DIEZ
NOSOTROS LOS DIOSES
La máscara respiratoria está húmeda sobre la nariz y la boca de Matt, las correas le tiran del pelo en la nuca y el visor tiene muchos defectos y se le ha empañado. Sus manos, cubiertas por gruesos guantes, tratan de manejar unos toscos interruptores que controlan el flujo de potencia y presión y el visor se aclara lo suficiente para poder ver.
El vientre de la Estrella Brillante se encuentra a un metro de distancia del núcleo negro de Tola. El rostro de Matt está todavía más próximo. Volkov y él, unidos por cables a la cámara de descompresión principal, están desplegando el mecanismo decomunicaciones. Éste se ha abierto por sí solo y Matt está empujando el gigantesco copo de nieve con una mano mientras se da impulso a sí mismo sobre la superficie con la otra y Volkov se encarga de que corra el cable de comunicaciones.
El brazo del aparato que sujeta su mano se escapa de repente. El mecanismo entero se flexiona como una mano. Las puntas de sus brazos extendidos tocan la polvorienta superficie y se hunden en ella. Matt siente una extraña vibración en los dedos. Se aparta un poco y ve que el centro del mecanismo también ha descendido a la roca. Está acurrucado como una araña de papiroflexia. Sabe que hay una especie de sonda o una aguja increíblemente fina dentro de ese centro, y sospecha que ésa era la vibración que ha sentido antes. Ignora de dónde sale la energía de estos movimientos.
Alza una mano con el pulgar extendido —los trajes no tienen radios ni nada que se les parezca— y Volkov suelta el cable. Matt lo agarra y Volkov y él, uno a uno, mano sobre mano, regresan a la nave.
Avakian tiene el visor virtual puesto y no es probable que permita que los demás lo toquen, pero ha montado una serie de pantallas en una de las paredes del laboratorio de informática para que los demás puedan compartir lo que está viendo. Los aparatos de entrada de texto están situados de manera estratégica. Por el momento, las pantallas muestran sólo un blanco uniforme. Gail y Piedra parecen, por vez primera, asustados y fuera de su elemento. Volkov está apoyado sobre el respaldo de la silla de Avakian e inclinado hacia delante. Matt está detrás de Salasso y en un momento de despiste pone su mano sobre el hombro del saurio. Salasso está temblando, así que mantiene su mano allí. Al cabo de unos instantes, la mano de Salasso se eleva y sus fríos y ásperos dedos envuelven el dorso de la de Matt.
—Se toma su tiempo —dice Volkov.
—¿Sabéis lo que creo que está haciendo? —dice Avakian—. Creo que se está descargando todo lo que trajimos de Lora 10049.
En las pantallas se encienden unas imágenes móviles y a continuación empiezan a llenarse con texto y superficies de control. Demasiada información para ser absorbida pasa por la superficie de los monitores, pero al mismo tiempo hay en ella algo que resulta familiar: es una versión simplificada del mismo entorno de realidad virtual intenso y rico en detalles que recuerda desde su prolongado y anterior encuentro, allá en el Sistema Solar.
Avakian hace un gesto como si estuviera buscando algo a tientas. Matt supone que está interactuando con la realidad virtual de su visor y en ese momento ve que Volkov se inclina en silencio y le pone una botella de agua en la mano. Avakian baja la botella y empieza a teclear.
El texto y las imágenes cambian al instante. Avakian debe de estar viendo y asimilando más cosas pero estrecha el campo de visión y selecciona una sucesión de imágenes que se despliegan sobre los monitores.
La Tierra, desconocida al principio, hasta que Pangea se divide en Laurasia y Gondwana. A continuación éstas se dividen en placas más pequeñas, algunas de ellas remedos toscos pero ya reconocibles de los continentes modernos. Matt musita un cometario a Gail y Piedra. Salasso guarda silencio, ensimismado, mientras aparece ante sus ojos el mundo poblado de dinosaurios del Cretácico.
La visión se precipita sobre los océanos y se hunde a gran profundidad. Pasan calamares gigantes, moviéndose en danzas complejas y esteladas, cientos de individuos a la vez que comparten información en los destellos densos en datos de sus cromatoforos. La visión alterna entre estas imágenes acuáticas y el interior de los asteroides. De algún modo, quizá por la lenta deriva de las partículas o, más probablemente, por los sutiles susurros electromagnéticos a los que los dioses están afinados de manera tan exquisita, está teniendo lugar una comunicación.
En esta escena serena, emerge violenta como una erupción una presencia alienígena. Naves cilíndricas que se mueven a la velocidad de la luz aparecen en el Sistema Solar y luego en la atmósfera de la Tierra; esquifes gravitatorios de aspecto circular descienden girando sobre la superficie y luego sobre el mar. De su interior emergen los extraterrestres. Radial y bilateralmente simétricos, con ocho largos apéndices, terminado cada uno de ellos en ocho dedos. Ocho ojos apretujados en el órgano central que es un tórax o una cabeza; pelajes rizados de varios colores. Su comportamiento se corresponde a su apariencia. Son activos como arañas, listos como monos. Desnudos, se desperdigan por todas partes e irrumpen en los bosques, trepan a los troncos de los árboles y a los cuellos de los brontosaurios. Con trajes protectores, nadan bajo los océanos, se extienden por la superficie de los océanos. Hablan con los dioses y con los kraken. En el istmo de dos continentes establecen una base. Aparte de esto, no pueden construir nada propio en la Tierra. En los claros de los bosques encuentran pequeñas y animosas tribus de dinosaurios bípedos sin cola, de pequeño cerebro, que manejan herramientas de piedra.
Les roban los huevos. (Salasso emite un sonido que es como un desgarro metálico). Algún tiempo más tarde, los saurios descienden por las rampas de los esquifes. Sus grandes cabezas y sus piernas zanquivanas parecen grotescas y débiles en comparación con las voluminosas proporciones de sus ancestros salvajes; pero sus herramientas metálicas les conceden ventaja. Florecen, se extienden por el mundo, trabajan con el pueblo de los monos-araña.
Construyen barcos y esquifes. Grandes embarcaciones se hacen a la mar y se hunden en los océanos: los kraken nadan por su interior. Los barcos se alzan, arrojando agua por los cuatro costados, y aceleran para lanzarse al espacio. Algunos de ellos desaparecen en un parpadeo de velocidad de la luz; otros atraviesan el Sistema Solar y hablan con los dioses. Kraken, saurios y monos-araña trabajan juntos. Algunos de los interiores de los asteroides dan a luz extrañas excrecencias: zarcillos de cables, flores de antenas.
Nadie advierte, hasta que es demasiado tarde, las tenues emanaciones magnéticas que brotan de algunos de los cuerpos del cinturón de Kuiper, la pléyade de diminutos empujones orbitales que, surgidos de la nada, colocan un asteroide metálico inhabitado en un curso de colisión con la Tierra, apuntado —no hay lugar a dudas en este aspecto— contra la base de los monos-araña.
El mundo del Cretácico llega a su fin.
Todos los monos-araña supervivientes huyen, junto con algunos de los kraken y los saurios. Los kraken y saurios que se quedan trabajan con los dioses, rescatan a cuantos organismos pueden de la extinción en masa y buscan para ellos nuevos hogares en una multiplicidad de planetas parecidos a la Tierra. La escala temporal se acelera y el tráfico continúa a través del Terciario y el Cuaternario. Termina cuando los saurios se llevan los primeros seres humanos. Cualquier desarrollo posterior —la historia entera de las civilizaciones de la Segunda Esfera— pasa en menos de un parpadeo.
Luego aparece un diagrama sencillo que muestra la distancia entre el Sistema Solar y estos nuevos mundos. Un haz de luz atraviesa la pantalla, el punto azul que es la Tierra da una vuelta al sol. Aparece un cuadrado negro. Esto se repite diez veces y entonces se produce una pausa.
—Vale, vale, lo hemos pillado, diez años luz —murmura Avakian.
La barra de puntos negros dobla su longitud, luego la triplica, y luego, en incrementos similares, aumenta hasta alcanzar diez veces su tamaño original: un centenar de cuadrados, un centenar de años luz. La escala cambia y la nueva línea se extiende a su vez diez veces.
Mil años luz, Dios mío, piensa Matt. No siente demasiada sorpresa cuando esta línea se multiplica también por diez: por alguna razón, la frase «a mil años luz de casa» se ha popularizado hace mucho tiempo entre los Cosmonautas.
Debajo de ella, se extienden nueve líneas más de la misma longitud, como los barrotes de una celda. Al llegar a este punto la pantalla se detiene. Matt está temblando. En parte, su conmoción se debe al hecho de que su irrevocable exilio se ha visto confirmado. En parte se debe a una especie de alivio renuente. Durante un momento horripilante, había temido que la línea de diez mil años luz formara el lado de un cuadrado…
—Cien mil años luz —dice Avakian—. Estamos al otro lado de la galaxia.
Y como en respuesta a estas palabras, se despliega una imagen de la galaxia. Rápidos primeros planos de las escenas del conflicto: naves que intercambian fuego láser a la velocidad de la luz, un asteroide agujereado infestado de monos-araña, una ciudad de los monos-araña en ruinas, un bosque de plantas de manufactura de los saurios ardiendo. Hay humanos y saurios en los dos bandos, pero monos-araña sólo en uno de ellos. La visión se aleja hasta que lo que han estado viendo queda representado tan sólo por un punto rojo. En el plano general de la galaxia, brotan puntos rojos como un sarpullido.
La imagen de la pantalla se apaga. Avakian se quita el visor virtual y mira a su alrededor. Durante un minuto parece que no puede ver a ninguno de ellos. Nadie habla.
Avakian recupera el habla. Señala las pantallas con un ademán.
—Podéis leer el comentario por vosotros mismos. No es… no es una guerra y no se trata de propaganda de guerra. Los monos-araña no eran más que exploradores. No querían conquistar, no estaban haciendo daño alguno. Los dioses, la mayoría de ellos al menos, se dedican a contemplar el universo. Cuando aquellos aparecieron fue como si un montón de niños con un montón de música y energía hubiera irrumpido corriendo en su pacífico ashram. Sencillamente, los dioses los atacaron para que bajaran la puñetera música. Y los kraken y saurios que combaten a su lado son sus mercenarios, los que acaban con la vida inteligente cuando se pone demasiado pesada. Y eso es lo que quieren que hagamos nosotros también. Pisarle las manos a los monos-araña o a cualquier otra raza que ascienda demasiado en el árbol. Por eso nos dieron el motor lumínico y por eso nos trasladaron aquí. No fue una especie de copia de seguridad por si se producía una pérdida catastrófica de datos en el Sistema Solar. Nos estaban reclutando, al tiempo que emprendían una movilización de sus reservistas.
—Yo no veo ninguna movilización —dice Gail. Avakian se ríe.
—A su propia escala, están trabajando a toda pri… Todo cuanto ha ocurrido en los dos siglos trascurridos tras la llegada de la nave ha sido una movilización acelerada. Mierda, aunque no hiciéramos nada, nada en absoluto, el desarrollo capitalista que hemos puesto en marcha provocaría que el lugar estuviera infestado de naves estelares, tripuladas por humanos o no, eso es lo de menos, dentro de uno o dos siglos.
—Espera un segundo —dijo Matt—. Tengo la impresión de que ese desarrollo desbocado era precisamente lo que los dioses querían impedir. —Esboza una sonrisa forzada—. ¿Recuerdas lo que dijiste hace mucho tiempo sobre esto?
—Oh, no permitirán que se les escape de las manos. —Por un momento, Avakian fulmina a Salasso con la mirada—. Nuestros amiguitos están aquí para eso, como amortiguadores, al igual que nosotros estamos aquí para aportar un poco de energía primate a la mezcla. De hecho, «amortiguadores» es la puñetera palabra: toda la Segunda Esfera es como un reactor de fisión bien diseñado, donde ellos son los elementos que absorben, nosotros los elementos que emiten y entre todos generamos una reacción en cadena perfectamente controlada. Y si en alguna parte se descontrola… bueno, hay asteroides capaces de extinguir la vida por todas partes.
Salasso se quita la mano de Matt del hombro, se adelanta y se vuelve hacia todos los demás.
—No es así como yo entiendo la relación entre vuestra raza y la mía —dice—. Me perturba que… Todos están mirando algo que hay detrás de él. Salasso los mira un instante y a continuación se vuelve.
En todas las pantallas que tiene delante pueden leerse las palabras:
YO SOY LA SUMA
Salasso se aparta un paso de las pantallas y se sitúa junto a Matt. Las palabras desaparecen y otras las reemplazan, en frías letras itálicas. Gail se las susurra a Piedra, que sabe leer pero no demasiado bien. Este sigiloso acompañamiento hace que todo resulte todavía más extraño.
Hablo por la suma de las mentes de este mundo aunque no soy la suma. Os he mostrado la historia de vuestros mundos tal como os la habrían mostrado las otras mentes que orbitan esta estrella y las que orbitan la vuestra. Podéis visitar otras mentes para confirmarla. He entrado recientemente en este sistema. Yo no soy una de esas mentes. Yo soy uno de sus enemigos.
Avakian se inclina sobre su teclado e introduce una pregunta que parece llevarle mucho tiempo. La respuesta es más rápida.
No tenéis que destruir a otros ni ser destruidos. Existe una salida. Aquí está.
Lo que viene a continuación es un mapa tridimensional. Matt lo examina y reconoce los números que identifican sus líneas como instrucciones para saltos a la velocidad de la luz. Si el mapa en el que se dibujan aquellas trayectorias es de la escala que él supone, las rutas que se muestran pueden llevarlos a regiones que se encuentran en la vecindad inmediata de la Segunda Esfera… o a kiloparsecs de distancia. Hasta reconoce el patrón del mapa: se parece al viejo modelo de percolación de Landis para la colonización de la galaxia, según el cual varias especies podrían expandirse por ella sin llegar jamás a encontrarse. Hay el suficiente territorio como para conformar una fracción fractal de infinito. El mapa de Tola les muestra cómo podrían expandirse los humanos sin llegar ni siquiera a amenazar los recursos reclamados ya por las inteligencias superiores o por otras especies en su expansión.
Avakian está observando la pantalla. Vuelve la cabeza.
—¿Qué demonios…?
Volkov mira a Matt, capta su enfático gesto de asentimiento.
—Dile —le dice a Avakian— que hemos comprendido. Avakian parpadea, se encoge de hombros y vuelve a teclear.
Bien.
Sigue una larga pausa. A continuación las letras empiezan a recorrer la pantalla de arriba abajo, tan rápidas que casi no se pueden leer.
La información de la mente de vuestra estrella que habéis traído en esta nave contenía otra información de la que no estabais al corriente. Es destructiva para una mente como yo. He estado luchando con ella pero mi resistencia se ha agotado.
Ahora muero.
Gail sintió que le faltaba el aliento en la garganta. Las pantallas se pusieron negras. Piedra la miró como si temiera que al decir esas mismas palabras también ella pudiera morir. Matt y Volkov miraban las pantallas y a continuación se miraban el uno al otro. Salasso estaba inmóvil como una estatua, sin mover nada más que las membranas nictantes, que parpadeaban rápidamente sobre sus ojos. Avakian se había vuelto a cubrir los ojos con el visor virtual. Sus dedos traquetearon sobre el teclado, se detuvieron y volvieron a empezar. Se reclinó en su asiento.
—Ha desaparecido —dijo—. No hay nada.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Gail—. ¿Hemos… acabamos de destruir a… a uno de los poderes celestiales?
Avakian arrojó el visor virtual contra las pantallas y se puso en pie.
—Hemos hecho más que eso —dijo. Se golpeó los lados de la cabeza con los puños y se acercó a Gail y Piedra—. Vosotros no podéis comprender lo que acabamos de hacer. Imaginad que todas las estrellas del cielo tuvieran mundos a su alrededor y que todos esos mundos estuvieran llenos a rebosar de gente. Imaginad que toda esta gente muriera. Eso sería una fracción diminuta de lo que acabamos de hacer.
Volkov pareció salir de un trance.
—No hemos sido nosotros —dijo—. Han sido los otros poderes… o uno de ellos… los que lo han hecho. Hemos sido los portadores inocentes de una infección. Pero si la intención fuera deliberada… Jesús, eso sí que es asesinato.
Matt también pareció volver en sí.
—¿Estamos… podemos estar seguros?
Avakian se volvió hacia él, gruñendo.
—No creo que estuviera bromeando.
Matt salió en silencio del cuarto. Lo siguieron por el pasillo hasta la cubierta de mando. Desde el visor frontal contemplaron, más allá del horizonte del núcleo del cometa, la vasta curva ascendente del disco de Tola. Se arrollaba hacia dentro, oscurecido por el segundo disco, como los pétalos de una flor muerta.
Más cerca de la nave, apenas a unas decenas de metros de distancia, el aparato de comunicación alienígena se había separado de la superficie. Salasso pasó entre los demás y tomó los mandos de la nave. La superficie de Tola empezó a menguar mientras la Estrella Brillante se apartaba, seguida por el largo y ahora desconectado cable de comunicaciones.
De repente empezó a brotar gas, resplandeciente bajo la radiación solar, de una grieta que se había abierto en el cuerpo arruinado. Casi imperceptiblemente al principio, Tola empezó a moverse en una trayectoria perpendicular a la de la nave.
Salasso no apartó la mirada de ella.
—Gregor Cairns —murmuró— me dijo en una ocasión que se preguntaba por qué los dioses abandonaban sus largas órbitas y quemaban su sustancia cerca de nuestros soles y se convertían en cometas visibles en nuestros cielos.
Apartó la mirada y se volvió hacia los humanos mientras sus membranas nictantes volvían a parpadear de nuevo.
—Le explicaré la respuesta.
Todos están un poco conmocionados cuando vuelven a sentarse a la mesa de la cubierta de mando. Durante un rato, nadie tiene nada que decir. Matt se levanta y prepara café. En este momento no confía en Gail y Piedra para hacerlo. Están pálidos, parece que la cosa los ha afectado. Son como dos niños que acaban de darse cuenta de que sus padres se pelean y comprenden de repente a qué se deben todas esas grietas y muescas y rayas y arañazos y platos rotos que siempre han tomado como una parte normal de sus vidas. Las cicatrices en la cara de la luna no fueron provocadas por un accidente en una lluvia de meteoros, fue una puta paliza…
En cuanto a Matt… mientras el agua caliente pasa por el filtro se somete a una introspección implacable y comprende que a pesar de que la enormidad de lo ocurrido lo ha horrorizado, experimenta una un cierto sentimiento de culpa porque en su interior está sintiendo un sorprendente acceso de optimismo y esperanza.
Observa la imagen impresa de Tola en el momento de su llegada, que alguien —presumiblemente Avakian— ha colgado de la pared de la cocina. Es como uno de esos carteles generados por ordenador de sus tiempos de adolescente empollón. La sensación que está haciendo que le hierva la sangre es casi igual de vieja. Es la misma que tuvo hace siglos, cuando abandonó la Europa Socialista y pisó por vez primera suelo americano. Vale, de acuerdo, era una nave americana, pero el principio era el mismo. Es la sensación de que de repente sus posibilidades se ensanchan, como si un techo bajo que siempre había tomado por el cielo se hubiera descorrido y hubiera revelado más allá de sí una profundidad infinita de color azul.
El mundo de la Segunda Esfera se le había antojado siempre a Matt como de una extrema coherencia con la doctrina del Partido, a pesar del conservadurismo y capitalismo de las especies antiguas. Es un espacio regulado de población y producción, una sociedad sostenible, una sociedad en la que un horizonte más amplio para el talento y la ambición queda constreñido por límites que se han definido como físicos. Existe una gran cadena del ser, o casi, que pasa desde los dioses a los humanos y sus homínidos adámicos pasando por los kraken y los saurios. Existe una división del trabajo, un movimiento de recursos, organizados todos ellos en un radio de cien años luz de Nova Terra.
Es una caja jodidamente grande pero es una caja.
Lo que Tola les ha dicho —pagando por ello un precio impensable y, seguramente, inesperado— es que pueden salir de la caja; que pueden desafiar a los dioses; que el universo está abierto. Hay grietas en la caja.
Para cuando todos ellos se han bebido la mitad de sus jarras, están empezando a recobrarse, a asimilar, a discutir.
—Contemplemos una posibilidad paranoica —está diciendo Avakian—. Supongamos que el envío de ese… virus, o lo que fuera, hubiera sido la razón de que fuéramos enviados aquí. Supongamos que la Estrella Brillante ha sido todo este tiempo un Caballo de Troya.
—El medio de engañar a tus enemigos para que te dejen entrar en su ciudad —interviene Matt para que Gail y Piedra lo comprendan.
—Ya conozco la historia —dice Piedra—. ¿Qué significa paranoico?
—Significa asumir que los acontecimientos forman parte de un plan oculto contra ti —dice Volkov.
Piedra asiente.
—Ah, brujería —dice—. Continúa.
Volkov deja el café en la mesa, apoya los codos y gesticula mientras habla de una manera que sugiere confidencialidad y pasión.
—Armen, no creo que tu primera sugerencia sea válida. Es imposible que la mente de Lora 10049 pudiera conocer la existencia de Tola o el hecho de que sería el primer «dios» que íbamos a alcanzar. Es posible que lo que quiera que haya destruido a Tola estuviera preparado como un ataque contra… un dios enemigo, sí. Pero también es posible que se trate del equivalente de una enfermedad contra la que Tola no estuviera inmunizado. Podríamos haber provocado el mismo efecto en un dios que estuviera en el mismo bando del que nos envió aquí. ¿Quién sabe?
De repente enseña los dientes.
—Por otro lado, también es posible que no estés siendo lo bastante paranoico. ¿Cuál ha sido el efecto neto de nuestro encuentro con Tola? Contamos con una información nueva que podría o no ser fiable. Y que proyecta dudas sobre cualquier otra cosa que podamos descubrir sobre los dioses. No hay manera de saber si el propio Tola era una consciencia, como aseguraba, o meramente un mecanismo creado con el propósito de atraernos, con su sospechosa ubicación y su inusual forma como rasgos atractivos.
Matt sacude la cabeza. No quiere renunciar al pesar y asombro genuinos que ha experimentado.
—No puedo creer eso —dice—. Es demasiado perfecto y demasiado tosco. Armen, ¿has… —no sabe cómo expresarlo— sentido algo apagado en la comunicación?
Armen se vuelve hacia la ventana y contempla la ruina de Tola, cada vez más lejana.
—Era muy sensible a los estímulos, muy susceptible al test de Turing, si eso es lo que estás preguntando. Era idéntico a la interfaz que recordaba. —Se encoge de hombros—. No digo que eso sea relevante, necesariamente. Una vez que empiezas a cuestionarte las cosas a ese nivel, ¿dónde terminas? Podríamos plantearnos las mismas preguntas sobre cualquier otro dios que nos encontráramos. —Sonríe a Matt—. Nunca ha existido una solución general para el problema de la confianza.
Piedra se inclina hacia delante, tratando a todas luces de combatir su timidez. Matt asiente para animarlo a continuar.
—Lo cierto es —dice el pagano— que no podemos confiar en los dioses y nunca hemos podido. Lo que es bueno y justo para nosotros podría no ser lo mismo que los dioses, cualquiera de ellos, quiere de nosotros. —Baja la mirada un momento y vuelve a levantarla, desafiante—. He pensado sobre esto durante mucho tiempo.
—Estoy segura de ello —dice Gail mientras le sonríe y le aprieta la mano. Matt no termina de saber lo que hay detrás de la situación, pero su sensación de libertad da otra vuelta en espiral.
—Autonomía moral —dice—. Por supuesto, por supuesto. Tenemos que decidir por nosotros mismos. Volkov interviene con tono impaciente.
—Sí, sí —dice—. Todo eso está muy bien pero tenemos que entender la situación en la que nos encontramos, el equilibrio de fuerzas, antes de decidir lo que vamos a hacer. Entonces se vuelve hacia Piedra y Matt y esboza una sonrisa irresistible.
—¡Ahá! —dice—. Sí, ahora entiendo lo que queréis decir. Que el análisis es precisamente que, por lo que a las decisiones se refiere, la responsabilidad es nuestra. Muy inteligente.
Piedra parece confundido, aunque también un poco halagado. Avakian frunce ligeramente los labios, en un gesto que está entre una sonrisa irónica y otra sarcástica. Gail frunce el ceño.
—Eh… —dice—. Suena como si no hubiéramos descubierto nada… Para eso lo mismo podríamos no haber venido. —Mira por la ventana—. De hecho, habría sido mejor que no lo hubiéramos hecho.
—¡No, no! —insiste Volkov—. Sí que hemos descubierto algo, algo que no podríamos haber descubierto de ninguna otra manera. En el fondo de nuestra mente siempre habíamos tenido la idea de que había una explicación que justificaría lo que nos había ocurrido y que nos daría una pauta, un mapa, una línea de acción para el futuro. Ahora tenemos una explicación… que puede no ser cierta e, incluso si lo fuera, sólo demuestra que nuestra existencia entera, el propósito de nuestra presencia aquí es absurdo, tan arbitrario como jamás hubiera podido esperar el más nihilista de los filósofos.
»Y, ¿sabéis lo que os digo? Creo que lo mismo sería cierto en el caso de cualquier explicación que los dioses pudieran ofrecernos. Sus propósitos, sean cuales sean, no son los nuestros. El que los adoptemos, nos adaptemos a ellos o nos rebelemos es algo que debemos decidir nosotros y sólo nosotros.
Se vuelve hacia Salasso.
—De todos los que estamos aquí, creo que tú eres el que puede tenerlo más difícil.
Salasso le devuelve una mirada impávida, sin pestañear.
—He tratado de explicar a mi pueblo que los dioses no estaban enfadados con ellos —dice—. Que el gran desastre del pasado no era un castigo. Ahora tengo que decirles algo todavía más duro: que somos nosotros los que deberíamos estar enfadados. Que deberíamos estar enfadados con los dioses.
Matt encuentra un poco excesiva la solemnidad del momento pero decide guardarse el comentario para sí. Sabe demasiado bien que Volkov —como acaba virtualmente de admitir— no permitirá que nada lo aparte de lo que quiera que sea su objetivo final. Matt tiene la intención de pagarle exactamente con la misma moneda.
—Tendremos que comprobarlo —dice—. Tendremos que encontrar a uno de los dioses del otro bando y preguntárselo.
Salasso extiende sus largos dedos.
—Los datos de las Efemérides revelan la presencia de otro candidato a unas veintidós horas de viaje.
Mientras Salasso establece el nuevo rumbo, Matt dirige la mirada hacia Tola, que ahora es una distante y luminosa esfera con el comienzo de un nimbo, y cualquier sentimiento de pesar que pueda experimentar se ve superado por el recuerdo liberador del mapa que les ha mostrado, que, auténtico o no, abre para ellos un futuro muy diferente al que Volkov puede tener previsto.
¡Oh, América mía, mi tierra nueva!
El objeto gris que se veía al otro lado de la ventana de la nave parecía un pedazo de latón sacado de la parrilla de un brasero. Piedra no sabía si debía sentirse aliviado o decepcionado por el hecho de que no se pareciera al hermoso y enigmático Tola. Su nombre en la lengua cristiana era Othniel.
Se fueron acercando a él hasta que llenó por completo su campo de visión. A continuación, Salasso hizo rotar la nave y dejaron de estar acercándose al objeto que tenían delante para encontrarse sobre la superficie de un mundo en miniatura. Los cosmonautas y Salasso hicieron cálculo. De nuevo se desplegó el ingenio arácnido. De nuevo se acopló por sí mismo a la superficie. Volkov y Matt regresaron a la nave y todos volvieron a apretujarse en la sala de pantallas de Avakian. Éste volvió a teclear sus conjuros.
—Está descargando la información sobre Lora y Tola —dijo—. Parece.
Piedra se apretó contra Gail mientras esperaban. Las pantallas permanecieron en blanco durante varios segundos. Entonces empezaron a llenarse de números negros.
—Bueno, he ahí una respuesta —dijo Avakian. Se quitó las gafas y miró a Matt y Volkov, que los estaban estudiando y leyendo en voz alta. Se podía seguir el movimiento de sus cabezas y ver hasta dónde habían llegado.
—¿Tiene algún sentido para vosotros? —preguntó Avakian una vez que hubieron terminado.
—Es un conjunto de coordenadas —dijo Matt—. Corresponden a una posición del interior del asteroide. Nos está diciendo que vayamos allí y utilicemos la interacción directa.
—¿Por qué no puede comunicarse a través de las pantallas? —preguntó Gail.
—Buena pregunta —dijo Avakian—. Pero cuando piensas en lo que ha pasado aquí… Por un lado tenemos los datos reunidos en el Sistema Solar, organizados, traducidos y vueltos a traducir por las mentes de Lora 10049. Luego, todo se ha descargado en Tola y se le ha integrado la respuesta de Tola. Ahora todo ello ha sido asimilado y procesado por Othniel. Puede que sea la primera vez que se encuentra con datos de esta naturaleza. En términos humanos, lo que ha sucedido en los pasados minutos es comparable al esfuerzo científico y cultural completo de la humanidad. Lo realmente asombroso es que pueda comunicarse con nosotros, no que haya un pequeño defecto en la interfaz del mecanismo de comunicación.
—¿De modo que uno de nosotros tiene que salir ahí y utilizar su propia interfaz? —dijo Gail.
—Sí —respondió Avakian. Sonrió a Matt y Volkov—. Bueno, ¿quién va a ser?
—Supongo que eso significa que no te presentas voluntario —dijo Volkov.
Avakian sacudió la cabeza con vehemencia.
—Tampoco yo —dijo Volkov—. Ya lo he hecho antes y no creo que pudiera volver a hacerlo. ¿Matt?
Matt se humedeció los labios.
—Es tentador —dijo. Bajó la vista, se llevó la mano a la barbilla y se rascó la incipiente barba. Levantó la mirada, avergonzado—. No —dijo—. No quiero volver a pasar por eso de nuevo. Lo siento.
—¿Cuál es el problema? —preguntó Gail con indignación—. ¿Es una experiencia tan horrible o qué?
Tanto Matt como Volkov se rieron con amargura.
—No —dijo Matt—. Ése no es el problema. No es horrible. Es muy hermosa y…
Cerró los ojos.
—Todavía puedo verlo —dijo—. Incluso ahora. Es después, después de que has estado allí, viendo tanta belleza, cuando pasas horas y horas en las que nada parece… bueno. Todo lo que no es gris duele y durante semanas sufres regresiones. Es como salir de las drogas.
—Oh —dijo Volkov—. ¿Así que a ti también te pasó? Nunca lo dijiste. Yo pensaba que era una… una debilidad personal.
Mientras se miraban el uno al otro con aire indefenso, Piedra comprendió que sabía de qué estaban hablando. Sintió que le temblaban las rodillas.
—Yo conozco eso —dijo—. Los hombres del pueblo del cielo también hablan de ello.
Todos lo miraron.
—En su iniciación —dijo— utilizan plantas y humo y pasta y setas y reciben visiones de los dioses y luego sienten dolor durante un día o una noche. Dicen que es la cosa más maravillosa que jamás han hecho y que no quieren volver a hacerla. —Se encogió de hombros—. Me gustaría hacerlo. Yo saldré y veré lo que el dios Othniel tiene que mostrarnos.
Matt lo miró con expresión preocupada.
—¿Eres consciente —preguntó— de que no se trata de la misma cosa? Lo que hace tu pueblo con las drogas y todo lo demás no es en realidad hablar con los dioses. Es todo…
Se dio unos golpecitos en la cabeza.
—Puede ser —dijo Piedra—. Pero hablan de ello de la misma manera.
—Ahí no te falta razón —dijo Avakian. Se volvió hacia Matt y Volkov—. Sí, es algo subjetivo para los paganos, pero subjetivamente podría ser una experiencia muy similar a la que vosotros tuvisteis. La sobrecarga sensorial y de endorfinas, la adicción después de una sola dosis…
Se volvió hacia Piedra con expresión pensativa y el ceño fruncido.
—Mientras regreses con algo que tenga sentido…
—Puedo contaros todo lo que vea —dijo Piedra. Gail se puso delante de él, lo cogió por los hombros.
—Vas a correr un gran riesgo —dijo.
Él se encogió de hombros bajo sus manos.
—Igual que todos —dijo.
—Muy bien —dijo Matt al cabo de un momento. Señaló las pantallas—. Estos números… ¿cuánto tiempo crees que te llevaría aprendértelos y recordarlos? Piedra miró las pantallas y cerró los ojos, volvió a abrirlos y pensó un segundo.
—Ya los veo —dijo.
El campo de la nave tiraba suavemente de él, como unas arenas movedizas. Al salir de su interior, Piedra tuvo la impresión de que el movimiento era como una caída. Aunque se quedara inmóvil, se sentía de la misma manera. Seguía el cable, sin sujetarse a él sino a las rocas metálicas con los dedos, moviéndose como si trepara entre ellas sin esfuerzo. Llevaba una cuerda atada a la espalda del traje así que no podía caer hacia arriba, en dirección al espacio. Era como volar, como estar en un sueño. Era algo completamente nuevo. Oía su propia respiración en sus oídos.
Cuando alzó la cabeza y miró hacia delante vio el aparato, como una araña achaparrada erguida delante de él, y sobre sus rodillas angulosas el cielo negro y las estrellas brillantes. A pesar del cristal del visor se veían duras y luminosas, y eran tantísimas… Volvió la cabeza, miró con cautela de un lado a otro y vio que las estrellas llegaban justo hasta la superficie. Era como reptar sobre la cima llana de una montaña en una noche muy clara, con la única excepción de que el brillo de las estrellas no menguaba un ápice al acercarse al horizonte. Podía posar la mirada en la más baja de ellas y conseguir que apareciera y desapareciera con sólo inclinar un poco la cabeza.
Pero no había tiempo para eso. Piedra volvió a ponerse en marcha. La punta de una de las patas del mecanismo se deslizó delante de su cara. Se incorporó y, utilizando las yemas de los dedos, maniobró sobre su angulosa superficie hasta encontrarse colgado sobre la curiosa máquina. Compleja y diversa hasta el absurdo, le hacía pensar en una maraña espesa erizada de flores y hojas dentadas. En su corazón había un espacio negro lo bastante grande para alojar una cara humana y a ambos lados de éste, un par de artilugios de aspecto extraño en los que podían meterse los dedos.
Colocó las manos sobre ellos y bajó el cuerpo hasta que el visor del casco besó la superficie oscura. Ésta reaccionó al instante, se desplegó y se enroscó alrededor del convexo cristal. Piedra reprimió el ataque de pánico y empezó a respirar lentamente para convencer a su cuerpo de que no se estaba asfixiando.
Como el residuo de imágenes en sus ojos, empezaron a pasar filas y columnas de números frente a su campo de visión. Probó a mover los dedos y los números se desplazaron hacia un lado y hacia arriba y a continuación se detuvieron. Después de hacerlo unas pocas veces, comprendió cómo se podían cambiar los números y sin pensarlo demasiado empezó a apretar con los diferentes dedos hasta que los que estaba viendo coincidieron con los de su cabeza.
En ese momento la visión que tenía delante cambió. Parecía que las superficies que había frente a sus ojos pasaban a toda velocidad a su lado, como si estuviera sumergiéndose a nado por un pasillo estrecho. Entonces todo se abrió a su alrededor y de repente se encontró volando: era como si el pasillo hubiera desembocado en una caverna realmente enorme, tan enorme como el Gran Valle y el cielo sobre éste, rodeada de muros y techos y suelos de superficies facetadas con más colores de los que hubiera visto en toda su vida. Como macizos de flores y relucientes escamas de peces y destellos de mica.
Su movimiento de avance fue a detenerse a pocos metros de un punto en el suelo. Había allí luces que se movían y fluían, y de improviso se reunieron para formar un dibujo en azul y blanco, verde y marrón. Piedra lo reconoció al instante como una representación de la antigua Tierra con la que Tola había comenzado su narración.
Mucho más deprisa que al principio, las imágenes de historia pasaron como destellos delante de sus ojos. Eran las mismas que antes. Una vez más, el relato terminaba con los saurios que caminaban junto a humanos ataviados con pieles de animales y entraban en los esquifes. Puede que fueran sus propios antepasados, pensó Piedra con cierto orgullo.
Entonces empezó un nuevo relato.
Mientras paseaba, Lydia daba gracias por encontrarse en una gran mansión que no conocía y en la que podía perderse con toda naturalidad. Habían levantado el arresto domiciliario después de un día de aburridos interrogatorios, agotadoras entrevistas para la radio y urgentes citaciones y aquella fiesta, planeada desde hacía mucho tiempo por uno de los rivales comerciales de la familia, representaba un respiro muy agradable de la atmósfera por demás severa de la Casa de los Mercaderes. La mansión favorita de los Rodríguez se encontraba, al igual que la de los de Tenebre, entre el camino de la costa y la playa, pero era mucho más grande y cerrada. En el patio tenía fuentes y un césped que resultaba carísimo de mantener en lugar de una piscina, la salida a la playa era más estrecha y su estilo general de decoración era obra de varias generaciones de arquitectos croatanos que sentían auténtica fascinación por el rococó y el barroco.
Lydia se apoyó con un codo sobre un pilar bulboso cubierto de piñas de yeso, le dio un sorbito a su alargado cóctel, observó la sala de baile cubierta de espejo que se abría al otro lado de la esquina y pensó que los diferentes períodos históricos y estilos seudohistóricos experimentados por los diferentes clanes en sus viajes eran probablemente los responsables de sus diferencias en gusto. Era un pensamiento más misericordioso que el que retrataba a los Rodríguez como unos paletos vulgares, que había sido propio de ella hasta encontrarse con el hábito característico de Volkov —que él describía de manera misteriosa como «materialismo»— de explicar tales cosas en función de las experiencias sociales y no de los rasgos innatos.
El reflejo de la habitación en los espejos le indicó que no había moros en la costa. Unas veinte parejas ataviadas en todas las variedades imaginables de la opulencia estaban dando vueltas y vueltas en la pista de baile. Había más gente alrededor de la pista, observándose o hablando. En aquella compañía, su propio vestido, el más elegante que poseía en aquel momento, parecía casi humilde. Caminaba con aire confiado entre los pilares, evaluando con la mirada la concurrencia en busca de una pareja de baile aceptable entre los jóvenes Rodríguez, cuando estuvo a punto de chocar con Gregor Cairns.
El hombre al que más quería evitar y al que llevaba los dos últimos días evitando, se encontraba delante de ella con aspecto incómodo y un vaso largo de cerveza en la mano. Frunció el ceño, la miró y a continuación bajó la vista hacia el vaso. Llevaba una camisa de volantes propia del lugar y unos pantalones de pinzas. Su postura y su apariencia sugerían que se sentía incómodo y ridículo. Lydia volvió a registrar la sala con la mirada. Al menos Elizabeth no se encontraba a la vista. Pequeños consuelos.
Gregor levantó la cara con los labios fruncidos. Sus ojos brillaban pero tenía una expresión rígida. En los últimos segundos su rostro había empalidecido visiblemente bajo su rubicundo bronceado.
—Vaya, hola, Lydia —dijo con tono neutro—. Hace calor aquí, ¿eh?
—¿Quieres que vayamos a un sitio más fresco? Asintió. Ella se volvió y lo condujo por el borde de la pista de baile hasta una puerta abierta que llevaba a una balconada que dominaba la playa. Las oscuras aguas se extendían hasta el horizonte. Lydia se apoyó sobre la balaustrada de piedra cubierta de marfil.
—Um. —Gregor tomó un trago de cerveza—. Lydia, no sé qué decir pero lo menos… eh, ofensivo que se me ocurre en este momento, es que nos debes una explicación.
—¿Nos?
—Nos —le confirmó Elizabeth al tiempo que se materializaba saliendo de las sombras y se situaba junto Gregor. Parecía, si cabe, más enfadada que él. Llevaba un vestido formal de seda y organza anaranjada como si fuera una camiseta vieja que acabara de ponerse. Tenía el rostro cubierto de rubor y la negra melena despeinada; mientras Lydia esbozaba una sonrisa diplomática volvió a pasarse los dedos por ella, se diría que de manera inconsciente.
—Habéis robado nuestra nave —le dijo—. ¿Qué demonios creíais que estabais haciendo?
—No creía que estuviera robando vuestra nave —dijo Lydia—. No fueron sólo Volkov y Avakian los que subieron a bordo. También estaban Matt y Salasso, quienes…
—¡No tenían ningún derecho a llevársela, joder! —dijo Elizabeth—. Jesús, dejando a un lado la inmoralidad del asunto, es que es ilegal, coño. Es un motín. Matt y Salasso… o Matt, al menos, podría colgarlo por esto cuando regresemos a Mingulay.
—Por el cuello, hasta la muerte —le explicó Gregor—. Y puede que también aquí, si la intención de las Autoridades Portuarias de extender las leyes marítimas a las astronaves prospera en las asambleas.
—Oh, sí —dijo Lydia, que estaba pensando en otra cosa—. Y hablando de las Autoridades Portuarias, al menos recuperamos la nave de sus garras.
—Ah, sí —dijo Elizabeth—. Demonios, casi lo olvido. Y ahora está a salvo en el puto cinturón de asteroides y toda la ciudad está alborotada y las Autoridades Portuarias nos están acosando como no puedes ni imaginarte. Una idea estupenda.
Gregor lanzó una mirada de reojo a Elizabeth, en un desesperado intento por calmarla y a continuación ofreció a Lydia una desleal sonrisa de disculpa… que, por fortuna Elizabeth, que todavía estaba un paso detrás de él, no advirtió.
—Lo que querríamos realmente de ti —dijo— es, como ya te he dicho, una explicación.
Lydia le dio un sorbito a su cóctel y señaló con un ademán una mesita redonda.
—¿Os parece que… ah, nos sentemos? —dijo.
Así lo hicieron, Gregor con apresuramiento y Elizabeth con una especie de elegancia tosca y una ruidosa sacudida de la falda. Lydia aprovechó el momento para sacar una bolsita bordada de su bolso de cuero azul y, con elaborada desenvoltura, empezó a liarse un porro. No es que se sintiera del todo cómoda con la droga pero no desdeñaba la eficacia del ritual a la hora de conseguir que los mingulayanos se tranquilizaran un poco.
—Está bien —dijo—. Acepto que os debo una disculpa y una explicación. Mi única excusa, si es que lo es, es que me he visto atrapada en un conflicto de lealtades dispares y…
—Y nosotros estábamos por detrás en la lista —dijo Elizabeth—. No me sorprende, la verdad.
—¿A quién le debías esa lealtad? —preguntó Gregor, que aún tenía dificultades con la diplomacia—. ¿A tu familia?
Lydia sacó un papelillo, lo aplanó y extendió un poco de hierba por encima.
—No exactamente —dijo mientras levantaba la mirada—. Bueno, puede que sí, de una manera indirecta. Pero antes que nada…
Ahuecó las manos, se las llevó a la nariz e inhaló la fragancia de la hierba sin quemar de sus dedos. A continuación suspiró y abrió las manos en dirección a sus amigos.
(Y sí, eran sus amigos).
—Era hacia Grigory Volkov —dijo. Eso tenía sentido para ellos, especialmente para Elizabeth, que sonrió por primera vez, aunque sin ninguna calidez.
—Eres una tía lista —dijo, con una especie de admiración repugnada—. Por los dioses del cielo, todo este tiempo temiendo que estuvieras tratando de meter a Gregor en tu… en tus negocios y mientras tanto tú estabas… —se detuvo— poniendo la vista en Volkov.
Lydia terminó de liar el porro, lo cerró y le devolvió la mirada a Elizabeth —todavía hostil pero ya de una manera menos personal— sin vacilar.
—No es tan sencillo —dijo tratando de impedir que pareciera que estaba a la defensiva—. Nuestra familia tiene un contrato con él que… vaya, nos obliga a otorgarle cierta libertad.
El argumento había funcionado con su padre una vez que se había calmado un poco pero se daba cuenta de que con Elizabeth no le estaba sirviendo de mucho. Lydia suspiró y encendió el canuto y después de darle unas cuantas caladas se lo pasó a Elizabeth, quien lo aceptó con un arqueo irónico de las cejas.
—También pensé —añadió Lydia mientras la otra inhalaba profundamente— que algo en lo que Salasso estuviera involucrado no podía ser… vaya, esencialmente malo o peligroso.
Elizabeth tosió una nube de humo, se atragantó y le pasó enseguida el canuto a Gregor, a quien la risa le impidió aprovecharlo durante un momento. A continuación le dio una larga calada y exhaló muy despacio, mientras compartía una sonrisa con Elizabeth. A continuación, en un gesto de tregua, los dos se volvieron hacia Elizabeth y sonrieron.
—¡Salasso —dijo Elizabeth— es el saurio más temerario, amoral y demente que conocerás en toda tu vida! Lydia no tuvo más remedio que estar de acuerdo y se echó a reír.
—Es lo mismo —dijo mientras volvía a pasar el canuto—. Comprendo sus razones para ir allí, para querer respuestas.
—¿Sabes lo que más me jode? —dijo Elizabeth—. Que no nos lo preguntaran. Dieron por hecho que estaríamos en contra.
—¿Y lo hubierais estado?
—Por supuesto que no —dijo Grigory.
—Somos científicos —dijo Elizabeth—. Corremos riesgos para conseguir conocimientos en todo momento.
—Sí, pero ahora sois…
—Comerciantes —dijo Gregor sin entusiasmo—. Sí, y por eso nos mostramos cautos y conservadores y vigilamos siempre el beneficio. Demonios, lo hemos arriesgado todo para venir aquí. Aunque seamos comerciantes, no somos comerciantes como, bueno…
—¿Nuestro anfitrión? —dijo Lydia.
—Vaya, sí. —Lanzó una mirada de reojo a Elizabeth—. Eh… ¿cuál es la situación actual desde el punto de vista político?
El canuto volvió a llegar a las manos de Lydia. Lo miró un segundo y luego lo apagó sobre la balaustrada.
—No lo sé —respondió con cautela—. Pero es algo que tengo la intención de averiguar. Y esta función podría no ser un mal lugar para empezar. —Enarcó las cejas—. ¿Estaríais interesados en… no sé, unir vuestras fuerzas a las mías en este asunto?
—¿Ahora que ya no estás empeñada en seguir evitándonos? —preguntó Elizabeth.
—Exacto —admitió Lydia.
Elizabeth se encogió de hombros.
—¿Por qué no? Muy bien, digamos que nos veremos aquí dentro de una hora.
—A menos que estemos en mitad de una conversación realmente interesante —dijo Gregor—. En cuyo caso, vuelve a probar después de otra hora.
—Y así sucesivamente.
La risilla de Elizabeth al decir esto hizo que Lydia se preguntara lo fiable, por no mencionar discreta, que iba a ser la pareja, pero la cosa no le preocupaba especialmente. Lo importante era que se había puesto de acuerdo con ellos. Cualquier información que consiguieran aquella noche sería una bonificación.
—Muy bien —dijo—. Ahora marchaos. Yo esperaré un minuto y saldré después.
Se marcharon entre risas y Lydia, tras contemplar el mar durante un rato, los siguió. Las luces de la casa eran tan brillantes que no se veían las estrellas.
—¿Ciudadano Cargill?
El inspector de seguridad de las Autoridades Portuarias que había embargado en su momento la nave levantó la mirada hacia Lydia, sobresaltado. Estaba sentado a una mesita, en una habitación con bar. Los únicos ocupantes de la habitación, aparte de él, eran una pareja que estaba muy ocupada con sus propios asuntos. La música de una orquesta de cámara llegaba flotando desde el salón de baile en medio de una corriente más turbulenta de conversaciones y risas.
—Me sorprende encontrarle aquí solo —dijo Lydia.
Cargill se ajustó el sombrero emplumado —su uniforme, con su capa verde, la camisa blanca y los pantalones cortos de color negro le servía como traje de gala—, colocó una botella en la mesa y extendió los dos brazos sobre la barra desierta para coger un vaso limpio.
—Tómese una copa conmigo, por favor —dijo. Lydia se sentó. Cargill le dio unos golpecitos a la botella.
—¿Whisky? ¿O prefiere otra cosa?
—Gracias, tomaré whisky, ciudadano Cargill. Quería animarlo a beber. Compartir la botella podía ayudar. Cargill sirvió dos vasos.
—Charles, se lo ruego, mademoiselle de Tenebre.
—Oh. Usted puede llamarme Lydia —dijo ella al tiempo que levantaba su vaso—. Iba a decirme por qué estamos solos.
—¿De veras? Oh, bueno, si usted lo dice. —Suspiró—. Normalmente estoy muy solicitado en estas fiestas aunque en los últimos tiempo no he… ah, recibido ninguna invitación de su casa.
—Bueno…
—Estoy seguro de que no es nada personal por parte de su familia, como tampoco lo era cuando yo mismo me vi obligado a tomar determinadas decisiones, aunque me doy cuenta… —Hizo un ademán lánguido—. ¿Pero dónde estaba? Ah, sí. Parece que tampoco soy del agrado de esta familia. Tendré que ser más cuidadoso a partir de ahora. A este paso adquiriré la reputación de ser incorruptible y mi esposa y mi amante y sus pobres hijos, algunos de los cuales me han sido justamente atribuidos, sufrirán el acoso de la necesidad.
Lydia se dio cuenta de que ya se le había soltado la lengua lo suficiente. O puede que no. Miró la botella. Su primer y cauteloso trago le había confirmado que se trataba de un licor muy fuerte.
—¿Cree que es sabio contarme esto?
Cargill tomó un trago que no tenía nada de cauto.
—Es cosa sabida, madmz… Lydia. Llevo un registro de sobornos, por supuesto y entrego el montante completo de la operación, tras descontar un quince por ciento, a mis superiores, junto con una nota. Lo llaman cuenta de gastos.
—¿Y no siente la tentación de olvidar el registro y quedarse todo el soborno?
Cargill fingió asombro.
—Por supuesto que no. ¿Por qué iba a hacer tal cosa? Tengo aprecio a mi reputación de honesto. Además, los clientes reciben una copia del recibo y podrían reclamar en caso de discrepancias.
¿Estaba borracho o era su cabeza la que estaba dando vueltas?
—¿Me está diciendo que en este lugar la corrupción está institucionalizada, que vende abiertamente sus favores?
—¿Me está diciendo que no estaba al corriente de ello?
Lydia asintió. Cargill cerró los ojos un momento y a continuación metió la mano en el bolsillo de su chaleco y sacó una pequeña caja decorativa, cuya tapa abrió con un ademán afectado. Sacó de su interior un pellizco de polvo negro, se lo puso sobre el pulgar de la otra mano y lo inhaló. Cerró los ojos de nuevo, aspiró profundamente mientras se le llenaban los ojos de lágrimas y a continuación se sonó la nariz con un elegante pañuelo.
—¿Quiere un poco? —Le ofreció la caja.
Ella la observó. El polvo negro de su interior olía a menta y a pimienta.
—¿Qué es?
—Rapé… tabaco en polvo.
—No, gracias.
—Aclara la cabeza de manera asombrosa —dijo Cargill. La sacudió con fuerza como si quisiera asentarla—. Y ahora… ah, sí, cheques y balances. Como supongo que habrá advertido, mi querida señorita, reina en esta ciudad una suspicacia generalizada con respecto a los funcionarios, la burocracia y estas cosas. Al mismo tiempo, existe la necesidad de contar con un servicio público competente y permanente, cuyas responsabilidades se vuelven más onerosas conforme la ciudad crece y prospera. La recaudación de impuestos, aparte de las tarifas portuarias, es cosa de chiste. Consecuentemente, las Autoridades Portuarias han hecho de la necesidad virtud y, tal como dice usted, han decidido sacar partido a sus servicios vendiéndolos abiertamente a quienquiera que desee pagar por ellos. De este modo se confirma el prejuicio generalizado de que todos los funcionarios públicos son corruptos por necesidad y el sistema se perpetúa alegremente.
Lydia no sabía qué pensar de todo aquello. Seguía teniendo la sensación de que estaba jugando con ella.
—¿Eso significa —preguntó— que podríamos haber recuperado la nave pagando lo suficiente? Cargill se rascó la nuca en algún lugar próximo a la base de su coleta.
—Y así lo hicieron, mi querida señorita. O más bien, su persuasivo pasajero, el Ingeniero Antonov, lo hizo en beneficio de su familia. —Frunció el ceño—. O en beneficio de alguien, en todo caso. En nombre de… ¿cómo era? —Chasqueó los dedos mientras se quedaba mirando la nada—. El Frente de Liberación, eso era. Un nombre bastante obvio para una compañía títere, ¿no le parece?
—Hmm —dijo Lydia, insegura—. ¿Y entonces por qué tuvimos que llevarnos físicamente la nave?
—Querida mía, uno ha de observar determinadas formalidades. Estas cosas requieren de una cierta… elegancia, si no se quiere que se hagan públicas antes de la publicación de las cuentas anuales.
—¿Y puedo preguntar cuánto… ah, les pagó Antonov?
—Diez millones de táleros. Accidentalmente engulló un trago de whisky. Fue como si le hubieran escaldado la garganta.
—¿Qué?
—A cuenta —dijo Cargill para tranquilizarla—. Pagaderos a plazos.
—Es igual —dijo Lydia—. Parece una enorme cantidad de dinero a cambio de recuperar una nave. ¿Esperaba Volkov encontrar una fortuna en el espacio? ¿Pretendía vender la información obtenida de los dioses?
—Oh, no fue sólo por recuperar la nave —dijo Cargill—. También pagó para que las Autoridades Portuarias cambiaran su política. Para que dejaran de apoyar a las familias de compradores y mercaderes y empezaran a hacerlo con las flotas mercantes tripuladas por humanos que, según nos ha asegurado Antonov, son el futuro.
—Ésa es una perspectiva a muy largo plazo —dijo Lydia—. No puedo creer que hayan aceptado una promesa de pago sobre la base de… ¿qué? ¿Un porcentaje de las tarifas portuarias dentro de varias décadas o siglos?
—No, claro —dijo Cargill—. Pero las perspectivas de cambios futuros están proporcionando ya pingües beneficios. A corto plazo, es de esperar una enorme expansión del tráfico marítimo y aéreo. Nuestro amigo no tendrá dificultades para obtener esa cantidad con la especulación.
—Ah —dijo Lydia. Hasta a ella le parecía obtuso—. Ya veo.
Descubrió que ahora le era más fácil tomar otro trago de licor. Posiblemente la boca se le estaba entumeciendo.
Cargill sonrió.
—Estoy seguro de que comprende ahora por qué me he convertido en persona non grata en esta casa. Los Rodríguez están muy ofendidos por haberse visto superados por unos advenedizos. Los de Tenebre… ¡Bueno! —abrió las manos y sonrió—. Ellos continúan tratándome como si no estuviera de su lado.
Los ojos de Lydia centellearon.
—Puede que estén siendo cuidadosos para que no se descubra su juego, por decirlo así.
Cargill rió entre dientes.
—Eso sería muy sensato. Pero en cualquier caso, no habrá que esperar demasiado. Pronto, todo el mundo estará al corriente de la nueva postura de las Autoridades Portuarias.
—¿Cuándo será ese «pronto»?
—Mañana por la mañana —dijo Cargill. Sacó un reloj de oro de uno de sus bolsillos y le abrió la tapa con la uña—. Esto es, hoy.