CAPITULO XIV
Rock Foster había hecho café y, al ir a coger la cafetera, se quemó.
Una voz dijo:
—Eso le pasa porque cocinar no es cosa de hombres.
Rock se volvió y descubrió a Patricia. Estaba maravillosa con un vestido de encaje mexicano, escote redondo que mostraba el gran valle que formaban sus senos.
—¿De fiesta, señorita Melvin?
—Sí. Pero todavía tengo tiempo para echarle una mano. Déjeme que le aparte la cafetera y le sirva el café.
Antes de que Rock pudiese contestar, Patricia entró en la cocina.
Al pasar por el lado de Rock para ir al fogón, lo rozó suavemente con su hombro.
Rock sintió un aroma.
—¿Qué se supo, señorita Melvin?
—El vestido de los domingos.
—Me refería al perfume.
—Oh, sí, son «Flores de Arabia». El que me lo vendió me dijo que es un perfume que un hombre no puede soportar sin caer enamorado.
—Esos vendedores dicen muchas tonterías con tal de vender sus mercancías.
—¿Acaso no le gusta mi perfume?
—Ni pizca.
—Claro, usted está acostumbrado al olor de las caballerizas.
—No empecemos con olores, señorita Melvin.
Ella apretó los menudos dientes mientras servía el cale en una taza.
Miró a Rock mientras ponía azúcar y dijo:
—Me debe odiar mucho.
—No la odio.
—¿Me va a decir que me quiere?
—Tampoco la quiero.
—¿Entonces?
—Me es usted indiferente. Pero lo que no me es indiferente es el café que me está sirviendo. Le ha puesto seis cucharadas de azúcar.
—Oh —dijo Patricia, y se dio cuenta de que había estado echando azúcar sin interrupción—. Perdone.
—¿Usted me pide perdón? —gruñó Rock.
—Sí.
—Ha cambiado mucho.
—Todos cambiamos.
—Sí es verdad. Pero a unas personas les cuesta más que a otras.
—Y pensó que yo era de las que cambian difícilmente.
—Sí, señorita Melvin. La incluía a usted en el grupo de las más difíciles.
—Pues ya ve que se equivocó.
—¿Me sirve ya el café?
—Desde luego.
—Una sola cucharada de azúcar. Recuérdelo, señorita Melvin.
—Encantada.
Rock Foster se apoyó en la pared y cruzó los brazos. Observó con los ojos entornados a Patricia mientras ésta servía la segunda taza de café.
La joven sirvió bien el azúcar. Una sola cucharada. Y después de mover el café, le ofreció la taza a Rock. Ella pareció tropezar y la taza se fue al suelo.
—Oh, qué torpe soy.
El café salpicó un poco los pantalones de Rock.
—Me ha manchado, señorita Melvin.
—Lo siento Ahora mismo le sirvo otra taza de café.
—No, por favor, ya no quiero más café.
—¿Por qué no?
—Porque, si sigue así, vamos a tener que hacer dos o tres cafeteras, para que yo pueda tomar una taza.
—¡No se burle de mí!
—¿Me estoy burlando?
—Está dando a entender que no sé hacer el trabajo de una mujer.
—No he dicho eso.
—Pero lo ha dado a entender refiriéndose a las dos o tres cafeteras.
—Señorita Melvin, ¿a qué vino aquí?
—Vine a... a servirle el café.
—Me refiero al principio. Usted no sabía que yo quería café. Y se puso esas virutas de Oriente.
—No son virutas. Son aromas.
—Fue de caza, ¿eh?
—¿De caza?
—A cazar a un hombre, me refiero.
—Pues, si. Vine a cazar a un hombre.
—¿A quién?
—¿A usted qué le importa!
—Si no me lo quiere decir...
—¡Se llama Alex Morris!
—¿Cómo ha dicho?
—Alex Morris. Y es el hijo de un banquero. Viene a casarse conmigo.
—¿Y cómo es él, Patricia?
—Alto, guapísimo, simpático, rubio... Todo un hombre. Es tan alto como usted.
—¿Y cuánto pesa?
—Setenta y cinco kilos.
—Usted no ha visto nunca a ese hombre, Patricia. Sólo acertó en lo de rubio y en lo de que no está mal físicamente. Pero no mide uno ochenta. Es más bajo que yo.
—¿Cómo sabe todo eso?
—Porque estuvo aquí.
—¿Ha estado en la comisaría?
—Sí, hace un rato.
—¿Qué quería?
—Preguntó dónde estaba su rancho.
Patricia se tambaleó y Rock la sujetó por la cintura.
—¿Qué le pasa, señorita Melvin? ¿Se va a desmayar?
—¡Si quiero desmayarme, usted no puede prohibírmelo!
—Muy bien. Desmáyese.
—¡No me da la gana!
El la seguía abrazando y por eso los dos estaban muy cerca.
—¿Sabe una cosa, señorita Melvin?
—¿El qué?
—No están mal esos aromas de Arabia.
—¿Nota usted algo?
—Claro.
—Qué es lo que siente?
—Que huele muy bien.
—¿Y qué más? ¡Debe sentir algo más! ¡El vendedor me dijo...!
—Sí, que cada vez que se pusiera ese perfume enamoraría a un hombre. Pero ese vendedor estaba equivocado. Yo no estoy enamorado de usted.
—¿Nada de nada?
—Nada de nada.
Ella levantó la cara y dejó los labios entreabiertos.
—¿Está seguro, señor Foster?
—Segurísimo —dijo Rock, y la besó en los labios.
El beso duró bastante y, cuando él se separó, Patricia dijo: —Señor Foster, ¿nada de nada?
—Nada de nada —repitió Rock, y la volvió a besar.
El marshal Corbey, que estaba al otro lado del corredor se pellizcaba los dos brazos.
—¡Dios mío, no me lo puedo creer! ¡Viene, la ve y la mata! Primero la señorita Harlow.
Y luego la señorita Melvin. Y la primera se va con el novio de la segunda. Y la segunda se queda con el hombre que quería la primera. ¡Cielos, qué lío! —continuó pellizcándose.
Rock y Patricia dieron por terminado su segundo beso.
—Señor Foster...
—Diga, señorita Melvin.
—¿No está enamorado ni siquiera un poquito de mí?
—No.
—Pues haga otra vez la prueba lo mismo que en el sueño.
—¿Que sueño?
—¡No he dicho nada!
—Lo ha dicho. De modo que ha soñado conmigo, lo mismo que Doris Harlow.
—¿Dods Hallow también soñó con usted?
—Sí.
—¡Eso es imposible!
—¿Por qué es imposible, señorita Melvin?
—Ella no tenía ningún derecho a...
—¿A soñar conmigo?
—Eso mismo.
—¿Por qué, señorita Melvin?
—Doris Harlow no es la mujer que a usted le conviene.
—Por cierto, se fue con su prometido.
—¿Qué ha dicho?
—Se largó con Alex Morris. Ella estaba aquí cuando él llegó preguntando por su rancho, y se ofreció a acompañarle.
—¿Y qué fue lo que consiguió de usted la señorita Harlow?
—Un par de besos.
—¿También la besó a ella?
—Sí. Lo hice a petición de Doris.
—Ha tenido mucho éxito, señor Foster.
—No me puedo quejar.
—Las dos mujeres de más dinero de la comarca soñaron en la misma noche con usted y han venido en la misma mañana para...
—Continúe. ¿Para qué?
—Para conquistarle a usted.
Rock no dijo nada.
Patricia respiró profundamente.
—Ande, ríase de mí.
Pero Rock estaba muy serio.
—¿Por qué no se ríe?
—No tengo ganas.
—Me voy, señor Foster.
—¿Adónde?
—A mi rancho, para recibir a mi prometido.
—¿Se tasará con él?
—Claro.
—¿Sin quererle?
—Lo querré.
—¿Piensa hacer un esfuerzo de voluntad para querer al hombre que va a ser su marido?
—Yo tengo mucha voluntad, señor Foster. Una voluntad de hierro. Lo que me propongo, lo consigo.
—Usted se propuso conquistarme cuando vino a esta oficina. Por eso lleva este vestido tan bonito. Por eso se impregnó con ese perfume amoroso. Y lo ha conseguido, señorita Melvin.
Ella se disponía a salir de la cocina, pero se detuvo y volvió la cabeza.
—¿Qué?
—Que estoy enamorado de usted, señorita Melvin.
Patricia parpadeó.
—La dice para conseguir mis besos gratuitos.
—Lo digo porque es verdad.
—¿Me... quiere?
—Seguro.
Rock caminó hacia ella y Patricia lo esperó inmóvil, mirándole a los ojos. Y entonces.
Rock la rodeó con sus fuertes brazos y la besó apasionadamente en los labios.