CAPITULO PRIMERO
El sheriff se subió a la peña y, desde allí, desparramó la mirada sobre las cabezas de los reunidos.
—Vecinos de Palmer City —dijo con la voz cargada de emoción—. El día que juré mi cargo les aseguré que defendería la ley y la haría cumplir. Pues bien, aquí tienen una demostración de mi juramento. Me refiero a estos dos reos que están con la soga al cuello.
Entre el auditorio se elevó un murmullo de admiración y respeto.
Todas las miradas se volvieron a la derecha del sheriff.
Dos individuos, atados de pies y manos, subidos a sendas cabalgaduras, esperaban el momento de la ejecución.
Cada uno tenía un lazo alrededor del cuello. La cuerda era muy nueva.
No obstante, parecían bastante tranquilos.
La voz del sheriff se dejó escuchar de nuevo.
—También les aseguro que cuidaré de la ley y del orden hasta el día que sea relevado en mi cargo o retirado por jubilación. ¡Lo juro!
Otro murmullo, esta vez más fuerte, emergió de los congregados.
El sheriff se volvió despaciosamente hacia los reos.
Sorprendió entonces el bostezo de uno de ellos. De Pat Sanky, el más peligroso y fornido.
El sheriff entrecerró los ojos.
—¿Se aburre, Sanky? —dijo en voz baja, llena de sarcasmo.
—Usted siempre me ha resultado un tipo cargante, sheriff.
—¡A callar!
—Ahora puedo decir lo que me dé la gana, ¿no, sheriff?
El representante de la ley apretó los maxilares.
—Ande, desahóguese, Sanky. ¿No es eso lo que quiere?
—Ya le dije lo cerdo que es a través de las rejas de la celda, autoridad.
El rostro del sheriff se puso de todos los colores, porque las palabras habían sido escuchadas claramente por los vecinos reunidos. Muchos de ellos estaban boquiabiertos ante tanta desvergüenza.
El delgado Tim, el otro condenado, se movió en la silla y dijo:
—Escuche, sheriff. ¿Va a tardar mucho con sus monsergas? Le advierto que se me ha dormido la pierna y necesito moverla.
—Ahora pataleará de lo lindo, Tim —replicó el sheriff Carring.
—Ya veremos.
—¿Eh? ¿Todavía tiene esperanzas de escapar, Tim Carrill?
El tipejo inseparable de Sanky lanzó un escupitajo por un colmillo.
—Mire, sheriff. En estos últimos tiempos me he visto en cosas peores que ésta y todavía respiro.
—Esta vez está al pie del patíbulo, Carrill. Mucha gente descansará cuando se entere que hemos dado cumplimiento a la sentencia.
—Veremos —repitió Sanky.
—Oiga, ¿quiere explicar a qué viene tanta fanfarronería?
Ahora el grandullón Sanky soltó una risita.
—No se lo digas, compadre. Que sufra.
El sheriff hizo una mueca rabiosa.
—¡Cúmplase la sentencia!
Mike, el matarife de reses vacunas y porcinas, había sido elegido para aquel cometido. Se escupió en las manos y fue a palmear a los caballos. De aquel modo, cuando los animales saliesen de estampida, dejarían colgados a los dos condenados.
—¡Eh! —exclamó Sanky—. Todavía hemos de pedir nuestra última voluntad.
Mike detuvo el gesto. Se quedó mirando embobado al sheriff para que confirmara la orden.
Pero el representante de la ley se dirigía de nuevo a los dos condenados.
—Ultima voluntad, ¿eh, Sanky?
Este se irguió orgullosamente en la silla.
—Tenemos derecho, sheriff.
—Ustedes ya pidieron pollo en la celda, Y champaña.
—Pero falta la petición al “pie de horca”. Ya sabe. Es un requisito que tenemos en Texas.
—Váyase al diablo. ¡Mike...!
El matarife, con cara de buena persona, saltó.
—¿Ya, sheriff?
—¡Esperen! —gritó ahora Carrill—. Espere, sheriff.
—¡No!
—Tiene que escucharme, sheriff.
—Se acabó, muchachos.
—¡Es que les conviene!
El de la placa y Mike se quedaron mirándose unos segundos.
Ello dio oportunidad a los dos forajidos para que unieran unas risitas burlonas.
El sheriff se mordisqueó los labios. Luego ensayó una sonrisa sarcástica.
—¿Qué tienen en el buche, condenados?
Sanky bajó los ojos simulando desazón y pareció sonrojarse.
—Me da vergüenza, sheriff. Que se lo diga Carrill.
—Maldita sea —masculló el nombrado—. ¡Díganlo de una vez, antes de que se queden sin poder decirlo!
Sanky y su compañero de horca se consultaron con la mirada.
Por fin, fue Tim Carrill quien carraspeó:
—Queremos que nos suelten...
Un estallido de ruidoso asombro partió de los vecinos.
El sheriff aspiró aire con fuerza.
—¿Qué broma es ésa, Carrill?
—No es una broma. Queremos que nos suelten antes de que le pase algo a la chica.
Un silencio de franca alarma se extendió al pie de la horca.
El sheriff arrugó el rostro.
—¿Que le pase algo a la chica? ¿A qué chica se refieren?
—A Lissie Adams.
Se escucharon voces y respingos aunados.
De repente, alguien gritó con fuerza.
—¡Sheriff! ¡Nadie ha visto a Lissie!
Este agrando los ojos.
Los clavó en los dos condenados.
—Malditos sean los dos —dijo—. ¿Qué ocurre con la chica? ¿Dónde está?
—No la encontrarán —dijo Carrill—. Me da pena ser tan sincero.
—Ustedes saben que la chica está en algún lado. Ignoro cómo, pero así debe ser. Y ustedes quieren sacar partido de la situación.
—No, sheriff —insistió Carrill muy orondo—. La chica está en manos de un compañero nuestro.
—¿Cómo?
Carrill le contestó con una sonrisa.
Hasta aquel momento ya se habían producido idas y venidas entre los reunidos y carreras hacia las primeras casas del pueblo.
El sheriff tenía los ojos centelleantes.
—¡Puercos...! ¿Qué han hecho de la muchacha? ¿Quién la tiene? ¿Dónde está?
Un tipejo llegó resollando, con la lengua afuera,
—¡No está, sheriff! ¡Nadie ha vista a la maestra! ¡No está en la escuela! ¡Los niños dicen que un tipo salió con ella!
—¿Qué le dije, sheriff? —guiñó Tim un ojo.
El rostro del aludido se había convertido en una máscara de rabia y consternación.
—Contesten —dijo el sheriff con voz ahogada—. ¿Dónde está Lissie? ¡Díganlo antes de que les arranque la piel a tiras!
Ahora fue el grandullón Sanky quien chascó la lengua e intervino:
—Nosotros no lo sabemos.
—No, ¿eh?
—Verá —sacudió Sanky la gorda cabeza—. Con nosotros iba un chico que nos ayudaba en los últimos golpes. Un pajarín que quería aprender. Pues bien, cuando usted nos echó el guante, Bobby, que así se llama el muchacho, pasó por la ventana de la escuela y vio a la maestrita.
—Siga... ¡Siga, maldito!
—Paciencia, sheriff. Ahora se lo explicaré todo. Punto por punto.
—Hágalo antes de que me dé por hacer una barbaridad.
—Sería malo para Lissie. Nuestro hombre salió con ella de paseo. Pero, en realidad, lo que tenía proyectado era conservarla como rehén cuando se enteró de nuestra detención.
—Bastardos...
—No sea mal educado, sheriff. Hay niños delante.
—¡Continúe, Sanky! ¡Continúe o le saco las tripas con un gancho!
Sanky se rascó la barbilla aprovechando la aspereza de la soga.
—El final de todo fue que Bobby se acercó a la ventana de nuestra celda y nos dijo que no nos ocurriría nada porque él ya tenía a Lissie, ¿entiende? Bueno, el recado que nos dio fue que si nos ahorcaban, enviaría a Lissie a trocitos dentro de una canasta de fruta.
Hubo un estallido general de horror. Dos señoras se desmayaron. Un tipo chilló histéricamente. Un viejo vomitó.
El sheriff no podía hablar a causa del temblor que lo sacudía de pies a cabeza. No era de temor, sino de indignación. Estaba pálido como un muerto.
En eso, un sujeto se abrió paso dando brincos.
—¡Sheriff! ¡Sheriff!
Carring se volvió como un autómata.
—¿Qué pasa, Jim?
El llamado Jim alargó un papel.
—Me lo arrojaron con una piedra. Léalo.
—¿Dónde?
—No intenté seguir ninguna pista, sheriff. Descubrí que el mensajero era un indio. Pero ya corría a lo lejos.
—Condenado me vea... —El sheriff ya había recorrido las escuetas líneas del papel—. ¡No!
Miradas de ansiedad se clavaron en él y en Jim.
La voz de Carring sonó cargada de cólera, pero apenas alzó la voz.
—Ese hijo de perra que está asociado con estos dos pájaros dice que si dentro de diez minutos no los dejamos sueltos, enviará el cadáver de la chica... Eh, no hace falta que les lea el resto...
La anciana señora Loren escupió la dentadura postiza, víctima de la emoción.
La muchedumbre se apartó para dejar paso a un hombrón.
Tendría unos cuarenta y tres años, era muy fuerte, de cabellos entrecanos y ojos negros y brillantes.
Cuando llegó ante el sheriff hizo algo que arrancó un respingo general.
Se arrodilló.
—Mi hija Lissie es lo único que tengo en el mundo.
Todos notaron que les subía algo muy duro a la garganta. Se hallaban petrificados viendo al hombrón de rodillas.
El de la estrella cerró los ojos, tragó saliva y después de un interminable silencio se volvió hacia atrás.
—Suéltalos, Mike —dijo con voz apagada.
El matarife dio una patada en el suelo y pareció querer llorar.
A continuación se puso a desatar a los dos forajidos.
Sanky y Carrill se frotaron las muñecas al ser liberados.
Sonreían plácidamente.
Tomaron las riendas de los caballos.
El sheriff se volvió hacia ellos. Sus ojos lanzaban llamaradas.
—Escuchen, malditos hijos de perra. —Tragó saliva—. Les juro que trataré de dar con ustedes aunque se escondan en el mismísimo infierno. Ahora avisen a ese desalmado y adviértanle que como Lissie sufra algún daño, el sheriff Carring vivirá sólo para encontrarlo y arrancarle las uñas con unas pinzas al rojo. Váyanse.
Los dos forajidos sonrieron fanfarronamente y espolearon los caballos.
Poco después, el sheriff y los vecinos de Palmer City los vieron desaparecer por la loma del Este.
El padre de Lissie lloraba todavía de rodillas.
Tenía las manos sobre el rostro y sacudía los hombros al compás de los sollozos.