CAPITULO VIII

—¿Qué me decís de mis hijos? —preguntó Scott Mallory con una sonrisa beatífica.

Sam Bedford le contestó con un gruñido, pero Walt Gruber no dijo nada porque estaba pensativo.

Scott Mallory prosiguió:

—Tienen cara de buenas personas. En eso han salido a su padre.

Sam hizo una mueca.

—Eh, Scott, creo que exageras un poco.

—¿En qué exagero?

—La verdad es que yo, al ver a tus tres hijos, creí que eran tres mulos.

—Sam, un poco más de respeto para mi progenie.

—Lo decía sin ánimo de insultar.

—Entonces, si llegas a insultar, ¿qué habrías dicho de esos tres angelitos...? Siento ganas de llorar. Sí, muchachos, ahora me doy cuenta de lo miserable que he sido, cuando pienso que han estado solos por el mundo... Pobres míos, han tenido que sufrir frío, hambre y sed, la furia de los elementos desencadenada sobre sus esmirriados cuerpos... ¿Y todo por qué? ¡Por mi culpa...! Creo que el único bastardo de entre los cuatro soy yo... Sí, señor. Soy un padre bastardo.

—No digas eso, Scott —dijo Sam.

—¿Por qué no he de decirlo, si es verdad...? Ahora debo pagar mi culpa... Sí, amigos, la pagaré.

—Tienes una buena bolsa, puedes pagarla tranquilamente, porque siempre te quedará mucho.

—No me refería al orden económico. Tiene que ocurrírseme una idea para lavar mi mancha... ¡Ya lo tengo! Pintaré un gran cartel, con letras negras, en el que se diga: “Soy un padre bastardo”. Y pasearé por el Valle del Barro con él en la cabeza. Quiero que la gente me acuse por mi pasado. Sólo así me sentiré satisfecho.

—Creo que exageras, Scott —repuso Sam.

—Quiero un cartel de tres metros.

—No podrías con él. ¿Por qué no lo dejas en la mitad?

Después de todo, sólo eres medio bastardo. Trataste mal a tus hijos, pero te has arrepentido. Sí, cuanto más lo pienso, más creo que eres un mal padre partido por la mitad. Esos muchachos están en la flor de la vida, y es ahora cuando van a tener todo lo que echaron de menos un padre y dinero para gastar.

—Muy bien, si tú lo dices, pondré en el cartel: “Soy un padre medio bastardo" —Scott desvió los ojos hacia Walt—, ¿Qué te parece a ti? Walt. ¿Es que no me has escuchado?

—Comprendo los altos ideales que animan a la Junta de Relaciones Pacíficas...

—¿Qué Junta? ¿Qué relaciones...? ¡Walt, baja de la nube! Estamos hablando de mis hijos.

—Oh, perdona, Scott, yo pensaba por mi cuenta.

—No hace falta que lo digas. Esa chica, Pat Cameron, te ha pegado en el ojo.

—¿Tienes algo en contra?

—No, pero creo que debías meditarlo bien.

Walt saltó de la cama.

—¿Adónde vas? —le preguntó Scott.

—A dar una vuelta por ahí.

El joven salió de la cabaña, que se levantaba en los terrenos de Mallory.

El administrador Wander había dicho que Scott tenía otra casa en el pueblo, pero el abuelo prefirió quedarse allí.

Sam dio un bostezo.

—Tengo sueño.

—No puedes dormir ahora, Sam —repuso Scott—. Has de ayudarme.

—¿A qué?

—Hemos de pintar el cartel que me pondré sobre los hombros.

—Bueno, Scott, para arrepentirte siempre hay tiempo. ¿Qué te parece si lo pintamos mañana?

—Jamás he dejado para mañana lo que he podido hacer hoy.

Sam lo miró asombrado.

—Demonios, Scott, ¿desde cuándo?

—¡Desde ahora, infiernos!

—Pero yo sigo pensando lo mismo que antes. Deja para la semana que viene lo que puedas hacer hoy...

—¡Por todos los infiernos...! ¿Cuándo cambiarás, Sam? Muy bien, lo haré yo.

Scott Mallory salió de la cabaña y se encaminó a la que albergaba a los empleados.

Halló a un muchacho, que estaba sentado a la puerta, el cual se levantó respetuosamente.

—Buenas noches, señor Mallory.

—Necesito un buen tablero.

—Tengo algunos.

—Y un bote de pintura negra.

—De eso no hay.

—¿Dónde la puedo comprar?

—En el almacén de Jad Caster. Está a la entrada del pueblo, a unas doscientas yardas. Es la primera luz que se ve a los lejos.

—Gracias, muchacho.

—¿Quiere que le acompañe?

—No, no hace falta. Continúa descansando.

—Como usted quiera, señor Mallory. Ya sabe que estoy aquí para servirle.

Mallory le hizo un saludo con la mano y se encaminó en la dirección que el muchacho le habla señalado.

Poco después se vio rodeado por la oscuridad de la noche.

Pasó junto a algunos pozos que habían sido abandonados.

De pronto oyó una voz por su derecha.

—¿Tiene fuego, abuelo?

Scott se detuvo y vio a dos hombres emerger de la oscuridad.

—Disculpen, pero no llevo fósforos —contestó.

Las dos sombras siguieron avanzando hacia él. Vio dos pares de ojos que brillaban como ascuas. No le gustó aquel brillo. Era como el de los lobos.

—Oigan, se me ocurre una idea —dijo.

—Usted dirá, abuelo —habló el tipo de antes.

—Voy al almacén de Jad a comprar un bote de pintura. Seguro que él también vende fósforos. Acompáñenme y les regalaré una cajita.

—¿Para qué hacer tanto gasto, abuelo?

—Soy el famoso millonario Mallory. Para mí, comprar una caja de fósforos no tiene ninguna importancia.

—No necesitamos los fósforos —dijo su interlocutor.

Y para demostrar que así era, de pronto se produjo una llamarada.

Acababan de encender un fósforo, y, a la luz de la llama, Scott vio un rostro de ojos oblicuos, una nariz achatada y una boca de batracio.

El hombre encendió la punta de un cigarrillo que sujetaba en la comisura del labio y luego dejó caer el fósforo al suelo, el cual apagó con la bota.

—Caramba —dijo Scott, tratando de sonreír—. Tenían fósforos, pero se les olvidó...

—No, abuelo. Lo sabíamos.

—Comprendo —rió Scott—. Era una broma.

—Cuando mi amigo y yo salimos a trabajar, nunca gastamos una broma a nadie.

—Deben tener una profesión muy seria.

—No hay otra que sea igual en seriedad.

—Creo que les voy a acertar la profesión.

—¿Sí?

—Vigilantes nocturnos.

—No, abuelo. No acertó.

—Caramba, hubiese jurado que estaban amargados de la vida porque viven como topos y no pueden ver enteras a las mujeres. ¿Cuál es entonces su profesión?

—Asesinos.

Scott se dijo que debía echar a correr de allí.

Inspiró profundamente, para salir disparado. Pero ninguna de sus piernas le llegó a obedecer.

Trató de hablar, pero se le había hecho una bola en la garganta. Con un gran esfuerzo, la pasó y entonces dijo:

—Siempre he dicho que en esta vida lo importante es hacer algo, amigos.

—¿Eh?

—Me da rabia ver a la gente que es vaga de nacimiento. Es una vergüenza lo que ocurre. Uno ve tipos por ahí, siempre acostados, siempre bostezando, habiendo tantas profesiones como hay... Ahí tienen la de ustedes. Corren un riesgo, se ganan el pan...

—¿Qué está diciendo, abuelo?

—¿A cuántos mató usted?

—A catorce.

—Debe haber empezado hace poco.

—¿Cómo?

—Catorce es una cantidad ridícula, amigo mío. Casi estoy por decirle que debería darle vergüenza.

—Pero es que yo...

—Cállese, no tiene disculpa. Cuando uno tiene vocación para algo, lo que debe hacer es ponerse al asunto cuanto antes y no perder el tiempo. Seguro que usted era uno de esos tipos que, cuando llega a los dieciséis años, no sabía a qué dedicarse. Pero lo peor es que tampoco se decidió en seguida. Lo pensó y lo pensó... ¡Y luego hay tipos que dicen que debemos producir! ¿Cómo vamos a lograrlo con gente como ustedes?

Scott se decía que no podía dejar de hablar. Si se concedía una pausa demasiado larga, aquellos hombres sacarían el revólver y le darían plomo caliente, o emplearían el cuchillo y lo degollarían como una res.

—Eh, usted —se dirigió al compañero del asesino grandote—. ¿Por qué se calla? ¿Por qué no dice algo...? ¿Es mudo?

—Tengo lengua, famoso millonario.

—Le iba a decir lo de siempre.

—¿Qué es lo de siempre?

—Lo que todos dicen. “¿Se le comió la lengua el gato?” Y eso me hace recordar que nosotros somos iguales.

—¿Iguales?

—Sí, de noche todos los gatos son pardos.

—Oiga, usted está tonto —intervino el otro asesino—. Sólo dice tonterías.

—No estoy tonto. Estoy loco y los ataques me dan en las noches de luna llena.

—Hoy no hay luna llena...

—Pero es de noche.

—Maldita sea, cállese de una vez. Me está haciendo un lío.

—Tienes razón, Tom —dijo el más pequeño de los dos—. Yo ya no sé a quién tengo que matar.

—Estúpido, hemos de matar a Scott Mallory y éste es Scott Mallory. Que no te pase lo de aquella vez que tenías que acabar con la suegra de aquel maestro y mataste a su mujer.

—Una equivocación la tiene cualquiera.

—Con las cosas de matar no se juega, Tom... Te lo he dicho muchas veces,

Scott tosió suavemente.

—Perdóneme, pero ya puedo marcharme.

—¿Marcharse? Usted no se va.

—Tengo que darles una mala noticia.

—¿Cuál?

—Yo no soy Scott Mallory.

El grandullón lanzó una risotada.

—Ya lo tengo catalogado, Tom. Nuestra víctima de esta noche pertenece a la tercera categoría.

—A los llorones.

—Subclase C.

—Aterrorizados paralizantes.

—No estoy paralítico —protestó Scott.

—Es como si lo estuviese. No puede mover una pierna. —Tengo reuma.

—Es la excusa de siempre, Tom. A la faena.

—¿Instrumento?

—Cuchillo.

Scott levantó una mano.

—¿Puedo elegir?

—No salga diciendo que quiere morir de viejo. Es un chiste muy gastado. Lo hemos oído muchas veces a lo largo de nuestra carrera.

—Quiero que me estrangulen.

—Es una muerte fea, abuelo. Sacaré un palmo de lengua y sus amigos tendrán pesadillas.

—Quiero que me recuerden durante mucho tiempo.

—Está bien. Si usted quiere que sea con cordel, así será.

—Tenemos un bonito surtido de cordones para esta especialidad.

—¿Los tienen color naranja?

—Azul, verde y rojo. Elija.

—Verde. Es el color de la esperanza.

—No encuentro el verde —dijo.

Tom sacó un manojo de cordones del bolsillo.

En eso se oyó una voz por detrás.

—¿Puedo ayudarles en algo?

—¡Walt! —exclamó Scott.

Los dos asesinos habían quedado inmóviles.

El joven amigo de Mallory se acercó andando lentamente.

—¿Qué pasa, Scott?

—Muchacho, quiero presentarte a mis asesinos. El uno se llama Tom y del otro no sé el nombre.

—Dos borrachos, ¿eh? —dijo Walt.

—No, Walt. Son dos asesinos de verdad. Se empeñaron en despacharme.

Walt examinó con ojos fríos a los dos fulanos.

—¿Es eso cierto?

—Sí, pero ya no va a haber una sola víctima, sino dos —contestó el alto.

—Oigan, ¿están ustedes chiflados o son, simplemente, un par de tarados mentales?

—Debió estarse quieto donde estaba.

—Sólo tomaba el aire fresco,

—Pues debió de aspirar unas cuantas bocanadas más, antes de llegarse aquí. Le habría resultado mucho mejor... ¡El "Colt”, Tom!

Los dos asesinos desenfundaron como centellas.

Pero encontraron al otro lado un revólver que ya estaba vomitando fuego.

Tom y su compinche se derrumbaron emitiendo sordos gemidos.

Quedaron quietos.

Walt avanzó sobre ellos y se agachó. Habría querido conservar a alguno vivo, pero aquel par de fulanos habían sido rápidos como el demonio y tuvo que darse mucha prisa y disparar a matar, para impedir que una fracción de segundo después, las balas le mordiesen la carne.

No, ninguno de ellos vivía.

Oyó un golpe y vio que Scott se había dejado caer en el suelo.

—¿No te encuentras bien, abuelo?

—Si, pero me fallaron las piernas y eso quiere decir que me he convertido en un viejo inútil.

—No digas eso, Scott. Todavía te queda mucho que vivir.

—Al parecer, alguien se ha propuesto que mis venerables huesos descansen en el Valle del Barro pringoso.

—Sí, ésa es la conclusión que yo también he sacado.

—Pero, ¿quién es esa persona que me quiere ver muerto?

—En tu caso, hay que hacerse una pregunta.

—¿Cuál?

—¿A quién beneficia tu muerte?

Scott se quedó con la boca abierta.

—¡Walt, dime que no es cierto lo que estás pensando!

—Apenas te enteraste de que tenías tres hijos, quisiste hacer testamento.

—Y lo hice. Son mis tres herederos.

—Si tú hubieses muerto, habrían pasado a su poder los pozos petrolíferos.

—Por lo que más quieras, Walt, estás imaginando una barbaridad. He sido un mal padre y mis tres hijos tienen motivos para estar resentidos contra mí, pero, de eso a contratar un par de asesinos para que me maten... ¡No, y mil veces no!

—Está bien, Scott. Fui a la cabaña y Sam me dijo que te habías ido en busca de un tablero y de pintura. Tendrás que aplazar tu penitencia, al menos, hasta que sepamos a qué atenernos,

—Volvamos con Sam.

Regresaron a la cabaña y en el camino Walt habló al hombre con el que Scott se había tropezado y le dijo que él y otros tres se encargasen de dar cristiana sepultura a los dos asesinos a sueldo.

Encontraron a Sam sentado en el camastro, restregándose los ojos.

—¿He oído tiros o fue un sueño?

—Oíste tiros —repuso Walt.

—¿Quién fue?

—Liquidé a dos tipos que iban a asesinar a Scott.

—Demonios, este vallecito nos está saliendo rebelde.

Scott se tendió en el camastro.

—Quiero dormir.

—Yo me largo al pueblo —repuso Walt—, Sam, cuida de Scott, aunque no creo que lo intenten por segunda vez esta noche.

Minutos más tarde, Walt llegaba al pueblo.

Fue derecho al hotel El Cisne Negro, donde se hospedaban los tres hijos de Scott.

—Vengo a ver a los tres Mallory.

—Están en la suite Imperial —le contestó el encargado, al notar el billete que Walt dejaba ver por el hueco del puño—. ¿Quiere que les avise?

—No. Prefiero darles una sorpresa.

La suite Imperial estaba en la primera planta.

Walt abrió la puerta de ella y se introdujo sin llamar.

Se encontró con un buen cuadro.

Sanky, Tim y Bobby, que habían conservado sus nombres con sólo agregar el Mallory, y estaban muy bien acompañados. Sanky estaba a gatas y llevaba sobre el lomo a una rubia que lo fustigaba como si fuese un caballo.

Sanky hacía muy bien el potro porque corcoveaba para quitarse de encima a la rubia y ella reía con todas sus fuerzas, sujetándose al cabello de él, mientras gritaba:

—Duro, Bronco. Tasca el freno.

—Según lo que me pongas de freno, nena —reía también Sanky.

Tim y una morena de cara picaresca, bailaban el can-can con un estilo desaforado y se acompañaban con música de boca.

Bobby, en su papel de estudiante culto, también danzaba con una rubia platino, pero habían elegido el vals, que era más distinguido.

Sobre una mesa había muchas fuentes con viandas y media docena de botellas de champaña.

—¿Qué es lo que festejan, amigos? —preguntó Walt, cuya presencia todavía no habla sido advertida.

Sanky, Tim y Bobby dejaron de hacer lo que hacían y caminó hacia el intruso, diciendo:

Las mujeres continuaron con el jolgorio.

La rubia que cabalgaba sobre las espaldas de Sanky le pegó en los costados con los pies desnudos.

—¿Ya estás vencido, Bronco?

—Calla, nena.

—No me digas que han aparecido los indios.

La rubia platino, que bailaba con Bobby, fue la primera de las mujeres en ver a Walt. Puso un brazo en jarras y caminó hacia el intruso, diciendo:

—Si esto es un indio, estoy dispuesta a que me corte la melena.

La morena hizo guiñitos con los ojos.

—Déjamelo, Leticia. Le voy a enseñar el can-can.

Sanky se puso en pie de golpe y la rubia se golpeó la región que sigue a la espalda y se puso a chillar.

—Todas quietas, nenas. Acaba de llegar nuestro invitado de honor.

Walt hizo una reverencia.

—Muy agradecido, Sanky, pero todavía no has dicho qué es lo que celebráis.

—¿Qué vamos a celebrar? —repuso Tim que era el que más había bebido de los tres—. La desaparición de nuestro padre.

—Te has equivocado, Tim —dijo Sanky—. Es la aparición.

—¿Qué diferencia hay entre una cosa y otra?

Sanky rió nervioso, sin apartar los ojos de Walt.

—Este muchacho no sabe lo que dice en cuanto bebe una copa de más.

—Se le atropellan las palabras, ¿verdad?

—Eso es, Walt. Y lo que son las cosas. Quiso ser senador. Es lo que le he dicho yo muchas veces. ¿Adónde iba a ir con ese pico?

La morena de la cara picaresca tomó por el brazo a la rubia platino, que respondía por el nombre de Leticia, y le dio un empellón

—He dicho que te apartes.

La rubia retrocedió tambaleándose y fue a caer en un sillón.

—Te voy a sacar los ojos, Corinne.

—Inténtalo si te atreves y te dejo chata.

Corinne miró con la cabeza ladeada a Walt.

—Tardaste mucho en llegar, amor.

—Perdona, chica. No sabía que tú me estabas esperando.

Tim protestó

—Eh, Walt, esa chica es mía.

Sanky levantó una mano.

—Cierra la boca, Tim. Buscaremos otra para ti —se dirigió hacia la puerta, pero Walt le interrumpió el camino.

—Sanky, vine en busca de Scott.

—¿Aquí? No lo vi.

—Salió de la cabaña donde estamos para hacer un recado, diciendo que regresaría al cabo de unos minutos, pero ya pasó una hora y no le vimos el pelo...

Tim lanzó una risotada

—Caramba, ¿adónde habrá ido el viejo? ¿Estará en el cielo? ¿Estará en el infierno? Participen en el concurso. Hay un billete de a cien para el que dé en la diana.

—¿Qué quiere decir Tim, Sanky? —preguntó Walt.

Sanky sintió deseos de romper la cabeza a su compañero.

—Ya te lo dije. Walt. Está como una cuba.

—Un hombre sólo se va al cielo o al infierno cuando muere.

Sanky le pegó una palmada en el brazo.

—Deja eso, Tim, ¿quién piensa en morirse ahora? Este es un momento para que todos nos divirtamos.

Corinne se colgó del cuello de Walt y le estampó un beso en la mejilla, dejándole marcado el rouge.

Walt decidió que debía participar en la fiesta. Sólo así podría sonsacar a Tim.

Atrapó a la morena por la cintura y la levantó en vilo.

—Nena, ¿qué haces que no me ofreces champaña?

Sanky rió satisfecho.

Corinne lanzó un gritito y corrió a la mesa.

—Tendrás que beber mucho, Walt. Te llevamos una buena ventaja.

Walt primero bebió del vaso, pero minutos más tarde ya lo hacía en el zapato de Corinne.

La francesa le quiso dar lecciones de can-can.

Sanky había llamado al mozo que los atendía y al cabo de un rato, Tim tenía una nueva chica que levantó rugidos de entusiasmo, porque la recién llegada no tenía nada que envidiar a Corinne.

La suite se convirtió, otra vez, en una jaula de locos.

Walt dio un paso en falso y cayó por el suelo con Corinne.

En aquel momento se abrió la puerta de golpe.

—¿Qué clase de cuadro es éste? —dijo una voz femenina.

Walt tuvo que hacer un esfuerzo para alzar la cabeza en el suelo porque Corinne lo atrapaba por el cuello.

La mujer que estaba en el hueco y que acababa de pronunciar aquellas palabras, era la benemérita Patricia Cameron.

La joven había agrandado los ojos al identificar a Walt. Sus menudos dientes se apretaron.

—Por si ustedes no lo saben —pudo decir al fin—. Yo me alojo en la habitación de al lado.

—Hola, Pat —acertó a decir Walt.

—No le conozco a usted.

—¿También ha bebido?

—No sea sarcástico, señor Gruber. Usted, en poco tiempo, me ha dado pruebas de su hipocresía. Esta es la segunda, pero le aseguro que me basta.

Inmediatamente, la joven salió de la estancia pegando un fuerte portazo.

Walt soltó una maldición para sus adentros. No tenía fortuna con aquella muchacha. Todo le salía mal.

Miró a Tim. Estaba roncando.

No, no le había servido de nada particular en aquella fiesta.

Se puso en pie con los puños apretados. De buena gana se hubiese pegado de bofetadas.

Corinne se le colgó otra vez del cuello.

—Tengo sueño, amor.

—Pues duerme —contestó Walt y se dirigió a la puerta.

—Eh, Walt, quiero que me arropes y me cantes la nana.

Gruber se volvió desde la puerta.

—No te hago falta, cariño. Con los ronquidos de Tim podrás dormirte en seguida.

Gruber salió del hotel y se encaminó otra vez a la cabaña que compartía con Sam y Scott. Nunca, en su vida, había estado tan  furioso consigo mismo.

Se detuvo un instante, con ánimo de regresar al hotel. Hablaría con Patricia Cameron. Le daría explicaciones...

¡Al diablo con eso! Patricia nunca lo escucharía. Además, le empezaba a hacer efecto el champaña.

Continuó su camino.

Cruzaba un callejón cuando oyó una voz.

—¿Es usted Walt Gruber?

Se detuvo y volvió la cabeza. En la oscuridad, contra la pared vio a tres hombres... ¿O sería efecto del alcohol y no habría más que uno?

—Sí, yo soy Walt Gruber. ¿Qué quieren?

—Sólo eso. Cerciorarnos de que es usted el tipo a quien vamos a llenar de plomo.