CAPITULO V

Susan Hickson vio el cubo lleno de mejillones y se enderezó en la roca dando por finalizado su trabajo.

Al mirar hacia el sendero que llegaba hasta aquella parte de la costa se quedó asombrada viendo a John Leigh a menos de diez yardas de donde se encontraba ella.

Leigh se apoyaba en un bastón y le estaba sonriendo.

—¡Por los clavos de Cristo! —exclamó la joven—. ¿Se ha vuelto loco? ¿Qué hace ahí?

—Me escapé.

—¿Cómo encontró la ropa?

—Registré la cabaña hasta hallarla dentro de una cesta de mimbre. También encontré el bastón de su tío.

—¡Pero va a empeorar!

—Pierda cuidado en ello. Recuerde que mañana es el día en que el doctor me dará de alta. Yo me he adelantado veinticuatro horas. ¿Qué hacía este bastón en su casa?

—Tío Tom sufre a veces ataques reumáticos durante el invierno. Aquí se siente mucho la humedad.

Leigh dirigió una mirada a las olas que se estrellaban contra las rocas cercanas y repuso:

—Me lo supongo. No comprendo cómo resisten esta clase de vida usted y su tío.

—La justificación es sencilla. Ganamos dinero. Estamos ahorrando para comprar una hacienda en la parte sur. Allí se da bien la naranja y tío Tom dice que cuando se acabe el oro, ella será el sostén de California.

—¿A cómo les pagan los mejillones?

—A dos dólares la docena.

—Es un precio ruinoso teniendo en cuenta que un huevo cuesta seis.

—Pero hay alguna diferencia entre conseguir uno y otro género. El huevo sale de la gallina y a la gallina hay que cuidarla y alimentarla. Los mejillones se crían en las rocas sin necesidad de que nosotros nos molestemos lo más mínimo en procurar su desarrollo. El huevo significa una inversión previa. El mejillón, no.

—Está usted hecha toda una economista. ¿Les hacen mucha competencia?

—Ninguna. Somos los únicos que nos dedicamos a esto. Los demás sólo se interesan por el oro. Además, ocurre lo que usted ha dicho antes. Se paga mal nuestra mercancía. Lo que pasa es que no hay mucha afición a comer estos moluscos. Hace tres o cuatro años hubo una epidemia de tifus en la localidad y a alguien se le ocurrió decir que la había motivado los mejillones.

—Eso es absurdo.

—Así lo afirmó el doctor, pero no valieron de casi nada sus palabras. Ya sabe cómo es la gente. Se empeñan en dar crédito a una cosa y no hay fuerza humana que les haga salir de su error.

Leigh se sentó en una roca, diciendo:

—¿Quiere que cambiemos de conversación, Susan?

La joven repuso:

—Supongo que quiere preguntarme sobre Darrell y su pandilla.

John asintió con la cabeza.

—¿Insiste en tomarse la revancha? —siguió interrogando ella.

—No quiero cruzarme de brazos después que se ha intentado asesinarme. No puedo consentir que me limpien cinco mil dólares. Soy como soy y no intente cambiarme. Perdería el tiempo.

—Está bien. ¿Qué quiere saber?

—Hábleme de Darrell.

—El no estaba entre los que le atacaron.

—Pero es su jefe y admite sus crímenes. Lo considero a él más culpable que a los que me clavaron sus cuchillos.

—No podrá nada contra Darrell, señor Leigh.

—Eso está por ver. Déjelo de mi cuenta.

—Es cruel, cínico y despiadado. Añada otra cualidad, la astucia, y tendría una imagen exacta de su carácter. Llegó a San Francisco hace un par de años y se precia de ser hoy quien dirige la ciudad. Consiguió un puesto en el municipio para guardarse las espaldas y nadie se atreve a contrariarle porque se expone a perder la vida. Regenta los mejores salones y está mezclado en cuantos negocios de índole dudosa se ventilan en esta parte de California. Nadie ignora que él se escondía tras la banda que robó una y otra vez a los buscadores y tras la que asaltó el Banco Minero, llevándose cerca de ochocientos mil dólares en oro.

—Parece que le conoce bien, Susan.

—Tengo mis motivos.

—¿Cuáles son?

La joven miró fijamente a Leigh, y de pronto empezó a desabrocharse la camisa.

Cuando estaba por el cuarto botón, dio media vuelta y se bajó aquélla, mostrando la espalda desnuda.

John frunció el ceño contemplando tres largas cicatrices en la morena carne femenina.

—Aquí tiene mis motivos, señor Leigh —dijo Susan con rabia—. Fue Darrell. Me azotó con un látigo porque no me doblegué a sus deseos.

Subióse de nuevo la camisa, se abrochó y giró hacia John, el cual tenía el rostro endurecido.

—¿Cuándo fue, Susan?

—Hace seis meses y nueve días. Cuento las horas, los minutos que me separan de aquello. Yo servía el género en los locales de Darrell. Dos o tres veces me encontré con él. Me di cuenta cómo me miraba y quise evitar lo que podía sobrevenir. Un día dejé de visitar sus negocios. A la mañana siguiente me salieron al paso en la calle un par de sus hombres. Me dijeron que Darrell quería hablar conmigo. Pensé que lo mejor era acabar con aquello cuanto antes y los seguí.

Me recibió en su despacho de Golden. Empezó a preguntarme por qué había dejado de ir por allí. Abrió una botella de champaña. Me negué a beber y le dije que yo elegía mis clientes. Me miró sonriente y se acercó a mí intentando besarme. Yo me resistí, le pegué, le arañé. Entonces se apartó de mí bruscamente, loco de furia, y cogió un látigo que había colgado en la pared...

Susan hizo una pausa incapaz de seguir.

John respetó el silencio.

Sus ojos habían adquirido un brillo febril.

Al cabo de un rato, la muchacha dijo:

—Consiguió alcanzarme tres veces antes de que pudiera ganar la puerta.

Leigh se pasó una mano por la frente, como si pretendiese alejar de su mente la imagen de la escena que Susan había protagonizado.

Transcurrido un minuto, preguntó:

—¿No la ha vuelto a molestar?

—No. Sólo me ha visto una vez desde aquel día, pero leí en sus ojos que no había desistido de su propósito. Tuve que llorar y suplicar a tío Tom para que no fuese en su busca. Por ello quiere reunir pronto el dinero para marcharnos al Sur. Yo, mientras tanto, llevo un cuchillo conmigo. Lo mataré a él o lo hundiré en mi pecho si no puedo hacer lo primero.

—¡Cállese, Susan! ¡No hable de eso!

—¿Cree que silenciándolo evito que llegue ese día?

—¡Yo seré quien elimine a Darrell!

—¿Usted? —inquirió la joven—. No puede.

—¿Por qué no?

—Se me ha olvidado decirle que él maneja el revólver como ningún otro hombre de los miles que han llegado a San Francisco desde 1848. Esa es su principal razón para haberse impuesto en la forma que lo ha hecho.

John se levantó diciendo:

—Yo tampoco soy mal tirador. Y ahora va a tener la prueba.

Llevó rápidamente la mano a la funda de la cadera derecha, pero antes de que llegase a tocar la culata del «Colt», dio un quejido, haciendo una mueca y se quedó paralizado.

Susan lo miró tristemente.

—¿Se percata ahora de su locura? Darrell desenfunda y dispara en una décima de segundo. Lo vi el año pasado cuando ganó el concurso de tiro durante las fiestas de la ciudad.

Leigh se mordió el labio inferior, replicando:

—Tiene usted razón. No valgo cinco centavos.

—No diga eso. Estoy segura de que es tan buen tirador como asegura, pero se encuentra muy debilitado todavía.

John se sentó de nuevo, apretando rabiosamente los labios al comprender que ahora era un hombre casi indefenso.

—Me marcharé mañana —murmuró.

—¿Lo ha echado alguien? —preguntó, sonriente, ella.

—No puedo consentir que me den albergue y comida por más tiempo. Carezco de dinero para pagarles. Tengo un amigo en Monterrey que se ocupará de mí hasta que cure del todo.

—No se irá. Tío Tom se lo impedirá. Y cuando a él se le mete una cosa en la cabeza, no hay nadie que lo pueda hacer cambiar de idea. Le ha sido usted simpático y no lo dejará marchar hasta que tenga la seguridad de que se bastará a sí mismo. Será mejor que volvamos. Ya ha tenido bastante aire fresco esta mañana.

John fue a levantarse, pero se contuvo observando el profundo agujero que había entre la roca en la que se sentaba y le cercaba, a cuyo fondo llegaba el agua del mar.

—¿Qué es eso? —preguntó.

Susan se acercó, mirando el hoyo.

—Ahora lo verá —contestó sonriendo.

Tendióse en la roca boca abajo y metió su brazo en el agujero. Cuando lo sacó, mostraba en la mano un pedazo de cuerda al que estaban adheridos centenares de pequeños moluscos.

—Son crías de mejillones —explicó—. El mar arroja a la costa trozos de maroma y cuando se conservan dentro del agua por quedar aprisionados entre las rocas, son elegidos por los moluscos para reproducirse.

John observó la extraña muestra, declarando con una sonrisa:

—Está logrando interesarme, Susan. —Y al ver que ella enarcaba las cejas, añadió—: Naturalmente, me refiero a los moluscos.

La joven quedóse unos instantes, mirándolo, y luego murmuró:

—¡Oh, sí!

Devolvió el criadero al lugar de donde lo había sacado, y tras coger el cubo, emprendieron el camino de regreso a la cabaña.

Antes de llegar a la puerta, se les unió Tom.

—¡Por todos los infiernos, Leigh! —exclamó el tío de Susan—, ¡Lo he estado buscando un rato! Creí que se había escapado.

—Fui a dar una vuelta para conocer los alrededores. Pero no se lo diga al doctor.

—¡Condenado muchacho! ¿Qué tiene dentro de la cabeza?

Hizo que John se acostara, mientras Susan se preparaba para salir.

—¿Qué tal tu recogida, tío? —preguntó, ya dispuesta.

—He traído dos cubos del rincón del Arrepentido, que sumados a los cuatro del refugio de las Sirenas, hacen un buen lote. Cuando volvamos de la ciudad me daré una vuelta por cabo Williams. Apuesto a que hay allí tantos mejillones que no los terminaremos en lo que queda de año.

—¿Qué son esos nombres? —inquirió Leigh.

—Ocurrencias de mi tío —contestó ella—. Bautiza cada lugar donde se reproducen.

—Quizá los veas llamados así algún día en el mapa —rió Tom.

—Todavía no me han dicho cómo llevan el género a la ciudad —quiso saber Leigh.

—Si hubiera seguido la dirección contraria a la que tomó para dar su paseo, hubiese visto un pequeño embarcadero —explicó la muchacha—. Lo transportamos en una barca hasta uno de los muelles de la ciudad, desde donde lo distribuimos con un carro tirado por un caballo.

John se quedó solo con sus pensamientos.

Dos horas más tarde regresaron el tío y la sobrina poniéndose ésta a hacer la comida.

Tom iba a marchar a cabo Williams, como había anunciado cuando Leigh hizo chasquear de súbito los dedos exclamando:

—¡Creo que lo tengo!

Los Hickson lo miraron un poco inquietos.

—¿Qué es lo que tiene? —preguntó la joven.

—Díganme una cosa, ¿cuánto tiempo tarda un mejillón en convertirse de una simple cría en algo apto para comer?

—Cuatro o cinco meses —contestó Tom.

—Estupendo. Es un plazo corto —dijo rápidamente Leigh. Y miró a Susan—. Se me ha ocurrido recordando lo de la cuerda.

La muchacha hizo un mohín de contrariedad.

—Ya le ha vuelto a subir la fiebre. Eso es lo que ha adelantado con haber ido por ahí.

—¡En mi vida me he encontrado mejor, Susan! Escuchen esto. ¿No han pensado en preparar viveros artificiales y acondicionados para los mejillones? Lo dijo usted, Susan. No han invertido nada en este negocio. Háganlo y centuplicarán sus beneficios.

—¿Ha dicho viveros artificiales?

—Exacto, cuerdas de nueve o diez metros sumergidas en el agua.

—Para eso están las rocas.

—¿No vio cómo se reproducen? ¡Había millares en aquel trozo! Ponga las cuerdas en agua un poco profunda y los mejillones se mantendrán e incluso se irán reproduciendo. No me interrumpa, Susan. Yo lo veo así, una gran balsa de tablones de madera unidos con alambres bien sujetos con cables de acero. Encontrarán lugares donde el mar apenas se mueve. Estamos en una bahía. De la balsa penderán las cuerdas donde en un principio se habrán colocado las crías. Luego sólo hay que esperar a que se hagan mayores. ¿No se lo imaginan? Llegaría la época de la recolección y sólo tendrán que subir las cuerdas y despojarlas de su fruto.

—¡Es cierto, tío! —exclamó Susan.

—Hay un inconveniente —opuso Tom—, Se me antoja que cada balsa de ésas debe resultar muy cara. Los cables de acero tendrán que traerlos del Este. Costarán una fortuna.

—¿Por qué no construyen una sociedad? Miller les proporcionaría la madera necesaria. Quizá le venga mejor construir balsas que ataúdes, así terminará de estar al acecho de quien muere en San Francisco.

Tom carraspeó, frotándose la barba.

—Aceptaría llevar esa idea a efecto con una condición, señor Leigh —declaró—. Que usted formase parte de la sociedad.

—¿Yo? —rió el aludido—. ¿Qué puedo aportarles? Olvídelo, Tom.

—A usted se le ha ocurrido el plan. Yo llevo aquí dos años y no había pensado en ello. Cada minuto que pasa me doy cuenta de que puede ser perfectamente factible. Si se niega a ser mi socio, yo renuncio a llevar la idea a la práctica. Y respecto a lo de su aportación, tendremos su trabajo. Usted será el que se vea las caras con los clientes. Estoy seguro de que se las ventilará mejor que nadie en ese puesto. ¿Qué contesta?

John miró alternativamente a los Hickson, y, tras mojarse los labios con la lengua en actitud vacilante contestó sonriendo:

—De acuerdo. Seré su socio, pero recuerden que me he resistido a aceptar su oferta...