CAPITULO XIII
Habían pasado cinco horas del plazo que mutuamente se habían concedido Rock Sterling y Jeff Paget.
En la celda se encontraban ahora el juez Frank Hope y el ex sheriff Farrell.
Rock y Ken jugaban una partida de damas en la oficina.
Ambos tenían la estrella en el pecho.
Los des estaban pensativos, observando las fichas del tablero.
Ken lanzó un grito de triunfo y comió dos piezas.
—Has perdido. Rock.
—Eso dirá Paget.
Y, tranquilamente, Rock cogió una de sus fichas y la empezó a mover de un lado a otro, e inmediatamente, quitó del tablero todas las piezas de Ken.
—Demonios, no me has dejado una sola ficha, Rock.
—Te descuidaste un poco.
—Ojalá se descuide también Paget.
—Eso va a ser más difícil.
Llamaron a la comisaría.
Los dos amigos echaron mano al revólver.
Se abrió la puerta, y el sheriff y su ayudante, se quedaron sorprendidos, porque su visitante era un niño de unos doce años.
—Buenas tardes. ¿El señor Sterling?
—Soy yo. Pasa,
El niño entró.
—Le traigo un recado, sheriff.
El niño metió la mano en el bolsillo de su blusa y sacó un papel doblado, que entregó a Sterling.
Rock leyó su contenido que decía así: «Necesito verlo inmediatamente. Le espero en la tienda de Marion Morris». Luego estaba la firma: Eleanor.
Rock sacó una moneda de a medio dólar y la entregó al niño.
—Gracias, chico.
—De nada.
El niño cogió la moneda y salió de la oficina.
—¿Puedo ver el papelito, Rock?
—Desde luego.
Ken leyó para sí el mensaje y luego levantó la mirada.
—Imagino que no acudirás a esa cita.
—Iré a la tienda de Marion Morris —contestó Rock, levantándose.
—Es una trampa.
—¿Cómo lo sabes?
—No puede ser otra cosa.
—Yo tengo mis dudas.
—Oye, Rock, te has enamorado de esa mujer. Te pegó el flechazo.
—Eres un bocazas.
—Un bocazas que tiene razón.
—Abre bien los ojos.
—Tú eres el que debe abrir los ojos, porque los tienes llenos de telarañas.
—Pueden aparecer pistoleros.
—Claro que pueden aparecer pistoleros. Ese es el plan de Paget. Ha sido pensado por él desde el principio al final. Se ha puesto de acuerdo con su sobrina y ella te manda una cartita. ¿Para qué? Para separarnos, Tú te marchas a su cita y yo me quedo aquí. Ha seguido el viejo principio que usan todos los zorros para ganar las batallas: «Divide y vencerás».
—Eres un tipo muy culto.
—Y tú muy tonto, Rock.
—No te duermas, por si aciertas.
—¿Sólo se te ocurre decir eso?
—Seguiremos hablando luego.
—¡Maldita sea! ¡NO habrá un luego para nosotros! ¡Aquí me servirán el escabeche y a ti te lo servirán con un poco de nena! Bien mirado, tú te llevas la mejor parte.
—No seas mal pensado —dijo Rock y salió de la comisaría.
Se dirigió hacia la tienda de Marion Morris, a la que pertenecía aquel escaparate ante el que había besado a Eleanor.
No vio a nadie sospechoso en la calle.
Empujó la puerta y se produjo un campanilleo.
Eleanor estaba a solas, junto al mostrador, donde había una caja de encaje.
—Hola —dijo él.
Ella se volvió. Lo miró con sus grandes ojos, pero no dijo nada.
—¿Qué quería, señorita?
La joven se humedeció los labios con la punta de la lengua.
—Es terrible lo que está pasando, Señor Sterling.
—Admito que es terrible. No todos los días se mata a una mujer y luego se hace pasar por su asesino a un hombre que no tuvo nada que ver con el crimen.
—Estuve al corriente de aquello. Llevo tres años en Pulver City.
—Y usted creyó que Rex Harris era el culpable.
—Como todo el mundo.
—Y vino a convencerme a mí también. La mandó su tío.
Ella dio dos pasos hacia él.
—Merece que lo abofetee, señor Sterling.
—No lo intente.
—No, no lo debo intentar, porque es usted muy rápido y me atraparía la mano antes de rozarle la cara. Pero entérese, señor Sterling, he venido a verlo a usted por mi propia voluntad.
—Me alegro mucho.
—No utilice ese tono de voz.
—¿Qué le pasa a mi tono de voz?
—Habla con ironía, casi con cinismo.
—¿Para qué ha quería verme?
—Para hablar de usted y de mí.
—¿Le interesa el tema?
—Es usted el que debía estar más interesado.
—¿Por qué?
—¿Cómo por qué? Usted fue el que me comprometió. Me atropelló en la calle.
—Fue un encuentro casual.
—¿También fue casual que me besase?
—No, eso no.
—¡Y qué manera de besar! En un momento creí que tenía usted más de dos manos. No me negará que usted puso mucho entusiasmo.
—Sí, es cierto.
—Y luego me dijo que yo iba a ser. su mujer.
—Pero usted me dio calabazas.
—Se las tenía que dar. ¿Qué habría pasado si le hubiese dado una respuesta afirmativa?
Usted hubiera pensado que yo soy una mujer cualquiera, pero...
—Siga.
—Quiero decir que, en el fondo de mi corazón, no le di calabazas.
—¿Ah, no?
—No piense que estaba aceptándolo como esposo. ¿Lo ve, usted? Ya me estoy armando un lío. Me juré a mí misma que pensaría en usted.
—¿Y pensó?
—Sí, y mucho. Demonios, desde que me dio aquellos besos, no he podido apartarlo de mi mente. Y luego se presentó usted en la casa de mi tío. Y arma la que se armó...
—He lamentado algunas cosas en mi vida. Pero le aseguro que lo que más siento es que sea usted la sobrina de Jeff Paget.
—Yo no lo elegí. Nadie elige a sus familias. Uno tiene a sus padres y a sus tíos y tiene que aceptarlos.
—¿Desde cuándo vive con su tío?
—Me quedé sin madre desde muy pequeña. Estuve en el mejor colegio de San Luis. Mi padre tenía una fábrica de herramientas agrícolas. Perdí a mi padre hace tres años y entonces me vine a vivir con el tío Jeff.
—¿Sabe qué clase de hombre es?
—Sólo me di cuenta de una cosa. De que era demasiado ambicioso. Pero no creo que sea una falta demasiado grave. Los hombres deben ser ambiciosos para llegar a ser algo.
—De acuerdo, señorita. Se debe ser ambicioso a condición de no pisar el cuello al prójimo. La ambición es legítima, pero uno debe cuidar los medios de que se vale para lograr lo que desea. No se puede consentir que un hombre ambicioso atropelle a unos y a otros. He estado hablando con Farrell, el sheriff a quien he sucedido, y él me ha contado lo que su tío ha hecho para Convertirse en el dueño de Pulver City. Ya imaginaba que los medios de que se valió serían poco honorables. Pero la realidad superó a lo que yo había imaginado.
—¿Qué fue lo que hizo?
—¿No lo sabe?
—Si lo supiese, no se lo preguntaría.
—Muy bien. Se lo diré, Eleanor. La mina Patricia no fue descubierta por su tío. Su propietario era Dennis Winters. Su tío fue sólo su administrador, pero valiéndose de malas artes, se fue apoderando poco a poco de la plata. Eso le resultó muy fácil cuando Dennis Winters se quedó paralítico en un sillón de ruedas. Y un mal día, hace cinco años, ocurrió una tragedia. Su tío y Dennis Winters vivían juntos en una casa, cerca de la mina.
Un empleado encontró a Winters muerto al pie de la escalera. Supuestamente, se había caído por ella con el sillón de inválido. Se abrió el testamento y se descubrió que Winters había nombrado heredero de la mina a Jeff Paget.
—Sé dónde quiere ir a parar. Según usted, mi tío mató a Dennis Winters.
—Ahora que conozco a su tío, no tengo ninguna duda acerca de que fue él quien empujó el sillón de Winters desde lo alto de la escalera.
—Y naturalmente, según usted, con anterioridad, mi tío se valió de la astucia para que Winters le nombrase su heredero.
—Así es como debieron pasar las cosas.
—Pero no está seguro.
—No, Eleanor. No puedo presentar pruebas.
—Entonces, reconoce que son suposiciones.
—Suposiciones basadas en la forma de actuar de su tío. He seguido indagando acerca del señor Paget, y me he encontrado con que él dirige prácticamente esta comunidad. Todos los nombramientos los hace él, aunque cuenta con la aprobación del pueblo. Sus pistoleros se encargan de coaccionar a los electores. Y Farrell agregó algo más. El próximo paso de su tío, es presentarse al Senado de los Estados Unidos.
—Yo misma se lo había dicho, señor Sterling. Mi tío quiere ser senador.
—No será senador, porque yo lo mataré.