CAPITULO III

Scott Mallory, de sesenta años, ojillos ratoniles, cara granujienta y cabeza cubierta con un gorro de piel de ardilla canadiense, daba vueltas y vueltas, tomando del brazo de una estupenda rubia, mientras con la otra mano sostenía un botellón de whisky que chupaba al final de cada compás del can-can.

Los clientes del saloon La Maravilla batían palmas al son de la música formando corro alrededor del viejo y la rubia.

Scott relinchó cuando la chica lo izó en alto y, pataleando arriba, se acabó de tragar el contenido de la botella.

Sonaron vivas y aplausos.

La rubia dejó al viejo en el suelo en medio de una juerga fenomenal.

Mallory se acercó al mostrador haciendo eses y gritó cascadamente:

—¡Más bebida para esta simpática gentecilla!

Todos aullaron de entusiasmo.

El pianista sacó fuego a las teclas.

El baile se reanudó.

Las girls del Maravilla se disputaban al simpático vejete que se portaba tan generosamente invitando a todos. Querían bailar con él y demostrar que lo podían izar muy alto.

Cuando mayor era la barahúnda, los batientes se abrieron dando paso a un tipo muy fornido, de cuello de toro, ojillos como perdigones y boca de oreja a oreja.

—¡Señor Mallory! —exclamó con voz bronca.

La música se apagó.

El nombrado alargó los brazos y entornó los ojos.

—¿Quién eres? Conozco la voz, pero no te veo... ¿Quién eres?

El recién llegado destacó su voluminosa persona por entre la clientela, que se apresuró a abrirle paso.

—¿No le da vergüenza, señor Mallory?

—¡No veo! —y movía los brazos como si nadara—. ¡Todo está muy oscuro y borroso!

—Está borracho, señor Mallory —dijo el hombrón.

Un sujeto de talla semejante al recién llegado, se le interpuso. Era pelirrojo, lleno de pecas.

—Oiga, aguafiestas. Todos lo pasábamos a lo grande y de repente ha venido a estropearlo.

—¿Sí?

—Y para que no siga estropeando la fiesta, le voy a arreglar el físico.

—Ya tarda —el hombrón que preguntaba por Mallory abrió los brazos.

El pelirrojo se relamió y tiró un gancho corto.

Y ya no fue muy lejos.

De repente, algo parecido a la cola de una ballena, chascó en su rostro.

Era la mano abierta del hombrón interesado en Mallory.

El pecoso trazó un borrón rojo por el aire a causa del color del pelo y la cara.

Y se estrelló con gran ruido en el escenario, donde todavía estaba el decorado de la pantomima Adán y Eva en Kansas City.

El decorado se arrugó y envolvió al pelirrojo que se quedó dormido, justo bajo el árbol, donde una serpiente de cartón le dejó caer una manzana de madera en el ojo entreabierto.

Todos estaban pendientes de lo ocurrido y, cuando oyeron gritar a Mallory, se dieron cuenta de que ya el hombrón que había abatido al pelirrojo, había cargado con el viejo y se lo llevaba dando pataletas.

—¡Eres Sam Bedford! ¡Suéltame, elefante...! ¡Suéltame!

Pero Sam se lo llevó como si se tratara de una pluma.

Antes de que tocara los batientes, el encargado del bar correteó como un ratón.

—¡Eh, se deben sesenta dólares de licores varios y cigarros habanos!

—¿Cómo?

—El señor Mallory estuvo muy generoso y corrió con el gasto. Pero no ha soltado un centavo.

Sam dejó al anciano en el suelo, sin mucho cuidado, y  se rasgó el bolsillo.

Emitió una sarta de maldiciones y abonó la cuenta.

Luego, tomó al inconsciente Mallory y lo puso de nuevo en su hombro.

Salió en medio de un abucheo general.

Sin embargo, Sam contuvo a los más revoltosos con una mirada cargada de amenazas y un rechinar de dientes de mucho efecto y, cuatro pasos más adelante, lanzó al viejo Mallory dentro de un abrevadero lleno de agua hasta los bordes.

Ahora sonaron risas y silbidos.

Mallory emergió con los ojos muy abiertos y lanzó un chorro de agua por la boca.

—¡Todos a los botes de salvamento! ¡Infiernos, sabía que me ocurriría esto por viajar en barco! ¡S.O.S!

Todos prorrumpieron en aplausos.

Sam Bedford sacudió al viejo por los hombros.

—No estamos en ningún barco. ¿Me oye, señor Mallory? Estamos en Sprag City, a pocas millas del Valle del Barro.

—Oh, gracias. ¡Gracias, Dios mío!

Se abandonó en el agua plácidamente y a través de la superficie se le vio cerrar los ojos y dormir soltando burbujas.

Sam lo sacó a tiempo de que no se ahogara.

Lo depositó en el suelo, convertido en una enorme esponja.

Los clientes del Maravilla reían con el espectáculo gratuito.

De repente, Sam pegó un bramido y todos retrocedieron precipitadamente.

Luego, tomó del brazo al viejo y lo llevó acera adelante.

—Maldición, ¿es que tengo que ser la niñera de ustedes, Mallory?

Este ya estaba más despejado porque el agua fresca obraba milagros en él.

—¿Dónde estamos, Sam? ¿Dijiste en Sprag City?

—Cierto, Mallory. Una ciudad cercana al Valle del Barreo.

El vejete movió las piernas vertiginosamente.

—¡Santo Dios! ¡Entonces tengo que asearme, adecentarme! ¡Pronto conoceré a mis hijos!

—¿No le da vergüenza racionarse una melopea de esa clase, Mallory? ¡Deberían verlo sus hijos!

—¡Oh, jamás...!

—Se morirían de bochorno al encontrar a un padre dado a la botella, a la juerga, a la algazara.

—Quisiera morir, Sam.

—Déjelo para el jueves, maldición —masculló Sam—. Ahora hemos de localizar a Walt.

—¿A Walt? ¡Es cierto! ¿Dónde diablos se ha metido?

Sam hizo una mueca.

—No lo he visto desde anoche. Usted y él andaban juntos. Pero se dieron buena maña para buscarse una juerga apropiada.

—Walt es más tranquilo que yo, menos alborotador, Sam.

—Sí —dijo con amargo sarcasmo el hombrón—. Estará muy apaciguado con una fulana de campeonato a su lado. No me hace falta un profeta para adivinarlo. Eh, aquí es.

Se detuvo frente a una casa de departamentos.

—¿Aquí está Walt?

—Esto se llama La Colmena de Katherina. Aquí recalan las coristas del Maravilla y también los forasteros incautos.

—Mi madre —exclamó Mallory—. Pues Walt llevaba todo nuestro dinero. Ojalá el cielo lo ayude.

—Cuando un forastero cae aquí con una girl, no lo ayuda ni Manitú.

Los dos hombres entraron en los departamentos La Colmena de Katherina.

Una rubia de unos cincuenta años repasaba las cuentasen el registro y se apretó el puente de la nariz al ver el pelaje de los recién llegados.

—Eh, para recoger la basura deben entrar por la puerta de atrás.

Sam apoyó los codos en el mostrador.

—Escuche, libélula. Nosotros venimos sólo a buscar a un tipo alto que entró muy acompañado. Y en cuanto a basuras, este honorable anciano que ve a mi lado es nada menos que Scott Mallory, el dueño de las mejores instalaciones petrolíferas del Valle del Barro.

—Oh, seguro. Y yo soy Margarita Gautier, ya que hemos llegado a las presentaciones. ¡Afuera!

—Será cuando llame a Walt. Walt Gruber.

La vieja rubia estaba haciendo señas a un par de extraños seres, que resultaron ser dos individuos con cara de luchadores.

Se interrumpió en los gestos.

—¿Ha dicho Gruber?

—Justo, Margarita sin hojas.

Ella sonrió amablemente.

—Ah, entonces la cosa cambia.

—¿Sí?

De repente gritó a los dos sujetos membrudos.

—¡A ellos!

Sam borró la sonrisa de los labios.

El anciano Mallory saltó medio metro en el suelo y buscó refugio con la vista, escogiendo un paragüero.

Sam respiró fatigosamente.

—De modo que quieren jaleo, ¿eh?

La rubia accionó la mano para apresurar a los dos gorilas.

—Me pagaron cinco dólares para que no se molestara al señor Gruber.

Sam apuntó a los dos ex luchadores con un dedo como una morcilla.

—Escuche, le costará más dinero sustituir a esos dos mulos, porque los dejaré muy estropeados.

—Miren al fanfarrón. ¡Duro con él, chicos!

Los dos guardianes se precipitaron sobre Sam.

Este abrió las manos y exclamó:

—¡Amigos del alma!

Y cerró los brazos.

Atrapó las dos cabezas y las hizo entrechocar.

Sin embargo, aquello fue sólo un preámbulo, porque los dos ex luchadores necesitaban una medicina más fuerte para quitarlos de en medio.

Cuando los dejó haciendo eses, atrapó con la derecha al mayor, que se llamaba Abelardo.

Este reculó con enorme violencia y se estrelló contra algo metálico del fondo.

Era el paragüero donde se escondía Mallory, pero éste lo vio venir y lo abandonó antes de quedar prensado contra la pared.

Como había poco espacio libre, Sam se limitó a incrustar al otro gorila en el entarimado del vestíbulo con un mazazo en la cabeza.

Luego se lavó las manos con jabón en un pequeño lavabo de urgencia y subió las escaleras, seguido de Mallory, sin que la rubia rechistara porque se hallaba muda de perplejidad.

Al llegar al pasillo, lleno de habitaciones, vieron las botas de Walt, recién lustradas, a la puerta de un departamento.

—Aquí está —dijo Sam. Y golpeó la puerta.

Dentro se escucharon risas femeninas.

Pasado un rato, salió una rubia. Hizo un hociquín a Sam.

Luego, una pelirroja. Guiñó un ojo a Mallory.

Y, tras la pelirroja, una morena algo mezclada de raza, pero que estaba muy bien. Habló a los dos hombres en francés.

Sam se rascó la cabeza asombrado.

Pero fue Mallory quien dio un fuerte respingo al ver salir a dos hermanas gemelas que parecían polacas, casi albinas y muy desarrolladas. Se ajustó la piel de ardilla al cráneo porque le saltaba.

—Infiernos, ¿y ahí dentro está Walt?

—Ujú —abanicó las pestañas la pelirroja—, Claro, abuelito.

—No debe quedar mucho de él.

Ella guiñó un ojo al viejo, le pegó con saliva un mechón recalcitrante, y le ladeó el gorro de piel.

—Hay hombre para rato porque es grandote.

—Demonios, cinco mujeres...

—Es que hemos celebrado su cumpleaños —le apretó la nariz la pelirroja.

Luego, batió palmas y todas se hicieron humo por una puerta del pasillo.

Sam y Scott penetraron en la habitación.

Encontraron a Walt bien afeitado, limpio de ropa y fresco como una lechuga.

Era un joven de unos veintiocho años, casi dos metros de talla, anchos hombros y rostro que denotaba firmeza de carácter.

Sonrió, dejando ver una dentadura muy blanca. Pero fruncía el ceño.

—Vaya, por fin aparecen los hijos pródigos. ¿Todo bien, muchachos? Vosotros corriéndola de un sitio a otro y yo aquí encerrado. ¿Está bonito?

Sam dio una fuerte patada en el suelo.

—¡Por todos los diablos del infierno! ¡Teníamos que salir esta mañana temprano! ¡Y tú y Mallory de juerga!

Walt frunció el entrecejo.

—Eres un desagradecido, Sam. Sólo hacía que pensar en el futuro.

—Y te ha llevado toda la noche y parte del día, ¡Si que has meditado tú, Walt!

Este guiñó un ojo y barrenó el abdomen de Sam, quien odiaba aquel gesto.

—¡Tenemos que presentar al viejo Mallory a sus hijos! ¿Y qué resulta de todo? En vez de preparar las cosas, de adecentarnos lo mejor posible, resulta que tú y Mallory armáis una por todo lo alto.

—No seas renegón, Sam —Walt se ajustó la corbata de lazo y después se colocó el sombrero—. Ahora vamos a llevar a Scott al seno de la familia.

—Tendremos que alquilar un vehículo, porque perdimos el tren que va al Valle del Barro, Apuesto a que no tienes dinero, Walt.

—Ya me has ganado, muchacho.

Sam emitió un ronco gemido.

—¡Entonces estamos sin blanca! ¡Mallory también sin dinero! ¡Tuve que pagar los últimos sesenta dólares que teníamos en caja a un barman enfurecido!

Walt se acarició el mentón.

—Te olvidas de que Scott tiene un peso de miles y miles de dólares. Compraremos el vehículo y que cobren en la explotación petrolífera.

—¡Eso! —exclamó Mallory—. ¡Que cobren allí! ¿No soy un mecenas? ¡Ahora empiezo a tener crédito! ¡Se acabó la penuria, muchachos!

Sam rezongaba entre dientes.

—Para ostentar el pomposo título de propietario de pozos petrolíferos tienes que presentar otro aspecto. Tirar la ardilla a la basura, comprarte un sombrero, cambiar en todo.

Mallory golpeó a Sam en el estómago con el dorso de la mano.

—Walt —dijo—, Sam tiene razón. Hemos de quitarnos este aspecto de aventureros. No quiero que mis hijos se avergüencen de su padre.

Walt los contempló en silencio. Sonreía.

El viejo Scott paseó por el cuarto apartando prendas interiores con los pies.

—En una palabra. Hemos de dar la sensación de ser tipos educados, finos. Tened en cuenta que vamos a un lugar pacífico, civilizado, una gran ciudad. Y yo soy el dueño de una poderosa entidad. ¿Estamos?

Se hurgó en el bolsillo y cazó una colilla de habano.

Walt se apresuró a encender un fósforo con la uña.

—¿Fuego, Excelencia?

Scott gruñó complacido mientras encendía.

—Sí, muchachos. Se acabaron los tiros, las peleas, las juergas de mal gusto. Ahora cambiaremos de vida.

Sam batió palmas entusiasmado.

—Así me gusta. Scott.

El anciano se había exaltado con su propia locuacidad y entusiasmo.

Cierro los ojos y ya veo nuestra llegada. Todos esperan al gran Scott Mallory, la música suena ceremoniosa, todos visten sus mejores prendas. ¡Veo como estamos ya en el maravilloso Valle del Barro! ¡A grandes tipos inclinándose a mi paso! ¡A tipos de alturas, llamándome señor Mallory!

Walt le puso una mano en el hombro.

—Cálmate, abuelo.

—¡No puedo! —exclamó el viejo en franco éxtasis—. ¡Veo todas esas cosas! ¡Valle del Barro!, convertido ahora en una brillante ciudad, se inclina a mis pies y todos me dan la bienvenida! ¡Los rutilantes pozos, los bellos depósitos pintados de vivos colores, los respetuosos empleados de la explotación...! Rubias... Morenas... pelirrojas...

—Despierta, Scott.

—Infiernos, ¿por qué be de despertarme si llego ahora a lo mejor...?