CAPITULO XIV
Darrell y Leigh desenfundaron simultáneamente, pero uno de ellos apretó el gatillo una décima de segundo antes que el otro.
El que primero disparó incrustó el proyectil salido de su arma en la frente del rival, con lo cual salvó la vida, puesto que la bala del que ya estaba muerto al hacer fuego se perdió en la pared de enfrente.
Los dos se mantuvieron inmóviles unos segundos y por fin, Darrell cayó hacia delante, quedando doblado sobre la barandilla del palco.
Tres hombres intentaron vengar la muerte de su jefe, pero Leigh estaba atento a cualquier eventualidad y disparó tres veces más, fulminándolos.
Un hombre gritó:
—¡Es cierto lo que dijo! ¡«Canta, pistola, canta»! ¡Su frase mágica!
En aquel momento, por la puerta del saloon penetró el juez Evans, quien al darse cuenta de lo que ocurría fue a marcharse en seguida.
—¡Quieto, juez! —le ordenó Johnny.
El magistrado levantó la cabeza temerosamente y la nuez le bailó en la garganta.
—¿Me va a matar porque fallé en contra de usted, señor Leigh?
—No, no lo voy a matar. Al fin y al cabo, mal que me pese, usted es oficialmente un administrador de la ley. Eso es lo que le salva.
—Gracias —sonrió el juez—. Sabía que era usted un caballero.
—No exagere su optimismo, señoría. Aún no he terminado. Va a coger esta misma noche sus maletas y se va a largar de la ciudad. Naturalmente, no deberá olvidarse de escribir una carta al gobernador del estado de California en la que le comunicará su irrevocable decisión de dimitir su cargo de la Costa Bárbara por motivos de salud.
—Pero, señor Leigh, yo...
—Si mañana continúa en San Francisco, habrá pasado su oportunidad. Se lo prometo, juez.
Evans asintió con la cabeza y repuso:
—Me iré ahora mismo. Sí, señor, y dimitiré.
Salió corriendo por la puerta como alma perseguida por el diablo.
El sheriff fue quien entró ahora en el local.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó, mirando a un lado y a otro.
—El señor Darrell y yo acordamos solucionar nuestras discrepancias —respondió Leigh—. ¿Tiene algo que alegar?
El del chaleco estrellado descubrió el cadáver de Gordon en el palco y miró a Johnny, distendiendo los labios poco a poco hasta esbozar una sonrisa:
—Ha hecho un gran servicio a la sociedad, Leigh. Aunque crea lo contrario, he querido siempre cumplir con mi deber. Lo malo es que muchas veces no me han dejado. He preferido seguir ocupando mi puesto por no cederlo a cualquiera que hubiera obedecido ciegamente a Darrell y su pandilla.
—Ahora ha llegado el momento de que demuestre lo que vale.
—Lo voy a intentar con toda mi voluntad.
Los ojos de John buscaron ahora a Henry Arnold, pero no lo halló en la mesa del rincón ni en sus alrededores. Al descubrir a la otoñal que se hallaba con él, preguntóle:
—¿Y el señor Arnold?
—Se escurrió cuando usted mató a Darrell.
Leigh se quedó pensativo un instante, y de pronto giró sobre sus talones y salió rápidamente del establecimiento.
Montó en el primer caballo que encontró en la puerta y lo hizo salir de estampida.
Henry le había sacado quince minutos de ventaja. Un negro presagio se apoderó de su corazón.
El alazán cortaba raudo las tinieblas de la noche.
Cuando ascendía por la colina en cuya cumbre se levantaba la mansión de los Morgan, vio una súbita claridad que iluminaba el cielo.
Al llegar ante la verja del jardín pudo ver que la casa estaba ardiendo por el piso alto.
La puerta de hierro estaba abierta y lanzó por ella a su cabalgadura.
Los criados corrían de un lado a otro en derredor del edificio, sin saber qué medidas adoptar para atajar el siniestro.
John saltó a tierra y observó las ventanas de enfrente.
Acertó a ver tras los cristales de una de ellas la figura de una mujer. No podía ser otra que Patricia.
Una voz pidiendo socorro le convenció de lo acertado de su suposición.
Sin vacilar un segundo se dirigió como una centella a la entrada de la casa.
Un criado intentó detenerlo.
—¡No vaya, señor!
Pero él no le escuchó, aun cuando sabía que la casa, en casi su totalidad construida de madera, sería pronto una gigantesca hoguera.
Cruzó la puerta y se detuvo tosiendo al sentir en la garganta la picazón del humo.
Vio la escalera al fondo y subió de tres en tres los peldaños hasta alcanzar la planta superior.
Las llamas habían prendido en paredes, puertas y sobre todo, en el techo, del que caían muchas pavesas encendidas.
Orientóse y corrió hacia la habitación donde debía de hallarse la joven.
—¿Estás ahí, Patricia? —gritó, golpeando la puerta con el puño al darse cuenta de que estaba cerrada con llave.
—¡John! ¡John! ¡Socorro! —le contestó ella, desde dentro.
Sacó los dos «Colt» y disparó una vez cada uno contra la cerradura, la cual saltó inmediatamente.
Abrió la puerta. El dormitorio era un horno. Agachóse y se metió dentro descubriendo a Patricia desmayada a los pies de la cama.
Alzóla en brazos y salió en el momento en que una parte del techo se desplomaba con un rugido.
Las llamas los acariciaron mientras avanzaba corriendo por el pasillo. Bajó la escalera, y cuando ya creía estar a salvo, al pisar el salón, la voz de Henry Arnold le llegó desde arriba:
—¡No dé un paso más, Leigh!
John giró con su carga.
Henry estaba de pie en lo alto, al final de la escalera, con un revólver en la mano.
—¿Es que no se da cuenta, Arnold? ¡Hemos de salir ahora mismo si queremos salvarnos!
La boca de Henry hizo una extraña mueca al sonreír.
—¿Quién quiere salvarse, Leigh? ¿Usted? ¿Patricia? ¡Sí, vosotros queréis salvaros! ¡Pero yo no quiero!
—¡Se trata de su mujer, Henry!
—¿Mi mujer? ¡Ella no es mi mujer!
John se percató de que Patricia había dicho la verdad al juzgar desequilibrada la razón de su marido.
—¿Qué demonios le ocurre, Arnold? ¡Baje de ahí y salga conmigo fuera!
—No, Leigh. Usted se quedará conmigo. ¡Y ella también! Ella le ama a usted. Patricia cree que lo ignoraba. ¡Pero yo lo sabía! ¿Lo entiende? Usted se enamoró en cuanto la vio. Una hermosa mujer, ¿verdad?
John pensó que si dejaba a Patricia en el suelo podía desenfundar a la desesperada con alguna probabilidad de matar a Henry y empezó a agacharse.
—¡No hagas eso, Leigh! ¡Si lo veo moverse una pulgada, vacío el cilindro sobre los dos! —Los ojos de Henry se desorbitaron—. Le hablaba de la hermosura de Patricia. ¿Qué le parece?
Johnny no contestó.
—¡Le he hecho una pregunta! —gritó Arnold—. ¡Y usted conoce la respuesta! ¡Se vio con ella a solas!
Soltó una ululante carcajada.
—Se asombra, ¿eh? La noté muy nerviosa esta mañana. La sorprendí escribiendo una carta que ella se apresuró a esconder. Le dije esta tarde que me iba a la ciudad. Pero me escondí fuera del jardín. Poco después, salió ella. Fui detrás, detrás, detrás... Entró en una casa de la calle Michigan, y unos minutos más tarde entró usted. ¡John Leigh! ¡El irresistible conquistador de mujeres!
—No ocurrió nada de lo que su mente enferma se imagina.
—No, ¿eh? —rió de nuevo—. ¿Qué le parece esto como un adelanto del infierno? ¡Maravilloso! ¡Apoteósico!
Repentinamente, el techo crujió siniestramente entre bramidos de las llamas.
Henry miró hacia arriba y vio precipitarse sobre su cabeza una especie de caldera de fuego.
Levantó los brazos, como si en el último instante se arrepintiese de ser abrazado por una muerte por él llamada, y lanzó un horrible grito antes de quedar sepultado.
Johnny dio la vuelta y corrió con Patricia en los brazos, buscando la vida que los esperaba al otro lado de la puerta.