CAPITULO XIII

—No me gusta esta paz —dijo el marshal Corbey.

Rock Foster estaba sentado en la silla, los pies sobre la mesa.

Eran las nueve de la mañana.

El marshal había dejado la puerta abierta y, de cuando en cuando salía al porche.

—La calle está desierta.

—¿Y qué?

—¿Es que nu te das cuenta? Todo el pueblo está masticando la tragedia. Vendrán a por ti y serán manadas. Los Harlow y los Melvin. Y los dos bandos querrán la misma cosa.

—Enterrarme.

—De eso puedes estar seguro, Rock.

—Ya le dije que no se preocupe, jefe. Sólo se trata de mi vida.

Corbey le miró con asombro.

—Muchacho, si yo tuviese tu sangre fría, hubiese sido más grande que Buffalo Bill.

—Buffalo Bill sólo era un charlatán de feria.

—Pero aseguran que hizo muchas cosas, y lo han convertido en un héroe.

—Sólo es un héroe para la taquilla de un circo.

En aquel momento se oyó una cabalgada.

Corbey salió al porche.

—¿Ya están ahí?

—Sólo uno.

—¿Quién?

—Doris Harlow.

—¿Viene sola?

—Sí, en un carruaje. Demonios, se ha puesto muy linda. ¡Y viene hacia acá, Rock! ¡Ya imagino a qué viene! ¡A darte un ultimátum! ¡Abandonas el pueblo o se hace una petaca con tu piel!

—No creo que Doris Harlow fume.

—Bueno, pues se hará otra cosa, en lugar de una petaca.

—Hágase humo, jefe.

—Me iré a la cocina.

—Bien hecho.

Douglas se metió en la comisaría rápidamente. Desapareció por el corredor que comunicaba con la cocina.

Rock seguía con los pies sobre la mesa, el sombrero ligeramente echado sobre la frente, observando la puerta abierta.

Oyó cómo el carruaje se detenía ante la oficina. Luego un taconeo en el porche y por fin apareció Doris, que se detuvo en el hueco y miró a Rock.

Estaba realmente linda Doris Harlow. Su vestido era precioso, con un escote pronunciado.

—¿Vas de fiesta, Doris?

—Sí.

—Pues no debiste ponerte ese vestido para un linchamiento.

—¿Cuál linchamiento?

—El mío.

—No te van a linchar.

—¿Ah, no? ¿Y qué me van a dar? ¿Pastelillos?

—Si los hombres de Spencer Melvin vienen aquí, los de mi padre les harán pedazos. No se atreverán a tocarte un pelo.

Rock arrugó el ceño, pero no dijo nada.

Doris entró en la comisaría y cerró la puerta.

Dio unos pasos por delante de la mesa de Rock.

—¿Me encuentras atractiva?

—Si.

—¿Mucho?

—Mucho.

Ella se detuvo ante la mesa y paso la yema del dedo por el borde.

—Rock, ¿has pensado alguna vez en la mujer de tus sueños?

—No.

—¿Por qué no?

—Eso de pensar en una mujer no se ha hecho para mí. Las prefiero de carne y hueso.

—Te entiendo.

—Lo celebro.

—-Pero aquí estoy yo de carne y hueso.

Rock la miró de soslayo y sonrió.

—¿Cuándo vas a destapar la caja de las sorpresas, Doris?

—¿A qué te refieres?

—Á tus matones. ¿No han venido contigo?

—No.

—¿Qué les has dicho? ¿Qué me sacarás a la calle para que me deslomen?

—Rock, te he dicho que si los hombres de Melvin te tocan un pelo, se van a acordar para toda la vida.

—De modo que has venido aquí para defenderme.

—Si.

—¿Por qué?

—Esta noche soñé contigo.

—Ah. ya.

—¿No te interesa saber qué soñé?

Rock se encogió de hombros.

—No me corre ninguna prisa.

Doris le pegó un manotazo a los pies.

—¡Rock Foster, me estás poniendo nerviosa!

Rock estuvo a punto de caer al suelo, pero logró mantener el equilibrio al apoyar los pies en el suelo

—Oye, Doris, ¿qué te pasa?

—He dicho que soñé contigo.

—De eso yo no tuve la culpa.

—Estuviste la mar de atrevido.

—¿De veras?

—Me besaste.

—¿Algo más?

—Me volviste a besar.

—¿Algo más?

—Tres hombres querían propasarse conmigo. Y tú los mataste.

—Vaya, fui un tipo sanguinario en tu sueño.

—Te equivocas. ¿Sabes cómo me llamabas?

—¿Cómo quieres que lo sepa? Tú fuiste la del sueño.

—Me llamabas tu princesa.

—¡Qué cosa más ridícula!

Doris dio una patadita.

—¡No digas eso, Rock!

—De acuerdo, si te gusta que te llame princesa, te llamaré princesa. Adelante, princesa.

¿Qué más pasaba en tu sueño?

—Ponte en pie.

Rock levantóse de la silla.

—Acércate a mí.

Rock dio un paso hacia ella.

—Pásame la mano por la cintura.

Rock le pasó la mano por la cintura.

—¿Y eso a qué viene, princesa?

Doris levantó la cara.

—Bésame.

Quedó con los labios entreabiertos.

Rock le dio un beso, pero fue muy suave.

—¿Servirá, princesa?

—¡No, maldita sea! ¡Eso no fue un beso!

—Uní mi boca a la tuya.

—¡Pero lo hiciste de una forma miserable!

¿Y cómo quieres que lo haga?

—¡Apretando! ¡Con más fuerza!

—Soy un alumno muy torpe.

—Apuesto a que no lo eres. Anda, inténtalo de nuevo.

—De acuerdo, princesa.

Rock la besó en la boca y lo hizo como ella quería. Con más fuerza.

El marshal estaba en el corredor rascándose la cabeza a dos manos.

—¡No me lo puedo creer! ¡Este tipo viene, la ve y la mata! ¡Cielos, si yo fuese él, sería más grande que Buffalo Bill!

Mientras tanto, había terminado el beso.

—¿Qué tal ahora, princesa?

—No estuvo mal. Pero lo hacías mejor en el sueño.

—En los sueños acostumbramos a idealizar las cosas.

En aquel memento llamaron a la puerta.

El marshal se arrojó de cabeza hacia la cocina.

—¡Ya están ahí los Harlow!

Rock Foster puso la mano en la culata.

—¿Es tu trampa, princesa? Mientras te besaba, llegaban tus hombres.

—¡No son mis hombres!

—Eso lo comprobaremos ahora. ¡Adelante!

Se abrió la puerta y apareció un tipo rubio de veinticuatro años. Vestía con elegancia.

Miró a Rock y luego a Doris.

—¿Interrumpo algo, autoridad?

—Nada.

—Celebro conocer a su señora.

—No es mi mujer. Y, si no la conoce, está claro que es forastero.

—Me llamo Alex Morris.

—Yo soy Rock Foster, ayudante del marshal.

—¿Y la señorita?

—Doris Harlow.

—Caramba, yo conozco a su padre, señorita Harlow. Tiene tratos con mi padre. Es Richard Morris, el banquero de Kansas City.

—Oh, es cierto. He oído hablar a mi padre muchas veces de Richard Morris.

Alex cogió una mano de Doris y la besó con estilo aristocrático.

—Señorita Harlow, a sus pies.

—Encantada, señor Morris.

Los dos se miraron sonrientes.

Rock Foster carraspeó.

—¿Puedo hacer algo por usted, señor Morris?

—Me detuve a preguntarle por el rancho de los Melvin.

Rock entornó los ojos observando cómo Doris seguía sonriendo a Alex Morris.

—La señorita Harlow le podría indicar el camino.

—Desde luego, señor Morris. Justamente, los Melvin son muy amigos míos.

Rock Foster sonrió al ver aquello.

Alex Morris ofreció su brazo a la joven.

—Entonces, no hay más que hablar, señorita Harlow. Si a usted no le sirve de molestia...

—De ninguna manera, señor Morris.

—Por favor, llámeme Alex.

—A condición de que usted me llame Doris.

Alex hizo un gesto afirmativo. Miró a Rock y dijo: —Señor Foster, le agradezco sus atenciones.

Rock contestó, señalando a la joven:

—Es toda suya, quiero decir que espero sepa cuidar de la señorita Harlow.

—Puede confiar. Ella está en buenas manos. ¿Vamos, Doris?

—Vamos, Alex.

Los dos jóvenes salieron de la comisaría.

El marshal apareció pellizcándose.

—¿Las pulgas, jefe?

—¿Pulgas? Oh, no, no tengo miseria encima. Me estoy pellizcando para saber que no duermo. Demonios, Rock, ¿es que no lo viste? Esta chica vino aquí a conquistarte. Le diste un par de pasadas. Y luego se presenta ese fulano y se va con él.

—¿Qué tiene de particular?

—Doris Harlow parecía que estaba loquita por ti.

—Yo era la novedad. Pero ahora la novedad fue el rubio elegantón.

—¡Mujeres!

—Voy a tomar un café —dijo Rock Foster, y se fue a la cocina.

El marshal, al quedar a solas, dijo: —¡Mujeres! ¡Quien las entienda, que las compre!

Pasados unos minutos, se abrió la puerta y el marshal gritó: —¡No dispare! ¡Soy inocente!

—Tranquilícese, marshal —le contestó una voz femenina.

Corbey terminó de girar, vio en el hueco a Patricia Melvin.

—¿Está su ayudante, señor Corbey?

—Sí, en la cocina. Ahora mismo le aviso.

—No se preocupe. Yo me reuniré con él.