho vuelo y cuando ella se cimbrea para sacudirse la sal del cabello las gotas resbalan por el tejido y desaparecen sin dejar ni rastro.
Lydia abraza a Gregor durante un momento prolongado y a continuación se aparta, con sus manos entre las suyas.
—¡Lo lograste! —dice—. ¡Lo conseguiste! ¡Oh, qué orgullosa me siento! Estoy asombrada.
Gregor se encoge de hombros con modestia.
—No fue todo obra mía… —Y entonces esboza una gran sonrisa—. ¡Pero sí casi todo! Gracias.
Lydia se aparta de él y abraza a Elizabeth, quien responde sin demasiado entusiasmo, y a continuación le estrecha la mano a Salasso y les presenta a su primo y compañero de tripulación, Johannes.
—Y éste es Matt Cairns —dice Gregor—. Mi antepasado.
La mirada de asombro de Lydia cuando estrecha la mano de Matt resulta extrañamente gratificante tras una larga vida de secretos sobre este punto.
—Hola, Lydia —dice—. Encantado de conocerte. He oído hablar mucho de ti.
—Igual que yo —responde ella, sonriendo.
—¿De veras?
—Tu amigo Grigory Volkov habla muy bien de ti.
—No me cabe duda —dice Gregor con toda la tranquilidad posible—. Estoy impaciente por volver a verlo.
—Por supuesto —dice Lydia mientras, con un último destello de su sonrisa, le suelta la mano y se vuelve hacia Gregor.
—No tenemos mucho tiempo —dice—. Los periodistas y los hombres de las Autoridades Portuarias estarán aquí en unos minutos. Sólo quería deciros que sois bienvenidos a nuestra nave y que mi padre está ansioso por reunirse con vosotros y que tiene muchas cosas que contaros.
—También nosotros —dice Elizabeth intencionadamente.
Las dos mujeres se observan mientras la mirada de Gregor —con aire impotente, piensa Matt— pasa de la una a la otra.
—Disculpadme —dice Salasso—. Por muy tensa que pueda ser esta situación desde un punto de vista personal, la cuestión de las Autoridades es mucho más urgente. ¿Qué podemos esperar de ellos?
Lydia frunce el ceño.
—No debería de ser un problema.
Gail había hecho varios vuelos antes, pero sólo como pasajera. Siempre había tenido la sensación de que la cuidaban como a una niña. Esto era diferente. Con la gorra de cuero y las gafas prestadas, con la correa de la pesada cámara tirándole de la nuca, ahora formaba parte de la tripulación del KL-3B. Tenía un trabajo que hacer. Había escrito su nombre con mayúsculas en el libro de registros del club y había firmado, justo debajo del nombre y la firma de Paul, y junto a ellos Paul había escrito: fotógrafa.
Tuvo que agacharse un poco para meter el rostro detrás del parabrisas de plástico y evitar el viento de la hélice. Paul, aunque era tan alto como ella, no tuvo que hacer lo mismo. Supuso que su asiento sería más bajo. Sus dedos, helados en unos guantes de goma con yemas de plástico que no podían ser menos aislantes, tuvieron ciertas dificultades para ajustar los pocos botones y palancas de la cámara que no habían sido preparados previamente por Paul.
—Sólo hay que colocarla sobre el soporte —le había dicho éste—. Apuntas y disparas.
Para él era fácil decirlo. El soporte sobresalía del borde de la cabina posterior. No podía montarse la cámara antes del despegue: el riesgo de que la vibración la soltase era demasiado grande. La levantó de sus temblorosas rodillas y, volviéndose en una postura muy poco cómoda, la sostuvo sobre los antebrazos extendidos. Para cuando logró alojarla en el soporte, Rawliston había pasado por debajo de ellos en una convulsa serie de imágenes sucesivas, como instantáneas borrosas, y estaban ladeándose para acometer un amplio rodeo al amarradero de las astronaves.
Paul movió el brazo y le gritó algo sin volver del todo la cabeza, pero el viento se tragó sus palabras. Gail supuso que había dicho que era hora de ponerse manos a la obra y desplegó el periscopio del objetivo para poder mirar por él. A continuación, con la otra mano, buscó a tientas el disparador. Mirar por el diminuto agujero del objetivo con las gafas de aviador era poco menos que imposible. Se las subió hasta la frente, se protegió los ojos con una mano, cerró un ojo y pegó el otro a la cámara.
La vista se sacudía constantemente. La astronave grande hizo una diagonal completa: clic. Otro avión pasó peligrosamente cerca de ellos; el cielo y las ruedas llenaron su campo de visión por un momento: clic. Maldición. Ahora hacia abajo, de tal modo que sólo la Estrella Brillante y un hidroavión y una pequeña lancha neumática estuvieran en la pantalla: clic. Rodearlo y de vuelta para una pasada a baja altura. Un barco mucho más grande abría una hendidura de espuma blanca en dirección al amarradero. Gail reconoció la estilizada torreta sobre un escudo, la bandera de las Autoridades Portuarias, ondeando furiosamente tras la estela de la embarcación. Para cuando Paul había logrado virar y regresar, ese barco había llegado a su destino y tres o cuatro figuras oscuras estaban caminando por su cubierta en dirección a una abertura en el costado del Estrella Brillante: clic.
De nuevo hacia abajo —tan abajo que las más altas y livianas gotas de espuma levantadas por las olas salaban el aliento— y el hidroavión se balanceó de un lado a otro cuando pasaron con estruendo sobre él. Gail apretó un interruptor que inclinaba la cámara hacia arriba, para sacar una foto lateral de los dos hombres que estaban entrando en la astronave: clic.
Sus rifles se veían con toda claridad.
Estuvo a punto de gritar: los abordajes armados de los barcos eran muy raros. El de una astronave era algo sin precedentes. Le costaba dar crédito a sus ojos.
Los dos hombres que permanecían en la cubierta también tenían rifles y apuntaron con ellos al KL-3B y a los demás aviones que los sobrevolaban con sus zumbidos: clic. Al ver que Paul ignoraba su advertencia o no reparaba en ella y se disponía a hacer otra pasada a baja altura, los dos hombres de uniforme oscuro se apoyaron sobre una rodilla, se llevaron los rifles al hombro y empezaron a seguir con los cañones el rápido y bajo vuelo de la avioneta.
En este punto Paul captó el mensaje, viró y regresó a casa, pero no antes de que Gail hubiera sacado otra foto: clic.