CAPITULO VII
Al dar media vuelta, John observó las pupilas relampagueantes de furia de Arnold.
—No se inquiete demasiado —recomendó—. Estropearía usted su propia fiesta.
Henry pareció recobrar la serenidad a despecho de sus sentimientos.
—Tiene usted razón, Leigh. Pero no sé qué busca aquí. No encontrará oportunidad de lucir sus habilidades con los naipes. Esto no es un saloon.
—¡Henry! —exclamó Patricia, en tono de reconvención.
—Déjelo, señorita Morgan —dijo John—, Es un diálogo sin transcendencia.
—Me figuro que habrá oído cosas peores en su vida —murmuró Arnold, con una aviesa sonrisa.
—Es posible. Pero quien lo ha hecho, ha contraído una deuda conmigo que tarde o temprano he saldado.
—¿Una amenaza, Leigh?
—Considérelo como un simple recordatorio.
Arnold se quedó unos instantes pensativo, y luego soltó una carcajada y exhibió su mano derecha cuyo anular volvía a estar el famoso anillo.
—Se refería a esto, ¿eh? —Sacó la cartera y extrajo de ella un fajo de billetes de los que separó algunos que tendió a Leigh—. Ahí lo tiene. Los mil trescientos que me prestó. No quiero deberle nada.
John aceptó el dinero y lo guardó en su bolsillo, diciendo.
—He de dejarlos. Espero que sean ustedes muy felices.
—Nos abruma con sus buenos deseos, señor Leigh —repuso Henry, más seguro de sí mismo—. Tenga cuidado, hay muchos ladrones en San Francisco.
John lo miró fijamente.
—Eso he tenido ocasión de comprobar. Pero no son esos ladrones quienes me inquietan, señor Arnold. Hasta la vista, señorita Morgan.
La joven se limitó a inclinar levemente la cabeza viendo cómo él se alejaba.
Pocos minutos más tarde, John se unía fuera a Miller.
—¡Que me maten si he sufrido más en otro momento de mi vida! —exclamó Jack, dando un resoplido—. Creí que lo estaban haciendo pedazos.
—Eso lo han dejado para después. Vámonos.
—¿Qué quiere decir, John?
—Se equivocó usted respecto a mi atentado. Fue Henry Arnold quien lo ordenó y Darrell el que lo organizó.
—¿Es cierto? ¿Cómo lo sabe?
—Sorprendí una conversación entre ellos. Esta noche Darrell encargará a dos de sus hombres que repitan el golpe.
—¡Ese canalla! Menos mal que ha sacado algo en limpio de esta descabellada visita.
—Conseguí también los cien mil. Mañana me los dará Morgan.
—¡Qué! —exclamó Jack, estupefacto, mientras se detenía.
—No se pare. He de volver con los Hickson en seguida.
—¡Usted no hará eso! Dormirá en mi casa. Tengo siempre un dormitorio preparado para un caso de contingencia.
—¿Piensa que voy a dejar a Tom y a Susan solos en manos de eso criminales?
—¡Avisaremos al sheriff]
—No tengo mucha confianza en las autoridades de esta ciudad. Huelo a podrido desde que llegué. He de resolver este asunto a mi manera.
—¡Pero usted no está aún curado!
—He estado haciendo ejercicio con el revólver todas estas mañanas mientras los Hickson venían a la ciudad. Lo saco ya casi tan aprisa como antes y mi puntería es la misma.
Cuando llegaron a la parte del muelle donde habían dejado la barca, John se despidió de su amigo:
—Hasta mañana, Jack.
—¿Qué está diciendo? ¡Yo voy con usted!
—Váyase a dormir. Eso no tiene nada que ver con la sociedad. Es asunto personal.
Miller saltó a la embarcación y dijo:
—Intente echarme de aquí, pero le advierto que cierta vez puse fuera de combate a tres hombres.
Leigh sonrió, replicando:
—De acuerdo, viejo cabezota.
Mientras navegaban hacia Tiburón, Jack preguntó:
—¿Qué celebran los Morgan?
—El casamiento próximo de Patricia y Henry.
Tras un silencio, el primero indicó:
—Le gusta Patricia, ¿eh?
—Sí.
—¿Y no va a hacer nada para evitar esa boda?
—Nada. He aprendido que el destino es más fuerte que los deseos, de cualquier hombre. Pero hablemos de otra cosa.
—¿Qué piensa respecto a la guerra que le han declarado Arnold y Darrell? Aun cuando consiga usted burlarlos esta noche continuarán asediándolo.
—Me gusta la pelea. Sin embargo, pienso que si les hago fracasar de nuevo, ellos mismos se concederán una tregua. No tuve oportunidad de ver a Darrell. ¿Cómo es?
—De su estatura, más o menos. Cara alargada, ojos grises, muy brillantes, y bigote recortado. Es inconfundible por su costumbre de llevar siempre chalecos de vistosos dibujos coloreados.
Al fin llegaron al desembarcadero, después penetraron en la cabaña. Los Hickson acogieron con alegría la noticia de que Basil Morgan accedía a concederles el préstamo, pero aquélla se vio agriada por la que siguió sobre las intenciones de Arnold.
—¿Es que no lo van a dejar nunca en paz? —exclamó Susan.
—De eso quiero hablar a usted y a su tío —contestó John—. Soy como un barril de pólvora, que haciendo explosión, hará daño a cuanto le rodea. Por ello renunció a mi participación en la sociedad. Ustedes ya tienen todo lo que necesitan y pueden llevar adelante el negocio.
—¿De qué está hablando? —protestó Susan.
—Tienen que ser sensatos. Soy un peligro para ustedes. Yo me iré a la ciudad mañana, contando con que logre eludir a los forajidos esta noche, y desde allí intentaré dar la batalla a esa gentuza.
—Usted es el cerebro de este tinglado, Johnny —dijo Tom, llamándole por su diminutivo—. Si se va, estaremos perdidos. Supongamos que el asunto marcha. ¿Qué vamos a hacer nosotros con tantas toneladas de mejillones? Estoy seguro de que usted es capaz de colocar la mercancía y conseguir que nos pidan más.
—¿Es que no se da cuenta? Cuando Arnold y Darrell se enteren de que estoy metido en esto, harán lo posible por destruirlo.
—¿No tenemos dinero? Podemos hacerle frente. Contrataremos hombres que luchen y trabajen a nuestro lado.
—¿Piensa así de corazón, Tom? —preguntó Leigh.
—¡Dúdelo un instante y lo arrojaré al agua!
—Es que ya tenía todo eso en mi imaginación —sonrió Johnny—. Hemos de construir una casa con suficientes dependencias para preveer la futura ampliación del negocio. Alistaremos un equipo de hombres decididos. Sí, amigos, si quieren luchar, yo estaré con ustedes. Pero ahora he de ocuparme de esos tipos que llegarán de un momento a otro. Ya tendremos tiempo de hablar.
—Iremos con usted —anunció Jack.
—No, Miller —se opuso el joven—. Me quedo en la sociedad con esa condición. Me las arreglaré solo. Le dije que esto es personal. Cuando sea atacada nuestra organización tendrá oportunidad de batirse. Espérenme aquí.
Nadie replicó a lo dicho por Leigh, y éste salió de la cabaña, dirigiéndose al embarcadero desde donde se podían divisar las luces de las casas de San Francisco.
La luna estaba cubierta por las nubes y no había mucha claridad, pero John pensó que el ruido producido por la embarcación que traería a los asesinos los delataría a sus oídos.
Se sentó en una roca y esperó.
Transcurrió una hora antes de que oyese un suave deslizamiento por el agua.
Agachóse inmediatamente al localizar una barca a poca distancia de la orilla.
Minutos más tarde, dos hombres pisaban tierra.
Después de asegurar la barca, atando una cuerda a la arista de una roca, se pusieron en movimiento hacia la cabaña.
Leigh se irguió con los brazos rozándole los muslos.
—Buenas noches —dijo—. ¿Buscan algo?
Los recién llegados se quedaron quietos como estatuas.
—Se nos rompió un remo y pensamos que aquí encontraríamos ayuda —contestó el de más rápida imaginación.
—Eligieron bien el sitio. Aquí hay una cabaña.
—Estupendo. ¿No te dije, Joe? ¿Nos acompaña usted?
—Sí, pero antes he de comprobar su historia.
—¿Eh?
—Quiero que me enseñen el remo.
—Pues claro que sí. ¿Lo has oído, Joe? Quiere ver el remo.
El llamado Joe rió y dijo:
—No creerá que somos ladrones, ¿eh? Apuesto a que en esa choza hay poca cosa que llevarse.
—Será mejor que se den prisa —advirtió Leigh—. Me hace daño el relente de la noche.
—Vamos, Joe. El señor tiene razón. Tengo ganas de llegar a la ciudad y meterme en la cama.
Dieron la vuelta, retrocediendo, y John los siguió.
Al llegar jumo a la barca volvieron a quedar quietos y Leigh les conminó:
—¿Qué esperan?
—Anda, Joe. Satisface al señor.
Joe, zancudo, de cabeza muy pequeña, se metió en la barca y cogió un remo. Al volverlo lo tendió diciendo:
—¿Ve usted? Está partido por ahí.
De pronto, levantó el remo y lo descargó sobre John, pero éste se hallaba preparado para cualquier ataque y saltó de lado, al tiempo que desenfundaba y disparaba.
Joe lanzó un grito al ser alcanzado en el estómago y se abatió en el fondo de la barca.
El otro asesino sacó el revólver rápidamente, pero no llegó a apretar el gatillo.
Leigh disparó por segunda vez, alojándole una bala en la cabeza.
Segundos después, llegaron corriendo a aquel lugar Miller y los Hickson.
—¡Lo ha logrado de nuevo, Johnny! —exclamó Jack, jovialmente.
—Se portaron como unos estúpidos —explicó el joven—. Les habría perdonado la vida si se hubieran estado quietos, pero tuve que matarlos para evitar que ellos me ultimasen a mí.
—¿Qué hacemos con los cuerpos? Yo he dejado de ser empresario de pompas fúnebres.
—Los dejaremos en la barca. Bastará un empujón para que la marea los lleve al muelle.
—Me gustaría ver las caras que pondrán Arnold y Darrell cuando se enteren de esto.
Miller desató la cuerda, metió en la embarcación el cadáver que estaba fuera y dio un empellón a la proa, separándola de la orilla.
Luego, los cuatro regresaron a la cabaña.